No creo que esto nos lleve jamás a ninguna parte.

No creo que esto nos lleve jamás a ninguna parte.

CHRISTOPHER HARNER,

cuando vio la operación Fortitude Sur en 1944

Kent, abril de 1944

—¡Worthing! —gritó Cess desde el pasillo, y Ernest lo oyó abriendo puertas—. ¡Ernest! ¿Dónde estás?

Ernest sacó la hoja en la que estaba escribiendo de la máquina de escribir, la metió debajo de un montón de papeles y puso otra en el carro.

—¡Estoy aquí! —le respondió luego, poniéndose a teclear: «El martes, el Comité de Bienvenida de Derringstone ofreció una interpretación de Hands Across the Sea. La señora Jones-Pritchard…»

—Por fin te encuentro —dijo Cess, entrando con algunos papeles—. Te he estado buscando por todas partes. ¿No me oías?

—No —repuso Ernest, sin dejar de teclear—. «… cantó America la Bella…».

—¿Qué tiene que ver la señora Jones-Pritchard con el Primer Cuerpo de Ejército estadounidense? —le preguntó Cess, rodeando el escritorio para leerlo, como Ernest había temido que hiciera.

—«… y los soldados de primera clase Joe Makowski, Dan Goldstein y Wayne Turicelly —recitó mientras tecleaba Ernest—, de la Séptima División Armada, hicieron una inspirada interpretación de Yankee Doodle con cucharas. Todos pasaron un rato agradable» —terminó con una floritura. Sacó la hoja del carro y se la entregó a Cess.

—Ingenioso —dijo este, leyendo—. Creo que la Séptima División no se trasladó a Derringstone hasta la semana pasada. ¿Habrán tenido tiempo de ensayar?

—Todos los estadounidenses nacen sabiendo tocar Yankee Doodle con las cucharas.

—Cierto —convino Cess, devolviéndole la hoja.

—¿Has venido para decirme algo? —le preguntó Ernest.

—Sí. Tenemos que ir a Londres.

—¿A Londres?

—Sí, y no me digas que tienes que quedarte y terminar tus artículos porque te has pasado todo el día aquí escribiendo a máquina.

—Pero tengo que entregarlos en Ashford y Croydon —protestó Ernest.

—No es ningún problema. Lady Bracknell ha dicho que podemos entregarlos de camino.

—Exactamente, ¿a qué sitio de Londres vamos? —dijo Ernest, preguntándose si tendría que fingir un repentino dolor de muelas.

—A las librerías. Vamos a comprar guías de viajes del norte de Francia y copias del mapa Michelin, de la zona del paso de Calais.

Las librerías serían lo bastante seguras. Solo debía tener cuidado. Además, Cess le dijo que irían disfrazados de oficiales ingleses de la Fuerza Expedicionaria. Sin embargo, después de entregarle sus artículos al señor Jeppers del Call de Croydon, se puso un bigote falso por si las moscas. Le dijo a Cess que se ocupara de Oxford Street mientras él recorría las librerías de segunda mano de Charing Cross para poder hacer varias llamadas telefónicas. Salió todo sin tropiezos pero sintió alivio cuando terminaron, tanto que ni siquiera se quejó cuando lady Bracknell lo mandó a recoger una carga de antiguas tuberías de alcantarillado para el depósito de gasolina falso que los estudios cinematográficos Shepperton estaban construyendo en Dover. Después de cumplir el encargo, olía tan mal que nadie quiso acercarse a él durante dos días, así que aprovechó el tiempo para dedicarse a redactar sus falsos anuncios de boda, los artículos sobre accidentes de carretera y sus airadas cartas al director, todas ellas acerca de los estadounidenses y del Primer Cuerpo de Ejército estadounidense, así como para trabajar en sus propios artículos. Intentó asimismo idear la manera de entregar personalmente su trabajo a los periódicos, pero sin éxito, y el sábado Cess le comunicó que tenían que ir de nuevo a Londres.

—¿A comprar más guías de viajes? —le preguntó.

—No, esta vez tenemos que difundir rumores, y seremos yanquis. ¿Te parece que podrás poner acento americano?

«Y tanto», pensó él.

—Eso creo —repuso—. Quiero decir… ¿qué te apuestas, tío?

—¡Oh, buena actuación! —dijo Cess, y Ernest se puso otra vez a escribir: «Noche especial de cine estadounidense en el teatro Empire de Ashford el sábado. Los soldados americanos pagan la mitad de la entrada.»

Al cabo de media hora, Cess reapareció con un uniforme de gala de mayor estadounidense.

—¿No me habías dicho que íbamos a difundir rumores? —le preguntó Ernest—. ¿No es este uniforme demasiado elegante para ir a un pub?

—No vamos a ningún pub. Nos vamos a Londres. Al Savoy, nada menos.

—¿Otra vez la reina?

—No. Una persona muchísimo más importante. —Dejó el uniforme encima de la máquina de escribir—. Asegúrate de llevar bien marcada la raya de los pantalones y los zapatos relucientes.

—Lady Bracknell tendrá que buscarse a otro. No tengo zapatos dignos de un mayor.

—Te encontraré unos. —Y volvió al cabo de dos minutos con un par de lady Bracknell.

—Yo uso dos números más —protestó Ernest.

—¿No te has enterado de que estamos en guerra? —Cess le ofreció una lata de betún y un trapo—. Déjalos relucientes como patenas. Es muy pejiguero.

—¿Quién? —Ernest pensó: «No puede ser el rey. Está en Dover con Churchill visitando la flota.» Acababa de escribir la nota de prensa—. ¿Es una recepción para Eisenhower?

—No. Ese está dirigiendo la verdadera invasión. Nosotros estamos a cargo de la falsa, ¿recuerdas? Y de la actuación estelar de esta noche —añadió misteriosamente.

¿A quién se refería? Estaban a las órdenes de la Inteligencia británica, pero ni ellos ni sus jefazos frecuentaban el Savoy. La idea era pasar desapercibidos.

Prism entró, vestido de coronel estadounidense.

—¿Te has enterado de que vamos a cenar con Sangre y Agallas?

—¿Con quién?

—Con el comandante supremo del Primer Cuerpo de Ejército estadounidense. —Taconeó y saludó—. Con el general George S. Patton.

—¿Con Patton?

—Sí, así que date prisa —le dijo Cess—. Tenemos que irnos. La recepción empieza a las ocho.

—¿No se supone que somos yanquis? —dijo Ernest, forcejeando para ponerse los zapatos—. No se dice «date prisa», se dice «mueve el culo o perderás el autobús».

—No te preocupes —dijo Cess, y se sacó un paquete de chicles del bolsillo de la chaqueta—. No tengo más que mascar esto y todos quedarán convencidos de que soy yanqui. —Le ofreció uno a Ernest—. ¿Quieres uno, tío?

—No. Lo que quiero son unos zapatos de mi número.

Sin embargo, debido a todo el tiempo que habían pasado en campos embarrados y estuarios, no había otro par decente en la unidad y, a pesar de que no se puso los de lady Bracknell hasta que llegaron a Londres, cuando entraron en el vestíbulo del Savoy apenas podía ya andar.

—Será mejor que no cojees así delante del general Patton —le dijo Moncrieff—. Es probable que te abofetee por blandengue.

Pero Patton no había llegado todavía. Unos cuantos oficiales británicos y varios civiles de mediana edad vestidos de etiqueta formaban corrillos.

—¿También son figurantes? —preguntó Cess.

—No lo sé —dijo Moncrieff—, pero, por si no lo son, no os acerquéis a ellos. No quiero que os cuelguen por importunar a un oficial. Tenéis que difundir dos ideas esta noche: una, que es imposible que la invasión tenga lugar hasta mediados de julio y, dos, que definitivamente se producirá en Calais. Pero no quiero que ninguno de los dos hable abiertamente de ello. Se supone que habéis jurado guardar el secreto y una filtración muy obvia resultaría sospechosa. Sed sutiles, y hablad solo si el sujeto trae a colación el tema. No quiero que lo planteéis vosotros.

—¿Qué me dices de un desliz como los que tiene uno cuando bebe una copa de más? —preguntó Cess, mirando las copas de cóctel de los invitados.

—Vale —dijo Moncrieff—. Chasuble, consígueles una copa. Mezclaos con la gente. Y recordad: sutileza.

Cess asintió.

—Esto es como una noche en El buey y el arado, solo que con mejor comida y mejor bebida.

—Un americano diría: mejor papeo y mejor garrafón —lo corrigió Ernest.

Sin embargo, se dieron cuenta enseguida de que no era así. Los cócteles que les trajo Chasuble eran en realidad té flojo.

—Por la boca muere el pez —les explicó este—. Moncrieff no quiere que digamos lo que sabemos.

—¿También los canapés son falsos? —preguntó Cess, observando a los camareros que se paseaban con bandejitas de plata.

—No, pero no os atiborréis. Supuestamente sois oficiales.

Aquello no resultó ser ningún problema. Los elegantes entremeses de las bandejas de plata eran en realidad dados de mortadela y sardinas enrolladas pinchadas en mondadientes.

—Esta maldita guerra… —dijo un hombre rubicundo del grupito al que Ernest se había acercado, blandiendo un mondadientes—. Llevamos cinco años sin nada decente que comer.

La conversación derivó a las privaciones del racionamiento y a la «criminal» escasez de azúcar, fruta fresca y de «verdadero chuletón», nada de lo cual le habría dado pie a hablar de la invasión si le hubieran dado cabida en su círculo, cosa que no hicieron. Ni siquiera habían notado su presencia. Miró fijamente el té flojo del fondo de su copa de cóctel y compuso mentalmente una carta para el East Anglia Weekly Advertiser: «Apreciado editor, la actual situación de racionamiento es sencillamente criminal y ha empeorado mucho con la llegada de tantas tropas estadounidenses y canadienses a nuestra zona…»

—¡Oh, y ese pan tan espantoso! —decía una mujer—. ¿Qué le ponen? Da miedo preguntarlo.

Ernest dejó que Chasuble le entregara otra copa de té flojo y se acercó a donde Cess estaba hablando con un anciano caballero, por lo visto sordo, lo que resultaba conveniente, puesto que Cess había olvidado por completo que debía tener acento americano.

—Así que el tipo me dice —decía Cess—: te apuesto a que no invadiremos hasta agosto.

Ernest se acercó otra vez al primer grupo lo bastante para oír la conversación.

—Y el jamón ha desaparecido literalmente de las tiendas —estaba diciendo la mujer—. Ni siquiera tienen en Fortnum & Manson… —Calló, mirando hacia la puerta.

Todos miraron hacia allí, incluso el caballero sordo y los criados con guantes blancos.

—Siento el retraso —dijo el general Patton.

Estaba en el umbral, flanqueado por sus ayudantes, mucho más teatral de lo que Ernest había esperado, con los botones de latón de la guerrera del uniforme de campo perfectamente abrochados, impecable desde el casco lleno de estrellas hasta las botas de montar relucientes. Llevaba espuelas y estrellas en el cuello y en la pechera de la chaqueta del uniforme.

Cess se había alejado del caballero sordo para echarle un vistazo más de cerca.

—¡Parece la dichosa Vía Láctea! —le susurró a Ernest.

—La dichosa no, la maldita Vía Láctea —le respondió este, también en un susurro.

—¡Y mira qué armas!

Ernest asintió, con los ojos fijos en el par de revólveres con cachas de marfil que llevaba al cinto y en el bull terrier blanco que tenía a sus pies.

—¡Darforth! —rugió Patton, entrando a grandes zancadas en el salón de baile para ir al encuentro de su anfitriona, seguido del perro. Y de sus ayudantes—. Perdone el retraso. —Le agarró la mano a lady Darforth y se la sacudió repetidamente—. Vengo directamente del campamento. No he tenido tiempo de cambiarme. Estábamos en Keh…

—¿Quiere que me lleve fuera a Willy, señor? —lo cortó un ayudante.

—No, no, está bien así —repuso Patton con impaciencia—. A Willy le encantan las fiestas, ¿verdad, Willy? —Se volvió de nuevo hacia su anfitriona—. Como le decía, acabo de regresar de… —Fulminó con la mirada al ayudante, que parecía reprobar lo que decía—. De un lugar que no puedo revelar, y no he tenido tiempo de cambiarme.

—Lo entiendo perfectamente —dijo lady Darforth—. Permítame que le presente a lord y lady Eskwith, que están ansiosos por conocerlo. —Se lo llevó al otro extremo de la habitación.

—Gracias a Dios que no está realmente a cargo de la invasión —susurró Cess—. Jamás habrían podido mantenerla en secreto. Destaca… ¿cómo lo dicen los americanos?

—Canta como una almeja —apuntó Ernest—. Imagino que por eso lo eligieron para esta misión.

—Mezclaos con los demás —susurró Moncrieff a su espalda.

Ernest asintió y deambuló por la habitación hasta situarse cerca de otro grupo que había estado observando a Patton y cuyos integrantes habían empezado luego a conversar animadamente entre sí. También hablaban de comida, sin embargo.

—Anoche soñé con un pollo asado —dijo una mujer caballuna.

—Yo siempre sueño en un budín —dijo la que tenía al lado—. Dicen que las cosas irán mejor después de la invasión.

—¡Oh, espero que sea pronto! Esta espera la pone a una nerviosa —dijo la caballuna, y Ernest se acercó más.

—¡Claro que será pronto! —dijo su orondo marido—. La cuestión es: ¿dónde? —Tanto él como el resto del grupo se volvieron para mirar a Ernest—. ¿Y bien, señor? Indudablemente usted lo sabe. ¿Dónde será? ¿En Normandía o en el paso de Calais?

—Me temo que no me estaría permitido decirlo, señor, aunque lo supiera —dijo Ernest.

—¡Oh, vamos! ¡Claro que lo sabe! Wembley y yo hemos hecho una apuesta. —Señaló con la copa a un hombre con bigote—. Él dice que en Normandía y yo que en Calais.

—Ambos os equivocáis —dijo un tercer hombre calvo, acercándose—. Será en Noruega.

Aquello significaba que Fortitude Norte en Escocia estaba funcionando.

—¿Puede al menos darnos una pista? —dijo la caballuna—. No sabe usted lo difícil que resulta hacer planes sin saber lo que va a pasar.

—Todo el mundo sabe que será en Normandía —dijo Wembley—. Para empezar, el paso de Calais es donde la estará esperando Hitler.

—Porque es el único punto lógico de ataque —dijo el otro, poniéndose colorado—. Es la distancia más corta por el canal y la ruta terrestre más corta hacia el Ruhr parte de allí. Tiene el mejor puerto…

—Por eso precisamente invadiremos por Normandía —dijo Wembley, levantando la voz—. Hitler concentrará sus tropas en Calais. No esperará el ataque en Normandía. Y Normandía…

Ernest tenía que acabar con aquella conversación. Se acercaba demasiado a la verdad.

—Ambos plantean interesantes posibilidades —dijo, volviéndose hacia la señora Wembley—. ¿Ha leído la última novela de Agatha Christie?

—Buf —dijo Wembley.

Ernest lo ignoró.

—¿La ha leído?

—Sí, ¿por qué? ¿Está diciendo que su libro…?

Se inclinó hacia ella.

—No puedo decir nada sobre la invasión porque es alto secreto, ¿sabe?, pero, si estuviera a cargo de ella… —Bajó la voz y le dijo confidencialmente—: Retiraría todas las novelas de Agatha Christie de los estantes hasta otoño.

—¿Eso haría? —dijo ella, sin aliento.

—O haría que todos sus títulos fueran borrados, como hicieron ustedes los ingleses con las estaciones de tren —susurró, recalcando la palabra «tren»—. Ahora, si me excusan, señoras —dijo, haciendo una ligera reverencia, y fue a reunirse con Cess y Chasuble, que planeaban cómo ponerle las manos encima al verdadero licor.

—No veo qué tienen que ver las novelas de detectives con la invasión —oyó que refunfuñaba Wembley mientras se alejaba.

—Es un acertijo, querido —le dijo su mujer—. La respuesta está en el título de una de sus obras.

—¡Oh, me encantan los enigmas! —exclamó la caballuna.

—Ha mencionado estaciones de tren —dijo la señora Wembley, meditabunda.

—Veamos: tenemos El misterio del tren azul y El misterio de la guía de ferrocarriles. El orden alfabético podría ser una especie de código, ¿no os parece?

Cess miró al grupo.

—¿Qué les has dicho? —le preguntó, curioso.

Ernest se lo contó.

—He sacado la idea de uno de esos misterios que Gwendolyn está siempre leyendo. Moncrieff nos ha dicho que fuéramos sutiles. —Cogió una sardina empalada en un mondadientes y la miró con suspicacia—. Pero creo que puede que haya sido un poco demasiado sutil. —Dejó de nuevo el canapé en la bandeja y volvió a reunirse con el grupo.

—Podría ser que incluyera el nombre de algún lugar —decía la señora Wembley—, como Muerte en Mesopotamia

—Por mucho que los aliados aprecien el valor del factor sorpresa —dijo el calvo—, dudo mucho que invadan por Bagdad.

—¡Oh, por supuesto! —se aturulló la mujer—. ¡Qué tonta soy! No se me ocurre nada. ¿Qué más ha escrito? Muerte en la vicaría, pero esa no puede ser, y esa otra en la que los dos…

—¡Ya lo tengo! —dijo la caballuna, triunfal. Se volvió hacia Ernest—. ¡Muy inteligente, mayor, sobre todo la clave de los trenes!

—¿Y bien? —le dijo el señor Wembley, impaciente—. ¿Qué es?

—Tendríamos que haberlo deducido enseguida. Es uno de sus argumentos más bien pergeñados y en los que mantiene engañado al lector hasta el final. —Como la señora Wembley parecía estar en blanco, añadió—: Todo pasa en un tren, querida.

—¡Oh, claro! —dijo la señora Wembley—. Esa en la que todos son culpables.

—¿Vas o no a decirnos de qué título se trata? —preguntó el señor Wembley.

—No estoy segura de que deba —respondió la señora Wembley—. Como ha dicho el mayor, es alto secreto.

—Pero ya que hablamos de novelas de misterio —dijo la caballuna—, no podéis dejar de leer Asesinato en el

—¡Anderson! —tronó la inconfundible voz de Patton, y todos miraron hacia donde estaba saludando a un oficial británico—. ¡Adiós! ¡Nos veremos en Calais! —dijo al marcharse.