En toda ocasión se confabulan contra mí.

En toda ocasión se confabulan contra mí.

WILLIAM SHAKESPEARE,

Hamlet

Catedral de San Pablo, 29 de diciembre de 1940

Eileen miró cómo el vigilante de la ARP esquivaba la incendiaria y perseguía a Polly escaleras arriba.

—¡Eh, usted! ¡Deténgase! —le gritó. Pero Polly ya había entrado y la puerta había vuelto a cerrarse.

Por un segundo, Eileen temió que entrara tras ella, pero la incendiaria empezó a girar chisporroteando y echando gotas de magnesio fundido, así que el hombre se detuvo para sacudirse el abrigo y los brazos.

Mike corrió a ayudarlo, dando manotazos para apagar las chispas. La incendiaria daba vueltas acercándose al vigilante y al borde del escalón.

—¡Cuidado! —gritó Eileen.

La bomba cayó del escalón sin dejar de girar y bajó otros dos, arrojando una lluvia de chispas hirientes. Instintivamente, Eileen retrocedió, trastabilló y tuvo que hacer un molinete con los brazos para recuperar el equilibrio.

Hubo otro silbido estridente.

—¡Dios! —gritó Mike, corriendo hacia ella—. Caen más. ¡Tenemos que marcharnos de aquí! —La agarró de la mano.

Sortearon la incendiaria y subieron corriendo los escalones, pero era demasiado tarde. Otra bomba cayó en el pórtico, silbando e interponiéndose entre ellos y la puerta. Retrocedieron, apartándose, y cayeron en manos del vigilante de la ARP.

—¡Por aquí! —les gritó—. ¡Rápido! —Los agarró del brazo y los obligó a bajar la escalinata y a ir hacia un costado de la catedral.

Cayeron más incendiarias parpadeando entre los árboles y los arbustos del cementerio y por la calle mientras los empujaba colina abajo.

—¿Adónde vamos? —gritó Mike.

—¡A un refugio! —le respondió el vigilante, también a gritos, para que lo oyera a pesar del estruendo de los aviones—. ¡No se aparten de los edificios!

Otro chacoloteo, a varias calles de distancia, y un estallido sordo.

«Eso ha sido una bomba de alto impacto —pensó Eileen—. Mike dijo que solo cayeron incendiarias.»

Doblaron una esquina. Había una mujer con dos niños acurrucados en un portal.

—Vamos —les dijo el vigilante, soltando a Mike para ocuparse de ellos—. Tenemos que alejarnos de aquí.

Tenía razón. Los incendios los rodeaban, tiñendo de naranja la estridente luz blanca de las incendiarias.

El grupo se apresuró. Iban todos con la cabeza gacha, pegados a la hilera de almacenes de madera. Dos ancianos se les unieron.

Mike se inclinó hacia Eileen sin dejar de correr.

—Si nos separamos —le dijo—, ve a Blackfriars con él y espérame allí.

—¿Por qué? ¿Qué vas a hacer?

—Tengo que entrar en San Pablo.

—Pero… —Eileen miró temerosa hacia la cima de la colina completamente iluminada por los incendios.

—Solo tenemos esta noche para encontrar a Bartholomew —dijo Mike—, y Polly ni siquiera sabe qué aspecto tiene.

—Pero ¿no habías dicho que no debíamos separarnos?

—Así es. Pero, si lo hacemos, no podremos permitirnos el lujo de perder tiempo yendo de acá para allá para buscarnos los unos a los otros. Solo tenemos un par de horas de margen para llegar al portal…

Calló cuando el vigilante volvió la cabeza para decir:

—Casi hemos llegado. —Señaló hacia una bocacalle—. Hay un refugio de superficie justo al doblar la esquina.

Un refugio de superficie. Polly había dicho que habían bombardeado uno.

—Pensaba que nos llevaba a Blackfriars —le gritó Eileen al hombre intentando hacerse oír.

—¡Este está más cerca!

Doblaron la esquina y se pararon. El edificio del final de la manzana ardía; salían llamas y humo del último piso. Un coche de bomberos bloqueaba la estrecha calle. Los bomberos daban vueltas alrededor, desenrollando mangueras y echando chorros de agua hacia las llamaradas.

Eileen retrocedió involuntariamente y chocó con otro bombero, que le gritó:

—¡Por esta calle no se puede pasar! —Luego le dijo al vigilante—: ¿Qué está haciendo aquí esta gente?

—Los llevo al refugio de Pilgrim Street —dijo el hombre, a la defensiva.

—Esto es una zona restringida. Tendrá que llevarlos a Blackfriars.

—Espera —dijo otro bombero, apartándose del camión. Llevaba un bebé en brazos. Se lo entregó a Eileen—. Tenga. Llévesela —le dijo, como si fuera un paquete.

Inmediatamente, la criatura se echó a llorar.

—Pero yo no puedo… —protestó Eileen, y se volvió hacia Mike para que la apoyara.

Ya no estaba. Seguramente había aprovechado la confusión para ir a echarle una mano a Polly y la había dejado allí. Con un bebé.

El bombero ya se iba.

—Espere, ¿dónde está su madre? —le gritó, imponiéndose a los berridos de la pequeña—. ¿Cómo sabrá dónde encontrarla?

El bombero la miró y luego miró el edificio en llamas, cabeceando con gravedad.

—Vamos —dijo el vigilante de la ARP, y se llevó a Eileen y a los demás otra vez hacia la esquina y colina abajo, pasando por encima de las mangas de incendios.

La niña lloraba tan fuerte que Eileen no oía las baterías antiaéreas.

—Sssh, todo va bien —le susurraba—. Nos vamos a un refugio.

Redobló el llanto.

«Sé exactamente cómo te sientes», pensó Eileen.

La pareja y la adolescente se habían adelantado, así que el vigilante se volvió impaciente hacia Eileen.

—¿No puede hacer callar a esa cría? —le reprochó, como si estuviera violando alguna norma del apagón.

Al menos iban a Blackfriars y, entre los incendios y los focos, veía la calle y la estación de metro.

—Sssh, ya hemos llegado, cariño. Ya estamos en el refugio —le dijo al bebé, corriendo hacia las escaleras y entrando.

La niña dejó repentinamente de llorar y se puso a mirar la abarrotada estación, frotándose los ojos. Tenía aproximadamente un año e iba muy sucia de hollín.

«A lo mejor se ha quemado y por eso llora tanto», pensó Eileen, examinándole las piernas y los brazos regordetes. No vio ninguna quemadura. Tenía las mejillas coloradas, pero era seguramente de llorar, lo que parecía a punto de volver a hacer.

—¿Cómo te llamas, cariño? —le preguntó para distraerla—. ¿Eh? ¿Cómo te llamas? ¿Qué voy a hacer contigo?

Tenía que encontrar a alguien con autoridad para entregarle a la criatura.

Se acercó a la taquilla.

—¿Podría…? —dijo, y la pequeña se echó de nuevo a llorar—. Esta niña ha perdido a su madre y un bombero me ha pedido que la entregue a las autoridades.

—¿A las autoridades? —le respondió el taquillero también gritando, sin entenderla. Mala señal.

—¿Tienen ustedes enfermería?

—Un puesto de primeros auxilios —dijo el hombre, sin demasiada convicción.

—¿Dónde?

—En el andén.

Recorrió el andén de extremo a extremo si encontrar el puesto. La niña no dejaba de llorar ni un momento.

—No recuerdo haberlo visto nunca —le dijo un refugiado al que preguntó—. ¿Hay algún puesto de primeros auxilios en esta estación, Maude? —le dijo a su mujer, que se estaba recogiendo el pelo con horquillas.

—No —repuso Maude, abriendo una horquilla con los dientes—. Hay una cantina en el vestíbulo de District Line.

—Gracias. —Eileen fue por el túnel. Increíblemente, no había nadie.

«Puede que no sea tan sorprendente», pensó luego, pasando varios charcos. Rezumaba agua del techo y había un sospechoso tufo que no era precisamente de agua. Fue deprisa hacia las escaleras del fondo. A medio camino se vio repentinamente rodeada por una pandilla de críos de entre seis y doce años aproximadamente, tremendamente sucios.

«Los carteristas de Fagin», pensó, agarrando con fuerza el bolso y al bebé.

—¿Nos da dos peniques? —le pidió uno, con la mano tendida.

—Lo siento —dijo ella.

—¿Por qué llora su bebé? —le preguntó el mayor, desafiándola.

—¿Está enfermo?

—¿Cómo se llama?

—¿Tiene cólico?

Metieron baza consecutivamente los demás, moviéndose a su alrededor.

—Llora porque la estáis asustando —le dijo—. Así que largo.

—Yo la he oído decirle al taquillero que no era su bebé —dijo la niña—. Por eso está llorando, me parece.

—Apuesto a que la ha robado —dijo el mayor.

La niña se le puso detrás.

—Por eso no quiere decirnos cómo se llama —dijo el más pequeño, sin mirar deliberadamente a la niña, que se iba acercando al bolso de Eileen—. Porque no lo sabe. Si es su bebé, ¿cómo se llama?

—Michael —dijo Eileen, marchándose rápidamente.

Corrieron tras ella.

—¿Cómo se llama usted?

—Eileen —repuso, sin aflojar el paso, y dobló la esquina hacia una escalera llena de gente.

La gente sentada y acostada en los escalones hacía casi imposible subir, pero le dio igual. Los niños se habían volatilizado con tal rapidez que creyó que había algún guarda arriba e intentó localizarlo. No había nadie de uniforme, solo gente en pijama con el abrigo puesto. Refugiados y evacuados.

Eileen se colocó mejor a la niña y se abrió paso escaleras arriba. Salió al vestíbulo de District Line. No había cantina ni puesto de primeros auxilios.

—¡Oh, Dios! —exclamó, y se arrepintió inmediatamente.

El bebé, que había dejado de llorar un poco durante su encuentro con los pilluelos, se puso otra vez a berrear.

—Sssh —le dijo Eileen, acercándose a dos mujeres que estaban de pie, hablando—. Tengo que entregar este bebé a las autoridades —dijo sin más preámbulos—. Su madre ha muerto en un incendio. Pero no encuentro…

—Tiene que llevarlo al puesto de la WVS —dijo una de inmediato—. Se ocupan de las víctimas de los incidentes.

—¿Dónde está? —le preguntó Eileen, mirando a su alrededor.

—En Embankment.

—¿En Embankment? ¡Ah! Pero es que…

—En el andén, dirección oeste —dijo la mujer, y las dos se marcharon apresuradamente.

«Antes de que pueda endosarles a la pequeña», pensó Eileen. ¿Y ahora, qué? No podía llevarla a Embankment. Mike le había dicho que lo esperara allí. Si encontraba a John Bartholomew…

Pero no podría irse con él llevándose a la criatura y Embankment estaba a solo dos paradas de allí, aunque Polly había dicho que habían bombardeado una de las líneas. ¿Y si no conseguía volver? No podía arriesgarse. Tenía que encontrar a alguien que se quedara con el bebé allí mismo.

Observó a la gente que había en el andén, buscando a alguien con aspecto maternal. Una mujer estaba bañando a un bebé un barreño.

—Sssh, cariño, no llores —le susurró a la niña, pasando con cuidado entre los zapatos de la gente y los pies descalzos con calcetines para llegar hasta ella.

—Me preguntaba si podría usted ayudarme —le dijo a la mujer, que desdoblaba una toalla—. Intento encontrar a la madre de esta criatura.

—No soy yo —dijo la mujer, lavándole la cara a su hijo. Al pequeño no le gusto, se echó a llorar y el bebé de Eileen también.

—Lo sé —gritó Eileen para que la otra la oyera—. He pensado si podría cuidarla ya que tiene un hijo propio.

—Tengo seis —dijo la mujer, agarrando una pastilla de jabón y frotándole vigorosamente el pelo al bebé, que lloró más todavía—. No puedo hacerme cargo de otro. Tendrá que buscar a otra persona.

Eileen se lo preguntó a varias, pero todas se negaron a ayudarla.

«A lo mejor debería esperar a que nadie esté mirando, dejarla en el suelo entre la gente y marcharme. Ni siquiera se darán cuenta de que no es de los suyos —pensó. Además, aunque se dieran cuenta, seguramente la cuidarían cuando vieran que no era de nadie. Pero ¿y si no se daban cuenta de su presencia y la pequeña gateaba hasta el borde del andén y se caía a las vías?—. Al final tendré que llevármela a Embankment.»

Salió al andén. Estaba más atestado que los demás. Pasó con cautela entre cestas de picnic y por encima de un tablero de parchís.

—¡Eh, usted! ¡Mire por dónde va! —gritó alguien, pero no a ella sino a dos de los pilluelos que la habían acosado antes.

Salieron disparados hacia ella, desbaratando la partida de parchís. Instintivamente, Eileen agarró con más fuerza el bolso.

—Ha dicho que se llama Eileen —le dijo el niño—. ¿Eileen qué más?

—¿Por qué? —exigió saber ella, cauta—. ¿Me está buscando alguien? ¿Un hombre que cojea?

El niño dijo que no.

—¿La madre del bebé? —le preguntó, a pesar de saber que eso era imposible. El bombero le había dado a entender que había muerto.

—Ya os he dicho que la había robado —le dijo la niña al niño.

—¿Eileen qué más? —insistió él, obstinado.

—O’Reilly. ¿Quién os lo ha preguntado? —Pero ya corrían por el andén a la velocidad del rayo, saltando por encima de los refugiados y pasando como flechas entre los pasajeros que salían del metro que acababa de entrar en la estación.

—¡Cuidado con el hueco del andén! —advirtió el revisor, de pie en la puerta del vagón.

El revisor. No tendría que llevar a la pequeña hasta Embankment. Podía entregársela al revisor para que la llevara al puesto de la WVS. Eso si conseguía llegar hasta él, porque el andén estaba hasta los topes y las puertas ya se cerraban.

—¡Espere! —gritó.

Demasiado tarde.

«Tendré que esperar el siguiente», pensó, abriéndose paso hacia el borde del andén para poderle entregar el bebé al revisor en cuanto se abrieran las puertas. Había estado gimoteando, pero en cuanto Eileen se paró, rompió a llorar de nuevo.

—Sssh —le susurró Eileen—. Vas a hacer un bonito viaje en metro. ¿Te gusta?

La criatura lloraba a pleno pulmón.

—Irás en un metro muy bonito y luego te darán leche y galletas.

—Eso si el metro pasa —dijo el viejo que estaba a su lado—. Dicen que se ha interrumpido el servicio.

—¿Se ha interrumpido? —Eileen escrutó las vías que se adentraban en el túnel, buscando la luz de la máquina en la oscuridad. Nada.

«La historia de mi vida —pensó—, de pie en el andén esperando trenes que nunca llegan, con niños que no quieren tomarlos.»

—Ese bebé debería estar durmiendo —dijo con desaprobación el viejo.

—Tiene usted mucha razón. —Lo miró pensativa, pero tenía un aspecto frágil. Y era malhumorado—. Se lo diré a Hitler.

Se dio cuenta de que los que esperaban se habían animado y miraban la vía. Seguía sin ver luz, pero oía un débil ruido y un soplo de aire le levantó el borde del abrigo y se lo pegó a las piernas.

—¿Lo ve? —se volvió a preguntarle al viejo.

La pequeña soltó un alarido repentino que la dejó sorda y se rebulló en sus brazos.

—No… —jadeó Eileen, agarrándola.

—¡Maaaa! —chillaba, abriendo los bracitos.

Eileen se volvió hacia el andén. Una mujer se les acercaba corriendo, también con los brazos abiertos, tropezando con los refugiados sentados con la espalda apoyada en el muro. Llevaba tanto el rostro como los brazos sucios de hollín y tenía un profundo corte en una mejilla, pero estaba radiante de alegría.

—¡Oh, mi vida! —sollozó, apartando al viejo y casi derribándolo. Le quitó de las manos la pequeña a Eileen y la abrazó—. ¡Creía que nunca volvería a verte y estás aquí! ¿Estás bien? —Sostuvo a la niña en alto frente a sí para verla bien—. No estás herida, ¿verdad?

—Está bien —le dijo Eileen—. Solo un poco asustada.

—Con la explosión te he soltado y no te encontraba y el fuego… Creía…

—Tengo que subir al metro —dijo el viejo, y Eileen vio sorprendida que ya había entrado en la estación.

El hombre se abrió paso hasta las puertas que se abrían.

—Cuidado con el hueco del andén —dijo el revisor al que Eileen había intentado entregar el bebé.

Los pasajeros empezaron a bajarse, echándose encima de la madre y la niña, que ni lo notaron. La criatura gorjeaba alegremente y la madre la arrullaba.

—Mamá te ha estado buscado por todas partes…

Un pasajero chocó con Eileen en su apresuramiento.

—Lo siento —murmuró, y pasó a su lado como una flecha, tan deprisa que ya estaba casi al final del andén cuando se dio cuenta de quién se trataba.

Era John Bartholomew. No llevaba el uniforme de vigilante de incendios, sino un sobretodo y una bufanda de lana al cuello, pero era él. Eileen estaba segura, a pesar de su apariencia más juvenil y de que se suponía que estaba en San Pablo y no allí, en Blackfriars.

Seguramente estaba en otra parte y había vuelto en cuanto había empezado la incursión aérea. Por eso se abría paso a codazos entre la gente: para llegar a San Pablo.

—¡Señor Bartholomew! —gritó Eileen, persiguiéndolo por el andén.

Él no volvió la cabeza y siguió avanzando a empujones hacia la salida y por el túnel.

«¡Oh, no! Está usando un seudónimo», pensó Eileen. ¿Cómo se dirigían a los vigilantes de incendios?

—¡Oficial! —llamó, corriendo por el túnel hacia la escalera—. ¡Vigilante! ¡Espere!

Él ya estaba a mitad de la escalera.

—¡Oficial Bartholomew! —gritó Eileen, pisando el tablero de parchís, que voló. Los dados y las fichas se esparcieron por el suelo.

—¡Eh…! —se quejaron los niños que habían estado jugando.

—Lo siento —se disculpó, sin dejar de correr hacia la escalera, sorteando teteras y zapatos.

—¡Mire por dónde va! —le gritó alguien cuando ya corría por el túnel y hacia la escalera mecánica—. Esto no es un hipódromo, ¿sabe?

John Bartholomew ya había llegado al final de la escalera mecánica.

—¡Señor Bartholomew! —gritó, desesperadamente, subiendo los escalones de dos en dos.

Arriba la estación estaba llena de gente que iba entrando con niños y sacos de dormir y, por raro que pareciera, un buen montón de libros. Tardó un segundo en localizarlo, pero luego distinguió su pelo oscuro. Iba hacia los tornos.

Fue hacia él, a contracorriente, llamándolo.

—¡Señor Bartholomew! ¡Espere!

Era imposible que la oyera con aquel barullo. Se abrió paso entre un grupo de mujeres, y corrió tras él.

—¡Señor Barthol…! —gritó, y dos pilluelos se le plantaron delante.

—Te dije que era ella —dijo Binnie.

—¡Alf, Binnie! —Eileen miró desesperada más allá de ellos. John Bartholomew pasaba por el torno camino de la salida—. No tengo tiempo…

Intentó dejarlos atrás pero se mantuvieron firmemente plantados delante de ella, bloqueándole el paso, y Binnie la agarró del brazo.

—Te hemos estado buscando por todas partes —le dijo.

—Sí. —Alf cruzó los brazos sobre el pecho—. ¿Dónde está mi mapa?