Pase lo que pase en Dunkerque, seguiremos luchando.
WINSTON CHURCHILL,
26 de mayo de 1940
Londres, invierno de 1941
El pastor tenía un permiso de cuarenta y ocho horas, así que celebraron el funeral de Mike a la tarde siguiente.
Asistió toda la troupe, así como la señora Willett, que no trajo a Theodore porque estaba resfriado y se quedó con la vecina.
La señora Leary también asistió, al igual que el editor de Mike y la señorita Snelgrove y dos hombres con traje negro a los que se veía incómodos y a quienes, por un segundo en que se le paró el corazón, Polly tomó, contra todo pronóstico, por miembros del equipo de recuperación, y que resultaron ser dos bomberos a los que Mike había salvado la noche del veintinueve.
Les contaron a Polly y a Eileen que Mike los había avisado cuando estaba a punto de caérseles encima un muro y les había salvado la vida. Lamentaban no haber estado cerca de Mike para salvar la suya.
También se presentaron Alf y Binnie, con un ramo de lirios mustios. Polly estaba convencida de que los habían cogido de la tumba de alguien.
—Hemos visto cuándo era, en el periódico —dijo Binnie, mirando la nave de San Pablo con admiración.
—¡Esta iglesia es chula! —dijo Alf—. Hay montones de cosas bonitas.
—Sí, y cualquiera que intente robar alguna va directamente a la cárcel —dijo Eileen, que pareció casi la misma de antes por primera vez desde la muerte de Mike.
Con la llegada del pastor, había renunciado a sus vigilias al pie de la escalera mecánica y se había avenido a celebrar el funeral. Cuando la señorita Laburnum le había dicho que de ninguna manera podía llevar aquel abrigo verde para la misa, había permitido que le prestara uno negro que le quedaba muy grande.
«Demasiado dócilmente», había pensado Polly.
Seguía callada y retraída, y Polly temía que hubiera pasado de la fase de negación a la de desesperación, aunque no era raro que estuviera desesperada por la muerte de Mike y del señor Simms y ahora por la marcha del pastor al frente. Eileen tenía razón. Seguramente lo matarían. Polly había querido que Eileen afrontara la realidad, pero ahora que temía que la realidad pudiera con ella, estaba encantada de verla recuperar un poco de espíritu ocupándose de los Hodbin.
—Tenéis que permanecer completamente callados —les dijo.
—Ya lo sabemos —dijo Alf, ofendido—. Cuando… ¡ay! —gritó, y su voz resonó en los vastos espacios de la catedral.
El señor Humphreys se les acercó por el pasillo sur.
—¡Binnie me ha dado un puntapié!
—Está prohibido dar puntapiés en la iglesia —dijo con calma el señor Goode.
—Y pegarse con las ofrendas florales también —dijo Eileen, quitándoles los lirios y entregándoselos al pastor.
Hizo entrar a Alf y Binnie en la capilla y les dijo que se sentaran y se estuvieran quietos. Luego cogió por el brazo a Polly y se la llevó al pasillo sur.
—Alf y Binnie dicen que los encontraste y les contaste lo de Mike.
—Sí —admitió Polly, temiendo que Eileen considerara aquello una especie de traición—. Pensé que podrían servirte de consuelo…
—¿Dónde los encontraste? ¿En Whitechapel?
—No. Como no sabía dónde vivían, los busqué en las estaciones de metro.
Eileen asintió como si acabara de confirmarle algo.
—Está a punto de empezar el servicio —dijo el pastor, acercándose.
—Sí, por supuesto —dijo Eileen.
Volvieron a entrar en la capilla y Eileen se sentó entre Alf y Binnie, les repitió que tenían que estarse callados y les enseñó el punto correcto del misal.
Aquello tranquilizó nuevamente a Polly. Pero cuando empezó el funeral, allí sentada, con aspecto de niña debido al abrigo que le quedaba grande, Eileen volvía a tener aquella extraña mirada ausente, como si estuviera en otra parte.
«Pero no estamos en otra parte —pensó Polly, escuchando la letanía—. Estamos aquí, en 1941, y Mike ha muerto.»
Parecía imposible que estuvieran en su funeral, aunque aquella misa fuera precisamente eso, con o sin cadáver. No le extrañaba que Eileen se hubiera negado a creerlo. Era increíble. Además, Mike no solo había muerto allí, lejos de casa, sino que ni siquiera podría descansar con su verdadero nombre en una lápida. El fallecido era Mike Davis, un corresponsal de guerra estadounidense, de Omaha, Nebraska, no el historiador Michael Davies, que había regresado al pasado para estudiar el heroísmo y había muerto abandonado, destruido en el intento de rescatar a sus compañeras.
Polly le había pedido al pastor que se encargara del panegírico porque se acordaba de su sermón de aquel día en Backbury.
El señor Goode habló de la valentía de Mike en Dunkerque y luego añadió:
—Vivimos con la esperanza de ver el bien que hacemos aquí, en este mundo, recompensado en el cielo. También esperamos ganar la guerra. Esperamos que triunfen la rectitud y la bondad para que el mundo sea mejor cuando ganemos la guerra. Trabajamos con miras a ese fin. Compramos bonos de guerra y retiramos incendiarias y tejemos calcetines…
«Y bufandas color calabaza», pensó Polly.
—… y nos presentamos voluntarios para acoger a niños evacuados y trabajamos en hospitales y conducimos ambulancias…
Alf sonrió y le dio un codazo a Eileen en las costillas.
—… y disparamos cañones antiaéreos. Nos incorporamos a la Guardia Local y a la ATS y a la Defensa Civil, pero no podemos saber si el trozo de metal que recogemos, la letra que escribimos o las verduras que cultivamos habrán contribuido al final a ganar o no la guerra. Actuamos impulsados por la fe. Sin embargo, lo vital es que actuamos. No confiamos únicamente en la esperanza, aunque la esperanza sea nuestro baluarte, la luz para nuestros días oscuros y nuestras más oscuras noches. También trabajamos, y luchamos y resistimos; no importa si nuestro papel es largo o corto. Si Dios nota la muerte de un gorrión es porque sabe que es tan importante como un bulldog o un lobo. Todos nosotros, todos debemos aportar nuestro granito de arena. La guerra se ganará por nuestros actos, por nuestra generosidad, porque somos fieles a nuestra convicción de que construimos el mundo mejor al que aspiramos.
»Lo mismo sucede con el cielo —prosiguió—. Por nuestros actos aquí, en este mundo tan alejado de nuestras aspiraciones, hacemos posible el cielo. No solo vivimos con la esperanza de un cielo sino que, aportando cada uno nuestro granito de arena, lo hacemos realidad.
«Mike aportó su granito —pensó Polly—. Hizo cuanto pudo para salvarnos. Como el señor Dunworthy. Como Colin.»
Porque allí sentada, observando al pastor, estaba completamente convencida de que Colin la había buscado desesperadamente, que había puesto patas arriba Oxford y el laboratorio intentado enterarse de qué había ido mal, intentando elaborar un plan para rescatarlos.
Se lo imaginaba exigiendo acción, probando un portal tras otro en busca de alguno que se abriera, repasando los archivos históricos y los periódicos y las obras sobre los viajes en el tiempo, buscando las claves de lo sucedido, negándose a darse por vencido.
Si había fracasado, si había muerto antes de lograr recuperarlos, tenía tan poca culpa como Mike. Lo habían intentado. Ambos habían aportado su granito de arena.
En cuanto terminó el funeral, el señor Humphreys se llevó al pastor para que viera el monumento al capitán Faulknor, y Eileen sacó de la capilla a Alf y Binnie, dejando a Polly sola para agradecer a todos su asistencia y aceptar las condolencias.
—Debemos confiar en la bondad de Dios —le dijo la señorita Hibbard, palmeándole la mano.
La señora Wyvern también se la palmeó.
—Dios no nos envía nunca más de lo que somos capaces de soportar.
—Todo lo que sucede forma parte del plan divino —entonó el rector.
Sir Godfrey se le acercó con el sombrero en la mano.
«Si me sale con una cita apropiada de Shakespeare como esa de que “hay una divinidad que modela nuestro final”, jamás se lo perdonaré», pensó Polly.
—«Viola —le dijo el actor, cabeceando apenado—. La lluvia cae a diario…»
«Le quiero», pensó ella, notando el escozor de las lágrimas.
Se le acercó la señorita Laburnum.
—Debemos tener fe en momentos como este —le dijo, y se volvió hacia sir Godfrey—. He estado pensando que podríamos hacer una lectura de Mary Rose. Hay una escena conmovedora en la que el hijo busca a su madre muerta…
Se llevó a sir Godfrey y Polly se fue a buscar a Eileen.
No la vio ni vio a los Hodbin por ninguna parte, pero no quería tener que escuchar las perogrulladas del rector ni de la señora Wyvern, así que salió a la nave y fue hacia la cúpula.
Eileen estaba contemplando La luz del mundo con Alf y Binnie o, más bien, Alf y Binnie miraban la pintura y Eileen los miraba a ellos fijamente, con la mirada ausente, ensimismada.
Polly había tenido la esperanza de que las palabras del pastor la ayudaran a aceptar la muerte de Mike, pero no parecía que así hubiera sido. Y, desde luego, los Hodbin no eran de ninguna ayuda.
—¿Por qué lleva un vestido? —preguntó Alf, señalando el cuadro—. ¿Y para qué está ahí de pie?
—Está llamando a la gente que vive ahí, cabeza de chorlito —le dijo Binnie.
—Cabeza de chorlito tú —replicó Alf—. Ahí no vive nadie. Mira esa puerta. Llevan años sin abrirla. Apuesto a que la gente que vivía en esa casa se fue sin decírselo o que están muertos. Puede seguir llamando eternamente y nadie le abrirá.
«Esto es lo último que Eileen necesita oír», pensó Polly, y dijo:
—Deberíamos irnos si no queremos que suenen las sirenas antes de que lleguemos.
Eileen, sin embargo, no pareció haberla oído. Siguió mirando fijamente a Alf y Binnie, ausente.
Polly volvió a intentarlo.
—Eileen, tenemos que ir a rescatar al pastor. El señor Humphreys se lo ha llevado al monumento a Faulknor y…
—Alf, Binnie, venid conmigo —dijo repentinamente Eileen, y se los llevó de vuelta a la ya vacía capilla.
Abrió la reja.
—¿Por qué volvemos a entrar ahí? —preguntó Binnie cuando Eileen los empujó para que entraran.
—No hemos robado nada —dijo Alf.
«¡Oh, no! —pensó Polly—. ¿Qué habrán robado ahora?»
—Ni siquiera estábamos aquí —arguyó Alf—. Hemos estado todo el rato mirando ese cuadro.
Eileen cerró la reja y pasó el pestillo. Luego se volvió a mirarlos.
—No hemos cogido nada —dijo Binnie—. En serio.
Eileen no parecía haberla oído siquiera.
—¿Cuánto hace que murió vuestra madre?
«Que murió…»
—¿Estás tonta? —le dijo Alf—. Mamá no está muerta.
—Ahora mismo está en Piccadilly Circus. —Binnie retrocedió hacia la reja—. Iremos a buscarla.
Eileen se mantenía firmemente plantada entre ellos y la puerta.
—No iréis a ninguna parte. —Miró a Polly—. Su madre murió en un bombardeo y han estado ocultándolo desde entonces. Viven por su cuenta en los refugios. ¿No es así? —les preguntó—. ¿Cuánto hace que murió?
—Ya te lo hemos dicho —repuso Alf—. No está…
—Murió en St. Bart, ¿verdad? Por eso sabíais dónde está el hospital, ¿no? Y por eso querías iros, porque teníais miedo de que alguna enfermera os reconociera y me contara lo sucedido.
—No —dijo Alf—. Dijiste que necesitabas poder llegar a San Pablo. Por eso te…
—¿Desde cuándo lleva muerta, Binnie?
—Ya te lo hemos dicho… —empezó Alf.
—Desde septiembre —lo cortó Binnie.
El niño la miró, furioso.
—¿Por qué se lo has dicho? Ahora nos entregará a la policía.
Binnie no le hizo ningún caso.
—Pero no nos enteramos hasta octubre —le explicó a Eileen—. A veces mamá tardaba dos o tres días en volver a casa, así que no sospechamos nada, pero al final nos preocupamos y nos pusimos a buscarla. Alguien que la conocía nos dijo que estaba en un pub que fue alcanzado por una bomba de quinientos kilos.
«Y no quedó nada del cuerpo para su identificación —pensó Polly—. Como pasó con el de Mike.»
Y ese «alguien que conocía a mamá» sería alguna compañera prostituta o uno de los clientes de la señora Hodbin, con lo cual no habría querido tener nada que ver con la policía, de modo que su muerte no había sido comunicada a las autoridades.
—Ya había muerto cuando fui a pediros el mapa, ¿verdad? —le preguntó Eileen—. Por eso no me dejasteis entrar y me dijisteis que estaba durmiendo.
Binnie asintió.
—Eso fue lo que le contamos también a la casera. Mamá dormía mucho cuando estaba en casa, ¿sabes?, y teníamos cartilla de racionamiento, así que no hubo problema hasta que nos quedamos sin dinero y no pudimos pagar el alquiler.
—Y la casera se enteró de lo de la Señora Bascombe —dijo Alf.
—Su loro —le aclaró Eileen a Polly.
—Así que le dijimos que nos íbamos a vivir al campo con la hermana de mamá.
—Y os mudasteis al refugio —dijo Eileen.
—Pero ¿de qué habéis vivido si no tenéis dinero? —preguntó Polly, y luego pensó: «Vaciando bolsillos y robando cestas de picnic.»
El señor Humphreys y el pastor volvían, el primero hablando todavía del capitán Faulknor.
Binnie parecía afligida.
—No se lo contarás al pastor, ¿verdad?
—Promete que no se lo dirás a nadie —le dijo Alf—. Si lo cuentas nos llevarán a un orfanato.
—¡Ah, aquí están! —dijo el señor Humphreys.
El pastor los miró y vio la reja cerrada, la posición de Eileen y la expresión de los niños.
—¿Qué pasa aquí, señorita O’Reilly? —preguntó.
—Por favor —rogó Binnie en silencio.
Eileen se volvió, abrió la reja y dejó entrar al pastor en la capilla.
—Alf y Binnie acaban de contarme que su madre murió el pasado otoño —dijo—. Han estado viviendo solos en los refugios.
Binnie parecía profundamente ultrajada.
—¿Por qué se lo has dicho? —le gritó Alf—. ¡Ahora nos mandarán lejos y tú eres la única que nos trata bien!
—No necesitamos que nadie nos cuide —dijo Binnie, beligerante—. Alf y yo sabemos cuidarnos solos.
—Me los quedo yo —dijo Eileen.
—¿Qué? —dijo Polly—. No puedes…
—Alguien tiene que hacerlo. Es evidente que no pueden seguir viviendo en las estaciones de metro. Señor Goode, ¿puede arreglarlo para que me nombren su tutora provisional?
—Sí, claro, pero… —Se volvió hacia el señor Humphreys—. ¿Le importaría enseñarles la catedral a los niños un ratito? Tenemos que hablar…
—Por supuesto —dijo el señor Humphreys—. Pobrecitos. Venid conmigo, niños.
—Todo irá bien —le dijo Eileen a Binnie.
—¿Lo juras?
—Lo juro. Vamos, id con el señor Humphreys.
«Se escaparán, como hicieron la mañana del treinta», pensó Polly. Sin embargo, se marcharon dócilmente con el sacristán.
—Vamos, os enseñaré La luz del mundo —lo oyó decirles mientras se alejaban por el pasillo.
—Ya hemos visto ese cuadro —dijo Alf.
—¡Oh! Ya veréis que uno encuentra algo distinto en él cada vez que lo mira —repuso el señor Humphreys.
«Lo imagino», pensó Polly. Sus pasos se alejaron.
—¿Está segura de que quiere hacer esto, señorita O’Reilly? —le preguntó el pastor—. Al fin y al cabo, los Hodbin son…
—Lo sé —repuso Eileen.
—La señora Rickett no lo consentirá —le dijo Polly—. Ya conoces sus normas.
—Y sería mejor que estuvieran a salvo, lejos de Londres —dijo el pastor—. El Comité de Evacuación…
—No —se opuso Eileen—. Si los evacuan, se escaparán, y no sobrevivirán solos. Alf juega con las UXB y Binnie es una adolescente. No puede vivir a su aire en los refugios o…
«Acabará como su madre», pensó Polly.
—No tienen a nadie más —le dijo Eileen—. Si no los recogemos nosotras…
—Pero ¿qué me dices de la señorita Rickett? Ya conoces las normas: prohibido cocinar en la habitación, nada de mascotas, nada de niños. Y el permiso del señor Goode acaba hoy…
—Veré si puedo conseguir un poco más de tiempo, dado que es un asunto que tiene que ver con mis feligreses —dijo este—. Y a lo mejor consigo convencer a la señora Rickett para que relaje sus normas, dadas las circunstancias.
«Lo dudo mucho», pensó Polly.
Como esperaba, la señora Rickett no se dejó impresionar por el alzacuellos ni por los argumentos del pastor.
—Ya conocen las normas —dijo, con los brazos cruzados sobre el pecho—. Nada de niños.
—Pero es que su madre perdió la vida durante un bombardeo —dijo el pastor—. No tienen otro lugar donde alojarse. La Iglesia se ocupará de su manutención.
—Y procuraremos que no le causen ninguna molestia —añadió Eileen.
«Esta no es la vía adecuada para llegarle al corazón a la señora Rickett», pensó Polly.
—Pagaremos más por su alojamiento —dijo—, y los niños tienen derecho a una ración extra de leche.
—¿Cómo de abundante? —preguntó la señora Rickett, con los ojos brillantes, pensando en los budines de leche y las cremas que podría convertir en una porquería inenarrable.
—Medio litro al día —dijo el pastor.
—Muy bien. —La señora Rickett prácticamente le arrancó de las manos a Eileen las cartillas de racionamiento de los niños—. Pero no tendrán derecho a comida hasta pasado mañana.
«Claro», pensó Polly.
—Y si juegan en las escaleras o hacen ruido…
—No harán ruido —dijo muy seria Eileen—. Son unos chicos muy bien educados.
—Deberías unirte a nuestra troupe —dijo Polly cuando se fue la señora Rickett—. Eres mucho mejor actriz que yo.
Eileen la ignoró.
—Muchísimas gracias, señor Goode —dijo—. No lo habríamos conseguido de no ser por usted. Ha estado maravilloso.
Lo había estado y, a lo largo de los dos días que consiguió que le prolongaran el permiso, no solo consiguió nuevas cartillas de racionamiento y ropa para Alf y Binnie sino que logró que Eileen fuera nombrada su tutora provisional y los inscribió en la escuela.
—¿La escuela? —dijeron los dos, como si les estuviera proponiendo quemarlos en la hoguera.
—Sí —repuso muy serio el pastor—, y si no vais todos los días y hacéis todo lo que os ordene la señorita O’Reilly, me escribirá y haré que os manden directamente al orfanato.
Polly dudaba que los Hodbin se dejaran intimidar más que la señora Rickett; sin embargo, ya había esperado que se escaparan cuando el señor Humphreys se los había llevado a ver La luz del mundo y otra vez cuando Eileen y ella les habían dicho que las esperaran en Notting Hill Gate mientras hablaban con la señora Rickett, pero no habían huido. De hecho, cuando acompañaron al pastor a la estación para despedirlo, Alf le preguntó:
—¿Eileen va a ser ahora nuestra mamá?
Polly no oyó lo que decía el señor Goode, pero vio lo contenta que estaba Eileen y no lamentó haber decidido acoger a los Hodbin, sobre todo porque el pastor le había dicho a Eileen que lo habían asignado al servicio activo.
Los capellanes no iban armados, a pesar de que a menudo estaban en pleno combate, y el pastor, de complexión frágil y maneras afables, no era precisamente un soldado típico. ¿Cuántos jóvenes deseosos como él de contribuir al esfuerzo de guerra habían muerto en las arenas norteafricanas o en las playas de Normandía? Polly no estaba segura de que Eileen soportara otra pérdida.
Fueron todos a despedirlo a la estación Victoria.
—Hemos venido porque él fue a despedirnos aquel día que vinimos a Londres. ¿Se acuerda, pastor? ¿Recuerda que vino a decirnos adiós?
—Sí —repuso el señor Goode, mirando a Eileen.
—Y ahora nosotros le decimos adiós a usted. Tiene gracia, ¿verdad, Eileen?
—Sí —repuso ella, reprimiendo las lágrimas—. Muchísimas gracias por todo, señor Goode.
—Ha sido un placer —respondió él, solemne, y recogió su petate—. Será mejor que suba al tren. Tiene mi dirección actual y le haré saber dónde me destinan en cuanto pueda. Prométame que me escribirá si necesita más ayuda con Alf y Binnie y me ocuparé del asunto.
«Si puede —pensó Polly—. Si no le han matado.»
Se despidieron y el pastor subió al tren. El romanticismo del momento quedó en cierto modo empañado por Alf y Binnie, que le gritaron:
—¡Dispare a montones de alemanes!
—¡Mate a ese Hitler!
Eileen observó cómo el tren se perdía en la distancia.
—¿Qué estamos esperando? —preguntó Binnie con curiosidad.
—Nada —repuso Eileen—. Vámonos a casa.
—No podemos —dijo Alf—. Tenemos que ir a Blackfriars a recoger nuestras cosas.
—¿Qué cosas?
—Ya sabes… —dijo Binnie, toda inocencia—, la ropa y eso.
—Y ese libro que me regalaste sobre la Torre de Londres —dijo Alf, encaminándose hacia la boca de metro—. Lo mejor fue cuando le cortaron la cabeza a Mary, la reina de Escocia.
Ya en el metro, camino hacia Blackfriars, le contó el episodio con todo detalle.
—El verdugo se la cortó, así. —Hizo una demostración gestual para los otros pasajeros del vagón—. Y luego la agarró por el pelo. Eso hacían antes: cogían la cabeza, toda ensangrentada y chorreando sangre, y decían: «Eso es lo que les pasa a las reinas que cometen traición.»
—Y la colgaron en el Puente de Londres —dijo Binnie.
—¡No! —dijo Alf—. Llevaba peluca y, cuando levantaron la cabeza, cayó y se metió rodando debajo de la cama y el perro fue tras ella y…
—Ya hemos llegado a Blackfriars —dijo Eileen, levantándose y empujándolos hacia delante.
—Deja de empujar —dijo Binnie—. ¿No quieres saber lo que hizo el perro de la reina de Escocia?
—No —zanjó el tema Polly.
—Habéis dicho que teníais que recoger vuestras cosas —dijo Eileen—. ¿Dónde están? ¿En el andén?
—¿Eres boba? —dijo Binnie, abriendo la marcha—. La gente las cogería.
—Están en el túnel —dijo Alf cuando llegaban al andén—. Esperad aquí. —Y, antes de que Eileen pudiera detenerlos, los hermanos salieron disparados hacia el extremo del andén y desaparecieron en la oscuridad del túnel.
—Se van a matar —dijo Eileen.
—No habrá tanta suerte —repuso Polly.
En efecto, reaparecieron al cabo de un momento con varias cosas en los brazos: una gorra, una chaqueta de punto raída, un par de zapatillas deportivas y un montón de revistas.
Alf le entregó lo suyo a Eileen.
—Voy a buscar a la Señora Bascombe —dijo, y volvió a meterse corriendo en el túnel.
—¿La señora Bascombe? —preguntó Polly—. ¿Quién es la señora Bascombe?
—Su loro… —respondió con desesperación Eileen—. Suponía que lo habrían dejado al mudarse al refugio. —Se volvió hacia Binnie—. Creía que no se admiten animales en los refugios.
—No —dijo Binnie—. Por eso tuvimos que esconderla en el túnel.
—No será ese el loro que sabe imitar una alerta de bombardeo, ¿verdad? —preguntó Polly, aunque temía saber ya la respuesta.
—Y el cese de alerta —dijo Alf, apareciendo con una gran jaula herrumbrosa que contenía un loro rojo y verde—. Pero desde entonces le hemos enseñado un montón de cosas más.