Padre, creíamos que no volveríamos a verte jamás.
J. M. BARRIE,
El admirable Crichton
Londres, invierno de 1941
Duraron menos de quince días en casa de la señora Rickett, a pesar de que Alf y Binnie se habían mostrado bastante dispuestos a mantener el loro fuera de la vista, y de los oídos, de la casera.
La Señora Bascombe era una alumna aplicada y Alf tardó solo un día en enseñarle a no imitar los avisos de bombardeo más que cuando las verdaderas sirenas sonaban y a no chillar «¡Hitler es un jodido bastardo!» a cualquiera que se acercara a la jaula.
Lamentablemente, sin embargo, el animal era igualmente rápido en pillar todo lo que oía y repetirlo imitando las voces, lo que explicaba cómo habían podido Alf y Binnie fingir tanto tiempo que su madre seguía viva. Debido a esa cualidad, la señora Rickett creyó oír a Binnie diciendo: «¿Qué es esta porquería? Sabe fatal.» Entró en la habitación con su llave esperando encontrársela, como le dijo a Eileen, cocinando en la habitación. En lugar de eso, se encontró cara a cara con la Señora Bascombe. «No se preocupe —había dicho el loro imitando la voz de Alf—. Se lo esconderemos. La vieja bruja nunca se enterará.» La señora Rickett los puso a todos de patitas en la calle, por lo que se vieron obligados a pasar las dos noches siguientes en Notting Hill Gate.
Polly le dijo al guardia de la estación que la Señora Bascombe era un elemento necesario para la nueva función teatral, pero sir Godfrey, interponiéndose entre ambos, exclamó:
—¡Dios del cielo! ¡No me diga que han decidido representar La isla del tesoro!
La señorita Laburnum, cuando lo vio, exclamó:
—¡Oh, será perfecto para Peter Pan!
—No se quedará aquí mucho tiempo —dijo Polly, y preguntó si alguien sabía de algún piso vacío.
Nadie sabía de ninguno, y Polly no encontró alojamiento tampoco en la sección de alquileres del Times que le prestó sir Godfrey.
—Hay montones de casas de gente que se ha muerto —sugirió Binnie.
—Sabemos cómo entrar —dijo Alf.
—No vamos a allanar la casa de ningún muerto.
—No todos están muertos —protestó Binnie—. Algunas casas están simplemente vacías.
—No vamos a ocupar ilegalmente ninguna casa.
—Espera, tengo una idea —dijo Eileen—. Recuerdo que uno de los amigos de lady Caroline dijo que le estaba costando encontrar a alguien que quisiera quedarse en su casa de Londres para cuidarla, y seguramente la situación ha empeorado con los bombardeos.
Leyó la columna de ofertas de empleo.
—Escucha esto: «Se busca interna para cuidar casa.» La dirección es de Bloomsbury.
Eileen fue a ver al agente inmobiliario del anuncio al día siguiente y volvió radiante a Townsend Brothers.
—Cuando le he dicho que tenemos dos niños y un loro…
—¿Se lo has dicho? —se asombró Polly.
—Sí, y ha dicho: «Cuatro de las casas de las que me encargo fueron bombardeadas el mes pasado. Dudo que dos niños y un loro puedan causar más daños que un bombardeo.»
«Yo no lo aseguraría —pensó Polly—. Son los Hodbin.»
—La casa está en Millwright Lane —le contó Eileen—. ¿Es una dirección segura?
Polly no sabía si la lista de direcciones era válida para el resto del Blitz o solo hasta diciembre, pero al menos la casa no estaba cerca del Museo Británico ni en Bedford Square. Además, creía que en Bloomsbury la mayoría de los ataques habían sido en otoño. Sin embargo, seguía siendo un barrio de Londres.
—Creo que deberíamos llevarnos a Alf y Binnie al campo —le dijo a Eileen—. Tú investigaste las estadísticas de los niños que se quedaron en Londres. Sabes que estarían mucho más seguros lejos de aquí.
—Pero tendrías que dejar tu trabajo en Townsend Brothers. ¿Cómo va a encontrarnos el equipo de recuperación si lo dejas?
«El equipo de recuperación no vendrá», pensó Polly.
—Publicaremos mensajes en los periódicos como hicimos antes —dijo—. Para que sepan dónde nos hemos mudado.
—No. La mejor pista que tienen es Oxford Street.
—Entonces podemos ir a Backbury. O puedo quedarme yo y tú te vas. La que tiene fecha límite soy yo y, si llega el equipo de recuperación, les diré dónde estás.
—No. Hay el doble de posibilidades de que nos encuentren si estamos aquí las dos. No vamos a separarnos. Nos quedamos —sentenció y, al día siguiente, le dijo a Polly que había hablado con el agente y aceptado el empleo.
—¿Qué me dices del Servicio Nacional? —objetó Polly.
—Cuando diga qué trabajo tengo y lo de los Hodbin, tendrán que darme algo por aquí.
Polly esperaba que estuviera equivocada y la mandaran lejos de Londres, para que estuviera a salvo, pero no lo hicieron: la asignaron a la ATS como conductora de oficiales del Ejército.
«Lo que es más seguro que trabajar con un equipo encargado de un cañón antiaéreo», pensó Polly. O que en una fábrica de munición. Las fábricas solían ser el objetivo de la Luftwaffe. Además, la casa a la que se habían mudado estaba cerca de Russell Square, un lugar seguro, aunque la contigua había quedado reducida a escombros y la de enfrente tenía el tejado hundido.
—Eso quiere decir que a la nuestra no la bombardearán —dijo Alf.
Binnie asintió.
—Las bombas nunca caen dos veces en el mismo lugar.
Polly sabía por experiencia que eso no era cierto, pero no quiso contradecirlos. En Londres ningún lugar era seguro, pero al menos aquello no era el East End, al que continuaban machacando; la casa tenía un sótano resistente y tanto sus platos como los que preparaba Eileen eran mejores que los de la señora Rickett.
—Aunque empiezo a compadecerla —dijo Eileen al cabo de una semana—. ¿Cómo se supone que va a cocinar una para una familia de cuatro con medio kilo de carne y ocho huevos a la semana?
—Podemos traerte pájaros para que los cuezas —dijo Binnie—. Por aquí hay montones de palomas.
—Y de ardillas —dijo Alf, tensando la goma de su tirachinas.
«Es una verdadera pena que no podamos infiltrarlos en la Alemania nazi para despistar a Hitler en lugar de intentar engañarlo nosotros», pensó Polly.
Sin embargo, en general las cosas iban mejor de lo esperado. Los niños asistían al colegio, las casas abandonadas implicaban que prácticamente no había vecinos a los que Alf y Binnie pudieran molestar y Eileen estaba mucho más alegre.
—He estado pensando en Dunkerque —dijo—. Mike dijo que los soldados sentados en las playas pensaban que nadie iría a rescatarlos y que los alemanes los capturarían. No sabían nada de las lanchas, los veleros y los ferris que se estaban reuniendo para ir a recogerlos. Y los soldados que iban hacia la orilla el Día D no sabían todo lo que se había estado cociendo con la campaña de desinformación… ¿Cómo decías que se llamaba?
—Fortitude.
—Fortitude —dijo Eileen—. Ni todo lo que estaba haciendo la Resistencia francesa, ni lo de Ultra. Tal vez en nuestro caso sea también así. Puede que se estén haciendo toda clase de cosas sin que lo sepamos. Tal vez el señor Dunworthy esté elaborando un plan en este mismo instante para sacarnos o quizás incluso ya viene hacia aquí.
«Pero esto es un viaje en el tiempo —pensó Polly, renunciando a hacérselo entender—. Si estuvieran de camino, ya habrían llegado.»
—No debemos perder la esperanza —dijo Eileen—. Al final en Dunkerque salió todo bien.
—Nunca te rindas —dijo Alf a su espalda. Ambas dieron un respingo.
«¡Oh, no! —pensó Polly—. ¿Qué habrá oído?»
Cuando se volvió, sin embargo, solo era el loro.
—Lo siento —se disculpó Eileen—. Les dije a los niños que le enseñaran algo patriótico para sustituir eso de que «Hitler es un jodido bastardo».
—«Por la boca muere el pez» —graznó la Señora Bascombe.
—Bueno, en eso tiene razón —dijo Polly—. Debemos ser cuidadosas con lo que decimos delante de los niños.
—«Done metal —dijo el loro—. Aporte su granito de arena.»
Desde luego, Eileen estaba aportando el suyo acogiendo a Alf y Binnie. Se merecía una medalla. Aunque todos sus conocidos estaban aportando el suyo también: el vicario y el señor Dorming, que había sustituido al señor Simms como vigilante de incendios, y Doreen, que se había despedido de Townsend Brothers para unirse a la ATA.
—Seré una chica de la ATA y pilotaré un Tiger Moth —dijo con orgullo.
Cuando ella y Sarah Steinberg, que iba a realizar su Servicio Nacional como controladora de la RAF, se marcharon, la tercera planta quedó muy desatendida y la señorita Snelgrove le dijo a Polly que Townsend Brothers podía solicitar una exención para que no tuviera que dejar el trabajo.
Eileen se mostró encantada.
—Estaba muy preocupada por cómo iba a encontrarnos el equipo de recuperación cuando te fueras a cumplir tu Servicio Nacional.
—Le he dicho a la señorita Snelgrove que no la quiero —dijo Polly—. Intentaré que me asignen a un equipo de rescate.
—¡A un equipo de rescate! —dijo Eileen—. ¿Por qué?
«Porque tengo una fecha límite y, si me quedo sentada esperando a que llegue, me volveré loca. Porque sigo acordándome de Marjorie, enterrada bajo los escombros sin que nadie la buscara. Sé exactamente lo que es eso. No soporto la idea de que nadie más pase por lo mismo. Además, si Colin estuviera aquí, si fuera él el atrapado, eso es lo que haría.»
No le dijo nada de todo aquello a Eileen.
—Si no obtengo la dispensa, casi seguro que me destinarán fuera de Londres. Tengo que presentarme enseguida.
—Pero un equipo de rescate es muy peligroso. En lugar de eso, ¿no podrías conducir una ambulancia? Eso hiciste la otra vez, ¿no?
—Sí, pero no puedo arriesgarme. Podrían enviarme a la unidad de alguna de las FANY a las que conocí y se crearía una paradoja. Además, el trabajo de rescatista no es tan peligroso. Cuando acudimos al incidente las bombas ya han caído. Y ya oíste a Binnie. Las bombas nunca caen dos veces en el mismo sitio.
—¿Qué me dices del equipo de recuperación? ¿Cómo van a encontrarnos?
—Le diré a la señorita Snelgrove a qué unidad me han asignado —repuso Polly.
A la mañana siguiente, Polly presentó su renuncia y se fue a la Oficina de Colocación. Rellenó un impreso y al final la llamó una mujer adusta con gafas de pinza.
—Soy la señora Sentry. Por favor, siéntese —le dijo la mujer sin levantar los ojos del impreso—. Veo que su último trabajo ha sido como dependienta en unos almacenes. Supongo pues que sabe sumar. ¿Sabe escribir a máquina?
Si decía que sí, acabaría en Whitehall, rellenando formularios para la Oficina de Guerra.
—No, señora —dijo—. Esperaba unirme a un equipo de rescate.
La señora Sentry cabeceó.
—Demasiado esbelta para cargar pesos.
—Bueno, pues en otro trabajo de Defensa Civil.
La señora Sentry la miró por encima de las gafas de pinza.
—Asignarle el trabajo para el que esté más cualificada es tarea mía. ¿Está casada?
—No, señora.
La señora Sentry escribió «soltera».
—¿Se le dan bien los crucigramas? —le preguntó—. Los acrósticos, los acertijos, esa clase de cosas.
«¡Oh, Dios mío! —pensó Polly—. Quiere mandarme a Bletchley Park. Por eso me ha preguntado si estaba casada. No puedo ir a Bletchley Park. Es el último lugar donde debería estar.»
—Se me dan fatal los crucigramas… y las sumas también, de hecho. Mi supervisora de Townsend Brothers tenía siempre que corregirme las cuentas. Y además, no estoy casada pero tengo obligaciones familiares. Mi prima y dos huérfanos de guerra viven conmigo.
—¿Qué edad tienen los niños?
«¿Qué edad deberían tener para que yo no pueda irme a Bletchley Park?» Polly no sabía si atreverse a mentir sobre eso, pero la señora Sentry tenía pinta de ser de las que lo comprueban todo.
—Alf tiene siete años y Binnie doce —dijo—. Su madre murió en un bombardeo.
Menos mal que le había dicho la verdad, porque la señora Sentry la estaba mirando con suspicacia.
—¿Cómo ha dicho que se llama?
«¡Oh, no! Conoce a Alf y Binnie. Habrán intentado robarle el bolso en la estación.»
—Polly Sebastian.
—Sebastian —repitió pensativa la señora Sentry—. Me resulta tremendamente familiar. ¿Nos conocemos?
Otra vez lo mismo que con Stephen Lang.
«¿Y si me conoció cuando me hacía pasar por FANY?» No le sonaba, pero… Aquello no era 1944.
«Aunque la hubiera conocido entonces, es algo que todavía no ha sucedido.»
—Estoy casi segura de que ya la había visto —estaba diciendo la señora Sentry—, pero no recuerdo dónde… Era por Navidad…
«Espero que no fuera en el musical», pensó Polly, acordándose de la escena de Theodore.
—¿Pudo ser durante la campaña de Navidad de Townsend Brothers? —le preguntó para despistarla.
—No. Yo compro en Harrods. Era algo relacionado con el teatro… —Frunció el ceño, esforzándose por recordar.
Polly tenía que conseguir que le asignara un trabajo antes de que lo consiguiera. Si se acordaba de la rabieta de Theodore con eso de que quería irse a casa, era probable que decidiera que no servía para ser madre y la mandara a Bletchley Park a pesar de todo.
—Si pudiera incorporarme a un puesto de la ARP o al equipo de un cañón antiaéreo…
—Ya sé dónde la vi. Fue en una función, en la estación de metro de Piccadilly Circus: Cuento de Navidad. Cuando ha dicho «cañón antiaéreo» me he acordado de que tuvo que gritar para imponerse a su estruendo. Interpretaba usted el papel de Belle, ¿no es así?
—Sí —dijo Polly, aliviada de que al menos no la hubiera conocido en el musical navideño.
—Estuvo maravillosa —dijo la señora Sentry, mirando a Polly, esta vez a través de los cristales de las gafas, con expresión mucho más cordial—. No sabe lo mucho que significó para mí aquella función. Estaba bastante abatida por la guerra y todo eso, pero viéndola me acordé de las Navidades de mi infancia, de toda la familia reunida leyendo a Dickens junto a la chimenea. Recuperé la esperanza de vivir de nuevo Navidades como esas cuando esta guerra termine y me decidí a aportar mi granito de arena para que así sea. ¿Por qué no ha puesto en el impreso de solicitud que es usted actriz?
—No lo soy. Es una compañía de aficionados. Representamos obras en los refugios, pero no…
La señora Sentry no la escuchaba.
—Tengo el trabajo perfecto para usted. Espere aquí. —Se levantó, fue hacia un archivador, sacó una hoja, y volvió corriendo—. Es perfecto. Además, podrá quedarse en Londres con su familia. Deje que le anote la dirección —dijo, y estampó «AESN» en una tarjeta.
La AESN era la Asociación del Espectáculo para el Servicio Nacional. Montaban musicales y revistas para los soldados.
La señora Sentry le entregó la dirección.
—Vaya al Alhambra y preséntese ante el señor Tabbitt. Está en Shaftesbury Avenue, cerca del Phoenix. —Que era el teatro donde se había representado el musical navideño—. ¡Cuánto me alegro de haberme acordado de dónde la había visto! —dijo la señora Sentry—. Si no hubiera participado en esa función de Piccadilly…
«Tendría la dirección de un puesto de la ARP al que presentarme en lugar de la de un teatro», pensó Polly, disgustada.
Pero era inútil que intentara decírselo a la señora Sentry. Estaba muy orgullosa de sí misma. Tendría que volver para hablar con otra persona y, hasta entonces, confiar en que el señor Tabbitt la rechazara.
«Dudo que me acepte —pensó—. La AESN se dedica a los espectáculos musicales, no a las obras teatrales, y yo no sé cantar ni bailar.»
Pero cuando se lo dijo al señor Tabbitt, que resultó ser un hombre alto y fornido con aspecto, él sí, de ser miembro de un equipo de rescate, este le soltó:
—Ni nadie del reparto.
Había interrumpido un ensayo y las coristas, que estaban de pie en el escenario, con los brazos en jarras, más arriba que ellos, bufaron cuando el señor Tabbitt dijo aquello y una de ellas, con una mata de rizos negros, le espetó:
—Solo intentamos hacer honor a nuestro nombre. AESN: Actuaciones Espantosas Soporíferas y Nefastas.
El señor Tabbitt la ignoró.
—¿Qué experiencia profesional tiene? —le preguntó a Polly.
—No tengo. Ya se lo he dicho: ha habido un error. Tenían que asignarme a un puesto de la ARP.
—Esto es muchísimo más peligroso que la ARP —le dijo la corista morena de pelo rizado—. La otra noche el público lanzaba nabos durante La asombrosa Antioquía.
—¿Nabos? —preguntó otra.
—Nadie está dispuesto a malgastar un tomate, ¿sabes? —le explicó la primera, y una tercera comentó:
—Sigo esperando que nos lancen algo bueno. Naranjas, por ejemplo.
—O cupones de racionamiento —sugirió una pelirroja.
—Cinco minutos de descanso —ladró el señor Tabbitt, y las chicas se marcharon del escenario.
—Perdone —le dijo a Polly, volviéndose hacia ella—. Me estaba diciendo algo acerca de una equivocación…
—Sí. Tenían que asignarme a la ARP. Si llama a la Oficina de Colocación y le dice a la señora Sentry que me rechaza, estoy segura de que le mandará…
—¿Quién dice que la rechazo? Supongo que es capaz de memorizar un papel. Súbase la falda.
—¿Qué?
—Súbase la falda. Quiero verle las piernas.
—Pero…
—No se haga la estrecha. Esto no es el Windmill. No le estoy pidiendo que se desnude. Vamos, adelante. —Le indicó por señas que se subiera la falda—. Deje que se las vea.
Se subió la falda hasta las rodillas y luego hasta las caderas.
Él les echó un breve vistazo y bramó:
—¡Hattie!
Apareció en escena la morena de pelo rizado, comiéndose un bocadillo.
—Llévatela a los camerinos. A ver si le queda bien el disfraz de vigilante de la ARP. Si le va, tráela otra vez y volveremos a ensayar.
Hattie asintió.
—Ven conmigo —le dijo a Polly.
—Decías que tenían que asignarte a la ARP y así ha sido. —El señor Tabbitt se volvió hacia Hattie y le arrebató el bocadillo—. Y que se pruebe también tus trajes, porque, si sigues comiendo tanto, no cabrás en ellos.
—¡Oh, qué frase tan inteligente! Deberías añadirla al espectáculo —se burló Hattie, y se llevó a Polly a los camerinos.
—¡Y explícale las normas! —gritó Tabbitt cuando ya se habían ido.
—No se puede fumar detrás del escenario… por el reglamento antiincedios —le dijo Hattie, guiándola en una carrera de obstáculos entre cuerdas y telones—. Nada de beber. Nada de mascotas.
«Igual que en casa de la señora Rickett», pensó Polly, bajando tras ella por la escalera de caracol de hierro.
—No se permite la entrada de admiradores en el camerino… eso si tienes un camerino para ti sola, cosa que no tendrás. Compartirás uno con Lizzie, Cora y conmigo. —Abrió la puerta de una habitación diminuta y desordenada, con un único espejo para maquillarse, la cerró y llevó a Polly por un pasillo hasta otra habitación, todavía más pequeña que la precedente y atiborrada de trajes, entre los cuales rebuscó hasta sacar un casco de latón, un brazalete de la ARP y un bañador azul oscuro de lentejuelas.
—Toma, pruébate esto —le dijo.
—¿Eso es el disfraz de la ARP? —preguntó asombrada Polly.
—Sí, y ten cuidado al ponértelo. Le cosí yo misma todas esas lentejuelas. No sabrás coser por casualidad, ¿verdad?
—No, ni actuar tampoco. Se lo he dicho al señor Tabbitt. Ha habido una equivocación. Supuestamente tenían que asignarme a…
—A la ARP, ya lo sé. —Hattie le dio el bañador—. Venga, pruébatelo.
Polly se quitó la falda y se embutió en el bañador.
—Te queda como un guante —aseguró Hattie—. Y no te preocupes. El público no te lanzará nabos con esas piernas. Tabbitt se quedará contigo, seguro. —Seguramente el desánimo se le notó en la cara, porque Hattie le recomendó—: Si quieres ser una auténtica vigilante de bombardeo en lugar de una de pega, aunque personalmente no entiendo cómo puede querer alguien eso, será mejor que vuelvas a la Oficina de Colocación antes de que Tabbitt te vea con ese bañador, porque en cuanto lo haga te pondrá en nómina y, una vez impreso el cartel, no podrás irte. Te quedarás en la AESN hasta que acabe la guerra.
»Le diré que te he mandado a casa para que te estudies el papel —le dijo Hattie, entregándole el guion—, y que vendrás mañana al ensayo de las tres.
—Gracias… —Polly se quitó el bañador y se puso su ropa—. No sabes lo que esto significa para mí. —Salió por la puerta del escenario y volvió a la Oficina de Colocación. Esperaba que la señora Sentry ya hubiera terminado su turno, pero seguía allí. Tendría que volver al día siguiente temprano por la mañana.
—¿Y bien? —le preguntó Eileen en cuanto llegó a casa—. ¿Te han asignado a un equipo de rescate?
—No. A la AESN, a los espectáculos para las tropas.
—¿Cantando y bailando, quieres decir? —le preguntó Alf.
—Sí.
—¿Tú sabes cantar y bailar? —le preguntó Binnie.
—No, pero parece que eso no ha sido ningún impedimento.
—No vas a tener que irte a Egipto para entretener a los soldados, ¿verdad? —le preguntó Eileen, preocupada.
—No. Actuaré en el Alhambra, aquí, en Londres.
—¡Ah, bueno! —dijo Eileen, aliviada. En cuanto ella y Polly estuvieron solas, le preguntó—: El Alhambra no fue alcanzado por ninguna bomba, ¿verdad?
—No —respondió Polly, aunque no tenía la certeza de que así hubiera sido. Sabía que ningún teatro había sido bombardeado durante una función, pero ¿y después y antes de las representaciones o durante los intermedios? Además, el Alhambra sería una verdadera trampa en caso de incendio.
Sin embargo, no estaba dispuesta a decirle aquello a Eileen.
—El trabajo no es aún definitivo —le dijo—. Puede que al final me asignen a un puesto de la ARP.
A la mañana siguiente temprano acudió de nuevo a la Oficina de Colocación para solucionarlo. Por suerte, la señora Sentry no estaba.
Le contó su caso a la persona más comprensiva que encontró, que sin embargo le dio un sermón acerca de la importancia de cualquier trabajo porque «toda labor, por humilde o insignificante que parezca, es vital para el esfuerzo de guerra» y de la imposibilidad de reasignarla a un puesto de la ARP «a menos que tenga una autorización del comandante de la unidad. Y usted no la tiene, ¿verdad?».
«Todavía no», pensó Polly, y visitó todos los puestos de la ARP de Bloomsbury, Oxford Street y Kensington.
Todos estaban «al completo por el momento».
—Quizá dentro de seis meses —le dijo la vigilante de Notting Hill Gate.
«El Blitz solo va a durar cuatro», pensó, frustrada, y pidió hablar con la comandante del puesto.
—No llegará hasta las tres —le dijo la vigilante.
Pero a las tres Polly tenía que estar en el ensayo y ya era más de la una. Tenía solo dos horas para encontrar un puesto que la aceptara. No podía seguir yendo de puesto en puesto. Tenía que hablar con alguien que supiera qué puestos andaban necesitados de personal, con alguien que…
«El señor Humphreys de San Pablo», pensó. Conocía a todo el personal de Defensa Civil de la zona. Podría incluso hablar con alguien y conseguir que la admitiera.
Se fue deprisa a la estación de metro, cogió el que pasaba por San Pablo, subió como una exhalación las escaleras hasta la calle y corrió hacia la catedral.
Se quedó nuevamente apabullada. No había estado allí desde el funeral de Mike y, desde entonces, los equipos de trabajo habían retirado los restos carbonizados de los edificios de Paternoster Row, Newgate y Carter Lane, dejando San Pablo en pie, sola, en medio de una llanura de desolación.
—Parece que hubiera estallado una bomba de precisión —murmuró corriendo por la calle, y de repente se acordó de Oxford. ¿Tenía aquel aspecto?
—Fíjese por dónde va —oyó que decía una voz femenina, y salió de su ensoñación justo a tiempo de evitar colisionar con una mujer que vestía el uniforme de la Fuerza Aérea Auxiliar Femenina.
—Perdón —se disculpó, esquivándola, y siguió subiendo por la colina.
Cruzó corriendo la explanada, subió la escalinata y entró en la catedral.
No había nadie en la mesa ni en el pasillo sur.
«¿Y si hoy el señor Humphreys no está?», pensó, avanzando por la nave.
Pero estaba en el transepto norte con tres marinos, delante de los sacos de arena que protegían el monumento al capitán Faulknor.
—Como están en la Marina de Su Majestad, esto les interesará —dijo el señor Humphreys, aunque los hombres parecían bastante más aburridos que interesados—. El capitán Faulknor fue uno de nuestros mayores héroes navales, aunque sea menos conocido que sir Francis Drake o lord Nelson. Él…
—Señor Humphreys —le dijo Polly—. Siento interrumpirlo, pero…
—Señorita Sebastian. —El sacristán se volvió a media frase—. ¡Estaba esperando que viniera! ¡Qué providencial que esté usted aquí hoy!
Se volvió hacia los marinos.
—Caballeros, si me excusan un momento, tengo que hablar con la señorita Sebastian. Vuelvo enseguida. —Arrastró a Polly hacia la cúpula—. Hay alguien a quien quiero que conozca —le dijo, llevándola hasta el coro—. Es un gran admirador como usted de La luz del mundo. Se pasa horas y horas contemplando el cuadro.
—Me temo que hoy tengo un poco de prisa… —empezó a decirle, pero el señor Humphreys no la escuchaba.
—Lo he visto venir hacia aquí cuando estábamos en la nave. —La condujo hacia el ábside. El altar estaba todavía en reparación—. ¡Oh, vaya! —dijo, mirando las escaleras de manos y el andamio—. No está aquí. Estoy seguro de que lo he visto…
—Señor Humphreys, tengo que pedirle un favor —lo interrumpió Polly—. Espero que pueda ayudarme a conseguir que me acepten como vigilante en la ARP.
—¿Vigilante? Ese no es trabajo para una jovencita —le dijo él, todavía mirando a su alrededor—. Es un trabajo sucio y peligroso, con las incursiones aéreas y todo eso. A la intemperie, con el frío del invierno toda la noche. Podría pillar una pulmonía y morir.
«Voy a morir haga lo que haga», pensó ella.
—Ser vigilante no es más peligroso que estar en una brigada antiincendios —arguyó, pero el señor Humphreys seguía buscando a la persona que quería que conociera.
—Espero que no se haya marchado —dijo, retrocediendo por el pasillo del coro—. Quiero que lo conozca. Se lo he contado todo sobre usted. ¡Es un caballero encantador! ¿Sabe lo que dijo la primera vez que vio La luz del mundo? Dijo: «Parece capaz de perdonarlo todo.» Qué interesante lo que la gente ve, ¿verdad? Cada vez que mira uno el cuadro, ve algo diferen…
—Si no para ser vigilante de bombardeo, para alguna otra labor de Defensa Civil.
—El señor Hobbe, el caballero al que quiero que conozca, acaba de salir del hospital. —Echó un vistazo en los oscuros recovecos del transepto sur—. Lo ha pasado bastante mal, me temo. El estallido de una bomba le causó una herida en la cabeza. Todavía no está completamente recuperado. Deje que eche un vistazo en el transepto norte —dijo, a pesar de que era evidente que el señor Hobbe no estaba en el transepto porque habían empezado a andar desde allí.
Los tres marinos tampoco estaban. Seguramente habían aprovechado la ocasión para escapar.
—El señor Hobbe está casi tan orgulloso del monumento al capitán Faulknor como de La luz del mundo —dijo el señor Humphreys, algo que Polly dudaba. Se preguntó si no habría huido también—. La semana pasada lo encontré aquí cuando ya habían sonado las sirenas —prosiguió el señor Humphreys—, sentado con la espalda apoyada en una de las columnas, contemplando la estatua del capitán Faulknor.
«Eso es imposible —pensó Polly—, porque está recubierta de sacos de arena.»
—Cuando fui a contarle que el capitán había atado juntos los dos barcos, resultó que ya lo sabía. «Los convirtió en uno solo» —dijo…
—Creo que el señor Hobbe se ha ido a casa y yo también debo marcharme. Si pudiera darme el nombre de alguien con quien pueda hablar para unirme a la Defensa Civil, yo…
—No puede haberse ido a casa. No creo que tenga un lugar donde vivir. Me parece que destruyó su hogar la misma explosión que lo hirió a él. Lo he encontrado aquí varias noches desde entonces.
—¿De noche?
—Sí, y esa primera noche, cuando le dije que buscaría a uno de los vigilantes para que lo acompañara a casa, porque no estaba bien y me daba reparo que fuera solo por la calle durante el apagón, le pregunté dónde vivía y me dijo: «No existe.»
—¿No exis…?
—Sí. Espantoso, ¿verdad? Su casa bombardeada con este tiempo, con solo un refugio para…
—Dice usted que ha estado viniendo a diario —dijo Polly—. ¿Desde cuándo?
—Desde hace semanas —dijo él, saliendo otra vez al suelo de la cúpula—. Empezó a venir poco antes de Año Nuevo. Me temo que no lo verá hoy. ¡Qué pena! Tenía tantas ganas de que los dos…
—¿Qué aspecto tiene?
—¿Su aspecto? Es de mi edad o quizás un poco mayor. Alto, delgado, con gafas. Me parece que puede que fuera maestro. Lo sabe todo de la historia de San Pablo. Está evidentemente preocupado por algo. Temo que es posible que su familia muriera en el bombardeo. ¡Está tan triste! En parte por eso quería yo que lo conociera usted. Me parecía que, como también le interesa La luz del mundo, tal vez se alegrara… —Se interrumpió de repente—. ¡Ya sé dónde está! —dijo—. Nunca se va sin echarle un último vistazo. —Avanzó por la nave, pero Polly ya se le había adelantado corriendo hacia el pasillo sur, rogando que siguiera allí.
Allí estaba, de pie delante del cuadro, con las manos en los bolsillos y los hombros encorvados, contemplando el rostro de Cristo con su corona de espinas.
«Uno ve algo diferente cada vez que lo mira», había dicho el señor Humphreys, y tenía razón. En esta ocasión, Cristo no parecía aburrido ni asustado sino infinitamente apenado por ambos.
Polly se acercó y le tocó la manga al señor Dunworthy.
—Todo va bien —le dijo, y se echó a llorar.