En la guerra, el tiempo es de capital importancia.
WALTER THOMAS LAYTON,
Ministerio de Abastecimiento, 1940
Londres, 29 de diciembre de 1940
—¡No quiero irme a casa! —chilló Theodore—. ¡Quiero ver la comedia musical!
—No podemos verla —dijo Eileen, intentando meterle los brazos, como aspas de molino, en las mangas del abrigo—. Debemos irnos.
—¿Por qué? —gritó Theodore.
—Venga, deja que yo lo coja —dijo Mike, pasando por delante de la institutriz y las tres niñas para agarrarlo.
—¡No…! —lo previno Eileen, pero Theodore ya le había dado una patada.
Mike lo soltó con un gemido.
—Lo siento. Tendría que habértelo advertido. —Se volvió muy seria hacia el niño—. No se dan patadas. Ahora, ponte el abrigo, sé bueno…
—¡No! ¡No quiero irme! —aulló Theodore.
No hubo un solo niño ni un solo adulto en la sala que no se volviera a mirarlo con desaprobación.
—Bueno, ¿qué es este escándalo? —preguntó el acomodador, que llegó seguido por, ¡válgame el cielo!, el que se había negado a dejarlos pasar sin entrada—. Esto es inadmisible. La función está a punto de empezar.
—¿La están molestando estos dos, señorita? —le preguntó a Eileen el que no los había dejado pasar.
—No. Rápido, Theodore —dijo Eileen—. Ellos…
—Antes han intentado entrar en la sala sin pagar —le dijo el acomodador que se había negado a dejarlos pasar al del anfiteatro.
—¡Y un cuerno! —dijo Mike.
—Tenemos entradas —terció rápidamente Polly, enseñándole la suya al acomodador—. Enséñale la tuya, Mike. Solo queríamos hablar un momento con nuestra amiga. Ha pasado una cosa en casa…
—¡No quiero irme a casa! —rugió Theodore, echándose a llorar ruidosamente.
La institutriz tiró de la manga de Polly.
—¿Dice que algo ha pasado en casa? ¿Ha sido un bombardeo? ¿Alguien de su familia ha…?
—No —dijo Polly, y lo lamentó de inmediato. Era la excusa perfecta para salir de allí. Pero su acomodador ya había saltado.
—Entonces no puede decirse que sea una emergencia —dijo, arrebatándole las entradas al acomodador del anfiteatro. Los miró—: Estas entradas son para la fila ocho del patio de butacas. Ni siquiera tendrían que estar ustedes en el anfiteatro.
—Ya lo sé —dijo enfadado Mike—. Solo intentamos hablar con esta joven…
Las luces se apagaron y volvieron a encenderse.
—Está a punto de alzarse el telón —dijo el acomodador del anfiteatro—. Me temo que tengo que pedirles que vuelvan a sus butacas. Ya hablarán con su amiga en el intermedio.
—Pero…
—¡Quiero ver la comedia! —gritó Theodore.
—Y así será, jovencito —dijo el acomodador, mirando fijamente a Mike y Polly—. Señor, señora, ocupen sus localidades o nos veremos obligados a acompañarlos hasta la puerta.
—Vamos a sentarnos —dijo Eileen, inclinándose por delante de las niñas para cogerle la mano a Mike—. Todo irá bien.
—Pero es que no tenemos tiempo…
—Lo sé. Todo irá bien. Lo prometo.
«¿Cómo?», pensó Polly mientras volvían ignominiosamente a sus asientos.
—¿Qué quiere decir con que todo irá bien? —le preguntó Mike.
—No lo sé. A lo mejor que será capaz de convencer a Theodor de la necesidad e irse…
—¿Convencerlo? No creo. —Se frotó la pierna en el punto donde Theodore le había asestado la patada—. ¿Y si no es capaz?
—Entonces me temo que tendremos que esperar hasta el intermedio —dijo Polly, mirando hacia atrás, hacia el pasillo central, donde montaba guardia el acomodador, con los brazos marcialmente cruzados sobre el pecho—. Quizá sea mejor que vayas tú a San Pablo y que yo me lleve a Eileen cuando pueda.
Mike negó con un gesto.
—Iremos todos juntos o no irá nadie.
Se sentaron.
—¿Cuántos actos son hasta el intermedio?
Polly abrió el programa para enterarse. La comedia navideña, que se titulaba Rapunzel: una comedia navideña en tiempo de guerra, era de dos actos, pero en el primero había una docena de canciones, así como números de baile, de magia, juegos malabares y perros amaestrados.
«¡No saldremos nunca de aquí!», pensó. No era de extrañar que sir Godfrey detestara tanto las comedias navideñas. Aquello parecía más un espectáculo de vodevil que una obra de teatro.
—Quiero que empiece —dijo el pequeño sentado al lado de Polly.
—Y yo —le contestó ella.
El telón de amianto ignífugo se levantó, dejando a la vista unas cortinas de terciopelo rojo. El público prorrumpió en aplausos.
«Por fin», pensó Polly.
No pasó nada más.
—A lo mejor Theodore tendrá que ir al baño y podremos cubrirlo con un abrigo y sacarlo o algo —dijo Mike, mirando hacia arriba, hacia el anfiteatro, donde Eileen hablaba muy seria con el niño.
—Sssh. —Se inclinó un niño por delante de Polly para decirle—: Ya empieza.
«Ya era hora», pensó Polly.
La orquesta tocó una fanfarria y una chica muy mona en mallas y jubón salió al escenario con una gran tarjeta que ponía: «En caso de incursión aérea, enseñaremos este aviso.» Le dio la vuelta para que todos vieran el letrero: «Incursión en curso.» Luego volvió a enseñar el dorso y dejó la tarjeta en un lado del escenario.
—Gracias —dijo.
Otro aplauso entusiasta y las cortinas se abrieron para dejar ver un bosque de árboles de cartón piedra y una torre alta del mismo material. Cerca de la parte superior de la torre había una ventanita con una chica rubia peinándose la larga melena.
—¡Oh, pobre de mí! —dijo—. ¡Aquí sentada, encerrada en esta torre! ¿Quién vendrá a rescatarme? —Se asomó a la ventana—. ¡Oh, no! ¡Aquí viene mi cruel carcelera, la malvada bruja!
Surgió una música siniestra del foso de la orquesta y un oficial nazi anadeó por el escenario y se detuvo al pie de la torre.
—¡Sieg heil, Rapunzel, deja caer tu trenza! —ladró con acento alemán—. ¡Ess unna orrrden!
Rapunzel arrojó una cantidad ingente de pelo rubio sobre él, aplastándolo, y luego se frotó las manos vigorosamente.
El publicó la vitoreó y se rio. Por encima de la ensordecedora aclamación, se oyó la voz aguda de Theodore.
—¡No me gusta esta comedia! ¡Quiero irme a casa!
—Vamos —le susurró Polly a Mike—. Lo cogió de la mano, lo sacó al pasillo y bajaron al vestíbulo.
Eileen ya está allí, con un impaciente Theodor que tiraba de su mano.
—Ya os he dicho que todo iría bien —dijo.
—¡Quiero irme! —insistió Theodore.
—Como nosotros —dijo Polly—, cogiéndolo de la otra mano.
El acomodador, resplandeciente, mantuvo la puerta abierta para que salieran del teatro.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Eileen en cuanto estuvieron en la calle—. Has dicho que no habías encontrado al equipo de recuperación. ¿Has encontrado a algún otro historiador?
—Sí —dijo Mike—. John Bartholomew.
—¿El señor Bartholomew? —Eileen dejó de mirarlo para mirar a Polly—. Pero ¿no le has dicho a Mike que ya se ha ido?
—No se ha ido —repuso este—. Lo entendiste mal. Estaba aquí durante el bombardeo de San Pablo, que va a ser esta noche.
—Theodore los escuchaba ávidamente.
—¿No podríamos hablar de esto cuando hayamos dejado al niño en casa? —dijo Polly.
—Sí. Necesitamos un taxi —dijo Mike, mirando hacia el extremo de la calle—. Tú sabes la dirección, ¿verdad, Eileen? Podemos pagar al taxista por adelantado y decirle que…
—No podemos mandarlo solo a casa —dijo Eileen—. Su madre está trabajando. Por eso he tenido que llevarlo yo al teatro.
—Bueno, tiene que haber algún pariente o un vecino…
—Está la señora Owens, pero es posible que tampoco esté en casa, y no puedo mandarlo solo sin estar segura de si habrá alguien esperándolo. Tiene seis años.
—No lo entiendes —le dijo Mike—. Solo nos queda hoy para encontrar a Bartholomew. Se marcha mañana.
—Pero no nos iremos con él, ¿no? Solo mandaremos un mensaje a Oxford para decir dónde estamos. Así que puedo acompañar a casa a Theodore y vosotros le decís al equipo de recuperación que venga a buscarme mañana a casa de la señora Rickett. Como hizo Shackleton. Así os aseguraréis de que Polly regrese, ya que es la que tiene fecha límite.
—Polly no sabe qué aspecto tiene Bartholomew. Tú sí —dijo Mike—. Y esta noche… —miró a Theodore y bajó la voz— va a ser uno de los peores bombardeos de la guerra, y Bartholomew estará en medio del fregado. Por tanto, necesitamos salir de aquí antes de que empiece. Tenemos que encontrarlo, conseguir que nos lleve a su portal y pasar un mensaje diciéndoles que nos recojan esta tarde.
—Ya lo sé —dijo Eileen—, pero Theodore es responsabilidad mía. No puedo abandonarlo.
—A lo mejor podemos buscar a alguien que lo acompañe —sugirió Polly—. ¿No dijiste que lo dejaste al cuidado de un soldado cuando viajó desde Backbury?
—Sí, pero sabía que su madre lo estaría esperando en la estación. No puedo entregárselo a un completo desconocido.
—A un desconocido no —dijo Polly—. Podemos volver a casa de la señora Rickett y ver si la señorita Laburnum…
—¿Estás segura de que estará? —le preguntó Mike.
—No. —Frunció el ceño, pensando, y luego dijo—: Me parece que será más rápido que lo acompañemos nosotros. ¿Te parece que podrás encontrar a alguien del vecindario que se quede con él si lo llevamos?
—Sí, estoy segura de que podremos.
—Entonces vamos. ¿Dónde es más fácil encontrar un taxi?
—En metro llegaremos antes —dijo Eileen—. Hay que dar varios rodeos entre aquí y Stepney.
«Esperemos que el metro a Stepney funcione y que Theodore no diga de repente que no quiere ir en metro», pensó Polly.
Sin embargo, el niño se subió al vagón entusiasmado, despegó una esquina del papel de apagón de la ventanilla, pegó la nariz al cristal y miró alegremente por ella, a pesar de que siguieron bajo tierra varias paradas más y no había nada que ver.
Los tres se cambiaron a los asientos del otro lado del pasillo para poder hablar.
—¿Y si no damos con él antes de que empiecen las incursiones? —preguntó Eileen.
—En tal caso le pediremos que nos diga dónde está su portal, iremos hasta él y esperaremos a que venga cuando acabe el bombardeo —repuso Mike—. Supongo que estará a las afueras de Londres para que pueda abrirse la mañana posterior al veintinueve.
—¿Estás seguro de que se abrirá? —le preguntó Eileen.
—Ya se abrió —dijo Mike—. Hace seis años.
—¡Oh, es verdad! Perdona. Y perdón por creer que volvió en octubre. Tendría que haber prestado más atención durante su conferencia.
—Y yo tendría que haberos hablado de Bartholomew en cuanto pensé en él —dijo Mike.
«Y yo tendría que haberle dicho a Eileen lo que dijo Mike acerca de intentar recordar historiadores que hubieran estado aquí antes —pensó Polly—. Pero no quería que me preguntara sobre mi último portal ni sobre mi última misión. Así que, aquí estamos, intentando a la desesperada encontrar un historiador que estuvo aquí hace seis años. Si tenemos éxito, el señor Bartholomew llevará un mensaje al señor Dunworthy, que esperará seis años y luego nos recuperará, nos estará mintiendo durante seis años y luego nos mandará a Dunkerque y a la epidemia de sarampión y al Blitz, sabiendo perfectamente que Mike va a perder medio pie, sabiendo perfectamente el terror que le inspiran a Eileen los bombardeos.»
Se negaba a creerlo, a pesar del dinero extra que le había hecho coger, de las limitaciones que había impuesto acerca de los lugares en los que podía vivir. No les habría mentido así.
«¿Cómo sabes que no? —pensó—. Tú llevas semanas mintiéndoles a Eileen y a Mike.»
¿Y si, como ella, el señor Dunworthy había tenido una buena razón para mentir? ¿Y si también intentaba protegerlos? ¿Y si la única manera de salvarlos que tenía era mintiéndoles?
«Salvarnos, ¿de qué?»
Aunque estuviera convencido de que mentir era necesario, no habría habido modo de que Colin no lo supiera y Colin nunca le habría seguido el juego. La habría avisado. Tal vez lo había hecho. Le había dicho: «Si estás en apuros iré a rescatarte.» Pero al decirlo parecía ansiosamente infantil, no preocupado porque ella estuviera en verdadero peligro.
«De haber creído que lo estabas, te habría detenido o habría movido cielo y tierra para ir a recogerte. No habría dejado que una nimiedad como el incremento del desfase lo detuviera. Así que eso significa que no encontramos al señor Bartholomew, que no enviamos el mensaje. No llegamos a tiempo. Mike se equivoca y el señor Bartholomew se marchó en octubre o no estuvo aquí hasta mayo. O nosotros no seremos capaces de encontrar a nadie que se quede con Theodore. O el metro hasta San Pablo llevará retraso. Se detendrá y nos quedaremos sentados durante horas en un túnel y no llegaremos a la catedral. O quizá ya llegamos tarde. —Se acordó de los valiosos minutos que habían pasado discutiendo con el acomodador y decidiendo cómo llevar a casa a Theodore—. Ya llegamos tarde.»
Tenían que intentar encontrar al señor Bartholomew. Era su única posibilidad de salir de allí antes de la fecha límite, no solo para ella sino para todos. Mike y Eileen no serían capaces de encontrar a Denys Atherton entre los centenares de miles de soldados que se preparaban para el Día D. Ni siquiera habían sido capaces de encontrarla a ella en Townsend Brothers. Eileen había estado en el Día de la Victoria porque no habían podido volver a casa. Seguirían allí cuando llegara la fecha límite de Polly. Y Mike…
«Tenemos que encontrarlo», pensó, intentando decidir qué hacer en caso de que no hubiera nadie con quien pudieran dejar a Theodore.
Sin embargo, la señora Owens estaba en casa.
—Ya me temía yo que no aguantaría hasta el final de la obra —dijo, dándoles las gracias cuando abrió la puerta—. Me alegro de que así haya sido. Tengo el pálpito desde esta mañana de que hoy habrá bombardeo.
—Bueno, si así fuera —dijo Eileen—, lleve a Theodore al refugio. Ese armario de debajo de la escalera no es seguro.
—Lo haré —prometió—. Y ustedes tres deberían marcharse a casa.
—En ello estamos —dijo Eileen.
—Theodore, despídete de Eileen y dale las gracias por acompañarte.
—No quiero —se negó Theodore, y se agarró a Eileen—. No quiero que te vayas.
«Este va ser el motivo del retraso —pensó Polly—. Vamos a pasarnos dos horas intentando que Theodore se suelte de las piernas de Eileen.»
Pero Eileen estaba preparada.
—Tengo que irme —le dijo—, pero te he comprado un regalo de Navidad. —Sacó una caja envuelta en papel de Townsend Brothers del bolso y se lo ofreció.
Theodore se sentó en el suelo inmediatamente para abrir el paquete y ellos hicieron mutis por el foro. A las cuatro y media volvían a estar en un vagón de metro, afortunadamente vacío.
—Tenemos tiempo de sobra para llegar a San Pablo antes de que empiecen las incursiones aéreas —dijo Mike.
—Pero por si no lo logramos —dijo Polly—, y en caso de que nos separemos, tenéis que decirme qué aspecto tiene el señor Bartholomew.
—Es alto —dijo Eileen—, de pelo oscuro, en la treintena… No, espera, olvidaba que esto fue hace seis años. Andará por los veintitantos.
—El cuartel general de los vigilantes de incendios está en la cripta —dijo Polly—, y las escaleras para bajar están…
—Ya lo sé —dijo Mike—. Estuve en San Pablo.
—¿Buscando a Bartholomew? —quiso saber Polly.
—No. Ya te he dicho que creía que vendría en primavera. Te buscaba a ti. ¿No te acuerdas? El señor Humphreys me ofreció una visita guiada por la catedral. Me lo contó todo de ese tal capitán Faulknor que ató juntos dos barcos y me enseñó las escaleras y…
—Pero no se las enseñó a Eileen —dijo Polly—. ¿Te las enseñó el día que fuiste allí en mi busca, Eileen?
—Sí, pero tenía otras cosas en la cabeza. ¿Dónde dices que está la escalera de la cripta?
—Aquí —dijo Polly, dibujando un plano de San Pablo con el dedo en el cuero del respaldo del asiento delantero e indicándole su situación.
—¿Dónde está la escalera para subir al tejado?
—No lo sé, y no hay un tejado sino varios. Hay capas y capas de pisos y tejados. Por eso retirar las incendiarias era tan difícil. Aunque alguien tiene que haber en la cripta que pueda entregarle un mensaje al señor Bartholomew —dijo, y se puso a informar a Eileen acerca del bombardeo—. San Pablo no se quemó…
—Gracias a los vigilantes de incendios —dijo Mike.
—Sí, pero los alrededores de la catedral sí que se incendiaron. Y Fleet Street y el Ghildhall y la central telefónica, de la que hubo que evacuar a todas las operadoras, y al menos un refugio de superficie, aunque no sé cuál.
—Entonces no podemos ir a ninguno —dijo Mike—. ¿Has dicho que algunas estaciones de metro fueron alcanzadas? ¿Cuáles?
—La de Waterloo, me parece —dijo, intentando acordarse—. Y la de Cannon Street y la de ferrocarril de Charing Cross tuvo que ser evacuada por culpa de una mina terrestre.
—¿Fue alcanzada la estación de San Pablo?
—No lo sé.
—¿Cayeron muchas bombas de alto impacto? —preguntó con nerviosismo Eileen.
—No —repuso Mike—. Casi todas fueron incendiarias, pero la marea estaba baja y la red de aguas fue bombardeada. Además, soplaba un fuerte viento.
Polly asintió.
—Los incendios estuvieron a punto de desencadenar una catástrofe en Dresde.
—Pues entonces será estupendo que para entonces ya nos hayamos marchado a casa —dijo Mike—. ¿Cuántas paradas quedan hasta San Pablo?
—Hasta Monument, una. Allí haremos transbordo hasta Central Line y luego queda otra parada hasta San Pablo —dijo Polly.
Cuando llegaron al andén de Central Line, sin embargo, había un cartel en la entrada: «Central Line fuera de servicio hasta nueva orden. Todos los pasajeros deben tomar rutas alternativas.»
—¿Qué otra línea pasa por San Pablo? —preguntó Mike, acercándose al mapa del metro.
—Ninguna. Tendremos que ir a otra estación. —Polly pensó con rapidez. La de Cannon Street era la más cercana, pero la habían bombardeado y no sabía cuándo—. Habrá que ir hasta Blackfriars —dijo—. Por aquí.
Se los llevó del andén.
—¿No es Blackfriars una de las estaciones que se incendiaron? —preguntó Eileen.
—No —dijo Polly, pero no lo sabía. Aunque apenas pasaban de las cinco y a esa hora no estaría aún en llamas.
—¿A qué distancia está Blackfriars de San Pablo? —preguntó Mike.
—A diez minutos andando.
—Y desde aquí hasta Blackfriars, ¿cuánto tardaremos? ¿Diez minutos?
Polly asintió.
—Bien, todavía nos queda tiempo de sobra —dijo, yendo hacia el andén.
Acababa de pasar un metro y tuvieron que esperar un cuarto de hora a que llegara el siguiente y, cuando se apearon en Blackfriars, tuvieron que abrirse paso entre una masa de refugiados que desplegaban mantas y desenvolvían la cena.
«¡Oh, no! Las sirenas ya han sonado —pensó Polly, mirando el gentío—, y el guardia no nos dejará salir a la calle.»
Una pandilla de niños andrajosos los adelantó a la carrera. Polly agarró al último y le preguntó:
—¿Ya han sonado las sirenas?
—Todavía no —dijo el crío, forcejeando para soltarse, y salió disparado para alcanzar a los demás.
—Deprisa —dijo Polly, abriéndose paso a codazos entre la gente que iba entrando. Por lo visto la señora Owens no era la única que había tenido el pálpito de que habría bombardeo aquella noche.
Polly guio a Mike y Eileen rápidamente hasta la entrada, temiendo que las sirenas sonaran en cualquier momento y que, aunque lograran salir a la calle, estuviera demasiado oscuro para ver nada. Si el entramado de callejones estrechos y sin salida que había alrededor de San Pablo era complicado a la luz del día, no digamos ya después de oscurecer y con el apagón.
No obstante, cuando subieron las escaleras y salieron al exterior, la cúpula de San Pablo se veía claramente recortada contra el cielo.
Subieron la colina.
«Vamos a conseguirlo», pensó Polly.
Por tanto, era cierto: el señor Dunworthy y el señor Bartholomew, y Colin también, habían guardado en secreto lo ocurrido todos aquellos años, habían estado dispuestos a sacrificarlos para guardarlo.
«Como pasó con el Proyecto Ultra», se dijo, un secreto que habían guardado cientos y cientos de personas durante años y años: porque era absolutamente esencial para ganar la guerra.
¿Y si el hecho de que ellos se hubieran quedado atrapados había tenido que ser mantenido en secreto por alguna razón igualmente vital para los viajes en el tiempo… o para la historia? Y por ese motivo no habían podido revelárselo, por ese motivo tenían que ser sacrificados…
—¿Qué hora es? —preguntó Mike.
Polly echó un vistazo al reloj.
—Las seis.
—Bien, todavía nos queda bastante tiempo… —dijo Mike, y una sirena estridente se impuso a sus palabras.
«Lo sabía», pensó Polly, poniéndose a trotar, seguida por Eileen y Mike.
—No es más que la sirena —dijo Mike, jadeando—. Todavía faltan veinte minutos para que lleguen los aviones, ¿no?
«No lo sé —pensó Polly, acelerando colina arriba—. Por favor, que sean veinte. No necesitamos más.»
Parecía que así sería. Estaban casi en la cima de Ludgate Hill cuando los focos iluminaron el cielo; las baterías antiaéreas todavía no habían empezado a disparar cuando llegaron a la verja de hierro de la catedral. ¿Por qué no la habían quitado y donado a la campaña de recogida de metal, como habían hecho con el resto de las verjas de Londres? Así habrían podido entrar por la puerta del transepto norte. Ahora tendrían que rodear el edificio hasta la fachada occidental. Eso hicieron.
—¡Maldita sea! —dijo Mike a su espalda.
—¿Qué pasa? —le preguntó, y luego oyó lo mismo que él había oído: el zumbido de un avión.
—Todavía hay tiempo. Vamos. —Dobló la esquina de la fachada oeste y empezó a subir los escalones hacia el árbol navideño de la puerta.
—¡Eh, ustedes! —les gritó un hombre—. ¿Adónde creen que van? —El débil haz de una linterna de mano enfocó a Polly primero y luego a Mike y a Eileen. Un hombre con casco de la ARP salió de la oscuridad, al pie de las escaleras—. ¿Qué hacen en la calle? Tendrían que estar en un refugio. ¿No han oído las sirenas?
—Sí —dijo Mike—. Estábamos…
—Los acompañaré al refugio. —Subió los escalones hacia Polly—. Vamos.
«Otra vez no —pensó Polly—. No ahora que estamos tan cerca.»
Miró hacia arriba, preguntándose si podría subir los escalones restantes hasta el pórtico y cruzar la puerta antes de que la pillara. No lo creía.
—No buscábamos un refugio, señor —le dijo—. Buscamos a un amigo nuestro. Es vigilante de incendios en San Pablo.
—Tenemos que hablar sin falta con él —apuntó Mike—. Es urgente.
—Esto también —dijo el vigilante, señalando con el pulgar hacia arriba—. ¿Oye esos aviones?
Era imposible no hacerlo. Los tenían casi encima y los vigilantes de incendios estarían ya subiendo a los tejados, preparándose.
—Dentro de un momento llegarán los aviones —les dijo el vigilante de la ARP—, y los de incendios tendrán mucho trabajo. No les quedará tiempo para charlas. —Le tendió la mano a Polly—. Venga, vamos, los tres. Hay un refugio aquí cerca. Los llevaré hasta él.
—Es que usted no lo entiende —dijo Eileen—. Solo tenemos que hacerle llegar un mensaje.
—Será un minuto. —Mike bajó los escalones y se situó a un lado del hombre, de manera que el vigilante tuviera que volverse para mirarlo.
«Lo hace para distraerle», pensó Polly, que fue subiendo con cautela un escalón tras otro, agradecida de que el rugido de los aviones ahogara el sonido de sus pasos.
—¡Sé dónde encontrarlo! —le gritó Mike al vigilante—. Entro y salgo en un periquete.
Polly subió otro escalón. Un cañón antiaéreo empezó a disparar y el estampido llamó la atención del hombre, que se volvió y la vio.
—¡Eh, usted! ¿Dónde cree que va? —Subió los escalones hacia ella—. ¿De qué van ustedes tres?
Se oyó un extraño silbido descendente. Polly miró hacia arriba y tuvo tiempo de pensar: «Si es una bomba, no debería haber hecho esto.» Hubo un repiqueteo, como si hubiera caído al suelo una batería de cocina entera. Algo aterrizó en la escalera, entre ella y el vigilante, y se convirtió en una furiosa fuente de chispas. Polly se alejó, protegiéndose los ojos con una mano de la cegadora luz blanquiazul. El vigilante también se había apartado mientras el artefacto chisporroteaba y giraba, arrojando estrellas derretidas.
«Va a quemar el árbol de Navidad», pensó Polly. Se había vuelto ya para entrar corriendo en la catedral a coger una bomba extintora cuando se dio cuenta de que aquella era su oportunidad. Salió disparada como una flecha por el pórtico hacia la puerta. Agarró el picaporte.
—¡Eh! ¡Usted! —le gritó el vigilante—. ¡Vuelva aquí!
Polly empujó la pesada puerta. No cedió. Volvió a empujar y, esta vez, la abrió un poco. Echó un vistazo atrás, a Mike y Eileen, pero la incendiaria se agitaba y chisporroteaba con demasiada violencia y de manera demasiado errática para pasar por su lado, y ya tenía al vigilante casi encima.
—¡Vete! —le gritó Mike, haciéndole señas—. ¡Ya te alcanzaremos!
Polly se volvió y se refugió en la oscuridad de la catedral.