Las guerras no se ganan con evacuaciones.

Las guerras no se ganan con evacuaciones.

WINSTON CHURCHILL,

discurso de Dunkerque

Oxford, abril de 2060

El resplandor llameó.

—Que Colin no me siga —insistió Dunworthy, aunque el resplandor era demasiado intenso y era imposible que Badri lo oyera—. Que no venga, le dé la excusa que le dé.

Demasiado tarde. Ya había cruzado, y a San Pablo, sin duda, a pesar de que no veía nada. Sus palabras resonaron y se perdieron en la enormidad de un espacio abovedado. Lo habría reconocido en cualquier circunstancia, al igual que el característico frío. En San Pablo siempre parecía pleno invierno. Se esforzó por ver algo en la oscuridad impenetrable, esperando que los ojos se le acostumbraran a la falta de luz. No eran las cuatro de la madrugada, desde luego, o, si era esa hora, se había producido un desfase espacial y había llegado a la cripta en lugar de al transepto norte.

No. Aquello no podía ser la cripta. La patrulla de incendios tenía el cuartel general ahí abajo y habría habido luz… Aunque era posible que estuviera en una de las escaleras. Pero no, porque el sonido no era de un espacio cerrado. Sería mejor que no corriera riesgos, sin embargo. Una vez, al principio de su carrera, había cruzado a unas escaleras y a punto había estado de caerse y matarse. Deslizó un pie hacia delante y luego el otro, buscando el borde de un escalón.

Estaba en una superficie llana: un suelo de piedra. Tenía que ser el de la nave de la catedral, lo que implicaba que todavía faltaba mucho para las cuatro de la madrugada.

Aunque fuera medianoche, no obstante, tendría que haber habido un poco de luz. Las incursiones aéreas de primera hora de la mañana del diez habían sido a menos de un kilómetro de allí y parte de los muelles seguía ardiendo por culpa de los dos primeros bombardeos nocturnos. Además, tendría que haber habido haces de focos y ruido.

No oía nada: ni el tableteo de las incendiarias, el flagelo de San Pablo; ni el ahogado estallido de las bombas; ni el zumbido de los aviones sobrevolando la ciudad. No se oía nada en absoluto. ¿Y si Linna se había equivocado de coordenadas con las prisas y no estaba en 1940? ¿Y si el doctor Ishiwaka estaba en lo cierto?

Pero cuando Dunworthy estiró el brazo, tocó lona y un bulto que solo podía ser un saco de arena. Tanteó a su alrededor: más sacos de arena. Los rodeó y siguió a lo largo del muro hasta unas puertas de madera tallada. Las puertas septentrionales. Eso implicaba que estaba exactamente donde debía estar, y los sacos de arena eran un síntoma de que también estaba cerca de la fecha prevista.

Habría dos escalones de bajada hasta las puertas. Siguió delante con cuidado e intentó abrirlas. Estaban cerradas. ¿Cerradas? John Bartholomew había dicho que mantenían abierta la catedral. Pero Bartholomew todavía no había llegado, no lo haría hasta el día veinte, y a lo mejor no habían dejado abiertas las puertas de San Pablo hasta más tarde, cuando se había hecho evidente la necesidad de que las mangueras de los bomberos tuvieran vía libre.

«Podría haber sido evidente desde el principio», pensó Dunworthy con irritación, volviendo a subir los escalones. Tendría que cruzar toda la nave hasta las puertas occidentales y, al paso que iba, tardaría una hora. A lo mejor le convenía más sentarse a esperar que hubiera suficiente luz para ver por dónde iba, pero hacía demasiado frío. Le castañeteaban los dientes y, cuanto más esperara, más probabilidades tendría de toparse con la patrulla de incendios y tener que explicar su presencia en la catedral. Siempre podría decir que había entrado para refugiarse al sonar las sirenas y se había quedado dormido. Pero si luego lo veían con Polly cuando la trajera hasta allí, las cosas se complicarían. Peor incluso, tal vez decidieran registrar la catedral todas las noches o cerrar las puertas occidentales.

Tenía que salir de allí inmediatamente, antes de que alguien lo viera. Con suerte, y si era tan temprano como sugerían la oscuridad y la ausencia de incursiones aéreas, el metro todavía funcionaría y podría llegar a Notting Hill Gate, pasar la noche buscando en aquella estación y hacerlo en High Street Kensington y las otras de la lista en cuanto el metro abriera por la mañana, encontrar a Polly antes de que oscureciera y tenerla de vuelta en Oxford antes de la hora del desayuno.

Y ya no tendría que preocuparse por lo que le pasaría a Polly si el doctor Ishiwaka tenía razón.

Fue tanteando el muro y los sacos y avanzando. Muro, más sacos, una columna… Tropezó con algo metálico que cayó con un estruendo que resonó en la nave. Cuando intentó que el objeto dejara de hacer ruido, metió la mano en un cubo de agua helada y estuvo a punto de volcarlo. Palpó frenéticamente. Había chocado con una bomba extintora. Lo supo por el estribo metálico y la manguera de goma. Se incorporó sujetando la bomba con ambas manos, escrutando ansiosamente la oscuridad, a la espera de oír pasos a la carrera o alguien gritando: «¿Qué ha sido eso?» Pero nada. Eso quería decir que la patrulla de incendios al completo seguía en los tejados, gracias a Dios, y que si podía acercarse a las ventanas de la nave tendría un poco más de luz para ver por dónde iba.

No había más luz. El muro que había estado tanteando para avanzar se terminó y la cualidad del ambiente cambió, de modo que supo que estaba en un espacio más amplio, a pesar de que la oscuridad seguía siendo absoluta.

Bartholomew había dicho que mantenían una lucecita ardiendo en el altar por la noche para que los vigilantes se orientaran, pero cuando miró hacia donde deberían haber estado el coro y el altar no vio más que negrura.

«Voy a decirle un par de cosas acerca de la precisión de su relato histórico cuando vuelva a Oxford», pensó.

No se atrevía a ir hacia el centro de la nave, porque estaba llena de sillas plegables de madera con las que podía tropezar. Era mejor que siguiera en el pasillo norte.

Caminó a oscuras siguiendo el muro del pasillo, palpando con una mano la piedra fría y con el otro brazo estirado por delante, intentando recordar lo que había a continuación. «La estatua de lord Lighton —pensó, y acto seguido tropezó con ella. Los sacos de arena detuvieron su caída—. Soy demasiado viejo para esto.» Se levantó y la rodeó, pasó por delante de una hornacina, un pilar rectangular, otra hornacina. Y otro cubo, este lleno de arena, contra el que a punto estuvo de romperse el dedo gordo pero que, afortunadamente, no se volcó.

«Colin tenía razón, tendría que haberme llevado una linterna de mano —pensó, rodeando otro pilar y pegándose a lo que no podía ser más que una pared de ladrillo—. No hay paredes de ladrillo en San Pablo. ¿Es posible que esté en otra parte?»

Luego se dio cuenta de que era el monumento a Wellington. Lo habían protegido con un muro de ladrillo porque era demasiado grande para moverlo. Se desplazó rápidamente por delante hasta el siguiente pilar, después del cual solo podía estar la All Souls’ Chapel y luego la capilla de San Dunstan, pasada la cual llegaría a…

Oyó un portazo a su espalda y pasos apresurados por la nave aproximándose. Dunworthy se agachó detrás del pillar, esperando que no lo vieran.

—Estoy seguro de que he oído algo —dijo un hombre.

—¿Una incendiaria? —preguntó otro.

«No. Me has oído tropezar», pensó Dunworthy.

Eran evidentemente miembros de la patrulla de incendios. Pasó el haz de una linterna y Dunworthy se encogió más detrás del pilar.

—No sé —dijo el primer hombre—. Debe de haber sido una AR.

«Una bomba de acción retardada», pensó Dunworthy.

—¡Maldita sea! Solo nos faltaba eso —dijo el segundo. Tendrían que buscar por toda la catedral.

—Ha sonado en la nave —dijo el primero.

Dunworthy se abrazó, preguntándose qué historia podía inventar para explicar su presencia allí. Sin embargo, cuando volvió a pasar el haz de la linterna, fue sobre el pasillo sur, y los pasos fueron oyéndose más débilmente a medida que los hombres se alejaban.

Él se quedó en el mismo lugar, intentando oír lo que decían, pero solo captaba retazos de la conversación: «… sido en el tejado sur… probablemente sacarla…». Seguramente habían decidido finalmente que era una incendiaria. Estaban en el extremo occidental de la nave. Oyó: «… se acabó por esta noche…» y algo parecido a «Coventry», aunque era improbable. Creía que Coventry no había sido bombardeado hasta el catorce de noviembre. «El pasillo norte…», dijo uno de los dos, y Dunworthy miró hacia atrás, hacia el transepto, dudando si retroceder hasta allí. «No… antes comprueba la galería.» Hubo un fogonazo y Dunworthy oyó un ruido metálico y pasos subiendo.

«Suben la escalera geométrica», pensó, y aprovechó el ruido que hacían para recorrer rápidamente el pasillo, con una mano apoyada en la pared para guiarse. Pilar, pilar, reja de hierro. Aquello era la capilla de San Dunstan. El vestíbulo y la puerta tenían que estar justo al otro lado. «¿… encontrado algo?», oyó decir a alguien desde arriba. Se agachó para ocultarse un instante antes de que la linterna de mano iluminara hacia abajo.

—¡Aquí esta! —gritó uno. Seguramente el primero, porque añadió, triunfal—: Te he dicho que había oído algo. Es una incendiaria. Coge una bomba extintora.

Dunworthy oyó al segundo correr por la galería superior y él corrió hacia la puerta, la abrió y salió al pórtico, a los escalones y a una lluvia torrencial.

«Esto explica por qué está tan oscuro», pensó, retrocediendo para meterse otra vez bajo el pórtico. Estaba casi tan oscuro fuera como dentro. De no haber sabido que había un pórtico y una escalera, no habría sabido bajar a la explanada.

Apenas distinguía el perfil de los edificios de enfrente. La lluvia también explicaba la usencia de focos y de bomberos en los tejados: la Luftwaffe seguramente había anulado las incursiones aéreas por la lluvia. Explicaba asimismo que no hubiera incendios. La lluvia los había apagado todos menos el de la incendiaria que había entrado por el tejado de la galería.

Dunworthy miró el campanario para ver si estaban ahí arriba y luego bajó chapoteando los escalones. Tenía que recorrer Paternoster Row y luego Newgate hasta la estación de metro, fijándose por dónde pisaba, algo casi imposible bajo aquel aguacero que caía helado sobre él, más aguanieve que lluvia.

Siguió delante, agachando la cabeza contra su arremetida.

«De todos modos, no hay nadie lo bastante loco como para salir con este tiempo», pensó, levantándose el cuello de la chaqueta de cheviot para abrigarse. Estaba equivocado. Dos personas caminaban directamente hacia él. ¿Integrantes de la patrulla de incendios o civiles que volvían a casa desde la estación de metro? O quizá fuera algún vigilante de la ARP que le preguntaría qué hacía en la calle y lo obligaría a ir a un refugio subterráneo.

Cruzó chapoteando la calle y se metió en un callejón de la izquierda de menos de dos metros de anchura. Los edificios del otro lado tapaban la poca luz que podría haberle permitido ver algo. Estaba tan oscuro como dentro de la catedral. Tuvo que volver a avanzar tanteando y tardó una eternidad en llegar a Paternoster Row… si aquello era verdaderamente Paternoster Row. No lo parecía. La calle no era más ancha que el callejón y estaba flanqueada de casas destartaladas. No de despachos de editores y almacenes de libros. También parecía tener mucha más pendiente de lo debido, aunque eso podía ser un efecto óptico debido a la falta de luz. Que terminara abruptamente en un patio, desde luego no era un efecto óptico. Se había confundido en la oscuridad. Volvió sobre sus pasos hasta el callejón por el que había venido, pero no era el mismo, porque este terminaba en un establo de madera.

«Te has perdido —pensó, furioso—. No tendrías que haber deambulado en la oscuridad por la City.» No había peor lugar en Londres, ni en la historia, para perderse. La zona que rodea San Pablo había sido un entramado de callejones y pasajes, la mayoría de los cuales no llevaban a ninguna parte. Podía pasarse una eternidad dando vueltas sin lograr salir de allí, y la lluvia arreciaba.

—Soy demasiado viejo para esto —murmuró, echando atrás la cabeza para intentar ver algún atisbo de San Pablo. Sin embargo, los edificios eran demasiado altos y no tenía ningún punto de referencia para orientarse. Ya ni siquiera sabía en qué dirección estaba la catedral.

«Sí que lo sabes —pensó—. Sabes exactamente dónde está. Está en la cima de Ludgate Hill. Lo único que tienes que hacer es subir la colina.» Aunque aquello era más fácil de decir que de hacer. No había calles en pendiente hacia arriba. Todas llevaban inexorablemente colina abajo, alejándolo de San Pablo y de la estación de metro. Si seguía bajando, sin embargo, tal vez al final llegara a Blackfriars o, si se había desviado demasiado hacia el este, a Cannon Street.

En otra estación podría tomar el metro hasta la de Polly. Tomó por un callejón y luego por otro. Tras otros dos desvíos y después de meterse en un callejón sin salida, llegó a una calle más ancha. ¿Old Bailey? Si era así, Blackfriars quedaba al final. Por fin había más luz, al menos la suficiente para que viera que la calle estaba llena de tiendas con aleros. Cruzó la calle chapoteando, ansioso por protegerse aunque fuera parcialmente de la lluvia. Casi todos los escaparates estaban cegados con tablones. Solo la segunda tienda contando desde la esquina conservaba el cristal y, cuando se acercó, vio que en realidad también tenía el escaparate cegado con tablones. Lo que había tomado por un reflejo del cristal era en realidad una ristra de letras de papel plateado clavadas en la madera: «Feliz Navidad.»

«No puede ser Navidad», pensó.

De haberlo sido, habría habido un árbol en la nave de la catedral y otro en el pórtico. John Bartholomew había dicho que los dos se habían caído varias veces, derribados por la onda expansiva de las bombas. Aunque era muy posible que los árboles estuvieran donde debían y que no los hubiera visto en la oscuridad.

«Si es Navidad —pensó—, eso quiere decir que ha habido casi cuatro meses de desfase, y eso es imposible. El incremento no era más que de dos días.» Pero supo que era cierto. Por eso hacía tanto frío y estaba tan oscuro. La red lo había mandado a las cuatro de la madrugada, sí, pero a las cuatro de la madrugada de diciembre, cuando la oscuridad era absoluta.

«Asegúrate de tu localización temporal en cuanto llegues.» ¿No era eso lo que les decía siempre a sus alumnos que hicieran? Tendría que haberse dado cuenta de que no podía ser el diez de septiembre porque no había ningún incendio y en apagar los de los muelles se había tardado casi una semana. Había ignorado los indicios y ahora tendría que volver colina arriba bajo la lluvia. Porque Polly no estaría ya: su misión había finalizado el veintidós de octubre y permanecería a salvo en Oxford por lo menos un mes y medio. Aquello había sido una pérdida de tiempo.

Sin embargo, tenía la prueba que había estado buscando de que el desfase empezaba a dispararse. Tenía que volver a San Pablo inmediatamente y regresar a Oxford para decirle a Badri que recuperara a todos los historiadores.

Empezó a subir la colina buscando un taxi, pero las calles estaban completamente desiertas. No, un momento, ahí había uno, en la oscuridad, en la boca de un callejón. Se acercó y le hizo señas. El taxista lo había visto. El taxi empezó a moverse hacia él. ¡Gracias a Dios que Colin había insistido en que se llevara dinero! Sacó los billetes, buscó los de cinco libras y, cuando levantó la cabeza, el taxi ya se alejaba. Al final resultaba que no lo había visto.

—¡Eh! —lo llamó, y su voz resonó en la estrecha calle.

Corrió hacia el vehículo, haciéndole señas con la mano al taxista. Bien, ahora sí que lo había visto. El taxi se acercaba de nuevo. Seguramente estaba más lejos de lo que le había parecido porque no oía en absoluto el motor. Corrió hacia él y, a medio camino, se dio cuenta de que no era un taxi. Lo que había tomado por el capó de un coche era la superficie redondeada de un gran bote metálico negro, que se balanceaba hacia delante y hacia atrás colgado de una farola en la que se había enredado una tela oscura: un paracaídas.

«Es una mina lanzada en paracaídas», pensó, observando cómo se balanceaba el bote sin chocar con la farola por pocos milímetros. Si el viento cambiaba ligeramente o el paracaídas se rasgaba… Retrocedió dos pasos, trastabillando; se volvió y corrió hacia la boca del callejón, esperando oír desgarrarse la tela del paracaídas o el ensordecedor estruendo de la explosión.

No oyó nada. Hubo un débil soplo y se encontró de repente en el suelo con las manos por delante. Al principio creyó que había tropezado y se había caído pero, cuando se levantó, estaba lleno de polvo y cristales.

«Ha roto el escaparate de la papelería —pensó. Y luego, confusamente—: La mina ha explotado.»

Se sacudió los cristales y la suciedad de los pantalones y el abrigo. Seguramente se cortó haciéndolo porque tenía las palmas de las manos arañadas y ensangrentadas y le caía un hilillo de sangre por detrás de una oreja. Oyó las campanas de una ambulancia.

«No puedo permitir que me encuentren aquí —se dijo—. Tengo que volver a Oxford. Tengo que sacar a todo el mundo.»

Se metió en el callejón con la esperanza de que hubiera una pared en la que apoyarse pero, menos el del fondo, todos los edificios se habían derrumbado. Fue hacia él tan deprisa como pudo. Las campanas se acercaban. La ambulancia llegaría en cualquier momento, con un oficial de incidente. Tenía que salir del callejón, cruzar la calle, doblar la esquina… En cuanto la dobló se desplomó de rodillas.

«Colin tenía razón. Dijo que me metería en un lío. Tendría que haberle dejado acompañarme.»

Seguramente permaneció inconsciente unos minutos porque, cuando abrió los ojos, había un poco de luz y ya no llovía. Se puso en pie pesadamente y se quedó quieto un momento, confundido. ¿Qué debía…?

«Oxford —pensó—. Tengo que volver a Oxford.»

Bajó la colina hacia Blackfriars para tomar el metro hasta la estación de Paddington, desde la que salía el tren.