VIOLA: ¿Qué país es este, amigos?
CAPITÁN: Esto es Iliria, señora.
VIOLA: ¿Qué voy a hacer en Iliria?
Mi hermano está en los Campos Elíseos.
WILLIAM SHAKESPEARE,
Noche de reyes
Londres, invierno de 1941
Mike no era el único que había perdido la vida durante el bombardeo. También había muerto el señor Simms, que sustituía a un vigilante que tenía la gripe cuando su puesto de la ARP había sido alcanzado.
Nelson estaba con él y los lamentos del animal habían guiado al equipo de rescate hasta su amo, pero demasiado tarde. El señor Simms ya se había desangrado. Nelson, a excepción de un rasguño en una pata, estaba ileso, pero como el señor Simms no tenía familia, los de la compañía teatral estaban preocupados por lo que sería de él.
A la semana siguiente, sin embargo, el señor Dorming apareció con Nelson en Notting Hill Gate y les contó que había pagado por el animal una guinea.
—Si al señor Dorming ni siquiera le gustan los perros —dijo Polly cuando la señorita Laburnum se lo contó—. Y creía que la señora Rickett no admite animales.
—Ya se lo dije, querida. El señor Dorming se ha mudado. Ahora ocupa las antiguas habitaciones del señor Simms.
Polly no se acordaba de que la señorita Laburnum le hubiera dicho aquello, ni siquiera de que le hubiera dicho que el señor Simms había muerto, aunque era posible que sí, porque recordaba haberse preguntado si había muerto también en Houndsditch. Casi no se acordaba de nada de lo sucedido aquellos primeros días. Tenía bastante con asimilar el hecho de que Mike hubiera muerto y hacer todo lo que debía hacerse.
Siempre se había preguntado de dónde sacaban el valor los contemporáneos para aceptar que a sus maridos, sus padres, sus hijos o sus amigos los habían sacado sin vida de debajo de los escombros. No era cuestión de valor. Había tantas cosas de las que ocuparse que, cuando uno las había hecho todas, ya era tarde para flaquear.
Tuvo que ir con el vigilante al puesto de la ARP para identificar los efectos personales de Mike y firmar su entrega; tuvo que hablar con el oficial de incidente; tuvo que llamar por teléfono a Townsend Brothers para decir que ni ella ni Eileen irían a trabajar y tuvo que recoger las cosas que Mike había dejado en su habitación para que pudieran ocuparla otros huéspedes.
—Siento muchísimo molestarla tan pronto —le dijo la señora Leary—, pero hay una pareja que se quedó sin casa anoche y no tiene adónde ir.
—No se preocupe —le dijo Polly y, como no quería que la señora Leary metiera las narices en las cosas de Mike y encontrara una lista de futuros bombardeos y lo tomara por un espía, se ocupó diligentemente del asunto.
Sin embargo, no había nada incriminatorio en la habitación de Mike, solo la ropa y la maleta, la toalla, los utensilios de afeitado y una biografía en rústica de Shackleton. Lo metió todo en la maleta y se la llevó a casa de la señora Rickett. Después fue al Daily Express a darle la noticia al editor, protegida por una barrera de insensibilidad a través de la cual el dolor dentro de poco empezaría a abrirse paso.
No tenía tiempo para preocuparse por eso. Tuvo que responder a las preguntas del editor de Mike y aceptar las condolencias de la troupe y lidiar con la preocupación de sir Godfrey. Tuvo que poner en agua las flores que Doreen le trajo «de todas las de la tercera planta» y, lo peor de todo, tuvo que manejar a Eileen, que se negaba a creer que Mike hubiera muerto.
—Es un error. Era otra persona —insistía, a pesar de que el vigilante les había enseñado el carné de identidad de Mike, la cartilla de racionamiento y la libreta de periodista que llevaba encima. Y la bufanda color calabaza que la señorita Gibbard había tejido y que Polly le había puesto en St. Bart a la mañana siguiente de su intento de encontrar a John Bartholomew.
Los documentos estaban completamente empapados y con los bordes chamuscados. «Por las mangueras de los bomberos», le había explicado el vigilante en tono de disculpa.
—Se los robarían —dijo Eileen—. Alf y Binnie le roban la documentación a la gente cada dos por tres. No me lo creeré hasta que vea su cadáver.
Pero no había cadáver alguno, como les explicó el vigilante con delicadeza: «Fue una bomba de quinientos kilos y luego cayeron incendiarias, ¿entiende?»
Polly lo entendía. Habrían quedado solo fragmentos demasiado pequeños del cuerpo para que los rescatistas los recogieran. Pensó en lo que le había dicho Paige Fairchild durante uno de sus primeros incidentes con V-1: «No te molestes en recoger nada más pequeño que una mano.»
—No puede ser Mike —insistía Eileen—. ¿Qué estaba haciendo en la calle, en pleno bombardeo? Prometimos que iríamos a un refugio en cuanto sonaran las sirenas.
—Quizás estaba demasiado lejos y no tuvo tiempo…
—No. Se lo pregunté a la vigilante. Me dijo que no bombardearon Houndsditch hasta las once. ¿Qué hacía allí, además? Nunca te lo mencionó, ¿verdad?
—No. Pero acuérdate de Marjorie. Tampoco le dijo a nadie que iba a una cita con un piloto. No había razón alguna para que nadie supiera por qué había ido a Jermyn Street.
—Marjorie no murió. Mike tampoco ha muerto.
—Eileen…
—Puede estar herido o haber recibido un golpe en la cabeza y no recordar quién es —arguyó Eileen, e insistió en ir a los hospitales, a pesar de que las autoridades ya lo habían hecho, y en esperar al pie de la escalera mecánica de Oxford Circus donde habían acordado reunirse si algo salía mal.
—No puedes seguir así —le dijo Polly pasada la tercera noche—. Tienes que dormir un poco.
Eileen cabeceó.
—Podría no verlo —dijo. Y cuando a la cuarta noche Mike seguía sin volver, sugirió—: A lo mejor encontró al equipo de recuperación y lo sacaron de aquí. Puede que quisiera venir a recogernos pero no tuviera tiempo…
Polly sacudió la cabeza, recordando lo inflexible que había sido Mike acerca de separarse cuando se había dado cuenta de que el señor Bartholomew estaba en San Pablo.
—Nunca se habría marchado sin nosotras.
—Quizá no tuvo elección, como Shackleton. Se vio obligado a dejarnos para ir a buscar ayuda. A lo mejor el portal estaba en Houndsditch y tenía que irse enseguida, antes de que fuera destruido. Así que se fue y ahora está trabajando con Badri y Linna para encontrarnos otro portal. Y no me digas que esto es un viaje en el tiempo —le advirtió, a pesar de que Polly no había dicho nada—. Hay montones de razones por las que pueden no haber sido capaces de venir todavía: desfase y puntos de divergencia y…
«Pero lo más probable es que no haya pasado nada de eso —pensó Polly—. Mike no cruzó y no había portal en Houndsditch.» Solo una bomba de alto impacto seguida de incendiarias.
—No puede haber muerto —dijo Eileen—. Prometió que nos sacaría de aquí.
«Sí, y Colin prometió que vendría a rescatarme si tenía problemas —pensó Polly—. A veces las promesas no se pueden cumplir.»
—A lo mejor tiene una nueva pista acerca del equipo de recuperación y ha ido a encontrarse con ellos —dijo Eileen—. Se fue a Manchester sin avisarnos.
Nada de aquello explicaba la documentación chamuscada recogida en Houndsditch ni que hubiera dejado sus cosas en casa de la señora Leary. De haberse marchado, se habría llevado la maquinilla y el jabón de afeitar.
Polly había esperado encontrar entre sus pertenencias algo que le indicara qué había ido a hacer a Houndsditch, aunque casi le daba miedo enterarse. ¿Y si había visto a Eileen yendo a buscar a Binnie y Alf y la había seguido? Houndsditch no quedaba lejos de la Bank. ¿Y si se había lanzado a una peligrosa misión para que pudieran salir de allí los tres? Parecía tan desesperado y tan ausente después de haberle contado lo del abrigo de Eileen… ¿Y si, llevado por la desesperación, había tomado a alguien por un miembro del equipo de recuperación y había seguido a esa persona hasta Houndsditch?
Hasta su muerte.
«No tendría que habérselo dicho —pensó—. Tendría que haberle mentido sobre el abrigo.»
Si Mike había muerto intentando salvarlos, intentando sacarla de allí antes de su fecha límite, no podría soportarlo. Sin embargo, si conseguía enterarse de lo que había estado haciendo en Houndsditch, Eileen se reharía, así que a la noche siguiente Polly se quedó en casa de la señorita Rickett y secó la todavía húmeda libreta de Mike en el horno. Luego fue pasando las quebradizas hojas. En algunos puntos la tinta estaba corrida o se había borrado.
«Como el código de los libros de bigramas», pensó, intentando descifrar las palabras emborronadas.
Encontró notas para un artículo de prensa acerca de un nido de ametralladoras del que se ocupaban exclusivamente mujeres, la lista de nombres que ella misma le había dado antes de que se fuera a Bletchley Park, en la que constaban Alan Turing, Gordon Welchman y Dilly Knox, y lo que parecía una lista de ideas para futuros artículos: «Bodas en tiempo de guerra», «Verdaderamente, ¿le hace falta viajar?», «El invierno y la guerra: diez estrategias para la supervivencia».
«Estrategias para la supervivencia», pensó Polly, sintiendo que el dolor la permeaba como la sangre empapa una falda.
Habían arrancado varias páginas de la libreta.
«La lista de los futuros bombardeos», pensó Polly.
Las páginas restantes contenían notas para un artículo titulado «Aportando nuestro granito de arena: héroes enfrente de casa» y una lista de nombres, direcciones y horas. «Cantinera, Edna Bell, Cuttlebone 4, Southwark, 10 de enero a las 10.10 de la noche» y, debajo «Avistador de aviones», un apellido que podía ser tanto «Woodruff» como «Walton» y «11 de enero a las 11 de la noche, Houndsditch 9, esquina de H y Stoney Lane».
No seguía a Eileen ni buscaba el equipo de recuperación, por tanto. Había ido a Houndsditch a entrevistar a un avistador de aviones para un artículo que estaba escribiendo acerca de los héroes que no estaban en el frente para el Daily Express. No había muerto por su culpa. No había muerto intentando salvarlas.
Había creído que saberlo la aliviaría, pero no sentía consuelo. Se dio cuenta de que había esperado tanto como Eileen que hubiera algún error o alguna explicación, que Mike no estuviera verdaderamente muerto. Pero lo estaba y, si así era, nadie acudiría a rescatarlas. Podía llegar a aceptar que el señor Dunworthy hubiera permitido que Mike se quedara allí con un pie herido y que ella se quedara a pesar de tener una fecha límite, pero no podía aceptar de ninguna manera que hubiera permitido que uno de ellos perdiera la vida si podía ayudarlo. Por tanto, no podía. No podía sacarlas de allí. Poco importaba si debido al desfase o a que hubieran alterado los acontecimientos o a alguna catástrofe habida en Oxford.
Se llevó las cosas de Mike a casa de la señora Rickett y las metió en un cajón del escritorio. Luego cogió la lámina chamuscada de La luz del mundo que había recogido del suelo de San Pablo, la desdobló y se sentó en la cama a mirar la mano de Cristo, todavía levantada en el gesto de llamar a una puerta que el fuego había convertido en cenizas, y su rostro, completamente inexpresivo.
—¿Quiere que me ocupe de los preparativos para el funeral de su amigo, señorita Sebastian? —le preguntó el viernes el rector—. Estaré encantado de oficiarlo. He acordado con el rector de St. Bidulphus celebrar allí el funeral del señor Simms y puedo proponerle también la celebración del señor Davis.
Eileen, sin embargo, no quiso ni oír hablar de ello.
—No está muerto —insistió, y cuando Polly le enseñó la anotación de su libreta, dijo—: ahí no pone once sino diecisiete, o siete. Mira: el agua ha emborronado los números. Además, aunque pusiera once, pudo haber cancelado la cita.
El martes, Polly asistió al funeral del señor Simms. Había intentado convencer a Eileen para que la acompañara, pero se negó a abandonar su puesto al pie de la escalera mecánica.
—¿Y si llega Mike y no estoy? —le dijo, mirando esperanzada a la gente que bajaba.
Todos los miembros de la compañía estaban en St. Bidulphus, incluido Nelson. La señorita Laburnum y la señorita Hibbard llevaban sombrero negro con velo y pañuelo de bolsillo ribeteado de negro.
Sir Godfrey recitó el discurso de San Crispín: «Puede que no se hable de esto, de este día, hasta el fin del mundo, pero nosotros seremos recordados, nosotros, unos pocos, unos pocos afortunados, unos cuantos hermanos; porque hoy, quien comparta su sangre con la mía será mi hermano.»
Y el rector, en el panegírico, dijo:
—El señor Simms no era menos un soldado que los hombres del ejército de Enrique V, ni menos un héroe.
«Como Mike», pensó Polly. Daba igual lo que estuviera haciendo en el momento de su muerte, como daba igual que un piloto de la RAF perdiera la vida en un combate aéreo o durante un permiso. Mike había muerto intentando sacarlos a los tres de allí. Había dedicado todo su tiempo, desde que las había encontrado, a esa misión. No importaba que hubiera fracasado. La historia estaba llena de intentos fallidos: las Termópilas, el regreso de Scott del Polo Sur, el asedio de Jartum.
Seguía siendo un héroe.
Después del funeral, el rector le preguntó a Polly de nuevo si debía programar una misa.
—Puedo hablar con el reverendo Unwin ahora, o quizá prefiera que sea en otra iglesia.
«Sí —pensó Polly—. En San Pablo. Allí están los héroes: Wellington y lord Nelson y el capitán Faulknor. Mike debería estar con ellos», aunque sabía que nunca lo permitirían. Aun así, se lo preguntó al señor Humphreys y, para su sorpresa, le dijo que podían acoger un pequeño servicio privado en la capilla de San Miguel y San Jorge.
—¡Siento tanto lo del señor Davis! —dijo—. A veces cuesta entender el plan divino, con tanta violencia y tantos muertos, pero con ayuda de Dios, al final todo habrá sido para bien.
Le preguntó a Polly qué día le gustaría que se celebrara el funeral y ella le contó la actitud de Eileen.
—A menudo a la gente le cuesta aceptar una pérdida —dijo Humphreys—, cabeceando, sobre todo si es repentina. ¿No hay alguien cercano a ella que pueda ayudarla a pasar por este trance? Su madre, tal vez, o su padre, o una amiga de la escuela…
«Ninguna de esas personas ha nacido todavía», pensó Polly, yendo hacia Oxford Circus para intentar convencer a Eileen de que volviera a casa de la señora Rickett para dormir unas horas. No podía continuar así. Apenas comía ni dormía. Tenía unas profundas ojeras y la mirada perdida.
«Igual que Mike», pensó Polly. Eileen tenía que sobreponerse como fuera. Sin embargo, no quiso escucharla.
«Y no hay nadie más aquí en quien confíe.» Luego cayó en la cuenta de que eso no era cierto.
Primero le escribió al pastor de Backbury pero, tras varios días sin recibir respuesta, fue a buscar a Alf y Binnie Hodbin. Para aportar consuelo no eran los más indicados, pero Eileen se preocupaba por ellos. Justo antes de enterarse de la muerte de Mike le había estado hablando precisamente de los niños y lo importante en aquel momento era devolver a Eileen a la realidad, algo en lo que Alf y Binnie eran expertos.
Polly no sabía exactamente dónde vivían, solo que en Witechapel y, según Eileen, nunca había nadie en casa. Por tanto, su única opción eran las estaciones de metro.
Empezó por Embankment, que era donde Eileen los había visto por última vez, y luego buscó en Blackfriars y Holborn. Como seguía sin dar con ellos, empezó a agarrar por el cuello de la camisa a los pilluelos para preguntarles por el paradero de los Hodbin. Tampoco funcionó. Los niños la tomaban por alguien de los Servicios Sociales o por una maestra y no estaban dispuestos a decirle nada, así que cambió de táctica y le dio a uno dos peniques si entregaba un mensaje a Alf y Binnie, con la promesa de otros dos una vez cumplida la misión.
Al día siguiente, cuando salió de trabajar, la estaban esperando a la puerta de Townsend Brothers con el pilluelo al que le había prometido los dos peniques. Le pagó y el niño se esfumó.
En cuanto se hubo marchado, Binnie le preguntó:
—¿Le ha pasado algo a Eileen?
—¿Está muerta? —preguntó Alf.
—No. No le ha pasado nada.
—Entonces, ¿por qué no ha venido? —quiso saber Binnie.
—¿Quiere que volvamos a ir con ella en la ambulancia para indicarle el camino? —sugirió Alf.
—No —dijo Polly, frustrada. Eileen podía salir por la entrada de personal en cualquier momento y necesitaba contarles lo de Mike antes de que lo hiciera.
—Se trata de su amigo el señor Davis. Lo conocisteis esa mañana en San Pablo.
—¿Ese que no tenía abrigo?
—Sí —repuso Polly, recordando con una punzada de dolor a Mike, sentado en mangas de camisa en los escalones, y cómo ella le había abrigado el cuello con la bufanda color calabaza.
—Ha muerto y…
—Eileen no tendrá que ir a un orfanato, ¿verdad?
—No, cabeza de chorlito —dijo Binnie—. A los orfanatos solo mandan a los niños.
—Eileen está muy triste desde la muerte del señor Davis —les explicó Polly—, y esperaba que pudierais animarla…
—¿Lo mató una bomba? —la interrumpió Binnie.
—Sí, y Eileen…
—¿Qué tipo de bomba? —quiso saber Alf—. ¿Una de quinientas libras o una mina con paracaídas?
Antes de que Polly pudiera responder, añadió:
—Las minas con paracaídas son las peores. Explotan así, ¡pum! —Abrió exageradamente los brazos—. ¡Pedazos tuyos por todas partes!
«¿En qué estaría yo pensando? —se preguntó Polly—. Estos dos no pueden ayudar a Eileen.» Sin embargo, ¿cómo iba a deshacerse de ellos? Además, Binnie estaba diciendo:
—Entonces, ¿quieres que animemos a Eileen?
—Sí, pero ahora está demasiado triste para ver a nadie. A lo mejor podríais mandarle una tarjeta de pésame.
—No tenemos dinero —dijo Alf.
—Podemos ir al funeral —propuso Binnie—. ¿Dónde será?
—Todavía no lo sabemos —dijo Polly, buscando dinero en el bolso. Tenía que librarse de ellos antes de que Eileen saliera.
—¿Cómo vamos a mandarle una tarjeta? —dijo la niña—. No sabemos dónde vive.
«Ni tengo intención de decíroslo», pensó Polly.
—Podéis mandarla a Townsend Brothers.
—No tenemos dinero para el sello —dijo Alf.
—Sí que tenéis. —Polly sacó un chelín—. Toma.
Alf se lo arrebató y los dos se marcharon disparados, gracias a Dios.
No obstante, ella volvía a estar en la casilla de salida y Eileen estaba más convencida que nunca de que Mike seguía vivo.
—La gente no se volatiliza.
«Sí que lo hace», pensó Polly.
—Puede que Mike haya vuelto a Bletchley Park, para ver si Gerald regresó después de marcharse él, y no puede decírnoslo por lo de Ultra y todo eso. Así que ha tenido que simular su muerte. —Aquello no tenía ningún sentido—. No quería, pero era la única manera de poder sacarte antes de tu fecha límite.
«Esta es la cuestión —pensó Polly—. Si admite que Mike está muerto, entonces debe admitir también que no han sido capaces de sacarlo antes de que muriera, lo que la obliga a admitir asimismo que no serán capaces de sacarme a mí tampoco.»
Aquello tenía que acabarse.
Polly dudaba si volver a escribirle al pastor, pero no tuvo que hacerlo, porque se acercó al mostrador con su alzacuellos justo antes de la hora de cerrar.
—¿Señorita Sebastian? —le dijo—. Soy el señor Goode. Creo que nos vimos brevemente en Backbury el pasado otoño. Siento no haber podido venir antes. Su carta tardó dos días en llegarme y he tenido dificultades para conseguir un permiso…
—¡Muchísimas gracias por haber venido! —dijo Polly, sonriéndole—. No sé cómo decirle lo mucho que significará esto para Eileen.
—¿Estaban la señorita O’Reilly y el señor Davis…? —Se cortó.
—¿Unidos sentimentalmente? No. Mike era como un hermano para nosotros y Eileen no acepta su muerte. —Echó un vistazo al reloj. Era casi la hora de cerrar y no quería que Eileen viera al pastor antes de haber tenido tiempo de explicarle la situación—. Si me permite un momento, iré a preguntarle a la supervisora si puedo irme un poquito antes —le dijo, y se marchó corriendo a hablar con la señorita Snelgrove, a la que no pudo encontrar por ninguna parte.
—Ha subido a la sexta —le dijo Sarah, y sonó la campana que anunciaba el fin de la jornada laboral.
Polly volvió corriendo al mostrador, pero demasiado tarde. Eileen ya estaba allí.
—¡Lamenté tanto su pérdida, señorita O’Reilly! —le estaba diciendo el señor Goode.
Eileen se envaró.
«¡Oh, no! —pensó Polly—. Va a querer escucharlo a él tan poco como a los demás.»
—Siento no haber venido antes —decía el pastor.
Eileen la fulminó con la mirada.
«Sabe exactamente por qué lo he mandado llamar.»
—Tuvieron que reenviarme la carta que la señorita Sebastian me escribió y luego tuve que solicitar un permiso…
—¿Un permiso? —preguntó Eileen.
—Sí. No se lo había dicho pero me he alistado como capellán castrense en el Ejército de Su Majestad.
Eileen se puso mortalmente pálida.
«¡Dios mío! No he hecho más que empeorar las cosas», pensó Polly.
—No podía quedarme en Backbury —prosiguió el pastor—, preparando sermones y presidiendo reuniones de comité cuando tantos otros están haciendo sacrificios. Como usted, afrontando el peligro todos los días, aquí, en Londres. Me pareció que yo también debía aportar mi granito de arena.
—Pero no puede —dijo Eileen, echándose a llorar—. Lo matarán como mataron a Mike.