Paradójicamente, se diría que el incidente más importante de aquella noche…

Paradójicamente, se diría que el incidente más importante de aquella noche fue uno que no llegó a producirse.

W. R. MATTHEWS,

deán de San Pablo, escribiendo acerca de la noche

del 29 de diciembre de 1940

Catedral de San Pablo, 29 de diciembre de 1940

—El señor Dunworthy —jadeó Polly, aferrándose a la farola del extremo de los escalones de San Pablo porque se le doblaban las rodillas.

Eileen había dicho que iría y lo había hecho. Por eso no le había podido entregar el mensaje a John Bartholomew, porque no hacía falta. El señor Dunworthy los había encontrado a ellos antes de que ellos lo encontraran. Al final solo era un incremento puntual del desfase, no una espantosa catástrofe que había acabado con todo Oxford, y no habían cambiado el curso de la guerra. Ni el señor Dunworthy ni Colin les habían mentido.

Colin.

«Si el señor Dunworthy está aquí, seguramente Colin también.» Con el corazón alegre, se fijó en quienes estaban a ambos lados del señor Dunworthy, pero no lo vio; lo flanqueaban dos ancianas que miraban fascinadas la cúpula.

—¡Señor Dunworthy! —lo llamó, gritando para hacerse oír a pesar del zumbido de los aviones y el estruendo de las baterías antiaéreas.

Él se volvió, buscando la procedencia de la voz.

—¡Aquí! ¡Señor Dunworthy! —volvió a gritar, y la miró directamente.

No era Dunworthy, aunque fuera igualito: las mismas gafas, el mismo pelo gris, su expresión de preocupación. Pero cuando se volvió no expresó reconocimiento ni alivio de haberla encontrado. Pareció primero estupefacto y luego horrorizado, y Polly miró instintivamente por encima del hombro para comprobar si el fuego de Paternoster Row había alcanzado San Pablo. No lo había hecho, aunque la mitad de los edificios de la calle ya estaban ardiendo. Se volvió de nuevo hacia el hombre, que había dejado de mirar hacia allí y se abría paso hacia el otro lado del gentío, alejándose de ella, alejándose de la catedral.

—¡Señor Dunworthy! —gritó, incapaz de creer que no fuera él, y corrió para alcanzarlo—. ¡Señor Dunworthy!

Sin embargo, cuando se puso a seguirlo, quedó más que convencida todavía de que había cometido un error. El señor Dunworthy nunca había tenido los hombros tan caídos, aquellos andares de anciano. El parecido de sus facciones había sido seguramente un efecto óptico debido a la luz rojiza y fluctuante de los incendios… y a sus quimeras, como cuando había creído ver a Colin en varias ocasiones. No obstante, tenía que asegurarse.

—¡Señor Dunworthy! —volvió a llamarlo, avanzando con mucho esfuerzo entre la gente.

—¡Miren! —gritó un hombre, y varias manos se alzaron para señalar la cúpula—. ¡Se cae!

Polly miró hacia arriba. La incendiaria, una furiosa estrella amarilla, se tambaleó y bajó patinando por la cúpula para luego, dando volteretas, desaparecer en el laberinto de tejados de abajo.

La gente gritó.

Polly se volvió otra vez hacia el señor Dunworthy, pero en lo poco que había tardado en observar la trayectoria de la incendiaria, había desparecido. Se abrió paso a empujones entre la gente que ya empezaba a dispersarse. Todos se alejaban corriendo de la catedral, como si se hubieran dado cuenta repentinamente de lo cerca que estaban de los incendios y de lo peligrosos que eran.

—¡Señor Dunworthy! ¡Deténgase! ¡Soy yo, Polly Sebastian! —le gritó.

Por un instante, las baterías, los aviones e incluso el viento habían callado y su voz se oyó claramente en el silencio. Sin embargo, nadie se volvió. Nadie dejó de correr.

«No era él —pensó—. Y he perdido unos minutos valiosísimos que podría haber invertido en buscar a John Bartholomew, que en cualquier momento volverá a entrar en la catedral.»

Se volvió hacia San Pablo, pero nadie subía la escalinata todavía, y un puñado de gente seguía mirando la cúpula.

—¡La han sacado! —gritó un niño, y Polly vio las siluetas de dos hombres con casco en la base de la cúpula, inclinados sobre la incendiaria, cubriéndola de arena. Se les acercaban corriendo otros hombres con mantas y palas.

No habían evacuado a los vigilantes. ¡Claro que no! Tenían que estar en el templo para apagar la incendiaria cuando cayera. John Bartholomew había estado allí arriba, en los tejados, todo aquel tiempo. Tenía que subir hasta ellos.

Miró a su alrededor buscando al del coro. Estaba de pie junto a la escalinata, con las mujeres y los niños arracimados a su alrededor mientras les indicaba dónde estaba el refugio… bloqueando el paso hacia la nave.

Polly, manteniendo la multitud que se dispersaba entre ella y el del coro para cruzar la explanada, se apresuró hacia el cementerio y entró por la puerta de la cripta. Bajó corriendo la escalera y recorrió la cripta como una exhalación, pasando junto a los sacos de arena y la tumba de Wellington y los catres de los vigilantes. Sus pasos resonaban cavernosos en el suelo de piedra.

Se detuvo al pie de la escalera, jadeando, para echar un vistazo hacia atrás, pero no había rastro del coro. Subió apresuradamente los escalones por los que el hombre la había obligado a bajar y salió a la nave de la catedral.

Estaba tan iluminada como si no fuera de noche. Los dorados de la cúpula y de los arcos refulgían a la luz anaranjada que entraba por las ventanas. Los transeptos y las columnas y las sillas del centro de la nave recibían más luz que en pleno día.

«Bien. Así me será más fácil encontrar la puerta de acceso a los tejados», pensó.

Oyó que alguien corría por el pasillo norte.

«El del coro.» Se escondió en el pasillo sur, detrás de una columna.

La había visto entrar e intentaría interceptarla antes de que pudiera llegar a los tejados, así que iría directo hacia la puerta de acceso a ellos. No tenía más que ver hacia dónde iba y evitar que la pillara, lo que no sería fácil con tanta luz. Esperó, sin separarse de la columna, aguzando el oído. Los pasos del hombre resonaron, cesaron, resonaron de nuevo.

¡Oh, no! Estaba registrando todos los huecos y mirando detrás de todas las columnas. No podía quedarse donde estaba. No tenía dónde esconderse.

Apoyó la espalda en la columna, se quitó los zapatos y se los metió en los bolsillos del abrigo. Luego esperó una pausa, indicio de que el hombre registraba algún hueco. Cuando se produjo, corrió sin hacer ruido por el pasillo sur hasta la capilla en la que se había ocultado antes.

Descorrió el pestillo despacio, intentando no hacer ruido, abrió la reja y se metió dentro con sigilo. Dudó si dejarla abierta, pero decidió que no podría volver a salir por ahí y la cerró.

Chasqueó débilmente y los pasos del coro no aflojaron. Estaba en el extremo más alejado de la nave.

«Ve hacia la puerta, por favor.»

Sin embargo, recorría la nave hacia donde ella estaba, acercándose rápidamente, deteniéndose, avanzando de nuevo.

Polly fue hacia el fondo de la capilla, buscando un escondite. Detrás de los reclinatorios no: había demasiada luz.

«¿Debajo del paño del altar? —Corrió descalza por el pasillo de la capilla hasta el banco de la última fila y se metió en el oscuro y estrecho espacio que quedaba entre este y la pared. Se agachó para que no la vieran, pensando—: Esto es ridículo. Llevo aquí dos horas y no estoy más cerca de los tejados que al principio.»

Además, aquel escondite era pésimo. Desde allí no oía las pisadas pero sí los aviones, que volvían a la carga. Estaba a punto de salir cuando oyó al del coro en la reja.

Pasó el pestillo, se aseguró de que quedara bien cerrado y se alejó.

«Va hacia el vestíbulo —pensó—, y luego irá a comprobar la puerta», pero en lugar de eso oyó cerrarse otra verja y luego un chasquido y pasos subiendo por una escalera.

La escalera geométrica de Wren.

«Pero si está cubierta con planchas de madera», pensó, y luego se acordó de que el señor Humphreys había dicho que estaban discutiendo si volver a abrirla, a pesar de su fragilidad, precisamente porque la escalera llevaba hasta los tejados.

«Seguramente la he pasado por alto en la oscuridad cuando he entrado corriendo en la iglesia.» Se habría dado de bofetadas. Si se hubiera acordado, a aquellas alturas ya habría encontrado al señor Bartholomew.

El del coro subió unos cuantos escalones más y luego volvió a bajarlos. Polly le oyó pasar el cerrojo de la puerta y enfilar por el pasillo hacia la cúpula. Tuvo que recurrir a todo su autocontrol para no salir en tromba de la capilla. Esperó a que los pasos del hombre se alejaran, contó hasta diez, salió de su escondite y se acercó de puntillas a la verja, al otro lado de la cual el pasillo sur y la nave estaban llenos de humo. Le picaban los ojos y le dio tos, que ahogó conteniendo la respiración; miró hacia arriba, hacia la cúpula, y vio llamas.

«¡Oh, Dios mío! Los tejados se han incendiado», pensó, y luego vio que el fuego procedía de los papeles y trozos de madera que giraban en el aire de la cúpula. Seguramente habían entrado por las ventanas rotas, procedentes de los incendios de Paternoster Row. Había muchos. Una hoja parroquial danzó por la nave y cayó al suelo de piedra, todavía ardiendo y peligrosamente cerca del árbol de Navidad que había junto a la mesa donde ella había comprado la guía.

Incluso allí, en el pasillo sur, el aire estaba cargado de ceniza y pavesas. Le aterrizó una en el abrigo y se la sacudió sin dejar de correr hacia la escalera de caracol. Abrió la verja y empezó a subir. Entonces oyó el chisporroteo de las llamas. «El árbol —pensó, y bajó corriendo de nuevo hacia la nave. Pero no se trataba del árbol de Navidad. Era la mesa. Fuego y humo subían retorciéndose del tablero—. A lo mejor solo son las guías. —Pero mientras miraba la estantería de madera se incendió y las postales que el señor Humphreys le había enseñado del monumento a Wellington y la Galería de los susurros prendieron como cerillas—. ¿Dónde están los vigilantes? Esto es cosa suya. Tengo que encontrar a John Bartholomew.»

Cuando se dieran cuenta, sin embargo, el fuego se habría propagado. Había restos de postales en llamas flotando por la nave hacia las sillas y el púlpito de madera. ¿Y si aquello era una discrepancia, la consecuencia de que Mike hubiera salvado a Hardy o ella influido en Marjorie a la hora de decidir ir a reunirse con su aviador?

«¿Y si, por culpa nuestra, San Pablo se incendió?»

La lámina de seis peniques de La luz del mundo empezó a arder y los bordes se rizaron, la puerta cerrada del cuadro se ennegreció y quedó reducida a cenizas. Polly corrió por el pasillo hacia la columna más próxima, cogió un cubo de agua y lo vació encima de la mesa y de la lámina. Luego corrió a llenarlo de nuevo en la cubeta. Sin embargo, el primer cubo había bastado para apagar el fuego, así que, por precaución, arrojó el contenido del segundo en la estantería de las postales, que sacó y tiró al suelo junto con La luz del mundo a más de un metro de distancia, por si el fuego no se había extinguido completamente.

Dejó el cubo y corrió otra vez hacia la escalera. Subió dando vueltas y más vueltas hasta la galería superior, en la que había todavía más humo y cenizas.

«Y cuanto más subas, peor será», pensó, agachando la cabeza para protegerse de las pavesas mientras corría por la galería, comprobando puertas, buscando una escalera que la llevara más arriba. Una biblioteca. Un armario lleno de túnicas de los del coro.

«La escalera tiene que estar en el transepto.» Fue a toda velocidad hacia la cúpula. Estaba en el transepto, en efecto, justo al otro lado de la esquina de la galería. Daba a un pasillo donde hacía un calor asfixiante, con vigas bajas que la obligaban a ir agachada y protuberancias en el suelo que se veía obligada a rodear o saltar. ¿La parte superior de los arcos de la bóveda? Pero iba en la buena dirección, porque había rollos de manguera y cubos de arena y agua cada pocos metros, contra las paredes, y, en un caso, en el centro del pasillo.

Metió el pie dentro cuando intentaba pasar por encima de un bulto y solo entonces se dio cuenta de que iba todavía descalza y seguía teniendo los zapatos en los bolsillos. Se sentó al lado de un cubo, se calzó y continuó buscando una escalera que la llevara más arriba. Por fin encontró una. Daba a un laberinto de pasadizos aún más estrechos, de techo más bajo y más llenos de humo. Tenía que estar justo debajo de los tejados. Oía los aviones y las baterías antiaéreas a través del techo, y voces procedentes de más adelante y más arriba.

—¡Venga, venga! —oyó que decía alguien, y luego otra voz un poco más abajo:

—Cuidado al girar.

«Están bajando un tramo de escalones», pensó Polly. Y no podían estar a más de un metro de ella, lo que significaba que aquel pasillo daba a las escaleras. Corrió por él intentando no golpearse la cabeza contra las vigas del techo que apenas veía en la oscuridad, esforzándose por distinguir la puerta de las escaleras.

—No, no, vas a… —dijo la primera voz—. Vuelve por aquí.

La otra repuso:

—Espera, no lo tengo bien agarrado.

Seguramente cargaban algo entre dos. Ya casi estaban a su misma altura. Si no se daba prisa los perdería. Corrió hacia sus voces y se topó con un muro. La escalera tenía que estar al otro lado de aquel muro, porque oía a los dos hombres a escasos centímetros, pero no había puerta ni ninguna otra cosa para pasar. El pasillo estaba cegado. Entretanto, los hombres ya habían llegado más abajo que ella con su carga, diciendo «venga» y «cuidado», y tendría que recorrer todo el laberinto en sentido opuesto. Esperaba acordarse de por dónde había ido y encontrar la salida.

Tan concentrada estaba en desandar el camino que estuvo a punto de pasar por alto la puerta. Situada detrás de una viga, era tan estrecha que tuvo que pasar de lado para subir los escalones de piedra, sin garantías de no quedar atrapada. La escalera terminaba en una trampilla, que tuvo que empujar con ambas manos. Cayó hacia atrás, abriéndose hacia el ensordecedor estruendo de los aviones y a una ráfaga de calor y viento que le arrancó el sombrero. Intentó agarrarlo, pero lo arrastró un remolino. Daba igual. Por fin había salido al tejado.

«A uno de los tejados», se corrigió, apartándose el pelo de los ojos y mirando el largo plano inclinado, el muro de piedra y la empinada pendiente de más arriba.

A pesar de lo mucho que había subido, aquello era únicamente uno de los tejados del pasillo que recorría de extremo a extremo la nave. El tejado central y la cúpula quedaban mucho más arriba y no tenía modo de llegar hasta allí.

«Tendré que volver a bajar y encontrar otro modo de subir», pensó con desaliento. Sin embargo, por si una incendiaria caía en aquel punto, seguramente tenían un modo rápido de llegar hasta allí con rapidez, algo que les facilitaba el acceso: cuerdas o una escalera de mano o algo parecido.

Una escalera de mano. Estaba apoyada en la pared, oculta a la sombra de los tejados del transepto. Subió por ella. Por ventoso que hubiera sido el tejado, los muros que lo rodeaban la habían protegido del viento y del frío. A medida que iba subiendo, las ráfagas heladas la azotaban, le pegaban el abrigo a las piernas y le echaban el pelo sobre la cara. Se estiró para agarrarse al canalón y luego al parapeto. Golpeó accidentalmente con un pie la escalera, que se inclinó hacia atrás y cayó con un sordo sonido metálico.

Polly se agarró al parapeto con ambas manos, con los párpados entrecerrados para evitar el viento y se aupó hasta el tejado. El viento era allí todavía más helado, aunque no debería haberlo sido, porque arrastraba chispas y motas ardientes y ceniza. Cerró más los ojos y se puso de pie, sujetándose a un saliente de piedra, para mirar por el borde del tejado. Jadeó. A sus pies, hasta donde alcanzaba la vista, todo era fuego, edifico tras edificio, tejado tras tejado en llamas.

«¡Oh, Dios mío! Mike y Eileen están ahí abajo, en alguna parte.»

A la derecha, el chapitel de una iglesia llameaba como una antorcha. ¿Una de las iglesias de Wren? Más allá, una hornada de incendiarias recién caídas titilaban como estrellas.

No debería haber sido hermoso pero lo era: los focos que peinaban el cielo incidiendo en las nubes de humo carmesí, naranja y dorado; la curva plateada del Támesis; las ventanas en llamas como sucesivas hileras de farolillos chinos y, más cerca, un sólido anillo de fuego que se cerraba inexorablemente alrededor de San Pablo.

—Es imposible que se salve —murmuró Polly, mirando aquel infierno. «Cubos de agua, sacos de arena, bombas extintoras y un puñado de vigilantes serán insuficientes para detener esto.»

—¿Dónde está? —gritó un hombre a su espalda.

Se volvió. Había un vigilante allí de pie. Estaba demasiado oscuro para distinguir sus facciones.

—¿Dónde ha caído la incendiaria? —le gritó para que la oyera a pesar del viento—. ¿Ahí abajo? —Se asomó para escrutar el tejado del que ella acababa de subir.

—¿Es usted John Bartholomew? —le preguntó.

—¿Qué? —El hombre se irguió y la miró, asombrado—. Es una chica. ¿Qué demonios está haciendo aquí arriba?

—Busco a…

—¿Cómo ha llegado hasta aquí? ¡No puede haber civiles en los tejados! ¡Peters! —gritó. La agarró de un brazo y la obligó a precederlo. Avanzaron los dos medio caminando medio a gatas por el empinado tejado de la base de la cúpula, donde media docena de hombres sacudían sacos húmedos de arpillera. El vigilante la empujó hacia el hombre que estaba más cerca.

—¡Peters! Mira lo que he encontrado en el tejado de ahí.

—¿Cómo ha subido? —le preguntó Peters, buscando alguien a quien culpar—. ¿Quién demonios la ha dejado subir?

—Nadie —dijo Polly—. ¿Es alguno de ustedes John Bartholomew? —les preguntó a los otros, pero el viento se llevó sus palabras y se acercaba otra oleada de aviones rugiendo desde el este.

Todos los hombres alzaron los ojos hacia el cielo.

—¡No puede quedarse aquí! —le gritó Peters—. Corre peligro.

—¡No me iré hasta que no haya hablado con John Bartholomew!

La ignoró.

—Nickleby, llévatela abajo y asegúrate de que se queda allí.

Nickleby la agarró del brazo pero ella se zafó.

—Por favor —le dijo a Peters—. Es una emergencia.

—Una emergencia —repitió él, mirando la City en llamas, los incendios que todo lo invadían—. Bartholomew no está aquí. Se ha ido.

—¿Se ha ido? No puede haberse ido aún. Él… ¿Cuándo se ha marchado?

—Hace un cuarto de hora. Ha llevado a un vigilante herido al hospital.

«Y yo le he oído bajándolo —pensó Polly, sintiéndose enferma—. Estaba justo al otro lado de la pared.»

—Pues déjeme hablar con el señor Humphreys —dijo.

Al menos podría dejarle un mensaje para que se lo entregase a John Bartholomew cuando regresara. Si regresaba. Eileen había dicho que se había marchado inmediatamente después de que lo hirieran. Estaba equivocada: no era él el herido. Pero, eso sí, se había marchado enseguida. Seguramente había ido al hospital y luego no había podido regresar a San Pablo por culpa de los incendios.

—Humphreys ha ido con ellos.

—¿A qué hospital?

—No lo sé.

—Creo que a St. Bart —dijo Nickleby.

—¿Dónde está?

—Por ahí —dijo el primer vigilante, señalando hacia el extremo norte del tejado y a un mar de humo y llamas.

—Pero no se le ha perdido nada allí. Tiene que ir a un refugio.

Una batería antiaérea empezó a disparar.

—¡Nickleby, llévatela a la cripta! —gritó Peters—. ¡Luego vuelve! —Miró hacia el cielo lleno de humo, escuchando los aviones. Los tenían prácticamente encima—. Aquí viene otra tanda.

Polly dejó que Nickleby la llevara hacia una puerta de la base de la cúpula, luego se zafó de un tirón y bajó corriendo la escalera de piedra de caracol hasta la Galería de los susurros, donde estaba el teléfono de los vigilantes. Pasó corriendo por delante del asombrado voluntario que estaba al aparato y siguió bajando hasta la nave. La recorrió entre un remolino de ceniza ardiente y hojas parroquiales. Pasó por la mesa de las guías y junto a la chamuscada lámina de seis peniques de La luz del mundo, cruzó la puerta y bajó la escalinata hacia el fuego.