Pendemos de un hilo.
ALAN BROOKER
Londres, noviembre de 1940
Cuando Polly se enteró de que el Reinado del Terror había empezado más de cuatro años después de la toma de la Bastilla, intentó convencerse de que era imposible que hubiera tanto desfase. El mayor registrado en un punto que no fuera de divergencia era de tres meses y ocho días. Alguien había tenido seis meses de desfase y el señor Dunworthy se había puesto frenético y cancelado todos los portales. Eso era todo. Lo probaba el hecho de que no hubiera cancelado su misión.
Sin embargo, el miedo la atenazaba y redobló los esfuerzos para encontrar una salida. Puso otra tanda de anuncios en los periódicos y fue hasta Charing Cross para ver si había algún lugar en la estación al que el señor Dunworthy pudiera haber cruzado en sus primeros viajes. No había ninguno. Incluso la escalera de incendios estaba llena de parejas de enamorados. Su portal tenía que haber estado en otra parte. Tampoco había rastro de ningún señor Dunworthy más joven, aunque no estaba segura de si lo reconocería en caso de verlo, porque las primeras veces que había ido al pasado Dunworthy apenas era mayor que Colin. Intentó imaginar cómo había sido a la edad de Colin, entusiasta, subiendo los escalones de la escalera mecánica de dos en dos. No lo logró, como tampoco lograba imaginar que el señor Dunworthy los hubiera dejado viajar conscientemente hacia el peligro ni que no acudiera personalmente a sacarlos de allí si podía.
Se preguntó de repente si no sería algo más, aparte del aumento en el desfase, lo que le impedía rescatarlos. Por ejemplo, el hecho de que haber estado allí en una misión anterior y no poder regresar hasta que su yo más joven hubiera vuelto a Oxford… que sería ¿cuándo?
Mike no llamó el martes ni el miércoles, ni tampoco escribió, algo que Eileen consideraba buena señal.
—Eso es porque ha encontrado a Gerald y van de camino para comprobar el estado de su portal —dijo—. No te preocupes tanto. En el momento en que todo es un desastre y no ves cómo salir de atolladero, entonces es cuando llega la ayuda.
«No siempre», pensó Polly, acordándose de los miles de soldados que habían quedado en las playas de Dunkerque y de las víctimas que habían muerto bajo los escombros antes de que los equipos de rescate las sacaran.
—Cuando llevé a Theodore a la estación —decía Eileen—, se me agarró del cuello y no me soltaba. El tren estaba ya arrancando y, cuando más desesperada estaba yo, ¿quién apareció para salvarme? El señor Goode, el pastor. —Sonrió al recordarlo—. Y a nosotros también nos rescatarán. Ya lo verás. Estoy segura de que tendremos noticias de Mike mañana mismo, o del equipo de recuperación.
Las tuvieron de Mike. Recibieron una nota manuscrita que decía: «He llegado bien y estoy en una habitación cómoda. Ya os lo contaré más tarde.» El sobre contenía un recorte de periódico: una oferta de trajes de caballero en Townsend Brothers.
—¿Por qué nos habrá escrito esto si ya lo sabemos? ¿Y este recorte, para qué? —preguntó Eileen—. ¿Nos está diciendo que la chaqueta y la gabardina con la que se fue no son adecuadas?
—No sé —dijo Polly, mirando la parte posterior del recorte, en la que solo había un crucigrama ya resuelto.
Cuando las había llamado por teléfono, había dicho que hacía crucigramas para disimular mientras intentaba localizar a Gerald en los pubs. ¿Era posible que hubiera metido uno por descuido en el sobre al mandar la nota?
—¡Ah, señorita O’Reilly! —dijo la señorita Laburnum, saliendo de la salita—. Ha llegado otra carta para usted con el correo de la tarde. —Se la entregó.
—A lo mejor esta nos aclara el misterio de la otra —dijo Polly.
Pero era del pastor. Eileen subió a su habitación para leerla y Polly se quedó en el vestíbulo, mirando fijamente el recorte de periódico. Mike había hablado de mandar un mensaje cifrado y ella le había contado lo de las palabras en código del Día D que habían aparecido en el crucigrama del Daily Herald. ¿Era posible que hubiera incluido algún mensaje en las respuestas del crucigrama?
Se armó de un lápiz, se encerró en el baño y se sentó en el borde de la bañera dispuesta a descifrarlo.
«Espero que no sea un código demasiado complicado», pensó.
No lo era. Ni siquiera era un código. Mike se había limitado a redactar su mensaje encajando las letras en los cuadraditos del crucigrama, empezando por el 14 horizontal: SIN SUERTE AÚN COMPROBANDO ALOJAMIENTOS CONOCÉIS ANTIGUO PORTAL REMOTO ST JOHNS WOOD O PORTALES HISTÓRICOS USADOS ANTES MANTENER SALIDA DE EMERGENCIA.
El laboratorio tenía un portal remoto en St. John’s Wood que se había estado usando durante muchos años. Por lo visto, Mike creía que podían haberlo reactivado para su uso en caso de emergencia, aunque Polly no veía cómo iba a abrirse si el problema era un incremento del desfase. No obstante, no estaba la cosa como para no probar cualquier opción, así que, en lugar de ir a Trafalgar Square, al encuentro del equipo de recuperación, después del trabajo, se acercó en metro hasta St. John’s Wood.
Desconocía la ubicación del antiguo portal remoto, pero esperaba que estuviera en un lugar obvio.
Pero no, y no sabía de ningún otro portal en Londres que hubieran usado los primeros historiadores, aparte del suyo de Hampstead Heath, el que había utilizado por última vez justo antes de la medianoche de la víspera del Día de la Victoria.
En el momento presente no existía todavía, pero el laboratorio podía haber reprogramado sus coordenadas para 1940, así que a la mañana siguiente puso un anuncio en el Times, en el que pedía a «E. R.» que se reuniera con ella en San Pablo el domingo.
Eileen se mostró sorprendentemente reacia.
—Ya hemos acordado reunirnos con el equipo de recuperación en el concierto de la National Gallery —dijo.
—Ve tú y yo iré a San Pablo —le propuso Polly.
—Pero es que yo siempre he querido ver San Pablo —protestó Eileen—. El señor Dunworthy siempre habla de la catedral. ¿Por qué no voy yo y tú asistes al concierto?
«Porque es más difícil fingir haber estado en un concierto —pensó Polly—. Además, no estoy segura de cuánto tiempo me llevará esto.»
—No —convino Eileen.
—Yo conozco a uno de los empleados de San Pablo, el señor Humphreys, y él sabrá si han visitado la catedral personas desconocidas.
—Puedo acompañarte. El concierto no empieza hasta la una.
«Tendría que haberle dicho que me iba a la abadía de Westminster o algo parecido», pensó Polly.
—Pero es que no sé cuándo llegará el equipo de recuperación. Se me olvidó concretar la hora —arguyó—. Nos encontraremos después del concierto e iremos a Lyons Corner House a tomar el té. Luego te llevaré a ver San Pablo: será una visita guiada. —Y se aseguraría de salir de casa antes de que Eileen se despertara.
El domingo por la mañana cogió el metro hasta Hampstead Heath y subió la colina. Chispeaba, lo que le convenía porque habría menos gente, pero deseó haber cogido un paraguas. Aquella mañana había sido incapaz de encontrarlo a oscuras, pero no había querido encender la luz para evitar que Eileen se despertara e insistiera en acompañarla.
Se apresuró entre los matorrales hacia los árboles, esperando reconocer el lugar. La última vez que había estado allí era mayo. Ahora los árboles estaban rojizos y marrones y húmedos de lluvia.
No. Ahí estaba el sauce llorón, con las ramas de hojas doradas barriendo el suelo. La lluvia arreció.
«Bien —pensó, apartando la cortina de hojas—. Si alguien me ve, puedo decir que buscaba cobijo de la lluvia.»
Se metió detrás rápidamente y dejó que las ramas volvieran a juntarse, ocultándola. Estudió el espacio en penumbra, como una tienda de campaña. El suelo estaba alfombrado de hojas amarillas secas y ramitas. Había una botella de limonada y un cono de papel arrugado de helado semienterrados entre la hojarasca, pero descoloridos por el tiempo.
«El equipo de recuperación no ha estado aquí», pensó Polly, mirando las hojas intactas. Pero era posible que el portal estuviera programado únicamente para que ellos regresaran. Se sentó con la espalda apoyada en el tronco blanco moteado, consultó la hora y se dispuso a esperar para ver si el portal se abría.
Hacía frío. Se tapó las rodillas con la falda y se abrazó el pecho. La lluvia no atravesaba el dosel de hojas, pero el suelo alfombrado de corteza y hojarasca estaba helado y la humedad le empapaba el abrigo y la falda.
Allí sentada, todas las cosas que la habían tenido preocupada empezaron a acosarla: su fecha límite, Mike, si el incidente que había destruido St. George y las tiendas y ocultado su portal era una discrepancia. Había llegado a la conclusión de que, si la iglesia no constaba en la lista de prohibiciones del señor Dunworthy, era porque se suponía que ella iba a quedarse en los refugios del metro. Sin embargo, tampoco constaba en el implante que Colin le había preparado, lo que significaba que podría haber estado cerca del portal en el momento del estallido de la mina.
«No, no es posible —pensó, conteniendo las náuseas—. Colin no incluyó la mina en el implante porque pensó que yo estaría a salvo en un refugio del metro cuando la mina estalló.»
Además, el chico le había hablado de las minas lanzadas en paracaídas. La había instruido acerca de los peligros de la metralla y del apagón y había sido una fuente inagotable de información. Polly sabía por experiencia que Colin no aceptaba un no por respuesta. Si alguien era capaz de encontrar un modo de sacarlos de allí, ese era Colin.
«A menos que Oxford haya sido destruido y él esté muerto —pensó—. O que haya también un incremento del desfase espacial y la red lo mande a Bletchley Park… o a Singapur.»
Permaneció allí sentada hasta que no pudo soportarlo más y, entonces, escribió su nombre y el teléfono y la dirección de la señora Rickett en el cono de papel del helado, se sacó un billete de metro para Notting Hill Gate del bolsillo, escribió en él «Polly Churchill», lo metió en la botella de limonada y se marchó a San Pablo, aunque tampoco esperaba encontrar allí al equipo de recuperación.
El trayecto de regreso a Londres duró lo indecible. Hubo tres retrasos por culpa de las incursiones aéreas y Polly se alegró de haberse negado a hacer un cambio con Eileen para ir al concierto. No llegó a la estación de San Pablo hasta pasadas las doce del mediodía y llovía a cántaros. Cuando entró en la catedral, estaba empapada.
Alguien había tirado una hoja parroquial al suelo del porche. La recogió. Se la enseñaría a Eileen para demostrarle que se había pasado allí la mañana entera. El tema del sermón de aquella mañana por lo visto había sido: «Busca y encontrarás.»
«¡Ojalá fuera cierto!»
Se sacudió las faldas mojadas y entró. El tabique de la escalera geométrica seguía en pie. El vigilante de incendios seguramente había decidido que la conservación de la escalera era más importante que tener acceso al ala oeste. Caminó por la nave. Estaba en la penumbra aquel día, gris en lugar de dorada, tanto que no veía lo que había al fondo. Hacía mucho frío. La anciana voluntaria que vendía guías no se había quitado el abrigo. Una guía no era mala idea. Podría fingir consultarla mientras buscaba al equipo de recuperación. Se acercó a la mesa de la mujer, que estaba ayudando a una señora de mediana edad a elegir una postal como las que le había enseñado el señor Humphreys.
—Esta del monumento a Wellington es muy bonita —le decía—. Esta es de La verdad arrancándole la lengua a la falsedad.
—¿No tiene ninguna del altar mayor? —preguntó la señora.
—Me temo que no. Se acaban enseguida.
—Claro. —La otra sacudió la cabeza—. ¡Qué pena! —Y se puso a buscar en el expositor de postales otra vez—. ¿Tiene alguna de las puertas de Tijou?
«Las quitaron para protegerlas» —pensó Polly, «soplándose en las manos entumecidas y deseando que la mujer se decidiera. Hacía más frío allí incluso que en Hampstead Heath, y había una corriente helada procedente de alguna parte. Miró hacia arriba. Dos de las ventanas emplomadas de la galería se habían roto, y de eso no podía hacer mucho, porque todavía no habían intentado cubrirlas y seguía habiendo trozos puntiagudos de vidrio rojo, azul y dorado en los marcos. Seguramente había estallado una bomba cerca de la catedral y la onda expansiva las había volado.»
—¿Qué tal de La luz del mundo? —estaba preguntando la señora—. ¿Tiene postales del cuadro?
—No, pero tenemos una litografía preciosa. —Le indicó dónde estaba—. Vale seis peniques.
Polly miró la lámina. La imagen era un poco más azulada que el original, y Cristo parecía tan helado como ella, con la cara contraída de frío.
«¡Qué pena que ese farol que lleva no sea de verdad!», pensó, mirando su cálido resplandor. El señor Humphreys tenía razón: uno veía algo nuevo en aquella estampa cada vez que la miraba. Hasta aquel momento no se había dado cuenta de que las puertas a las que llamaba Cristo eran medievales. Ni esas puertas ni el farol que sostenía existían en el año 33 antes de Cristo.
«Tiene que ser un viajero en el tiempo, como nosotros —pensó Polly—. Intenta volver a casa y su portal tampoco se abre.»
Por fin la señora había tomado una decisión y pagó.
Polly avanzó para comprar la guía.
—Tres peniques —dijo la voluntaria.
Buscó las monedas en el bolso, pero tenía las manos tan entumecidas de frío que se le cayeron, con un tintineo que resonó en el suelo de mármol.
«Bueno —pensó Polly—, si el equipo de recuperación está aquí, esto habrá servido para llamar su atención.» Sin embargo, nadie se volvió.
—Perdón —se excusó, recogiendo las monedas para pagar la guía. La mujer se la dio.
—Me temo que la cripta y el coro están cerrados hoy.
«¿El coro, por qué?», pensó Polly, pero preguntarlo habría significado seguir allí de pie en la corriente helada que entraba por las ventanas, así que le dio las gracias a la voluntaria y caminó hacia la nave. Nadie se le acercó ni vio a nadie con aspecto de estar esperando a alguien. Había varias personas arrodilladas, rezando, en el centro de la nave. Dos Wrens, de pie delante del monumento a Wellington tapiado, lo miraban desconcertadas, mientras un par de soldados las observaban desde corta distancia.
Pasada la siguiente columna, una mujer con unos zapatos sin puntera que parecían una de las brillantes ideas de Vestuario para el gélido noviembre de 1940 miraba a su alrededor, buscando a alguien. Pero antes de que Polly pudiera rodear las sillas y cruzar la nave hacia ella, un vigilante de incendios se le acercó y, tanto por la sonrisa de él como por la de ella, fue obvio que se conocían.
«Pues está claro que no es del equipo de recuperación», pensó Polly. Se volvió para ver si había alguien más en el transepto y a punto estuvo de chocar con el señor Humphreys.
—Supuse que vendría cuando se enterara de nuestro incidente —dijo—. Ha venido mucha gente a ver los daños.
—Sí, lo de las ventanas es una verdadera lástima —comentó Polly.
—Lo es —convino él, mirándolas—. Tendrían que habérselas llevado a Gales por seguridad, con los demás bienes de valor. Sin embargo, no hay mal que por bien no venga. Sir Christopher Wren diseñó San Pablo para que tuviera cristales transparentes en las ventanas y ahora hay muchas posibilidades de que vea realizado su sueño.
Así fue. Cuando terminó el Blitz, no quedaba más que una ventana intacta en toda la catedral y, en 1944, la rompió un V-1 que impactó en las proximidades. Se usaron cristales nuevos transparentes para restaurarlas.
—Sin embargo, el altar… —prosiguió el señor Humphreys—. Me temo que eso es harina de otro costal.
«¿El altar?»
—Por suerte, la bomba solo dañó el altar y el coro.
El coro. Por eso la voluntaria le había dicho que aquel día estaba cerrado.
El señor Humphreys cruzó el espacio cubierto por la cúpula hacia el coro. La entrada estaba bloqueada con un caballete. Lo apartó y dejó pasar a Polly.
—Y la bomba cayó hasta la cripta, desgraciadamente justo en el lugar donde nuestros vigilantes de incendios duermen…
No le estaba escuchando. Miraba fijamente el coro y la destrucción. Donde antes se levantaba el altar, había un montón de trozos de madera y piedras. Polly miró hacia arriba: en el techo había un enorme agujero dentado. De los bordes de un toldo gris que lo cubría a medias caía el agua a un andamio de aspecto precario.
«¡Pero si San Pablo no fue alcanzada! —pensó, mirando incrédula el boquete y los escombros—. Sobrevivió a la guerra.»
—¿Cuándo pasó esto? —preguntó.
—La mañana del diez de octubre, mientras hacíamos la última ronda por los tejados. Yo estaba… —dijo, pero seguramente vio la cara que ponía porque añadió—: ¡Oh, lo siento mucho! Por lo que me ha dicho antes creía que ya lo sabía. Tendría que habérselo advertido. Sé que impresiona la primera vez que uno ve esto.
El señor Dunworthy no había dicho nada de una bomba en el altar. Había hablado de la UXB y de las incendiarias del veintinueve de diciembre, pero no de que hubiera caído una bomba de alto impacto el diez de octubre.
—El altar quedó completamente destruido y se rompieron esas dos ventanas —le explicó el señor Humphreys.
—Y las de la nave —dijo Polly. No había sido la onda expansiva de una bomba en la calle adyacente lo que las había roto sino esa. La que el señor Dunworthy no había mencionado jamás.
—Sí. La bomba derribó todo eso encima del retablo. —El señor Humphreys señaló los bordes del boquete—. Como puede ver está astillado y la nariz de San Miguel rota.
Prosiguió con su discurso, señalando los daños, pero ella apenas oía lo que decía. Los latidos de su corazón eran ensordecedores. ¿Y si la razón por la cual el señor Dunworthy no le había hablado de aquello era porque no había sucedido? Hasta ahora. Se había empeñado en que no había discrepancias, en que el problema era el aumento del desfase, lo que ya era bastante terrorífico. Pero aquello era incluso peor.
«Esto prueba que hemos alterado los acontecimientos», pensó.
—¿Hasta qué punto está dañada la estructura? —preguntó, temerosa de cuál podía ser la respuesta.
—El deán Matthews tiene la esperanza de que los cimientos no estén dañados —dijo el señor Humphreys con preocupación—, pero no lo sabremos hasta que los ingenieros completen su estudio. La explosión arrancó el tejado de parte a parte y, en su caída, este puede haber dañado los pilares de sostén.
En cuyo caso la onda expansiva de las bombas que caerían alrededor de la catedral el veintinueve podrían derribarlos por completo. La catedral de San Pablo se vendría abajo. ¿Qué impacto tendría eso en la moral de la población civil? San Pablo había sido el corazón de Londres. La foto de su cúpula alzándose por encima del fuego y el humo había levantado los ánimos y apuntalado la determinación a soportar los largos y oscuros meses del Blitz.
¿Qué efecto tendría en la población su destrucción? ¿Qué significaría para el devenir de la guerra?
—Tuvimos muchísima suerte. Podría haber sido mucho peor. La bomba cayó en la parte superior del arco y explotó en el espacio situado entre los tejados. Si hubiera impactado más abajo, en el ápside o en el coro, o si hubiera atravesado el tejado antes de estallar, los daños habrían sido mucho peores.
«Pero estos daños pueden ser más que suficientes para alterar el curso de la guerra. Tengo que escribirle a Mike —pensó—. Debe alejarse de Bletchley Park.»
—La caja del órgano está muy estropeada —decía el señor Humphreys—. Por suerte, habíamos bajado los tubos a la cripta para protegerlos…
—Tengo que irme —dijo Polly—. Gracias por enseñarme el…
—¡Oh! Pero si no le he enseñado los daños que la bomba causó en el coro. Por suerte, esas columnas protegen la sillería de…
—¡Señor Humphreys! —lo llamó alguien. Era el vigilante de incendios que había estado hablando con la joven de los zapatos sin puntera. Sorteó la barricada y se les acercó—. Siento interrumpir —dijo, haciéndole un gesto de saludo a Polly—, pero necesitamos la lista de turnos y el señor Allen dice que la tiene usted.
—Está usted muy ocupado —dijo Polly, aprovechando la interrupción—. No le entretengo más. Adiós. —Se alejó rápidamente.
—Se lo di al señor Langby —oyó que decía el señor Humphreys mientras ella se escurría por un lado de la barricada.
Corrió por la nave y salió de la catedral. Había dejado de llover, pero apenas lo notó. Estaba demasiado impaciente por llegar a casa y escribir a Mike.
«Espero que Eileen no esté —pensó, y entonces se acordó de que había prometido encontrarse con ella. Echó un vistazo al reloj para ver si le daba tiempo de volver a casa, escribir la carta y volver a salir luego, pero ya eran más de las dos. El concierto estaría a punto de terminar. Si no estoy allí, sabrá que algo no va bien. Además, es posible que ella sepa si esto es de hecho una discrepancia, porque dice que el señor Dunworthy le habló de San Pablo y puede que le dijera que el altar fue alcanzado, si es que lo fue, ya que bien pudo serlo sin que yo esté al corriente —intentó convencerse Polly—. O quizá los periódicos no publicaron lo de la bomba porque San Pablo era de vital importancia para la guerra —pensó, camino de la estación de metro—. Habrán querido evitar que los alemanes se enteren.»
Llegó a Trafalgar Square justo cuando el concierto acababa de terminar. Los asistentes salían por las puertas al pórtico en el que había visto a Paige de pie el Día de la Victoria, abrochándose los abrigos y poniéndose los guantes, comprobando con la mano si llovía y abriendo los paraguas.
Buscó a Eileen. Estaba de pie, a un lado. Arrebujada en el abrigo negro, tenía cara de preocupada. Seguramente en la National Gallery hacía tanto frío como en San Pablo.
—¡Eileen! —la llamó, cruzando a la carrera la plaza mojada. Las palomas se apartaron a su paso y levantaron el vuelo para posarse en los leones de la base del monumento.
Eileen la vio y alzó el brazo, pero sin saludarla ni sonreír. Polly consultó la hora. No era demasiado tarde y resultaba evidente que el concierto acababa de terminar. Además, Eileen era siempre alegre y optimista. Seguramente su ansiedad de las últimas semanas se le había contagiado.
«A lo mejor no debería decirle nada de San Pablo —pensó—. Solo empeoraré las cosas.» Pero Polly tenía que enterarse y no había nadie más a quien preguntárselo. Subió corriendo los escalones hacia Eileen.
—Tengo que preguntarte una cosa. ¿Fue San Pablo…?
Pero Eileen la interrumpió.
—El equipo de recuperación no ha venido al concierto. ¿Los has encontrado tú?
—No. En San Pablo no había nadie.
—¿Nadie? —dijo Eileen, con un hilo de voz.
¿Estaba enfadada con ella por haber insistido en que fuera al concierto? Si lo estaba, mala suerte. Había cosas más importantes de las que ocuparse.
—¿Ningún historiador? —insistió Eileen.
—No, y eso que he estado allí desde las nueve en punto. Eileen, ¿sabes si cayó alguna bomba de alto impacto en San Pablo durante el Blitz?
Pareció sorprendida.
—¿Bomba de alto impacto?
—Sí, no una incendiaria sino una de las que causaban grandes daños al estallar. ¿Te dijo el señor Dunworthy algo acerca de que San Pablo fue alcanzada por alguna?
—Sí —repuso Eileen—. Pero tú…
—¿Dijo cuándo y en qué parte de la catedral?
—No lo sé exactamente. Una UXB aterrizó en…
—Ya sé lo de la UXB. Y lo del veintinueve.
—Y el altar fue alcanzado el diez de octubre.
«Gracias a Dios», pensó Polly.
Eileen había fruncido el ceño.
—Si estabas en San Pablo esta mañana, entonces habrás visto los daños, ¿no?
«¡Oh, no!» Con la ansiedad por la bomba había olvidado por completo que Eileen no estaba al corriente de los temores de Mike y suyos acerca de la posibilidad de haber alterado los acontecimientos.
—Sí, quiero decir… los he visto —tartamudeó—, pero no sabía… El señor Dunworthy me lo había contado todo de la UXB y las incendiarias, pero no de la bomba del altar. Así que cuando he visto…
—¿Has creído que había sido esta mañana?
«¿Esta mañana?» ¿Qué significaba aquello? Aunque, por lo menos, Eileen no había adivinado el verdadero motivo por el que le estaba haciendo aquellas preguntas.
—No, anoche —dijo—. Y los daños son cuantiosos, parece que todo el edificio vaya a derrumbarse en cualquier momento. Aunque sé que San Pablo aguantó, yo… Quiero decir… no he pensado. ¡Me he quedado tan conmocionada viendo el desastre! No sabía que San Pablo hubiera sido alcanzada por una bomba de alto impacto.
—Por dos —puntualizó Eileen.
¿Dos? El señor Humphreys había dicho que por una.
—La otra cayó en el transepto. No sé cuándo.
—¿En el transepto norte? —le preguntó Polly, pensando sin que viniera a cuento en el monumento al capitán Faulknor. El señor Humphreys se disgustaría mucho si resultaba destruido.
—No sé en cuál. El señor Bartholomew no lo dijo.
¿El señor Bartholomew? ¿Quién era el señor Bartholomew? ¿Alguien en el concierto le había hablado del bombardeo del altar a Eileen? Si así era, seguía siendo posible que se tratara de una discrepancia.
—¿El señor Bartholomew? —le preguntó.
—Sí, John Bartholomew. Dio una conferencia sobre eso cuando yo cursaba primero.
¡Gracias a Dios! Se trataba de alguien de Oxford.
—¿Es profesor de Balliol?
—No. Es un historiador. Dio una conferencia sobre sus vivencias en el incendio de San Pablo durante el Blitz.
—¿Está aquí? —Polly agarró a Eileen de los brazos—. ¿Por qué no habías dicho nada?
—No, ahora no está aquí. Vino hace años.
—Al Blitz. En 1940 —dijo Polly. Cuando Eileen asintió, añadió—: Da igual cuándo viniera respecto al tiempo de Oxford. Así es viajar en el tiempo. Si estaba aquí en 1940, está aquí ahora.
—¡Oh! —Eileen se llevó una mano a la boca—. ¡No había caído en eso! ¿Es por eso que tú…?
—¿Cómo es posible que no se te haya ocurrido? —estalló Polly—. Mike nos pidió que intentáramos pensar en cualquier historiador del pasado que pudiera estar aquí —dijo, pero mientras lo decía pensó: «Eso fue el día que vino a Townsend Brothers, antes de marcharse a Beachy Head, y Eileen no estaba.» Inmediatamente después, habían centrado toda su atención en Bletchley Park.
—Mike nunca dijo una palabra acerca de los historiadores del pasado —repuso Eileen a la defensiva—. ¿Cómo…?
—Da igual. Ahora que sabemos que está aquí…
—Pero si no está. Lo hirió la bomba que cayó en el altar y regresó a Oxford.
—¿Cuánto tiempo después de resultar herido?
—Al día siguiente.
Eso significaba que había regresado dos semanas antes de que Mike la encontrara a ella y de que ambos encontraran a Eileen.
—¡Oh, si hubiera caído en la cuenta! —se lamentó esta última.
—No habría supuesto ninguna diferencia —dijo Polly, arrepentida de haberla disgustado—. Cuando nos encontramos los tres y nos dimos cuenta de que algo pasaba con nuestros portales, ya era demasiado tarde. Él ya se había ido. ¿Estás segura de que regresó el día once?
—Sí. No recuerdo mucho de la conferencia porque versaba sobre 1940, y a lo único de la Segunda Guerra Mundial a lo que yo quería ir entonces era al Día de la Victoria…
«Así que no prestaste atención, como tampoco se la prestaste a Gerald», pensó Polly con amargura.
Pero aquello era injusto. Eileen no podía saber que los detalles de una conferencia de primero serían de vital importancia al cabo de tres años.
—… aunque recuerdo que el señor Bartholomew dijo que había regresado a la mañana siguiente del bombardeo de San Pablo —prosiguió Eileen—. Deduje de ello que estaba herido y necesitaba atención médica.
«Como Mike», pensó Polly. Solo que a él nadie había acudido a rescatarlo.
—Supongo que no diría dónde estaba su portal, ¿verdad?
—No, pero, si ya ha regresado, no seguirá en funcionamiento, ¿verdad que no?
«Puede ser», pensó Polly, pero, si se lo decía a Eileen, esta empezaría a hacerle preguntas sobre sus anteriores misiones. ¿Podía ser que ese portal hubiera estado en San Pablo? No. Demasiado trasiego de gente todo el día y, por la noche, de los vigilantes de incendios. Se preguntó de repente si John Bartholomew había estado en la catedral el primer día que ella la había visitado. Podía muy bien haber sido aquel vigilante de incendios al que había visto incorporarse a su turno cuando ya se iba, o uno de los hombres que estaban fuera, junto a la UXB.
«De haber sabido que estaba allí, podría haber vuelto a San Pablo para decirle que tenía problemas en cuanto me di cuenta de que mi portal no funcionaba —pensó—, y él habría podido ir a decírselo al señor Dunworthy…»
—¿Lo estará o no? —estaba preguntando Eileen—. En funcionamiento. El portal del señor Bartholomew. ¿Los portales no se cierran cuando el historiador regresa, una vez finalizada la misión?
—Sí —dijo Polly. Si se quedaba allí de pie, solo conseguiría meterse en un lío—. Llueve otra vez. Si no nos movemos, nos empaparemos.
Pero Eileen no parecía dispuesta a abandonar la protección del pórtico.
—Todavía no me has dicho qué ha sucedido en San Pablo. ¿No se ha pasado por allí nadie en toda la mañana que pudiera ser del equipo de recuperación?
—No. Apenas había nadie, ni siquiera para asistir a la misa matutina.
—¿La misa matutina?
Polly asintió, contenta de haber recogido aquella hoja parroquial.
—La catedral estaba casi desierta. Vámonos antes de que se ponga a llover más.
Eileen siguió sin moverse.
—No necesito que me protejas, ¿sabes? Ya sé que esta es mi primera misión, pero eso no es motivo para que tú y Mike me tratéis como a una cría. Sé que estamos metidos en un buen atolladero…
«No, no lo sabes —pensó Polly—. No tienes ni la menor idea.»
—… y sé lo peligroso que es estar aquí. No hace falta que me ocultéis cosas.
—Nadie te oculta nada —dijo Polly—. Si esto es porque no te habíamos dicho nada de los historiadores que estuvieron aquí antes… Quería decírtelo, pero entonces te acordaste de que Gerald estaba en Bletchley Park y pensé que no nos hacía falta localizar a nadie más…
—Entonces, ¿por qué hemos puesto todos esos anuncios en los periódicos? —le preguntó Eileen, beligerante—. ¿Por qué me has mandado hoy al concierto y te has ido a San Pablo?
—Como medida complementaria por si Mike no encuentra a Gerald. Vamos… —La agarró del brazo.
Eileen se zafó.
—¿Le ha pasado algo a Mike?
—¿A Mike?
—Sí. Llevamos días sin tener noticias suyas.
—No, no le ha pasado nada. Probablemente no quiere comunicarse más de lo estrictamente necesario, para no levantar sospechas.
—¿Y tú no te has puesto en contacto con él? ¿No os habéis visto hoy?
—¿Vernos hoy? —repuso Polly, sorprendida. ¿Por eso estaba tan molesta Eileen? ¿Porque creía que Mike había vuelto y que los dos se veían en secreto?
—Sí. ¿No has ido a verle? ¿Era el recorte que envió una señal que habíais acordado los dos para reuniros?
—No, claro que no —dijo Polly, y seguramente Eileen notó su desconcierto porque pareció aliviada—. ¿Era para eso que creías que había ido a San Pablo? ¿Para ver a Mike? ¡Qué va! No lo he visto desde hace semanas, desde que nos despedimos en la estación. He ido a San Pablo para ver si el equipo de recuperación aparecía en respuesta a nuestro anuncio, nada más. Y casi me muero de frío. He tenido que sentarme y soportar un sermón interminable. El tema era: «Busca y encontrarás.»
Eileen se envaró.
—«¿Busca y encontrarás?»
—Sí. Ha sido casi tan bueno como ese que dio tu pastor el día que fui a Backbury, y el doble de largo. Tendrías que estar contenta de no haberme acompañado. Iremos a San Pablo otro día, cuando no haga tanto frío. Y ahora, vámonos. Te vas a empapar. —Cogió a Eileen del brazo y le hizo cruzar la plaza mojada—. Nos tomaremos un buen té y… ¡nada de tarta campesina! ¿Sabes? Creo que la señora Rickett hace las suyas con los edificios de las granjas.
Eileen ni siquiera sonrió.
—No quiero tomar té —dijo, abrazándose para protegerse del frío—. Quiero ir a casa.