Dios os dé paz y alegría, caballeros, que nada os desaliente.
Mensaje de Navidad en las ruinas
de la iglesia de All Hallows Barking,
en el cual alguien había subrayado
la palabra «nada» con carbonilla
Catedral de San Pablo, 30 de diciembre de 1940
Polly se quedó sentada en la escalinata de San Pablo, mirando a Mike, quien, de pie ante ella, parecía tan cansado como ella se sentía. Iba en mangas de camisa y llevaba un brazo vendado. Se preguntó qué habría sido de su gabardina.
—¿Bartholomew se ha ido? —preguntó incrédulo, mirándolas a ambas—. A lo mejor todavía podemos alcanzarlo. No habrá llegado lejos con este desastre. Si podemos enterarnos de por dónde se ha ido…
Polly negó con un gesto.
—Ha tomado el metro.
—¿En Blackfriars? A lo mejor todavía no ha llegado a la estación. Si nos damos prisa…
—En San Pablo.
—¿En San Pablo? ¿Estás diciéndome que el portal está aquí, en la catedral?
—No. Ha salido desde la estación de San Pablo.
—Pero ¿anoche no…?
—Está intacta y funcionando desde esta mañana —dijo Eileen.
—Apuesto a que nosotros dos lo alcanzamos —dijo Alf, y Binnie asintió.
—Somos muy rápidos. —Se levantaron, dispuestos a salir corriendo tras él.
Mike los miró y luego miró a Polly.
—¿Crees que…?
Ella negó con la cabeza.
—Se había ido hacía casi una hora cuando hemos llegado.
—¿Les habéis preguntado a los vigilantes si Bartholomew ha dicho adónde iba? —preguntó Mike—. Quiero decir… No dónde iba realmente, pero puede haberles dicho dónde está…
—Sí —repuso Polly, cortándolo antes de que dijera «su portal» y mirando significativamente a Binnie y Alf, que eran todo oídos—. Les dijo que su tío de Gales le había mandado llamar.
—¿Les has preguntado que más dijo? Puede que dijera algo acerca de dónde iba realmente…
«En realidad iba a Oxford.»
—Mike…
—¿Les has preguntado qué metro iba a tomar? Al menos sabríamos en qué dirección iba.
«No, no lo sabríamos.» San Pablo quedaba a solo dos paradas de un nodo de acceso a todas las líneas de metro.
—Mike, es inútil. Se ha marchado —dijo Polly, pero él ya estaba subiendo la escalinata para entrar en la catedral.
Polly se levantó y entró detrás de él. Iba hacia el transepto y sus pasos resonaban en la nave desierta.
Le gritó:
—La mitad de los vigilantes de incendios ya se han marchado a casa y la otra mitad se ha ido a dormir. ¡Mike! —corrió tras él.
Era igual que la noche anterior: corría sin parar detrás de un hombre al que no conseguía alcanzar. De repente, le dieron ganas de llorar. Dejó de correr y retrocedió andando por la nave llena de humo, entre los papeles chamuscados esparcidos por todas partes y las hojas parroquiales que habían danzado por el aire hacía unas horas y que ahora estaban en el suelo. Seguía habiendo un charco de agua allí donde había sofocado el fuego de las postales y, a su lado, la lámina de La luz del mundo. Se agachó a recogerla. El lado izquierdo de la imagen, donde debería haber estado la puerta, estaba ennegrecido. Cuando lo tocó, se deshizo en polvillo que cayó, de manera que la mano de Cristo quedó en alto, intentando llamar a ninguna parte.
Estuvo mirando la lámina un buen rato y luego la dejó con cuidado en la mesa, salió y volvió a sentarse en el escalón, al lado de Eileen y los niños.
Mike no tardó en salir también y sentarse con ellas.
—Bartholomew no le ha dicho nada a nadie —les explicó—. Simplemente se ha marchado. Lo siento muchísimo, Polly.
—No es culpa tuya —le dijo ella—. Intentaste…
—Le ruego que me perdone —dijo el hombre al que había visto antes hablando con Mike, cuando se apeaba del taxi. Estaba al pie de la escalinata, mirando a Mike suplicante—. ¿Qué le parece? ¿Debería irme a casa o esperar aquí?
—Su lugar de trabajo fue destruido anoche —les explicó Mike a las chicas.
—¿Qué voy a hacer ahora? —insistió el hombre.
«No tengo ni idea», pensó Polly.
—Quédese aquí —repuso Mike, categórico—. Los propietarios del negocio seguramente aparecerán tarde o temprano.
«Pero ¿y si cuando lleguen ya es demasiado tarde?», pensó Polly.
—Gracias —dijo el hombre—. Me ha sido usted de gran ayuda.
Lo observaron bajar y cruzar la explanada llena de charcos.
—¡De gran ayuda! —repitió Mike con amargura—. Por mi culpa no hemos encontrado a Bartholomew. Si os hubiera preguntado por él y por San Pablo en lugar de dar por sentado que había estado aquí al final del Blitz, o si hubiera previsto la caída de esa condenada pared…
—¿Qué pared? —le preguntó Eileen.
Les contó que había sufrido una conmoción y se había despertado en St. Bart.
—¿Estabas allí? —le preguntó Eileen, incrédula—. ¿En St. Bart?
«Todos estábamos en St. Bart anoche», pensó Polly.
Era posible que el vigilante de incendios herido hubiera estado en la cama contigua a la del inconsciente Mike. Mike podía haber estado a pocos centímetros del señor Bartholomew, como había estado ella en los corredores de San Pablo, al otro lado de aquel muro. Habían estado muy cerca, pero todo se había confabulado contra ellos, desde la negativa de Theodore a marcharse del teatro hasta las calles bloqueadas que les habían impedido llegar a la catedral antes de que Bartholomew se marchara aquella mañana. Era como si el continuo espacio-tiempo hubiera tramado un complicado plan para impedir que se encontraran con John Bartholomew, del mismo modo que en otoño había impedido que ella y Eileen se encontraran.
«En toda ocasión se confabula contra nosotros», pensó.
—No ha sido culpa tuya sino mía —decía Eileen—. Si hubiera prestado atención en la conferencia del señor Bartholomew, habría sabido que seguía aquí y lo habríamos encontrado hace semanas. Ahora es demasiado tarde…
—¿Por qué no vais a Gales a buscarlo? —preguntó Alf.
—Porque no saben en qué lugar de Gales está —le dijo Binnie—. Ya lo has oído. —Señaló a Mike—. En realidad no se ha ido allí. Solo ha dicho que iba.
Polly se alegró de haberle impedido a Mike decir más de lo que había dicho. Estaba claro que los niños habían escuchado cada palabra y estaba casi segura de que eran los mismos ladrones que habían robado la cesta de picnic aquella noche en Holborn, aunque no se lo hubiera comentado a Eileen.
—Bueno. Si no está en Gales, ¿dónde ha ido? —preguntó Alf.
—No lo sabemos —dijo Polly—. No nos lo dijo.
—Apuesto a que yo lo encuentro.
—¿Cómo? —dijo Binnie—. Ni siquiera sabes qué aspecto tiene, cabeza de chorlito.
—¡No soy un cabeza de chorlito! ¡Retíralo! —Alf se abalanzó hacia Binnie, que corrió escaleras abajo y cruzó la explanada con su hermano pisándole los talones.
Eileen seguía culpándose.
—Tendría que haberle dicho al oficial de incidente que no podía llevar la ambulancia a St. Bart.
«Y yo no debería haberme marchado corriendo de St. Bart antes de enterarme del nombre del vigilante de incendios y de quién lo había llevado al hospital», pensó Polly. Así se habría enterado de lo que el señor Humphreys le había dicho hacía apenas unos minutos: que había ayudado a Bartholomew a cargar al herido en la ambulancia y luego había vuelto a subir a los tejados. Así podría haberle dicho al señor Humphreys que le dijera al señor Bartholomew que no se fuera hasta que ellos llegaran.
—No es culpa de nadie —dijo.
Hubieran hecho lo que hubieran hecho no lo habrían encontrado, porque de hecho todo había sucedido ya y, a su regreso a Oxford, Bartholomew no llevaba ningún mensaje suyo. Aquel había sido un plan condenado al fracaso desde el principio. Todo había sido inútil, tanto los intentos de contactar con el equipo de recuperación de Mike como la búsqueda de Gerald.
Se abrió la puerta que tenían detrás y salió el señor Humphreys llevando una bandeja con una tetera y tazas.
—Su amigo el señor Davis me ha dicho que seguían ustedes aquí fuera —le dijo a Polly, ofreciéndoles a ella y a los demás tazas y platillos—. Así que me ha parecido que les sentaría bien un té. Es una mañana muy fría.
Les sirvió té y luego bajó los escalones hasta el hombre que le había preguntado a Mike qué debía hacer y hasta Alf y Binnie, que jugaban entre los todavía humeantes escombros. Les dio galletas y volvió.
—Lamento mucho que no hayan podido encontrarse con su amigo, señorita Sebastian —dijo—. Le preguntaré al deán Matthews si tiene alguna dirección en la que puedan localizar al señor Bartholomew. ¿Necesitan ayuda para volver a casa?
«Sí —pensó ella—, pero usted no puede ayudarnos.»
Negó con un gesto.
—Si necesitan dinero para el autobús o…
—No —dijo Polly—. Tenemos un vehículo.
—Bien. Tómense el té —les ordeno—. Se sentirán mejor.
«Nada nos hará sentir mejor», pensó, pero se lo tomó. Estaba caliente y dulce. El señor Humphreys seguramente lo había endulzado con su ración entera de azúcar del mes.
Apuró el té, sintiéndose repentinamente avergonzada de sí misma. No era la única que había pasado una noche de perros, ni la única que se enfrentaba a un futuro amedrentador. Además, el panorama no era tan sombrío. El hecho de no haber encontrado a Bartholomew significaba que el señor Dunworthy no los había traicionado, que Colin no le había mentido, y que sus actos, y los de Mike y Eileen, no habían tenido incidencia alguna en los acontecimientos. La noche anterior había transcurrido todo como era debido. San Pablo seguía en pie y el resto de la City no. La historia no se había desviado de su rumbo.
Llevaba dos meses aterrorizada por la posibilidad de encontrar la prueba de que habían alterado el curso de la guerra, pero en aquel momento casi deseó que los historiadores fueran capaces de alterar los acontecimientos; de cambiar aquello y que el Guildhall y la Sala capitular y todas aquella iglesias tan hermosas de Christopher Wren no estuvieran destruidas; de evitar todos los horrores que quedaban por venir: Dresde y Auschwitz e Hiroshima; Jerusalén y la Pandemia y la bomba de precisión que arrasó San Pablo. Que fueran capaces de reparar la carnicería.
Pero ¿de qué serviría? La noche anterior, los tres habían intentado encontrar a un solo hombre y entregar un único mensaje, sin éxito. ¿Qué le hacía pensar que podrían enmendar la historia, incluso en el caso de que supieran cómo hacerlo? Y no lo sabían. El continuo espacio-tiempo era demasiado complejo, demasiado caótico para tener la seguridad de que un intento de evitar un desastre no provocaría un desastre peor.
Y, por espantosa que hubiera sido la Segunda Guerra Mundial, al menos los aliados la habían ganado. Le habían parado los pies a Hitler, lo que había sido bueno sin duda alguna, pero a qué terrible precio: millones de muertos, ciudades en ruinas, vidas destrozadas.
«Incluidas la mía, la de Eileen y la de Mike», pensó.
Miró a sus compañeros, sentados en los escalones, encogidos. Eileen, helada y al borde de las lágrimas; Mike, con el brazo vendado y un disparo en el pie. Parecían agotados. Polly sintió un ramalazo de amor por ambos. Habían hecho todo aquello, habían arriesgado literalmente la vida y se habían metido en aquel lío debido a que ella tenía una fecha límite, y ambos se habrían sacrificado si con eso hubieran podido devolverla sana y salva a casa. Así que lo menos que podía hacer era no derrumbarse. El señor Humphreys había conseguido rehacerse, y Londres también. Un día después de ver cómo media ciudad se quemaba a su alrededor, los londinenses no se habían quedado sentados autocompadeciéndose. En lugar de eso, se habían puesto a apagar los incendios que seguían activos y a rescatar gente de las ruinas. Habían reparado las tuberías de agua y las vías de tren y las líneas telefónicas. Habían ido a trabajar, aunque su lugar de trabajo ya no existiera y barrido los cristales. Habían seguido adelante. Y, si ellos habían podido, ella también lo haría.
«De nuevo en la brecha», pensó. Se levantó y se sacudió el hollín del abrigo.
—Tenemos que irnos —dijo.
Recogió las tazas y los platos, los llevó dentro y los dejó en la mesa, al lado de la lámina chamuscada de La luz del mundo. Antes de salir volvió a echar un vistazo al farol alzado hacia la nada, a la oscuridad envolvente, a la ropa de Cristo sucia de hollín del chamuscado borde. Esperaba que su rostro fuera de derrota, como los de Eileen y Mike, pero no. Era un rostro dulce y preocupado, como el de Humphreys.
Sacó seis peniques del bolso, los dejó en la mesa, dobló la lámina en cuatro, se la metió en el bolsillo y salió.
—Tenemos que irnos —les repitió a Mike y Eileen—. Llegaremos tarde al trabajo. Además, tenemos que devolver la ambulancia a St. Bart.
—Y recuperar mi gabardina —dijo Mike—. Y el abrigo de Eileen.
—Antes debo acompañar a casa a los niños —dijo esta última—. ¡Alf! ¡Binnie! —los llamó. Seguían correteando entre las ruinas, escarbando entre los maderos humeantes con palos y saltando hacia atrás cuando se desmoronaban convertidos en brasas candentes—. Vamos. Os llevaré a casa.
—¿A casa? —preguntó Binnie.
Los niños se miraron y luego la miraron a ella.
—No necesitamos que nadie nos acompañe —dijo Alf—. Podemos ir solos.
—No. Es posible que el metro no llegue a Whitechapel y vuestra madre estará mortalmente preocupada —dijo Eileen—. Quiero decirle dónde habéis estado toda la noche y lo mucho que me habéis ayudado.
Bajó los escalones hacia ellos. Alf y Binnie intercambiaron otra mirada, soltaron los palos y se alejaron corriendo tan rápido como podían.
—¡Alf! ¡Binnie! ¡Esperad! —los llamó Eileen, yendo tras ellos, seguida de Polly y Mike; pero ya se habían esfumado entre las ruinas humeantes del otro lado de Paternoster Row.
—Nunca los atraparemos en medio de este caos —dijo Mike, y Eileen asintió a su pesar.
—¿Crees que estarán bien? —preguntó Polly.
—Sí. Son expertos en cuidar de sí mismos —dijo Eileen, con el ceño fruncido—. Pero me gustaría saber por qué…
—Seguramente tienen miedo de tener que ir a la escuela si los llevas a casa —sugirió Mike. Y, cuando montaron en la ambulancia, miró el indicador de la gasolina y dijo—: De todos modos no podríamos haberlos acompañado. No habríamos tenido combustible suficiente para ir a Whitechapel y volver. Tendremos suerte si nos basta para llegar a St. Bart.
—Eso si encontramos el hospital —dijo Eileen, poniendo en marcha el motor—. Alf era mi copiloto, ¿os acordáis?
Polly asintió, pensando en las calles bloqueadas y las barricadas.
—Creo que conseguiré que lleguemos —dijo Mike.
Y así fue.
El abrigo de Eileen seguía en la barandilla, allí donde lo había dejado, pero el de Mike no aparecía y no quiso preguntar por él al personal.
—Me he ido sin el alta —les explicó—, y son capaces de intentar que ingrese otra vez en el hospital.
—¿No habías dicho que era una quemadura sin importancia? —le dijo Polly.
—Sí. No es nada. Pero no por eso van a dejar que me vaya y no puedo quedarme aquí encerrado sin hacer nada, como todas las semanas que pasé en Orpington. No me hace falta el abrigo.
—Pero es invierno —arguyó Eileen—. Vas a pillar un resfriado de…
—Voy a buscarlo —dijo Polly, tomando la iniciativa—. Eileen, lleva dentro la ambulancia. Mike, espéranos en la entrada.
Mike asintió y se alejó cojeando hacia la puerta.
—No me arrestarán por haberme llevado la ambulancia, ¿verdad? —dijo Eileen.
—Teniendo en cuenta lo manchado que llevas de sangre el abrigo, no. Pero, si lo hacen, te ayudaré a escapar —le dijo Polly, y se marchó hacia la sala donde había estado ingresado Mike para buscar su gabardina.
La enfermera creía que probablemente se la habían cortado al ingresar.
—Compruébelo en urgencias.
Tampoco estaba allí, ni la tenía la jefa de enfermeras.
Polly fue hasta la entrada para decírselo a Mike y lo encontró con Eileen.
—¿No te han arrestado? —le preguntó a esta última.
—No. Han sido muy amables. ¿Has encontrado la gabardina de Mike?
—No, lo siento. Tendré que pedirle a la señora Wyvern que te consiga otra. Toma. —Le dio la bufanda color calabaza que le había regalado la señorita Hibbard—. Ponte esto hasta que tengas abrigo. —Le abrigó el cuello como si fuera un niño y se marcharon los tres a la estación de metro.
Estaba abierta, pero Hammersmith Line estaba fuera de servicio y Circle Line solo llegaba hasta Cannon Street.
—Entonces puede que aún tengamos una posibilidad de alcanzar a Bartholomew —dijo Mike—. Si el metro que debía tomar ha sido bombardeado o no pasa, a lo mejor todavía no se ha ido. Puede que siga en Londres.
—Mike —dijo Polly con impaciencia—, se fue hace dos horas…
—Vosotras dos id a trabajar. Si lo pillo, iré a buscaros a Townsend Brothers —insistió él, y se marchó antes de que pudieran impedírselo.
—¿Crees que hay alguna posibilidad…? —le preguntó Eileen a Polly.
—No —repuso esta.
Sin embargo, ellas dos tardaron una hora y media en llegar a Townsend Brothers.
—¡Gracias a Dios que están aquí! —exclamó la señorita Snelgrove—. Ni Doreen ni Sarah lo han conseguido y la campaña de Año Nuevo empieza pasado mañana… ¡Santa Madre de Dios! ¡Está herida! —le dijo a Eileen, y le ordenó a Polly que pidiera una ambulancia.
—No es sangre mía —le explicó Eileen, mirándose el abrigo—. ¿Sabe usted por casualidad con qué podría eliminar las manchas de sangre?
—Con benceno —dijo inmediatamente la señorita Snelgrove—, aunque me parece que han atravesado el tejido hasta el forro.
Mandó a Eileen arriba, a droguería, a por una botella de benceno, puso a Polly a hacer rótulos para la campaña de Año Nuevo y se fue a sustituir a Sarah.
Polly se pasó el resto de la jornada escribiendo «Rebajas especiales de Año Nuevo», preocupada porque Mike no aparecía y por la quemadura de su brazo y por lo que iban a hacer los tres al cabo de dos días. Porque, a partir del primero de enero, no sabrían ya dónde ni cuándo caerían las bombas ni dónde estarían a salvo, aparte de en Townsend Brothers y en Notting Hill Gate. Suponía que las pensiones de la señorita Rickett y la de Mike también serían seguras, a pesar de que Badri no le había dicho si la lista de direcciones prohibidas era válida hasta el final del Blitz o solo hasta la finalización de su misión. Pero el señor Dunworthy había insistido tanto en que se quedara en una estación de metro que no hubiera sido bombardeada nunca, que era improbable que le hubiera permitido alojarse en una pensión que lo hubiera sido. No obstante, no podía estar segura al ciento por ciento, así que sería mejor que pasaran las noches en Notting Hill Gate… y que consiguieran llegar a la estación antes de que empezaran las incursiones, lo que era prácticamente imposible: los días invernales eran cortos y las sirenas sonaban antes de las cinco. Además, a Mike su trabajo lo obligaba a desplazarse por todo Londres y había bombardeos diurnos que evitar también, y UXB, y minas con paracaídas.
A la hora de cierre, Mike seguía sin aparecer. ¿Dónde estaba? ¿Y si se le había infectado la quemadura o había pillado una neumonía? Aunque a esto último al menos podía ponerle remedio, de modo que, después del trabajo, ella y Eileen se fueron directamente a Notting Hill Gate para hablar con la señora Wyvern del abrigo.
No estaba.
—Ella y el rector colaboran en la campaña de recogida de fondos para las familias que se han quedado sin hogar debido a los bombardeos —les explicó la señorita Hibbard.
—¿Sabe dónde? —le preguntó Polly. Como no había habido incursiones esa noche, podría ir a buscarla; sin embargo, no le había dicho a la señorita Hibbard dónde estaría exactamente recaudando fondos. «Tendré que preguntárselo a la señorita Laburnum», pensó—. ¿Ha dicho cuándo volvería?
—Ha pillado un buen resfriado —repuso la señorita Hibbard—. Le he dicho que sería mejor que se quedara en casa. La estación de metro es fría y húmeda.
Lo era, y la escalera de incendios estaba incluso más helada. Cuando por fin llegó Mike, Polly y Eileen se quitaron los abrigos y se acurrucaron los tres debajo mientras él les contaba dónde había estado, que por lo visto había sido en todas las estaciones de metro londinenses. Sin suerte.
—Tendría que haber ido a la estación de San Pablo en cuanto he llegado a la catedral —dijo—. Si hubiera…
—Aun así no lo habrías alcanzado —le dijo Polly.
—Encontraré un modo de sacarte de aquí antes de tu fecha límite, Polly —aseguró Mike con vehemencia.
—¿Qué hay del equipo de recuperación? —preguntó Eileen—. A lo mejor aún puedes encontrarlo.
Polly cayó entonces en la cuenta: con la excitación de la noche anterior, no le habían contado lo sucedido.
—Fui a reunirme con los del equipo de recuperación, pero no se trataba de ellos en realidad sino de un tipo al que conocí en el hospital.
A Eileen se le notó la decepción en la cara.
—Pero todavía es posible que llegue. Puedo escribir otra vez al señor Goode y a la mansión. O podemos ir a comprobar el estado del portal de Polly otra vez. Tal vez vuelva a funcionar.
—Tienes razón —dijo Mike—. Haremos todo lo que sugieres y yo pensaré un modo de sacaros a las dos de aquí. Hasta que lo encuentre, sin embargo, debemos ocuparnos de seguir vivos. ¿Dónde serán los bombardeos de mañana?
—Mañana tampoco habrá ninguno —dijo Polly—. Pero me temo que tengo una mala noticia.
Les contó que no sabría dónde ni cuándo caerían las bombas a partir del uno de enero.
—Pero Notting Hill Gate es un lugar seguro, ¿no? —dijo Mike—. Y Townsend Brothers también, así que las dos estaréis a salvo durante el día.
—No —repuso Eileen—. Mi supervisora me ha dicho hoy que tienen intención de despedir a todas las eventuales contratadas en Navidad en cuanto termine la campaña de Año Nuevo.
—Y tenemos otro problema —dijo Polly—. Tarde o temprano, no sé cuándo, a Eileen y a mí nos van a movilizar.
—¿Os va a movilizar el Ejército?
—No necesariamente. Puede que para algún servicio de ámbito nacional como la ATS o en las granjas o para trabajar en una fábrica de la industria de guerra. Así lo estipula la Ley del Servicio Nacional. Todos los civiles británicos de edades comprendidas entre los veinte y los treinta años serán movilizados.
—¿No puedes conseguir un aplazamiento de Townsend Brothers o algo? —le preguntó Mike.
—No. Y si no nos presentamos voluntarias antes de que la orden entre en efecto, nos arriesgamos a que nos manden fuera de Londres.
—Lo que significa que será mejor que encontremos una manera de salir de aquí rápido —dijo Mike, frunciendo el ceño.
—¿No sabes cuándo será ningún bombardeo, Polly? —le preguntó nerviosa Eileen.
—Unos cuantos. Y algunas noches la Luftwaffe atacó otras ciudades.
—Además, no pueden atacar con mal tiempo —añadió Mike—, lo que será de bastante ayuda durante los próximos dos meses, y el Blitz acabará en mayo, ¿no?
—Sí, el once de mayo —dijo Polly. «Pero hasta entonces perderán la vida casi doscientos mil civiles.»
—Pues lo único que tenemos que hacer es pasar los próximos cuatro meses y medio —dijo Mike—. Después estaremos seguros hasta que llegue Denys Atherton.
«Seguros», pensó Polly.
—Y eso en el peor de los casos. Intentaremos encontrar un modo de volver a casa antes… —Se calló.
—¿Qué pasa, Polly? ¿Por qué me miras así?
—Por nada. ¿Qué es lo que huele tan mal?
—Mi abrigo —confesó Eileen—. Me temo que me he pasado un poquito con el benceno para limpiar la sangre.
—¿Un poquito? —dijo Mike, riendo.
Los efluvios eran tan fuertes que tuvieron que abandonar la escalera e ir a dormir a la estación, en la que hacía también mucho frío.
—Tenemos que conseguirle un abrigo a Mike —le dijo Eileen a Polly a la mañana siguiente, camino del trabajo—. A lo mejor hay alguno rebajado que podamos comprarle.
Pero no tuvieron tiempo de buscarlo con los preparativos para la campaña de Año Nuevo ni luego con la campaña en sí, a la que la gente respondió a pesar del tiempo espantoso que hacía. Durante los días siguientes hubo una niebla que calaba hasta los huesos y una llovizna constante.
—Eso nos conviene, ¿no? —preguntó Eileen mientras corrían para llegar a Oxford Circus después de trabajar—. Quiere decir que no habrá ningún bombardeo.
También quería decir que conseguirle un abrigo a Mike era más urgente que nunca y que el benceno olía más fuerte cuando el abrigo de Eileen se mojaba.
—La señorita Snelgrove dijo que el olor se iría atenuando —dijo—, pero no parece que sea así, ¿verdad?
—No —convino Polly.
Menos mal que estaba prohibido fumar en los refugios. Una cerilla encendida y habrían ardido.
—He estado pensando en lo que dijiste acerca de presentarnos voluntarias —dijo Eileen cuando entraron en el vagón—. A lo mejor puedo presentarme voluntaria para conducir una ambulancia de St. Bart. Cuando devolví la que me había llevado, el doctor Cross me dijo que, si no hubiera trasladado a esos heridos al hospital cuando lo hice, habrían muerto.
—¿Qué heridos?
Eileen le contó lo de la conductora de ambulancia herida y el teniente del Ejército.
«Gracias a Dios que Mike no está aquí para oír esto», pensó Polly. Lo último que necesitaba el pobre era volver a preocuparse por la posibilidad de haber alterado el curso de la guerra.
«No lo hemos alterado —se dijo—. Ganamos la guerra y el veintinueve todo sucedió exactamente como debía suceder.»
Pero cuando Mike y Eileen se durmieron, leyó un periódico que alguien había tirado para asegurarse. El Guildhall se había quemado tal como constaba en los registros históricos, al igual que St. Bride y St. Mary-le-Bow. Pero All Hallows by the Tower se había quemado también, cuando ella creía que solo había resultado parcialmente destruida. Además, en el Evening Standard leyó que los alemanes habían lanzado quince mil incendiarias en lugar de once mil.
«Aunque es muy posible que se trate de una errata —pensó, acurrucándose debajo del abrigo de Eileen—. Ganamos la guerra. Tanto Eileen como yo estuvimos en el Día de la Victoria.»
Aquellas discrepancias, sin embargo, la estuvieron acosando a lo largo de todo el día siguiente y, durante la pausa para el almuerzo, compró el Herald y el Daily Mail para hacer comprobaciones y luego subió al departamento de librería para decirle a Eileen que no le dijera nada a Mike acerca de su intención de conducir una ambulancia de St. Bart.
—Ni de lo que te dijo el doctor Cross. Le parecerá demasiado peligroso que condujeras una ambulancia.
—Lo fue —dijo Eileen, ausente, mucho más preocupada por conseguirle un abrigo a Mike—. Parece que esta noche va a nevar —dijo.
Una hora después, bajó para decirle a Polly que su supervisora la había dejado salir una hora antes para ir a la beneficencia. Le preguntó qué talla de abrigo usaba Mike y dijo:
—Intentaré conseguirte a ti un sombrero. Dile a la señora Rickett que no iré a cenar y tú no me esperes. Nos veremos en Notting Hill Gate. ¿Tienes ensayo esta noche?
—No estoy segura. La troupe todavía no se ha puesto de acuerdo sobre qué obra representar.
Y, cuando llegó, los encontró discutiendo si representar o no otra obra, puesto que, por culpa de la intermitencia de los bombardeos y del clima invernal, la gente se quedaba en casa en lugar de ir al refugio. Y lo mismo hacían algunos de la compañía. La señorita Laburnum se estaba recuperando todavía de su resfriado y ni sir Godfrey ni el señor Simms se habían presentado al ensayo.
—No podemos representar una obra sin actores —refunfuñó el señor Dorming—, ni sin público.
—Pero, si la representamos, eso animará a la gente a venir a Notting Hill Gate —dijo el rector—. Estaremos aportando nuestro granito de arena para que otros estén a salvo.
—A lo mejor en lugar de una obra de teatro podríamos leer textos teatrales —sugirió la señorita Hibbard—. Así no tendríamos que estar todos a la vez.
Mientras discutían las opciones, Polly pudo escabullirse hacia la escalera de incendios para comprobar si Eileen ya había llegado. A mitad de camino se encontró con Mike, que por lo visto acababa de llegar. Llevaba el pelo y la bufanda calabaza húmedos y parecía helado. Polly se alegró de que Eileen hubiera ido a conseguirle un abrigo y se lo contó.
—Ha dicho que nos reuniríamos aquí, pero no sé si habrá llegado ya. Ahora iba hacia la escalera para comprobarlo.
—Yo iré. Tú ve a la cantina y nos encontraremos en la escalera mecánica.
Eileen no estaba en la cola de la cantina. Polly volvió a District Line a esperar y se quedó de pie en el arco del andén sur, desde donde podría verlos a ella y a Mike pero esconderse en el túnel si alguien de la troupe bajaba por la escalera mecánica. No quería que se la llevaran a rastras del andén para debatir las ventajas de leer escenas de El pequeño ministro en lugar de escenas de La importancia de llamarse Ernesto. Sin embargo, solo vio bajar al señor Simms. Llevaba a su perro Nelson, que tenía miedo de los escalones deslizantes, en brazos.
No había ni mucho menos tanta gente en la estación como de costumbre, y muchos llevaban paraguas, no sacos de dormir y cestas de picnic. El resto de los asiduos del refugio seguramente habían decidido, como había dicho el señor Dorming, confiar en que con el mal tiempo no hubiera bombardeo. Esperaba que tuvieran razón, y que Eileen llegara pronto.
«Detesto no saber cuándo ni dónde caerán las bombas», pensó.
Mike volvió.
—¿Todavía no ha llegado Eileen?
—No. ¿Has oído aviones cuando venías hacia aquí?
—No. —Miró hacia la escalera mecánica—. ¿Dónde ha dicho que iría para…? Ahí está. —Señaló hacia la parte superior de la escalera. Detrás de dos hombres que acababan de tomarla, iba Eileen, de quien solo se veía la melena pelirroja.
Mike la saludó con una mano.
—Parece que lo ha conseguido. —Polly había visto que llevaba al brazo un abrigo de cheviot gris y un sombrero azul en la mano.
Mike volvió a saludarla.
Eileen los vio y les devolvió el saludo con el sombrero azul.
Polly se cubrió la boca con una mano.
—Por lo visto también ha conseguido un abrigo nuevo para ella —dijo Mike.
«Sí», pensó Polly, sintiéndose enferma.
Eileen adelantó a los dos hombres y bajó corriendo los escalones hacia ellos. Llevaba un abrigo verde que, a Polly no le cupo la menor duda, era el mismo que le había visto llevar en Trafalgar Square el Día de la Victoria.