No hay esperanza. Nada puede pasar.

No hay esperanza. Nada puede pasar.

Un conductor de autobús a una enfermera

que intentaba llegar a su hospital

el 29 de diciembre de 1940

La City, 29 de diciembre de 1940

Eileen y los niños habían hecho cinco viajes hacia y desde St. Bart con el doctor Cross durante las siguientes horas, sin poder librarse de él.

Cuando volvían al hospital, el médico ni siquiera se apeaba de la ambulancia. Le pedía a Eileen que se acercara marcha atrás a la entrada, donde los camilleros bajaban a los pacientes mientras él le daba instrucciones al interno por la ventanilla y recibía instrucciones para su siguiente encargo.

—St. Giles, Cripplegate —le decía a Alf—. ¿Sabes dónde está? —Y se ponían en marcha de nuevo.

Durante el tercer viaje, Eileen le había dicho:

—Nos estamos quedando sin gasolina.

Su esperanza había sido que la mandara a repostar cuando volvieran a St. Bart y aprovechar entonces para huir, pero el doctor Cross le había pedido una lata de gasolina al oficial de incidente y la había vaciado en el depósito con las llamas saltando a menos de dos metros.

«Esta vez, cuando volvamos a St. Bart, tendremos que poner pies en polvorosa», pensó Eileen.

Pero no volvieron.

En el último instante, el oficial de incidente asomó la cabeza por la ventanilla para decir.

—Hay un vigilante de la ARP herido en Wood Street. En St. Bart quieren saber si pueden recogerlo en el camino de vuelta.

—Dígales que sí —repuso el doctor Cross.

—¿Qué me dice del paciente que ya llevamos?

—Por el momento sigue estable —dijo el médico, y se marcharon hacia Wood Street por calles llenas de humo rojizo flanqueadas de llamas anaranjadas, maniobrando para esquivar montones de cascotes e incendiarias chisporroteantes.

—Una de alto impacto —dijo el doctor Cross mientras Eileen bordeaba un gran cráter.

Alf asintió.

—De quinientas libras.

«¿No había dicho Mike que no cayó ninguna bomba de alto impacto? —pensó Eileen—. Además, dijo que las incursiones se acabaron a medianoche.»

Pero, a pesar de que habían sonado las sirenas de cese de alerta durante el trayecto de vuelta desde Moorgate, seguía oyendo el sordo zumbido de los aviones, y Binnie también.

—¿Por qué han sonado las sirenas si todavía vienen aviones? —preguntó la niña.

—Los bombarderos no suenan así, cabeza de chorlito —le dijo Alf—. Son los incendios, ¿verdad? —le preguntó al doctor Cross.

—Sí —repuso ausente el médico, limpiando el parabrisas con la mano.

Sin embargo, el parabrisas no estaba empañado. Era el humo, cada vez más espeso a medida que proliferaban los incendios.

Cuando, al cabo de unos minutos, se puso a llover, Eileen pensó:

«Bien, esto contribuirá a apagar el fuego.» Sin embargo, no hizo más que levantar nubes asfixiantes que cubrieron las calles como una cortina de apagón. Ni siquiera Alf se orientaba. Consiguió que se perdieran dos veces y, cuando era capaz de decirles por dónde ir, la ruta estaba bloqueada con frecuencia por cascotes o por camiones de bomberos y kilómetros de mangueras serpenteantes.

Tenían que rodear paredes caídas y tuberías de gas rotas que lanzaban un chorro de fuego a la calle. Era imposible evitar los cristales porque los había por todas partes, lo que daba fe del efecto de las bombas de alto impacto que Polly había dicho que la Luftwaffe no había lanzado.

Eileen conducía con cautela, rogando no pinchar para no quedarse tirados entre los incendios. Retrocedía, giraba, tomaba a la izquierda y luego a la derecha siguiendo las indicaciones de Alf, intentando llegar al incidente para recoger al vigilante de la ARP y luego buscando el modo de regresar a St. Bart en una interminable pesadilla de oscuridad, llamas y humo.

De vez en cuanto, una ráfaga de viento apartaba el humo y alcanzaba a ver brevemente la cúpula de San Pablo, flotando por encima de la humareda, nunca más cerca, siempre fuera de su alcance. Incluso si, de algún modo, hubiera logrado librarse del doctor Cross y de los pacientes, no habría conseguido llegar hasta allí.

Cuando intentaron tomar por Creed Lane, un vigilante los detuvo.

—No pueden ir en esa dirección. Tendrán que dar un rodeo por Bishopsgate hasta Clerkenwell —les dijo.

—¿Por Bishopsgate? —preguntó Alf—. Eso está lejísimos. ¿No podemos ir por Newgate?

El vigilante cabeceó.

—Toda Ludgate Hill está ardiendo.

—¿San Pablo también? —preguntó el doctor Cross ansiosamente.

—Todavía no, pero no aguantará mucho, me temo.

—¿Y las brigadas antiincendios? ¿No pueden hacer nada?

Sacudió la cabeza.

—No consiguen llegar. Pero, aunque lo hicieran, no hay agua. No hay esperanza. —Les indicó cómo volver a Bishopsgate.

—Tiene que haber algún modo de llegar a Creed Lane sin dar tantas vueltas —dijo Alf cuando el hombre se alejó—. Prueba por Gresham. La segunda a la izquierda.

Sin embargo, Gresham Street era un muro impenetrable de fuego, y Barbican también. Tuvieron que acabar yendo hasta Bishopsgate y, cuando por fin llegaron a Creed Lane, la herida había fallecido.

—Una mujer de veinte años —dijo el oficial de incidente, cabeceando—. Las llamas saltaron. —Indicó el cadáver que yacía en la calle bajo una manta gris.

—Podrías haber sido tú si yo no te hubiera dicho por dónde ir —le dijo Alf a Eileen.

—Tendría que haber estado en un refugio —dijo el oficial de incidente—, no en la calle.

—¿Podemos ir a ver el cadáver Alf y yo? —preguntó Binnie.

—No —replicó Eileen. Ellos dos tampoco tenían por qué estar en la calle—. ¿Hay algún refugio cerca? —le preguntó al oficial—. Estos niños…

—¡No puedes dejarnos aquí! —dijo Alf—. Somos tus ayudantes.

—Pero vuestra madre estará preocupada por vosotros…

Alf dijo:

—No tenemos…

Binnie lo cortó.

—Mamá no está en casa. Está trabajando.

—Y si nos haces ir a un refugio, ¿quién te dirá por dónde volver a St. Bart? —preguntó Alf.

Tenía razón.

No tendría modo de llevar la ambulancia hasta el hospital sin su ayuda. Estaba completamente desorientada en la niebla humeante y el doctor Cross lo estaba todavía más.

—No tengo sentido de la orientación, ni siquiera de día, me temo —le había dicho durante el primer viaje—. Por eso nunca he aprendido a conducir.

—Puedes abandonarnos en un refugio —dijo Binnie—, pero no puedes retenernos en él.

Tenía razón, y sabía Dios qué harían aquellos dos o dónde irían si no la acompañaban.

—Subid a la ambulancia —dijo Eileen. Se volvió hacia el doctor Cross y el oficial de incidente. El médico hablaba por un teléfono de campaña. Cuando se les acercó, el oficial le dijo:

—¿Está herida, señorita? —Y luego, volviéndose hacia el doctor—: Doctor Cross, esta joven está…

—No estoy herida. Soy la conductora del médico.

El doctor Cross tomó la palabra:

—Acabo de ponerme en contacto con el parque de bomberos de Moor Lane. Hay un bombero en Alwell Lane con quemaduras y una pierna rota. Del hospital Guy iban a mandar una ambulancia pero no pueden. El hospital se ha incendiado y están demasiado ocupados evacuando a sus propios pacientes. —Le devolvió el teléfono al oficial y le dijo a Eileen—: Tenemos que ir a recoger al bombero.

Fue hacia la ambulancia.

—Espere —dijo Eileen. Si podía llamar al puesto de los vigilantes para darle un mensaje a John Bartholomew, le diría que intentaban reunirse con él y que los esperara.

—¿Puede llamar a San Pablo por ese teléfono? —le preguntó al oficial de incidente—. Mi marido es uno de los vigilantes. Yo iba de camino para encontrarme con él cuando me han reclutado para conducir. Estará muerto de preocupación por mí… por mi paradero y el de los niños. Si pudiera llamarlo y decirle que estoy bien…

El oficial pareció dudar.

—Estos teléfonos son únicamente para asuntos oficiales.

—Esto es un asunto oficial —dijo el doctor Cross—. No queremos que ninguno de esos muchachos esté preocupado. Queremos que presten la máxima atención para salvar la catedral.

El oficial de incidente asintió, le dio a la manivela del aparato y dijo por el auricular:

—Póngame con el puesto de los vigilantes de San Pablo. —Se lo dio—. Tarda un poco en establecer comunicación.

Eileen asintió, escuchando una serie de zumbidos e intentando decidir qué decir. No podía mencionar los portales ni el viaje en el tiempo, porque el oficial estaba allí escuchando. Además, ella y el señor Bartholomew no se habían visto aún. ¿Quién podía decir que efectuaba la llamada?

«La señora Dunworthy —pensó—, y le diré que intento llegar a San Pablo para que podamos volver juntos a casa y…»

Un chasquido y una voz masculina dijo:

—Puesto de los vigilantes de San Pablo.

—Sí, hola. Intento llegar… —Un crujido de estática y, luego, silencio—. ¿Oiga?

El oficial de incidente le quitó el teléfono.

—¿Oiga? —le dio varias veces a la horquilla—. ¿Sigue ahí? ¿Oiga? —Escuchó un momento.

Eileen oyó una voz de mujer.

—Acaban de perder el enlace telefónico en el Guildhall —dijo el oficial de incidente—. Intentan restablecer la línea.

«Pero no podrán —pensó Eileen—. El Guildhall está en llamas. Están evacuando a las operadoras.»

—Veré si puedo ponerla de nuevo en comunicación —dijo el hombre. Pero fue inútil—. La operadora dice que han caído las líneas en toda la ciudad. Si puedo comunicarme, ¿qué le digo?

Eileen pensó deprisa.

—Dígale que Eileen ha dicho que no podemos volver, pero que los tres nos reuniremos con él en cuanto podamos. Que se quede en St. Paul hasta que lleguemos. Dígale que bajo ningún concepto se marche con el señor Dunworthy a Oxford sin nosotros —le dijo. Como el oficial la miraba con curiosidad, añadió—: Nos reuniremos con nuestros amigos de Oxford por Año Nuevo.

El hombre asintió y luego corrió tras la ambulancia cuando arrancó.

—¡No me ha dicho cómo se llama su marido!

—¿Marido? —preguntó incrédulo Alf—. Ella no…

—Bartholomew, John Bartholomew —repuso Eileen rápidamente, y se marchó antes de que Alf pudiera meter más la pata.

—Bartholomew —dijo meditabundo el doctor Cross—. Qué apropiado que usted y sus hijos, los ángeles que han acudido en ayuda del hospital de St. Bartholomew, se llamen también Bartholomew.

Binnie saltó:

—Nosotros no somos…

—Ángeles —la cortó Eileen.

—¡Oh! ¡Sí que lo son! —dijo el doctor Cross—. No sé lo que habríamos hecho sin usted. La mitad de nuestros conductores están atrapados al otro lado de los incendios y no pueden cruzarlos. De no haber sido por usted y sus hijos…

—No somos…

—¿Hacia dónde tengo que girar? —le preguntó Eileen, cortándola de nuevo.

—A la izquierda —dijo Alf—. Pero…

—Ha sido una suerte extraordinaria que la señora Mallowan me haya dicho que comprobara si ya se había marchado usted —dijo el médico, y Eileen se dio cuenta de que ya lo había oído nombrarla antes, cuando habían dejado el hospital para hacer el primer viaje, pero tenía que tratarse de otra señora Mallowan.

—¿La señora Mallowan? —le preguntó, para asegurarse.

Él asintió.

—Nuestra farmacéutica, aunque de hecho no es la nuestra. La nuestra no ha podido venir y la señora Mallowan se ha ofrecido amablemente a…

—Se llama Agatha, ¿verdad?

—Sí, eso creo.

—¿Agatha Christie Mallowan?

—Eso creo. Vive en Holland Park.

Binnie había dicho que la farmacéutica «tenía pinta de ser de esas a las que no se les pasa nada por alto», y tenía razón, desde luego.

«Por fin conozco a Agatha Christie —pensó Eileen con pesar— y, cuando lo hago, me impide huir a San Pablo.»

—¿Es la señora Mallowan conocida suya? —le preguntó el doctor.

—Sí. Bueno, no. He oído hablar de ella.

—Ah, sí. Creo que escribe novelas. ¿Son buenas?

—La gente seguirá leyéndolas dentro de cien años —dijo Eileen, doblando hacia Alwell Lane… y hacia un panorama caótico.

Prácticamente todos los edificios de ambos lados de la estrecha calle ardían. Las llamas salían por las ventanas, se elevaban desde los tejados y se cernían sobre la calzada, amenazando con engullirla en cualquier momento.

Tres bomberos rociaban los edificios con mangueras, aunque era imposible salvarlos. A pesar de que los chorros de agua eran a todas luces insuficientes, seguían mojando los edificios, ignorando las llamas que se inclinaban peligrosamente sobre sus cabezas… y sobre la del doctor Cross, que tuvo que preguntarles dos veces a gritos dónde estaba el bombero herido.

Resultó que había otras tres víctimas: dos bomberos inconscientes por inhalación de humos y un niño de corta edad con graves quemaduras en las manos.

Hubo que meterlos a los cuatro en la ambulancia y Binnie tuvo que sentarse en el regazo del médico durante el trayecto de vuelta a St. Bart.

Tardaron incluso más que las otras veces, porque todas las calles por las que intentaban ir estaban bloqueadas por ruinas o llamas rugientes o ambas cosas.

Ya ni siquiera veían San Pablo, que había sido engullida por una masa hirviente de humo que todo lo invadía.

Cuando aparcaron delante del hospital, el humo se alzaba como un muro rojo de parte a parte del horizonte.

No había nadie en la entrada para recibir a los pacientes. Binnie se había dormido en el regazo del médico. Eileen tuvo que sacudirla para que despertara y le permitiera al doctor entrar en busca de ayuda.

—Estoy despierta —murmuró con la voz pastosa, y se acurrucó de nuevo junto a su también dormido hermano.

—¡Quita! —le dijo Alf, sentándose y frotándose los ojos—. Se ha ido. ¿Por qué no te marchas a San Pablo?

—Porque llevamos a cuatro pacientes en la ambulancia.

El doctor Cross salió con una camilla con ruedas.

—No he encontrado a nadie —dijo—. Tendremos que entrarlos nosotros.

Consiguieron, con la ayuda de Alf y de Binnie, poner a los cuatro pacientes en camillas, entrarlos en el hospital y llevarlos por un interminable laberinto de pasillos hasta donde el personal pudiera hacerse cargo de ellos.

No era de extrañar que no hubiera nadie en la entrada. Todas las salas, todas las consultas estaban llenas de pacientes, enfermeras atareadas, rescatistas sucios de hollín, médicos que gritaban órdenes y ayudantes agobiados de trabajo, uno de los cuales, cumpliendo órdenes del doctor Cross, dejó de vendar a un vigilante de la ARP para relevar a Eileen empujando la camilla.

—¿Qué hace? —le preguntó—. Está herida. Siéntese. Voy a buscar un médico.

«¿Por qué me dice eso todo el mundo?»

—Soy la conductora del doctor Cross.

—¿A qué espera? —se impacientó el doctor con el ayudante—. Coja la camilla. —Y a Eileen—: Espere aquí.

Eileen asintió y los dos desaparecieron con la camilla tras unas puertas dobles.

De golpe, era libre para marcharse a San Pablo… siempre y cuando no se lo impidiera algún otro médico con el que se cruzara.

«Si consigo llegar a la catedral… —pensó, recordando aquel muro rojo y lo que el vigilante había dicho acerca de que Ludgate Hill estaba ardiendo. Miró a Alf y Binnie—. No puedo volver a meterlos entre los incendios —se dijo, a pesar de que no estaba segura de saber llegar hasta San Pablo sin ellos—. Debo llegar sola. Ya los he estado exponiendo a demasiados peligros esta noche.»

Por tanto, tendría que separarse de ellos, algo que sabía por experiencia que era casi imposible. A lo mejor si los convencía de que se sentaran volverían a dormirse.

Cuando se lo sugirió, sin embargo, Binnie dijo:

—¿Sentarnos? ¡No tardará ni un minuto en volver!

—¡Vámonos! —dijo Alf, cogiéndose de su mano.

—Un momento. Tengo que decirle a la jefa de enfermeras que vamos a la sala de espera para que el doctor no sepa dónde hemos ido.

Aquello era lo bastante retorcido para que convinieran entusiasmados.

—Quedaos aquí —les ordenó, y se alejó rápidamente por el pasillo.

No estaba segura de saber encontrar la ambulancia y, menos aún, San Pablo. No se había fijado en el camino que habían seguido con las camillas. Pero sería mejor que se diera prisa, o Alf y Binnie se darían cuanta de sus intenciones y se los encontraría esperándola fuera.

Buscó en vano alguien a quien preguntar por la salida.

De pronto vio a una persona alejándose por el pasillo. No era una enfermera, porque iba sin cofia y llevaba un abrigo azul marino.

«Una vigilante de la ARP», pensó Eileen. Seguramente había traído algún paciente.

—¡Señorita! —la llamó—. ¿Puede decirme dónde está la sala de urgencias?

La joven se volvió.

Iba desaliñada, despeinada y con las mejillas y la frente tiznadas.

«No es una vigilante de la ARP. Es una paciente.»

—¡Eileen! ¡Oh, gracias a Dios! —gritó la mujer, corriendo hacia ella.

—¿Polly?

Polly la abrazó.

—¡Tenía tanto miedo de llegar tarde! He tardado horas en llegar hasta aquí —dijo, casi sollozando—. Había incendios por todas partes y no podía atravesarlos… y creía que no daría nunca con el hospital… ¡Pero estás aquí!

Las dos se pusieron a hablar a la vez.

—¿Cómo me has encontrado? —le preguntó Eileen—. Pensaba que estabas en San Pablo y justo ahora mismo iba a buscarte. ¿Dónde está Mike?

Polly se apartó de ella.

—¿No está aquí contigo?

—No. Nos hemos separado. Creía que habría ido a San Pablo. ¿No estaba contigo?

—No. ¿Cuándo lo has visto por última vez? —Calló, mirando horrorizada a Eileen—. ¿Qué te ha pasado? ¿Estás herida?

—¡No! ¿Lo dices porque estoy aquí, en St. Bart? Me han obligado a llevar una ambulancia y…

—Estás sangrando.

—¡No, qué va! —dijo Eileen, y se miró.

Llevaba la parte delantera del abrigo llena de sangre seca. También tenía ensangrentados los dedos, el dorso de la mano y la muñeca hasta la manga. Con razón la gente le había estado preguntando si estaba herida.

—La sangre no es mía —dijo—. Un teniente tenía una hemorragia y he tenido que aplicarle presión sobre la herida.

—Y yo he tenido que conducir —dijo Binnie—, apareciendo detrás de ella.

—Yo te he dicho por dónde ir, cabeza de chorlito —dijo Alf—. Si no, habrías terminado convertida en cenizas.

—Que no —dijo Binnie.

—Que sí. —Alf se puso a tirar de la manga de Eileen—. ¿Qué haces aquí? La ambulancia está por ahí. —Señaló hacia el extremo opuesto del pasillo—. ¿Ella quién es?

—Mi amiga Polly. ¿Estás segura de que Mike no ha ido a San Pablo? —le preguntó—. Porque me ha dicho que iría.

—¿Quién es Mike? —preguntó Binnie.

—Chitón —le ordenó Eileen—. ¿No podría ser que no os hubierais encontrado?

—Sí… No sé. A lo mejor ha llegado cuando yo estaba en los tejados…

—O puede que haya vuelto a Blackfriars para buscarme —dijo Eileen—. Me había dicho que lo esperara allí. Vamos. Tenemos un medio de transporte. Primero iremos a San Pablo. Mike puede haberle dicho al señor Bartholomew dónde…

—¿Quién es el señor Bartholomew? —preguntó Alf.

—Sssh —le ordenó Eileen—. Mike puede haberle dicho adónde iba y, si no, le diremos al señor Bartholomew que busque entre San Pablo y Pilgrim Street; ha sido allí donde nos hemos separado. Nosotras iremos a Blackfriars a buscar…

—No —dijo Polly—. ¡El señor Bartholomew está aquí!

—¿Aquí?

—Sí, en este hospital.

—¡Oh, bien, entonces será más fácil! Puede volver a San Pablo para buscar a Mike y luego ir a Black…

—No lo entiendes —la cortó Polly—. He venido aquí buscando a John Bartholomew, pero no sé dónde está exactamente. He preguntado por él al personal, pero nadie me ha querido decir nada. Sé que está en algún lugar de este edificio…

Eileen la miraba atónita.

—¿Todavía no lo has encontrado?

—No. Se me ha escapado por un pelo. El vigilante me ha dicho que se había marchado hacia el hospital… Ha traído a un herido desde San Pablo. Así que he venido a buscarlo, pero he tardado horas en llegar y…

—¿Lo ha traído aquí? ¿Cuándo?

—No estoy segura —repuso Polly—. Un poco antes de las once.

John Bartholomew había estado allí todo el tiempo que ella se había pasado llevando y trayendo pacientes. ¡Si lo hubiera sabido!

—¿Cómo se llama el vigilante herido?

Polly parecía desconcertada.

—No lo sé. Debería haberlo preguntado, pero me ha parecido que sería capaz de alcanzarlos…

—Vale. Yo sé qué aspecto tiene el señor Bartholomew y cómo va vestido. Lo he visto antes, esta misma noche. Iba de paisano, con abrigo y bufanda. Recorreremos las salas…

—¿Lo has visto? —preguntó Polly—. ¿Dónde?

—En Blackfriars. Él…

—¿Por qué no me lo has dicho antes? Si le hubieras dicho que nosotros… ¿Te ha dicho dónde está el portal?

—¿El portal? —terció Binnie, toda oídos.

Alf metió baza.

—¿Qué portal?

—No he podido hablar con él. Estaba en el andén cuando ha pasado corriendo. He intentado seguirlo, pero…

—Alf se le ha plantado delante —dijo Binnie.

—¡Mentira! —exclamó indignado el niño—. Ha sido ese guardia que no la ha dejado…

—¡A callar los dos! —les ordenó Eileen—. He intentado seguirlo, pero me han reclutado para trasladar a dos víctimas del bombardeo a St. Bart…

—Nos hemos pasado toda la noche rescatando gente —dijo Alf.

—Menos a esa mujer que se ha muerto —puntualizó Binnie—. Hemos llegado tarde.

—Demasiado tarde —murmuró Polly.

—No te preocupes —le dijo Eileen—. Lo encontraremos. ¿Qué clase de herida tenía el vigilante que ha traído? ¿Quemaduras? ¿Lesiones internas?

Si eran lesiones internas estaría en cirugía, pero Polly no lo sabía.

—Lo único que sé es que han tenido que bajarlo de los tejados en parihuelas.

—¿Quiénes? ¿Había más de un vigilante con él?

—Sí. El otro era el señor Humphreys. De más edad, calvo.

—Bien —dijo Eileen—. Tú sabes qué aspecto tiene Humphreys y yo sé el que tiene Bartholomew.

—Los encontraremos —dijo Alf, poniéndose en marcha.

Eileen agarró de la nuca al niño y a Binnie por la cinturilla.

—¿Por qué haces eso? —le preguntó el crío, furioso—. Apuesto a que los encuentro antes que tú. Voy a buscarlos.

—Ya lo sé —dijo Eileen—, pero nadie irá a ninguna parte sin haber elaborado antes un plan. El señor Bartholomew es alto y moreno. ¿Es muy alto el señor Humphreys, Polly?

—Más bajo que yo. Seguramente los dos llevan casco y abrigo azul, a menos que el señor Bartholomew no haya tenido tiempo de cambiarse, en cuyo caso…

—Lleva ropa de calle y abrigo —dijo Eileen—. Tú y Binnie buscad en las salas de espera. Yo iré a hablar con el doctor Cross…

—¿Y si te hace llevarlo a alguna parte otra vez? —le preguntó la niña.

Tenía razón.

—Pues se lo preguntaré a las hermanas de los pabellones, y Polly, tú descríbele el paciente a la enfermera de admisiones. Nos reuniremos aquí. Alf, Binnie, si encontráis al señor Humphreys, preguntadle dónde está el señor Bartholomew y decidle que…

—Lo estás buscando —terminó por ella la frase Alf.

Polly miró de reojo a Eileen.

—No —dijo esta—. No. No sabrá quiénes somos. Decidle que alguien de Oxford necesita hablar con él.

—Tú no eres de Oxford —dijo Alf—. Eres de Backbury.

—¿Cómo va a saber quiénes sois? —preguntó Binnie.

—Se lo explicaré luego. Si no os acompaña, decidle que se quede donde esté y luego venid a buscarnos.

—¿Y si nos echan? —preguntó Alf. Una posibilidad que siempre preocupaba a los Hodbin.

—Id hasta la entrada de ambulancias y esperadnos allí —dijo Eileen.

—¿Y si está inconsciente y no podemos hablar con él? —preguntó Alf.

—No buscamos al herido, cabeza de chorlito —le dijo Binnie—. Buscamos a los que lo han traído. ¿A que sí, Eileen?

—Sí —repuso esta, y Alf asintió y salió disparado como una bala por el desierto pasillo.

Binnie fue tras él y luego se detuvo.

—¿No estarás intentando librarte de nosotros como cuando has dicho que ibas a decirle a la enfermera que estábamos en la sala de espera, verdad?

Tendría que haber sabido que no podría engañarlos.

—¡Qué va!

—¿Lo juras?

—Lo juro.

Binnie se marchó.

—Supongo que esos dos son los famosos Hodbin —dijo Polly, mirándolos alejarse.

—Sí, y si alguien puede encontrar al señor Bartholomew son ellos. —Acompañó a Polly hacia el lugar donde el doctor Cross le había dicho que lo esperara y le dijo—: Alguien te dirá dónde está el mostrador de admisiones, Polly. Y la entrada de ambulancias. —Subió corriendo las escaleras.

Esperaba que el ajetreo y la desorganización le permitieran entrar en las salas sin que nadie se diera cuenta, pero la detuvo una enfermera.

—No está permitido que nadie… Está usted herida. ¡Celador! —gritó. Agarró del brazo a Eileen e intentó sentarla en una silla—. ¿Por dónde sangra?

—Esta sangre no es mía —dijo Eileen, maldiciéndose por no haberse quitado el abrigo—. Soy la conductora del doctor Cross. Me ha pedido que pregunte por un paciente que ha ingresado esta noche, uno de los vigilantes de San Pablo.

—Las salas de los hombres están en la segunda y la tercera plantas.

—Gracias. —Eileen subió un tramo de escalones y paró un momento en el rellano para quitarse el abrigo. Lo dejó en la barandilla y, con el pañuelo, se quitó lo peor de la sangre de las muñecas y las manos antes de seguir subiendo.

No había jefa de enfermeras en el segundo, pero una enfermera salía cuando ella entró y volvió a contarle su historia.

—¿Qué herida sufre el paciente? —le preguntó la mujer.

—El doctor Cross no me lo ha dicho —repuso Eileen—. Lo han traído otros dos vigilantes, el señor Bartholomew y el señor Humphreys. —Se los describió.

La enfermera cabeceó.

—Seguro que no están en la sala. En esta planta solo puede haber pacientes.

Eileen contó lo mismo a todas y cada una de las enfermeras de las sucesivas salas, con la esperanza de que alguna supiera dónde estaba el señor Bartholomew, y luego subió a la tercera planta.

Tardó lo indecible. Le parecía estar todavía en la ambulancia, dando vueltas interminablemente para evitar las calles bloqueadas. No había rastro del señor Bartholomew ni del señor Humphreys. Tampoco de Alf ni de Binnie.

«Seguramente ya han conseguido que los echen», pensó, pero cuando bajó a admisiones le pareció verlos doblando una esquina.

Polly tampoco había tenido suerte.

—La enfermera de admisiones ha ido a preguntar si alguien de urgencias sabía algo —dijo—, pero no ha vuelto. Me temo que habrá tenido que quedarse a ayudar con algún paciente.

«Como yo en la ambulancia», pensó Eileen.

—¿El vigilante no consta en el registro?

—No.

—¿Estás segura de que lo han traído aquí?

—Sí —dijo Polly. Luego añadió, con menos seguridad—: Bueno, el vigilante con el que he hablado me ha dicho que creía que lo habían traído aquí, pero si han encontrado calles bloqueadas y no han podido pasar, es posible que lo hayan llevado a Guy.

—No. Se ha incendiado. Han tenido que evacuarlo.

—¿Adónde han trasladado a los pacientes?

—No lo sé —dijo Eileen. Y si los estaban trasladando a otro hospital, podrían perderlos, del mismo modo que ella y Polly en Townsend Brothers—. Es posible que ya ni siquiera estén aquí —dijo—. Habrías llegado antes andando. Hay muchas calles bloqueadas. Voy a la entrada de ambulancias. —«Si la encuentro», añadió para sí, y se marchó.

No había llegado siquiera a mitad del pasillo, cuando Polly la llamó.

La enfermera había vuelto.

—He encontrado al paciente que busca —le dijo—. El señor Langby.

—¿Dónde está? —preguntó Polly.

—Acaban de subirlo de cirugía.

Eileen y Polly intentaron ir hacia las escaleras pero la enfermera les bloqueó rápidamente el paso.

—Lo lamento, pero no se permite la entrada a la sala de recuperación. Si quieren, pueden esperar en la sala de espera.

—Lo han traído dos hombres —dijo Polly—. Dos vigilantes de incendios. ¿Puede decirnos dónde están?

Y, cuando la enfermera pareció dudar, Eileen agregó:

—El doctor Cross me ha pedido que los busque. Soy su conductora.

—¡Ah! —dijo la mujer—. Por supuesto. Iré a enterarme.

—Uno es mayor y el otro alto y moreno —le gritó Eileen cuando ya se alejaba, y le dijo cómo creía que iban vestidos.

—Y esperemos que no se tope con el doctor Cross durante sus pesquisas —le dijo a Polly.

Binnie llegó al trote.

—He ido a todas las salas y no está. ¿Quieres que busque en otra parte?

—No, quédate aquí hasta que vuelva la enfermera —le dijo Eileen. Si la mujer les aportaba información, podrían mandarla a cirugía—. ¿Dónde está Alf?

—No sé. Nos hemos separado. ¿Quieres que vaya a buscarlo?

—No. —Eileen la agarró para asegurarse de que no se fuera.

La enfermera volvió.

—He hablado con la conductora de ambulancia que ha traído al señor Langby. Me ha dicho que ha venido únicamente uno de los vigilantes de incendios con él, el señor Bartholomew, y que se ha marchado en cuanto ha dejado al señor Langby en el hospital.

—¿Se ha marchado? —dijo Polly, como si hubiera recibido una patada en el estómago.

—¿Para ir adónde? —preguntó Binnie, y la enfermera pareció darse cuenta de repente de su presencia.

—Los niños no pueden estar aquí… —fue a decir.

—¿Para ir adónde? —la cortó Eileen—. Es esencial que el doctor Cross hable con él de inmediato. ¿Cuándo se ha marchado?

—Hace cosa de una hora —dijo la mujer—. Tendrá que llevarse a la niña a la sala de espera.

—Es la sobrina del doctor Cross —dijo Eileen—. Voy a decírselo. —Soltó el brazo de Binnie, agarró el de Polly y se la llevó por el pasillo—. No te preocupes. Todavía podemos alcanzarlo. Iremos en la ambulancia a San Pablo —le dijo—. Binnie…

Pero Binnie había desaparecido.

Se acercaba un celador con cara de malas pulgas, sin duda la razón por la que la niña se había esfumado. Volvería a aparecer en cuanto hubiera pasado.

No reapareció.

«Bien», pensó Eileen, llevando a Polly por el laberinto de pasillos, buscando algo que le resultara familiar y le indicara que iba en la dirección correcta. Evidentemente, no podían llevarse con ellas a Binnie y Alf, y así no tendrían que perder tiempo discutiendo con ellos para que se quedaran.

Sin embargo, Alf se materializó al cabo de un momento.

—Si buscas la ambulancia, no vas bien.

—¿Dónde está tu hermana? —le preguntó Eileen.

El niño se encogió de hombros.

—No sé. Nos hemos separado. ¿Dónde está tu abrigo?

—Me lo he quitado. Indícanos el camino.

—Por aquí. —Las llevo rápidamente y sin titubear una sola vez hasta el dispensario.

Agatha Christie no estaba, lo que Eileen consideró una suerte, teniendo en cuenta lo sucedido la vez anterior, aunque le habría gustado volverla a ver ahora que sabía de quién se trataba.

«¿Para qué? ¿Para decirle lo mucho que me gustan sus novelas? Londres arde hasta los cimientos y tú tienes que llegar a San Pablo.»

Empujó las puertas de urgencias.

La ambulancia no estaba. Claro que no. Había cientos de heridos y las ambulancias del hospital Guy no podían pasar.

«Tendría que haber cogido las llaves, como Alf», pensó, desesperada, mirando el lugar vacío donde había estado la ambulancia.

Polly miraba al cielo. La pared de humo seguía allí, pero el rojo se había convertido en un gris rosado y, más arriba, empezaba a verse una zona de un gris más pálido.

—Pronto amanecerá —dijo—. No conseguiremos llegar a tiempo.

—No es el alba —le dijo Eileen esperanzada—. Es la luz de los incendios que se refleja en la capa de nubes.

Polly negó con un gesto.

—No lo es. No es más que…

Eileen se acercó la esfera del reloj a la cara, intentando leer la hora, pero estaba demasiado oscuro para ver las manecillas.

—Todavía tenemos tiempo de llegar antes de que se marche —le dijo, aunque no sabía cómo.

El metro no funcionaba hasta las seis y media y, aunque lograran llegar a Blackfriars, tendrían que subir por Ludgate Hill.

Polly seguía mirando al cielo.

—No seremos capaces de encontrarlo —murmuró, como si hablara consigo misma—. Es demasiado tarde.

—Alf —dijo Eileen—. ¿Te parece que puedes conseguirnos un taxi?

—¿Un taxi? ¿Para qué quieres un taxi?

«¡Condenado niño!»

—Tenemos que llegar cuanto antes a San Pablo. Es una emergencia.

—¿Por qué no vamos en la ambulancia? —dijo, en el mismo momento en que Binnie doblaba la esquina del hospital al volante de la ambulancia.

Se asomó por la ventanilla.

—Me ha parecido mejor esconderla para que nadie se la llevara.

Alf abrió la puerta del acompañante, se subió y bajó la ventanilla.

—Bueno —dijo—. ¿Nos vamos o qué?