He tenido que enterarme de lo peor y afrontarlos.

He tenido que enterarme de lo peor y afrontarlo.

J. M. BARRIE,

El admirable Crichton

Londres, invierno de 1941

—¿A qué se refiere con eso de que fue usted? —le preguntó Polly, mirando fijamente al señor Dunworthy allí sentado delante del fuego con el abrigo sobre las rodillas. Ya no temblaba, pero seguía pareciendo helado hasta los huesos—. Usted no ha podido hacer que perdamos la guerra. ¿Cómo? ¿Viniendo a buscarme? ¿Por algo que ha hecho desde su llegada?

—No —repuso él—. Por algo que hice antes de que tú, Michael y Merope hubierais nacido siquiera, cuando tenía diecisiete años.

—Pero…

—Fue en mi tercer salto a la Segunda Guerra Mundial y el primero al Blitz. Todavía estábamos perfeccionando las coordenadas de la red y no tenía más que verificar mi localización espacio-temporal y cruzar. Llegué a la escalera de incendios de una estación de metro y, cuando me enteré de que había llegado al diecisiete de septiembre de 1940 en lugar de hacerlo al dieciséis, tuve miedo de estar en Marble Arch. —Calló y miró fijamente el fuego—. Tal vez habría sido mejor que así hubiera sido.

—¿En qué estación estaba?

—En la de San Pablo. En cuanto lo supe, me pareció que si iba a ver la catedral no causaría ningún mal. —Sonrió con amargura—. Me fascinaba desde la primera vez que vi la piedra de los vigilantes de incendios de pequeño y entonces seguía existiendo, así que subí corriendo la cuesta para verla un momento. —Se llevó las manos a la cabeza—. No miraba por dónde iba… una metáfora apropiada para toda la historia de los viajes en el tiempo. Choqué con una joven, una Wren, y se le cayó el bolso. Todo su contenido se esparció por el suelo. —Miraba fijamente hacia delante, como si estuviera viendo la escena—. Las monedas rodaron y el pintalabios se cayó en la alcantarilla. Llevaba varios paquetes que también se le escaparon de las manos. Otras dos personas, un oficial de la Marina y un hombre con un traje negro, se pararon a ayudar, pero tardamos varios minutos en recogerlo todo.

—Y luego, ¿qué? —le preguntó Polly.

Luego sonaron las sirenas y la Wren y los dos hombres corrieron. Yo volví a la estación de metro de San Pablo, a mi portal y a Oxford.

—¿Y?

—Esa noche murió una Wren en Ave Maria Lane.

—¿La Wren con la que chocó?

—No lo sé. Nunca supe cómo se llamaba. Ni siquiera sé si fue sobre ella sobre quien influí. Pudo ser sobre el hombre del traje negro. No hay constancia de que muriera ningún oficial de la Marina esa noche, así que no creo que fuera sobre él, aunque el hecho de que yo lo retrasara pudo desencadenar una secuencia de eventos que acabaron por matarlo al día siguiente o al cabo de una semana.

—Pero no está seguro de que provocara la muerte de ninguno de los tres ni de que esa colisión alterara algo.

—Cierto. Pudo no haber sido la colisión. Les di un chelín a dos niños para que me dijeran el nombre de la estación de metro y mantuve una conversación con el guardia de la misma. También interactué con varias personas en la estación, empujándolas o haciendo que me esquivaran a mí. Es posible que eso retrasara unos segundos críticos a alguna de esas personas y la diferencia pudo no haber tenido consecuencias hasta mucho después.

Mike había dicho lo mismo acerca de los hombres de Dunkerque a los que había salvado: que la alteración podía no notarse hasta después de meses o incluso de años.

—En cuyo caso —decía el señor Dunworthy—, sería imposible seguirle el rastro a la alteración inicial.

—Pero, por lo que dice usted, no sabe que se produjera en realidad un suceso modificador —arguyó Polly—. No hay ninguna prueba de que hiciera usted nada.

—Sí que la hay. Hasta entonces, nunca había habido desfase; comenzó en el siguiente salto. Por desgracia, fue un salto a la batalla de Trafalgar, y el posterior a ese fue a Coventry, por lo que sacamos la conclusión errónea de que el desfase nos impedía alterar los acontecimientos.

—Pero ha dicho usted que llegó un día después de lo esperado.

El señor Dunworthy sacudió la cabeza.

—Cometí un error con las coordenadas. Lo comprobé en cuanto volví. La red estaba programada para el diecisiete.

—¿Qué me dice del desfase espacial? Me ha dicho que creía que había llegado a Marble Arch.

—No. He dicho que creí que podía haber llegado a Marble Arch. En esa época no podíamos fijar un lugar concreto sino únicamente una zona.

—Entonces pudo haber desfase espacial.

—De haberlo habido, me habría impedido chocar con la Wren. —Le sonrió con amargura—. No. Yo causé el desfase y luego malinterpreté su causa. Así que nos pusimos a vagar por la historia, mirando embobados guerras, desastres y catedrales, sin tener ni idea de las consecuencias de nuestros actos.

Polly miró al señor Dunworthy allí sentado. El señor Humphreys había dicho que parecía que cargara con el peso del mundo entero sobre los hombros.

«Y así es», pensó.

Llevamos cuarenta años deambulando como toros por una tienda de menaje, con la ingenua idea de que es posible hacerlo sin que suceda un desastre, hasta que al final se nos ha venido todo encima. Se te ha venido encima a ti.

—Pero era imposible que usted lo supiera —le dijo Polly, palmeándole un brazo que él apartó con violencia.

—Había docenas de indicios —dijo, furioso—, pero no quise verlos. Quería seguir creyendo que podíamos introducirnos en un sistema caótico sin alterar su configuración, a pesar de saber que era imposible y que nuestra simple presencia, aunque no hiciéramos nada más que respirar, tenía que cambiar la pauta y alterar los sucesos posteriores.

—Pero, si eso es cierto, entonces todos lo hemos hecho y cabe culpar hasta al último historiador que haya viajado al pasado. —Frunció el ceño—. ¿Por qué no hubo indicios hasta hace unos cuantos meses? ¿Por qué ha tardado en haberlos cuarenta años?

—No lo sé. En un sistema caótico, no todas las acciones tienen consecuencias significativas. Algunas son reducidas o absorbidas o anuladas por otros acontecimientos. Puede haber hecho falta todo este tiempo para que se acumularan los suficientes cambios y se llegara al momento crítico.

«Como los jarrones, la porcelana y la cristalería de la tienda de menaje —pensó Polly—. Cada golpe del toro contra la mesa los acerca más y más al borde, hasta que el menor empujón los derriba. Eso es lo que Mike y Eileen y yo hemos hecho: dar ese último empujoncito que ha hecho que se viniera abajo todo el continuo espacio-tiempo.»

Sin embargo, Mike había intentado usar su portal para regresar antes de salvarle la vida a Hardy, no antes. ¿Por qué no le había dejado cruzar?

—¿Por qué no…? —empezó a preguntar Polly, pero se dio cuenta de que el señor Dunworthy no estaba en condiciones de seguir respondiendo a sus preguntas. Tenía un aspecto espantoso y, a pesar del fuego, volvía a temblar—. Nos vamos a casa —dijo. Dejó en la mesa el dinero de la cuenta, le quitó el abrigo de las rodillas y se lo puso. Cuando lo cogió del brazo, no se opuso. Dejó que lo sacara del pub a la calle húmeda y oscura y que lo subiera a un taxi. Tenía la mano por la que ella lo sujetaba caliente.

—Tiene fiebre. Creo que es mejor que lo lleve al hospital. A St. Bart —le dijo al taxista.

—No —le rogó el señor Dunworthy, apretándole el brazo—. Fueron muy amables conmigo. No deberían… Por favor, al hospital no.

—Está bien, pero cuando lleguemos a casa llamaré al médico.

«Y entraré yo antes para advertir a Eileen, no vaya a ser que crea que es del equipo de recuperación y se lleve luego una desilusión. Pero… es que de hecho es del equipo de recuperación» —pensó luego, desolada—. «Vino a rescatarme y ahora está tan atrapado como nosotras.»

El taxi paró frente a la casa.

—Tengo que entrar a buscar dinero para pagarle —le dijo al taxista—. Enseguida vuelvo.

Pero el hombre negó con la cabeza.

—Será mejor que la ayude a entrarlo, señorita. Usted sola no podrá.

Antes de que Polly pudiera objetar algo, ya se había apeado del taxi y estaba ayudando al señor Dunworthy, de manera que no tuvo tiempo de avisar a Eileen, aunque esta pareció entender la situación de inmediato.

—¿Podría ayudarnos a acostarlo? —le preguntó al taxista.

—¿Quién es? —preguntó Alf, saliendo de la cocina con una rebanada de pan en una mano y una cucharilla en la otra.

—El señor D… —fue a decir Eileen.

—El señor Hobbe —dijo Polly.

—¿Está borracho? —preguntó Binnie.

—No. Está enfermo —repuso Polly.

Binni asintió con sensatez.

—Eso es lo que nos decía mamá cuando…

—Binnie, ve a preparar la cama —le ordenó Eileen.

—Binnie no. Rapunzel. He decidido llamarme Rapunzel.

«Voy a matar a esta niña», pensó Polly.

Sin embargo, Eileen dijo con mucha calma:

—Por favor, ve a preparar la cama, Rapunzel.

Eso hizo, tocándose su siempre deshecho lazo como si fuera la trenza de Rapunzel, y Polly ayudó al señor Dunworthy a quitarse el abrigo y los zapatos mojados mientras Eileen corría hasta el teléfono de la esquina para llamar al médico.

Polly temía que Alf y Binnie entraran y se pusieran a hacer preguntas incómodas, pero se quedaron en la puerta un minuto cuchicheando entre sí y luego desaparecieron.

Cuando salió para colgar la camisa húmeda del señor Dunworthy de la puerta del horno y poner al fuego la pava, Alf le preguntó:

—No es asistente social ni un guardia de la estación de metro, ¿verdad?

Aquello significaba que lo conocían de algo. Esperaba que no hubieran intentado robarle cuando iba hacia San Pablo.

—No —dijo—. Es un antiguo maestro de Eileen.

Por lo visto, a los maestros les tenían tanto miedo como a los asistentes sociales, porque ninguno de los dos intentó siquiera seguirla hasta la habitación, aunque cuando el médico llegó ya se habían rehecho del susto.

—No tiene el sarampión, ¿verdad? —preguntó Binnie—. No nos pondrán en cuarentena, ¿a que no?

«Ya lo estamos», pensó Polly.

—¿Se va a morir? —preguntó Alf.

«Sí. El día uno de mayo o puede que antes.»

—Se pondrá bien —dijo el médico—. Solo necesita mantenerse abrigado, descansar y mantenerse apartado de las preocupaciones. Tienen que reponerse, así que debe comerse un filete y huevos, de los frescos, no en polvo, todos los días.

—¿Cómo vamos a dárselos? —preguntó Eileen—. El racionamiento…

—Extiendo una receta. Llévela a la Oficina de Racionamiento y le darán los cupones necesarios. —Se la tendió y le entregó un paquetito—. Tienen que tomar estos polvos disueltos en un vaso de agua antes de acostarse.

—Igual que en una novela de Agatha Christie —dijo Eileen mirando el paquetito cuando el médico se fue—. A la víctima siempre la matan así.

—¿A quién están matando? —preguntó entusiasmado Alf.

—A nadie. Ve a hacer los deberes —le dijo Eileen, sin dejar de examinar el paquetito—. Dudo que haya algo contra la fiebre en estos polvos. La aspirina sería lo único que le serviría.

«Nada le servirá», pensó Polly, pero se ofreció a ir a la farmacia a comprar aspirinas.

—Tengo que llamar al teatro y decirles que no iré. Puedo hacerlo cuando vaya a la farmacia.

—¡Oh! Se me había olvidado tu ensayo —dijo Eileen—. Todavía estás a tiempo de ir. Yo cuidaré del señor Dunworthy.

—Es demasiado tarde. Cuando llegue ya habrá terminado la representación y alguien tienen que ir a comprar aspirinas.

Y ella necesitaba alejarse un rato, para pensar cómo decírselo a Eileen. Polly no soportaba ver la cara que pondría cuando le contara que no iban a marcharse. Peor todavía, que ella no era la única con una fecha límite, que Dunworthy también la tenía y que faltaba poco para que llegara.

En cuanto llegó a la farmacia llamó al Alhambra.

—Estás de suerte —le dijo Hattie—. Anoche alcanzaron Canning Town, así que Tabbitt no ha venido, pero mañana sí que vendrá, así que mejor que te presentes. Y, si yo estuviera en tu lugar, buscaría otra excusa. No va a creerse lo que acabas de contarme. —Siguió una pausa—. ¡Oh! Me voy que tengo turno. El número de la Victoria. Gracias.

«Pero no habrá número de la Victoria —pensó Polly, volviendo a tientas a casa en la oscuridad del apagón—. Y ¿qué va a pasarle a Hattie cuando perdamos la guerra? ¿Y a las otras chicas del coro? Ya sabes lo que les sucederá.»

Aunque tal vez no llegaran a eso. El señor Dunworthy había dicho que no sabían si el continuo se desmoronaba o estaba corrigiéndose. Además había cosas en su teoría que no encajaban. Para empezar, si sus actos habían constituido una amenaza, ¿por qué los había dejado cruzar la red? ¿Por qué no se lo había impedido, como a Gerald? Luego, una vez allí, ¿por qué no les había permitido regresar a casa?

El señor Dunworthy había dicho que era para contener la infección, pero si el portal de Polly se hubiera abierto, ella no habría vuelto conmocionada y con remordimientos de conciencia a Townsend Brothers y Marjorie no habría terminado en Jermyn Street ni se habría hecho enfermera, y si la gente de la playa que miraba el humo de Dunkerque no hubiera impedido que Mike fuera a su portal este no se habría quedado dormido en el Lady Jane ni acabado salvándole la vida a Hardy. Si el portal de Eileen se hubiera abierto, no habría podido guardarse la carta del Ciudad de Benarés dirigida a la señora Hodbin; no habría estado allí para conducir la ambulancia el veintinueve y salvar la vida de quienes llevaba en ella. Aquello era lo más irónico de todo, que habían destrozado el futuro llevados por el deseo de ayudar: Eileen le había dado aspirina a Binnie para que le bajara la fiebre y retenido la carta para que los niños no se ahogaran; Mike había desatascado la hélice porque no podía soportar la idea de que Jonathan, un chico de catorce años, perdiera la vida y había empujado a los dos bomberos para impedir que el muro se les viniera encima. Ni siquiera el desencadenante inicial se había debido a la malicia sino al deseo inocente de ver algo hermoso. Parecía imposible que la compasión y la amabilidad fueran armas de destrucción. Era cierto que en un sistema caótico las buenas acciones podían tener malas consecuencias, pero ¿por qué…? Polly tuvo de repente la sensación de que sabía la respuesta, de que estaba a su alcance, como cuando se tiene una palabra en la punta de la lengua. Se paró en la calle, mirando fijamente en la oscuridad, intentando dar mentalmente con ella. Tenía algo que ver con Alf y Binnie impidiéndole el paso a Eileen y el refugio de Holborn…

Sonó una sirena a menos de seis metros, estridente. Polly dio un respingo, sobresaltada, y luego lamentó haber perdido el hilo. Estaba pensando en algo relacionado con el refugio de Holborn… no, eso no podía ser, porque Alf y Binnie estaban en Blackfriars, no en Holborn… Pero sí: era Holborn, estaba segura. Holborn y Mike que perdía el autobús y… No, se le había escapado. Además, en aquella ocasión no iban a pasar veinte minutos entre el aviso y las bombas. Ya oía los aviones y tenía que llevar las aspirinas al señor Dunworthy lo antes posible.

Cuando llegó a casa, sin embargo, Dunworthy se había dormido.

Sorprendentemente, Alf estaba sentado a la mesa de la cocina haciendo los deberes. Lo que fuera que le hubiera hecho al asistente social o al guardia de la estación de metro tenía que haber sido algo tremendo incluso para él. Binnie le estaba leyendo a Eileen un libro de cuentos de hadas.

—«Tienes que volver a casa antes de que el reloj marque las doce o el hechizo dejará de surtir efecto —le dijo el hada madrina a Cenicienta.»

—¿Despierto al señor Dun… al señor Hobbe para darle la aspirina? —le preguntó Polly a Eileen, interrumpiendo a la niña.

—No. Lo mejor es que duerma.

—¿Qué significa que el hechizo dejará de surtir efecto? —preguntó Binnie—. ¿Qué pasa a medianoche?

—Ve a acostarte, Polly —le recomendó Eileen—. Pareces agotada.

«Lo estoy. Todos lo estamos. Medianoche se acerca.»

Se acostó, pero no logró dormirse y, cuando oyó toser al señor Dunworthy se levantó sin hacer ruido, fue a buscar un vaso de agua y le llevó las aspirinas.

Estaba sentado en la cama.

—¡Ah, eres tú! —dijo en cuanto Polly encendió la lamparita de la mesa de noche—. Tengo que decirte una cosa.

Fuera lo que fuese, se trataba nuevamente de una mala noticia, porque tenía el mismo aspecto desesperado que en San Pablo y en el pub.

—Antes, tómese esto —le dijo y, mientras él obedecía, le tocó la frente. La tenía caliente—. Sigue con fiebre. Tiene que dormir. Sea lo que sea lo que quiere decirme, puede hacerlo mañana.

—No. Ahora.

—Está bien —convino ella, sentándose en el borde de la cama.

Dunworthy inspiró profunda y entrecortadamente.

—El continuo seguirá intentando autocorregirse pueda o no lograrlo.

«Como un ejército derrotado que continúa luchando con valor», pensó Polly.

—Y, puesto que somos nosotros la fuente del daño —prosiguió él—, y puesto que el acceso al futuro ya no es una opción para nosotros…

—Tendrá que matarnos para impedir que sigamos dañándolo.

El señor Dunworthy asintió.

—¿Cree usted que es por eso que Mike, que Michael fue eliminado… para detenerlo antes de que alterara más acontecimientos?

—Sí.

—Y con nosotros hará lo mismo. También con Eileen.

Él asintió.

—¿Cuándo?

—No lo sé. Antes del final del Blitz, diría yo. Es su mejor ocasión. Habrá muchos bombardeos entre hoy y el diez de mayo.

—Pero usted sabe qué lugares serán bombardeados y dónde caerán exactamente las bombas, y podemos asegurarnos de estar en Notting Hill Gate las noches en que los haya. ¡Es un lugar seguro! —insistió Polly. Sin embargo, le parecía oír a la señora Brightford leyendo La bella durmiente a Trot y el modo en que el rey destruía todas las ruecas y todos los husos del reino en su vano intento de evitar lo inevitable—. ¿No podemos hacer algo? —preguntó.

El señor Dunworthy permaneció en silencio, apesadumbrado.

«Todavía no me lo ha dicho todo. Tiene más malas noticias.» Aunque, ¿qué podía haber peor que la sentencia de muerte para Eileen?

—¿De qué se trata? —preguntó, a pesar de saberlo ya.

Sus acciones no solo habían influido en el curso de la guerra sino también sobre Theodore, Stephen, Paige y el señor Humphreys. Eileen había impedido que Alf y Binnie se marcharan en el Ciudad de Benarés y Mike evitado que mataran a Hardy en Dunkerque. Esas alteraciones también deberían ser corregidas. Y ¿cuántos más estaban implicados? ¿Marjorie? ¿La mayor Denewell? ¿La señorita Laburnum y el resto de la troupe? Si no hubiera leído La tempestad con sir Godfrey, la compañía teatral no habría llegado a formarse y sus integrantes no habrían estado a salvo en Notting Hill Gate todas las noches en lugar de en sus casas donde podrían haber perdido la vida, como deberían haber estado.

—No nos matará únicamente a nosotros, ¿verdad? —preguntó aterrada, con un nudo en la garganta—. Va a destruir a todos aquellos con quienes hemos estado en contacto, ¿no es así?

—Sí —repuso el señor Dunworthy.