El príncipe vagó durante muchos años hasta que llegó al solitario lugar…

El príncipe vagó durante muchos años hasta que llegó al solitario lugar donde la bruja había dejado a Rapunzel.

Rapunzel

Museo Imperial de la Guerra, Londres, 7 de mayo de 1995

Eran las nueve y cuarto de la mañana cuando llegó al museo. No abría hasta las diez, pero había ido temprano con la esperanza de que también hubieran llegado pronto y poder hablar con ellas antes de que entraran. Sin embargo, no había nadie a las puertas del museo ni en la escalinata, ni tampoco nadie en la explanada, donde se exponían un tanque, un cañón antiaéreo y una lancha.

Comprobó las puertas principales, por si se podía acceder al vestíbulo al menos, pero estaban cerradas y en la taquilla todavía no había nadie.

Bajó a la explanada y contempló el tanque, impaciente por que llegaran. Aquel día también se inauguraba una exposición en la catedral sobre «San Pablo durante el Blitz.» Había estado dudando si ir, pero al final había decidido que sería más probable que las encontrara en el museo.

Se paseó alrededor del barco. Tenía el nombre, Lily Maid, estarcido en la proa, y una impresionante cantidad de agujeros de ametralladora en el casco. Una placa rezaba: «Uno de los muchos barcos de escasa envergadura tripulados por civiles que participaron en la evacuación de más de 340.000 soldados británicos y aliados de Dunkerque.»

Examinó los agujeros de bala y luego cogió un folleto del museo que alguien había dejado en el parabrisas del barco antes de volver a sentarse en los escalones. «LOS MOMENTOS MÁS DESTACADOS: homenaje con motivo del quincuagésimo aniversario de la Segunda Guerra Mundial», leyó y, a continuación, la lista de los eventos especiales y las futuras exposiciones del museo: «La batalla de Inglaterra», «La guerra en el norte de África», «Las mujeres en la guerra», «El secreto con el que se ganó la guerra», «La evacuación de los niños».

Si no encontraba a nadie aquí ni en San Pablo se vería obligado a esperar hasta esta última. Eso si conseguía llegar, porque Badri y Linna no habían sido capaces de establecer un portal que se abriera cerca de la fecha de inauguración de «Las mujeres en la guerra» a pesar de haberlo estado intentando durante meses y llegado hasta tan lejos como a Yorkshire. ¿Cuándo empezaría la exposición sobre la evacuación de los niños? Si no faltaba mucho, podría quedarse hasta su inauguración.

Sería en septiembre. No podía malgastar cuatro meses con la vana esperanza de encontrar a algún evacuado que hubiera tenido contacto con Merope después de la llegada de esta a Londres o que supiera qué otros niños habían estado en la mansión Denewell. Los archivos del Comité de Evacuación habían sido destruidos por la misma bomba de precisión que había desintegrado San Pablo, y todo lo que había sacado de los registros locales era que los evacuados no fueron asignados a algunas familias o casas en particular sino más bien repartidos al tuntún. Una jefa del comité al que había entrevistado en 1960 no había sido capaz de nombrar más que a tres niños de los que estuvieron en la mansión Denewell, y la única razón por la que se acordaba de dos de ellos era porque se trataba de unos gamberros.

—Alf y Binnie Hodbin eran unos críos espantosos. Lady Denewell fue una verdadera santa al acogerlos —le contó—. Robaban, atormentaban el ganado, atentaban contra la propiedad y luego se quedaban allí mirándote con cara de no haber roto un plato y te contaban las mentiras más estrafalarias.

Cuando le había preguntado si se había mantenido en contacto con ellos desde la guerra, le había respondido:

—¡No, gracias a Dios! No me sorprendería que hubieran acabado en la cárcel.

Sabía dónde estaba la tercera evacuada, Edwina Barry, de soltera Driscoll, pero la señora Barry había sido trasladada a otro hogar antes de que Eileen dejara la mansión, y tampoco sabía lo que había sido de los Hodbin, aunque sí que eran de Whitechapel.

Se había pasado los siguientes seis meses repasando los listados de las cárceles y el censo de Whitechapel. Había encontrado su dirección, pero el edificio en el que vivían había sido destruido en febrero de 1941. Sus nombres no aparecían en la lista de víctimas del bombardeo, pero en la lista global de víctimas del Blitz constaba que su madre había perdido la vida, lo que seguramente significaba que ellos también.

Anotó la fecha de inauguración de la exposición sobre la evacuación de los niños, estudió minuciosamente el resto del folleto por si encontraba alguna otra exposición que pudiera serle de utilidad y luego alzó la mirada. Llegaba alguien, pero no eran más que un par de turistas cincuentones y, por la pinta que tenían, estadounidenses. Ambos llevaban deportivas y cámaras de fotos al cuello. La mujer no se había quitado las gafas de sol a pesar de que estaba a punto de llover, y el marido refunfuñaba.

—Ya te he dicho que todavía no estaría abierto.

—Es mejor llegar temprano —repuso ella, empezando a subir la escalera—. ¿Ha abierto ya el museo? —le preguntó a Calvin.

—Si lo estuviera —gruñó el marido—, el joven no estaría aquí fuera sentado.

—Soy Brenda —se presentó ella—, y este es mi marido Bob.

Calvin se levantó para estrecharle la mano.

—Soy Calvin Knight.

—¡Oh, cómo me gusta el acento inglés!

Para aquello no había ninguna respuesta adecuada, así que le preguntó:

—¿Han venido para la inauguración de «La vida durante el Blitz»?

—No. ¿Es la que hay ahora? No sabíamos nada. Bob simplemente quería venir porque le interesa la Segunda Guerra Mundial. Ya hemos estado en el museo de la RAF y en las Salas del Gabinete de Guerra. ¿Has oído, cariño? —le gritó a su marido, que seguía en la explanada—. Calvin dice que hoy se inaugura algo sobre el Blitz aquí.

«Eso espero», pensó él. Bob y Brenda no estaban al corriente y no había llegado nadie todavía. ¿Era posible que se hubiera equivocado de día? No se había producido desfase alguno. No cabía duda de que era siete de mayo, pero la fecha de la inauguración que aparecía en el artículo del Times que había leído podía ser errónea. «Tendría que haberlo comprobado con los registros históricos», pensó, preguntándose cómo iba a comprobarlo ahora. Puesto que el museo seguía cerrado…

—Somos de Indianápolis —decía Brenda—. ¿Vive usted aquí, en Londres?

Si respondía que sí, probablemente querría que le diera información turística, y él no tenía ni idea de lo que había en Londres en 1995.

—No. Soy de Oxford. —Un coche familiar accedía al aparcamiento. Podría preguntarle a quien lo condujera acerca de la inauguración—. El museo abrirá dentro de poco —le dijo a Brenda—. Hay cosas interesantes expuestas en la explanada que tal vez a su marido le interese ver.

Pero Brenda no le escuchaba.

—¡Es de Oxford! —exclamó—. Iremos allí el miércoles. Tiene que decirnos qué deberíamos ver.

Echó un vistazo al estacionamiento. La mujer que se había apeado del vehículo para abrir el maletero era demasiado joven para ser una de las que él buscaba. No podía tener más de cuarenta años. Llevaba traje sastre, zapatos de tacón y sacó un puñado de libros del vehículo. Seguramente trabajaba en el edificio, así que seguro que sabía si la inauguración era ese mismo día.

—Queremos ver la universidad —dijo Brenda—, pero no la localizo en el plano. Solo encuentro un montón de colleges.

Le explicó que esos colleges eran la universidad y le recomendó que visitaran Balliol.

—Y Magdalen —añadió, intentando pensar qué había en Oxford en 1995—. Y el Ashmolean.

—¿Es allí donde está el dodo? —preguntó ella—. Me muero por ver el dodo y todas las demás cosas de Alicia en el país de las maravillas.

—No. El dodo está en el Museo de Historia Natural.

—¡Ah! ¿Y eso dónde está? —La mujer rebuscó en el bolso—. ¡Bob! —llamó al marido—. ¿Tienes tú la guía?

Bob estaba contemplando el cañón antiaéreo de la explanada y, una de dos, no la oía o la ignoraba.

—La guía la tiene él —dijo Brenda—. ¿Puede enseñarme dónde…? ¿Cómo ha dicho que se llama? ¿El Museo de la Naturaleza?

—El Museo de Historia Natural. —Echó un breve vistazo al aparcamiento, pero la mujer del traje sastre seguía sacando cosas del maletero y no había llegado nadie más.

Bajó las escaleras con Brenda.

Bob no tenía la guía.

—Creía que la tenías tú.

—No. Te la he dado, ¿no te acuerdas? Justo antes de salir del hotel. —Pero tras rebuscar un poco más en el bolso la sacó y la abrió por la sección de Oxford.

Calvin le indicó dónde estaba el museo y se dispuso a subir de nuevo los escalones. Entonces vio a la mujer del traje sastre subirlos y entrar. Eso quería decir que habían abierto las puertas.

Sin embargo, cuando accionó el picaporte, seguían cerradas, y no llegaba ningún coche al aparcamiento. Además, se había puesto a llover. Se levantó el cuello del abrigo y se refugió en el portal. Brenda subió corriendo protegiéndose de la lluvia con la guía abierta y el marido detrás, refunfuñando:

—Te he dicho que iba a hacernos falta el paraguas.

—Es que no me acostumbro a lo mucho que llueve aquí, Calvin —dijo la mujer—. En la placa del cañón pone que estaba en Kensington Gardens. Son los mismos jardines donde está la estatua de Peter Pan, ¿no?

—Pues sí.

—¡Oh! Pues tenemos que ir. Me encanta Peter Pan. —Volvía a hojear la guía—. Y a la casa de Escocia en la que vivió de niño Barrie.

—Solo pasaremos aquí diez días —dijo Bob—, no seis meses.

—¡Ya lo sé! ¡Es que hay tantas cosas que me muero por ver! ¡No hay tiempo material para verlas todas!

«¡Qué razón tienes! —pensó Calvin, mirando la puerta—. No hay tiempo.»

—¿Eso es el folleto del museo? —le preguntó Bob, señalando el díptico que tenía Calvin.

—Sí. —Se lo ofreció y el matrimonio se puso a leerlo.

—«La batalla de Inglaterra» tiene buena pinta —dijo Brenda—. ¡Oh, vaya! No será hasta el uno de julio. Ya nos habremos marchado. «El secreto con el que se ganó la guerra» —leyó en voz alta. ¿De qué va eso?

—No sé —repuso impaciente Bob.

—Me parece que de Ultra y Bletchley Park —terció Calvin.

—¿Ultra?

—El proyecto secreto para descifrar los códigos de los nazis.

—¡Ah! —Brenda miró a su marido—. ¿No decías que fue gracias a los estadounidenses que se ganó la guerra?

Bob tuvo la gentileza de avergonzarse.

—Hubo muchas cosas que contribuyeron a la victoria —repuso—. El radar y la bomba atómica y que Hitler decidiera invadir Rusia…

—Y la evacuación de Dunkerque —añadió Calvin—, y la batalla de Inglaterra o el modo en que los londinenses hicieron frente al Blitz.

—Evidentemente es usted un gran admirador de la Segunda Guerra Mundial, como mi marido.

«Un admirador… ¡de la Segunda Guerra Mundial!»

—En realidad soy periodista —dijo—. He venido a cubrir la noticia de la inauguración de la exposición sobre el Blitz.

—¿En serio? —se entusiasmó Brenda—. Nuestra hija Stephanie enseña periodismo. Harían una pareja perfecta. ¿Está casado?

—Brenda… —dijo el marido—. No es de nuestra incumbencia.

—¡Oh, no seas pesado! —repuso ella—. ¿Lo está?

Calvin negó con un gesto.

—¿Tiene novia?

—Todavía no.

—¿Lo ves? —Se volvió triunfal hacia Bob y luego siguió haciéndole preguntas a Calvin—: ¿Qué edad tiene? ¿Treinta?

—¡Brenda! Este joven no tiene interés alguno…

—Stephanie tiene veintiséis. Da clases en…

—Vamos a ver el tanque —dijo Bob, agarrándola del brazo.

—Está lloviendo…

—Ya no —repuso Bob, categórico.

—¡Oh, está bien! —cedió ella, bajando los escalones. Luego le preguntó a Calvin—: ¿Le importaría sacarnos una foto delante del tanque? —Le pasó la cámara.

Calvin bajó con ellos a la explanada y tomó una foto de ambos delante del cañón y del barco.

—El Lily Maid —dijo Brenda—. No es un nombre demasiado bélico, ¿verdad?

—No sabían que entrarían en guerra —le dijo Bob—. ¿A que no, Calvin?

«No. No sabían que entrarían en guerra.»