Pero usted sabe que ha cometido los asesinatos, ¿no es cierto?

Pero usted sabe que ha cometido los asesinatos, ¿no es cierto?

AGATHA CHRISTIE,

El misterio de la guía de ferrocarriles

Londres, invierno de 1941

Polly miró al señor Dunworthy allí de pie, delante de La luz del mundo, y por un instante pensó que se había equivocado, como aquella noche a las puertas de San Pablo, y que en realidad no era él sino alguien que se le parecía.

Parecía mucho más viejo que el señor Dunworthy que ella conocía, y el abrigo arrugado, el sombrero empapado, tenían una autenticidad que Vestuario nunca hubiera logrado darles. Además, parecía muy cansado. El señor Humphreys había dicho que estaba «preocupado», que no estaba bien, pero se había quedado corto. Se lo veía exhausto, quebrado, derrotado. El señor Dunworthy jamás en la vida se había dejado derrotar por nada.

Sin embargo, Polly sabía incluso antes de verlo que se trataba de él y, peor todavía, que el hombre que había visto contemplando la cúpula de San Pablo aquella noche también era él, y que la razón de que tuviera un aspecto tan derrotado, tan… abatido, era que estaba tan atrapado y se sentía tan impotente como Eileen y ella misma. No estaba allí en el papel de rescatador. Era un compañero en la misma situación. El mero hecho de que estuviera, sin embargo, implicaba al menos que Oxford todavía existía, que no habían alterado la historia y perdido la guerra, que Oxford no había quedado destruida por alguna catástrofe, que todos los de allí seguían con vida. Además, aunque el señor Dunworthy estuviera varado al igual que ellas, Polly se alegraba inmensamente de verlo.

—Me alegro tanto… —dijo, y él se volvió a mirarla.

No había sorpresa ni alegría en su rostro y, cuando Polly se le acercó, retrocedió hasta chocar con La luz del mundo.

¡Dios! El señor Humphreys había dicho que lo había herido la explosión de una bomba y había estado hospitalizado. ¿Habría sufrido daños cerebrales? ¿Por eso la había mirado sin reconocerla esa noche y parecía tan asustado en aquel momento, porque no la conocía?

—¿Señor Dunworthy? —le dijo con suavidad, porque el señor Humphreys llegaría en cualquier momento—. Soy yo…

—Polly —murmuró él—. ¿De verdad eres tú? ¿Esto no es un sueño? Hubo veces en el hospital en que pensé que todo esto, Oxford y los viajes en el tiempo y tú, no era más que un sueño.

—No lo era —dijo Polly—. Estoy aquí realmente. Eileen… Merope también está aquí. ¡Se alegrará tanto de verlo! ¡Esto es maravilloso! —Intentó abrazarlo.

—No —se negó él—. No cuando las dos…

—No pasa nada. Ya sabemos que los portales no funcionan. Michael… —Calló a tiempo. Tendría que contarle lo de la muerte de Michael, pero más tarde. No parecía lo bastante fuerte para soportarlo—. Sabemos que estamos atrapadas aquí.

El señor Dunworthy cabeceaba.

—¡Tú no lo sabes, Polly! —le dijo furioso. Luego calló, como si no soportara decírselo. Y ¿qué podía haber peor que saber que no podían volver? ¿Cuál era el motivo de que estuviera en aquel estado de…?

«¡Oh, Dios mío! Se trata de Colin. Vino con el señor Dunworthy.» Colin le había pedido que lo dejara, o lo había engañado y se había colado por debajo de la red en el último momento, como había hecho a los doce años. Fuera como fuese, los dos estaban juntos cuando había estallado la bomba y el hecho de que Dunworthy estuviera solo únicamente podía significar una cosa.

—¿Colin ha…?

—¡Madre mía! —exclamó el señor Humphreys—. ¿Se conocen ustedes? ¡Qué feliz coincidencia! Estaba seguro de que era un acierto presentarlos, pero no tenía ni idea de que ya se conocieran. ¿De qué conoce a la señorita Sebastian, señor Hobbe?

—Me dio clases en el colegio —dijo Polly, para que el señor Dunworthy no tuviera que responder.

—Le he dicho a la señorita Sebastian que me parecía que había sido usted profesor —comentó el señor Humphreys alegremente—. ¡Sabe tanto de San Pablo…!

—Y tenía usted razón, señor Humphreys —dijo Polly—. Muchísimas gracias por reunirnos y darnos esta oportunidad de vernos —añadió, esperando que pillara la indirecta, cosa que no hizo.

—¿Qué materia impartía, señor Hobbe? —preguntó.

—Historia —dijo Polly.

—¡Lo sabía! Ya le he dicho que lo sabe todo, ¿verdad, señorita Sebastian? Y…

El señor Dunworthy se estremeció.

—… no me equivocaba. Es usted historiador.

Tenía que acabar con aquella situación, tenía que llevarse de allí al señor Dunworthy como fuera.

—Señor Humphreys, me temo que estamos fatigando al señor Hobbe. —Cogió del brazo al señor Dunworthy—. Acaba de salir del hospital. A lo mejor… —Tenía intención de decir: «Debería llevarlo a casa», pero el señor Humphreys se le adelantó.

—¡Oh, claro! ¡Qué torpeza la mía! Voy a buscarle una silla. —Y se alejó hacia la nave.

En cuanto estuvo lo bastante lejos, Polly dijo:

—Señor Dunworthy… Se trata de Colin, ¿verdad? ¿Vino con usted?

—¿Colin? No, no le dejé venir.

Polly sintió tal alivio que se le doblaron las rodillas y tuvo que apoyar una mano en la columna para no caerse.

—Quería sacarte lo antes posible —dijo el señor Dunworthy—. Temía que el desfase se disparara y te quedaras aquí atrapada hasta después de tu fecha límite.

—Pero, entonces, ¿por qué no vino en septiembre?

—Lo hice, pero el desfase me mandó a diciembre.

Tres meses de desfase. Eso significaba que el motivo por el que sus portales no se habían abierto podía ser simplemente el desfase, después de todo, y que los primeros meses del Blitz habrían sido en su conjunto un punto de divergencia. Ahora que había pasado el veintinueve…

Pero, si solo se trataba del desfase, ¿por qué el señor Dunworthy parecía tan desesperado? A menos que la explosión de la bomba hubiera destruido su portal.

—¿Dónde está su portal? —le preguntó, y recordó que el señor Humphreys había dicho que visitaba con frecuencia el transepto norte—. Está aquí, ¿verdad? En San Pablo. ¿Por eso ha estado viniendo a diario? ¿Estaba esperando a que se abriera?

Él cabeceó.

—No va a abrirse.

—¿Qué quiere decir? —Una idea terrible la asaltó. El señor Dunworthy ya había estado en el Blitz. ¿Y si había sido en febrero?

—Señor Dunworthy —le dijo—. ¿Cuándo estuvo usted aquí antes?

—¡Aquí está! —dijo el señor Humphreys, que llegó con una silla de tijera. La abrió con un chasquido y la puso delante del cuadro—. Venga, siéntese. —Cogió del brazo al señor Dunworthy, que se dejó caer pesadamente en el asiento.

Polly se asustó al ver lo que le dolía moverse, lo frágil que era. Había dado por sentado que, justo después de su fecha límite, la mataría una bomba o lo haría la metralla, pero había otras maneras de eliminar a alguien susceptible de crear una paradoja: complicaciones tras una herida, una neumonía…

—Tendría que habérseme ocurrido antes —iba diciendo el señor Humphreys—. Antes siempre había sillas aquí, para que los visitantes se sentaran a contemplar La luz del mundo. —Miró sonriente el cuadro—. No basta con mirarlo un momento. Es una obra cuya comprensión requiere tiempo.

—Tiempo —repitió el señor Dunworthy con amargura.

«¡Oh, Dios mío! —pensó Polly—. Tiene una fecha límite.»

—¿Le ha dicho al señor Hobbe que también usted es una gran admiradora de La luz del mundo, señorita Sebastian? —le preguntó entusiasmado el señor Humphreys—. Por eso quería que se conocieran ustedes dos, señor Hobbe. Sabía que hacía bien en insistir en que quedara aquí en San Pablo aunque solo fuera una copia. «Forma parte de este lugar. ¿Quién sabe qué bien puede derivarse de que algún visitante vea el cuadro?», le dije al deán Matthews. Y ahora, miren por dónde, los ha reunido a ustedes. Dios escribe recto con renglones tor… —Oyó voces al otro lado de la nave y calló. Los tres marinos que habían estado en el transepto norte miraban el tapiado monumento a Wellington—. ¡Oh, bien! No se habían ido, por lo que parece —dijo—. Los dejo un momento. Tengo que hablar con ellos. No he terminado de contarles la historia del capitán Faulknor. —Y se marchó corriendo.

Polly se arrodilló delante del señor Dunworthy.

—¿Cuándo estuvo en el Blitz?

—A los diecisiete años —repuso él—, y de nuevo cuando…

—No. Me refiero a las fechas. ¿En qué fechas estuvo usted aquí realizando sus observaciones?

—En mayo, en octubre y en noviembre.

—¿Eso es todo?

—No.

Por la cara que puso, Polly supo que estaba a punto de oír malas noticias.

«¡Dios santo!», pensó.

—El diecisiete de septiembre.

Bueno. Tanto eso como sus misiones de octubre y noviembre habían pasado ya. ¿Era posible que hubiera cruzado a primeros de mayo para disponerlo todo como había hecho ella para la misión de Dulwich?

—¿Cuándo vino para los bombardeos masivos?

—El uno de mayo.

—¿Son esas todas las veces que vino? ¿No estuvo aquí en febrero, marzo ni abril?

Dunworthy negó con un gesto.

«¡Gracias al cielo!» Había temido que le dijera que había llegado al día siguiente o aquella misma noche. Que lo hubiera hecho en mayo era terrorífico, pero faltaban todavía tres meses y, si el problema era únicamente el desfase…

—No se preocupe —le dijo—. Alguno de nuestros portales se habrá abierto para entonces, el de Eileen o el mío o el de Hampstead Heath. Y si sabe usted la causa del problema… La sabe, ¿verdad?

—Sí —repuso él débilmente—. Sé lo que causa el problema. Esperaba que fuera otra cosa. Cuando vi que había saltado a diciembre, pensé que a lo mejor no pasaba nada, que habías completado tu misión y regresado con seguridad a Oxford; pero cuando te vi en la explanada de San Pablo…

—Yo también lo vi a usted —dijo Polly, pero él prosiguió como si no la hubiera oído.

—… cuando os vi a los tres a la mañana siguiente, sentados en los escalones, temí que él tuviera razón.

—¿Nos vio a Merope, a Michael y a mí? —preguntó Polly, incrédula. ¿Por qué no se les había acercado para que supieran que estaba allí? ¿Qué era lo que se temía que fuera cierto? Temía que alguien tuviera razón… ¿sobre qué?

Evidentemente, allí había algo que ella no comprendía en absoluto, pero no era el momento de hacerle preguntas. El señor Dunworthy parecía agotado y enfermo. Tenía la cara contraída de frío y se había puesto a temblar. El señor Humphreys le había dicho además que llevaba allí toda la tarde. No debía pasar el día en aquel lugar helado cuando acababa de salir del hospital. Ya había sufrido una recaída y el farol de La luz del mundo no aportaba ningún calor. Tenía que llevárselo a casa, para que estuviera cerca de un fuego de verdad.

—Señor Dunworthy —le dijo—, me parece que deberíamos irnos…

—Y luego, cuando me enteré de lo de Michael, cuando oí que había muerto, estuve seguro. Polly… ¡Lo siento tanto!

—No tiene por qué sentir nada. No ha sido culpa suya —le dijo ella rápidamente—. No debemos quedarnos aquí con el frío que hace. —Le cogió las manos. Las tenía heladas—. Deje que lo acompañe a casa y…

La interrumpió con una carcajada amarga.

—A casa…

—Me refiero a casa de aquí, a la de Bloomsbury donde vivimos Merope y yo —le explicó, preguntándose cómo iba a arreglárselas para llevarlo hasta allí.

En taxi habría sido lo más práctico, pero no tenía suficiente dinero. Podía dejar al señor Dunworthy en el taxi cuando llegaran y entrar corriendo a buscar más, pero sería una cantidad considerable y, hasta que no se hubiera incorporado realmente a la ARP, no podrían permitirse tales gastos…

De repente se acordó de que le había prometido a Hattie que estaría en el Alhambra a las tres para el ensayo. Aunque ahora que el señor Dunworthy estaría con ellas todo había cambiado, le debía a Hattie una explicación, sobre todo porque la chica le había cubierto las espaldas. Como no llegarían a casa hasta pasadas las cinco, tenía que intentar llevarlo hasta la estación de metro y llamarla desde allí.

—Vámonos —le dijo—. Merope y yo le prepararemos un té caliente y algo de cena.

Él se negó.

—Hay algo que debo decirte.

—Puede decírmelo en casa. —Le abrochó el abrigo como si fuera un niño y lo ayudó a levantarse—. Tenemos que irnos. Las sirenas empezarán a sonar dentro de nada y el bombardeo no puede pillarnos en la calle.

Dunworthy cabeceó.

—Los bombardeos de hoy no empezarán hasta medianoche y serán en Wapping.

Sabía cuándo habría bombardeos y dónde. Gracias a Dios. Ya no tendría que preocuparse por su casa ni por la escuela de Alf y Binnie, ni por haber cambiado el futuro hasta hacerlo irreconocible o haber perdido la guerra.

«Solo debo ocuparme de llevarlo a casa», se dijo.

—Da igual, tenemos que irnos. No nos conviene estar en la calle durante el apagón —le dijo, cogiéndolo del brazo. Sin embargo, él miraba el cuadro—. Señor Dunworthy…

—No se abrirá nunca —dijo, volviendo a sentarse.

¡Si al menos el señor Humphreys hubiera estado allí para ayudarla! No había rastro de él.

—Enseguida vuelvo —le dijo al señor Dunworthy, y cruzó rápidamente hacia el transepto norte.

Sin embargo, el sacristán no estaba allí, ni tampoco en la nave. Seguramente había llevado a los marinos a la Galería de los susurros. Volvió corriendo.

El señor Dunworthy se había marchado.

Polly corrió por el pasillo sur.

Dunworthy ya estaba casi en la puerta.

—¿Adónde va? —le preguntó, a pesar de que era evidente: intentaba huir aprovechando su ausencia.

«Está mucho más enfermo de lo que creía —pensó Polly—. Tal vez debería llevarlo a un hospital.» Nunca se avendría a ello, sin embargo. Ya estaba empujando la pesada puerta para salir al pórtico. Llovía. No podía permanecer al raso con aquel tiempo, ni siquiera el poco tiempo que tardarían en llegar a la estación de metro. Tendrían que tomar un taxi.

—Espere aquí —le ordenó—. Voy a llamar un taxi. —Dunworthy empezó a bajar hacia la explanada—. Está lloviendo —le dijo Polly, agarrándolo del brazo para detenerlo—. Vuelva al pórtico.

—No —dijo él, temblando—. Hay cosas que tú no sabes.

—Ya me las contará en casa.

—No. Cuando te las cuente no querrás…

—Claro que querré —dijo Polly, verdaderamente alarmada—. Está diciendo tonterías. Puede contármelo por el camino.

—No. Ahora. —Le dio la tos.

—Está bien —cedió ella, apurada—, pero no aquí de pie bajo esta lluvia helada. Tenemos que ir a un sitio caldeado. El lugar donde vive, ¿queda cerca?

No le respondió.

«No quiere que sepa dónde vive —pensó—. No quiere que le encuentre.»

Eso implicaba que, en cuanto tuviera ocasión, intentaría nuevamente huir de ella. Tenía que llevarlo a un lugar caldeado antes de que pudiera escapar, pero todos los locales de Paternoster Row se habían incendiado la noche del veintinueve.

Había visto un pub en Newgate, en el trayecto desde casa hasta San Pablo, aquel primer domingo. Ojalá que siguiera en pie.

Estaba intacto y, gracias a Dios, los incendios, el apagón y el mal tiempo habían acabado prácticamente con el negocio, porque el local estaba prácticamente vacío.

Polly instaló al señor Dunworthy, que temblaba de pies a cabeza, en un banco de madera frente a la chimenea, le puso su abrigo por encima y se acercó a la barra.

—Mi amigo ha sufrido un shock —le dijo a la camarera, una mujer pelirroja de mediana edad—. No me atrevo a dejarlo solo. ¿Podría servirnos un té?

—Por supuesto, querida —dijo la camarera—. Un bombardeo, ¿no?

—Sí —dijo Polly, y fue hacia la chimenea, porque el señor Dunworthy ya se había levantado, dejado el abrigo en el respaldo de la silla e iba hacia la puerta.

Lo apartó de la salida y le dijo:

—Ahora nos servirán un té. —Lo devolvió al banco y le abrigó las rodillas—. No tardará nada.

La camarera salió de la cocina con una tetera, cucharillas, un par de platillos, dos tazas desportilladas colgando de sus dedos torcidos y, además, un vaso de un líquido ambarino.

—Yo sufrí un bombardeo en noviembre —le dijo al señor Dunworthy—. Espantoso. Cualquier golpe lo sobresalta, ¿verdad? Esto lo reanimará. —Dejó el vaso en la mesa, delante de él—. Un poquito de brandy —le explicó a Polly—. No hay nada mejor para reponerse.

—Gracias —le dijo Polly. Le sirvió al señor Dunworthy media taza de té, acabó de llenarla con el brandy y se la ofreció—. Tenga. Tome un poco de té y luego me cuenta lo que sea. Bébaselo —le ordenó.

Él obedeció y ella le sirvió otra taza, que no quiso tomarse a pesar de su insistencia. Estaba sentado mirando fijamente el fuego, sujetando con ambas manos la taza, no para calentarse los dedos sino como si su vida dependiera de ella.

«Tengo que llevármelo a casa y meterlo en la cama —pensó Polly—. Y llamar al médico.»

—Señor Dunworthy… Sea lo que sea lo que tiene que decirme, puede esperar —le dijo—. Merope habrá preparado la cena y se sentirá mejor después de comer caliente.

No obtuvo respuesta.

—Puede quedarse con nosotras esta noche y mañana iremos a recoger sus cosas. Luego, cuando se encuentre mejor, ya decidiremos qué portal…

—Los portales no se abren.

—Pero si el problema es el desfase…

—El desfase es un indicador.

—Seguiremos atrapados para siempre. ¿Es eso lo que teme decirme?

—Sí.

—¿Qué me dice de Charles, el compañero de habitación de Michael? ¿Llegó a irse a Singapur o se dio usted cuenta de que no podríamos volver antes de que se fue…?

—No.

No. Eso quería decir que Charles seguiría allí cuando los japoneses invadieran. Se vería rodeado como el resto de los colonos británicos y sería conducido a un campo de prisioneros de la jungla donde moriría de malaria o de desnutrición… o de algo peor.

—¿Y los otros historiadores con una fecha límite? —le preguntó.

—Tú eras la única. Saqué a todos los demás. No sabía que habías ido a la etapa de 1944 de tu misión en primer lugar. Por eso no te sacaron cuando sacaron a los demás.

—¿Y no hay manera de que nos vayamos antes de nuestras fechas límite?

—No —repuso Dunworthy.

El hecho de habérselo dicho no parecía haberle proporcionado ningún alivio, lo que significaba que todavía no le había contado lo peor. Y si no se trataba de Colin, solo podía tratarse de una cosa.

—El motivo por el que estamos atrapados es que hemos alterado los acontecimientos, ¿verdad? —le preguntó.

Él asintió.

Por tanto, Mike había estado en lo cierto desde el principio.

—¿Cómo lo has descubierto? —le preguntó el señor Dunworthy.

—Mike… Michael le salvó la vida a un soldado en Dunkerque, y el soldado regresó allí y rescató a más de quinientos hombres. Michael consideraba imposible que eso no hubiese provocado un giro de los acontecimientos, así que se puso a buscar discrepancias.

—¿Las encontrasteis?

—No encontramos nada que pudiera ser calificado de manera categórica como tal —dijo Polly—, pero Michael no era el único que había hecho algo. Eileen… Merope impidió que dos de los refugiados embarcaran en el Ciudad de Benarés, y yo tuve la culpa de que resultara herida y casi perdiera la vida una dependienta. Pero es que no sabíamos que fuera posible alterar el curso de los acontecimientos. Creíamos que el desfase impedía que los historiadores…

El señor Dunworthy cabeceó.

—Estábamos equivocados acerca de la función del desfase. No era una línea defensiva contra los daños que podíamos causar en el continuo espacio-tiempo. Era una reacción contra un ataque que ya había tenido lugar, un intento de salvaguardar el castillo en cuyas murallas ya se había abierto una brecha.

—La había abierto el viaje en el tiempo —dijo Polly.

—El viaje en el tiempo. En la mayoría de los casos, a lo largo de estos años, las defensas han sido suficientes para salvaguardar el castillo, pero no en todos. No ha podido protegerlo de múltiples ataques simultáneos o cuando la brecha estaba en un punto especialmente vital…

«Como Dunkerque —pensó Polly—. O el otoño de 1944, cuando el más leve toque del ala de un Spitfire a un V-1 podía marcar la diferencia entre quién vivía y quién moría.»

—… o en los casos en que la brecha inicial era demasiado grande —siguió diciendo el señor Dunworthy—. En tales casos, el desfase, por grande que hubiera sido, no habría bastado para impedir la invasión enemiga, así que lo único que el continuo espacio-tiempo podía hacer era intentar aislar la zona infectada…

«Como la cuarentena de Eileen.»

—… y tratar de reparar los daños.

—Para cerrar el acceso al pasado —dijo Polly—, que es lo que cree usted que el continuo espacio-tiempo hizo.

Él asintió y dijo:

—Atrapándote aquí a ti.

«Y a usted.»

—Lo siento muchísimo, señor Dunworthy.

Él cabeceó.

—No debes culparte.

—Pero si le hubiera dicho que había ido a los ataques con cohetes en primer lugar… —dijo ella—. Sabía que estaba cancelando saltos y cambiando el orden de las etapas de las misiones, aunque no supiera el porqué. Tenía miedo de que cancelara la mía, así que no informé, y le hice prometer a Colin que no se lo diría.

Asintió como si aquello no le sorprendiera.

—Colin haría cualquier cosa por ti —le dijo.

—¡Oh, es culpa mía! Si no le hubiera hecho prometer eso, si hubiera informado, no me habría dejado usted venir. No tendría que haber venido a buscarme…

—No. No sabes toda la historia —le dijo, obligándola a callar con un gesto—. Ya había un incremento del desfase incluso antes de que fueras a 1944, pero era pequeño, y no lo consideré nada serio. La cantidad de desfase a menudo había sido mayor de lo que parecían exigir las circunstancias unas veces y, otras, mucho menor, así que seguí creyendo que había una explicación más sencilla que la de Ishiwaka incluso después de que me enseñara sus ecuaciones.

»Desde luego, no vi la necesidad de sacar a todos mis historiadores y abandonar los viajes en el tiempo. Me pareció que cancelar los saltos de los historiadores que tuvieran una fecha límite y programar los otros en orden cronológico sería suficiente hasta disponer de más datos. Pero el doctor Ishiwaka estaba en lo cierto. Tendría que haberos sacado a todos.

—Pero usted no podía saber que el desfase significaba…

—El doctor Ishiwaka me dijo exactamente lo que significaba, pero me negué a creerlo. Llevábamos viajando al pasado cuarenta años sin incidentes. Me parecía increíble que hubiera peligro para el curso de la historia. Tendría que haberle hecho caso. Si os hubiera sacado, Michael Davies seguiría vivo, y tú y Merope…

—¿Merope? —le preguntó, alarmada—. Ella no tiene fecha límite. ¿No es esta su primera misión?

—Sí. —Por el modo en que lo dijo, Polly supo que todavía no se lo había contado todo—. El cierre de los portales puede no ser el resultado de un intento del continuo espacio-tiempo para autocorregirse —prosiguió Dunworthy—. Puede que sea una especie de respuesta defensiva al daño causado, como el shock de un paciente que ha sufrido un traumatismo. Y, aunque sea un intento de autocorrección, no hay garantías de que tenga éxito. Los daños pueden ser excesivos o estar demasiado dispersos para ser reparables.

—Pero no es así —dijo Polly—. No perdimos la guerra. Yo estuve en el Día de la Victoria…

—Eso fue antes de que Michael salvara al soldado y tú y Merope…

—Lo sé. Pero Merope también estaba. La vi. Y todavía no se había ido. Fue allí… irá allí después de que Mike haya salvado a Hardy y nosotras hayamos hecho las otras cosas, así que no pueden haber influido en el curso de la guerra.

Pero el señor Dunworthy sacudía la cabeza.

—El momento en que la viste, puede que todavía fuera el Día de la Victoria al que ella debería haber ido. El curso de la historia, pasado y presente, puede haber seguido siendo igual que siempre hasta que las alteraciones alcanzaron el punto crítico. Por eso somos capaces de estar aquí, a pesar de formar parte de ese futuro inalterado. Y por eso Eileen pudo haber ido al Día de la Victoria, porque permaneció inalterado hasta el momento en que ocurrió un último cambio que el continuo espacio-tiempo no pudo corregir…

—Y entonces… todo cambió.

—Así es.

—Pero usted ha dicho… —Frunció el ceño, intentando entenderlo—. No lo comprendo. ¿Ese punto crítico no se ha alcanzado todavía? Los portales ya no funcionan.

—El mío seguía funcionando a mediados de diciembre.

—Por tanto, ¿el punto crítico se alcanzó entre el momento que encontramos a Merope y mediados de diciembre?

—No. Pudo haber sido después. No sé cuándo exactamente. No pude ir a mi portal hasta la noche después de veros a todos en los escalones de San Pablo.

«Ha sido por algo que uno de nosotros hizo la noche del veintinueve», pensó Polly.

Habían retrasado al vigilante de bombardeo en los escalones de San Pablo y no había llegado a tiempo de salvar a alguien, o la rabieta de Theodore había retrasado el musical navideño unos minutos cruciales y alguien del público no había llegado a su Anderson a tiempo. O su presencia en los tejados había cambiado lo que habían hecho los de la brigada de incendios de algún modo que resultaría catastrófico más delante. O quizás el problema había sido que Eileen había llevado a las víctimas de los bombardeos al hospital o que Mike había salvado a los bomberos. En un sistema caótico, las buenas acciones pueden acarrear resultados negativos.

«Pendemos de un hilo», había dicho el jefe de gabinete de Churchill. Los acontecimientos estaban en equilibrio sobre el filo de una navaja y ellos los habían desequilibrado y los alemanes habían ganado la guerra.

«¡Dios mío! —pensó—. Hitler ejecutará a Churchill, al rey, a la reina y a sir Godfrey; mandará a Sarah Steinberg, a Leonard y a Virginia Woolf a Auschwitz para que mueran allí, y al señor Dorming, al señor Humphreys y al pastor de Eileen al frente ruso. A las rubias como Marjorie y la señora Brightford y su hija Bess las hará tener hijos de arios de ojos azules y matará de hambre a la madre de Theodore, a Lila y a la señorita Laburnum. Convertirá a Theodore y a Trot en jóvenes nazis… aunque a Alf y a Binnie no. Ni a Colin, nazca en el mundo que nazca. Ellos nunca lo consentirán.»

Antes Hitler tendría que matarlos. Y lo haría.

—¡Oh, Señor! —murmuró—. Mike tenía razón. Perdimos la guerra. Nosotros lo echamos todo a perder.

—No —dijo el señor Dunworthy—. Fui yo.