Esta noche, los bombarderos del Reich alemán han atacado Londres…

Esta noche, los bombarderos del Reich alemán han atacado Londres donde más le duele: en el corazón. La catedral de San Pablo arde hasta los cimientos mientras les hablo.

EDWARD R. MURROW,

emisión radiofónica del 29 de diciembre de 1940

Catedral de San Pablo, 29 de diciembre de 1940

La puerta se cerró detrás de Polly. Dentro de la catedral la oscuridad era absoluta. Tendría que haber habido una luz debajo de la cúpula para que los vigilantes de incendios se orientaran, pero no la vio. No veía nada. Tampoco oía nada, aparte de la reverberación de la puerta que acababa de cerrarse. Ni aviones, ni la chisporroteante incendiaria; nada, ni siquiera las sirenas. Pero el vigilante le iba pisando los talones. Entraría por aquella misma puerta en cualquier momento. Tenía que esconderse.

Se detuvo un momento, deseando que los ojos se le acostumbraran a la oscuridad, intentando recordar qué había en aquel extremo de la catedral. La escalera de Wren no le servía, porque estaba bloqueada, y La luz del mundo era un cuadro demasiado pequeño para ocultarse detrás. Tendría que haber prestado más atención cuando el señor Humphreys le ensañaba el templo. Seguía sin ver nada, ni siquiera siluetas.

Tanteó en busca del muro, con los brazos estirados, como una niña jugando a la gallinita ciega. Piedra y luego un espacio abierto con barrotes de hierro finos. La reja de la capilla. Pasó la mano apresuradamente por los barrotes, ansiosa por entrar, y notó que la puerta se abría al tocarla. La cruzó de inmediato y entró, siempre tanteando. En la capilla había un altar con un gran retablo tallado al fondo. Podía esconderse detrás. Chocó con algo de madera, golpeándose una rodilla.

«Los reclinatorios», pensó, agachándose para tocar su parte delantera, alta hasta la cintura. Estaban alineados a ambos lados de la capilla, lo que significaba que el altar estaba…

Se abrió una puerta en alguna parte y Polly se acurrucó detrás del reclinatorio, conteniendo el aliento y aguzando el oído. Una voz, demasiado suave y distorsionada para que fuera inteligible y luego otra, respondiendo a la primera. Después pasos. ¿El vigilante de la ARP? ¿Uno de los vigilantes de incendios haciendo su ronda? Tenía que ser el vigilante de incendios. Oyó de nuevo pasos, esta vez más rápidos y alejándose, y luego una puerta, demasiado poco sonora para ser la misma por la que había entrado, cerrándose.

Esperó un poco más, esperando que Mike o Eileen o ambos hubieran podido librarse del vigilante. Los dos sabían qué aspecto tenía John Bartholomew, y Mike podía hacerse pasar por voluntario de los vigilantes de incendios. No había mujeres realizando aquella tarea, así que era improbable que dejaran a una subir a los tejados para buscar a alguien, aunque supiera cómo llegar. Pero ella sabía cómo llegar a la cripta. Podía pedirle al oficial al mando que le diera un mensaje al señor Bartholomew.

Salió con cautela de detrás del reclinatorio, se aseguró de que no hubiera un haz de linterna barriendo el pasillo o en la nave posterior y se acercó tanteando a la puerta. Una luz la cegó de repente. Se lanzó de nuevo al refugio del reclinatorio, golpeándose otra vez la rodilla, antes de darse cuenta de lo que había visto. Una bengala. Miró hacia arriba cuando oyó un golpeteo en el tejado, como si alguien hubiera lanzado un puñado de guijarros. Incendiarias. Luego las voces procedentes de la cúpula y más portazos y pasos subiendo las escaleras.

Todavía a ciegas, Polly tanteó buscando la puerta y la abrió, intentando no hacer ruido. Pasó a la nave y se quedó de pie un minuto, esperando recuperar algo de visión. Creyó haberlo hecho cuando logró distinguir las siluetas oscuras de los arcos, el monumento a Wellington tapiado y el coro. Supuso entonces que por fin sus ojos se habían adaptado a la falta de luz, pero, cuando miró hacia atrás y hacia arriba, las ventanas estaban iluminadas de amarillo.

«Fuego», pensó, agradeciendo con culpabilidad la luz. Había la suficiente para que viera por dónde iba sin tropezar con los barreños colocados al pie de las enormes columnas o con las bombas extintoras apoyadas en ellas.

«Van a necesitarlas todas esta noche», pensó, apresurándose por el pasillo sur, más allá de La luz del mundo, aunque no se veía del cuadro más que el farol en la casi completa oscuridad, levemente dorado, a pesar de que la luz de las ventanas era cada vez más intensa y anaranjada y también llegaba claridad procedente del transepto norte.

En el pasillo se oía el zumbido de los aviones, puntuado por los disparos de las baterías antiaéreas. Otra tanda de incendiarias repiqueteó en los tejados mientras pasaba junto a las apretadas filas de sillas, tan fuerte que miró hacia arriba porque le pareció que caerían al suelo de mármol, frente a ella. No hubo más carreras, sin embargo. Todos los vigilantes de incendios debían estar ya en los tejados. Una puerta se cerró con violencia en el extremo de la catedral en el que acababa de estar y esta vez no le cupo duda de que había sido una de las que daban al exterior. Buscó desesperada un escondite, se ocultó detrás de la columna más cercana y se pegó a ella, aguzando el oído. Quien fuera que se acercaba, corría hacia ella por el centro de la nave, porque las pisadas resonaban en el suelo de mármol.

Polly rodeó la columna para echar un vistazo. Si era uno de los vigilantes de incendios, podría pedirle que la llevara hasta el señor Bartholomew. Había bastante luz para verlo con claridad. Llevaba un abrigo que aleteaba alrededor de sus piernas mientras corría.

«Es Mike», pensó.

No, no lo era. Cojeaba. ¿Alguien que buscaba refugio? La gente se refugiaba en la cripta, ¿no? Quienquiera que fuese sabía exactamente dónde iba. Corría hacia la cúpula entre las filas de sillas de tijera de madera dispuestas para la misa de vísperas. Tenía que ser un vigilante de incendios. Salió precipitadamente de detrás de la columna, pero el hombre ya casi estaba cruzando el suelo de la cúpula.

—¡Espere! ¡Señor! —gritó Polly, corriendo tras él. Pero ya se había esfumado en la oscuridad.

Se cerró una puerta. ¿Dónde? ¿Había ido hacia el pasillo del coro o hacia el transepto? Recorrió apresuradamente el lado más cercano del transepto y volvió por el opuesto, buscando una puerta. Las escaleras de la Galería de los susurros tenían que estar por allí, en alguna parte, aunque no sabía si conducían hasta los tejados. Encontró las de la cripta, pero bloqueadas por una verja, no por una puerta, y ella había oído una puerta sin lugar a dudas. Tenía que estar en algún punto del coro, así que fue hacia allí…

Chocó con un joven vestido de negro. Polly se sobresaltó y también él, aunque se rehízo enseguida.

—¿Busca el refugio, señorita? Es por aquí. —La agarró del brazo y se la llevó hacia las escaleras de la cripta.

—No. Busco a una persona —dijo ella—. A uno de los vigilantes de incendios.

—En estos momentos están todos ocupados —repuso él, como si le estuviera pidiendo cita—. Si vuelve usted mañana…

Polly cabeceó.

—Tengo que hablar con él ahora. Se llama John Bartholomew…

—Me temo que no sé cómo se llama casi ningún vigilante. —Abrió la verja—. Solo sustituyo a alguien esta noche, ¿sabe?

—¿Está el señor Humphreys?

—No sé si tiene turno. Como le he dicho, yo solo…

—Entonces, ¿hay alguien al mando con quien pueda hablar?

—No. Me temo que el deán Matthews y el señor Allen están en los tejados. Esta noche los bombardeos son masivos. El refugio está al pie de esta escalera —le dijo, apartándose para que lo precediera.

—No… —Se lo pensó mejor. No quería que la llevara por la nave y la dejara en manos del vigilante de la ARP.

Bajaron los escalones de piedra.

—Tenga cuidado —le dijo él—. Estas escaleras están muy mal iluminadas. Por el apagón, ¿sabe usted?

Muy mal iluminadas era decir poco. Pasado el primer rellano no se veía nada y Polly tuvo que apoyar la mano en el frío muro de piedra para guiarse.

—Yo no soy más que uno del coro, ¿sabe? Uno de los voluntarios está enfermo y el deán Matthews me ha pedido ayuda. Ya casi hemos llegado. —Apartó servicial una cortina negra para que Polly pasara.

Estaba en la cripta. A pesar del cielo abovedado y de las tumbas en el suelo, no parecía una cripta. Parecía un puesto de la ARP. Encima de una mesa había un quinqué junto a un fogón de gas con una pava y, al otro lado de la mesa, una hilera de catres con monos y cascos colgados de ganchos en los cabezales. Sin embargo, ningún vigilante.

—¿Van a bajar durante la noche para descansar y tomar un té? —preguntó Polly.

—Esta noche es improbable que lo hagan —dijo él, mirando hacia el techo bajo, que apenas dejaba oír el zumbido de los aviones—. El refugio está por aquí. —La llevó hacia el extremo occidental, pasando por delante de lo que tenía que ser la tumba de Wellington: un enorme sarcófago negro y dorado—. Me parece que van a estar en los tejados toda la noche con tantas bombas.

—Entonces, ¿no puede usted subir para decirle a John Bartholomew que tengo que hablar con él sin falta?

—¿Subir? ¿A los tejados, se refiere? —Cabeceó—. Para empezar, no sé cómo llegar. Por eso el deán Matthews me ha dejado de guardia aquí abajo. Nuestro refugio está justo ahí —añadió, y la llevó por un arco forrado de sacos de arena hasta el fondo de la cripta, donde media docena de mujeres y niños se apiñaban contra un muro sentados en sillas de tijera.

—Otro miembro para nuestro grupito —les dijo el del coro. Y le explicó a Polly—: A estas señoras las han evacuado de un refugio de Watling Street.

—Se ha incendiado —le explicó un niño, que parecía decepcionado de que los hubieran obligado a irse.

—Aquí estarán a salvo —les dijo a todos el del coro, y se marchó rápidamente hacia el puesto de los vigilantes.

No subió las escaleras, sin embargo, ni parecía tener intención de hacerlo. Trasteaba con la pava.

Polly buscó una escalera en aquel extremo de la cripta, pero no vio ninguna. ¿Y ahora qué? ¿Se quedaba allí esperando por si tenía la suerte de que algún vigilante bajara e intentaba entonces convencerlo para que le llevara un mensaje al John Bartholomew?

Por como iban las cosas, era improbable que nadie bajara. Caían más y más incendiarias en los tejados y el ruido de los aviones se oía más fuerte incluso allí abajo.

—¿Se quemará San Pablo? —le preguntó el niño a su madre.

—Eso es imposible —repuso la mujer—. Es de piedra.

Pero aquello no era cierto. En la catedral había tejados interiores de madera, pilares de madera, vigas de madera, bancos de coro de madera, mamparas de madera, sillas de madera. Además había espacios a los que era difícil acceder entre los tejados y que parecían diseñados para que las incendiarias se colaran en ellos, motivo por el cual precisamente los vigilantes trabajaban frenéticamente para que no sucediera.

El del coro tenía razón. No bajaría nadie hasta la mañana siguiente. No podía esperar tanto. Para llegar a los tejados, sin embargo, tendría que pasar al lado del hombre y alejarse de los refugiados, lo que no sería fácil. Cuando el niño intentó pasearse un poco por la cripta, la mujer lo obligó a sentarse, diciendo:

—Ese caballero nos ha dicho que nos quedemos aquí.

—Solo quería ver las tumbas —dijo el niño, lo que le dio a Polly una idea.

—¿No está enterrado aquí el artista que pintó La luz del mundo? —preguntó, dirigiéndose a nadie en particular, y se acercó a leer las placas del muro norte, desplazándose despacio por delante de ellas a la espera de una oportunidad.

El del coro miró el reloj, apartó la pava del fuego y desapareció en uno de los huecos laterales. Polly esperó a que cayera la siguiente tanda de incendiarias y cuando, instintivamente, los refugiados levantaron los ojos hacia el techo, salió disparada hacia el hueco siguiente y se alejó por la cripta, manteniéndose pegada al muro y buscando otro modo de subir a la nave o a los tejados. En dos huecos había montones de sacos de arena recubriendo algo. ¿Los tubos del órgano? ¿John Donne en su sudario? En el siguiente, un enrejado cerrado con candado, pero en el contiguo a este varias palas y rollos de cuerda, una gran cuba de agua… y una escalera. Era la gemela de la que habían usado para bajar, lo que significaba que llegaba únicamente hasta la nave, pero al menos saldría de la cripta y podría alejarse del voluntario. Subió corriendo los escalones, mucho más iluminados, salió al transepto norte… y se dio de bruces con el del coro.

—Por aquí no, señorita. —La agarró con ambas manos—. Baje por ahí. —Se la llevó hacia abajo de nuevo.

—Yo solo…

—Rápido. —No parecía enfadado, solo tenía prisa. La llevó apresuradamente hasta donde estaban los demás refugiados—. Atención todo el mundo —dijo—. Por favor, recojan sus cosas. Tenemos que evacuar el edificio.

Las mujeres empezaron a recoger sus pertenencias.

—Es la segunda vez que tengo que trasladarme esta noche —dijo una, indignada.

—¿Se está quemando San Pablo? —preguntó el niño.

El del coro no respondió.

—Por aquí —dijo, y los llevó hacia una estrecha puerta oculta en un rincón—. Los llevaré a otro refugio.

—Pero usted no lo entiende —protestó Polly—. Es imprescindible que hable con el señor Bartholomew.

—Hable con él en la calle —le dijo, haciéndoles cruzar la puerta en manada—. También estamos evacuando a los vigilantes de incendios.

¿A los vigilantes? ¿Por qué los evacuaban? ¿No tendrían que haber estado sacando incendiarias?

«Da igual —pensó—. Así podrás hablar con Bartholomew.»

—¿Saldrán por aquí? —le preguntó.

—No, por la nave. Es más rápido —repuso el del coro, empujándola para que subiera un corto tramo de escalones hasta la puerta de la calle.

Salieron a un cementerio y a una cacofonía sonora: bombarderos que rugían, repiqueteo de campanas de bomberos, el tableteo ensordecedor de los cañones antiaéreos. El viento soplaba con fuerza, avivando las llamas del incendio de una casa victoriana situada justo detrás del camposanto. El fuego lo iluminaba todo con una luz rojiza espeluznante. Los refugiados se quedaron apiñados en medio de las lápidas, esperando a que el del coro los llevara al refugio. Polly se marchó disparada hacia la fachada oeste de la catedral.

Los vigilantes de incendios ya estaba allí, en la explanada. Pero eran demasiados, una multitud. En realidad no eran los vigilantes sino civiles, más allá de los cuales los bomberos rociaban con mangueras los edificios en llamas de Paternoster Row, de los que la gente congregada en la explanada seguramente había huido. Sin embargo, nadie intentaba refugiarse en San Pablo. Estaban todos de pie, lejos de la escalinata, en el centro de la explanada, totalmente ajenos a los incendios de detrás y al ensordecedor estruendo de los aviones. Miraban paralizados la cúpula. Polly también la miró. A media altura había una llamita blanquiazul.

—¡Una incendiaria! —gritó un hombre que tenía detrás, imponiéndose al rugido de los bombarderos—. Está demasiado arriba para que la alcancen los vigilantes.

—Cuando arda la cúpula —dijo la mujer que tenía al lado—, todo el edificio prenderá como una antorcha.

«No —pensó Polly—. San Pablo no se incendiará. Los vigilantes sacaron veintiocho incendiarias y la salvaron.»

Los vigilantes. Miró hacia el pórtico, pero no había nadie, como tampoco en los escalones ni saliendo por ninguna de las puertas laterales. El del coro había dicho que salir por la nave era más rápido. Eso significaba que los vigilantes ya lo habrían hecho y estaban entre la gente, así que se puso a buscar hombres con mono y casco.

—¡Señor Bartholomew! —gritaba, abriéndose paso a codazos, con la esperanza de que alguien volviera la cabeza—. ¡John Bartholomew!

Había demasiado ruido de baterías antiaéreas y aviones y campanas de coches de bomberos. No conseguía hacerse oír. Tampoco veía ningún casco.

—¡Oh, miren! —dijo la mujer a la que estaba empujando para pasar—. ¡Ya ha prendido!

Polly, consternada, miró hacia arriba. La llamita azulada se había convertido en llamas amarillas que el viento avivaba. Mientras lo miraba, el fuego cobraba fuerza.

—Se acabó —dijo alguien.

—¿No pueden hacer algo? —rogó una mujer.

Una autoritaria voz masculina dijo:

—Me parece que sería apropiado rezar una oración.

Todos callaron.

—Recemos.

Tenía que ser el deán Matthews. El del coro le había dicho que estaba en los tejados, así que seguramente los vigilantes de incendios estaban con él. Polly se orientó por el sonido de su voz, pero la gente, fascinada por el drama de la cúpula, se negó a dejarla pasar, así que se alejó corriendo hacia la catedral y subió los escalones para, desde cierta altura, ver dónde estaban el deán Matthews y los vigilantes. Si reconocía al señor Bartholomew por la descripción que le había dado Eileen…

Se encaramó a la farola del extremo de la escalinata y escrutó la multitud, buscando un alzacuellos. Seguía sin ver al deán ni a los vigilantes. Se desplazó un poco hacia la derecha, intentando conseguir un mejor ángulo de visión para estudiar las caras levantadas, iluminadas por la luz anaranjada de los incendios de Paternoster Row.

Fue descartando las que no podían ser de vigilantes: mujer, mujer, demasiado joven, demasiado viejo…

«¡Dios mío!» Le flaquearon las piernas y tuvo que agarrarse a la farola. Era el señor Dunworthy.