Durante la guerra una vivía al día […]; de repente te enterabas de que alguien por quien sentías mucho cariño había muerto.
De una FANY
Dulwich, verano de 1944
El oficial de vuelo Stephen Lang llamó a Mary diecinueve veces a lo largo de las dos semanas siguientes. Ella dio órdenes a las otras chicas de decirle que estaba trasladando a alguien o recogiendo suministros.
—O decidle que me ha alcanzado un V-1 —le dijo exasperada a Talbot cuando hubo llamado por decimosexta vez—. Decidle que me he muerto.
—Dudo que eso lo detenga —comentó Talbot—. ¿No te das cuenta de que solo empeoras las cosas? Nada atrae más a un hombre que una mujer que se hace la dura.
—Entonces, ¿tengo que salir con él? Fairchild es mi compañera y Stephen es su único amor. ¡Está loca por él desde los seis años!
—Lo único que digo es que, cuanto más huyas de él, con más ahínco te perseguirá.
—Pues entonces, ¿qué debería hacer?
—No tengo ni idea.
Mary tampoco tenía ni idea. Era evidente que no podía salir con él. El simple hecho de que la pretendiera estaba matando a la pobre Fairchild, así que ni siquiera se atrevía a hablar con él por teléfono. Pero Stephen no aceptaba un no por respuesta.
—Me parece que deberías salir con él, Triumph —le dijo Parrish—, y aprovecha la ocasión para convencerlo de que es con Fairchild con quien debería salir.
Lo que había sido la idea más espantosa desde la época de los peregrinos, cuando John Alden intentó convencer a Priscilla Mullins de que saliera con Miles Standish, y Priscila le dijo: «Habla en tu propio nombre, John.» Lo último que necesitaba era que Stephen le dijera: «Habla en tu propio nombre, Isolda.»
¿Habría sido John Alden un viajero en el tiempo que no tenía ni idea de cómo salir del atolladero en el que se encontraba? Y ella estaba en un verdadero atolladero. Todas las del puesto estaban involucradas, y Reed y Grenville, furiosas las dos con Mary.
—Me parece una verdadera burrada robarle el novio a otra —había dicho Grenville. Cuando Mary había intentado explicarse, había añadido—: Bueno, algo tienes que haber hecho.
—Mírala —le había susurrado Reed, mirando de reojo a Fairchild—. Tiene el corazón destrozado.
Así era y, aunque no le había hecho ningún reproche a Mary, no había vuelto a dirigirle la palabra. Soportaba en silencio su dolor. Solo hablaba para decir: «¡Necesito una camilla aquí!» o «Este tiene heridas internas». En el puesto se mantenía cuidadosamente alejada del teléfono para no oírlo, pero era evidente que sufría. Y Mary era sin duda la responsable de aquel sufrimiento. Eso quería decir que, una de dos: o había alterado los acontecimientos, algo que era imposible porque los historiadores no podían hacerlo, o no importaba que se hubiera interpuesto entre Fairchild y Stephen porque no habrían acabado juntos en ningún caso. Porque Stephen había muerto. Era indudable que lo matarían. No solo se dedicaba a desviar V-1 sino que vivía en plena Bomb Alley. Centenares de miles de jóvenes encantadores como él habían muerto en Dunkerque y en El Alamein y en Normandía.
«Pero su muerte matará a Fairchild», pensaba, y temía que pudiera matarla literalmente. No habría sido la primera que durante la Segunda Guerra Mundial había perdido a alguien muy querido y se había presentado voluntaria para un trabajo muy peligroso.
Mary no podía evitar sentir que, si Fairchild hacía tal cosa, sería por su culpa; cargaría con el peso de la muerte de ambos. De no haber estado allí y empujado a Talbot al suelo, esta no se habría herido la rodilla, no tendría que haberla sustituido y Stephen nunca habría ido al puesto. Aunque tal vez sí. Tal vez le habría pedido a Talbot que fuera a cenar con él y hubiera sucedido exactamente lo mismo pero con Talbot como la mala de la historia. También podría haber ido Talbot al baile al que nunca fue y conocido allí a un joven que le habría prometido unas medias de nailon y concertado una cita con ella ese día, por lo que le habría pedido a Fairchild que la sustituyera y ella y Stephen se habrían enamorado durante el trayecto hasta Londres y celebrado una boda en tiempos de guerra y vivido felices para siempre.
«Fairchild podría muy bien haberlo llevado por Golders Green o por Tottenham Court Road y haber muerto los dos —se dijo Mary—. En cualquier caso, no puedes cambiar el curso de los acontecimientos. Si así fuera, la red no te habría dejado pasar.»
Pero que los historiadores no pudieran alterar los acontecimientos no implicaba que no pudieran complicar las cosas involuntariamente, así que se aseguró de no estar disponible cuando Stephen llamaba. Pasaba el tiempo libre lejos del puesto y se presentaba voluntaria para ir a buscar los suministros que la mayor lograba cada dos por tres que le cedieran los otros puestos, con la esperanza de que Stephen se hartara y le prestara atención a Fairchild.
Siguió llamándola, sin embargo. Fairchild estaba más y más triste, y nada, ni siquiera la llegada de una nueva ambulancia que la mayor había conseguido sacarle contra todo pronóstico al cuartel general, impedía que las FANY hablaran de la «pobre Fairchild».
El uno de septiembre, la mayor empeoró más las cosas con una lista de turnos nueva en la que Mary y Fairchild ya no eran compañeras, lo que llevó a interminables especulaciones acerca de si habría sido ella o Fairchild quien había pedido el cambio. Mary casi agradeció que empezaran los ataques con V-2 en septiembre, porque les dieron otra cosa en la que pensar y fueron un nuevo desafío para el escuadrón de Stephen. Sus llamadas se espaciaron más y luego cesaron, porque la RAF lidiaba con el nuevo problema de cómo parar esos ataques, mucho más mortíferos.
Ni siquiera los Spitfires podían alcanzar los V-2: volaban a casi seis mil kilómetros por hora, superando la velocidad del sonido, y tardaban solo cuatro segundos en alcanzar su objetivo. Como resultado, no había sirena ni tableteo de aviso. El único ruido que producían era un estampido sónico y, si lo oías, ya habías sobrevivido a la explosión.
Los cohetes aparecían como salidos de ninguna parte, lo que era tan asombroso como terrorífico. Incluso las irreductibles FANY empezaron a quedarse a cubierto y miraban ansiosas el cielo cuando salían en ambulancia.
Sutcliffe-Hythe trasladó todas sus cosas al sótano y Parrish le dijo a un soldado estadounidense que quería llevarla a un concurso de baile que tenía que quedarse para lavarse el pelo.
Durante el trayecto de vuelta, una mañana, vieron un grupo de niños con maletas y etiquetas al cuello que subían a unos autobuses.
—¿Qué pasa? —preguntó Mary.
—Los están evacuando al norte —le explicó Camberley—. Fuera del alcance de los cohetes.
Reed comentó melancólica:
—¡Ojalá pudiera irme con ellos!
Los daños que provocaban los V-2 eran también pavorosos. En lugar de casas derruidas se veían manzanas enteras asoladas hasta tal punto que era imposible adivinar su aspecto previo. El número de fallecidos que sacaban de los incidentes en furgonetas fúnebres se incrementó enormemente, así como el de quienes fallecían de camino al hospital. Algunas víctimas simplemente desaparecían, desintegradas por miles de kilos de explosivos. Las cosas que veían las FANY en los lugares de los incidentes se volvieron marcadamente más macabras, inenarrables. Antes de transcurrido un mes ya se habían acostumbrado a los V-2 y habían creado nuevos y completamente falsos mitos.
—Nunca caen donde ya ha impactado otro —aseguró Maitland—, por el magnetismo. Así que estamos completamente seguras durante el tiempo que permanezcamos en el lugar del incidente. La cuestión es llegar hasta allí.
Algo que también habían previsto, sin embargo.
—Nunca llega ninguno hasta una hora después del primer V-1 del día —dijo Sutcliffe-Hythe.
Talbot, por su parte, contó que uno de los del parque de vehículos le había dicho que el motor de los V-2 no funcionaba si hacía frío, así que llegarían cada vez en menor número a medida que se aproximara el invierno.
Nada de aquello era cierto, pero permitía a las FANY dormir y conducir hasta los incidentes todos los días sabiendo que podían volar por los aires en cualquier momento.
Pasada otra quincena, ya volvían a hablar de ropa (el vestido de organdí azul tenía un roto en la falda e intentaban decidir si remendar la delicada tela o sacarle todo un pliegue) y de hombres. Sutcliffe-Hythe había conocido a un marine de Brooklyn llamado Jerry Wojeiuk y Parrish había roto con Dickie.
Por desgracia, volvían a hablar también de la «pobre Fairchild».
—Podrías liarte con otro —le sugirió Reed a Mary cuando Stephen empezó a llamarla de nuevo.
—O casarte —propuso Maitland.
Eran unas sugerencias tan absurdas que fue un alivio cuando Talbot le dijo que la mayor quería que fuera a Streatham a recoger vendas.
—Supongo que tendré que ir en el Béla Lugosi —dijo Mary.
—No, está en la tienda y Reed aún no ha vuelto. Ha tenido que llevar al Pulpo a Tangmere. Estás de suerte. Conducirás la nueva ambulancia. Camberley te acompañará. Le diré que se reúna contigo en el garaje.
Cuando la puerta del acompañante se abrió, sin embargo, fue Fairchild quien se subió a la ambulancia.
—Camberley se encuentra mal. Me ha pedido que fuera en su lugar —le dijo a Mary, y se sentó en silencio.
Mary salió del garaje y enfiló hacia Streatham.
¿Debería intentar una vez más explicarle lo de Stephen? Temía empeorar las cosas únicamente.
En Streatham no pudieron darles vendas.
—Casi nos hemos quedado sin suministros por culpa de esos espantosos V-2 —les dijo la FANY que estaba en el puesto—. Tendréis que ir a Croydon a buscarlos.
¿A Croydon? Croydon había recibido más impactos de cohetes que cualquier otro vecindario y quedaba fuera de la zona que Mary había memorizado.
—¿No podríamos ir a buscarlos a Norbury? —preguntó—. Está mucho más cerca.
La oficial cabeceó.
—Están peor que nosotras. He llamado y en Croydon dicen que las tendrán listas, así que no tendréis que esperar.
Bueno, al menos eso era algo, y en 1944 ningún puesto de ambulancias había sido bombardeado. Lo que no garantizaba nada por lo que al trayecto de ida y el de vuelta respectaba. «Solo tengo que conducir muy rápido y esperar que los alemanes estén prestando atención a la Inteligencia británica esta noche.»
Al menos no tuvo que preocuparse de que Fairchild la distrajera hablándole porque no decía ni pío. Mary tenía los cinco sentidos puestos en la conducción.
Hizo cuanto pudo por encontrar el puesto en la oscuridad del apagón. Las FANY tendrían que emplearse a fondo en los incidentes de aquella noche. No había luna y una densa niebla de octubre parecía tragarse la luz de los faros. No veía nada de nada. Tardó más de una hora en localizar el puesto de Croydon y luego la FANY que estaba de servicio no logró encontrar los suministros.
—Sé que los han apartado —dijo sin precisar, y estuvo buscando por ahí. Las sirenas sonaban en tres ocasiones. Al final tuvo que empaquetar más vendas y apósitos y le hizo cumplimentar a Mary otro formulario de solicitud. Cuando terminó de hacerlo, Fairchild ya estaba en la ambulancia, al volante.
Mary se planteó decirle que era mejor que condujera ella porque conocía el camino pero, dada la mirada fija de Fairchild, decidió no hacerlo. Solo habrían perdido tiempo discutiendo y quería salir de allí antes de que volvieran a sonar las sirenas, así que ocupó el asiento del copiloto.
Fairchild condujo por la calle principal de Croydon en la más completa oscuridad y tomó luego por la carretera de Dulwich.
«Bien —pensó Mary—. Dentro de diez minutos volveremos a estar a salvo en la zona que memoricé.»
Fairchild detuvo la ambulancia en la cuneta.
—¿Qué haces? —le preguntó Mary.
La otra paró el motor y puso el freno de mano.
—He mentido acerca de Camberley —dijo—. He sido yo quien le ha pedido que me cambiara el turno para poder acompañarte. Necesito hablar contigo, Mary.
«Mary, no Triumph ni De Havilland ni Kent.»
—Bueno… Eso si todavía no me has retirado la palabra. —Fairchild titubeó—: Después de lo mal que te he tratado. ¿Quieres?
Estaba demasiado oscuro para verle la cara, pero Mary notó la ansiedad en su modo de hablar.
—Por supuesto que quiero —le dijo—. No me has tratado mal y no te culparía si lo hubieras hecho. Pero ¿podríamos mantener esta conversación cuando lleguemos?
O por lo menos dentro de la zona cuyos cohetes tenía memorizados.
—No —repuso Fairchild—. Esto no puede esperar. Ayer Maitland y yo sacamos a un niño de trece años de las ruinas de su casa de Ulverscroft Road. Un V-2. Su madre había muerto. Un impacto directo. No quedó nada de ella. El niño sollozaba diciendo que se había enfadado con ella por obligarlo a dormir en el Anderson y que tenía que decirle que sentía haberla llamado «vaca gorda». Fue espantoso verlo y empecé a pensar que cualquiera de nosotras también puede perder la vida en el momento menos pensado y en lo importante que es arreglar las cosas antes de que sea demasiado tarde.
—No hay nada que arreglar —dijo Mary—. ¡Por lo menos vamos a un lugar más caldeado para hablar! Hay un Lyons en Norbury. Nos tomamos un té…
—No hasta que te haya dicho lo mucho que lamento haberme comportado como lo he hecho. No tienes la culpa de que Stephen se enamorara de ti y no de mí…
—No está enamorado de mí. Solo le intereso porque soy un desafío, porque me he negado a salir con él.
—Por eso quería hablar contigo. Tienes que salir con él. Prefiero que te ame a ti que a Talbot o a cualquier otra capaz de hacerle daño.
—¡Pero si no está enamorado de mí! —insistió Mary—. Yo tampoco lo estoy de él.
—No hace falta que intentes no herirme. He visto cómo lo miras.
—Nadie está enamorado de nadie y no quiero salir con él. Es tu…
—No. Él nunca me ha considerado otra cosa que su hermanita. Creía que cuando me viera de uniforme se daría cuenta de que me he hecho mayor, pero sigue viéndome como su pequeña Miguita, como si tuviera seis años y llevara trenzas. Sin embargo, eso no es culpa tuya, Mary, y no quiero que esto eche a perder nuestra amistad. Es tremendamente importante para mí y no soportaría que…
—Calla —le dijo Mary, levantando una mano para que dejara de hablar, a pesar de que no podía verla en la oscuridad.
—No. Necesito decirte…
—¡Cállate! —le ordenó—. Escucha. Creo que oigo un V-1…