Volveremos a vernos.
Canción de la Segunda Guerra Mundial
Dulwich, verano de 1944
—¿Ha recordado dónde nos conocimos, oficial Lang? —le preguntó Mary, intentando no parecer tan acorralada como se sentía con él allí plantado en la sala comunitaria del puesto de ambulancias—. Creía que habíamos acordado que esa estrategia no servía.
—No es una estrategia, Isolda. —Le dedicó su sonrisa torcida—. He recordado verdaderamente dónde nos conocimos.
«¡Oh, no!» Entonces lo había conocido o, más bien, lo conocería en su próxima misión, y tendría que fingir que se acordaba de él sin saber hasta qué punto lo conocía ni en qué circunstancias se habían encontrado. Esperaba que no se hubiera acordado de cómo se llamaba ella… rectificación: de cómo se llamaría.
«¿Dónde está Fairchild? —pensó, mirando la puerta—. Me ha prometido que vendría a rescatarme.»
—Ha dicho que tiene buenas noticias que darme —dijo, para ganar tiempo.
—Las tengo. —Se inclinó respetuosamente—. He venido a darle las gracias en mi nombre y en nombre de una nación agradecida.
—Las gracias… ¿por qué?
—Por darme una idea fantástica, de la que se lo contaré todo cuando la invite a la cena que le debo… y no me diga que no puede porque ya me he enterado por su compañera FANY aquí presente de que tiene la noche libre. Si lo que le preocupa son las bombas voladoras, le aseguro que esta noche no habrá ninguna.
—Pero… —Miró esperanzada hacia la puerta.
¿Dónde demonios estaba Fairchild?
—Nada de peros, Isolda. Es el destino. Estamos destinados a estar juntos para siempre. No solo me he acordado de dónde nos conocimos sino que sé por qué no se acuerda usted.
¿Lo sabía? ¿Podía ella de algún modo haber traicionado su identidad y que él supiera que era historiadora?
«Tendría que haberle dicho a Fairchild que viniera inmediatamente en lugar de que esperara cinco minutos.»
—Acabo de acordarme de que se me ha olvidado fichar —dijo, yendo hacia la puerta—. Vuelvo enseguida.
Lang la agarró de la mano.
—Espere. No puede irse hasta que le haya contado lo de las bombas voladoras. He encontrado un modo de pararlas. ¿Recuerda que le dije que los generales me acuciaban para que inventara el modo de derribarlas antes de que llegaran al blanco?
—¿Ha ideado una manera de hacerlo?
—Ya le dije que derribarlas no es la solución, porque la bomba explota de todos modos.
—Entonces, ¿ha encontrado un modo de impedir que la bomba estalle? —le preguntó, pensando: «No puede ser. La RAF nunca fue capaz de hallar el modo de desactivar los V-1 en vuelo.»
—No. He encontrado la manera de hacerlas virar y devolverlas al otro lado del canal o, por lo menos, que no den en el blanco.
—No será atrapándolas con un lazo, ¿verdad?
—No. —Soltó una carcajada—. No hacen falta cuerdas ni tampoco cañones. Solo se necesita un Spitfire y pericia pilotando. Ahí está la belleza del asunto. Lo único que hago es alcanzar el V-1 y situar el Spitfire justo debajo…
«Y meter el ala debajo de la aleta del V-1 —pensó ella—, y luego inclinar ligeramente el avión para que la aleta se voltee, perturbando el flujo de aire y haciendo que el cohete vire bruscamente desviándose de su trayectoria.»
Había leído acerca de la práctica del desvío de V-1 mientras se preparaba para su misión. Intentar hacer aquello era tremendamente peligroso. El contacto podía hacer que el Spitfire entrara en barrena o, si el avión se acercaba al V-1 demasiado rápido, podían desintegrarse ambos.
Le pasó por la mente la escalofriante idea de que aquella era la razón por la que la red no le había impedido que lo alejara de aquellos V-1. Daba igual que le hubiera salvado la vida porque iba a morir desviando cohetes.
—Y entonces metemos el ala debajo —iba diciendo él, poniendo una mano bajo la otra para ilustrar sus palabras—, e inclinamos muy ligeramente el avión —empujó la mano de arriba con la de abajo— para que la aleta gire. —La mano de arriba se movió en ángulo ascendente, desviándose—. El cohete lleva un delicado mecanismo giroscópico. La mayoría de las veces ni siquiera tenemos que tocarlo. —Volvió a demostrarlo, esta vez sin que sus manos se tocaran.
Viéndolo explicarle puerilmente cómo funcionaba el sistema, tuvo la misma sensación de familiaridad que había tenido aquella tarde en Whitehall.
—La estela hace el trabajo por nosotros —dijo—, y el V-1 cae dando vueltas al canal o, si tenemos mucha suerte, regresa a Francia, hacia el lanzacohetes del que salió, sin necesidad de ponerle ni un dedo encima. Ya hemos derribado treinta esta semana…
«Por eso el número de cohetes ha disminuido —pensó—. No ha sido gracias a la campaña de desinformación de la Inteligencia británica, sino porque Stephen y sus pilotos han estado jugando al pilla pilla con los cohetes.»
—… y no ha habido una sola víctima —decía alegremente—. Y eso no es lo mejor. Lo que he venido a decirle…
—¡Triumph! —la llamó alguien desde el pasillo.
«¡Por fin!»
—¡Estoy aquí! —gritó.
—¿Triumph? Creía que se llamaba Kent.
—Me han estado llamando así desde el incidente de la moto —le explicó, preguntándose por qué no había aparecido todavía Fairchild—. Eso y De Havilland y Norton… Como cualquier marca de moto que se les ocurre, de hecho. ¡Ah, y Lawrence de Arabia! Tuvo un accidente de moto, ¿sabía?
—Entiendo —dijo él, sonriendo—. En el instituto me llamaban Granos. Además, eso de Triumph le pega. Lo que me recuerda que iba a decirle dónde nos conocimos.
¿Dónde demonios estaba Fairchild?
—Tengo que ir a fichar, de veras. La mayor… —La puerta se abrió, pero era Parrish.
—¡Oh, perdón! —dijo cuando vio a Stephen—. No quería interrumpir. No tendrás las llaves de Bela, ¿verdad, De Havilland?
—No. Te ayudo a buscarlas…
—No. No ni se me ocurriría apartarte de un joven tan guapo —dijo Parrish, sonriendo seductora—. No tendrá un hermano, ¿verdad? Uno que sepa bailar bien.
—Lo lamento —repuso Lang, sonriendo.
—De verdad. Puedo ayudarte a buscar las… —dijo Mary.
—No te molestes —la interrumpió Parrish. Salió y cerró la puerta.
—La teniente Parrish es una gran bailarina —dijo Mary—. Y está completamente a favor de las relaciones de guerra. Puede pedirle que vaya…
—No saldría bien. No puede usted librarse de mí ni negar nuestro destino, y la razón por la que no recuerda dónde nos conocimos es porque fue en otra vida.
—En… ¿En otra vida? —tartamudeó.
—Sí. —Le dedicó aquella sonrisa suya de rompecorazones—. En un pasado muy lejano, yo era un rey de Babilonia y usted una esclava cristiana.
Aquello era de un poema de William Ernest Henley.
«Está citando un poema, no hablándome de los viajes en el tiempo —pensó—. Gracias a Dios.» Tanto alivio sentía que se echó a reír.
—Esto es muy serio —dijo él—. Nuestras almas están predestinadas a permanecer juntas a lo largo de la historia. Se lo dije: fuimos Tristán e Isolda. —Se le acercó más—. Fuimos Peleas y Melisenda, Eloísa y Abelardo. —Se inclinó hacia ella—. Catherine y Heathcliff…
—Catherine y Heathcliff no son personajes históricos, y no hubo ninguna esclava cristiana en Babilonia —dijo ella, zafándose limpiamente de él—. Babilonia dejó de existir antes del nacimiento de Cristo, no perteneció a la era cristiana.
—Eso es, ¿lo ve? —dijo él, señalándola con el dedo, encantado—. Esto que acaba de hacer ahora. ¡Es exactamente eso! Por eso…
—¡Norton! —llamó una voz desde el pasillo.
—¡Kent!
«Ahí llega Fairchild, cuando ya da igual que me rescate.»
No lo había conocido en una misión futura ni en ninguna misión. Simplemente estaba flirteando con ella… y lo hacía tan bien que casi le dio pena que Fairchild llegara para rescatarla, aunque era probablemente lo mejor. Stephen era encantador y a ella le costaba demasiado poco olvidar que era un siglo más vieja que él, que los dos estaban incluso más sujetos a los designios de las estrellas que los amantes a los que se había referido. Si hubiera sido de 2060 en lugar de ser de 1944…
—¡Kent! —la llamó nuevamente Fairchild—. ¡Mary!
—Será mejor que vaya a ver qué quiere —dijo, yendo hacia la puerta, que Fairchild abrió de par en par en aquel instante.
—¡Oh, bien! Por fin te encuentro. Te llaman por teléfono. Del hospital. Tienes que llevar el… ¡Oh, Dios mío! —gritó e, increíblemente, pasó corriendo por delante de Mary y se echó en los brazos de Stephen—. ¡Stephen! —Se le colgó del cuello—. ¿Qué estás haciendo aquí?
—¡Miguita! ¡Dios del cielo! —dijo él, abrazándola y apartándola luego de sí para mirarla—. ¿Qué estoy haciendo aquí? ¿Qué estás haciendo tú aquí?
—Esta es mi unidad —dijo Fairchild—. Y no me llamo Miguita. Soy la teniente Fairchild. —Hizo el saludo militar—. Conduzco una ambulancia.
—¿Una ambulancia? No puedes. No eres lo bastante mayor.
—Tengo diecinueve años.
—No digas tonterías.
—Tengo diecinueve. Mi cumpleaños fue la semana pasada, ¿verdad, Kent? —Miró a Mary—. Kent, este es Stephen Lang, el piloto del que te hablé.
El hombre del que Fairchild llevaba enamorada desde los seis años, el que en su opinión también estaba enamorado de ella aunque todavía no lo supiera.
«¡Oh, Dios mío!»
—Su familia y la mía son vecinas en Surrey —dijo Fairchild alegremente—. Nos conocemos desde que éramos unos críos.
—Desde que tú eras una cría —dijo Stephen, sonriéndole—. La última vez que te vi llevabas trenzas.
—Todavía no me has dicho por qué has venido. Creía que estabas destinado en Tangmere. Mamá dijo…
—Estuve allí, y luego en Hendon —dijo, mirando a Mary—. Pero acaban de trasladarme a Biggin Hill.
—¿A Biggin Hill? ¡Qué noticia tan estupenda! Así estarás a pocos kilómetros de aquí.
Y en pleno corazón de Bomb Alley. Aquel había sido el aeródromo más castigado y, cuando, debido a la campaña de desinformación de Inteligencia, los cohetes empezaran a quedarse cortos en su trayectoria, sería incluso más peligroso. ¡Cómo si desviar V-1 no fuera ya lo bastante peligroso!
—¡Qué bien! —decía Fairchild—. ¿Cómo te enteraste de que yo estaba aquí? ¿Te lo contó mamá por carta?
—No. De hecho, no tenía ni idea de que estuvieras aquí. He venido a ver a la teniente Kent.
—¿A la teniente Kent? No sabía que os conocierais.
—Lo llevé en la ambulancia a Londres, a una reunión, el mes pasado. Talbot tenía mal la rodilla y la mayor me pidió que la sustituyera. Pero no tenía ni idea de que os conocíais —dijo Mary, pensando: «Por favor, créeme.»
—Y yo no tenía ni idea de que conocías a mi hermanita —dijo él.
—No soy tu hermana —dijo Fairchild—, y no soy una cría. Ya te lo he dicho, tengo diecinueve años. Soy una mujer hecha y derecha.
—Para mí siempre serás la dulce Miguita. —Le alborotó el pelo, sonriéndole a Mary—. Chicas, espero que estéis cuidando bien a esta pequeña.
«Esto va de mal en peor…»
—No necesita que la cuiden. Es la mejor conductora de la unidad.
—¡Oh, no, no lo es! La mejor es usted —dijo él—. Esa es una de las cosas que he venido a decirle. ¿Se acuerda de cuando le pedí que girara por Tottenham Court Roud de camino a Whitehall y usted dobló hacia el lado contrario? Bueno, pues fue una verdadera suerte. Un V-1 se estrelló en el centro de Tottenham menos de cinco minutos después. —Se volvió hacia Fairchild—. Me salvó la vida. —Le sonrió a Mary—. Le dije que nuestro encuentro era cosa del destino.
—¿Del destino? —dijo Fairchild, conmocionada.
—Completa…
—Nada de eso —lo interrumpió Mary antes de que metiera más la pata—. Además, no alcanzo a entender cómo se puede decir de alguien que es experto conduciendo por el hecho de haberse equivocado en un giro. Si nos conocimos fue porque yo no supe distinguir una moto de una bomba voladora. —Se volvió hacia Fairchild—. ¿No has dicho que tengo una llamada? Será mejor que me ponga al teléfono. —Fue hacia la puerta—. Me ha gustado volver a verle, oficial de vuelo Lang.
—Espere, no puede irse todavía —dijo Stephen—. Todavía no ha aceptado mi invitación para cenar. Miguita, convéncela de que no soy un sinvergüenza.
«Eres un sinvergüenza —pensó Mary—. También eres un completo idiota. ¿No ves que la pobre niña está enamorada de ti?»
—Dile lo agradable que soy —le pidió a Fairchild—. Dile que soy completamente de fiar.
—Lo es —dijo Fairchild, como si le hubieran asestado una puñalada en el corazón—. Cualquier chica tendría suerte de estar con él.
—Eso es, ¿lo ve? Tiene la aprobación de mi hermanita.
—¡Pero si los dos tendrán un montón de cosas de las que hablar! —arguyó Mary a la desesperada—. De los recuerdos de infancia y todo eso. Yo seré un estorbo. Vayan los dos.
—Yo no puedo. —Fairchild consiguió de algún modo hablar con naturalidad—. Tengo que ir a recoger un cargamento de suministros médicos para la mayor.
Stephen tuvo al menos la decencia de decir:
—¿No puedes pedir a otra que vaya en tu lugar?
—No. Ya saldremos la próxima vez que vengas. Ve tú, Kent.
«Y si voy —pensó Mary, viéndola batirse en retirada—, nunca me lo perdonarás.» Posiblemente tampoco la perdonaría si no iba, pero Mary no tenía intención de empeorar todavía más las cosas.
—De verdad que tengo que atender la llamada del cuartel general —dijo—, y si es acerca de lo que creo, yo tampoco podré ir a cenar.
—Entonces mañana.
—Estoy de servicio y, ya se lo dije, no creo en las relaciones de guerra. Seguro que hay centenares de chicas que se mueren por salir con usted.
—Ninguna a la que conozca de una vida anterior. ¿Y pasado mañana?
—No puedo. En serio: tengo que ponerme al teléfono. —Fue hacia la puerta.
—No, espere —dijo él, agarrándole las manos—. Todavía no le he dado las gracias.
—Ya se lo he dicho. Yo no le salvé la vida. Tottenham Court Road es una calle muy larga y…
—No, no es por eso. Es por lo de los V-1.
—¿Los V-1?
—Sí. ¿Recuerda cómo ha conseguido zafarse de mí cuando estaba a punto de besarla, antes de que entrara Miguita?
—A punto de besar…
—Sí, por supuesto. Para eso era todo el rollo de Babilonia, ¿entiende? —le dijo, sonriendo—. Y, cuando pensaba que estaba funcionando, se me ha escurrido.
—¿No iba a hablarme de los V-1?
—Iba a hacerlo. Lo haré. Hizo usted eso mismo el día que me llevó en la ambulancia: dos veces. Mi línea de ataque iba estupendamente y, de repente, me quedé completamente fuera de juego, a pesar de no haber llegado a ponerle nunca una mano encima.
—Sigo sin comprender qué tiene eso que ver con…
—¿No lo ve? —Le estrujó las manos—. De ahí saqué la idea de desviar los V-1 de su trayectoria. Fue usted y solo usted la que me dio esa idea. De no haber sido por usted, ya habría volado en pedazos a estas alturas intentando derribarlos.