Os ruego que me lo digáis:
¿ha preguntado alguien por mí hoy?
WILLIAM SHAKESPEARE,
Medida por medida
Saltram-on-Sea, diciembre de 1940
—¿Daphne se ha casado? —Mike se apartó de la barra del pub.
—Sí —dijo su padre, secando tranquilamente una copa con un trapo—. Con uno de los que instalaban las defensas de la playa.
«Es evidente que no tendría que haberme preocupado por la posibilidad de haberle roto el corazón y que ya no quisiera casarse con nadie», pensó Mike con pesar.
—¡Las defensas de la playa! —El pescador que fumaba en pipa con el que había hablado Mike en el muelle resopló—. No sabe mucho de defensas, si quiere mi opinión. No ha sabido defenderse de tu Daphne, ¿a que no? —Le dio un codazo amistoso a Mike—. Por lo visto tú tampoco, ¿eh, amigo? —Hubo una carcajada general.
Mike preguntó:
—¿Sabe dónde puedo encontrarla?
El padre de Daphne frunció el ceño.
—Me parece que no es una buena idea, amigo. Ahora es la señora de Rob Butcher y no hay nada que pueda hacer para remediarlo.
—No quiero hacer nada.
El padre puso mala cara.
—Quiero decir… No quiero crear problemas. Solo necesito hablar con ella de una cosa. Me ha escrito una carta en la que dice que unos hombres preguntaron por mí y tengo que preguntarle si sabe cómo puedo ponerme en contacto con ellos, o a lo mejor usted puede ayudarme. Daphne dice que vinieron en…
El hombre sacudió la cabeza.
—No sé nada de ningún hombre y, por lo que a Daphne respecta, está en Manchester con su marido.
«¿En Manchester?» Aquello estaba a más de trescientos kilómetros de Saltram. Tardaría al menos dos días en llegar en tren. Eso si podía tomar uno, porque iban hasta los topes de soldados que volvían a casa por Navidad.
—¿No tiene un número de teléfono al que llamarla o una dirección?
—No estará pensando en ir allí a armar bronca, ¿verdad?
—No. Solo quiero escribirle —mintió Mike, esperando que la dirección no fuera un apartado de correos.
No lo era. Era de King Street.
—Aunque recibí una carta suya ayer en la que me dice que su alojamiento no es nada satisfactorio y que esperan encontrar algo mejor —le dijo el padre de Daphne.
«Esperemos que no», pensó Mike, anotando la dirección.
—Si alguien viene preguntando por mí, dígale que puede localizarme aquí —dijo, dándole las señas y el teléfono de la señora Leary. Lo felicitó por el matrimonio de su hija y se marchó a Manchester.
No tardó dos días sino casi cuatro. Los pasó en trenes llenos a rebosar que salían tarde, perdiendo transbordos y en vagones abarrotados no solo de soldados sino de civiles con paquetes, pasteles de ciruela y, en una etapa del viaje, un enorme ganso de Navidad. Por lo visto, nadie obedecía en Inglaterra la orden gubernamental del cartel fijado en todas las estaciones que instaba a «evitar los viajes innecesarios».
No llegó a Manchester hasta última hora del veintidós de diciembre y, para entonces, Daphne y su flamante marido ya habían encontrado «algo mejor».
Después de recorrer cojeando King Street, lo mandaron de vuelta hacia Whitworth. Allí, la casera, exactamente igual que la señora Rickett, no estaba segura de que estuviera en casa.
—Iré a ver —dijo, y lo dejó esperando en la puerta.
«Por favor, que esté», rogó Mike, apoyándose en la jamba para descargar el peso del pie que le dolía horriblemente.
Daphne estaba. Bajó hasta la mitad del tramo de escaleras, como había hecho aquel primer día en Saltram-on-Sea.
—¿Por qué, Mike? —dijo, con unos ojos abiertos como platos—. Jamás hubiese esperado verte en Manchester. ¿Qué estás haciendo aquí?
—He venido a buscarte, a pedirte…
—Pero… ¿no te lo ha dicho papá? ¡Oh, Dios, esto es espantoso! ¡No quería que te enteraras así! Eres un chico encantador, y has hecho todo este camino…, pero el asunto es que… me casé la semana pasada.
—Lo sé. Tu padre me lo dijo. —Intentó expresar la cantidad justa de desengaño y resignación—. En realidad he venido por tu carta.
—¿Mi carta? —Estaba desconcertada—. Pero si yo no… Pensé en escribirte y contarte lo de Rob, pero no sabía dónde vivías ni lo que hacías, y me dije que si estabas fuera cubriendo la guerra sería poco amable por mi parte…
—No. Me refiero a la carta que me escribiste sobre los hombres que hicieron preguntas sobre mí —dijo, sacando el sobre del abrigo—. Hubo una confusión con el correo y acabo de recibirla.
—¡Ah! —dijo ella, un tanto desilusionada.
—Fui a Saltram-on-Sea a hablar contigo de esto y tu padre me contó que te habías marchado a Manchester y te habías casado. Felicidades a los dos. Tu marido es un hombre con mucha suerte.
—¡Oh! ¡La que tiene suerte soy yo! —Se había puesto colorada—. Rob es maravilloso. ¡Es tan amable y tan valiente! Trabaja en la reconstrucción de los muelles, pero se ha alistado para combatir. Está decidido a aportar su granito de arena para Inglaterra. Yo le digo: «Ya estás aportando tu granito. Te estás ocupando de que Inglaterra no se muera de hambre, ¿no? Puede que no parezca una labor tan heroica como matar alemanes o hundir submarinos, pero…»
Si no la cortaba se pasarían allí toda la noche.
—Solo quería hacerte un par de preguntas.
—Claro. ¡Qué modales! Mira que tenerte aquí de pie en la puerta… Ven a la salita. ¿Te apetece un té?
Le habría encantado un té, porque no había comido nada desde el desayuno, y le habría encantado descansar el pie, pero no quería hacer nada que la animara a hablar más aún.
—No, gracias. Tengo que tomar el tren. Decías que esos dos hombres entraron en el pub preguntando por mí.
Daphne asintió.
—Dos veces. La primera les preguntaron a todos si conocían a un corresponsal de guerra llamado Mike Davis y el señor Tompkins dijo que sí y entonces me preguntaron a mí si sabía cómo podían ponerse en contacto contigo.
—¿Se lo dijiste?
—No. Me acordé de que dijiste que te lo hiciera saber de inmediato si alguien aparecía por allí preguntando por ti. Por eso te escribí en lugar de darles tu dirección.
Mike maldijo interiormente.
—¿Dijeron por qué querían ponerse en contacto conmigo?
—No. Dijeron que era algo que tenía que ver con la guerra y que era muy importante que te localizaran, pero no de qué se trataba.
—¿No te dijeron cómo se llamaban?
—Sí. Eran el señor Watson y el señor… —Frunció el ceño y se mordió el labio—. No me acuerdo. Empezaba por «H», como Hawes o…
—¿El señor Holmes?
—Eso es. El señor Watson y el señor Holmes.
Aquello encajaba. Eran los del equipo de recuperación.
—Lo sabían todo de ti. Que habías estado en Dunkerque y en el hospital —dijo Daphne—. Dijeron que una de las enfermeras les había dicho que posiblemente estuvieras en Saltram-on-Sea.
Entonces le habían seguido la pista hasta Orpington, aunque evidentemente no habían hablado con la hermana Carmody, porque ella les habría dicho que estaba en Londres.
—¿Qué aspecto tenían? —le preguntó—. ¿Iban de uniforme?
—No. Eran civiles. Muy elegantes, con un acento muy elegante, y eran los dos tremendamente guapos. —Ladeó la cabeza, flirteando—. Aunque no tan guapos como tú, para ser justa. Soy una mujer casada, ¿sabes?
«Sí que lo sé.»
—Has dicho que fueron dos veces al pub —dijo, intentando volver al tema en cuestión—. ¿El mismo día?
—No. Vinieron… déjame pensar… ¿cuándo fue? El primer sábado de diciembre, creo. —Cuando él estaba en Oxford intentando enterarse de si Gerald Phipps había estado allí—. Y luego volvieron a la noche siguiente, que fue cuando Rob se puso celoso y me dijo que dejara de flirtear con ellos, y yo le dije: «No estaba flirteando y, aunque lo hubiera estado haciendo, tú no eres quién para decirme que no lo haga, Rob Butcher. No soy tu mujer.» Entonces él dijo: «Ojalá lo fueras», y al instante siguiente estaba yendo a Dover para obtener una licencia especial y que el pastor pudiera casarnos inmediatamente. Papá quería que esperáramos, pero Rob se negó. Dijo que quién sabía lo que podía pasar al día siguiente o cuánto tiempo podríamos estar juntos, y luego se enteró de que lo mandaban aquí y…
—La segunda vez que aparecieron —consiguió por fin meter baza Mike—, ¿qué dijeron?
—Me dijeron que, si tenía noticias tuyas, me pusiera en contacto con ellos inmediatamente, y me escribieron su dirección. Pensé en mandártela, pero luego, con la emoción de la boda y todo eso, se me olvidó. ¡Fue una boda maravillosa! Rob estaba guapísimo de uniforme y habían decorado la iglesia con acebo y…
—¿Recuerdas la dirección?
—No.
«Faltaría más.»
—Pero la guardé. La puse en… —frunció el ceño—. Uf… ¿dónde la puse?
«Por favor, no me digas que la metiste detrás de la barra y que tendré que volver a cruzar todo el país hasta Saltram-on-Sea para conseguirla.»
—La puse… ¡Ah, ya lo sé! La puse en el neceser, para no dejármela. Está arriba. Espera un momento. —Empezó a subir pero se volvió y lo miró, asomándose a la barandilla—. No estarás en ningún lío, ¿verdad?
«Ya no», pensó Mike.
—Quiero decir que… No te estarán buscando las autoridades o algo parecido, ¿no? —le preguntó, preocupada.
—No. Creo que sé quiénes eran esos hombres: un par de muchachos que volvieron de Dunkerque conmigo en el barco. Periodistas.
—¡Oh, ojalá hubiera sabido que habían estado en Dunkerque! Les habría preguntado por el comandante y por Jonathan. Puede que supieran lo que fue de ellos.
—Se lo preguntaré cuando los vea —mintió Mike—. ¿Vas a buscar esa dirección?
—¡Oh, claro! —Subió las escaleras corriendo y se volvió para echarle a Mike una de sus miraditas por encima del hombro que sin duda habría fastidiado a su marido.
Tardo solo un minuto. Fiel a su palabra, reapareció casi de inmediato con una hoja de papel pautado arrancada de una libreta igual que la que él usaba.
—Aquí está —dijo, dándosela.
Mike leyó la dirección. Era de Edgebourne, Kent. Seguramente allí estaba su portal.
—Está cerca de Hawkhurst —dijo Daphne.
Hawkhurst. Bueno, no se vería obligado a desandar todo el camino hasta Saltram-on-Sea, pero casi. Tendría que hacer todo el largo e incómodo viaje en un tren abarrotado. Al menos no era un pueblo costero, así que no tendría que lidiar con guardias ni con puestos de control, aunque tenía miedo de que no fuera lo bastante grande como para tener estación. Daba igual. Todo daba igual. Notó cómo cedía el pánico que lo había atenazado durante los últimos seis meses. El equipo de recuperación había llegado y se irían a casa.
—Gracias —le dijo a Daphne, y la besó impulsivamente en la mejilla—. Eres maravillosa.
—Venga —dijo ella, ruborizándose—, no deberías hacer estas cosas, ¿sabes? Soy una mujer casada. Rob…
—Es un hombre afortunado. —«Y yo también. Acabas de salvarme la vida. Acabas de salvarnos la vida a los tres»—. Oye. Ten cuidado. Cuando suenen las sirenas, no te hagas la valiente. Vete al refugio. No quiero que te pase nada.
—¡Madre mía! Te he roto el corazón, ¿a que sí? —le sonrió compasiva—. No te preocupes. Conocerás a alguien y seréis tan felices como Rob y yo. Ya lo verás, esto habrá sido para bien. Rob dice…
Empezaron a sonar las sirenas y Mike lo usó como excusa para marcharse.
—No olvides lo que te he dicho —le insistió—. Ve a un refugio. —Y se alejó cojeando antes de que pudiera decirle lo que Rob decía y cómo había sido su vestido de novia y que conocería a una chica encantadora.
«Ya conozco a una chica encantadora —pensó—. A dos, de hecho.» Y tenía que llamarlas para darles la buena noticia en cuanto llegara a la estación. No había querido hacerlo antes porque temía no ser capaz de encontrar a Daphne o que esta no tuviera la dirección del equipo de recuperación, pero ahora las chicas tendrían que despedirse del trabajo y prepararse para volver a casa. Además, quería preguntarle a Polly si habían bombardeado Manchester el día veintidós y si el bombardeo había sido masivo.
A pesar de que las sirenas habían sonado hacía casi un cuarto de hora no oía todavía ningún avión. Seguramente el período de aviso era más largo en Manchester que en Londres, puesto que estaba más al noroeste. Tampoco oía cañones y los únicos focos que había estaban en los muelles, aunque daban suficiente luz como para que viera por dónde iba. Continuó hacia la estación de tren, maldiciendo su cojera.
«Una cojera que dejaré de padecer dentro de unos cuantos días —pensó—. Tendré un pie nuevo y Polly ya no estará preocupada por seguir aquí en su fecha límite, y Eileen no tendrá que soportar ninguna otra incursión aérea.»
Pasó un hombre corriendo con acebo.
«Estaremos en casa por Navidad.»
Abrió la puerta de la estación y se acercó a la hilera de cabinas telefónicas rojas adosadas a la pared del fondo para llamar a Polly y Eileen. ¿Sería mejor que regresara a Londres para reunirse con ellas e ir los tres juntos a Edgebourne o que ellas hicieran el trayecto hasta Manchester? Esto último sería más rápido y, además, estarían antes a salvo, lejos de Londres. Pero si algo iba mal y se separaban…
Sería mejor que fuera él a buscarlas. De ese modo estarían todos juntos y…
«¿Qué estoy diciendo?» —pensó—. «No tengo más que ir a Edgebourne y decirles a los del equipo de recuperación dónde están Polly y Eileen. Puede ir a recogerlas otro equipo. Esta misma noche si hace falta, o incluso la noche que me fui a Saltram-on-Sea.»
Así era viajar en el tiempo. Eileen y Polly probablemente ya estaban en Oxford, en cuyo caso no tenía más que regresar a Kent y decirle al equipo de recuperación dónde estaban el día que él se había marchado. Miró el panel de salidas. Saldría un expreso hacia Reading al cabo de seis minutos. Cojeó hasta la taquilla.
—Un billete de ida a Reading en el tren de las 6.05 —pidió.
El empleado negó con la cabeza.
—En el siguiente tren para el este en el que haya plazas entonces.
—No sale ningún tren durante las incursiones aéreas —dijo el hombre, y señaló al techo. Empezaba a oírse el zumbido de los aviones que se aproximaban—. Esta noche no irá usted a ninguna parte, amigo. Yo en su lugar buscaría un refugio.