—Sí que puedes ir al baile, Cenicienta —le dijo el hada madrina—,…

—Sí que puedes ir al baile, Cenicienta —le dijo el hada madrina—, pero márchate antes de que den las doce o la carroza volverá a ser una calabaza y el vestido un montón de harapos.

La Cenicienta

Blackfriars, 29 de diciembre de 1940

Eileen intentó zafarse de Alf y Binnie, pero seguían inmóviles, interponiéndose entre ella y el torno por el que Bartholomew ya estaba pasando.

—Te hemos buscado por toda la estación —dijo Binnie.

Iban los dos mugrientos, y Binnie llevaba el mismo vestido que le quedaba demasiado pequeño que el día que había ido a pedirle el mapa.

—¿No te alegras de vernos?

«No», pensó Eileen, viendo cómo John Bartholomew se abría paso a codazos hacia la salida.

—¿Qué haces aquí? —le preguntó Binnie.

—¿Por qué no me mandaste el mapa como dijiste que harías? —preguntó Alf.

«No tengo tiempo para esto», pensó Eileen, frenética. Bartholomew casi había llegado a la salida.

—Ahora no puedo hablar con vosotros —dijo, apartando a los niños y corriendo tras él.

Un brazo le cortó el paso.

—¿Adónde cree que va, señorita? —le preguntó el guardia de la estación.

—El hombre que acaba de salir… Tengo que alcanzarlo.

—Lo siento. Nadie puede salir hasta el cese de alerta.

—¡Pero a él lo ha dejado salir! —protestó, empujándole el brazo.

—Es un vigilante de incendios de San Pablo.

—Ya lo sé. Tengo que alcanzarlo —dijo Eileen, agachándose para pasar por debajo de su brazo.

El guardia la agarró por la cintura.

—No, señorita —le dijo. Y luego, con más amabilidad, añadió—: Estar ahí fuera es demasiado peligroso.

—¿Peligroso? —le espetó, casi gritando de rabia—. ¿Peligroso dice? Usted no lo entiende. Si no mando un mensaje a…

—El vigilante estará demasiado ocupado ahora para mensajes. Así que sea buena chica y vuelva abajo, donde estará segura. Lo que tenga que decirle puede esperar a mañana. —La obligó a darse la vuelta y le dio un empujoncito hacia los tornos. Y hacia Alf y Binnie.

—Creíamos que te alegrarías de vernos —le reprochó Binnie—. Tim nos ha dicho que había visto a una señorita llamada Eileen y le he dicho: «¿Eileen qué?» Tim me ha dicho que no lo sabía y yo le he dicho: «Bien, ve a preguntárselo…»

Eileen agarró a la niña por los hombros.

—Escucha. Tengo que salir sin que me vea el guardia. ¿Podéis ayudarme?

—Claro —dijo Alf, desdeñoso.

—Espera aquí —le ordenó Binnie, y los dos se acercaron al guardia.

Eileen no veía lo que hacían pero, al cabo de un momento, el hombre gritó:

—¡Eh, vosotros dos! ¡Volved aquí! —Y corrió tras ellos.

Eileen no esperó a ver hacia dónde iban. Cruzó la puerta como una bala y subió la escalera.

Fuera, la escena era de pesadilla. Había humo por todas partes y, en la cima de la colina, salían llamas del tejado de un edificio. Media docena de bomberos con mangueras combatían los incendios y otros se movían resueltamente alrededor de la bomba y de la ambulancia situadas en medio de la calle, conectando bocas de riego a una y cargando una camilla en la otra. Pero ni rastro del señor Bartholomew. Aquellos minutos de retraso le habían dado mucha ventaja.

Al menos sabía dónde ir, aunque tampoco viera la catedral, solo humo y más humo, nubes de humo gris, rosa y rosado.

«No te hace falta verla —pensó—. Está en la cima de la colina.»

Empezó a subir, pasando junto a la bomba e intentando darse prisa, pero era imposible. El suelo estaba lleno de mangueras, agua y barro. Chapoteó por delante del incendio y de la ambulancia, en la que estaban cargando otra camilla.

—Este está grave —dijo uno de los bomberos que la estaban cargando a nadie en particular—. Ha perdido mucha sangre.

Una mano agarró del brazo a Eileen.

«¡Oh, no! El guardia de la estación», pensó. Pero era el vigilante de la ARP que la había obligado a ir hasta Blackfriars.

—¿Sabe conducir? —le preguntó.

—¿Conducir? —repitió ella, desconcertada—. ¿Qué…?

—Necesito que alguien lleve la ambulancia al hospital. La conductora está inconsciente. Ha recibido un golpe en la cabeza. Y tengo a un teniente del Ejército desangrándose. ¿Es capaz de conducir?

—Sí —dijo Binnie, apareciendo de la nada con Alf.

—El pastor le enseñó —dijo el niño.

—A mí también —dijo Binnie—. Yo conduciré la ambulancia.

—No —le dijo Eileen. Y luego, al vigilante—: Estos niños no tienen nada que…

—¿Sabes algo de primeros auxilios? —le preguntó el vigilante a Binnie.

—Claro. —Se subió a la ambulancia.

—¡Enseñadle lo que tiene que hacer! —les gritó el vigilante a los camilleros. Se volvió hacia Eileen—: No tengo a nadie más a quien pedírselo.

—Usted no lo entiende —le dijo—. Debo llegar a San Pablo. Es un asunto de vida o muerte.

—Esto también. ¡Tengo conductora! —les gritó a los hombres, abrió la puerta de la ambulancia y empujó dentro a Eileen—. Ya está en marcha. Llévelos a St. Bart. Queda más cerca.

—No sé ir.

—Yo sí —dijo Alf, subiéndose—. Me conozco esta zona de Londres al dedillo. Aunque no me hayas devuelto el mapa…

—Será mejor que te des prisa —le dijo Binnie desde detrás—. Sangra mucho. —Y Binnie sabía tanto de primeros auxilios como el hombre de la luna.

Eileen miró por encima del respaldo del asiento hacia atrás, donde la niña estaba en cuclillas, entre las dos camillas, manteniendo un apósito de gasa sobre la pierna empapada de sangre del teniente.

—Presiona tanto como puedas. Empuja hacia abajo —le dijo, pensando: «Gracias a dios que lady Caroline insistió en que asistiera a las clases de primeros auxilios.»

—¿Es muy grave? —preguntó débilmente el teniente.

Eileen no se había dado cuenta hasta entonces de que estuviera consciente.

—No lo es.

—¿Qué no? —exclamó Binnie—. Mira toda esta sangre.

—No debe preocuparse —le dijo Eileen al teniente, fulminando a Binnie con la mirada—. Lo llevamos al hospital.

Miró lo que había en la ambulancia, buscado esparadrapo para sujetar la gasa sobre la herida, pero no había ni rastro del botiquín y la conductora, tendida en la otra camilla, no estaba en condiciones de decirle qué había sido de él. Estaba inconsciente, con la cara pálida incluso a la luz anaranjada del fuego. Los dos tenían que llegar al hospital inmediatamente. Eso si Eileen lograba dar con él. Y si podía salir del lugar del incidente. Había llegado otro camión de bomberos haciendo sonar las campanas y le bloqueaba el paso.

Tuvo que dar marcha atrás y dar la vuelta con una ambulancia que era al menos tres veces más grande que el Austin del pastor.

—¿Por dónde? —le preguntó a Alf.

—Por ahí.

Recorrían calles en llamas. Parecía haber al menos un incendio en cada una y, en las pocas en las que no había ninguno, chisporroteaban las incendiarias.

—Dobla en el cruce —dijo Alf.

—¿Hacia dónde?

—Hacia la derecha. No… hacia la izquierda.

—¿Estás seguro de que sabes ir a St. Bart?

—Claro. Estábamos allí cuando… —Calló de golpe.

—Cuando qué —le preguntó Eileen, mirándolo de reojo.

No respondió.

—Si tuviera mi mapa, no dudaría —refunfuñó—. ¿Por qué no me lo mandaste?

—Te lo traje pero no estabas en casa, así que lo pasé por debajo de la puerta.

—¡Ah! Por eso. Después…

—No has llegado a decirnos qué estabas haciendo en Blackfriars —lo interrumpió Binnie desde detrás.

—Intentaba llegar a San Pablo. Y vosotros dos, ¿qué hacíais allí? —le preguntó Eileen, aunque tenía una cierta idea.

—Nos vamos a un refugio durante los bombardeos, como nos dijiste —repuso virtuosamente Binnie.

Alf asintió.

—El mejor es el de Bank Station, pero a veces vamos a Liverpool Street o a Blackfriars, como hoy. Tiene cantina.

—¿Puedes acelerar? —gritó Binnie desde detrás.

«No», pensó Eileen, aferrada al volante. Había demasiado humo y demasiados obstáculos. La mitad de las calles por las que Alf le decía que tomara estaban bloqueadas por los coches de bomberos o por las llamas.

Caían ascuas sobre el capó de la ambulancia, y a mitad de Old Bailey, los edificios a oscuras de ambos lados de la calle estallaron en llamas de repente, así que Eileen tuvo que dar marcha atrás y tomar por una vía paralela, tan estrecha que no estaba segura de que pasara la ambulancia. Además, si los altos edificios de madera que la flanqueaban se incendiaban como habían hecho los otros, se quedarían atrapados.

—Es divertido, ¿verdad? —dijo Alf—. ¿Nos vamos a morir?

—No —dijo Eileen muy seria. «Acabaréis en la horca»—. Ahora, ¿por dónde? —le preguntó.

—Por ahí. —Señaló hacia el este.

—¿El hospital no queda al norte?

—Sí, pero no podemos ir en esa dirección. Hay incendios.

—¡Binnie! —llamó a la niña—. ¿Ha recuperado el conocimiento la conductora?

—No. Y el teniente se ha dormido.

«¡Oh, no!»

—¿Respira?

—Sí —dijo Binnie, no demasiado segura—. ¿Cuánto tiempo tengo que apretar la venda?

—Hasta que lleguemos. No puedes aflojar la presión ni un segundo, Binnie.

—Ya lo sé —repuso la niña con retintín.

—Ve por ahí —le dijo Alf, señalando hacia una calle que bajaba por la colina hasta el río.

—¿Estás seguro de que este es el camino más corto, Alf? —Hizo una maniobra para evitar una incendiaria que había en medio de la calle.

—Sí. Rodearemos los incendios.

Era más fácil decirlo que hacerlo. Cada pocos minutos los sobrevolaban nuevas oleadas de aviones, seguidos por rachas de llamas blancas y luego amarillas en una docena de puntos, entre los tejados.

«Tendremos que ir hasta Dover para bordear tantos incendios», pensó Eileen.

—Ahora por ahí —le dijo Alf.

—La venda está empapada de sangre —dijo Binnie.

—Sigue ejerciendo presión. No la sueltes.

—La sangre me moja las manos. ¡Las tengo rojas! —exclamó Binnie.

—¿Puedo verlo? —preguntó entusiasmado Alf.

—No. —Eileen volvió a sentarlo en el asiento delantero con una mano—. Te necesito para que me guíes. ¡Binnie, aprieta fuerte!

—¡Eso hago!

—Buena chica. Llegaremos enseguida —dijo, aunque lo dudaba. Tardarían una eternidad girando por una calle tras otra siguiendo las órdenes de Alf mientras a su alrededor Londres ardía hasta los cimientos.

—Hay sangre por todas partes —dijo Binnie, con una desesperación impropia de ella.

Eileen aparcó junto al bordillo y pasó por encima del asiento para ir a ver qué pasaba. Binnie tenía razón. Había sangre por todas partes. La niña apretaba valientemente, pero no tenía la fuerza suficiente para restañar la hemorragia.

—Vega, déjame a mí —dijo Eileen, y Binnie se apartó inmediatamente.

Salió un chorro de sangre.

—¡Anda! —exclamó Alf—. ¡Mira eso!

Eileen presionó con todas sus fuerzas. La hemorragia disminuyó pero no cesó. Se puso de rodillas, se inclinó hacia delante para descargar todo el peso sobre el oficial y apretó.

—Se para —dijo Binnie.

Pero ¿de qué servía eso? En cuanto soltara la gasa, la herida volvería a sangrar, y no podían quedarse allí indefinidamente. La única esperanza para el teniente era llegar al hospital, y pronto.

—¿Binnie? ¿Te ves capaz de conducir? —le preguntó.

—Pues claro —dijo Binnie. Pasó por encima de los asientos y ocupó el del conductor.

—¿Te acuerdas de cómo se ponía la primera?

Binnie respondió apretando el embrague, metiendo primera y arrancando a toda pastilla.

«Nos va a matar», pensó Eileen, pero no le dijo que frenara. La velocidad era su única esperanza tanto para el oficial como para la conductora, que parecía muerta. Ni siquiera inclinándose sobre él lo oía respirar.

—A la derecha —dijo Alf—. Ahora por ahí. Ahora gira a la izquierda.

Por lo que parecía, Binnie seguía sus indicaciones, porque el niño no la llamaba cabeza de chorlito. Esperaba fervientemente que supiera cómo llegar y no estuviera únicamente mareándolos. Pero solo dudó una vez, cuando dijo:

—Es la siguiente, creo, o la otra. No, da marcha atrás, era la primera.

Binnie metió la marcha atrás, retrocedió y dobló por la calle que le indicaba.

Eileen no tuvo tiempo de preguntar si se estaban acercando a su destino, porque tenía las manos ocupadas con el teniente, que estaba recuperando la conciencia e intentaba librarse de ella, así que hacía lo que podía para mantener el apósito en su sitio.

—Ahora ve recto por esa calle —dijo Alf—. Hasta el final.

Hubo un breve silencio y luego Binnie dijo, en tono acusador:

—Aquí no hay salida, solo edificios.

—Ya lo sé —repuso Alf—. Hemos llegado.

Eileen se inclinó hacia la parte delantera del vehículo para mirar por el parabrisas. Habían llegado. Los edificios de piedra de St. Bart se alzaban elegantemente frente a ellos.

—¿Por qué puerta tenemos que entrar? —Le preguntó Binnie a su hermano.

—No sé —dijo el niño—. Eileen, ¿por dónde tenemos que ir?

—Binnie, ven aquí y ocúpate de esto —dijo Eileen.

Binnie pasó por encima del respaldo del asiento delantero y ocupó el lugar de Eileen, que volvió a sentarse en el asiento del conductor. Sin embargo, en la oscuridad no supo por qué puerta entrar con la ambulancia. Había docenas de ellas, ninguna rotulada y ninguna iluminada.

—Voy a ver —dijo Alf y, antes de que pudiera detenerlo, ya se había bajado de la ambulancia y desaparecido.

«Date prisa», pensó Eileen, aferrada al volante, preparada para mover el vehículo en cuanto volviera.

—¿Por qué no vuelve? —preguntó Binnie con pánico—. Vuelve a salirle sangre.

No había señal de Alf. Eileen pitó, pero no acudió nadie.

—Me parece que la conductora ha dejado de respirar —dijo Binnie.

«Van a morir los dos a las puertas de este hospital», pensó Eileen con desesperación. Puso el freno de mano y dijo:

—Voy a buscarlo.

Se bajó de la ambulancia y fue por el camino hasta la puerta más cercana. Estaba cerrada con llave. Intentó abrirla lo que le pareció una eternidad y corrió hacia la siguiente, y hacia la otra. La última se abrió a un pasillo estrecho y pobremente iluminado, con un mostrador a un lado y un letrero que rezaba: «Dispensario.»

Corrió hacia el mostrador, rogando que hubiera alguien.

Había una mujer regordeta de cara dulce con un vestido gris, cofia y cuello blanco con camafeo. Parecía fuera de lugar, como si fuera la anfitriona de un cóctel.

«No me será de ninguna ayuda», pensó Eileen, pero no había nadie más.

—Tengo dos pacientes fuera y no sé por dónde entrar con la ambulancia, porque todas las puertas están cerradas. La conductora está inconsciente y el otro paciente sangra profusamente —le dijo, pensando: «Estoy farfullando. Será incapaz de entenderme.» Pero, sorprendentemente, la mujer la entendió.

—¿Dónde está la ambulancia? —dijo, descolgando el teléfono—. ¿Delante de esta puerta?

—Sí. Quiero decir, no. He estado probando puertas y estaban todas cerradas. Yo…

—Traiga la ambulancia hasta esta puerta —le ordenó la mujer, y dijo por teléfono—: tengo una emergencia en el dispensario. Necesito camilleros de inmediato, y digan que necesitamos una transfusión.

—Gracias. —Eileen suspiró y se fue corriendo a la ambulancia, subió a ella y le dijo a Binnie—: Ya he encontrado ayuda.

Puso en marcha el motor y, cuando llegó a la puerta del dispensario, un grupo de ayudantes la estaba esperando. Abrieron las puertas traseras del vehículo, pusieron a la conductora y al oficial en camillas con ruedas y los cubrieron con sábanas blancas.

—Está sangrando —dijo Binnie, bajándose de la ambulancia—. Tienen que aplicar presión.

El ayudante asintió.

—Vaya con ella y presente su informe —le dijo a Eileen, señalando hacia la enfermera que estaba junto a las camillas.

—Yo no soy… —intentó decir Eileen, pero la enfermera las obligó a ella y a Binnie a entrar.

—¿Dónde la han herido? —le preguntó cuando estuvieron dentro.

—Ella no está herida —dijo Binnie—. Los heridos son ellos. —Indicó las camillas que estaban entrando.

—Vengan conmigo —dijo la enfermera, y las llevó por el pasillo detrás de las camillas, que los ayudantes empujaban a una velocidad de vértigo.

La enfermera también iba muy deprisa.

—Yo no soy la conductora de la ambulancia —dijo Eileen, intentando seguir su ritmo—. Es la mujer herida. Me han reclutado porque sé conducir…

La enfermera no la escuchaba. Había doblado el cuello hacia atrás y escuchaba el zumbido de los aviones, cada vez más fuerte.

«¡Oh, no! —pensó Eileen—. ¿Bombardearon St. Bart el veintinueve?»

Tomaron por otro pasillo y luego por un tercero, al final del cual las camillas desaparecieron tras unas puertas dobles.

—Esperen aquí —dijo la enfermera, y entró también.

—No vas a presentar un informe, ¿verdad? —le preguntó Binnie.

—¿Un informe?

—Sí, de que hemos llevado la ambulancia. No tendremos que decirles cómo nos llamamos, ¿verdad?

—¿Dónde os habíais ido? —preguntó Alf, materializándose de repente.

—¿Dónde habíamos ido? —le espetó indignada Binnie—. ¡El que ha desaparecido has sido tú!

—No. Yo he ido a enterarme de por dónde entrar, como tú me has pedido…

—Sssh —les pidió Eileen—. Esto es un hospital.

Alf miró a su alrededor.

—¿Por qué estáis aquí plantadas? ¿No has dicho que tenías que ir a San Pablo?

—Sí, pero la enfermera…

—Entonces será mejor que nos vayamos antes de que vuelva. La ambulancia está por ahí —dijo Alf.

—No podemos ir a San Pablo en la ambulancia —dijo Eileen—. La necesitan en el hospital.

—Si no tienen a nadie para conducirla, no les sirve de nada. Podemos llevárnosla —dijo el niño, siempre tan práctico.

—Si no es en ambulancia, ¿cómo vas a llegar allí? —le preguntó Binnie—. Está a kilómetros de aquí y el metro ya no pasa.

—¿En serio? ¿Qué hora es? —preguntó Eileen, mirando el reloj.

Eran casi las once. Seguramente hacía mucho que Mike había ido a Blackfriars a buscarla. No tendría ni idea de dónde se había ido. Tenía que volver. Pero ¿cómo? El zumbido de los aviones era cada vez más fuerte y los incendios ya habrían bloqueado casi todas las calles que llevaban a Blackfriars. Además, se habrían extendido durante el rato que ellos llevaban en el hospital y pronto ya nadie podría acercarse a San Pablo. Toda la City estaría en llamas y no tendría modo de reunirse con Mike ni con Polly. Ni con el señor Bartholomew, a quien seguramente a aquellas alturas sus compañeros ya habrían encontrado.

Se habían prometido que ninguno de ellos se marcharía sin los demás, pero ¿y si el portal solo se abría por poco tiempo? ¿Y si no les había quedado otro remedio que marcharse sin ella?

—¿Dónde has dicho que está la ambulancia? —le preguntó a Alf.

—Por ahí —repuso el niño, y arrancó por el pasillo.

—Espera. ¿Cómo sabes que sigue ahí? Alguien puede haberla movido.

Alf se sacó la llave del bolsillo.

—La he cogido para buscaros. Así nadie puede robarla.

—¡Alf!

—Hay muchos ladrones por ahí durante los bombardeos —dijo, poniendo cara de inocente.

—Será mejor que nos vayamos antes de que vuelva esa enfermera y nos pida cómo nos llamamos —dijo Binnie.

—Por aquí —les indicó Alf—. Rápido. —Y los guio por un laberinto de pasillos hasta el del dispensario.

Binnie se rezagó.

—Creo que no deberíamos pasar por ahí —dijo—. ¿Y si está esa señora?

—¿Y qué? —dijo Alf—. No estamos haciendo nada malo, solo pasamos. Por aquí es más corto.

—Vale —convino la niña, reacia, y bajó la voz para decir—: pero de puntillas.

—Si vamos de puntillas sospechará de nosotros —le respondió Eileen, también susurrando—. Tenemos que caminar con normalidad. Ni siquiera nos verá.

Binnie no quedó convencida.

—Tiene pinta de ser de esas a las que no se les escapa nada.

Alf asintió.

—Como el revisor de Bank Station.

—Es vuestra conciencia culpable la que habla —dijo Eileen—. Ella no es así.

Avanzó confiada por el pasillo. La puerta del dispensario estaba entreabierta. Dentro, la mujer que la había ayudado contaba comprimidos blancos con una varilla metálica y la cabeza inclinada sobre la bandeja.

«No levantes la vista», rogó Eileen mientras pasaban.

No la levantó.

Eileen abrió la puerta y se escurrieron hacia el exterior. Había contado con que la oscuridad los protegiera una vez fuera, pero el camino estaba casi tan iluminado como el pasillo. El cielo nuboso estaba teñido de naranja y rosa y los edificios del hospital arrojaban extrañas sombras angulosas y rojas como la sangre sobre la ambulancia allí aparcada.

Eileen hizo subir a Binnie y Alf a la parte trasera.

—Agachaos para que no os vean hasta que estemos lejos del hospital —les dijo, metiendo la llave en el contacto. Esperaba ser capaz de hacer arrancar el motor. La ambulancia ya estaba en marcha cuando el hombre del equipo de rescate le había pedido que se la llevara. Pisó el acelerador y soltó el embrague, rogando que el motor respondiera. Así fue y, luego, de repente, se caló.

—¡Vamos! —la urgió Alf desde la parte posterior—. ¡Date prisa!

Eileen lo intentó de nuevo, apretando el acelerador despacio y soltando el embrague con suavidad, tal como le había enseñado el pastor. Esta vez el motor no se caló. Miró por el espejo retrovisor y se alejó marcha atrás de la puerta.

Un puño golpeó el cristal de la ventanilla del acompañante.

Eileen dio un respingo y el motor se caló. Era un hombre con bata blanca.

—¡Vámonos ya! —dijo Alf.

—¡Acelera! —le ordenó Binnie, inclinándose por encima del respaldo del asiento delantero—. ¡Venga!

—¡No puedo! —dijo Eileen, intentando desesperadamente poner en marcha el motor.

No había manera de que arrancara. El hombre, de unos sesenta años, abrió la puerta y asomó la cabeza.

—¿Es usted la joven que ha traído a la conductora de la ambulancia?

Eileen asintió.

—Bien. —Se sentó a su lado. Llevaba un maletín de cuero negro—. La señora Mallowan me ha dicho que estaba usted aquí fuera. Gracias a Dios que todavía no se ha marchado. Soy el doctor Cross. Necesito que me lleve a Moorgate.

Los niños se habían escondido para que no los viera.

—¿A Moorgate?

El médico asintió.

—Hay una joven en la estación de metro. Está demasiado mal para que la trasladen. —Cerró la puerta de la ambulancia—. Tendremos que tratarla allí mismo.

—Pero yo no puedo… No soy conductora de ambulancias…

—La señora Mallowan me ha dicho que la han reclutado para traer a la conductora herida y al teniente.

—No puede llevarlo —dijo Alf, saliendo de repente de la parte trasera.

—¡Dios santo! Un polizón —dijo el doctor Cross. Y cuando Binnie apareció al lado de su hermano—: Dos polizones.

—Somos sus ayudantes —dijo Binnie—. No puede llevarlo a Moorgate. Tiene que ir a San Pablo.

—¿A recoger un paciente?

—Sí —aseguró Alf.

—Hay un vigilante de incendios herido —apuntó Eileen.

—Tendrán que mandar otra ambulancia. —Se inclinó hacia el volante e hizo sonar el claxon. Un ayudante salió a la puerta—. ¡En cuanto vuelva Dawkins —le gritó el médico—, mándala a San Pablo! —Se volvió hacia Eileen—. Ya está, vámonos.

—No estamos seguros de si arrancará —dijo Alf.

—Antes no ha arrancado —añadió Binnie.

«Y si no consigo arrancar, el doctor Cross tendrá que encontrar a otro que le lleve», pensó Eileen, y tiró fuerte del estárter como había hecho en la primera clase de conducción.

La ambulancia se puso en marcha instantáneamente. Metió la marcha y soltó el estárter con brusquedad suficiente para que se ahogara el motor. No sirvió de nada. Ronroneaba como un gatito.

—Gire a la izquierda —le dijo el médico—, y luego otra vez a la izquierda por Smithfield.

Eileen salió marcha atrás del patio en el que estaba entrando otra ambulancia. ¿Por qué no habría llegado cinco minutos antes? Redujo la velocidad, intentando pensar en algo que decirle al médico para convencerlo de que se marchara en la otra ambulancia.

Dos hombres con casco y mono se apeaban de la trasera. Sacaron a un hombre en parihuelas. Los ayudantes se arracimaron a su alrededor.

—Rápido —le dijo el doctor a Eileen—. No tenemos mucho tiempo.