Los novios eran más importantes que las bombas.

Los novios eran más importantes que las bombas.

Un traductor de Bletchley Park

Croydon, octubre de 1944

Mary estaba tendida boca arriba.

«Habré resbalado con algo y me he caído en el momento del salto temporal —pensó—. El resplandor me habrá deslumbrado.»

Recordaba que la luz había sido muy brillante y luego… Un ensordecedor estallido e, inmediatamente después, otro.

«Ha sido el doble estallido de un V-2 —pensó, con repentino pánico—. He dado el salto temporal demasiado tarde.»

Entonces recordó dónde estaba.

Ella y Fairchild habían oído el V-2. No, no había sido un V-2 sino un V-1. Así que habían regresado a Croydon para ver si había víctimas y Fairchild había…

«¡Fairchild!»

Intentó sentarse pero no pudo. Tenía algo encima que le impedía respirar, que le impedía…

«¡Dios mío! ¡Qué no sea la rotativa! —pensó, esforzándose por introducir aire en sus pulmones. Y luego—: Estoy enterrada bajo los cascotes.»

Intentó determinar lo que la estaba aplastando, pero no tenía nada encima, ni vigas caídas ni ladrillos, así que, ¿por qué…?

Oyó las campanas de una ambulancia a lo lejos.

«Croydon», pensó, aguzando el oído y, en el intento de oír mejor, dejó de jadear. En cuanto lo hizo, pudo respirar con normalidad y levantar la cabeza. Se había quedado sin respiración, eso era todo, y no estaba enterrada sino tendida encima de los escombros. Seguramente la explosión la había derribado. Inspiró larga y profundamente y se levantó, deseando que hubiera algo en lo que apoyarse, pero no vio ni la rotativa ni nada de nada. La explosión había apagado los incendios.

—¡Fairchild! —gritó—. ¡Paige! ¿Dónde estás?

No hubo respuesta.

«Porque está muerta», pensó Mary.

—¡Paige! —gritó, frenética—. ¡Respóndeme!

Nada. Ningún sonido, ni siquiera el de las campanas de la ambulancia.

«El V-2 me ha perforado los tímpanos —pensó. Y luego—: ¡Oh, Dios mío! ¡No oiré a Paige!» Recordó luego que Paige estaba muerta.

Oyó de nuevo las campanas de la ambulancia, pero procedían de otra dirección, de detrás. Cuando se volvió, vio que estaba equivocada. No todos los incendios se habían apagado. Uno seguía, más virulento que nunca. Vio su ambulancia recortada contra las llamas. Se desplazaba lentamente por delante del fuego. Se la quedó mirando un rato, anonadada, incapaz de encontrar sentido a lo que veía. Si se movía, entonces Fairchild no podía estar muerta, tenía que estar al volante. Sin embargo, no se iría sin ella, no la dejaría…

—¡Fairchild, no te vayas! —gritó, avanzando a trompicones.

—No —dijo una voz apenas audible justo a su izquierda.

«Fairchild.»

Mary tanteó en la oscuridad, buscándola, pero no era ella sino el hombre con el pie seccionado. ¿Cómo podía haberse olvidado de él? Lo estaba atendiendo cuando…

—¿Dónde…? —preguntó el hombre, con una voz cavernosa, como si hablara desde el fondo de un pozo.

—Estoy aquí. Ha sido un V-2 —dijo Mary, con una voz igualmente cavernosa.

El hombre había perdido un pie. Tenía que hacerle un torniquete y le había quitado la corbata para eso.

«No, ya se lo he hecho», pensó. Sin embargo, cuando se inclinó sobre él, intentando ver si el torniquete aguantaba, no estaba hecho con una corbata sino con un pañuelo.

«Pero si yo recuerdo haberle desanudado la corbata», pensó, confusa.

Seguramente la otra pierna también le sangraba. Así era, pero no encontró la corbata. La explosión del V-2 se la habría arrancado de las manos. Se arrodilló, se quitó la chaqueta e intentó rasgarla, pero la tela era gruesa. Volvió a intentarlo. Por fin el tejido se rasgó y pudo cortar una tira para ponérsela alrededor del muslo.

El hombre ya había perdido mucha sangre. Tenía que llevarlo al hospital. Se inclinó sobre él.

—Tengo que ir a buscar la ambulancia —le dijo.

—Ve… —murmuró él—. Tienes que… —y luego, con absoluta claridad— irte.

—Volveré enseguida —repuso ella, y se alejó trastabillando entre los cascotes, pasando por encima de montones de ladrillos y vigas que no veía, buscando la ambulancia.

—Mary. —Una voz ahogada la llamó desde el suelo—. Aquí.

—¡Fairchild!

Se había olvidado de Fairchild.

Mary palpó el suelo para localizarla en la oscuridad y encontró su mano.

—¿Estás bien?

—No puedo… respirar —jadeó Fairchild, apretándosela—. No puedo…

—Es que te has quedado sin respiración —le dijo Mary—. Suelta el aire. —Exhaló con los labios fruncidos para enseñarle cómo, lo que era absurdo porque la otra no podía verla—. Sopla.

—No puedo —insistió Fairchild—. Tengo algo encima.

—Solo te lo parece —la tranquilizó Mary. Pero cuando tanteó para ver si Fairchild estaba ilesa, tocó madera quebrada y, cuando intentó apartarla, Paige gritó y ella se detuvo.

—¿Dónde tienes la herida?

—¿Qué ha pasado? ¿Ha explotado una tubería de gas?

—No. Ha sido un V-2.

Intentó desplazar hacia un lado el trozo de madera, pero Fairchild volvió a gritar, así que no se atrevió a hacer nada más a oscuras para no empeorar las cosas. Tendría que esperar a que llegara la ambulancia. Pero la ambulancia ya había llegado. Ella la había visto detenerse. Se volvió para verla recortada contra el fuego y vio que la puerta del conductor se abría y se apeaba alguien con casco.

—¡Aquí hay un herido! —gritó, y la persona fue hacia ella y luego, inexplicablemente, se alejó entre los cascotes—. ¡No, por aquí!

—No creo que la ambulancia haya llegado todavía —le dijo Fairchild—. Escucha.

Mary escuchó y oyó más campanas de ambulancia a lo lejos. Otra unidad, de Woodside o de Norbury, iba hacia allí.

—Las de Croydon ya están aquí —le dijo a Fairchild—, pero no nos oyen. Tenemos que hacerles señales. ¿Hay una linterna en la ambulancia?

—Hay una en el botiquín.

—¿Dónde está? ¿En la ambulancia?

—No. Tú me has mandado a buscarlo. Te lo traía cuando…

Mary no se acordaba de haberla mandado a buscar nada. Seguramente seguía conmocionada por la explosión.

—¿Dónde está?

—Me parece que se me ha caído —dijo Fairchild.

«A oscuras no seré capaz de dar con él», pensó Mary, pero lo encontró tanteando, al igual que la linterna, casi de inmediato. Sorprendentemente, además, funcionaba. Pulsó el interruptor y se encendió. La enfocó hacia arriba y la agitó para que desde la ambulancia la vieran.

—No deberías hacer eso —dijo Fairchild—. El apagón. Los boches podrían…

«¿Qué? ¿Lanzarnos un V-2?» Arrancó la cinta que cubría parcialmente el cristal.

—Menos mal que ya habíamos hablado, ¿verdad? —dijo Fairchild.

«¡Dios mío!»

—Sssh. No digas esas cosas.

Mary la iluminó con la linterna, temiendo lo que vería, pero no parecía sangrar más que por un corte en un brazo, donde se le había clavado un pedazo de viga. Tenía varios tablones entrecruzados encima del pecho y el vientre, pero ni sangre ni heridas en las piernas ni en los pies.

«Tengo que ir a buscar la ambulancia —pensó—, y…»

—Ya te había dicho yo que las cosas suceden así, sin avisar —dijo Fairchild—. Si me ocurre algo…

—Sssh. Paige, vas a ponerte bien.

Mary intentó mover los tablones, pero estaban demasiado entrecruzados. Tendría que usar ambas manos. Apoyó la linterna en un montón de ladrillos para que iluminara a Fairchild y se puso a trabajar.

—Si algo me pasara —repitió Fairchild—, quiero que tú… ¡Oh! ¡Estás sangrando!

—Es tinta de imprenta —dijo Mary, intentando sacarla de debajo de la madera. Era como un juego infantil: tenía que apartar los tablones de uno en uno, procurando que no se moviera el pedazo que Fairchild tenía clavado en el brazo.

Se produjo un súbito estallido y llamas anaranjadas se elevaron detrás de la silueta de la ambulancia.

—¿Ha sido otro V-2? —preguntó Fairchild.

—No. Eso sí que ha sido una tubería de gas, me parece —dijo Mary, mirando las llamas.

Vio detenerse dos ambulancias y un coche de bomberos.

—El equipo de rescate ha llegado. ¡Aquí! —gritó, y oyó varias puertas que se cerraban y voces—. ¡Una persona herida! —Se levantó para hacer señas con la linterna y luego volvió a arrodillarse junto a Fairchild—. Enseguida llegarán.

Fairchild asintió.

—Si me pasa algo…

—No va a pasarte na… —Calló de golpe, horrorizada.

«No fue Stephen quien murió. Fue Paige. Por eso la red me permitió cruzar e interponerme entre los dos, porque hiciera lo que hiciera yo daba igual. Porque a Paige la mató un V-2. Y no habría estado aquí entre los escombros si yo no me hubiera interpuesto entre ellos. No habría intercambiado el turno con Camberley, no habría detenido la ambulancia para hablar conmigo.»

Y si no la hubiera detenido, no habrían oído la V-1…

—No. Escúchame, Mary. —Insistió Fairchild—. Si algo me ocurre, quiero que cuides de Stephen. Él…

Ruido de pasos apresurados y una chica con el mono del puesto de ambulancias de St. John llegó corriendo y se arrodilló a su lado.

—Yo no —dijo Mary—. La herida es ella. Tiene el brazo…

—¡Necesito una camilla! —gritó la joven, y alguien más se acercó.

—¡Oh, madre mía! ¿Es Fairchild? —dijo la recién llegada, y Mary vio que era Camberley—. ¡Son Fairchild y Douglas! ¡Rápido, venid aquí!

De inmediato llegó Reed con el botiquín, seguida por Parrish con las parihuelas.

—¿Qué hacéis aquí, De Havilland? —le preguntó Reed, agachándose al lado de Mary—. ¿No habíais ido a Streatham?

Tenía razón. Se suponía que habían ido a Streatham. ¿Por qué no lo habían hecho? No conseguía acordarse.

—Tenéis que llegar a los incidentes cuando ya han caído las bombas, no antes, Douglas —le dijo alegremente Camberley, acuclillándose a su lado.

—Eso hemos hecho —dijo ella—. Ha caído un V-1 y luego…

—Estaba bromeando, cariño. Venga, deja que le eche un vistazo a esa sien.

—No te preocupes por mí. Paige tiene el brazo… —dijo, intentando mirar hacia donde Parrish y la chica del St. John se ocupaban de Fairchild, apartando tablones, poniéndola en la camilla y cubriéndola con una sábana.

—¿Está bien? —preguntó Mary—. El brazo…

—Deja que nosotras nos ocupemos de eso —le dijo Camberly, sujetándola por la barbilla para que girara la cabeza—. Necesito yodo —le dijo a Reed—, y vendas.

—Están en la ambulancia —dijo Mary, y Camberley y Reed se miraron.

—¿Qué pasa? —les preguntó—. ¿Qué ha pasado?

—Nada. Deja que te mire esa cabeza.

Parrish y la de St. John levantaron la camilla de Fairchild y se la llevaron pasando por encima de las ruinas.

Mary intentó ir con ellas, pero Reed se lo impidió.

—Estás sangrando.

—No es sangre —dijo, pero la otra la ignoró y empezó a vendarle la cabeza—. No es sangre —insistió—. Es tinta. —Entonces se acordó del hombre al que le había hecho el torniquete.

—Tenéis que ir a buscarlo —le dijo a Reed.

—Quieta —le ordenó esta.

—Tiene una hemorragia —dijo Mary, intentando levantarse.

—¿Adónde crees que vas? —Camberley volvió a sentarla—. ¡Necesitamos una camilla! —gritó.

—No. Está por ahí —dijo Mary, señalando hacia los escombros que ocultaba la oscuridad.

—Iremos a buscarlo —dijo Camberley—. ¿Dónde demonios está esa camilla?

—¿Puedes andar? —le preguntó Reed.

—Claro que puedo —dijo Mary—. Sangraba mucho. Le he hecho un torniquete en una pierna pero…

—Pásame el brazo por el cuello —le dijo Reed—. Buena chica. —Se la llevó despacio pisando cascotes y menos mal que la sostenía porque el suelo estaba lleno de obstáculos y era difícil no trastabillar.

—Estaba por allí, junto al incendio —dijo Mary.

Sin embargo, el incendio no estaba en el mismo sitio, sino cerca de las ambulancias, en la calle. «No es ese incendio», pensó, deteniéndose para mirar las ruinas, intentando localizar al hombre.

Camberly la obligó a seguir andando.

—Tenía el pie seccionado —dijo Mary—. Necesitas…

—Deja de preocuparte por los demás y concéntrate en el tramo que falta para llegar. Puedes conseguirlo. Solo un poco más.

—Estaba por allí —insistió Mary, señalando hacia el lugar, y vio a dos FANY yendo hacia allí con unas parihuelas.

«Bien, ya se lo llevan», pensó, y dejó que Camberley la llevara hasta la ambulancia.

Ya había dos ambulancias. Una era de Brixton. Leyó el rótulo a la luz del fuego. Y allí estaba el Béla Lugosi. Pero ¿dónde estaba su ambulancia?

—¿Os habéis llevado a Paige al hospital en la nueva…?

—Ya hemos llegado —dijo Camberley, abriendo la puerta trasera del Béla Lugosi.

Mary se sentó, repentinamente muy cansada.

—Necesito ayuda —gritó Camberley, y dos FANY a las que Mary no conocía se acercaron y la ayudaron a meterse en la ambulancia y a tenderse en un camastro. La cubrieron con una manta y le pusieron una vía para una bolsa de suero.

—No es sangre —les dijo—. ¿El hombre está bien?

Pero las otras ya cerraban las puertas y la ambulancia arrancó.

Llegaron al hospital y la bajaron, la entraron y la dejaron en una cama.

—Conmoción, shock y hemorragia —le dijo Camberley a la enfermera.

—Es tinta —dijo Mary, pero cuando alzó las manos para demostrárselo, las tenía rojas, no negras. El brazo de Paige seguramente sangraba más de lo que le había parecido.

—¿Ya han traído a la teniente Fairchild? —le preguntó a la enfermera—. La teniente Paige Fairchild.

—Iré a enterarme. —Se acercó a otra empleada.

—Hemorragia interna —oyó que le susurraba esta última, cabeceando.

«Ha muerto —pensó Mary—. Y ha sido por culpa mía. Si no hubiera tirado al suelo a Talbot no habría conocido a Stephen y él no se habría presentado en el puesto.»

Pero eso no podía ser. Los historiadores no podían alterar los acontecimientos.

«De algún modo, yo los he alterado —pensó, incapaz de pensar con claridad de tanto como le dolía la cabeza—. Porque Paige ha muerto.»

Antes de que amaneciera, trajeron a Fairchild y la dejaron en la cama contigua a la suya, pálida e inconsciente. Por la mañana, Camberley, sucia y llena de polvo, se coló para ver cómo estaba Mary y decirle que Fairchild había estado en el quirófano casi toda la noche porque tenía el bazo afectado, pero que los médicos le habían asegurado que se recuperaría por completo.

—¡Gracias a Dios! —dijo Mary, mirando a Paige, que estaba en la cama, con los ojos cerrados y las manos cruzadas sobre el pecho, dormida como la Bella Durmiente. Llevaba el brazo vendado.

—Me siento culpable —le dijo Camberley—. Me tocaba a mí ir en esa ambulancia, no a ella. Es culpa mía…

«No —pensó Mary—. Es mía.»

—Ha sido una verdadera suerte que estuvierais en el lado opuesto del incidente cuando ha estallado el V-2.

«Le estaba haciendo un torniquete en la pierna a ese hombre», pensó.

—¿Lo ha conseguido? —preguntó.

Camberley la miró sin entenderla.

—El hombre al que atendí. El del pie seccionado.

—No lo sé. No lo trajimos nosotras. Se lo preguntaré a la enfermera.

Esta, sin embargo, dijo que la noche anterior los únicos pacientes que habían ingresado habían sido una mujer y sus dos hijos de corta edad.

—Lo trasladarían a otro hospital —dijo Camberley, y prometió llamar a Croydon para preguntarlo.

Pero no volvió.

—Camberley me ha pedido que te diga que al hombre por el que preguntabas no lo llevaron a St. Francis, y que en Croydon dicen que la única persona a la que transportaron fue a Fairchild —le dijo Talbot cuando fue a verla durante las horas de visita con flores y unas uvas—. Aunque ella cree que en alguna parte tiene que estar, porque ha preguntado a los de la furgoneta de los cadáveres que acudió al incidente y el único cuerpo que trasladaron fue el de alguien que había muerto instantáneamente.

«El hombre al que encontramos partido en dos», pensó Mary.

—Dile que llame a Brixton y pregunte si lo trasladaron ellas —dijo—. Tienen una ambulancia.

Talbot miró a Fairchild. Todavía seguía bajo los efectos del éter, aunque ya parecía solo dormida y había recuperado un poco el color. Tenía un aspecto incluso más juvenil e inocente de lo habitual.

—¿Qué me dices del oficial de vuelo Lang? —le preguntó Talbot—. ¿Debería llamarlo y contarle lo que ha pasado?

—Hasta que a mí no me hayan dado el alta, no —dijo Mary.

Talbot asintió, aprobando su decisión.

—¿Cuándo crees que te dejarán salir?

—Esta tarde, supongo.

«Y me iré a buscar al desaparecido yo misma», pensó.

Pero el médico se negó a darle el alta porque temía que hubiera sufrido una conmoción y, cuando intentó explicarle lo del desaparecido a la enfermera, esta le dijo que intentara descansar, algo que le resultaba imposible cuando cabía la posibilidad de que nadie lo hubiera llevado al hospital, que no lo hubieran visto en la oscuridad y siguiera entre los escombros.

Ojalá le hubiera pedido a Talbot que le trajera el bolso. De tener unas monedas habría llamado a Brixton. Eso si las enfermeras la dejaban acercarse a un teléfono porque de momento ni siquiera la dejaban levantarse de la cama. Incluso la habían regañado por dar dos pasos hasta la cama de Fairchild cuando esta se había despertado y la había llamado.

—¡Qué alegría que estés bien! —le dijo, apretándole la mano a Mary—. Tenía tanto miedo…

—Y yo —le confesó Mary—. Pero los médicos dicen que las dos nos recuperaremos completamente.

«Menos mal que estaré aquí hasta el Día de la Victoria —pensó—. Si volviera en este estado a Oxford, el señor Dunworthy no me permitiría ir al Blitz.»

Aprovechando que volvía de una salida, Camberley se pasó a última hora de la tarde, cuando estaban a punto de llevarse a Mary a rayos.

—¿Has llamado a Brixton? —le preguntó Mary.

—Sí, pero me han dicho que ellas no acudieron al incidente. ¿No podría haber sido de Bromley la ambulancia?

—Supongo. —Tal vez hubiera leído mal el letrero a la luz parpadeante de las llamas.

—O puede que lo examinaran y le dieran el alta —dijo Camberley.

Teniendo en cuenta que no se la daban a ella, que no tenía más que unos cuantos cortes y magulladuras…

—No —dijo—. Estaba muy mal. ¿Has mirado en la morgue de aquí y en la de St. Francis? Puede que muriera de camino al hospital y por eso no consta como un ingreso.

—Lo comprobaré —dijo Camberley. Y luego añadió, dubitativa—: ¿Estás segura de que lo viste anoche? Estabas bastante conmocionada. A lo mejor te confundes…

—No estoy confundida. Ese hombre…

—Estabas equivocada acerca de la ambulancia de Brixton. Puede que te confundas con alguien a quien administraste los primeros auxilios en otro incidente…

—No. Yo también lo vi —dijo Fairchild desde la cama contigua. Mary la habría besado—. Por él precisamente fui a buscar el botiquín.

Llegó el celador con una silla de ruedas para llevarse a Mary a rayos X.

—Cuando vuelvas, tráeme el bolso —le dijo a Camberley—. Está en la ambulancia.

Mientras la llevaban a rayos, buscó una cabina telefónica. Había una justo a las puertas de la sala. «Bien.» Por suerte, sus camas estaban justo al otro lado de esas mismas puertas. En cuanto recuperara el bolso, se escurriría fuera y llamaría a Croydon para pedirles que fueran a revisar nuevamente el lugar del incidente.

Cuando volvió, Fairchild estaba llorando. El temor la atenazó.

—¿Lo han encontrado? —le preguntó.

Fairchild sacudió la cabeza, incapaz de hablar, con las mejillas arrasadas de lágrimas.

—¿Qué pasa? —«¡Oh, Dios mío! ¡Es Stephen!»—. ¿Qué ha pasado?

—Camberley… —dijo, y se calló.

—¿Qué pasa con Camberley? ¿Le ha pasado algo?

—No —cabeceó—. A la ambulancia.

—¿Qué ambulancia? ¿La de Brixton?

¡Dios! Mientras trasladaban al hombre al hospital había estallado otro cohete…

—No. A la nuestra. Camberley dice que el V-2 la acertó de lleno.

Lo primero que Mary pensó fue: «Mi bolso estaba dentro. ¿De dónde sacaré ahora monedas para llamar por teléfono a Croydon?» Y luego: «Esa fue la segunda explosión que oí, el fuego que vi.» Al final resultaba que no había sido una tubería de gas, sino la explosión del depósito de gasolina de la ambulancia.

«Si no hubiera llamado a Paige para que dejara la camilla y trajera el botiquín, habría estado aún en la ambulancia cuando la alcanzó la bomba.» Pero entonces…

—Acababan de entregárnosla —dijo Fairchild, gimoteando—, no conseguiremos nunca otra.

—Bobadas —le dijo Mary—. Estás hablando de la mayor. Si alguien puede convencer al cuartel general para que nos manden otra ambulancia es ella. Supongo que no llevas dinero encima, ¿verdad?

—Sí —dijo Fairchild, secándose los ojos—. Bueno, eso si llegué con zapatos al hospital. Mi madre insiste en que lleve siempre media corona en un zapato. Dice que puedo encontrarme en un apuro y tener necesidad de llamar por teléfono.

—Y tiene razón —dijo Mary, esperando que los zapatos estuvieran en el armarito que había entre su cama y la de Paige.

Allí estaban, y la media corona también.

Mary la metió debajo de su almohada y se acostó. Cuando la enfermera volvió a salir de la sala, se acercó de puntillas a la cabina y llamó a Brixton.

—No estuvimos en Croydon anoche —le dijeron.

—Pero yo vi…

—Seguramente viste la ambulancia de Bethnal Green.

«¡Qué va!», pensó Polly, pero llamó a Bethnal Green. Tampoco habían estado en el incidente.

Llamó a Croydon y le prometieron revisar la zona donde había estado la redacción del periódico, «aunque el equipo de rescate buscó palmo a palmo», le dijo la FANY. Mary le preguntó qué otras ambulancias habían acudido al incidente y la otra le dijo que la de Norbury.

Sin embargo, la ambulancia de Norbury no había trasladado a nadie que encajara con la descripción que les dio, ni las chicas habían visto ninguna ambulancia de otro puesto.

—Excepto la vuestra —le dijo la FANY de Norbury—. Era difícil no verla. ¿Es posible que el hombre al que buscas fuera militar? Si lo era, puede que lo llevaran a Orpington.

Iba vestido de civil, pero llamó a Orpington y luego a la morgue de su hospital y a la de St. Mark para asegurarse de que no había muerto de camino al centro hospitalario.

No lo había hecho, lo que significaba que tenían que habérselo llevado a otro hospital. A menos que siguiera todavía entre los escombros de la redacción.

Volvió a llamar a Croydon.

—Buscamos donde nos dijiste —le aseguró la FANY que respondió—, pero no había nadie. Seguramente se lo llevaron a St. Bart o a Guy por alguna razón.

Había que llamar allí por conferencia, así que tendría que esperar a hacerlo desde el puesto. En cualquier caso, tenía que volver a la cama antes de que la enfermera fuera a buscarla. Se levantó y abrió la puerta de la cabina.

Stephen estaba al fondo del pasillo, delante de la mesa de las enfermeras, gritándole a una que intentaba impedirle el paso.

—¡No puede estar en esta planta, señor! —le dijo—. Ya no es hora de visita.

—Me importa un comino cuándo es la hora de visita. No pienso renunciar a ver a la teniente Fairchild.

Mary se metió en la cabina de nuevo y cerró la puerta. Se sentó, se llevó el auricular al oído y, cuando Stephen pasó perseguido por la enfermera, se volvió hacia la pared del fondo para que no la viera.

—Esto es muy irregular —oyó que decía esta, y luego las dobles puertas de la sala abriéndose y cerrándose. Esperaba que echaran a Stephen o que la enfermera se marchara a buscar ayuda, pero nada.

Se aventuró a asomar la cabeza, salió con sigilo y se acercó a mirar por el cristal de las puertas de la sala.

Fairchild estaba sentada en la cama. Parecía muy joven y estaba completamente radiante. Stephen se había sentado en el borde del colchón.

Mary echó un vistazo al pasillo y luego entreabrió la puerta acristalada para escuchar.

—Acabo de enterarme de que estabas aquí —decía Stephen—. Uno que conozco que sale con una FANY de Croydon me lo ha dicho y he venido en cuanto he podido. ¿Estás segura de que estás bien, Paige?

—Sí —dijo ella—. ¿Te han dicho que Mary está herida también? Tiene una conmoción.

«¡Oh, no me menciones!», pensó Mary, pero Stephen dijo:

—Whitt me lo ha contado. Dice que fue un milagro que el V-2 no os matara a las dos.

—Mary me salvó la vida —dijo con lealtad Fairchild—. Si no me hubiera llamado para que le llevara el botiquín, habría estado en la ambulancia cuando fue alcanzada.

—Recuérdame que le dé las gracias —dijo él, apretándole las manos—. Cuando pienso… Podría haberte perdido…

Mary cerró la puerta sin hacer ruido y se quedó allí, mirándola. Había tenido mucho miedo de que la razón por la cual la red la había dejado pasar e inmiscuirse involuntariamente en el romance de aquellos dos hubiera sido que el destino ya estaba escrito y que Stephen o Paige o ambos habían muerto… Nunca se le había ocurrido que podía haber sido porque iban a terminar juntos a pesar de lo que ella hubiera hecho. No podía alterar los acontecimientos, aunque diera momentáneamente la impresión de que sí. Tendría que haber sabido que todo acabaría bien.

—Y, simplemente, ha entrado —oyó que decía una mujer a su espalda. Una enfermera dobló la esquina del pasillo.

Si la veían, se la llevarían a la cama, al lado de Paige y Stephen.

Se metió corriendo en la cabina y cerró la puerta, aunque no tendría por qué haberse molestado. La enfermera, flanqueada por la jefa de enfermeras y el celador, pasó por delante de la cabina sin notar su presencia y abrió las puertas dobles de la sala.

—No te preocupes, cariño —oyó que decía Stephen—. Yo me ocuparé de que ningún otro cohete se te acerque, aunque tenga que derribarlos todos personalmente.

—Oficial Lang —dijo muy seria la jefa de enfermeras—. Me temo que voy a tener que pedirle que se marche.

—Enseguida —repuso él—. Paige, cuando me he enterado de lo que había pasado, no he podido evitar pensar en lo idiota que he sido por no darme cuenta de lo mucho que significas para mí. ¿Conoces ese pasaje de la Biblia sobre las vendas que caen de los ojos? Bueno, es exactamente eso.

Las puertas se cerraron y no pudo oír el resto de sus palabras.

Mary cerró la puerta de la cabina y se sentó a esperar a que acompañaran a Stephen hasta la entrada para poder volver a la sala y a su cama. Aunque los historiadores no pudieran alterar los acontecimientos, no iba a correr el riesgo de interponerse entre los dos de nuevo y estropear las cosas. No cuando todo había acabado tan bien para todos ellos.

Las FANY estarían encantadas y la mayor restablecería los turnos. Reed y Grenville ya no estarían enfadadas con ella y las conversaciones se centrarían de nuevo en quién debía llevar el Peligro Amarillo y en cómo conseguir que Donald le propusiera matrimonio a Maitland. Ella podría volver a hacer lo que la había traído hasta allí: observar un puesto de ambulancias durante los ataques con V-1 y V-2.

No había motivo alguno para que se sintiera tan… huérfana. Era absurdo. Tendría que haber estado contentísima. Seguramente su estado de ánimo era una reacción tardía al shock, como el desconsuelo de Paige por la ambulancia. Desde luego no tenía motivos para llorar. Stephen era un chico encantador y aquella sonrisa torcida suya, irresistible, pero no habría funcionado. Él había muerto antes de que ella naciera.

—Pero no en la guerra —murmuró. Y luego, pensando en los nueve meses que debían transcurrir todavía y en los miles de V-1 y V-2 que caerían, añadió—: Espero.