El Proyecto Ultra fue decisivo.

El Proyecto Ultra fue decisivo.

DWIGHT D. EISENHOWER

Londres, noviembre de 1940

«¡Dios mío! —pensó Mike—. Bletchley Park. Tendría que haberme ido a Coventry.»

—¿Estás segura de que Gerald no dijo Boscombe Down ni Broadwell? —le preguntó a Eileen.

—No. Seguro que dijo Bletchley Park. ¿Por qué? ¿No es un aeródromo?

—No —repuso Polly en tono grave.

—Entonces, ¿qué es?

—Allí es donde trabajaban en el Proyecto Ultra —dijo Mike y, como Eileen parecía no haber entendido nada, le explicó—: las instalaciones ultrasecretas donde descifraban los mensajes de la máquina Enigma alemana.

—¡Ah! Entonces segurísimo que está allí —dijo Eileen entusiasmada—. Descifrar códigos le pega mucho más que la RAF, con lo bien que se le dan las matemáticas y…

—Blenheim también… —la interrumpió Mike—. ¿Seguro que no dijo Blenheim Park?

—Sí —dijo Polly—. Está en Bletchley Park.

Mike se volvió enfadado hacia ella.

—¿Cómo lo sabes?

—Por la broma que le hizo Gerald a Eileen cuando le dijo que la lluvia le iba a empapar la autorización, ¿te acuerdas? Eso de que no podría conducir.

—¿Qué tiene eso que ver con Bletchley Park?

—La autorización para conducir está impresa en rojo.

—¿Qué?

—Los libros de cifrado que la Marina alemana usaba en sus submarinos estaban impresos en una tinta roja especial que se borraba con agua, para que, si el submarino era alcanzado, nadie pudiera hacerse con los códigos.

—¿Y?

—Y esos libros fueron los que usaron en Bletchley Park para descifrar el código naval Ultra.

—¡No me lo puedo creer! —exclamó Mike—. ¡La única persona que nos puede sacar de aquí y está en el condenado Bletchley Park!

—No lo entiendo —dijo Eileen. Parecía disgustada—. ¿Por qué no queréis que esté en Bletchley Park?

—Porque es un punto de divergencia —le explicó Polly.

—Dunkerque también lo era y Mike fue —dijo Eileen, desconcertada.

—Bletchley Park no es solamente un punto de divergencia —le dijo Polly—, sino el punto de divergencia por excelencia. Ultra fue el secreto de guerra más crucial. Fue esencial para ganar en el Atlántico Norte. Y en el norte de África. Y en Normandía. Si los alemanes hubieran tenido la más mínima sospecha de que habíamos descifrado sus códigos y teníamos acceso a sus comunicaciones ultrasecretas, habríamos perdido la ventaja que nos permitió ganar la guerra. Si llegáramos a ser la causa de que eso pasara…

—¿Cómo? Los historiadores no podemos alterar los acontecimientos —dijo Eileen inocentemente—. ¿O sí?

—No —dijo Mike—. Lo que quiere decir Polly es que se habrá dispuesto todo para sacar a Phipps con las máximas garantías de seguridad.

Sin embargo, en cuanto se quedó un momento a solas con Polly, le preguntó:

—¿Qué ha pasado? ¿Has detectado alguna discrepancia en mi ausencia?

—No lo sé. Marjorie… la dependienta con la que trabajaba en Townsend Brothers… se ha alistado en el Cuerpo de Enfermeras de la Marina Real.

Para Mike aquello no tenía pies ni cabeza. La hizo sentarse y explicárselo todo. Cuando Polly hubo terminado, le dijo:

—Se alistan muchas mujeres.

—Pero ella me dijo que lo hacía porque la habían rescatado de debajo de los escombros, donde no habría estado de no ser por mí.

—Eso no puedes saberlo. Podría haberse fugado con un amante aunque a ti no te hubiera pasado nada.

—Eso no es todo. —Le contó lo de la UXB de San Pablo—. El señor Dunworthy dijo que tardaron tres días en sacarla, lo que significa que tendrían que haberlo hecho el sábado, no el domingo.

—No, te equivocas —le dijo él, aliviado de que aquello fuera todo—. Eso no es una discrepancia.

—No lo sabes.

—Sí que lo sé. Mientras te buscaba, fui a San Pablo. Supuse que cualquier historiador de Dunworthy lo sabría todo de la catedral gracias a él y que era posible que la visitara, cosa que hiciste, solo que no el mismo día que yo. En cualquier caso, ese viejo que trabajaba allí…

—¿El señor Humphreys?

—Sí, Humphreys. Me regaló con una visita en toda regla, sacos de arena incluidos, y me contó al detalle lo de la UXB. Dijo que cayó la noche del día doce, así que, si la sacaron el domingo, habían pasado tres días. Por tanto, no se trata de una discrepancia, y montones de mujeres se fugaban con soldados durante la guerra. Además, el incremento del desfase no facilita que alteremos los acontecimientos sino que lo dificulta.

—Pero ¿y si no es eso lo que está pasando y podemos efectivamente alterarlos…?

—En tal caso Phipps no tiene que estar en Bletchley Park y, cuanto antes lo saquemos de ahí, mejor. Si es que sigue allí. Si cruzó justo después del reconocimiento y la preparación, quizá ya haya regresado.

—No lo creo —dijo Polly—. Su broma sobre la tinta soluble me induce a pensar que seguramente está allí para observar el descifrado del código Enigma, y hasta mayo de 1941 no capturaron el submarino y consiguieron los libros de bigramas.

«Estupendo», pensó Mike. Phipps tendría seis meses para hacer que la guerra se fuese al traste… si es que no lo había conseguido ya. Tal vez por eso precisamente no se abrían sus portales, no por algo que hubiera hecho él sino por culpa de Phipps.

Aquello no lo dijo. Lo que les dijo a las dos fue que tenía intención de partir para Bletchley inmediatamente.

—¿No deberíamos ir los dos? —preguntó Eileen—. Yo sé qué aspecto tiene Gerald y entre los dos tendremos el doble de probabilidades de dar con él. Podemos…

—No. Iré yo solo.

—Si lo que te preocupa es que llame la atención —dijo Polly—, había más mujeres que hombres trabajando en Bletchley Park. Realizaban todo el trabajo de transcripción de los mensajes interceptados, manejaban las máquinas y algunas incluso se dedicaban a la criptografía. Así que si te inquieta que Eileen levante sospechas…

«No es eso lo que me preocupa», pensó Mike.

—Es más probable que dos personas llamen la atención que una —dijo—, sobre todo si las dos van por ahí husmeando y haciendo preguntas.

—Mike tiene razón —convino Polly—. Los que trabajaban allí estaban bajo una estrecha vigilancia.

Lo que no era precisamente tranquilizador.

—Si solo puede ir uno de nosotros debería ser yo —dijo Eileen—. Gerald me conoce. Cabe la posibilidad de que me vea antes él a mí que yo a él.

Aquello era cierto.

—A mí también me reconocerá —dijo Mike, aunque no estaba completamente seguro de que así fuera—. Os necesito a ti y a Polly aquí para que os encontréis con el equipo de recuperación en caso de que responda a nuestros anuncios. Además, tendré más libertad de movimientos. Un hombre puede ir solo a un restaurante o a un pub sin llamar la atención.

—Un americano no —dijo Polly—. Los americanos no llegaron a Bletchley Park hasta febrero de 1942. ¿Te parece que podrás hacerte pasar por inglés?

—¡Lo soy! Llevo un implante L-y-A americano, ¿recuerdas? La cuestión es cómo voy a conseguir trabajar allí. Requiere autorización entrar en Bletchley Park. Me será imposible pasar las medidas de control.

—Gerald lo hizo —dijo Eileen.

—Con una cuidadosa preparación de su expediente académico y cartas de recomendación. Seguramente a eso dedicó su viaje de reconocimiento: a sembrar documentación que luego pudiera presentar para pasar el filtro de Bletchley Park. Yo no tengo nada de eso.

—En realidad no te hace falta trabajar en el complejo —dijo Polly—. Y, dicho sea de paso, hay que decir BP o el Parque. Nada de Bletchley: Bletchley es el pueblo. Bletchley Park es la mansión victoriana de las afueras, donde se descifró el código. Solo vivían en la finca un puñado de criptógrafos. El resto se alojaba en Bletchley o en los pueblos de los alrededores.

—Entonces, ¿qué tengo que fingir? ¿Por qué no puedo presentarme como periodista y hablar con los del pueblo, contarles que estoy escribiendo un artículo?

—Porque tienen absolutamente prohibido hablar con nadie. Todos se han acogido a la Ley de Secretos Oficiales. Pueden condenarlos a muerte si hablan. Además, las autoridades te detendrían de inmediato si se enteraran de tu intención de escribir acerca de Bletchley Park.

—Puedo decir que estoy escribiendo un artículo sobre cualquier otra cosa —dijo Mike, pero Polly negó con la cabeza.

—No. La gente será mucho más proclive a hablar contigo si cree que eres de los suyos. Si te preguntan en qué trabajas, cosa que no harán, puedes decir que en la Oficina de Guerra. Esa era la tapadera oficial para el trabajo de inteligencia.

—¿Cómo puedes estar tan segura de que no me preguntarán en qué trabajo?

—Nadie tenía permitido hablar de lo que hacía. Los que trabajaban en una cabaña no sabían quiénes lo hacían en las otras.

«Entonces, ¿cómo demonios voy a enterarme de si Gerald está allí?», se preguntó Mike.

—¿Y si Gerald es uno de los que trabajan en la finca? —preguntó.

—Imposible. Esos eran los cerebros de la criptografía, como Dilly Knox y Alan Turing. Turing era el genio de la máquina Ultra. —Lo estaba evaluando con la mirada—. No tienes otra ropa, ¿verdad?

—No. Fue lo mejor que pude conseguir. ¿No es lo bastante buena?

—Es demasiado buena. Si vas a hacerte pasar por criptoanalista… así llamaban a los criptógrafos… tendrás que parecerte a ellos. Tranquilo, que ya encontraremos algo.

Ese algo resultó ser una chaqueta de cheviot con coderas, un chaleco de lana zarrapastroso y una corbata con un lamparón de grasa.

—¿Estás segura de que tenían esta pinta, Polly? —Mike no acababa de estar convencido.

—Segurísima, aunque puede que el chaleco sea demasiado bonito.

—¿Demasiado bonito?

—Te las verás con físicos y matemáticos. ¿Juegas al ajedrez?

—No. ¿Por qué?

—No había suficientes criptoanalistas en Inglaterra al principio de la guerra, así que reclutaron a cualquiera que pudiera tener dotes para el descifrado: especialistas en estadística, egiptólogos y jugadores de ajedrez. Si supieras jugar, sería un buen modo de entablar conversación.

—Yo puedo enseñarte —le propuso Eileen.

—No hay tiempo. Quiero irme mañana.

—No. Tendrás que esperar al domingo —le dijo Polly—. Será menos sospechoso. Muchos de los trabajadores de BP volverán después del fin de semana. Además, tengo que prepararte.

Y eso hizo: le contó todo lo que sabía de Bletchley Park, de Ultra y de sus protagonistas, con tanto detalle que Mike se preguntó si no seguía preocupada de que él hubiera podido alterar los acontecimientos, a pesar de haberlo tranquilizado al respecto. Incluso le dijo qué aspecto tenían varios criptógrafos.

«Así podré mantenerme alejado de ellos», pensó. Lo que no era mala idea, dado el caso. Memorizó los nombres que Polly le dio: Menzies, Welchman, Angus Wilson, Alan Turing.

—Turing es rubio, de mediana estatura y tartamudo. Dilly Knox, que dirige el equipo principal de criptoanalistas, es alto y flaco, y fuma en pipa. Es muy despistado. Tiene fama de cebar la pipa con las migas del bocadillo. ¡Ah, y suele estar rodeado de mujeres jóvenes! Las niñas de Dilly.

—¿Las niñas de Dilly?

—Sí. Jugaron un papel vital en el descifrado. Buscaban pautas y anomalías en millones de líneas de código.

—¿Cómo sabes todo eso? —le preguntó Mike, asaltado por un terrible presentimiento—. No habrás realizado ninguna misión en Bletchley Park, ¿verdad? —Si la había realizado y tenía una fecha límite…

—No. Me lo estuve pensando, pero después de realizar el trabajo de investigación decidí que el Blitz sería más emocionante.

«No si los historiadores pueden alterar el curso de la guerra», pensó él.

El domingo, Polly y Eileen fueron a despedirlo a la estación y a darle instrucciones de última hora.

—Al Parque se llega andando desde el pueblo —le dijo Polly—, pero no sé en qué dirección está y que lo preguntes podría levantar sospechas.

—No lo preguntaré —la tranquilizó—. Seguramente encontraré un folleto y seguiré las indicaciones cuando me baje del tren.

—Tampoco estoy segura de si ya lo llamaban Proyecto Ultra. Le pusieron Ultra porque era ultrasecretro, la categoría superior de secreto militar, y puede que en 1940 lo llamaran simplemente Enigma y no…

—Da igual cómo lo llamaran. No tengo intención de mencionar Enigma ni Ultra. Lo que quiero es encontrar a Gerald y que nos vayamos de aquí.

—La llamada para subir al tren —dijo Eileen—. A lo mejor vas en el mismo compartimento que alguien que trabaja allí y puedes preguntarle si conoce a Gerald y cómo ponerte en contacto con él. Así no tendrías que ir siquiera a Bletchley.

Dios. No se le había ocurrido que podía toparse con ellos en el tren.

—¿Qué aspecto dices que tiene Turing? —le preguntó a Polly.

—Pelo rubio. Tartamudo. Y Dilly Knox es alto y fuma en pipa. Y cojea como tú. Alan Ross lleva una barba larga y, cuando hace frío, se pone una caperuza azul por encima.

—¿Por encima de la barba? —preguntó Mike—. ¿Y te preocupaba que yo llamara la atención? Están todos locos.

—Son excéntricos —dijo Polly—. ¡Ah! Ross tenía un hijo pequeño y, cuando viajaba, lo drogaba con láudano…

—Con láudano —dijo Eileen nostálgica. Cuando los otros dos la miraron, les explicó—: Perdón, es que pensaba lo útil que me habría sido el láudano durante ese viaje a Londres con los Hodbin.

—Sí, bien, no sé si el hijo de Ross era el terror o no —dijo Polly—, pero le daba láudano y lo ponía en la rejilla para las maletas. Así que, si ves un crío durmiendo en el portaequipajes, sabrás que en ese compartimento viaja Alan Ross.

«Y me aseguraré de no acercarme.»

—Mirad, mejor será que me vaya al andén —dijo.

—Espera. —Eileen lo agarró de la manga—. ¿Qué le pasó?

—¿Qué le paso? —repitió Mike, sin entenderla.

—¿Al hijo de Ross? —le preguntó Polly.

—No, a Shackleton. Cuando dejó a la tripulación en la isla y fue a buscar ayuda. ¿Regresó?

—Sí, con un barco para llevarlos a todos a casa. No perdió un solo hombre.

—Bien —dijo ella, sonriendo.

—Llámanos en cuanto llegues —le pidió Polly.

—Lo haré —prometió él, pensando: «Si consigo llegar.» Solo porque hubiera llegado a un punto de divergencia no significaba que el continuo espacio-tiempo fuera a permitirle acercarse a otro, sobre todo a uno en el que una sola persona podía echarlo todo a perder. Era posible que volaran el tren por el camino o que estuviera demasiado lleno para que lo tomara, lo que parecía ser el caso.

Estaba hasta los topes, pero logró encajarse en él y, en el tren desde Oxford, incluso consiguió asiento después de tener la precaución de que fuera en un compartimento en el que no hubiera tartamudos rubios, fumadores de pipa altos ni críos drogados. Escogió uno ocupado por cinco soldados y dos ancianas. Puso la maleta en la rejilla, en la que había paquetes de papel marrón pero ningún niño, y se sentó en el único asiento libre.

De inmediato se arrepintió. En cuanto el tren salió de la estación, los soldados salieron del compartimento para fumar y entró un hombre calvo con gafas y chaqueta de cheviot, con un chaleco de punto más raído y lleno de agujeros que el que Eileen había encontrado para él; se sentó entre Mike y la puerta y estiró las piernas, de manera que a Mike le habría sido imposible abandonar el compartimento sin pedirle que lo dejara pasar, y no quería tener ningún contacto con él.

El hombre era demasiado calvo para ser Turing y demasiado bajo para ser Knox. Tampoco tenía barba pelirroja. Sin embargo, no cabía duda de que trabajaba en el Parque porque sacó inmediatamente un libro titulado Principia Mathematica y enterró la nariz en él, ignorado a Mike y a las dos señoras que conversaban animadamente acerca de sus achaques.

—El dolor empieza en el pie y me sube por la espalda —dijo la del sombrero marrón—. El doctor Granholme dice que es ciática.

—Yo tengo un dolor palpitante en las rodillas —dijo la otra, que llevaba un sombrero negro con un pájaro—. El doctor Evers me prescribió baños, pero no me aliviaron en absoluto.

—Deberías visitar al doctor Sheppard en Leighton Buzzard. Mi amiga Olive Bates dice que es una maravilla con las rodillas. No te lo había dicho: llamaron a filas a su hijo la semana pasada. Pobre Olive, está tremendamente preocupada de que lo destinen a algún lugar peligroso.

«Como Bletchley Park», pensó Mike, fingiendo mirar por la ventanilla del tren. BP era un punto de divergencia exponencialmente más peligroso que Dunkerque porque tenía que ver con el secretismo y los secretos eran los puntos de divergencia más frágiles y fácilmente alterables del continuo espacio-tiempo porque, aunque requiriera los esfuerzos de muchas personas mantener uno, una sola, con un único comentario descuidado, podía revelarlo. Como una bomba de explosión retardada, que al mínimo contacto estallaba. Bastaría que planteara la pregunta equivocada, o hiciera demasiadas preguntas o que se descubriera su tapadera. Eso quería decir que tenía que ser muy cuidadoso con cada palabra que dijera. Su implante L-y-A americano seguía funcionando, así que tendría que acordarse de modular las vocales y de usar términos propios de la lengua inglesa. Nada de «elevadores», aunque dudaba que Bletchley fuera lo suficientemente grande para que hubiera algún «elevador»… rectificación, «ascensor»… y…

El tren se paró con una sacudida. Sombrero Negro con Pájaro miró nerviosa por la ventanilla.

—¡Oh, Dios mío! Espero que no sea una incursión aérea. Quiero llegar a Bletchley antes de que anochezca.

«Y yo quiero llegar a Bletchley. Punto», pensó Mike, esperando que fuera un tren militar el motivo del retraso. No habían entrado en ningún apartadero, sin embargo y, al cabo de un minuto, el revisor se disculpó por el retraso y les pidió que bajaran las cortinillas de apagón.

—¿Es una incursión? —preguntó Sombrero Marrón.

—Sí, señora —dijo el revisor—, pero estoy seguro de que no corremos peligro.

«Excepto yo», pensó Mike, escuchando aproximarse los aviones.

No pasó nada. Sin embargo, tampoco prosiguió el tren su marcha. Mientras estaban allí sentados, Mike recordó todo lo que Polly le había dicho acerca de la influencia que había ejercido sobre Marjorie la dependienta y se puso a pensar en Dunkerque y todo lo que había hecho él aparte de desatascar aquella hélice, desde arrojar las latas de gasolina por la borda hasta subir a bordo al perro. Había perdido el chaleco salvavidas en el agua. ¿Habría flotado hasta enredarse en otra hélice? ¿Y qué habría sido del cadáver?

Y ahora se dirigía hacia un lugar en el que un simple error, una sola palabra podía…

El tren se puso en marcha con una tremenda sacudida y las mujeres retomaron su conversación sobre las dolencias que padecían.

—He tenido todo el otoño un dolor espantoso en el talón —dijo Sombrero Marrón—. Una amiga mía me habló de las curas del doctor Pritchard, así que voy a la clínica que tiene en Newport Pagnell.

—¿En Newport Pagnell? —exclamó Sombrero Negro con Pájaro—. ¡Eso está muy cerca de Bletchley! Tiene que venir a tomar el té un día. ¿Tiene cómo llegar?

—Sí. El doctor Pritchard me ha mandado un coche.

Bien, así no tendría que preguntarle al de las gafas cuál era la estación de Bletchley.

—Si el tratamiento del doctor Pritchard no le da resultado —prosiguió Sombrero Negro con Pájaro—, vaya a ver al doctor Childers, a St. John’s Wood.

St. John’s Wood. El laboratorio tenía un portal permanente allí en los primeros días del viaje en el tiempo, cuando todavía no sabían cómo instalar remotos. ¿Sabrían Polly y Eileen dónde estaba? Cuando sus portales no habían funcionado, el laboratorio lo habría reabierto como alternativa. Tendría que decírselo cuando las llamara para decirles que había llegado bien.

Eso si llegaban alguna vez. Tuvo que soportar una interminable conversación sobre juanetes, reumatismo, lumbago y palpitaciones antes de que Sombrero Negro con Pájaro dijera:

—¡Oh, bien! Ya llegamos a Bletchley. —Y las dos mujeres empezaron a recoger sus pertenencias.

El hombre siguió leyendo incluso cuando el tren ya había entrado en la estación y Mike se preguntó si no habría estado equivocado al creer que era uno de los criptoanalistas de Bletchley Park. Pero en cuando la máquina frenó, cerró de golpe el libro y, sin apenas mirarlos, se apeó y se alejó rápidamente por el andén hacia el edificio de la estación.

Mike se levantó con intención de seguirlo, pero las mujeres le pidieron que las ayudara a bajar los paquetes de la rejilla y, cuando lo hubo hecho, el hombre se había desvanecido.

Sin embargo, seguía habiendo mucha gente dentro de la estación y también fuera de ella, alejándose en bicicleta o andando, a la que podía seguir. Eso en cuanto hubiera encontrado un teléfono. Le había prometido a Polly que la llamaría nada más llegar. Esperaba no tardar una eternidad en establecer comunicación.

La cabina estaba libre y la operadora lo puso con el número bastante rápido, pero contestó la señora Rickett que, cuando le preguntó por Polly, le dijo con acritud:

—No sé si está.

Le pidió entonces que fuera a comprobarlo y la mujer le dijo que esperara refunfuñando y tardó tanto en volver que tuvo que meter más monedas. Cuando por fin Polly se puso al teléfono, le dijo:

—Tengo prisa. —Lo de St. John’s Wood podía esperar—. He llegado bien.

—¿Tienes habitación? ¿Has localizado a Gerald?

—Todavía no. Acabo de bajar del tren. Te llamaré en cuanto sepa dónde me alojo —le dijo, y colgó.

Salió corriendo de la estación, que ya se había vaciado, y, cuando salió al crepúsculo que avanzaba, no vio un alma.

«Tendría que haber esperado a ver hacia dónde iba todo el mundo antes de llamar», se dijo. Se habría dado de bofetadas. Bueno, demasiado tarde para lamentaciones. Estaba oscureciendo. Tendría que esperar hasta el día siguiente por la mañana para localizar Bletchley Park. De momento tenía que encontrar el centro del pueblo y una habitación. No había ningún taxi ni indicador alguno que pusiera: «Al centro del pueblo.»

Se puso a andar por la calle que le pareció más probable, cuyos edificios de ladrillo dieron paso enseguida a almacenes. Cuando llegó a la esquina, no vio nada prometedor en ninguna dirección.

«Esto es absurdo —pensó—. ¿Qué dimensiones puede tener Bletchley?»

Si seguía andando, al final llegaría a alguna parte, aunque fuera a las afueras del pueblo, pero estaría completamente oscuro al cabo de minutos y el calzado de mala calidad que llevaba empezaba a dolerle.

Volvió a mirar la calle, intentando decidir hacia qué dirección tomar. Entonces vio a dos personas en la penumbra. Estaban a una manzana y media, demasiado lejos para alcanzarlas cojeando. Fue hacia ellas de todos modos. Las dos llegaron a la esquina y se detuvieron, como si tuvieran intención de cruzar, aunque no había ningún coche a la vista. Mike se esforzó para acercarse. De más cerca vio que se trataba de dos chicas jóvenes, evidentemente dos de los centenares que Polly había dicho que trabajaban en Bletchley Park. Bien. En cuanto les hubiera pedido que le indicaran el camino podría decirles: «No conocerán por casualidad a Gerald Phipps, ¿verdad?», y, puesto que Phipps era un plomo, le responderían, con una mueca: «Sí, por desgracia», y podría estar en el tren de vuelta a Londres al día siguiente para ir a recoger a Eileen y a Polly.

Estaba solo a media manzana de ellas. Las chicas seguían en la esquina, hablando, completamente enfrascadas en la conversación, sin darse cuenta de que se les acercaba.

No era extraño que las llamaran «niñas». No parecían tener más de dieciséis años. Conversaban animadamente, riéndose. De cerca vio claramente que no esperaban para cruzar. Simplemente se habían detenido a hablar.

«Seguid charlando hasta que os alcance, niñas», les rogó mentalmente. Pero cuando le faltaban cien pasos para alcanzarlas, cruzaron la calle, caminaron hacia el segundo edificio y subieron los escalones del portal.

¡Oh, no! Iban a entrar. Cojeó rápidamente hasta la esquina.

—¡Eh! —las llamó, y las dos se volvieron en la puerta y lo miraron—. ¡Esperen! —Bajó a la calzada—. ¿Pueden decirme cómo llegar a…?

Ni siquiera vio la bicicleta. Lo primero que pensó cuando se le escapó la bolsa de la mano y golpeó el suelo con ambas palmas y una rodilla fue que había estallado una bomba y que la onda expansiva lo había derribado. Miró a las chicas, temiendo que también las hubiera alcanzado a ellas, pero las dos bajaban corriendo los escalones hacia él.

—¿Se encuentra bien? —le preguntaron—. ¿Lo ha herido?

—¿Quién? —preguntó Mike, sin comprender.

—Cuando se le ha echado encima con la bicicleta —dijo la primera chica. Solo entonces cayó en la cuenta de que lo había atropellado un ciclista y miró calle abajo. Vio una bicicleta haciendo eses que acabó por caer contra el bordillo. El ciclista cayó en la acera.

Las chicas también vieron la caída, pero no le prestaron atención; a pesar de que parecía que el ciclista había salido mucho peor parado que él, estaban ocupadas intentando levantarlo del suelo.

—¿Está herido? —le preguntó preocupada la primera, agarrándolo del brazo para ayudarlo a incorporarse.

—Creo que solo me ha tirado —dijo Mike.

La otra estaba de pie, con los brazos en jarras, mirando cómo el ciclista se ponía en pie con dificultad.

—No deberían dejarle circular —dijo, enfadada.

—Échame una mano, Mavis —le pidió la otra, y Mavis se acercó a agarrarlo por el otro brazo.

Mike se levantó, más o menos.

—¿Seguro que no está herido?

—No creo —dijo él, evaluando su estado. Empezaba a dolerle la rodilla, pero podía apoyarse en la pierna, así que no la tenía rota ni dislocada, y había dado contra el suelo con ella y la manos en primer lugar. Flexionó los dedos—. Me parece que estoy bien. Al menos, no tengo nada roto. Tendría que haber mirado por dónde iba.

—¿Usted? —explotó Mavis—. ¡Él tendría que haber mirado por dónde iba! Es la tercera vez que atropella a alguien esta semana. ¿Verdad, Elspeth?

Elspeth asintió.

—Casi mata a la pobre Jane cuando iba al Parque la semana pasada. —Miró furibunda al ciclista que tras enderezar la bicicleta, montó en ella y se marchó pedaleando, aparentemente ileso—. ¡Mire por dónde va! —le gritó, sin efecto alguno, porque el hombre ni siquiera miró atrás.

—¿Seguro que se encuentra bien? —le preguntó Mavis—. ¡Oh, está cojeando!

—No, eso es por…

—Sabía que acabaría por herir a alguien —dijo Mavis, furiosa—. Nunca mira por dónde va.

—No tengo el pie herido —dijo Mike, pero ninguna de las dos lo escuchaba.

—Es una verdadera amenaza —insistió Mavis, echando humo por las orejas—. Tendrían que prohibirle ir en bicicleta.

Elspeth negó con la cabeza.

—Entonces volvería a conducir el coche y sería peor —dijo—. Turing es un conductor pésimo.