¡Bien hallado y bienvenido!

¡Bien hallado y bienvenido!

WILLIAM SHAKESPEARE,

Medida por medida

Bletchley, noviembre de 1940

«Turing. ¡Dios santo!»

Había chocado con Alan Turing, que había estado a punto de matarlo.

—¿Ese era Turing? —preguntó Mike, apoyándose en la pared, con una repentina flojera.

—¡Está herido! —dijo Elspeth—. Venga, entre y siéntese. ¡Está cojeando!

—No, eso no es por… —intentó explicárselo, pero las chicas ya le estaban ayudando a subir los escalones para que entrara.

—A la gente así habría que prohibirle ir en bicicleta —dijo Mavis, indignada—. Déjeme verle el pie.

—¿Ha dicho Turing? —insistió Mike—. ¿Alan Turing?

—Sí —afirmó Elspeth—. ¿Lo conoce?

—No. Conocí a un tal Turing en la universidad. Un matemá…

—¡Ese tiene que ser! Dicen que es un genio de las matemáticas.

—Bueno, me da lo mismo que sea un genio o no —dijo Mavis—. ¡Tengo intención de decirle cuatro cosas!

—¡No! No le diga nada. Estoy bien.

—Pero podría haberle roto el pie…

—No lo ha hecho. Recibí un disparo.

Mavis abrió unos ojos como platos y Elspeth, evidentemente impresionada, dijo:

—¿Estuvo en Dunkerque?

—Sí. El asunto es que no me ha hecho ningún daño. Solo me he caído un momento. No hay necesidad de decirle nada al señor Turing. He sido yo el que no miraba por dónde iba.

—¿Usted? —exclamó indignada Mavis—. Turing no se fija nunca por dónde va. Se lanza entre los peatones.

Elspeth asintió.

—Alguien tiene que decirle que debería tener más cuidado. ¡Podría haberle hecho mucho daño!

«Y yo podría habérselo hecho a él —pensó Mike—, o haberlo matado. Si Turing hubiera perdido el control de la bicicleta y se hubiera estampado contra una farola en lugar de caer contra el bordillo, o contra una pared de ladrillo…»

—Creo que se lo contaré al capi…

—No. No es necesario contárselo a nadie. Estoy bien. No ha sido nada. Gracias por ayudarme a levantarme y quitarme el polvo. —Cogió la maleta que Mavis había entrado.

—¡Oh, no se vaya! —le rogó Elspeth—. Queremos saber cosas de Dunkerque. —Se sentó en el brazo del sofá—. ¿Fue emocionante? Tuvo que ser peligroso.

—No tan peligroso como este lugar —dijo Mike.

Elspeth soltó una carcajada, pero Mavis no se reía sino que lo miraba con curiosidad.

—¿Por qué estaba en Dunkerque? ¿No es usted americano?

«¡Oh, Dios mío! Esto va de mal en peor.»

Ni siquiera había pensado lo que decía, de tan alterado como estaba de haber estado a punto de matar a Turing. Adiós a su tapadera.

—Sí —admitió.

—¡Lo sabía! —dijo Mavis con aires de suficiencia.

—¡Bien! Adoro a los americanos —añadió Elspeth—. Pero ¿qué hacía en Dunkerque?

«Puedes decirles que eres periodista.»

—Un amigo mío tenía un barco. Pensamos que podíamos acercarnos hasta allí y ver si podíamos echar una mano.

—¡Qué emocionante! —dijo Elspeth—. No sabe lo excitante que es conocer a alguien que ha hecho algo verdaderamente importante en la guerra.

—Tiene que quedarse a tomar el té. Así nos lo cuenta —propuso Mavis—. Voy a poner la pava al fuego.

—No. —Se levantó—. Estoy seguro de que están ocupadas y las estoy entreteniendo…

—¡Qué va! —dijo Elspeth—. Tenemos la noche libre.

—Pero se está haciendo tarde y tengo que encontrar alojamiento. Supongo que no saben de ninguna habitación que esté sin alquilar, ¿verdad?

—¿En Bletchley? —dijo Elspeth, como si estuviera pidiendo un apartamento en la Luna.

—Me temo que está todo lleno en un radio de varios kilómetros —le dijo Mavis—. Aquí somos tres en una sola habitación.

—¿Ha dicho alguien que vamos a tener otra compañera de habitación? —preguntó una voz femenina desde el piso de arriba—. Decidle que no hay sitio.

Una joven bajó corriendo las escaleras. Era muy pechugona y muy rubia.

—Aquí estamos apretadas como sardinas… ¡Oh, hola! —saludó, acercándose a Mike—. ¿Se va a alojar aquí? ¡Qué bien!

—No se aloja aquí, Joan —dijo Mavis—. Aunque no estuviéramos apretujadas, la señora Braithewaite solo acepta chicas —le explicó a Mike—. Dice que así se ahorra complicaciones.

—¿Ha ido ya a la Oficina de Alojamiento? —le preguntó Elspeth.

«¿Oficina de Alojamiento?»

—No. Acabo de llegar.

—Bueno. Cuando vaya —le dijo Elspeth—, dígales que es crucial que viva cerca de aquí o lo mandarán a Glasgow.

—Insista en ver su habitación en primer lugar —añadió Mavis—. Algunas son espantosas.

Mike seguía pensando en lo que le habían dicho sobre la Oficina de Alojamiento. Debería haberlo supuesto. Naturalmente que la administración de Bletchley estaría a cargo de asignar los alojamientos. ¡Y él que había creído que podría alquilar una habitación y decirle a la casera que trabajaba en el Parque! Si todos los que trabajaban allí conseguían alojamiento a través de la oficina…

—Que lo intente en el hotel Empire —le dijo Joan a Mavis.

—Está hasta los topes. —Y a Mike—: Absolutamente todo está ocupado. Incluso los armarios. Nuestra amiga Wendy duerme en la despensa, rodeada de melocotones en conserva.

—La Oficina de Alojamiento no abre los domingos —dijo Joan—. Podríamos colarlo arriba con nosotras por esta noche.

—No —negaron rotundamente las otras dos al unísono.

—¿Y en el Bell? —preguntó Elspeth.

Mavis cabeceó.

—Bueno, a lo mejor me dejarán dormir en el vestíbulo —dijo Mike, yendo hacia la puerta.

—¿Está seguro de que no puede quedarse un poco más? —le preguntó Joan.

—Me temo que no. Gracias por la ayuda. ¿Alguna de ustedes no conocerá por…? —Pero antes de que pudiera preguntarles si conocían a Gerald Phipps, se pusieron a darle indicaciones para llegar al Bell.

—Y si allí no quedan habitaciones, el Milton está a dos calles…

—Cuidado con Turing por el camino —le recomendó Joan.

—Y con Dilly —añadió Elspeth—. Es incluso más despistado y va en coche. Siempre que llega a un cruce… ¡acelera!

—¿Dilly? —preguntó Mike con la voz ronca.

—El capitán Knox —repuso Mavis—. Trabajamos para él. Tiene una especie de teoría matemática según la cual si va más rápido atropellará a menos gente porque tardará menos tiempo en salir del cruce.

«Dios mío. Primero Alan Turing y ahora las niñas de Dilly.»

Estaba en el mismísimo centro de Ultra y no llevaba en Bletchley ni media hora.

—Yo ya no acepto cuando se ofrece a llevarme —decía Elspeth—. Se olvida de que está conduciendo y suelta las dos manos de… ¿Se encuentra bien? Está pálido como un fantasma.

—Seguro que Turing lo ha lesionado —dijo Mavis—. Venga a sentarse un rato mientras llamo al médico. Elspeth, ve a poner la pava…

—¡No! No. Estoy bien, de veras. —Se marchó antes de que pudieran protestar… o de que apareciera por allí Dilly Knox.

—¡Ni siquiera sabemos cómo se llama! —gritó Mavis cuando se alejaba.

«Gracias a Dios al menos por eso», pensó Mike, fingiendo no oírla. Gracias a Dios también que no les había preguntado si conocían a Phipps. Se dirigió corriendo hacia el Bell. ¿Qué sería lo siguiente? ¿Iba a encontrar una máquina Enigma en su habitación?

«Eso si logras conseguir alguna.» Aunque seguramente habían reservado una o dos habitaciones de hotel para la gente de paso, con o sin asignación.

Se equivocaba. El recepcionista soltó una carcajada cuando le pidió alojamiento.

—¿No sabe de algún otro lugar? —le preguntó Mike.

—¿En Bletchley? —dijo el hombre, volviéndose hacia un joven que se acercaba al mostrador—. ¿Sí, señor Welchman?

«¿Gordon Welchman? El jefe del equipo que descifró los códigos Enigma de las Fuerzas Aéreas y del Ejército alemanes ¡Dios santo!», pensó, retrocediendo hacia la puerta. Al paso que iba, conocería a todos los personajes fundamentales antes del amanecer del día siguiente.

Se encaminó hacia el Milton, preguntándose si no sería mejor que regresara a la estación de inmediato y tomara el primer tren hacia donde fuera.

No. Con la suerte que estaba teniendo, se encontraría a Alan Ross en el tren con Menzies y el niño dormido en la rejilla para el equipaje. Sin embargo, parecía que tampoco podía quedarse.

Ni en el Milton ni en el Empire tenían habitación, pero volver al Bell quedaba descartado.

—Podría intentarlo en una de las pensiones de Albion Street —le dijo el recepcionista del Empire—, pero dudo que encuentre nada.

Tenía razón. Todas habían colgado el cartel de lleno en la ventana.

«Quizá la razón por la que los alemanes no llegaron a enterarse de lo de Ultra sea que sus espías no consiguieron alojamiento», pensó Mike, cruzando la calle, no sin antes mirar hacia ambos lados, y bajando por la otra acera buscando con los ojos los carteles: NO HAY HABITACIONES; COMPLETO; SE ALQUILA HABITACIÓN.

«Se alquila habitación.»

Tardó un momento en asimilarlo y luego subió los escalones de la entrada y llamó a la puerta.

Una anciana de mejillas rosadas la abrió apenas, sonriente.

—¿Sí?

—He visto que tiene una habitación. ¿Sigue libre?

La mujer dejó de reír y cruzó los brazos sobre el vientre, beligerante.

—¿Lo mandan de la Oficina de Alojamiento?

Si decía que sí, tendría que enseñarle algún formulario oficial; si decía que no, era muy posible que le dijera que todas sus habitaciones estaban ya ocupadas.

—He visto su anuncio —dijo, señalándolo.

La anciana recuperó la sonrisa y le indicó por gestos que pasara.

—Soy la señora Jolsom. No tiene usted la misma pinta que ellos.

«A Polly y a Eileen esto no les hará gracia, con todas las molestias que se han tomado», pensó Mike. ¿Qué tenía de malo su aspecto?

—No alquilo habitaciones a esa pandilla del Parque. No se puede una fiar de ellos. Entran y salen a todas horas, esparcen papeles por todas partes y, cuando intentas ordenar, te gritan que no toques nada, como si fueran algo de mucho valor en lugar de un montón de papeles llenos de números. Diez cuarenta.

Por un momento, Mike creyó que le estaba hablando de los números de los papeles, pero luego se dio cuenta de que se refería al precio de la habitación.

—Se paga por semanas, por adelantado —dijo la mujer, acompañándolo arriba—. Solo la habitación, sin la comida; por el racionamiento, ¿sabe usted? Comuníqueme si la deja con dos semanas de antelación: así la habitación no se queda vacía —añadió, subiendo un piso más.

«Parece que no se ha enterado de que Wendy tiene que dormir en la despensa», pensó Mike, siguiéndola por un pasillo.

La habitación era pequeña como un armario, pero era una habitación y estaba en Bletchley.

—Me la quedo —dijo.

—Se marchan sin avisar —dijo la mujer, indignada—. O no se presentan cuando habían dicho que vendrían. Y eso después de haberles guardado la habitación. «Tiene que haber habido algún malentendido», me dijo el empleado de la Oficina de Alojamiento. ¡Un malentendido! Yo le dije: «¿Qué me dice de esta carta? ¿Qué hay de mis cuatro semanas de alquiler?»

Mike consiguió que se callara por fin entregándole el importe del alquiler de una semana y preguntándole si tenía teléfono.

—No, pero hay uno en el pub, a dos calles de aquí. Me aseguró que él no había enviado la carta, eso hizo. «Bueno, entonces este es el último que me mandan ustedes», le dije. «¿Qué me dice de su deber patriótico?», me suelta. «¿Qué me dice acerca de ellos? ¡Haraganeando por ahí y desordenando con las tablas de multiplicar como un puñado de críos cuando deberían estar en el Ejército!» —Miró a Mike con suspicacia—. ¿Por qué no está usted en el Ejército?

No estaba dispuesto a echarlo todo a perder ahora que tenía la única habitación disponible en kilómetros a la redonda y en la única casa donde no tendría que preocuparse por si se topaba con un famoso criptoanalista cuando fuera al baño.

—Me hirieron en Dunkerque. —Se señaló el pie—. Un bombardero.

—¡Válgame Dios! —dijo la señora Jolsom, llevándose una mano al pecho—. Un héroe bajo mi techo. —Se fue corriendo a prepararle un té y un huevo pasado por agua.

Habría estado avergonzado de hacerse pasar por un héroe de guerra si no hubiera estado todavía asustado por sus encuentros con Turing, las niñas de Dilly y Welchman.

«No le haces daño a nadie», se dijo. Turing no estaba herido y con las niñas de Dilly se había limitado a hablar… y a hacer saltar su tapadera, aunque a ellas no les hubiera extrañado la presencia de un americano en Bletchley. Si las niñas de Dilly y Turing eran tan fáciles de encontrar, entonces dar con Gerald Phipps sería coser y cantar.

«Y dispones de una habitación y, como la señora Jolsom te está preparando la cena, no te hará falta salir, así que no podrás meterte en más líos esta noche.»

Al día siguiente, sin embargo, tendría que salir a buscar a Phipps, lo que significaba que estaría en lugares donde probablemente se encontraría con alguien de Bletchley Park. Aunque podía fingir que buscaba una habitación para alquilar. Eso no resultaría sospechoso, dada la situación y, cada vez que le dijeran que no tenían nada disponible, podría preguntar como si nada: «¡Ah! Ya que estamos: ¿no tendrán por casualidad un huésped llamado Gerald Phipps? Es un joven rubio con gafas.» Así no tendría siquiera que acercarse a Bletchley Park.

Su plan salió como una seda en todos los sentidos menos en uno: no encontró a Phipps. Si hubiera estado buscando realmente alojamiento, tampoco lo hubiera encontrado. Por lo visto se había hecho con la última habitación que quedaba en Bletchley. Tras cuatro días llamando a las puertas y preguntando en todos los hoteles y todas las pensiones, quedó convencido de que Phipps no vivía en el pueblo. Eso significaba que lo habían alojado en una de las poblaciones de los alrededores pero, según las niñas de Dilly, había personal de Bletchley Park repartido por una amplia zona. Tardaría una eternidad en encontrar a Phipps. Echar un vistazo en Bletchley Park sería mucho más eficaz. Si encontraba el lugar. Dudaba que la señora Jolsom se lo indicara, dada su enemistad con los del Parque, y no se atrevía a preguntar a los viandantes. Con la suerte que estaba teniendo el consultado resultaría ser Angus Wilson, o Winston Churchill.

Al final no le costó tanto dar con el Parque. Bastaba con seguir el torrente de oficiales de la Marina y profesores y chicas monas que salía del pueblo por una calle adoquinada por la que circulaban muchos ciclistas que miraban tan poco por dónde iban como Turing. Polly tenía razón. No necesitaba acceder a Bletchley Park para ver quién trabajaba allí. Podía observarlos a todos desde el camino de entrada que conducía a la puerta custodiada, al otro lado de la cual había edificios alargados de un gris verdoso y una mansión victoriana de ladrillo rojo.

Cojeó unos pasos por el camino, se detuvo y se acuclilló, fingiendo atarse los cordones de un zapato, a pesar de que nadie le prestaba la más mínima atención. Las chicas monas hablaban animadamente y los profesores estaban en su propio mundo. El guardia tampoco se fijó en él. Comprobaba los nombres en una lista, echando apenas un vistazo a los carnés de identidad que el personal le enseñaba. Mike tuvo la sensación de que habría podido enseñarle su pase de prensa y entrar.

Terminó de atarse el zapato y se incorporó.

Había varios hombres de pie, fumando y aparentemente esperando a alguien.

«Tengo que comprar cigarrillos», pensó Mike. No. Mejor una pipa. Podría pasar mucho rato cebándola, intentando encenderla, palmeándose los bolsillo para dar con las cerillas.

De momento se limitó a mirar con impaciencia la hora fijándose en los que salían.

No vio a Phipps, aunque sí a unos cuantos hombres rubios con gafas y chaqueta de cheviot, y echó un vistazo a otros dos que estaban dentro del recinto.

«Espero no tener que colarme», pensó. Si tenía que hacerlo no le costaría, sin embargo: había una valla, pero sin alambre de espinos, y la barrera de la puerta estaba levantada. Aquello no parecía en absoluto un complejo militar y mucho menos el lugar donde se guardaba el mayor secreto de la guerra.

Parecía Balliol a mediados de curso. Las jóvenes que paseaban entre los edificios con carpetas podrían haber sido alumnas; los hombres que jugaban en el campo podrían haber sido de un equipo de críquet. Suponía lo que los cuadriculados y estirados alemanes opinarían de aquel lugar y sus gentes. A lo mejor por eso nunca se habían enterado de que los británicos habían descifrado el código Enigma. No se les había pasado por la cabeza que aquellas jovencitas que bromeaban y se reían y aquellos despeinados atolondrados constituyeran una amenaza. Los nazis no habrían sentido sino desprecio por las niñas de Dilly y el tartamudeo de Turing. Por ese motivo habían sido derrotados. No tendrían que haberlos subestimado y le convenía no subestimarlos él tampoco. Hasta donde él sabía, el profesor desaliñado que fumaba en la puerta o la rubia que se empolvaba la nariz trabajaban para la Inteligencia británica y podrían estar llamando dentro de poco a la puerta de su casera para «hacerle unas cuantas preguntas» a Mike, en cuyo caso era mejor que se largara de allí antes de llamar su atención.

Esperó hasta que un coche se detuvo en la puerta y el guardia se asomó por la ventanilla para hablar con el conductor, momento en el cual se incorporó al torrente de gente que volvía al pueblo.

Cuando llegó, compró una pipa, tabaco y un periódico, entró en el vestíbulo del Milton, se aseguró de que ni Wilson ni Menzies estuvieran presentes y se sentó en una silla, junto a una ventana, a esperar el cambio de turno de las cuatro para buscar a Gerald.

No lo vio, así que siguió a dos hombres que parecían criptoanalistas hasta un pub, pidió una pinta de cerveza y se pasó la velada cuidándola y observando a todos los que entraban.

Hizo lo mismo cada noche en un pub diferente durante varios días. La primera noche había fingido leer el periódico, pero le había resultado incómodo mirar por encima de él, así que a la noche siguiente lo desplegó por la página del crucigrama y fingió estar resolviéndolo, como había hecho en el solárium del hospital de Orpington. De ese modo podía mirar pensativo hacia cualquier parte, como si tratara de dar con una respuesta, mientras repasaba la sala, aunque no estaba seguro de que fuera necesario. Nadie le prestaba atención. Los hombres hablaban en corrillos, tomaban notas a toda velocidad o se sentaban con la cabeza metida en libros como Teoría atómica de Haas, Materia y luz de Broglie o, en un caso, una novela de Agatha Christie.

Tendría que contárselo a Eileen.

No volvió a cruzarse con Turing, ni literal ni figuradamente. Tampoco con Welchman. Vio a Dilly Knox al volante de un coche; las chicas no habían exagerado al tacharlo de mal conductor: dos oficiales de la Marina tuvieron que subir de un salto al bordillo para evitarlo.

Vio a las chicas dos veces, pero logró escabullirse las dos sin que lo vieran. Su único problema, aparte de no haber encontrado a Phipps, era mantenerse en contacto con Eileen y Polly.

El miércoles por la noche se había dado cuenta de que no les había dado aún su dirección y se había pasado los dos días siguientes intentando encontrar un teléfono desde el cual llamar sin que hubiera testigos alrededor. Al final, cuando se hubo asegurado de que las niñas de Dilly se iban para cumplir su turno y no iba a toparse con ellas, volvió a la estación. Nadie cogió el teléfono y la estación estuvo llena de gente todo el fin de semana.

No consiguió ponerse en contacto con Polly hasta el lunes. Le dijo entonces dónde se alojaba y lo que estaba haciendo para encontrar a Gerald.

—Bien —dijo Polly, y le preguntó cuál había sido inicialmente el orden de sus saltos.

Mike se lo dijo.

—¿Por qué? —le preguntó, curioso.

—Intentaba recordar qué otros historiadores pueden estar aquí o ser el Historiador X, y quería asegurarme de que no eras tú.

—No lo eran —le aseguró, y le preguntó si el equipo de recuperación había respondido a alguno de sus anuncios, cosa que no había hecho.

No le contó lo de las niñas de Dilly ni lo de Welchman ni que había chocado con Turing la primera noche. No había habido repercusiones. El accidente ni siquiera había hecho que Turing se corrigiera. El sábado por la noche oyó a una Wren quejándose de que había estado a punto de tirarla al suelo la noche antes. A nadie parecía preocuparle que otros oyeran sus conversaciones. Escuchándolos y observando sus despreocupadas idas y venidas, se preguntó cómo había conseguido el Gobierno evitar filtraciones del Proyecto Ultra.

Llegaba gente nueva todos los días que abarrotaba más el ya sobrepoblado pueblo y la estación. Renunció a la idea de llamar a Polly y Eileen otra vez y le mandó una nota camuflada en un crucigrama de un periódico atrasado, dándoles instrucciones para que fueran a comprobar el antiguo portal de St. John’s Wood, con la esperanza de que Polly cayera en la cuenta de que era un código. Luego volvió para seguir buscando a Gerald.

Volvió a pasarse por las puertas del Parque, las pensiones y los hoteles; volvió a sentarse en los pubs, aunque estaban tan abarrotados que no encontraba una sola mesa libre. El lunes por la noche, Mike tuvo que abrirse paso a duras penas hasta la barra para pedir su pinta de cerveza y luego quedarse allí de pie más de una hora, esperando a que alguna mesa se vaciara para poder sentarse, fingir hacer el crucigrama, escuchar disimuladamente y ver si aparecía Phipps.

Había un grupito de hombres en un rincón, de pie, hablando y riendo, demasiado altos para que alguno fuera Phipps. Sentado a una mesa, cerca de ellos, un calvo hacía cálculos en el dorso de un sobre y, a su lado, dándole la espalda a Mike, un tipo rubio hablaba con una chica morena que, por la cara que ponía, bien podía estar escuchando un chiste sin ninguna gracia.

Mike desplazó la silla, intentando verle la cara. Sin suerte. Miró el crucigrama un momento y volvió a levantar los ojos, dándose golpecitos en la nariz con el lápiz, esperando a que el rubio se volviera.

Los hombres del rincón se marchaban y se detuvieron para hablar con las chicas de la mesa situada entre la de Mike y la del rubio.

«Apartaos de en medio», pensó Mike, ladeándose para ver más allá de ellos.

—¡Dios santo! —dijo un hombre situado detrás de él—. Eres la última persona que esperaba ver aquí.

Mike levantó la cabeza, sobresaltado. Había olvidado por completo que cabía la posibilidad de que Phipps lo reconociera a él. Sin embargo, no era Phipps quien estaba de pie junto a su mesa. Era Tensing, el oficial que había conspirado con él en el solárium del hospital de Orpington.