La lluvia que cae a diario.
WILLIAM SHAKESPEARE,
Noche de reyes
Londres, diciembre de 1940
Mike miró fijamente a Polly, allí sentada, en los escalones del Albert Memorial.
—¿Tú eras el historiador del que hablábamos ese día en Oxford? —exclamó, furioso—. ¿Ese al que no podíamos creer que el señor Dunworthy hubiera permitido hacer algo tan peligroso?
Polly asintió.
—Entonces… tu fecha límite no es el dos de abril de 1945. ¿Cuándo es? ¿Cuándo empezaron los ataques con V-1?
—Una semana después del Día D.
—¿Una semana…? ¿En 1944?
—Sí. El trece de junio.
—¡Dios mío!
Lo del Día de la Victoria ya era bastante malo, pero para el Día D faltaban solo tres años y medio, y si el desfase se había incrementado lo bastante para que Dunworthy cancelara saltos a diestro y siniestro…
—¿Por qué no canceló Dunworthy tu misión si tenías fecha límite? —le preguntó.
—No lo sé —repuso Polly.
—Pero, si no lo hizo, entonces a lo mejor estaba cambiando el orden por alguna otra razón —sugirió Eileen—. A lo mejor estaba poniendo las misiones menos peligrosas en primer lugar o algo así. El Reinado del Terror fue más peligroso que la toma de la Bastilla, ¿no? Y lo de Pearl Harbor, más peligroso que… —Calló, se puso colorada y miró el pie de Mike.
—Lo habría sido más si yo hubiera ido a Dover como se suponía que tenía que hacer —dijo este—. Eileen tiene razón, Polly. Han podido cambiar las misiones por muchas razones y el hecho de que no cancelaran la tuya es un buen síntoma de que Oxford no te considera en peligro.
—Y que me viera el Día de la Victoria también es buena señal. Puede que vaya allí después de nuestro regreso a Oxford. El señor Dunworthy se preocupa mucho de que nos quedemos atrapados y sabe que siempre he querido ir al Día de la Victoria.
«Ojalá lo consigas», pensó Mike con aprensión, y miró a Polly, que no había dicho nada. Su expresión era reservada, de introspección, como si hubiera algo que todavía no les había dicho, y pensó en cómo se había expresado: «Me preguntaste si había estado en Bletchley Park.» ¿Era posible que siguiera mintiéndoles, respondiendo específicamente a lo que le preguntaban sin aportar nada más?
—¿La misión de los V-1 es la única que has realizado durante la Segunda Guerra Mundial? —le preguntó, y Eileen lo miró horrorizada y luego miró a Polly.
—¿Lo es? —la presionó.
—¿No fuiste a Pearl Harbor ni al final del Blitz? —le preguntó Mike, recordando que también lo sabía todo de aquellos ataques.
—No —dijo Polly, y no parecía estar mintiendo, aunque había creído que decía antes la verdad.
—¿No has estado aquí, en la Segunda Guerra Mundial, en ninguna otra misión aparte de esta y de la de los V-1 y V-2?
—No.
«Gracias a Dios», pensó Mike, a pesar de que lo de la misión de los V-1 era ya bastante malo. Denys Atherton no llegaría hasta marzo de 1944, eso si llegaba, y para reunirse con él antes tendrían que sobrevivir a los tres años siguientes y al resto del Blitz… y había que tener en cuenta que al cabo de unas cuantas semanas ya no sabrían cuándo ni dónde caerían las bombas. Si el aumento del desfase era lo bastante grande para que el señor Dunworthy hubiera intercambiado saltos distantes varios años entre sí, no podrían hacer nada hasta bastante después de que Polly… No sabían con certeza que el incremento fuera tan elevado, sin embargo, y aunque lo fuera podía estar dándose en solo unos cuantos portales. Tal vez hubiera alguna otra razón por la que Phipps no había llegado. Bletchley Park seguía siendo un punto de divergencia y, por lo que ellos sabían, también lo eran los meses del Blitz. Además, los soldados de Dunkerque se habían creído perdidos y el resultado había sido otro muy distinto.
—No te preocupes, Polly —le dijo—. Te sacaremos de aquí. Tenemos tres años para pensar de qué modo y todavía nos queda la baza de Denys Atherton.
—Y la del Historiador X —dijo Eileen—. El historiador que lleva aquí desde el dieciocho.
Mike había tenido la esperanza de que se olvidaran de aquello.
—Me temo que no —dijo.
—¿Por qué no? —preguntó Eileen.
—Porque el Historiador X era Gerald —dijo Polly—. ¿No es cierto, Mike?
—Sí.
—¿Estás seguro? —dijo Eileen.
—Sí. —Les contó lo de la fecha de la carta—. Y había un billete de tren para Oxford del dieciocho de diciembre, y su carta de despedida llevaba matasellos del dieciséis.
—¡Oh, Dios! —exclamó Eileen.
—Pero seguimos contando con el portal de St. John’s Wood —dijo Mike—. Y viniendo hacia aquí he visto que han puesto vallas en el lugar del incidente, delante de tu portal, Polly.
—Así que si el portal no se abría para que la gente no lo viera… —dijo excitada Eileen—, tal vez vuelva a funcionar.
—Exactamente —convino Mike. Se levantó—. ¿Qué tal si nos vamos de aquí y le dejamos a la Luftwaffe el campo libre para acertar de lleno en esta atrocidad? —sugirió, mirando las figuras del Albert Memorial—. Os llevaré a almorzar y planearemos nuestra estrategia para encontrar el portal. Eileen, ¿has tenido noticias de lady Caroline?
—Sí, pero no del oficial de la mansión.
—Vuelve a escribirles, y escribe también a tu pastor, a ver si puedes enterarte de algo sobre la escuela de tiro. A lo mejor la han trasladado. Yo escribiré a mi camarera, a ver si han retirado las defensas de la playa. Polly, tú dijiste que la invasión había sido cancelada, ¿no?
—Sí, pero eso no significa que vayan a retirar las defensas.
—Eso no lo sabes —dijo Eileen—, y puede que la camarera de Mike escriba diciendo que el equipo de recuperación ha pasado por allí y todos nuestros problemas se resuelvan.
—Eileen tiene razón. Pasaremos por casa de la señora Leary antes de ir a comer y recogeremos mi correo. Vamos —dijo, ayudando a Polly y a Eileen a levantarse.
Cuando llegaron a casa de la señora Leary, Eileen dijo:
—Mientras recoges las cartas, iré a ver si nosotras hemos recibido alguna.
—Es domingo —dijo Polly—. No hay reparto.
—Pero el equipo de recuperación puede haber llamado por teléfono —dijo, y se marchó apresuradamente a casa de la señora Rickett.
Mike esperó a que doblara la esquina y luego se volvió hacia Polly.
—Has dicho que viste a Eileen el Día de la Victoria. ¿Fue a la única que viste?
—¿A qué te refieres? Había miles de personas en Trafalgar Square esa noche…
—¿Era yo una de esas personas? —Si lo había visto a él, sería la prueba de que no habían logrado marcharse, de que seguían allí después de la fecha límite de Polly.
—No —repuso esta—. No te vi.
—¿Has notado alguna otra cosa, algo que te induzca a pensar que ella estaba allí porque no habíamos logrado irnos?
—No, nada aparte de que nuestros portales no se abren y de que el señor Dunworthy, preocupado por el desfase, estaba cambiando las misiones para ordenarlas cronológicamente…
—Pero no cambió las nuestras, y el hecho de que no me vieras con Eileen quiere decir que ella está en lo cierto: estaba allí en una misión posterior. De no ser así, yo habría estado con ella. ¿Qué aspecto tenía? ¿Estaba emocionada? ¿Estaba triste?
—Triste no —dijo Polly, frunciendo el ceño para recordar—. Parecía optimista —dijo finalmente.
Mike la miró, intentando decidir si seguía ocultándole algo.
—¿Estás segura de que era Eileen, de que no era alguien que se le parecía?
—No. Estoy segura de que era ella.
—Entonces, ¿por qué cuando me fui a Bletchley Park estabas tan preocupada por Marjorie?
—Porque cambié los sucesos. Porque una enfermera está ahora en condiciones de salvar quién sabe cuántas vidas…
—Haga lo que haga Marjorie, sabemos que no por ello se perderá la guerra. Tú podrías haber ido al Día de la Victoria antes de que todo esto pasara, pero Eileen no. Todavía no ha ido. Fue después de que yo salvara a Hardy y de que Marjorie acabara enterrada bajo los escombros.
—No lo había pensado.
—Bueno, pues es cierto. Así que no hemos alterado los acontecimientos ni hemos causado ningún perjuicio —dijo Mike—. ¡Ojalá me hubieras contado todo esto antes de que me fuera a Bletchley Park! Estaba preocupado por mi encuentro con Turing.
—¿Con Turing? ¿Con Alan Turing? —gritó Polly—. ¿Qué encuentro?
—Casi me atropella con la bicicleta —dijo Mike—. Se desvió en el último minuto y se estampó contra una farola. No les pasó nada ni a él ni a la bicicleta, pero cuando me enteré de quién era me asusté mortalmente. Gracias a Dios, no pasó nada. Vuelvo enseguida. —Entró corriendo en casa de la señora Leary para preguntarle si había recibido alguna carta durante su ausencia y volvió a salir.
—No tengo cartas ni mensajes —dijo—. ¿Dónde está Eileen? ¿No ha vuelto?
—No. La habrá entretenido la señorita Laburnum. Se encarga de los trajes para la obra. Será mejor que vayamos a rescatarla.
Pero en cuanto doblaron la esquina vieron a Eileen corriendo hacia ellos, enarbolando una carta.
—¿No habías dicho que no se repartía el correo los domingos? —le preguntó Mike a Polly.
—Tienes carta de Daphne —gritó excitada Eileen—. Llegó ayer, pero como iba dirigida a ti, la señora Rickett creyó que la habían mandado a la dirección equivocada y tenía intención de devolverla. ¡Gracias a Dios que la he visto antes de que lo hiciera! —Se la entregó a Mike, que la abrió y frunció el ceño—. ¿Qué pasa? —le preguntó.
—Está fechada hace una semana. Seguramente se olvidó de echarla al buzón. —Empezó a leerla—. También se equivocó con la otra dirección que le di. Por eso se la mandó a la señora Rickett. —Calló de golpe, leyendo en silencio—. ¡Dios santo!
—¿Qué? —saltaron Eileen y Polly al unísono.
—¡No me lo puedo creer! Escuchad esto —dijo emocionado—. «Dijiste que te lo comunicara si aparecía alguien preguntando por ti. Anoche vinieron dos hombres a La corona y el ancla e hicieron toda clase de preguntas. Dijeron que eran amigos tuyos y que tenían que ponerse en contacto contigo y que si sabía dónde estabas.» —Miró a Eileen—. ¡Dios mío! Tenías razón. El equipo de recuperación ha venido. ¡Lleva aquí más de una semana!
—Te dije que nos encontrarían —dijo Eileen con suficiencia—. ¿Les dijo dónde estabas?
Evidentemente no o ya habrían llegado.
—No —repuso Mike, y añadió que tenía intención de marcharse a Dover esa misma noche.
—Me parece que tendríamos que acompañarte —dijo Eileen—. Por lo menos que te acompañe Polly, que es la que tiene una necesidad más urgente de salir de aquí.
Él cabeceó.
—Tendré que sacarle información a Daphne y no le gustará que me presente con otra mujer.
—No tiene por qué acompañarte al pub —arguyó Eileen—. Puede quedarse en la posada o…
—La posada y el pub son una misma cosa y, aunque no lo fueran, Saltram-on-Sea es un pueblo diminuto. Daphne estaría al corriente de la existencia de Polly a los cinco minutos de llegar. Además, no tengo ni idea de cómo ir hasta allí. —Les explicó que el servicio de autobuses era intermitente y que el racionamiento de la gasolina dificultaba conseguir un coche—. Seguramente tendré que ir en autoestop y tardaré dos o tres días en llegar. Aparte de eso, es una zona restringida. Yo tengo pase de prensa, pero vosotras dos no.
Polly estuvo de acuerdo.
—Los trenes estarán abarrotados de gente que viaja por Navidad y de soldados de permiso. A lo mejor en lugar de ir deberías escribirle a Daphne. Puede que sea más rápido.
—A menos que los del equipo de recuperación estén en Saltram-on-Sea o que Daphne no sepa dónde están. Es posible que tenga que seguirles el rastro después de hablar con ella. Os llamaré en cuanto los encuentre.
—Pero, si están en Saltram-on-Sea, ¿cómo iremos nosotras? —preguntó Eileen acongojada—. Has dicho que es una zona restringida.
—Ya resolveremos ese inconveniente cuando llegue el momento de hacerlo —dijo Mike.
Aquello no pareció tranquilizar a Eileen.
—No te preocupes. Si el equipo de recuperación está allí, irá a Oxford y os conseguirá todos los pases y los documentos que os hagan falta, o puede que decidan que es más fácil situar otro portal más cerca de Londres. Mira, os llamaré en cuanto sepa qué planes hay.
—¿Cuánto dinero crees que te hará falta? —le preguntó Polly, hurgando en el bolso—. Da igual. Toma esto. —Le entregó algún dinero.
—¿Y vosotras? —le preguntó Mike.
—He guardado el suficiente para el metro y nos pagan pasado mañana. —Le dio una lista manuscrita—. Estos son los bombardeos de Londres y del sureste de la semana que viene. En diciembre la Luftwaffe se concentró sobre todo en las Midlands y los puertos, así que no es una lista demasiado larga. Siento no saber más de las incursiones aéreas del sureste de Inglaterra, pero no las llevo en el implante. ¡Ah! Cuando llegues a Dover, tendrás que ser particularmente cuidadoso. Allí los bombardeos fueron continuos durante casi toda la guerra. La lista que te he dado solo llega hasta el día veinte. Si crees que vas a estar más tiempo…
Mike sacudió la cabeza, dobló la hoja y se la metió en el bolsillo.
—Habremos vuelto a Oxford mucho antes.
—¡Oh! ¿No sería maravilloso que estuviéramos en casa por Navidad? —dijo Eileen, entusiasmada.
—Lo sería —dijo Mike—, pero antes tendré que llegar a Saltram-on-Sea, lo que significa que debo llegar a la estación Victoria antes de que el metro cierre. ¿Habrá algún bombardeo esta noche, Polly?
—Sí, pero no será hasta las 10.45.
—Pues si tengo que haberme ido de Londres antes de que empiece, será mejor que me ponga en marcha.
—¿Quieres que vayamos contigo hasta la estación Victoria? —le preguntó Polly.
—No. Vosotras tenéis que quedaros aquí, donde el equipo de recuperación pueda encontraros en caso de que desista de encontrarme a mí. ¿Tu compañía teatral sigue con El admirable Crichton?
—No, ahora ensayamos Cuento de Navidad.
—Será mejor que les digas que no podrás actuar en la función —le dijo. Les pellizcó la mejilla a ambas y añadió—: Llamaré en cuanto me entere de algo. —Y se fue.
Si podía tomar un expreso a Dover, estaría allí a eso de medianoche y en la carretera principal a Saltram-on-Sea al amanecer, donde tal vez consiguiera que lo llevara algún granjero que se dirigiera hacia la costa temprano.
Polly no se había equivocado. Los trenes estaban llenísimos y el empleado le dijo, cuando compraba el billete, que el personal militar tenía preferencia.
—Me conformo con ir de pie en el pasillo —dijo Mike.
—Los que tienen prioridad van de pie en el pasillo —le dijo el hombre—. Puedo venderle un billete para el martes a las 2.14.
—¿Para el martes?
—Lo siento, señor. No puedo hacer más. Es por las vacaciones, ¿sabe? Y por la guerra, claro.
«Claro.»
—¿No hay nada antes del martes?
—No, señor. Puede tomar el de las 6.05 a Canterbury mañana. Tal vez pueda tomar el tren a Dover desde allí.
Después de intentar sin éxito comprar el billete a varias personas de la cola del de las 9.38 a Dover, se decidió por aquella última opción, algo que lamentó casi de inmediato. El tren a Canterbury salía antes de que el metro empezara a funcionar por la mañana, así que no pudo volver a Notting Hill Gate para pasar la noche y en la estación Victoria no había dónde dormir, así que tuvo que pasar toda la noche sentado en un tremendamente incómodo banco de madera. Una vez en el tren fue todavía peor. No solo era de cercanías e iba más abarrotado todavía que el Lady Jane en el trayecto de vuelta desde Dunkerque, sino que, a menos de cuatro kilómetros de Londres se detuvo en un apartadero mientras tres trenes llenos de soldados y un tren de carga con equipamiento militar pasaban. Después de casi una hora y media, el tren se puso en marcha de nuevo, recorrió ochocientos metros y volvió a detenerse, esta vez sin motivo aparente.
—Una incursión aérea —dijo un soldado que estaba al lado de una ventanilla, mirando hacia fuera—. Espero que los boches no estén cazando trenes hoy. Somos una presa fácil, ¿verdad? —Después de lo cual todo el mundo se puso a mirar el techo del vagón intentando oír el zumbido mortal de los Heinkel He 111 acercándose.
—Preferiría estar en el frente que aquí —dijo otro soldado al cabo de varios minutos—, esperando a que caigan y sin poder hacer nada.
«Como Polly», pensó Mike. Tenía que haberlo pasado muy mal al darse cuenta de que su portal no se abría, y peor todavía durante aquellas últimas semanas, guardándoselo para sí mientras él y Eileen hablaban de opciones que sabía que no funcionarían. Pero lo más terrible tenía que haber sido no poder hacer nada. Él lo había pasado verdaderamente mal, allí tendido en el hospital, preocupándose por lo que habría pasado con el equipo de recuperación y por la posibilidad de haber causado una catástrofe salvando a Hardy. No imaginaba cómo se habría sentido de haber estado ya en Pearl Harbor, aunque faltara todavía un año, o en el día del comienzo de los ataques con V-1, para el que faltaban tres años y medio. Daba lo mismo cuánto faltara: ibas directamente hacia ese día. Era igual que estar sentado impotente en la playa de Dunkerque, con los alemanes acercándose, escuchando los cañones a lo lejos y pidiéndole a Dios que apareciera un barco y te sacara antes de que llegaran, sin nada que hacer más que esperar, que habría sido lo que ellos tres habrían estado haciendo de no haber recibido la carta de Daphne. ¡Gracias a Dios que había llegado en aquel preciso momento! Mike no habría podido quedarse sentado sin hacer nada. Era muchísimo más fácil disparar una ametralladora o cargar munición que quedarse sentado esperando a que le dispararan a uno; muchísimo más fácil tomar una lancha para ir a Dunkerque que sentarse en una playa a esperar la llegada de los alemanes… o de los japoneses. Él había dado por hecho, al enterarse de que Gerald no había llegado, que Charles, su compañero de habitación, tampoco. Pero ¿y si había llegado? ¿Y si estaba en Singapur y su portal tampoco se abría y los japoneses estaban a punto de llegar y no se atrevía a marcharse de la ciudad por miedo a no poder reunirse con el equipo de recuperación?
«Charles no estará en Singapur, porque en cuanto los encuentre les diré que tienen que sacarlo de allí —se dijo Mike—. Iré con ellos a recogerlo si hace falta.» Algo que no requeriría ni mucho menos el valor que necesitaría Charles para sentarse en el club de campo, vestido para la cena, y escuchar los boletines de radio describiendo la aproximación del Ejército japonés.
Cuando había leído aquel libro que la señora Ives le había dado en el hospital, le había parecido que Shackleton había sido un héroe enfrentándose en un barquito a las aguas del Antártico para ir a buscar ayuda. Ahora se preguntaba si no había hecho falta más valor para permanecer en el hielo y ver desaparecer la embarcación, y luego para esperar durante semanas y meses, sin ninguna garantía de que fuera a llegar alguien, mientras los pies se te helaban y se acababa la comida y el clima empeoraba más y más.
Cuando repasaba los periódicos buscando nombres de aeródromos, había leído un artículo sobre una anciana a la que habían sacado de los escombros de su casa. La patrulla de rescate le había preguntado si su marido estaba con ella. «No, el maldito cobarde está en el frente», había respondido con indignación. Mike se había reído al leerlo, pero ya no estaba tan seguro de que fuera gracioso. Quizás Inglaterra era el frente y los verdaderos héroes eran los londinenses, sentados en las estaciones de metro, noche tras noche, esperando a que los hicieran papilla. Y Fordham, en cama, entablillado y sujeto por poleas. Y todos los pasajeros de aquel tren, que esperaban pacientemente a que volviera a ponerse en marcha, sin dejarse llevar por el pánico ni por el impulso de rendirse a Hitler solo para que aquello acabara.
Iba a tener que replantearse el concepto de heroísmo cuando volviera a Oxford. Si volvía a Oxford. A aquel paso, no estaba seguro de llegar siquiera a Canterbury y menos todavía a Saltram-on-Sea.
Llegó, pero tardó otros dos días de retrasos, esperas en apartaderos y visitas infructuosas a garajes. Acabó yendo en una furgoneta, en un sidecar y en un camión de nabos. Conducía el camión una chica bonita que se había criado en Chelsea y se dedicaba a limpiar estiércol de cerdo y ordeñar vacas en una granja situada a unos cuantos kilómetros de Saltram-on-Sea.
—Es un trabajo que estropea mucho las manos —le dijo cuando él le preguntó si le gustaba—, y detesto levantarme antes de que salga el sol y oler a ganado, pero si no tuviera nada que hacer me volvería loca de preocupación. Mi marido está en el Atlántico Norte, escoltando convoyes, y a veces pasan semanas sin que tenga noticias de él. Además, de este modo siento que contribuyo con algo. —Le sonrió—. Somos cuatro chicas y la cuatro nos llevamos divinamente, así que eso ayuda. Eso y que el señor Powney no es ni mucho menos tan huraño como algunos de los otros granjeros.
—Espere… ¿trabaja para el señor Powney?
—Sí. ¿Por qué?
—Increíble. —Mike se reía—. ¿Tiene un toro?
—Sí. ¿Por qué? ¿Ha oído hablar de él? No habrá matado a nadie, ¿verdad?
—No que yo sepa.
—Bueno, no me sorprendería que lo hubiera hecho. Es el toro con peor carácter de Inglaterra. ¿Cómo sabe de su existencia?
Mike le explicó que había estado esperando a que el señor Powney volviera de comprar aquel toro para que lo llevara en su furgoneta.
—Y por fin viajo en la dichosa furgoneta —concluyó.
—Bueno, yo no estaría tan contenta en su lugar —dijo ella—. Este trasto tiene las peores ruedas de Inglaterra.
No exageraba. Pincharon dos veces entre Dover y Folkestone, y no tenían rueda de recambio. Tuvieron que sacar el neumático en ambas ocasiones y ponerle un parche, la segunda vez bajo la aguanieve, y luego volverlo a hinchar con un inflador de bicicleta. Eran las tres y media y empezaba a oscurecer cuando vieron a lo lejos Saltram-on-Sea. Mike vio el emplazamiento del cañón, flanqueado por sucesivas hileras de trampas para tanques de cemento y estacas afiladas. Había alambre de espino a lo largo del borde del acantilado y letreros de advertencia: «Cuidado. Zona minada.» Se preguntó lo que habrían pensado los del equipo de recuperación al ver todo aquello.
—¿Le importa si lo dejo en el cruce? —le preguntó la joven, que se llamaba Nora—. Quiero llegar a casa antes de que oscurezca.
—No, está bien —repuso él.
Lo lamentó en cuanto la furgoneta se alejó. El viento procedente del canal era punzante y la aguanieve se estaba convirtiendo en nieve.
«¡Maldita sea! ¡Más vale que el equipo de recuperación esté aquí después de esta odisea!», pensó, cojeando hacia el pueblo, con la cabeza gacha para protegerse del viento y el cuello del abrigo levantado. Y más valía que también estuviera allí el portal por el que había llegado.
«Por lo menos Daphne estará», se dijo, entrando en la posada.
Sin embargo, detrás de la barra no estaba la chica sino su padre.
—Busco a Daphne —dijo Mike.
—Es usted el periodista americano, ¿no? Ese que fue a Dunkerque con el comandante. —Cuando Mike asintió, añadió—: Lo siento, amigo. Llega tarde.
—¿Tarde?
—Sí, amigo. Ya se ha casado.