Se acabó.

Se acabó.

Titular del London Evening News,

7 de mayo de 1945

Londres, 7 de mayo de 1945

«Esa es Merope —pensó, asomándose por encima de la balaustrada de la National Gallery para ver mejor a la joven del abrigo verde que estaba de pie en Trafalgar Square—. ¡Oh, bien! Quería ir al Día de la Victoria.»

Alzó el brazo para saludarla y luego se lo pensó mejor. No sabía qué nombre estaría usando. Probablemente no el de Merope, que no había sido muy común hasta los años veinte. Tampoco sabía cuál era su tapadera o si estaba allí con algún contemporáneo; tenía al lado, a su izquierda, a un hombre de mediana edad con el uniforme de la RAF.

Bajó el brazo. Paige, sin embargo, ya había visto su amago de saludo.

—¿Has visto a Reardon? —le preguntó.

—No. Me ha parecido ver a alguien conocido.

—Seguro. Me parece que toda Inglaterra está aquí esta noche.

«Del pasado y del presente.»

—¡Reardon! —gritó Paige, agitando los brazos.

Se volvió hacia donde miraba Paige y luego otra vez hacia Merope, pero había desaparecido. La buscó entre el gentío: cerca de la farola, junto al león, más allá del monumento. Ni rastro del abrigo verde, que era imposible no distinguir dado lo chillón de su color, ni de la melena pelirroja.

—¡Oh, no! ¡La he perdido de vista! —se lamentó Paige, escrutando el mar de gente—. ¿Hacia dónde ha ido Reardon? Ya no la veo por ninguna parte. No… ¡Ahí está! Y ahí está Talbot. —Se puso a hacerles señas, frenética—. ¡Talbot! ¡Reardon!

—No creo que te oigan —le dijo. Sin embargo, sorprendentemente, las dos se abrieron paso con decisión entre la multitud y subieron la escalinata hacia ellas.

—Fairchild, Douglas, gracias a Dios —dijo Reardon cuando llegaron—. ¡Creía que no volvería a veros!

Talbot asintió.

—Esto es una locura —dijo alegremente—. ¿Alguna de las dos ha visto a Parrish y a Maitland? Me he separado de ellas. Estaban cerca de la hoguera.

Todas miraron obedientemente hacia allí, aunque era imposible reconocer a nadie porque solo se veían siluetas recortadas contra el fuego.

—No las veo —dijo Talbot—. Espera, Fairchild, ¿no es ese tu único y verdadero amor?

—No puede ser —dijo Paige, mirando hacia donde señalaba Talbot—. Está en Francia. ¡Oh, Douglas, mira! —La agarró del brazo—. ¡Es Stephen! ¡Stephen! Creía que no llegaría a tiempo y se perdería todo esto. ¡Oh, Mary, estoy tan contenta de que esté aquí!

«Y yo.»

Era estupendo verlo sin el miedo y la tensión que se le notaban mientras Paige había estado en el hospital, sin la fatiga y la concentración de su época derribando V-1 un día sí y otro también. Parecía varios años más joven que la última vez que lo había visto.

«Pero sigue siendo demasiado viejo para mí —pensó con lástima, aunque hubiera dado igual que fuera una FANY en lugar de una historiadora. No podía tenerlo en ningún caso. Todavía no había visto a Paige, pero estaba claro que la buscaba y, cuando por fin la viera, solo tendría ojos para ella—. En cualquier caso, me alegro de poder verlo por última vez», pensó, viéndolo abrirse paso alegremente entre la gente para reunirse con Paige, con el pelo oscuro…

—¡No nos ve! —gritó Paige—. ¡Hazle señas, Mary!

Agitó los brazos como las otras y gritó, y Parrish emitió un silbido ensordecedor que habría horrorizado a sus aristocráticos padres, pero que funcionó. Él alzó la mirada, vio a Paige, esbozó aquella sonrisa devastadora y se les acercó.

—¡Oh, bien! —dijo Talbot—. Ha visto… ¡Dios! ¿No es esa la mayor? —Señaló con el dedo hacia el otro lado de la plaza, más allá de la hoguera.

Todas la vieron inmediatamente. Y, lo peor de todo, ella también las vio.

—Ha sido culpa tuya, Fairchild —dijo Talbot—. Si no le hubiéramos hecho señas a Stephen no nos habría visto.

—¿Qué creéis que está haciendo aquí? —preguntó Reardon con aprensión.

—Conociéndola —dijo Parrish—, seguramente ha venido a decirnos que estamos todas de servicio.

—O para mandarnos a Edgware a recoger cola —dijo Paige.

—¿Hacemos una porra? —preguntó Reardon.

Talbot soltó una carcajada.

—¡Oh, cómo os voy a echar de menos a todas!

—Volveremos a vernos —aseguró Paige, confiada—. Estáis invitadas a mi boda. Douglas va a ser mi dama de honor, ¿verdad, Mary?

«No puedo.»

—Si me prometes no obligarme a llevar el Peligro Amarillo —repuso con ligereza.

—Ya sé por qué me alegro tanto de que la guerra haya terminado —comentó Parrish—. No tendré que volver a ponerme el Peligro Amarillo nunca más.

—Ni llevar en coche al Pulpo —apostilló Talbot.

«Ni tener miedo de que te maten en cualquier momento, ni desenterrar trozos de cadáveres ni niños muertos de los escombros», pensó Mary, y pensó en el hombre de la redacción bombardeada de Croydon.

Tras salir del hospital, había llamado a St. Bart y a Guy y a todas las unidades de ambulancias en un radio de cincuenta kilómetros, pero no había encontrado rastro de él. Tal vez no hubiera estado tan malherido como a ella le había parecido, aunque pareciera imposible.

«Espero que lo consiguiera. Espero que esté hoy aquí para ver esto.»

—¡Oh, no! —exclamó Talbot—. ¡La mayor viene hacia aquí!

—¿Crees que nos hará volver? —dijo Reardon.

«No, solo volveré yo.» Estando allí la mayor, era el momento perfecto para regresar al puesto y dejar una nota: «Mi madre está muy enferma. He tenido que irme», y marcharse al portal.

Le daba pena no haber podido a ver a Maitland, a Sutcliffe-Hythe ni a Reed por última vez, porque les había cogido mucho afecto a todas las FANY durante aquel año, pero estaba experimentando únicamente lo mismo que experimentarían todas las personas congregadas en Trafalgar Square durante los días y las semanas siguientes. Aquello no era solo el final de la guerra. Sería el final de sabía Dios cuántas amistades, de cuántos amoríos, de cuántas trayectorias profesionales. Habría innumerables despedidas, innumerables adioses. Y, si tenía que irse, tenía que hacerlo inmediatamente, antes de que el metro dejara de circular y de que la mayor y Stephen se les acercaran.

Stephen ya casi había llegado al pie de la escalinata. Lo miró por última vez, apenada, y luego miró a las chicas. Seguían atentas a la mayor, a quien un vigilante de bombardeo acababa de encasquetarle un tricornio estilo Nelson.

—¿No os parece que deberíamos largarnos cuando todavía estamos a tiempo? —preguntó Parrish.

—No, solo empeorará las cosas cuando al final nos pille —dijo Talbot.

—A lo mejor viene a unirse a nuestra celebración —sugirió Reardon.

—¿Te parece que tiene pinta de estar celebrando algo? —le preguntó Talbot.

No la tenía, a pesar del festivo tricornio.

«También te echaré de menos a ti, mayor», pensó Mary. Se inclinó hacia Paige, que seguía gesticulando para llamar la atención de Stephen, y le besó la mejilla.

Ella ni siquiera lo notó.

Mary se fue alejando discretamente, se volvió y se escabulló rápidamente, bajó los escalones y regresó por donde había venido, quitándose la gorra y manteniendo la cabeza gacha por si Paige se daba cuenta de que se había marchado y se ponía a buscarla. Si lo hacía, supondría que había intentado ir hacia Stephen y que el gentío la había arrastrado.

«Lo que tal vez sea cierto», se dijo.

Avanzó en diagonal por la plaza en dirección a Charing Cross. A medio camino, pilló una avalancha que la empujaba hacia donde quería ir y se dejó arrastrar por ella. Incluso parecía que la llevaría hasta la boca del metro.

«Con tiempo de sobra», pensó, deteniéndose para consultar la hora.

El hombrecito del bombín seguía exactamente en el mismo lugar.

—¡Tres hurras por Patton! —gritó, pero los hurras fueron ahogados por la conga que se acercaba.

Se abrió paso entre la gente hacia la boca de metro. Menos mal que estaría menos abarrotado que a la ida. Desde luego, nadie parecía dispuesto a volver a casa de momento y, pasado Holborn, podría…

—¡Vamos! —le gritó al oído un marino mercante. La agarró por la cintura y la incorporó a la conga, delante de él, poniéndole las manos en la cintura del soldado que la precedía.

—¡No! ¡No tengo tiempo para esto! —gritó ella, pero el marino la tenía bien agarrada y, cuando intentó plantar los pies firmemente en el suelo para no avanzar, la alzó y se la llevó por delante.

La serpenteante conga se la llevó sin remordimientos en sentido contrario, otra vez hacia Trafalgar Square y cruzando la plaza, directamente hacia la National Gallery.

—¡No lo entiende! —gritaba Mary—. ¡Tengo que ir a la estación de metro! ¡Tengo que…!

—Venga, suéltala. Buen chico —dijo un hombre, y notó que la cogían por la cintura y la sacaban limpiamente de la conga. El marino y el resto pasaron bailando a su lado y se alejaron.

—Muchísimas gracias —dijo, volviéndose hacia quien la había rescatado, pero apenas tuvo tiempo de ver que era un soldado y que llevaba alzacuellos porque sonó una fuerte explosión cerca de la fuente.

—Perdón, creo que sé quién ha sido —dijo el hombre, y se marchó corriendo entre la gente, seguramente para rescatar a otra persona.

—Gracias otra vez, sea quien sea usted —le gritó Mary, y se marchó de nuevo hacia la estación, esta vez pegada al borde de la plaza.

El hombrecito del bombín seguía en la boca del metro, lanzando vítores.

—¡Tres hurras por Dowding! —gritó.

«Se va a quedar sin héroes a los que aclamar», pensó Mary, pasando por su lado hacia la escalera.

Estaba equivocada.

Mientras bajaba, lo oyó gritar:

—¡Tres hurras por los avistadores de aviones! ¡Tres hurras por la ARP! ¡Tres hurras por todos nosotros! ¡Hip, hip, hurraaaa!