Las flores se están poniendo muy rojas. Repito. Las flores se están poniendo muy rojas.
Mensaje en código mandado por la
Resistencia francesa antes del Día D
Kent, abril de 1944
—¡Worthing! —lo llamó Cess, abriendo la puerta.
—¿Qué pasa ahora? —le preguntó Ernest, tecleando: «Para el editor del Clarion Call: Tengo la desgracia…»
Cess pareció ofendido.
—Me pediste que te avisara cuando llegara lady Bracknell —le espetó—. Está aquí.
Ernest asintió, sin dejar de teclear: «… de residir en…». De repente levantó la cabeza.
—¿Dónde demonios está el campo que Prism y Gwendolyn están construyendo? —preguntó.
—Justo al norte de Coggeshall —dijo Cess.
—«… en Coggeshall, cerca de la base de paracaidistas estadounidense, y estoy desolado por la cantidad de botellines de cerveza y…». —Dejó de teclear, con los dedos sobre el teclado—. ¿El periódico imprimirá la palabra «condones»?
—No —repuso Cess—. Bracknell quiere vernos.
Ernest tecleó: «… y dispositivos contraceptivos que hay en mi calle los domingos por la mañana. He hablado con el comandante del campo, pero sin resultado».
—Nos quiere en la sala comunitaria ahora mismo.
—Este es el último. Escucha esto. Necesito tu consejo. —Se lo leyó en voz alta.
—¡Oh! Los alemanes se van a volver locos —dijo Cess—. No hay mejor prueba de que hay un ejército en la zona que la presencia de botellines de cerveza y condones usados.
—No. Lo que necesito es que me aconsejes acerca de quién escribe la carta. ¿Te parece que debería ser un indignado o una solterona?
—Un pastor —repuso de inmediato Cess—. Venga, vámonos.
—Enseguida iré —le prometió Ernest, echando de la habitación a Cess con un gesto.
Mecanografió otras dos líneas, firmó la carta como «T. W. Ringolsby, pastor», la metió con la copia a carbón en un sobre con sus artículos, escondió el sobre en el archivador de «Formularios 14C» y se dirigió hacia la sala comunitaria.
Ernest se sentó con disimulo al lado de Cess mientras Gwendolyn presentaba su informe a lady Bracknell.
—Camp Omaha está listo —dijo—. Cincuenta barracones, un estacionamiento, un refectorio y una cocina por cuya chimenea sale humo, aunque no estoy segura de hasta cuándo seguirá saliendo, así que sería estupendo que un avión alemán de reconocimiento lograra sortear nuestras defensas costeras pronto.
Lady Bracknell asintió.
—Lo dispondré todo para mañana por la tarde. Según el parte meteorológico hará buen tiempo hasta última hora. —Tomó nota—. Harán falta soldados entre los edificios, descargando suministros y desfilando en formación.
—Supongo quiénes serán esos soldados —le susurró Cess a Ernest—. Lo que me faltaba: desfilar bajo la lluvia.
Lady Bracknell los miró fijamente.
—Todos ustedes, menos Chasuble y Worthing, se presentarán en Camp Omaha a las catorce cero cero de mañana. Chasuble, necesito que organice la ceremonia de inauguración del aeródromo de Sissinghurst para el próximo viernes.
Chasuble frunció el ceño.
—¿Hay un aeródromo en Sissinghurst?
—Lo habrá el próximo viernes. Worthing, necesito que vaya a Dover.
—¿Al hospital? —preguntó Ernest con cautela.
—No. Al puerto. Quiero que entregue un paquete en un barco que está atracado allí.
—¿Yo solo?
—Sí, usted solo, teniente Worthing. ¿Cuántas personas hacen falta para entregar un simple paquete?
—Lo siento —se excusó Ernest, intentando parecer más arrepentido que emocionado.
Era su oportunidad. ¡Por fin! Estaría solo y, además, dispondría de un vehículo. Al fin podría ir a Londres y entregar sus artículos al Weekly Shopper y al Call sin tener a Cess ni a Prism pendientes de él. Sobre todo al Call, cuyo editor, el señor Jeppers, insistía siempre en leer de cabo a rabo los artículos antes de darles el visto bueno y en hacerle toda clase de preguntas.
Iría escaso de tiempo para hacerlo todo, pero por suerte Dover estaba lo bastante lejos como para que unas cuantas horas de más o de menos resultaran sospechosas. A menos que lady Bracknell lo mandara salir hacia allí de inmediato.
—¿Cuándo debo irme, señor? —le preguntó.
—En cuanto pueda. El barco solo permanecerá en el puerto uno o dos días. Tenemos que llegar antes de que zarpe.
Aquello no hacía más que mejorar. Dudó si preguntarle a lady Bracknell cuándo esperaba que regresara de su misión, pero finalmente decidió que solo se complicaría la vida.
—Sí, señor —dijo.
—Infórmeme cuando esté listo para partir.
—Sí, señor.
En cuanto acabó la reunión, fue a pedirle prestado el chaquetón de marinero a Chasuble y a enterarse de quién tenía una camisa apropiada. Cuanto antes se marchara, menos probabilidades habría de que Bracknell cambiara de idea y decidiera que lo acompañara alguien.
Nadie tenía una camisa de marinero ni nada que se le pareciera, pero Cess le consiguió un jersey gris holgado y un par de zapatillas de lona.
—El jersey es de Moncrieff y las zapatillas son de Prism —le dijo.
Prism tenía los pies más pequeños que él, pero daba igual. Recorrería en coche todo el trayecto.
—Perfecto. Gracias. —Se puso el jersey—. No tendrás un petate, ¿verdad?
—Sí —dijo Cess, y volvió inmediatamente con una pesada bolsa de lona y un paraguas—. También necesitarás esto —le dijo, ofreciéndoselo.
—Los marineros no usan paraguas. —Ernest metió una muda en la bolsa—. Además, ¿por qué estás tan seguro de que va a llover? Según Bracknell hará buen tiempo.
—También dijo que en el prado no habría toros —dijo Cess, tendiéndole el paraguas—. Además, siempre llueve cuando tenemos que salir. ¿Te acuerdas de cuando cortaron la cinta del depósito de gasolina? —Dejó el paraguas sobre la mesa y se fue.
En cuanto se hubo marchado, Ernest abrió el archivador, sacó el sobre de «Formularios 14C» y lo metió en el petate, debajo de la ropa.
Cess volvió a asomarse a la habitación.
—Bracknell quiere verte.
«Sabía que era demasiado bueno para ser verdad», pensó Ernest.
Sin embargo, Bracknell solo quería entregarle un paquetito cuadrado de escaso volumen atado con bramante y una carta.
—Entregue ambas cosas al capitán Doolittle, del Mlle. Jeannette.
—¿Del Mlle. Jeannette?
—Es un barco de pesca francés. —Le dijo a Ernest dónde estaba atracado—. Es usted el marinero Higgins, de Cornwall. ¿Sabrá fingir el acento?
Ernest asintió.
—Tengo talento para imitar acentos.
Bracknell le entregó un fajo de papeles.
—Aquí tiene sus documentos. Lo han dado de baja por invalidez de la Marina de Su Majestad y busca trabajo. Debe decirle al capitán Doolittle, y solo a él… —Leyó en voz alta con su refinado acento de clase alta—: «Soy el marinero Higgins, señor. El almirante Pickering dice que está usted reuniendo una tripulación.» El capitán Doolittle responderá: «¡El almirante Pickering! ¿Cómo está ese viejo bribón?» Entonces le entregará usted el paquete.
—Sí, señor. —Le repitió su frase con lo que esperaba que fuera un acento convincente de marinero desempleado y luego preguntó—: ¿Me llevo el Austin o el coche del personal?
—Ni una cosa ni la otra. Irá usted a pie.
«Ya decía yo que era demasiado bueno para ser cierto», pensó.
—¿Quiere que vaya caminando hasta Dover?
—No. Por supuesto que no. Quiero que haga dedo. Así podrá hablar de la invasión con los granjeros y otra gente de la zona. Además, tendrá ocasión de parar en los pubs por el camino y entablar conversación con los parroquianos acerca de la invasión también.
Pero no podría entregar sus artículos ni llegar a Londres.
—Las conversaciones corroborarán la desinformación de nuestras emisiones radiofónicas y artículos periodísticos —dijo Bracknell.
—Hablando de lo cual —dijo Ernest—, el plazo de entrega para el Call y el Shopper vence mañana y, si no entrego a tiempo, no saldrá nada acerca del Primer Cuerpo de Ejército hasta dentro de dos semanas. —Habían estado publicando noticias acerca de las tropas estadounidenses y canadienses en todas las ediciones de ambos periódicos. Si de repente dejaban de aparecer, y además en los dos periódicos, los alemanes se darían cuenta—. Y, como siempre dice usted, señor, en una empresa como esta, si una sola pieza falla, toda la estructura se viene abajo.
—Soy perfectamente consciente de lo que digo —le espetó Bracknell—. ¿Ya ha redactado los artículos?
—Sí, pero…
—Entonces Cecily los entregará por usted. —Antes de que pudiera impedírselo, gritó—: ¡Cecily!
—Pero es que Cess no conoce a los editores. Tendría más lógica que él fuera a Dover y yo me quedara aquí. Puedo entregar los artículos cuando vaya a Camp…
—No. Algernon pidió que usted en concreto realizara la entrega.
«¿Eso hizo? ¿Por qué?»
—¿Sí, señor? —dijo Cess, apareciendo en la puerta.
—Ernest necesita que entregue sus artículos trampa a los periódicos mañana por la mañana. Llévese el Austin —añadió, para rematar, y los echó de la oficina con un gesto.
—Gracias —le dijo Cess en el pasillo.
—¿Por qué?
—Por intentar evitar que tenga que desfilar bajo la lluvia. Aprecio tu gesto, pero no creo que sirva de nada.
—¡La historia de mi vida! —exclamó Ernest, con más amargura de la pretendida. Y, cuando Cess lo miró con curiosidad, añadió una aclaración—: Los intentos infructuosos.
—¿Dónde están los artículos que quieres que entregue?
—Voy a buscarlos —dijo Ernest. Y para librarse del otro, le preguntó—: No tendrás unos pantalones con peto, ¿verdad? Estos que llevo son de demasiada calidad para un marinero.
—¿Qué te parecen los que llevabas el día que tuviste que correr delante del toro? —le preguntó Cess—. Seguramente son lo bastante vulgares.
—Tienes razón. —Hizo otra intentona—: Pregúntale a Prism si tiene un gorro de lana para prestarme.
En cuanto Cess se hubo ido cerró la puerta, sacó el sobre del petate y abrió la solapa. Extrajo a medias el contenido y separó los papeles que no podían caer en manos de Cess.
—¿Has encontrado el gorro? —oyó que decía Cess en el pasillo.
—Sí, no está demasiado estropeado, creo —dijo Prism.
«Debería haber marcado de alguna forma los artículos en código —pensó Ernest, hojeándolos—. O haberlos escrito con tinta roja borrable con agua, como los libros de bigramas.»
Eran cuatro artículos. ¿Dónde demonios estaba el cuarto? ¡Ah, por fin! «Perdido medallón con las iniciales E. O. grabadas…» Lo sacó y lo metió con las otras tres hojas de papel en el petate, volvió a cerrar el sobre y estaba metiendo la maquinilla y el jabón de afeitar en la bolsa cuando Cess entró con una gorra incluso más sucia y raída que el jersey.
—Perfecta —dijo Ernest, entregándole el sobre. Se probó la gorra—. ¿Qué te parece?
—Muy de marinero. Solo te falta oler a pescado y una barba de dos días. Lo que significa que no vas a necesitar esa maquinilla —le dijo, intentando coger el petate.
Ernest se lo impidió.
—Eso crees tú —le dijo, cerrándolo—. Se supone que durante el trayecto de regreso, debo parar en los pubs y hablar de Calais. No quiero asustar a las camareras.
—Sí, bueno. No te acerques a El buey y el arado —le recomendó Cess—. Chasuble no quiere que esta vez nadie tontee con Daphne.
—¿Con Daphne?
—La camarera. Tú la conoces. Una rubita muy mona con los ojos azules. Chasuble está perdidamente enamorado de ella. ¿Dónde tengo que llevar estos artículos?
Los originales al Weekly Shopper de Sudbury y las copias al Clarion Call de Croydon —le dijo Ernest, poniéndose las zapatillas de lona, que empezaron a dolerle de inmediato—. La redacción está al final de la calle principal. El editor es el señor Jeppers. —Se ató las zapatillas—. Tienen que estar allí mañana a las cuatro de la tarde. —Se levantó y se echó el petate al hombro—. ¿No puedes llevarme hasta Newenden? Desde allí me será más fácil conseguir que me lleve alguien.
«Y hay un tren que podré tomar hasta Londres y luego coger otro a Dover por la mañana.»
—Lo siento. Chasuble acaba de irse —le dijo Cess—, y Moncrieff no volverá en el Austin hasta esta noche. Toma. —Le entregó a Ernest una lata de sardinas.
—¿Para qué es esto?
—He pensado que podrías frotártelas en las perneras para conseguir más autenticidad.
—Hasta que llegue, no —dijo Ernest, ansioso por marcharse. Ir a Londres quedaba descartado, pero con suerte podría conseguir que alguien lo llevara a Hawkhurst a tiempo para tomar el autobús de Croydon y entregar sus artículos antes de que Cess entregara los otros, aunque… ¿cómo iba a explicarle al señor Jeppers la necesidad de efectuar dos entregas por separado?
«Ya lo pensaré luego —pensó—, cuando haya tomado el autobús. Y haya conseguido que me lleven.»
Sin embargo, tras media hora cojeando por la carretera por culpa de las zapatillas demasiado pequeñas todavía no había pasado ningún vehículo.
«Es una lástima que el Primer Cuerpo de Ejército no esté en realidad aquí. Podría llevarme uno de sus muchachos», pensó.
Por fin lo recogió un anciano clérigo que iba hasta el siguiente pueblo para sustituir al pastor.
—Se ha presentado voluntario para ir como capellán con las tropas —le dijo a Ernest asomado a la ventanilla—. El pueblo está a solo tres kilómetros. ¿Está seguro de que no quiere esperar a que lo recoja alguien que pueda llevarlo hasta más lejos?
Ernest no estaba en absoluto seguro, pero ya le dolían tanto los pies que subió al coche… y acto seguido pasó un jeep conducido por una bonita voluntaria del Ejército femenino. Así que, cuando el clérigo lo dejó, rechazó subirse a una furgoneta de una granja… furgoneta que resultó ser el último vehículo que pasó por la carretera hasta al cabo de tres horas.
No consiguió llegar a Hawkhurst hasta casi las diez de la noche, lo que, pensándolo bien, y tuvo horas para pensar, fue seguramente lo mejor. No había modo de garantizar que el señor Jeppers no le mencionara a Cess que había estado allí cuando fuera a Croydon y, si lo hacía, Cess quería saber qué contenían esos artículos que era tan importante… y ya estaba demasiado interesado en los que escribía Ernest.
Ernest estaba demasiado cansado para sentarse en el pub calentando una pinta de cerveza aguada y difundiendo falsos rumores acerca de la invasión. Apenas tuvo fuerzas para sacar los ampollados pies de las zapatillas, caer rendido en la cama y soñar en su mejor oportunidad de conseguir que lo llevaran a Dover.
—El señor Hollocks acaba de irse ahora mismo —le dijo la camarera cuando le sirvió el desayuno—. Iba hasta Dover.
«¡La historia de mi vida!», pensó, y se pasó el día siguiente acercándose a Dover pasito a pasito en camiones llenos de gallinas, estiércol de cerdo y un toro que estaba convencido de que era el mismo al que se había enfrentado en aquel prado. Se alegró cuando el granjero tomó por un camino enlodado y lo dejó, aunque todavía quedaba «un trecho» para llegar a Dover y amenazaba lluvia.
Se puso a llover.
Cuando por fin llegó a Dover, a media tarde, de paquete en la moto del cabo Douglas, llovía a cántaros y el viento racheado le lanzaba la lluvia contra la cara. «Pobre Cess», se dijo, encaminándose hacia el muelle. Por otra parte, seguro que el capitán Doolittle seguiría en el puerto. Nadie zarparía con semejante tiempo.
Avanzó por el muelle resbaladizo por la lluvia entre cajones de madera y rollos de cuerda y bidones de gasolina, leyendo los nombres rotulados en la proa de las embarcaciones: Valiente, Rey Jorge, Acorazado. «Aquí no hay ningún “Mary Rose”», pensó. La guerra había cambiado aquello. Todos los barcos tenían un nombre militar o patriótico y redes de camuflaje en la cubierta. El Union Jack, el Intrépido… El condenado Mlle. Jeannette sería el último y estaría empapado cuando lo encontrara. El Impávido, el Britannia… Por fin. Ahí estaba el Mlle. Jeannette, pero no podía ser el barco que buscaba. Tenía el casco lleno de percebes y la pintura desconchada. No parecía que pudiera mantenerse a flote el tiempo suficiente para salir del puerto y mucho menos para realizar ninguna misión para la Inteligencia británica. Daba la sensación de ser tan poco apto para la navegación como…
—¡A del barco! —gritó un joven de aspecto rudo desde proa—. ¿Qué se le ofrece?
Llevaba un jersey y unos pantalones desteñidos y era evidente que había estado ocupándose del motor. Tenía la cara y las manos negras y sostenía una llave inglesa aceitosa como si fuera un arma.
—Busco al capitán Doolittle —le respondió Ernest, también a gritos—. ¿Está a bordo?
—Sí. —Le hizo señas para que subiera a bordo—. Está abajo. ¡Capitán! —Como nadie le respondió, se asomó a la escotilla y gritó—: ¡Capitán Doolittle! ¡Aquí hay alguien que le busca! —Y volvió al motor.
Ernest subió corriendo por la pasarela y se quedó parado de golpe, mirando incrédulo la cubierta sin barnizar. Aquello era imposible… Se había hundido… Pero tanto el timón como los armarios e incluso la escotilla eran exactamente iguales.
«Dios mío —pensó—. El Mlle. Jeannette. Tendría que haber reconocido el nombre.»
—¿Qué diantre gritas ahora? —vociferó alguien desde abajo.
A Ernest no le cupo duda de que aquella voz, aquella gorra de patrón de yate o, cuando el hombre se asomó a la escotilla, aquellos ojos relucientes y aquella barba entrecana eran los de…
«¡Está vivo!», pensó, perplejo.
—¿Quién es usted y qué rayos quiere?
«No me reconoce», se dijo Ernest, dando gracias a Dios por llevar el gorro de lana y la barba de varios días.
—¿Es usted el capitán Doolittle? —le preguntó.
—Así es.
—Soy el marinero…
—Baje para resguardarse de esta lluvia —repuso el otro, haciéndole señas para que lo siguiera.
Ernest bajó por la escalerilla tras él.
La bodega tenía exactamente el mismo aspecto: la cocina sucia, la litera con el montón de mantas grises, los mismos diez centímetros de agua salobre en el suelo y el quinqué cuya débil luz, por fortuna, le iluminaba apenas la cara.
Si conseguía entregarle el paquete y marcharse de allí inmediatamente…
Bajó los dos últimos peldaños y, antes de que hubiera dado dos pasos por la bodega, el comandante le dio un abrazo de oso.
—¡Qué alegría verte! —bramó, dándole palmadas en la espalda—. ¿Qué demonios estás haciendo aquí, Kansas?