Haga una buena acción por Navidad
Anuncio de una revista, diciembre de 1940
Londres, diciembre de 1940
El día de Nochebuena, Mike no había regresado aún.
—¿Crees que vendrá esta noche? —le preguntó Eileen a Polly mientras bajaban por la escalera mecánica a la estación de Piccadilly para representar Cuento de Navidad.
El hombre que tenían detrás dijo, riendo:
—¿No es un poco mayorcita para creer en Papá Noel?
—¡Tonto! No se refiere a Papá Noel —dijo su compañero—. Se refiere a Hitler. —Le hizo un gesto a Eileen—. Apuesto seis a uno a que vendrá esta noche. Para fastidiarnos la Nochebuena, el pequeño bastardo.
Los dos iban más que achispados.
—Así no se habla en presencia de damas, desgraciado —dijo el primer hombre, beligerante, y Polly deseó que no llegaran a las manos en la escalera mecánica.
Sin embargo, el otro se llevó la mano al sombrero y se disculpó:
—Les ruego que me perdonen, señoritas. No tendría que haber llamado «pequeño bastardo» a Hitler. Es el mayor bastardo que haya habido jamás. Apuesto lo que sea a que trama algo. Una sorpresa navideña repugnante. Ya lo verán. Las sirenas sonarán en cualquier momento.
No fue así, pero era evidente que no era el único que pensaba lo mismo. Había más gente en la estación que durante las dos semanas anteriores. Todos llevaban sacos de dormir y cestas de picnic. La mujer que las precedía en la escalera llevaba un bolsa de Harrods llena de regalos navideños y dos críos iban cada uno con un largo calcetín para Papá Noel.
Aquellos dos hombres no eran los únicos que habían bebido. Se oían aquí y allá carcajadas demasiado sonoras y coros de voces masculinas poco nítidas en los andenes.
Durante la función, cuando sir Godfrey, en el papel de Scrooge, exclamó «¡Paparruchas!», alguien del público gritó: «¡Lo que necesita es un vaso de ron, vejestorio!»
La troupe hizo dos pases, el primero en el vestíbulo principal y el segundo en un escenario levantado encima de las vías del andén de Piccadilly cuando dejaron de pasar metros. Aun contando con el espacio añadido del escenario, el andén seguía siendo demasiado pequeño para albergar a tanto público.
—¿Ve esa muleta que hay junto a la chimenea? —le susurró sir Godfrey a Polly—. Es de Tiny Tim. Su adorado público lo tiró a la vía y lo atropelló un tren.
—Al menos estaba representando una comedia cuando murió —le respondió Polly, también susurrando.
—O, Dios nos libre, Peter Pan —apostilló sir Godfrey, y salió a escena.
Scrooge refunfuñó, desvarió, vio el fantasma de Marley (el señor Simms), viajó al pasado y de vuelta al futuro, comprendió lo equivocado que estaba, enmendó las cosas e impidió que Tiny Tim muriera delante de una multitud entusiasta, entre la que Polly y Eileen buscaban a Mike.
Mike no apareció. No las estaba esperando en la boca de la estación de Notting Hill Gate ni en casa de la señora Leary. Lo único que las esperaba en su pensión era la noticia de que la señora Rickett se había llevado el ganso de Navidad y el budín de ciruelas conseguidos con los puntos de las cartillas de racionamiento de sus huéspedes a casa de su hermana y les había dejado sopa de nabos para la cena de Nochebuena.
—Da igual —dijo la señorita Laburnum—. Mi sobrino, que está en Canadá, me mandó un paquete para las fiestas y el convoy logró llegar intacto.
Bajó una lata de galletas, un paquete de té y una bolsa de nueces. Eileen y Polly recurrieron a su reserva de emergencia y aportaron ternera en lata, mermelada y chocolate, y el señor Dorming aportó un bote de leche condensada y uno de melocotones.
—En almíbar —dijo la señorita Laburnum, como si fuera ambrosía, e insistió en servirlos en las copas de jerez de la señora Rickett.
Lo pusieron todo en el centro de la mesa «como si fuera un picnic», según dijo la señorita Hibbard.
—Esta es una cena muchísimo mejor de la que habríamos tenido si estuviera aquí la señora Rickett —dijo la señorita Laburnum—, con ganso o sin él.
—Dejemos al margen a la señora Rickett —dijo el señor Dorming, y todos rompieron a reír.
Después de la cena, escucharon el discurso del rey por la radio.
«En estos tiempos estamos todos juntos en el frente y en peligro —dijo, con su tartamudeo característico—. El futuro será difícil, pero tenemos los pies firmemente plantados en la senda de la victoria.»
«Eso espero, con toda mi alma», pensó Polly.
Después del discurso, brindaron a la salud del rey con té y almíbar e intercambiaron regalos. La señorita Laburnum les regaló a Polly y Eileen un saquito de lavanda cosido a mano para cada una y la señorita Hibbard les regaló bufandas de punto.
—Las hice para los soldados, pero cuando las tuve listas me dio miedo que fueran demasiado chillonas y los pusieran en peligro.
Lo habrían hecho, en efecto. Eran de un color calabaza subido que habría sido un blanco claro para el enemigo.
Polly le regaló a Eileen ediciones en rústica manoseadas de Asesinato en la vicaría, Tragedia en tres actos y El asesinato de Roger Ackroyd, que Eileen abrazó emocionada.
Al señor Dorming, Eileen y Polly le regalaron un paquete de tabaco, a la señorita Hibbard una caja de jabones con un retrato del rey y la reina y a la señorita Laburnum un ejemplar de segunda mano de La tempestad envuelto en papel navideño de Townsend Brothers.
—Mire la primera página del libro —le dijo Polly a esta última—. Sir Godfrey se lo ha dedicado.
—«A mi compañera de escena y extraordinaria encargada de vestuario —leyó en voz alta la señorita Laburnum—. Le deseo las mejores fiestas. De su compañero actor, sir Godfrey Kingsman.» —Se echó a llorar—. Sí que son la mejores fiestas —dijo—. No sé cómo habría soportado esta guerra sin todos ustedes.
«Y yo no sé cómo habríamos soportado este día, y estos meses, sin usted», pensó Polly, agradecida de que los almacenes Townsend Brothers estuvieran abiertos el Día de las Cajas.
Pero ni siquiera ocupada con los cambios de después de Navidad, quitando los adornos y preparándose para las ventas de Año Nuevo, Polly dejó de pensar en Mike. Volvía corriendo a casa con Eileen todas las noches después del trabajo para ver si las había llamado. Pero no, y no llegó el veintisiete ni el veintiocho.
«¿Y si ha muerto? —pensaba Polly quitando campanas de papel—. ¿Y si murió en el bombardeo de Dover o el día que se marchó a Saltram-on-Sea y lleva muerto todo este tiempo? Como el señor Dunworthy… y Colin.»
¿Y si el equipo de recuperación estaba en Plymouth o en Liverpool, dos ciudades que habían sido también bombardeadas, y Mike había ido hasta allí a su encuentro?
El Daily Mirror había publicado una foto de la estación en ruinas de Manchester.
«Tendría que haberle contado lo de Manchester antes de que se fuera —pensó—. Tendría que haberle hablado de los bombardeos de esta noche y de la noche del domingo.»
El domingo por la mañana, Eileen dijo:
—Iba a acompañar a Theodore a ver la obra esta tarde, pero tal vez sea mejor que no lo haga. Si viene Mike…
—Le diré dónde estás —le dijo Polly, pensando: «Si asistes a la representación no me sacarás de quicio mirando constantemente el reloj.» Ya estaba lo bastante nerviosa por las dos. Esa noche bombardearían la City y San Pablo. Los alemanes habían lanzado once mil incendiarias y destruido la mitad de las vías ferroviarias de la ciudad. Si Mike intentaba llegar a Londres esa noche…—. ¿A qué hora terminará la función?
—No tengo ni idea. Empieza a las dos y media, así que supongo que a las cuatro o las cuatro y media.
—¿Acompañarás después a Theodore hasta Stepney?
Eileen asintió.
—Si sigues allí cuando suenen las sirenas, quédate aunque siga habiendo servicio de metro. Esta noche los bombardeos serán tremendos.
—Yo creía que el East End había sido lo más castigado…
—Esta noche no. Esta noche el objetivo será la City y alcanzarán varias estaciones de metro. Estarás más segura en Stepney.
Eileen asintió.
—Detesto dejarte aquí.
—Estaré bien. Tengo que lavar algunas prendas. —«Y tengo que estar aquí para advertir a Mike de lo de esta noche si llama»—. Si me aburro, leeré una de las novelas de Agatha Christie que te regalé e intentaré descubrir al asesino.
—No podrás. La autora es demasiado lista. Siempre creo saber quién cometió el crimen y al final resulta ser alguien que ni siquiera se me había pasado por la cabeza, a pesar de tener las pistas delante de las narices; te das cuenta de que tu teoría acerca del crimen era un error de principio a fin y que lo que sucedía era algo completamente diferente.
La bibliotecaria de Holborn le había dicho prácticamente lo mismo: que al final se daba cuenta de que había estado prestando atención a las pistas equivocadas.
Eileen se puso el abrigo.
—Vamos al teatro Phoenix de la avenida Shaftesbury —dijo, y se marchó a Stepney para recoger a Theodore.
Polly lavó la blusa y las medias, las colgó, rechazó la invitación de la señorita Laburnum para asistir a un servicio religioso en la abadía de Westminster «por nuestros chicos de uniforme» y planchó la falda, pendiente constantemente del teléfono.
Por fin sonó, a las once y media.
Era Mike.
—¡Mike! ¡Gracias a Dios! ¿Dónde demonios estás?
—En Rochester. Solo tengo un par de minutos para hablar. El tren está a punto de salir. Solo quería deciros que estoy bien y que llegaré dentro de un par de horas.
—¿Has encontrado…? —Calló y echó un vistazo a la cocina y otro a la salita. No vio a nadie, pero de todos modos bajó la voz—. ¿Has encontrado lo que buscabas?
—No —repuso él—. Resultó ser un tipo al que conocí en el hospital. Ocupaba la cama de al lado. Se llama Fordham. Cuando por fin le dieron el alta, pensó que debía buscarme.
Hacía días que Polly sabía que no se trataba del equipo de recuperación, pero aun así sintió un ramalazo de pánico al oírlo. Se habían quedado prácticamente sin opciones y, al cabo de otros dos días, ya no sabrían dónde ni cuándo caerían las bombas. ¿Qué pasaría entonces?
Mike iba diciendo:
—Siento no haber llamado antes, pero tardé una eternidad en localizar a Daphne. Se ha casado y ahora vive en Manchester.
—¿En Manchester? ¡Oh, Dios mío! Estuviste allí durante el bombardeo, ¿verdad?
—De hecho, sí. No pude irme porque la estación había sido alcanzada. Tampoco pude llamaros porque las líneas no funcionaban. Tuve que conseguir que alguien me llevara a Stoke-on-Trent y, desde allí, tomar un tren.
—¡Ha sido culpa mía! —exclamó Polly—. Tendría que haberte avisado, pero no se me ocurrió que tuvieras alguna razón para estar en las Midlands. Lo siento muchísimo. Escucha, tengo que decirte… —Bajó otra vez la voz y acercó la mano al auricular, cubriéndose la boca—. Esta noche habrá un bombardeo espantoso, uno de los peores de la guerra. Buena parte de la City arderá, San Pablo estará a punto de ser destruida y muchas vías de tren serán alcanzadas… Waterloo y…
—¿Qué has dicho? —preguntó Mike.
—He dicho la estación de Waterloo y…
—No, de San Pablo. ¿Has dicho que casi será destruida?
—Sí —le susurró—. La alcanzaron veintiocho incendiarias y a su alrededor todo ardió. Paternoster Row y…
—Yo creía que las incendiarias habían alcanzado San Pablo el diez de mayo.
—No, te confundes con la Cámara de los Comunes, que…
—Pero si tú dijiste que los peores bombardeos del Blitz fueron el nueve y el diez de mayo.
—Cierto —repuso Polly, preguntándose qué tendría que ver aquello con el asunto que los ocupaba—. Causaron más bajas que ningún otro y más daños también, pero el incendio peor fue el del veintinueve.
—Así que la del veintinueve es la noche por la que se hicieron famosas las patrullas de incendios. ¿Esa noche salvaron San Pablo?
—Sí.
—Cayó alguna bomba en la catedral el día diez.
—No. ¿Qué tiene que ver todo…?
—Escucha —le dijo Mike con impaciencia—. Sé dónde… Maldita sea, mi tren ya sale. Tendré que correr para pillarlo. Pero necesito que tú…
—¿Quieres que me reúna contigo en alguna parte?
—No. Tú y Eileen quedaos donde estáis y estad preparadas para marcharos en cuanto llegue. Sé cómo podemos irnos. Adiós.
—Eileen no está aquí —dijo Polly, pero Mike ya había colgado, así que también ella colgó.
«Al menos lo he avisado de lo de esta noche», pensó, aunque no estaba del todo segura de que la hubiera escuchado. Sin embargo, si estaba en Rochester y no había retrasos, llegaría antes de que empezaran los bombardeos o, si su tren se retrasaba, volvería a llamar al cabo de unos minutos y podría avisarlo.
Se quedó allí, mirando el teléfono e intentando decidir si ir a buscar a Eileen. Mike le había dicho que estuvieran listas para marcharse cuando él llegara, pero Eileen seguramente no había llegado aún al teatro, porque eran apenas las doce, y si salía hacia Stepney era muy probable que se cruzaran.
Llamó al Phoenix pero nadie respondió, ni al cabo de media hora tampoco, ni a la una. Tampoco Mike volvió a llamar, lo que significaba que estaba de camino. Era evidente que se había acordado de algún historiador que estaba allí en aquellos momentos y que tenía algo que ver con San Pablo. Dudaba que algún otro historiador hubiera sido asignado a la observación del incendio aparte del señor Bartholomew, así que, fuera hombre o mujer, debía estar observando otra cosa en la zona: el incendio del Guildhall o de una de las iglesias que se habían quemado. Sin embargo, ¿por qué no había pensado Mike en él o en ella hasta entonces? Y ¿cómo podía estar seguro de dónde estaría esa persona?
Polly intentó llamar al teatro otra vez a la una y media, sin resultado. Tendría que acercarse a buscar a Eileen, pero le daba miedo que Mike no la encontrara y no había nadie en casa a quien dejarle un mensaje. La señora Hibbard había ido a visitar a su tía, el señor Dorming estaba en un partido de fútbol, en Luton, y la señorita Laburnum no había vuelto todavía de la abadía de Westminster. Si le dejaba una nota a Mike, sería fácil que no la viera, así que decidió seguir llamando al teatro y esperar otro cuarto de hora por si mientras volvía la señorita Laburnum.
Así fue.
Polly no le dio tiempo para que le hablara del servicio religioso.
—¿Va a quedarse en casa esta tarde? —le preguntó y, cuando la señorita Laburnum le dijo que sí, subió corriendo las escaleras. Se puso el abrigo, cogió del escritorio el sombrero y el bolso y, cuando se volvió hacia la puerta, allí estaba Mike, que llegaba jadeando.
—¡Gracias a Dios! —exclamó—. No creía que llegarías tan pronto.
—¿Dónde está Eileen?
—Ha llevado a Theodore Willett a ver una obra.
—¡Te dije que no os movierais!
—Cuando llamaste ya se había ido. Ahora iba a salir a buscarla.
—¿En qué teatro está? ¿Podemos llamarla y decirle que se reúna con nosotros?
—Lo he estado intentando pero no me cogen el teléfono.
—Entonces tendremos que ir los dos hasta allí. Vámonos.
—¿De qué va todo esto, Mike? ¿Se te ha ocurrido alguien que está aquí?
—Sí, te lo contaré por el camino. ¿A qué teatro vamos?
—Al Phoenix, pero no sé si nos dejarán entrar una vez empezada la función.
—¿A qué hora empieza?
—A las dos y media.
—Pues tendremos que llegar antes. Vamos. —Tiró de ella hacia las escaleras. La señorita Laburnum estaba al pie.
—¿Qué es lo que quería que hiciera, señorita Sebastian? —le preguntó.
—Nada, no importa, adiós —dijo Polly, saliendo apresuradamente detrás de Mike, quien, a pesar de la cojera, ya estaba a varios portales de distancia.
—¿Cuál es el modo más rápido de llegar al Phoenix? —le preguntó cuando lo alcanzó.
—Un taxi, si encontramos alguno. Si no, el metro.
—¿Cuál es el mejor sitio para encontrar un taxi?
—Bayswater Road. Ahora dime dónde iremos después de recoger a Eileen.
—A San Pablo —repuso él sin aflojar el paso—, para encontrar a John Bartholomew.
—¡A John Bartholomew! —Polly se detuvo—. Pero si ya se ha marchado. Se fue en octubre.
Mike también se paró y la miró.
—¿Quién te ha dicho eso?
—Eileen. Dijo que volvió inmediatamente después de que lo hirieran en el bombardeo del diez de octubre.
—¿Eileen sabía lo de Bartholomew? —Agarró por los brazos a Polly—. ¿Por qué diablos no dijo nada?
—No estaba cuando tú y yo hablamos sobre los historiadores que en un pasado estuvieron aquí, y cuando yo me enteré de que él había estado tú ya te habías marchado a Bletchley Park y, puesto que ya se había ido…
Mike sacudió la cabeza.
—No se ha ido. Eileen equivocó las fechas. Tampoco lo hirieron: otro miembro de la patrulla de incendios resultó herido y Bartholomew le salvó la vida. Además no fue en octubre, fue esta noche. —Habían llegado a Bayswater Road y miró hacia ambas direcciones—. ¡Maldita sea! ¿Dónde demonios están los taxis?
—Tendremos que tomar el metro —dijo Polly.
Corrieron a Notting Hill Gate y bajaron a Central Line. Acababa de entrar el metro y el vagón al que subieron estaba, afortunadamente, vacío, así que pudieron hablar.
—¿Estás seguro de que Bartholomew estaba aquí el veintinueve?
—Sí, se lo oí decir en una conferencia. Habló largo y tendido sobre las incendiarias y la marea baja que los dejó sin agua para combatir los incendios y las iglesias que ardieron y la patrulla de incendios que salvó San Pablo. Estaba con ellos en los tejados. ¡Maldita sea! ¡Ha estado aquí todo este tiempo! Si lo hubiera sabido… —Calló—. Bueno, ya no tiene remedio. Solo espero que lo encontremos a tiempo…
—¿A tiempo? Pero si sabes que está en San Pablo…
—Estará allí esta noche nada más. Eileen tenía razón en una cosa: volvió a Oxford inmediatamente después del bombardeo. Así que se irá mañana por la mañana. Solo nos quedan unas horas. ¿Cuándo empezarán las incursiones aéreas esta noche?
—A las 6.17, pero eso no implica que el bombardeo de San Pablo empezara a esa misma hora. Puede empezar después.
—¿Cuándo sonaron las sirenas?
—No lo sé, pero este mes lo han hecho siempre al menos veinte minutos antes de la llegada de los aviones.
—Entonces tenemos hasta las 5.45. —Consultó la hora—. Ahora son las dos menos cuarto. Disponemos de cuatro horas. Deberían sobrarnos para encontrarlo.
El metro llegaba a Holborn.
—Aquí hacemos transbordo —dijo Polly, y lo llevó rápidamente a la Northern Line, cuyo andén estaba abarrotado de gente, así que tuvo que esperar a subir nuevamente al metro antes de poder seguir hablando—. Pero no lo entiendo. Si sabías que estaba aquí…
—No lo sabía. Bartholomew dijo que la noche en que San Pablo estuvo a punto de arder hasta los cimientos fue la peor del Blitz, y tú dijiste que esa había sido la del diez de mayo. Puesto que él dijo en la conferencia que su misión había durado tres meses, creí que no había llegado hasta febrero.
«Y si yo le hubiera hablado de Bartholomew en cuanto volvió, hubiéramos podido ponernos en contacto con él hace semanas —pensó Polly, sintiéndose culpable—. Las cosas se nos ponen siempre en contra.»
—No te preocupes —le dijo Mike. El metro llegó a Leicester Square—. ¿Qué hora es? —le preguntó mientras salían del vagón.
—Las dos menos cinco. No lo conseguiremos.
—Sí que lo conseguiremos. Hoy es nuestro día de suerte.
Sorprendentemente, cuando llegaron al Phoenix todavía había niños con sus padres en el vestíbulo y cola frente a la taquilla. Polly subió corriendo las escaleras hacia el acomodador, seguida por un renqueante Mike.
—Las entradas, por favor —les pidió el hombre.
—No hemos venido a ver la obra —le dijo Mike—. Tenemos que hablar con una persona del público.
—Lo siento, señor. Tendrán que esperar al intermedio para hablar con esa persona.
—¡No podemos esperar!
—Es importantísimo que hablemos con ella —le rogó Polly—. Es una emergencia.
—Puedo hacer que alguien le entregue un mensaje —dijo el acomodador, ablandándose—. ¿Qué localidad ocupa?
—No lo sé —repuso Polly—. Se llama Eileen O’Reilly y es pelirroja. La acompaña un pequeño…
—Mire —terció Mike—. No intentamos colarnos en su estúpida obra.
El acomodador se envaró.
—Lo único que queremos…
—¿Quedan entradas para esta función? —lo interrumpió Polly antes de que empeorara más las cosas.
—Creo que sí —dijo fríamente el acomodador.
—Gracias. Vamos —le ordenó a Mike, y bajó corriendo hacia la taquilla.
—No tenemos tiempo para esto —dijo Mike.
—Si nos echan de aquí, no podremos hablar con Eileen hasta que acabe la obra. —Se inclinó hacia la taquilla—. ¿Tiene entradas para esta función?
—Me temo que solo quedan dos localidades en platea. Fila siete, butacas diecinueve y…
—Nos las quedamos —dijo Mike, que plantó en la taquilla dos medias coronas y cogió las entradas.
Subieron de nuevo, otra vez corriendo, y le entregaron las entradas al todavía ofendido acomodador, que los acompañó hasta su fila, les indico sus localidades, situadas en el centro, les devolvió las entradas y se fue. El hombre que ocupaba la butaca del pasillo se levantó para que pudieran pasar.
—Antes tenemos que encontrar a alguien —le dijo Mike—. ¿Los ves, Polly? ¿De qué color lleva el sombrero?
—Negro —repuso Polly buscando entre el público. Pero todos los adultos llevaban sombrero negro, y el teatro era un mar de niños que no paraban de moverse, riendo y subiéndose a los asientos para hablar con los de detrás. Todas las madres y las niñeras y gobernantas tenían la cabeza vuelta, intentando que los críos se sentaran—. Nunca la encontraremos entre tanta gente.
—Ya. Espera, ahí está —dijo Mike, señalando hacia el anfiteatro—. Está ahí, en primera fila. ¡Eileen! —Le hizo señas, pero estaba hablando con Theodore, que era el único niño sentado de todo el teatro, con las piernas estiradas hacia delante y las manos apoyadas en los brazos de la butaca—. ¡Eileen!
—No nos oye —dijo Polly. Tomó por el pasillo fingiendo ir al tocador de señoras y luego corrió escaleras arriba, le enseñó la entrada y el programa brevemente al acomodador y accedió apresuradamente al anfiteatro, con Mike pisándole los talones a pesar de la cojera.
Eileen estaba a cuatro butacas del final de la fila, más allá de una institutriz con tres niñas, dos de las cuales, asomadas a la barandilla del anfiteatro, iban rompiendo el programa a trocitos que dejaban caer sobre las cabezas del público de platea mientras la institutriz las reñía inútilmente.
—¡No hagáis eso, niñas! ¡Os vais a caer! Os estáis portando muy mal.
Eileen aún no veía a Polly ni a Mike.
—¡Eileen! —la llamó Polly, a pesar de que la institutriz y las niñas le impedían verla.
—¡Pauline! No, no. ¡No te pongas de pie en el asiento! ¡Ensucias la tapicería! ¡Violet! —gritó la institutriz, porque una de las que tiraban papelitos estuvo a punto de caerse a la platea.
Eileen agarró del vestido a Violet y la puso a salvo.
—¡Oh, gracias! —le dijo la mujer.
—De na… —dijo Eileen, que por fin los vio allí de pie—. ¡Mike! ¡Polly! ¿Qué estáis haciendo aquí? Gracias a Dios que estás bien, Mike. ¡Estábamos tan preocupadas! ¿Has podido…? —Se puso repentinamente pálida—. Has encontrado al equipo de recuperación.
—No —repuso Mike—. Pero hemos encontrado la manera de salir de aquí.
Polly miró inquieta a la institutriz, preguntándose qué deduciría de aquella conversación, pero la mujer seguía intentando conseguir que las niñas se sentaran.
—¡Oh, Enrietta, sé buena! —rogaba impotente.
—Tenemos que darnos prisa —dijo Mike.
—Pero le prometí a Theodore…
—No hay otro remedio. Solo tenemos unas horas.
Eileen se levantó, se puso el abrigo y cogió el de Theodore.
—Siento que no podamos quedarnos para ver la función, Theodore —le dijo, sosteniéndoselo—. Tenemos que irnos a casa. —Le metió un brazo en la manga.
—¡No! —gritó el niño, con una voz chillona como una sirena que oyó todo el teatro—. ¡No quiero irme a casa!