El tiempo presente y el tiempo pasado…

El tiempo presente y el tiempo pasado

tal vez estén presentes en el tiempo futuro

y el tiempo futuro contenido en el tiempo pasado.

T. S. ELIOT,

Cuatro cuartetos

Croydon, octubre de 1944

Mary bajó la ventanilla de la ambulancia y se asomó, aguzando el oído. Estaba segura de haber oído el petardeo de un V-1.

—¿Una bomba voladora? —preguntó Fairchild—. Yo no oigo nada.

—Sssh —le ordenó Mary, pero tampoco ella oía nada. ¿Habría sido otra moto o…?

Una tremenda explosión sacudió la ambulancia aparcada.

—¡Dios mío! —dijo Fairchild—. Ha caído muy cerca. —Puso en marcha el motor y accionó las campanas de la ambulancia—. ¿Te parece que habrá caído en el puesto de ambulancias?

—No. Ha sido más cerca.

Así era. El cohete había caído en la calle por la que habían pasado hacía pocos minutos, destrozando tiendas y almacenes. En el extremo más próximo seguía siendo reconocible una inmobiliaria y, en el más alejado, la marquesina de un cine había quedado torcida de lado.

Había incendios entre los escombros.

«Bien —pensó Mary—. Al menos tenemos luz para ver.» Deseó haberse puesto el mono y las botas en lugar de la falda del uniforme, porque parecía que ellas dos eran las primeras en llegar y tendrían que encaramarse a los cascotes para buscar a las víctimas.

Fairchild acercó cuanto pudo la ambulancia a las ruinas y se apearon.

—Por lo menos tenemos vendas de sobra —dijo—. Voy a buscar un teléfono para llamar al puesto.

—Bien, aunque imagino que desde allí habrán oído la explosión. —Mary se puso el casco y se lo ató—. Voy a ver si hay víctimas en el cine.

—No hay pases los miércoles —dijo Fairchild—. Lo sé porque Reed y yo vinimos a ver Niebla en el pasado el miércoles y estaba cerrado. Y ninguna de esas tiendas seguiría abierta a esta hora de la noche, así que a lo mejor no hay ningún herido. —Se marchó corriendo a buscar una cabina telefónica y Mary se puso las botas de goma y empezó a buscar entre los escombros, esperando que su compañera tuviera razón. A mitad de la calle le pareció oír una voz. Se paró, aguzando el oído, pero no oyó más que a Fairchild, que volvía corriendo, desplazando ladrillos y pedazos de cemento.

—Lo he notificado a Croydon —le dijo—. ¿Has encontrado algún…?

—Sssh. Me ha parecido oír algo.

Escucharon las dos.

—¡Jeppers! —Mary oyó una voz de hombre llamando desde algún punto del otro extremo de la zona destruida.

—Eso venía de ahí —dijo Fairchild, señalando, y echó a andar entre los cascotes.

Mary la siguió, deteniéndose cada pocos pasos para ver por dónde iba. Se había equivocado. Los incendios iluminaban lo suficiente para ver algo, pero no lo bastante para distinguir los obstáculos ni otra cosa aparte de siluetas. Además, el parpadeo de las llamas daba la impresión de movimiento allí donde no lo había.

A mitad de camino, le pareció oír otra vez al hombre. Se quedó quieta, escuchando, y luego gritó:

—¿Dónde está?

—Por aquí. —La voz era tan débil que apenas la oía.

—Siga hablando.

—Por… —Se puso a toser.

Mary oyó la tos.

—¡Fairchild! ¡Está por aquí! —Avanzó hacia el sonido, abriéndose paso entre los pedazos de ladrillo y de madera astillada.

La tos cesó.

—¿Dónde está? —volvió a preguntar.

—¡Está aquí! —la llamó Fairchild desde varios metros de distancia. Luego, mientras Mary trepaba para acercarse, añadió—: Lo he encontrado. —Estaba inclinada sobre una forma oscura, pero se irguió en cuanto Mary llegó a su lado—. Está muerto.

—¿Estás segura?

Estaba tan oscuro que Fairchild podía estar equivocada. Se agachó junto al cuerpo, pero no era un cuerpo entero sino medio. El hombre había quedado seccionado en dos. Por tanto, no podía ser el que tosía.

—Hay otro por alguna parte —le dijo a Fairchild—. Tú busca por ahí y yo lo haré por esta zona. —Volvió al punto de origen, gritando—: ¿Dónde está? Si nos oye, haga ruido. —Y se detuvo para intentar escuchar el más mínimo sonido antes de seguir andando.

Pasó con cuidado por encima de una ventana rota. Había un objeto negro alargado junto a ella.

«¿Qué es eso? —se preguntó—. ¿Un piano? —No, era mucho más largo y había papel enrollado en él y desparramado a su alrededor—. Es una rotativa —pensó—. Esto seguramente era la redacción de un periódico. —Vio un brazo—. Esperemos que no sea solo un brazo —se dijo, acercándose—, o que el resto del cuerpo no esté debajo de esa rotativa.»

El hombre no estaba debajo sino tendido al lado. Si Mary no lo había visto antes era porque estaba cubierto de periódicos, con la cara tremendamente pálida y llena de sangre, tan negra a la luz anaranjada de los incendios que apenas parecía sangre.

«También está muerto», pensó, agachándose a su lado.

Sin embargo, su pecho subía y bajaba y, cuando se acercó más, vio que no estaba tan pálido en realidad, sino empolvado de yeso.

—¿Está usted bien? —le preguntó.

El hombre no contestó.

—No se preocupe. Lo sacaremos enseguida de aquí. ¡Fairchild! —llamó en la oscuridad—. ¡Aquí!

Intentó determinar de dónde procedía la sangre. ¡Ojalá hubiera tenido la linterna! Apenas veía a la luz rojiza de los incendios, pero empapaba el abrigo y los periódicos que cubrían al hombre.

—¡Necesito luz! —gritó, y se puso a apartar ejemplares, buscando la herida. Le desabrochó el abrigo. No tenía sangre en la camisa.

«Es la sangre de otra persona», pensó, y luego se acordó de la rotativa. Tocó las manchas negras del abrigo y se llevó los dedos a la nariz. Eran de tinta. Seguramente el V-1 la había esparcido, pero, aunque no fuera sangre, sin embargo, aquel hombre estaba grave. «Puede que la explosión lo haya dejado solo inconsciente», se dijo, esperanzada, pero cuando terminó de apartar los periódicos vio que estaba enterrado de cintura para abajo. Se puso a apartar ladrillos y yeso con ambas manos. El hombre tenía la pierna izquierda cubierta de sangre, y esta vez no era tinta. Con toda aquella sangre y en la oscuridad le costaba ver la gravedad de la lesión, pero la mitad superior de la pierna parecía muy dañada y el pie seccionado. Mary se sacó un pañuelo del bolsillo y se lo ató justo por debajo de la rodilla. Recogió un trozo de madera, lo metió en el nudo y apretó el torniquete.

—¿Está vivo? —le preguntó Fairchild, saliendo de la oscuridad y arrodillándose a su lado para mirarle la cara.

—Si —repuso Mary, intentando determinar si la hemorragia de la pierna se había detenido—. ¿Traes la linterna?

—No. Iré a buscar una. ¿Está muy mal?

—Está inconsciente, tiene una pierna herida y ha perdido un pie.

El hombre murmuró algo.

—¿Qué ha dicho? —le preguntó Mary, inclinándose sobre él y acercándole una oreja a los labios.

—No estaba… —dijo el herido, con una voz ronca y rasposa.

«Por el polvo de yeso», pensó ella.

—Hecho… —se le cerraron los párpados.

«Está muy mal.»

—Se pondrá bien —le dijo, palmeándole el pecho—. Lo sacaré de aquí, se lo prometo. Le he hecho un torniquete —le dijo a Fairchild—. ¿Ya han llegado de Croydon?

—No —repuso Fairchild, mirando hacia donde estaba aparcada su ambulancia—. Me ha parecido oír un motor hace un momento, pero me habré equivocado.

—Tendremos que trasladarlo nosotras hasta la ambulancia —dijo Mary—. Ve a buscar la camilla.

Fairchild asintió y se fue corriendo.

—¡No olvides la linterna! —le gritó Mary, y se puso a desenterrar la otra pierna del herido, apartando ladrillos y un cajón de tipos metálicos tremendamente pesado.

—No se preocupe. Lo sacaremos de aquí dentro de nada.

Pareció estremecerse al oír su voz.

—No —murmuró—. ¡Oh, no, no…!

—No tenga miedo. Se podrá bien.

—No —sacudió la cabeza, negado débilmente—. ¡Lo siento tanto!

—Todo va bien. —«Pobre hombre»—. No es culpa suya. Lo ha herido una bomba voladora —le dijo, Pero sus palabras no hicieron mella en él.

—No tenías que estar aquí… —dijo, con aquella voz ronca cargada de angustia.

—Sssh —no intente hablar.

—Creía que podría… no supuse que estarías aquí…

—No se mueva. Tengo que echarle un vistazo a la pierna. —Siguió descubriéndole la otra pierna y el pie que, gracias a Dios, seguía en su sitio, pero le sangraba mucho y no tenía otro pañuelo para hacer un segundo torniquete. Ejerció presión sobre la herida con ambas manos—. ¡Fairchild! —llamó—. ¡Paige! ¡Necesito el botiquín!

—Dulwich… —murmuró el hombre. Seguramente preguntaba dónde lo llevarían.

—Lo llevaremos a Norbury —le dijo—. Llegaremos antes. No se preocupe por eso. Es cosa nuestra.

—¡No puedo sacar la camilla! —le dijo Fairchild gritando desde la ambulancia—. ¡Está atascada!

—¡Déjala! ¡Trae solo el botiquín!

—¿Qué? —preguntó Fairchild—. ¡No te oigo, Mary!

El hombre emitió un sonido en parte gemido y en parte jadeo.

—¿Mary? —susurró.

—Sí —dijo ella—. Estoy aquí. —Ejerció tanta presión como pudo. Aquello no servía de nada. La sangre escapaba a borbotones entre sus dedos. Tenía que hacerle sin falta un torniquete—. ¡Paige! —gritó—. ¡Trae el botiquín! ¡Corre!

—Mary —dijo el hombre, insistente—. No te vayas.

—No me voy. Estoy aquí —lo tranquilizó.

Llevaba corbata. Si conseguía quitársela podría usarla para el torniquete. Le abrió el abrigo y se dispuso a aflojarle el nudo.

—Algo va mal… —dijo, y el resto de la frase se perdió entre toses.

El nudo se resistía y Mary clavó las uñas en la tela, intentando aflojarlo.

—No… —dijo él, afligido.

—Tengo que desatarle la corbata. Voy a hacerle un torniquete para detener la hemorragia de la pierna.

«¿Dónde está Fairchild? ¿Y la ambulancia de Croydon?»

Por fin el nudo cedió y Mary le aflojó rápidamente la corbata.

—Te sacaré de aquí —murmuró el hombre, repitiendo lo mismo que había dicho ella—. Lo prometo.

Mary le quitó la corbata y le agarró el tobillo.

—Mary —dijo él con impaciencia, se atragantó y tosió de nuevo—. No te vayas…

—No voy a ninguna parte. Solo quiero mantener ese pie en alto. No lo dejaré aquí. Se lo prometo.

—No —dijo él, agarrándole la muñeca—. ¡No puedes irte!

—No lo haré. Lo prometo.

—¡No! —insistió, furioso—. No te vayas. Eso no… —Y el mundo se volvió blanco y luego negro y los roció de tinta, de sangre.

Mary se inclinó sobre él para cubrirlo, pero era demasiado tarde. Ya se había ido.