Por la mañana habrá desaparecido.
Un bombero al ver San Pablo
rodeada de incendios
el 29 de diciembre de 1940
Hospital de St. Bartholomew, 30 de diciembre de 1940
Mike se despertó con un dolor de cabeza lacerante y, cuando intentó llevarse una mano a la frente, un dolor intenso le recorrió el brazo. Abrió los ojos. Lo llevaba vendado y estaba acostado en una cama blanca de hierro, en una sala débilmente iluminada. Volvió la cabeza para ver al paciente que dormía en la cama contigua. Era Fordham, con el brazo aún en cabestrillo.
—¡Oh, Dios mío! —murmuró, intentando sentarse—. ¿Cómo he llegado hasta aquí?
—Sssh —le susurró una bonita enfermera que no era la hermana Carmody, obligándolo a acostarse y tapándolo con las mantas—. No se mueva. Le han herido. Está en el hospital. Intente descansar.
—¿Cómo he llegado a Orpington? —le preguntó Mike.
—¿A Orpington? Ha recibido un golpe en la cabeza. Está en St. Bartholomew.
En St. Bartholomew. Bien. Seguía en Londres.
Seguramente se… Pero ¿qué hacía allí Fordham? Lo miró. No era Fordham. Era un adolescente.
—¿Qué hora es? —preguntó, mirando hacia las ventanas, que habían tapado con sacos de arena apilados.
—No se preocupe por eso ahora. ¿Quiere desayunar algo?
«¿Desayunar?» ¡Oh, Dios! Había estado inconsciente toda la noche.
—Tiene que descansar —le decía la enfermera—. Ha sufrido una conmoción.
—¿Una conmoción? —Notaba un doloroso latido sordo en el lado izquierdo del cráneo.
—Sí, se le ha caído encima una pared en llamas. —Le puso el termómetro—. Ha tenido muchísima suerte. Se ha quemado el brazo, pero podría haber sido mucho peor.
«¿Cómo que podría haber sido peor? —pensó Mike—. Se suponía que tenía que encontrar a John Bartholomew y en cambio he estado fuera de juego toda la noche.»
—Otros ocho bomberos han muerto en Fleet Street al derrumbarse un muro —dijo la mujer.
Mike intentó de nuevo sentarse.
—Tengo que ir…
La enfermera volvió a empujarlo.
—Usted no irá a ninguna parte —le dijo, igual que la hermana Carmody.
Lo asaltó una idea terrible. ¿Y si llevaba semanas allí, como en Orpington?
—¿Qué día es hoy?
—¿Qué día es? —dijo la mujer, con cara de preocupación—. Voy a buscar al médico. —Se metió el termómetro en el bolsillo y se alejó apresuradamente.
¡Oh, Dios! Llevaba allí semanas. Ya no llegaría al portal.
«No. Eileen y Polly no se habrán marchado sin mí —se dijo—. Habrán conseguido que John Bartholomew espere.» O habrían mandado un equipo de recuperación a buscarlo. Pero no tenían ni idea de dónde estaba. Aunque se les hubiera ocurrido buscar en los hospitales, la enfermera lo había tomado equivocadamente por un bombero.
—Le he oído preguntar qué día es —dijo el chico de la cama contigua—. Es lunes.
—No. Me refería a la fecha.
El chico lo miró igual que la enfermera.
—Treinta de diciembre.
Mike sintió una oleada de alivio.
—¿Qué hora es?
—No sé. Pronto. Todavía no han servido el desayuno.
Si en St. Bart seguían el mismo horario que en Orpington, servirían el desayuno al alba, lo que significaba que aún le quedaba tiempo pero no mucho. La enfermera volvería en cualquier momento.
Se sentó con cuidado, por si le daban náuseas. La cabeza le dolía mucho, pero no tanto como para no poder levantarse, y no tenía tiempo para esperar a que se le pasara el dolor. Bajó los pies al suelo.
—¿Qué hace? —le preguntó el chico, alarmado—. ¿Adónde va?
—A San Pablo.
—¿A San Pablo? No podrá ni acercarse. Nuestra brigada lo intentó. Solo pudimos llegar hasta Creed Lane.
—¿Eres bombero? —le preguntó Mike. Aquel chico no podía tener más de quince años.
—Sí. De la brigada antiincendios de Redcross Street —respondió con orgullo—. No podrá usted pasar. Tuvieron que dar un rodeo por Bishopsgate para traerme.
—Tengo que pasar. —Mike se puso de pie. La cabeza le daba vueltas—. ¿Viste dónde dejó mi ropa la enfermera?
—No puede vestirse y marcharse —protestó el chico—. Todavía no le han dado el alta.
—Me la doy yo. —Mike abrió uno tras otro los cajones de la mesilla de noche. Su ropa no estaba—. ¿Sabes lo que ha hecho la enfermera con mi ropa?
El chico cabeceó.
—Ya estaba usted aquí cuando me han traído —dijo—, y ya ha oído lo que ha dicho la enfermera. Tiene una conmoción. ¿Por qué no espera a que vuelva y…?
¿Para qué? ¿Para que le dijera que no se preocupara? ¿Para que le prometiera ir a preguntárselo a la jefa de enfermeras y tardara horas en volver? Podían no darle el alta hasta al cabo de varios días.
—Al menos espere hasta que lo haya visto un médico —dijo el chico, mirando la campanilla que había entre sus dos mesillas de noche.
Mike la cogió y la metió debajo de su almohada.
—¿Has visto dónde ha puesto la enfermera tu ropa?
—En ese armario —dijo, señalando hacia un mueble metálico—. Pero no creo que deba usted…
—Estoy bien —dijo Mike, cojeando hacia el mueble.
Su ropa estaba en el estante superior, pulcramente doblada encima de sus zapatos. Se puso los pantalones, sin quitar ojo a las puertas de la sala. La enfermera volvería con el médico en cualquier momento. Ahogó un gemido cuando metió el brazo vendado en la manga de la camisa.
—¿Cuál es la estación de metro más cercana?
—Cannon Street —dijo el chico—, pero dudo que pase el metro. Anoche bombardearon Waterloo y London Bridge.
—¿Y Blackfriars? —le preguntó Mike, abrochándose la camisa y remetiéndose los faldones—. ¿Esa fue alcanzada?
—No lo sé. La City está prácticamente destruida.
«Destruida.» Mike se calzó los zapatos sin ponerse los calcetines, que se metió junto con la corbata en los bolsillos de los pantalones.
—¿Viste lo que hicieron con mi abrigo?
—No. Mire… Usted no piensa con claridad…
No tenía tiempo para buscar el abrigo. Ya hacía bastante que la enfermera se había marchado. Se puso la chaqueta, gruñendo de dolor, se acercó a las puertas cojeando y entreabrió una. Había dos enfermeras al fondo del pasillo, hablando, pero nadie en la mesa de la jefa y, a un tercio del vestíbulo, se abría otro pasillo.
«No tengo aspecto de paciente —pensó, mirándose la bocamanga para asegurarse de que no le sobresalía el vendaje y alisándose el pelo—. No cojees.» —Abrió la puerta.
Las enfermeras le echaron un breve vistazo y siguieron hablando. Caminó rápidamente, pero sin apresurarse demasiado, intentando que no se notara que le dolía el pie herido al apoyarlo.
—Completamente agobiada de trabajo toda la noche con los pacientes del Guy y los bomberos y todo eso —oyó decir a una de las enfermeras—. Y luego, justo cuando los teníamos por fin a todos instalados, dos niños espantosos se han puesto a correr por las salas…
Llegó al pasillo lateral y tomó por él, rogando que no hubiera nadie y que lo sacara del hospital.
Así fue, pero fuera llovía. Caía una llovizna tan helada que dudó si no volver a entrar y buscar la gabardina, sobre todo porque estaba además en lo que parecía ser un patio trasero del hospital.
—No, doctor —oyó que decía alguien a su espalda.
Cruzó el patio, pasó entre los arbustos y se dirigió hacia la fachada delantera del hospital. Esperaba ver San Pablo desde allí y poder orientarse, pero una capa de humo y nubes se cernía por encima de los edificios en todas direcciones, ocultando cualquier posible punto de referencia, incluido el Támesis. Los incendios no mejoraban tampoco la situación. No se veía ni un alma. La única persona a la que vio era el ayudante con chaqueta roja que permanecía a las puertas del hospital, con las manos enguantadas a la espalda. Al menos no había un corrillo de médicos y enfermeras a su alrededor preguntándole si había visto salir a un paciente, lo que le pareció buena señal. No obstante, llegaría fácilmente él solito a esa conclusión si le preguntaba qué dirección tomar para llegar a San Pablo.
—¿Necesita que lo lleven? —dijo alguien a su espalda. Para su asombro, un taxi paró junto al bordillo y el taxista sacó la cabeza por la ventanilla—. ¿Adónde, amigo?
Mike dudaba si decirle que lo llevara en primer lugar a Blackfriars para recoger a Eileen. Eso si seguía allí. Le había dicho que lo esperara, pero si habían sonado las sirenas de cese de alerta, era posible que ya hubiera intentado llegar por su cuenta a San Pablo.
—¿Han sonado ya las sirenas? —le preguntó al taxista.
—Hace horas —repuso el hombre—. Y menos mal, porque si los boches hubieran seguido bombardeándonos toda la noche, dudo que este hospital siguiera en pie. Bueno pues, ¿adónde?
A San Pablo, decidió. Si no encontraba allí a Eileen, iría a buscarla a Blackfriars después de enterarse de dónde estaba el portal de Bartholomew. Aunque sería mejor que no le dijera al taxista dónde quería ir hasta que hubiera montado en el taxi. No quería que le contestara: «Lo siento, señor, pero no quiero meterme en ese fregado», y lo dejara plantado.
Se acomodó en el asiento trasero, cerró la puerta y esperó a que el conductor hubiera arrancado para inclinarse hacia él y decirle:
—Tengo que llegar a San Pablo.
—Es americano —dijo el taxista.
—Sí.
Ahora le preguntaría si Estados Unidos entraría o no en guerra, y Mike estaba demasiado cansado para pensar cuál habría sido la respuesta correcta en 1940.
—En tal caso le llevo donde le apetezca.
«Si puede», pensó Mike.
—¿A San Pablo, me ha dicho? Tardaremos un poco. La mayoría de las calles están bloqueadas esta mañana, pero tengo mis recursos. Me aseguraré de que llegue. Lo llevaré hasta la entrada principal. Apuéstese lo que quiera.
—Gracias —le dijo Mike. Inspiró profundamente.
«No son más que las seis y media —pensó—. Los vigilantes de incendios no terminan su turno hasta las siete y Polly ha tenido toda la noche para localizar a Bartholomew a pesar de no haberlo visto antes. Además, no habrá tenido más que decirle que nos esperara a Eileen y a mí.»
Apoyó la espalda en el respaldo, sujetándose el brazo, que le dolía muchísimo, al igual que la cabeza.
«Da igual. Me curarán en Oxford.»
—Quiere verla usted mismo, ¿eh? Asegurarse de que sigue en pie. No le culpo. Yo mismo pensé anoche que estaba condenada. Todo Londres parecía condenado. —Conducía por una sucesión de calles llenas de humo—. Tenía que llevar a un pasajero al hospital Guy, a un médico que intentaba llegar allí para ocuparse de las víctimas. Cuando llegamos a Embankment fue como si el cielo mismo estuviera ardiendo. Brillaba tanto que podías leer el periódico. Y ese color rojo… «El Guy ya es historia», le dije, y el hospital estaba en llamas cuando llegamos, como le había dicho yo. Tuve que llevarlo de vuelta por el Puente de Londres hasta St. Bart. ¡Y menos mal que pudimos llegar! Nunca había visto tantas víctimas. —Paró en un cruce—. Newgate está cerrada pero cabe la posibilidad de que Aldergate no lo esté.
Lo estaba. Una barricada de madera la bloqueaba de parte a parte.
—¿Qué tal por Cheapside? —le preguntó el taxista al oficial que montaba guardia.
—No. Ese sector está cerrado hasta la Torre. ¿Dónde intenta llegar?
El taxista no le respondió.
—¿Y por Farringdon? —preguntó.
El otro sacudió la cabeza.
—Los incendios siguen activos. Es imposible pasar por la City.
El taxista asintió y arrancó marcha atrás.
—No se preocupe —le dijo a Mike—. Solo porque un camino esté cerrado no significa que lo estén todos, ¿verdad? Lo llevaré hasta la catedral.
Mike esperaba que estuviera en lo cierto. Todas las calles por las que intentaban tomar estaban acordonadas o bloqueadas por los escombros. En el centro de una había un cráter enorme y, en la contigua, dos camiones de bomberos y una ambulancia abandonados.
Como era evidente que tendría que ir andando, mejor sería que se pusiera los calcetines. Se los sacó de los bolsillos y se quitó los zapatos, dispuesto a ponérselos.
—Quería verla —le dijo el taxista—. Bueno, ahí la tiene.
Mike alzó la mirada y allí estaba San Pablo. Su cúpula quedaba entre ambos lados de la calle por la que iban, con la bola y la cruz doradas claramente recortadas contra el cielo gris oscuro.
—Ni un rasguño —dijo con admiración el taxista—. Y eso que no es que Hitler no lo haya intentado. Es hermosa, ¿verdad, señor?
Sí, era hermosa, pero quedaba al menos a tres kilómetros de distancia. Estaban más cerca de St. Bart.
«Tengo que bajarme de este taxi antes de que me lleve más lejos aún», pensó Mike, pero la catedral desapareció en cuanto el taxista se adentró en un laberinto de calles serpenteantes, dando tantas vueltas que Mike ya no supo dónde quedaba.
«Y él tampoco —se dijo, atándose los cordones y abrochándose la chaqueta—. Se limita a conducir y, mientras, yo me estoy quedando sin tiempo.»
—Pare —le dijo, agarrando la manecilla—. Seguiré andando desde aquí.
Pero el taxista cabeceó.
—Está lloviendo y no lleva abrigo. No. Le he dicho que lo llevaría hasta la entrada principal de la catedral y eso haré.
—No, en serio, yo…
Pero el taxista ya había tomado por una callejuela.
—Ya nos estamos acercando.
Al menos a los incendios ya extinguidos sí que se estaban acercando. Las calles habían quedado reducidas a cenizas. Algunos tramos seguían ardiendo a pesar de la lluvia. Era igual que el panorama de los vídeos que Mike había visto de después del lanzamiento de la bomba de precisión. A través de los esqueletos calcinados, veía los escombros de la calle contigua y de la siguiente, pero ni rastro de San Pablo.
«Seguramente estamos en Barbican —pensó—, o en Moorgate.»
—Ya hemos llegado —dijo el taxista, deteniéndose frente a un almacén todavía humeante.
Allí, justo al otro lado, estaba la explanada de San Pablo y, más allá, el pórtico de la catedral.
Mike buscó la cartera.
—Ya le había dicho yo que lo traería —se congratuló el taxista.
Seguramente la enfermera le había guardado la cartera. Se palmeó los bolsillos de los pantalones y sacó un chelín y dos peniques.
¡Dios! ¡Ahora que había conseguido llegar tan cerca!
—Seguramente perdí la cartera anoche, durante el bombardeo —tartamudeó—, rebuscando en los bolsillos.
Tampoco llevaba la documentación, ni la cartilla de racionamiento. Seguramente las enfermeras lo habrían guardado todo bajo llave por seguridad.
—Solo tengo…
—No me debe nada —le dijo el taxista, rechazando su dinero con un gesto—. Después de todo lo que ha hecho…
—¿Yo?
—Ustedes, los yanquis. —Le pasó un periódico. El titular de portada decía: «Roosevelt presta ayuda a Inglaterra»—. Nada impedirá ahora que ganemos la guerra —dijo el taxista.
«Gracias, presidente Roosevelt —pensó Mike—. Has llegado justo a tiempo.»
—De todos modos, ha valido la pena solo por poder ver con mis propios ojos que sigue en pie —dijo el taxista—. Un verdadero espectáculo. —Señaló hacia la catedral—. Parece que no somos los únicos que han querido echarle un vistazo a la vieja dama.
Había corrillos en la explanada, contemplando el edificio. Mike estaba demasiado lejos para distinguir si Polly y Bartholomew se encontraban entre aquella gente.
Se bajó del taxi.
—Gracias por… por todo.
—Lo mismo digo, amigo —repuso el taxista, y se fue.
Mike cojeó hacia San Pablo, buscando a Polly y a Bartholomew entre la gente reunida en la explanada. Esperaba que no se hubieran marchado para irlo a buscar a él.
«No, no habrían sabido dónde buscarme —pensó—. Además, saben que intentaré llegar aquí. Me estarán esperando.»
Miró hacia el pórtico y la amplia escalinata en la que había más gente, de pie o sentada.
«A menos que Polly y Bartholomew se hayan ido a Blackfriars a buscar a Eileen.»
No. Polly no sabía que él le había dicho a Eileen que lo esperara allí…
Una mano lo agarró de la manga. Mike se volvió, esperando que fuera Polly, pero era un hombre pequeño con cara de desconcierto.
—Ahí trabajaba yo —le dijo, señalando hacia la puerta todavía en pie que había entre un montón de escombros. Colgaba del marco, sostenida por dos bisagras ennegrecidas. El resto del almacén había quedado completamente reducido a cenizas—. ¿Qué voy a hacer ahora? —le preguntó.
—No lo sé. Perdone —repuso Mike, intentando librarse de él.
—Ya deberían haber abierto. —El hombre le acercó la esfera del reloj para que Mike viera la hora.
Eran las nueve en punto. Había tardado dos horas y media en salir del hospital y llegar hasta allí. Los vigilantes de incendios seguramente habían terminado su turno hacía rato y vuelto a la cripta.
«Ahí es donde estarán Polly y Bartholomew», pensó, zafándose y cruzando la explanada, saltando por encima de mangueras y rodeando montones de ceniza. El hombre fue tras él, murmurando:
—Ya no existe. ¿Qué voy a hacer ahora?
Mike llegó a la escalinata. Había mucha gente sentada en los escalones, como los soldados del Lady Jane en Dunkerque, sucia de hollín, agotada, con la mirada perdida.
Y no se había equivocado. Polly estaba esperándolo sentada a mitad de la escalinata, al lado de dos niños harapientos. También estaba Eileen. A su lado, en el escalón, había una zona carbonizada, como una estrella deforme, de la incendiaria.
Eileen lo vio. Se levantó y bajó para contarle lo sucedido, por qué John Bartholomew no estaba con ellas. Pero él ya lo sabía. Le bastó ver la cara de Polly para saberlo.
—No hemos llegado a tiempo.
Eileen negó con la cabeza.
—El deán dice que se ha marchado hace una hora. Él…
—La puerta está cerrada —dijo el hombre, agarrando de la manga a Mike—. ¿Qué voy a hacer?
—No lo sé —le contestó Mike, y se sentó en un húmedo escalón con las chicas—. No lo sé.