¡Feliz misa del Blitz!

¡Feliz misa del Blitz!

Postal navideña de 1940

Londres, diciembre de 1940

Tres noches después de que Mike partiera hacia Saltram-on-Sea, Eileen preguntó ansiosamente:

—¿No deberíamos tener ya noticias suyas?

«Sí», pensó Polly. Estaban en casa de la señora Rickett. Las sirenas no habían sonado y el ensayo de Cuento de Navidad no empezaría hasta las ocho, así que Eileen habían insistido en que esperaran hasta el último momento para salir hacia Notting Hill Gate, con la esperanza de que Mike llamara por teléfono. Sin embargo, no lo había hecho.

—Dudo que llame hasta la semana que viene —dijo Polly para tranquilizarla.

—¿La semana que viene?

—Sí. Es posible que ni siquiera haya llegado todavía, con los retrasos en el transporte que hay con la guerra, y no hay autobús desde Dover. Además, tal vez el equipo de recuperación no esté en Saltram-on-Sea. Puede que esté en Folkestone o en Ramsgate, o que haya dejado de buscar a Mike después de hablar con Daphne…

—En cuyo caso Mike podría tardar días en localizarlo —dijo Eileen, que parecía aliviada.

—Exacto —dijo Polly, sin mencionar que daba igual cuánto tardara Mike en ponerse en contacto con el equipo porque aquello era un viaje en el tiempo. Si los encontraba, no tenía más que decirles dónde estaban ella y Eileen y otro equipo de recuperación habría llegado a casa de la señora Rickett en cuanto Mike se hubiera marchado hacia la estación Victoria. Por lo tanto, o Mike no había encontrado el equipo de recuperación o le había pasado algo, y ella no tenía intención de decírselo a Eileen. Haciéndolo solo habría conseguido asustarla, y Polly ya estaba lo bastante asustada por las dos… no, más bien por los tres.

La carta de Daphne y el hecho de que Eileen le hubiera dicho que había sido testigo del final de la guerra parecían haber convencido a Mike de que no habían alterado el futuro. Incluso le había quitado importancia a su topetazo con Alan Turing. Pero no estaba al corriente de que Eileen hubiera retenido la carta del Ciudad de Benarés dirigida a la madre de Alf y Binnie Hodbin, ni de que le hubiera dado aspirina a Binnie cuando la niña tenía sarampión.

Mike había dicho que Turing no había resultado herido en la colisión, pero se trataba de Alan Turing, el hombre responsable del éxito de Bletchley Park, y todavía no había descifrado el código Enigma. ¿Y si al chocar con él Mike había interrumpido el hilo de sus pensamientos en un momento crucial y no llegaba a descifrar el código? ¿Y si Mike había hecho cualquier otra cosa mientras estaba en Bletchley que, combinada con el rescate de Hardy y los actos de Eileen y los suyos propios, habían desequilibrado el devenir de la guerra? ¿Y si acababa de hacer algo irreparable en Saltram-on-Sea?

«Debería habérselo advertido —pensó—. Tendría que haberle hablado del Ciudad de Benarés y de las posibles discrepancias.» A pesar de no estar segura de que en realidad lo fueran.

Mike se había quedado consternado cuando le había dicho lo de su fecha límite y luego, después de recibir la carta de Daphne, convencidísimo de que el equipo de recuperación había aparecido.

«Si han venido a buscarnos, entonces no hay razón para preocuparlo con esto. Pero ¿y si no han venido?»

—Estás preocupada porque Mike no llama, ¿verdad? —le preguntó Eileen llena de ansiedad.

—No —repuso Polly, categórica—. Recuerda que dijo que es imposible tener privacidad al teléfono de La corona y el ancla. Puede que tenga que esperar hasta haber regresado a Dover para buscar uno desde el que poder hablar sin que lo escuchen, o que las líneas estén cortadas.

«Desde el bombardeo, Dover es castigada todas las noches», añadió Polly para sí, deseando que Mike encontrara un modo de llamarlas para hablarle del bombardeo y de las posteriores incursiones aéreas. No correría peligro durante unos cuantos días, porque las incursiones serían en las Midlands o en el oeste: en Liverpool el veinte, en Plymouth el veintiuno y en Manchester la noche anterior. Pero el veinticuatro Dover sería bombardeada duramente y dos trenes en Kent serían ametrallados desde el aire.

Esperaron otro cuarto de hora con la esperanza de que llamara.

—Ya son y veinte —dijo finalmente Polly—. Tenemos que irnos o llegaremos tarde al ensayo.

—Está bien —aceptó reacia Eileen—. Espera, ¿no es el teléfono? ¡Es Mike! ¡Lo sabía! —Bajó corriendo las escaleras para responder.

Era la hermana de la señora Rickett y estaba claro que llevaban tiempo con ganas de hablar.

—Ha llamado dos veces estos tres últimos días. Seguramente Mike ha telefoneado y comunicaba —dijo Eileen cuando iban hacia Notting Hill Gate. Tras una pausa añadió—: Conociste a lady Caroline, ¿verdad? Cuando estuviste en Dulwich. —Como Polly la miró sorprendida, dijo—: El día que recibí la carta del pastor acerca de lady Caroline y lord Denewel, dijiste: «¿Trabajabas para lady Denewell?»

«¿Y qué más ha inferido?», se preguntó Polly.

—Sí —dijo—. Era mi oficial al mando.

Eileen asintió como si ya lo supiera.

—Y te cargaba a ti todo el trabajo.

—No. Era una oficial estupenda, trabajadora, siempre pensando en las chicas, decidida a conseguirnos los suministros que nos hacían falta. Por eso me sorprendí tanto. Con lo que me habías contado de ella…

—Creo que puede haber cambiado a raíz de perder a su marido y a su hijo. La guerra cambia a las personas. Las obliga a hacer cosas que creyeron que nunca harían —dijo Eileen, meditabunda—. En su última carta, la señora Bascombe me contaba que Una se ha convertido en una conductora bastante buena. Supongo que no crees que la guerra vaya a mejorar a Alf y Binnie, ¿verdad?

—Lo dudo mucho.

—Yo también —dijo Eileen mientras doblaban hacia Kensington Church Street—. ¿Ya les has dicho a los de la troupe que puede que no estés aquí para la representación de Cuento de Navidad y que tienen que buscarte sustituta?

—Todavía no —dijo Polly, deseando poder creer que Mike simplemente se había retrasado y que el equipo de recuperación las estaría esperando cuando llegaran a la estación de metro, o que, al volver, la señora Rickett les diría que cuando había colgado había telefoneado Mike.

No pasó ninguna de las dos cosas ni había nadie en la estación de metro ni en Townsend Brothers a la mañana siguiente.

—Hoy llamará, lo sé —dijo Eileen, confiada, subiendo al departamento de librería—. Nos veremos a la hora del almuerzo.

Sin embargo, no tuvieron tiempo para almorzar. Había que colocar los adornos navideños: guirnaldas de celofán y chaparro con campanas de papel, porque las de aluminio habían sucumbido a la campaña de lord Beaverbrook para la producción de Spitfires, así como pancartas con el lema: «Siempre habrá Navidad.» Además, hubo una avalancha de clientes a los que atender.

—Lo único bueno de esto es que hemos vendido tanto que nos hemos quedado sin papel de estraza —le dijo Polly a Eileen cuando se vieron después del trabajo.

Sin embargo, cuando al día siguiente llegaron a Townsend Brothers, había un montón de papel navideño sobre el mostrador.

—La señorita Snelgrove lo encontró en el almacén —dijo Doreen—. De las Navidades de hace dos años. ¿No es una suerte?

Polly miró con desesperación las hojas de papel con ramitos de acebo.

—¿No tenemos el deber de entregarlo al Ministerio de Guerra en contribución al esfuerzo de guerra, para rellenar cajas de armas o algo parecido? —preguntó.

La señorita Snelgrove la miró fijamente.

—Tenemos el deber con nuestros clientes de hacer que estas difíciles Navidades sean para ellos tan felices como podamos conseguir.

«¿Y qué hay de las mías?», pensó Polly.

Intentó en vano convencer a los clientes de que era su deber patriótico llevarse las compras sin envolver. Puesto que era el único papel de envolver que probablemente llegaría a sus manos mientras durase la guerra, no estaban dispuestos a desaprovechar la oportunidad. Algunos incluso compraban algo solo para conseguir el papel, algo de lo que daban fe las nauseabundas medias color lavanda que vendió.

Se pasó casi todo el tiempo forcejeando con nudos y dobleces y el resto intentando aprenderse su papel en Cuento de Navidad.

Había estado en un error: los papeles femeninos eran breves, pero había muchísimos. Tenía que interpretar no solo el del amor perdido de Scrooge, Belle, sino también el de la hija mayor de Cratchit, uno de los hombres de negocios que le solicitan una obra de caridad a Scrooge (con bigote y patillas postizos), el del niño al que mandan a comprar un pavo (con gorra y pantalones cortos) y el del Fantasma de las Navidades Futuras.

«¡Qué apropiado!», pensó. Hasta aquel momento no se había dado cuenta de que la obra trataba de un viaje en el tiempo y de que Scrooge era una especie de historiador que retrocedía al pasado para desplazarse luego hacia el futuro. Además, alteraba los acontecimientos: le subía el sueldo a Bob Cratchid, mejoraba la suerte de los pobres y le salvaba la vida a Tiny Tim. Aunque, en Cuento de Navidad, no cabía la posibilidad de que sus actos tuvieran un efecto indeseado. En la obra de Dickens, las buenas intenciones siempre daban buen resultado y ningún personaje tenía una fecha límite.

«Pueden estar dos veces en el mismo momento temporal», pensó Polly con envidia, observando cómo el rector interpretaba al joven Scrooge y sir Godfrey al viejo en la misma escena.

Cuando sir Godfrey no estaba sobre el escenario, reprendía a la señorita Laburnum por no haber conseguido un pavo para la escena de la mañana de Navidad. «Simplemente no hay ninguno, sir Godfrey —se defendía ella—. Por la guerra, ya sabe.» O les gritaba a Viv (la esposa del sobrino de Scrooge) y al señor Simms (el fantasma de Marley) porque eran incapaces de aprenderse el texto.

—¡Supongo que tampoco se sabe el texto de la escena de la lápida, Viola! —le gritó a Polly, que no había salido a escena en el momento debido.

—En esa escena no tengo que decir nada —le recordó ella—. Solo tengo que señalar hacia la tumba de Scrooge.

—¡Patrañas! —rezongó sir Godfrey, le soltó un bufido a Tiny Tim (Trot) para que quitara de en medio el bastón y les hizo empezar la escena en la que Scrooge presencia su propia muerte—. Antes de que me acerque más a esa lápida hacia la cual señalas —dijo temblando junto a la lápida de cartón piedra—, respóndeme a una pregunta: ¿son esas las sombras de las cosas que sucederán o las de las cosas que quizá sucedan solamente?

«No lo sé», pensó Polly. La guerra seguía al parecer el rumbo correcto. Liverpool, Plymouth y Manchester habían sido bombardeadas, así como la estación Victoria, y los británicos habían contraatacado a las fuerzas italianas en el norte de África, todo ello en el momento previsto. Pero ¿seguirían así las cosas o Marjorie, que le había mandado una postal desde Norwich, donde se estaba preparando, que decía «Te lo deseo todo menos una “boche Navidad”» iba a salvarle la vida a alguien que cometería un error decisivo en El Alamein o en el HMS Dorsetshire?

—¡Espíritu! —gritó sir Godfrey—. ¡Lady Mary! ¡Viola! Recuerde que esto es una obra navideña y que es usted el Fantasma de las Navidades Futuras, no la muerte. Me doy cuenta de que la idea de actuar en Piccadilly Circus atemoriza, pero si pone esa cara durante la función, va a aterrorizar a los niños. Esto es una comedia, no una tragedia.

«Yo no he visto ninguna prueba de eso», pensó Polly, pero intentó, tanto en el escenario como fuera de él, poner una cara más de acuerdo con la época navideña, como hacían todos, a pesar de tener ante sí un futuro tan incierto como el suyo y de que la cifra de bajas civiles aumentaba diariamente. Los contemporáneos se dejaban llevar por el espíritu navideño, decoraban las cortinas de apagón, se felicitaban alegremente las fiesta y preparaban los regalos.

—Acabo de entrar en la habitación de la señorita Laburnum para pedirle la plancha y la he pillado intentando esconder algo en el escritorio. Creo que nos está preparando regalos —dijo Eileen.

—O es una espía alemana y la has pillado escribiendo mensajes cifrados —dijo Polly.

Eileen no le hizo el menor caso.

—¿Y si seguimos aquí por Navidad y nos hace un regalo y no tenemos nada que regalarle nosotras? Tendríamos que comprar algo para ella y para la señorita Hibbard y el señor Dorming… ¡Oh, Dios mío! ¿Crees que la señora Rickett espera regalos?

—No estará aquí. La oí diciéndole a la señorita Hibbard que va a pasar las fiestas en Surrey con su hermana.

Polly iba a decirle que dudaba de que nadie esperara regalos, teniendo en cuenta la insistencia del Gobierno en que se celebrara con frugalidad la Navidad para contribuir al esfuerzo de guerra, pero se lo pensó mejor. Mientras estuviera decidiendo qué regalar, Eileen no se preocuparía por Mike. Así que lo que le dijo fue:

—¿Qué me dices de Theodore?

—¡Ay, sí! Tengo que regalarles algo a él y a su madre. —Se puso a hacer una lista—. Sé que no podemos gastar mucho dinero porque tenemos que ahorrar para los billetes de tren hasta el portal, pero tengo que mandarles un regalo a Alf y Binnie sin falta. Ahora que lo pienso, ¿podrías traer un poco de papel de regalo del trabajo para envolverlos?

—Estaré encantada. Así se nos acabará antes —dijo Polly—. Será mejor que vayas de compras.

Aquello era cierto. Las estanterías de Townsend Brothers estaban cada vez más vacías y Polly se pasaba la mitad del tiempo sacando del almacén los viejos stocks polvorientos para venderlos en lugar de las medias y los guantes que se habían terminado: anticuados ligueros y mañanitas y camisones victorianos. Los clientes se los quitaban de las manos. Tanto Townsend Brothers como Oxford Street estaban abarrotados de compradores, padres que llevaban a sus hijos a ver a Papá Noel y ancianas que pedían donativos destinados a la Asociación de Ayuda a los Afectados por los Bombardeos, el dragaminas y la Fundación para los Niños Evacuados.

Delante de los derruidos almacenes John Lewis, vendían bonos de la victoria desde la trasera de una furgoneta. Había pancartas en los edificios gubernamentales que proclamaban «No una feliz Navidad pero una Navidad feliz dedicada al servicio de nuestro país» y árboles navideños en los refugios. Habían colgado muérdago en los arcos del túnel, la cantina estaba festoneada de ramas de abeto y voluntarias de la WVS repartían caramelos, juguetes y entradas para comedias musicales. Una de ellas le dio dos entradas para Rapunzel a un mortalmente ofendido sir Godfrey, «porque a usted le gustan las obras de teatro y esas cosas». El viejo actor se las pasó inmediatamente a Polly, que a su vez se las entregó a Eileen para que se las llevara a Theodore y su madre.

—Pero si son para el domingo veintinueve y ella trabaja los domingos —dijo Eileen—, y yo no podré acompañar a Theodore porque ya no estaremos aquí. ¿Qué te parece que haga? ¿Se las doy a otra persona?

«No —pensó Polly—, porque si Mike todavía no está aquí el veintinueve vas a necesitar algo que hacer para distraerte.»

—De momento, quédatelas —le dijo—. Puede que Mike tenga dificultades para desplazarse estando tan cerca las fiestas. Los trenes y los autobuses van hasta los topes de soldados de permiso. ¿Has encontrado un regalo para la señorita Hibbard?

—Sí. ¿Has conseguido el papel de envolver?

—Sí, pero la situación no ha mejorado. Por lo visto hay un suministro inagotable y la señorita Snelgrove nos ha dicho que usemos menos cordel. ¿Alguna vez has intentado hacer un nudo con dos centímetros de cordel?

—Dame el papel —le ordenó Eileen. Desapareció en el baño unos minutos y volvió con un paquetito pulcro.

—Te hago mi regalo de Navidad por adelantado —le dijo a Polly, ofreciéndoselo.

—Pero si yo no tengo nada para…

Eileen descartó sus palabras con un gesto.

—Lo necesitas ahora, y si Mike vuelve esta noche, ya no podrás usarlo. Ábrelo.

Polly lo hizo.

Eran dos rollos de cinta adhesiva.

—No he encontrado más —le dijo Eileen—. Espero que te baste para pasar las fiestas. —Miraba ansiosa a Polly, que seguía mirando fijamente la cinta adhesiva—. Te gusta, ¿no?

—Es el regalo de Navidad más bonito que me ha hecho nunca nadie —dijo Polly y, para consternación de Eileen, se echó a llorar.

—A no ser por no haber vuelto aún a casa, cosa que conseguiremos pronto, no llores. Estás mojando el papel y tengo que reutilizarlo para envolver el regalo de Theodore.

—Lo haremos ahora mismo —dijo Polly, y esperó impaciente a que Eileen planchara el papel y sacara el Spitfire de juguete para Theodore del cajón del escritorio.

La cinta adhesiva era una maravilla. Sujetaba los extremos del paquete a la perfección. ¿Qué iba a regalarle ella a Eileen? Y ¿cuándo? Faltaban pocos días para Navidad, Townsend Brothers era un zoo y le había prometido a la señorita Laburnum, que estaba bastante histérica ante la perspectiva de actuar en otras estaciones («Leicester Square está en el corazón del West End y sabe Dios quién estará entre el público»), que la ayudaría con los trajes y el decorado. Además, todavía no se había aprendido las frases de Belle y al día siguiente bombardearían Dover y Mike no había llamado aún, ni escrito, ni mandado otro crucigrama.

«Porque está muerto —pensó. Y luego—: Eso no lo sabes. Pensaste que le había pasado algo cuando no tuviste noticias de él mientras estuvo en Bletchley y estaba perfectamente. Puede haber muchas razones por las cuales no tienes noticias suyas. Que el portal del equipo de recuperación esté en Northumberland o en Yorkshire y que Mike esté teniendo problemas para llegar hasta allí, o que Daphne se haya marchado a visitar a algún pariente durante las vacaciones y Mike tenga que esperar a que vuelva, o que con el bombardeo de la costa hayan quedado cortadas las líneas telefónicas y tarden más en entregar las cartas por culpa de la avalancha de correo en esta época. Tendremos noticias suyas mañana.»

Pero no fue así.