No le diga nada al enemigo. Esconda la comida y las bicicletas. Esconda los mapas.

No le diga nada al enemigo. Esconda la comida y las bicicletas. Esconda los mapas.

Folleto informativo de 1940

Londres, noviembre de 1940

Eileen miró hacia arriba cuando sonó la sirena, desesperada. El sonido fue in crescendo hasta convertirse en un aullido ensordecedor que resonaba en el pasillo al que daba el piso de los Hodbin.

—¡Binnie! —gritó, para que la niña la oyera desde dentro—. ¿Cuál es el refugio más cercano? —Aporreó la puerta con el llamador, pero siguió cerrada—. ¡Binnie! ¡No podéis quedaros ahí dentro! ¡Tenemos que ir al refugio! —Aparte de la sirena, que parecía estar dentro del edificio, no se oía nada—. ¡Binnie! ¡Señora Hodbin! —Golpeó la puerta con ambos puños. La estación de metro desde la que habían ido hasta la casa el día que había traído a los niños estaba a más de un kilómetro y medio de distancia. Era imposible que llegara allí a tiempo. Tenía que haber un refugio de superficie—. ¡Señora Hodbin! ¡Despierte! ¿Dónde está el refugio más cercano? Señora Hod…

La puerta se abrió y Binnie salió disparada y bajó las escaleras gritándole:

—¡Por aquí! ¡Deprisa!

Eileen bajó corriendo tras ella los tres pisos y pasó por delante de la puerta cerrada de la vecina de la planta baja, con la sirena resonándole en los oídos. Oyó que la puerta de la calle se abría de golpe, pero cuando salió del portal Binnie se había esfumado.

—¡Binnie! —la llamó—. ¡Dolores!

No había rastro de ella ni nadie más a la vista a quien preguntar dónde estaba el refugio más cercano, así que volvió a entrar y buscó la escalera del sótano, pero no la encontró. «Y estos edificios se derrumban como torres de cerillas —pensó, aterrorizada—. Tengo que salir de aquí.»

Salió a la calle y siguió corriendo, buscando el cartel de algún refugio o algún Anderson, pero no encontró más que casas derruidas y montones tan altos como ella de cascotes. Los aviones llegarían en cualquier momento. Eileen miró hacia el cielo, intentando distinguir los puntitos negros de los bombarderos acercándose, pero no vio ni oyó nada. Oyó un golpe seguido de una lluvia de polvo y Alf saltó de los escombros y aterrizó a sus pies.

—Sabía que volvería a verte —le dijo el niño—. ¿Qué haces aquí?

Estaba verdaderamente contenta de verlo.

—Deprisa, Alf —le dijo, agarrándolo por el brazo—. ¿Dónde queda el refugio más cercano?

—¿Para qué?

—¿No has oído la sirena?

—¿La sirena? No oigo ninguna sirena.

—Ha dejado de sonar. ¿Hay algún refugio de superficie por aquí cerca?

—¿Estás segura de que has oído una sirena? Llevo en la calle una eternidad y no he oído nada.

«Retiro lo de que me alegraba de verlo», pensó Eileen.

—Sí, estoy segura de que la he oído. Estaba ahí dentro hablando con Binnie… —Señaló hacia el apartamento.

El niño entornó los ojos.

—¿De qué?

—Eso da igual. Alf, tenemos que ir ahora mismo a un refugio, antes de que empiece el bombardeo…

—No estarás aquí por los Servicios Sociales, ¿verdad?

¿Por qué diablos iba a estar ella allí en nombre de los Servicios Sociales?

—No. Alf… —Le sacudió el brazo.

—No hace falta que nos vayamos hasta que lleguen los aviones —le soltó el niño, increíblemente—. Además, Binnie y yo no tenemos miedo de un bombardeo de nada. Hubo uno la semana pasada que derribó un centenar de casas. ¡Boooom! —Abrió los brazos, gesticulando para ilustrar sus palabras—. Trozos de gente por todas partes. ¿Qué te ha dicho Binnie? —le preguntó con suspicacia.

«Nos van a matar si nos quedamos aquí», pensó ella, desesperada.

—Alf… ya hablaremos de eso luego.

—Espera —dijo el crío, como si se le hubiera ocurrido algo de repente—. ¿Cómo sonaba esa sirena?

—¿A qué te refieres con eso de que cómo sonaba? Era una alerta aérea. Alf, tenemos que…

—¿Dónde estabas cuando ha empezado a sonar?

—En el pasillo de vuestra planta. ¿Por qué? —le preguntó ella, suspicaz.

—Apuesto a que has oído a la Señora Bascombe.

—¿A la Señora Bascombe?

«¿Qué demonios iba a estar haciendo aquí, en Whitechapel, la señora Bascombe?»

—Nuestro loro.

«Un loro.»

—Le hemos enseñado a dar la alarma y avisar del cese de alerta —dijo con orgullo Alf.

—¿Tenéis un loro capaz de imitar una alerta de incursión aérea? —exclamó furiosa Eileen, pensando: «Claro que sí. Son los Hodbin.»

Binnie le había hecho imitar la alarma al animal, la había llevado escaleras abajo en una fingida huida y se había escondido detrás del edificio, donde seguramente seguía riéndose a mandíbula batiente.

—La Señora Bascombe imita las sirenas a la perfección —le estaba diciendo Alf—, sobre todo las de las bombas de alto impacto. Asustó tanto a la señora Rowe que se cayó por las escaleras. ¡Tú la has confundido con una sirena de verdad! —dijo, señalándola con el dedo y partiéndose de risa—. ¡Qué broma tan buena! ¡Tendrías que haber visto la cara que ponías! ¡Ya verás cuando se lo cuente a Binnie! —Echó a correr, pero de algo le habían servido a Eileen los nueve meses que había convivido con ellos. No se iría sin el mapa. Agarró a Alf por el cuello de la camisa y no lo soltó a pesar de lo mucho que forcejeaba.

—Deja de luchar y quédate quieto —le dijo—. Quiero hablar contigo. ¿Sigues teniendo el mapa que te dio el pastor?

—Sí. ¿Por qué?

—Necesito que me lo prestes.

—¿Para qué? —preguntó el niño, entornando de nuevo los ojos—. No serás una quintacolumnista, ¿verdad?

—Claro que no. Lo necesito para consultar una cosa. Si me lo prestas, te daré un libro.

Alf resopló.

—¿Un libro?

—Sí —repuso ella. No sabía si soltarlo el tiempo suficiente para sacarlo del bolso—. Acerca de cortarle la cabeza a la gente.

Aquello despertó de inmediato el interés del chico.

—¿A quién?

—A Ana Bolena. A Tomás Moro, a lady Jane Grey… —Sacó el libro.

—¿Tiene dibujos? —le preguntó Alf. Y cuando ella asintió, añadió—: ¿Puedo verlos?

—No hasta que no me hayas dado el mapa.

Él se lo pensó.

—No —dijo por fin—. ¿Y si pasa un Messerschmitt? ¿Cómo voy a apuntarlo si no lo tengo…?

—Solo lo necesito uno o dos días. Cuando les habían cortado la cabeza, la clavaban en una pica en el Puente de Londres.

Se le iluminó la cara.

—¿Hay dibujos de eso?

—Sí —mintió ella.

—Está bien, pero tendrás que pagarme cinco libras esterlinas.

—¿Cinco libras esterlinas? ¿Sabes cuánto dinero es eso? No estoy dispuesta…

Alf se encogió de hombros y le dijo:

—Como quieras.

«Está bien», pensó Eileen.

—¿De dónde sacasteis el loro, Alf? —le preguntó—. Lo robasteis, ¿verdad?

—¡No! —dijo el niño, ofendido—. Eso jamás. Lo encontramos entre los escombros. Hay toda clase de cosas entre los escombros.

—Eso es saqueo —dijo Eileen—, y el saqueo es un delito.

—¡Yo no he saqueado! —protestó Alf, metiéndose defensivamente las manos en los bolsillos—. ¿Cómo puedo saquear si la gente que lo tenía está muerta?

Era un buen argumento, pero Eileen necesitaba el mapa y acababan de acortarle la vida diez años por culpa de ese loro.

—Sigue siendo saqueo, a ojos de la ley.

—La Señora Bascombe se hubiera muerto si no la hubiéramos encontrado. La rescatamos.

—Puede que sí, pero aun así tendré que llamar al comisario y contarle que tenéis un loro robado en vuestra habitación.

Alf se puso mortalmente pálido.

—¡Espera! ¡No lo hagas! —le rogó—. Te presto el mapa.

—Gracias —empezó a decir ella, y entonces el niño se zafó repentinamente, le arrebató el libro de las manos y se marchó a la carrera entre los cascotes.

—¡Alf, vuelve ahora mismo! —le gritó Eileen, pero ya había desaparecido y, con él, se había esfumado la esperanza de conseguir el mapa.

No le quedaba otra que admitir que había fracasado, volver a Charing Cross e intentar encontrar un mapa en una guía de viajes. Así que empezó a caminar hacia Mile End Road. ¡Ojalá el viaje de vuelta no fuera tan…!

—¡Eileen! —la llamó Alf, corriendo hacia a ella. Binnie iba pisándole los talones—. Se suponía que tenías que esperarme —le dijo, acusándola, y le entregó el mapa.

—No hace falta que se lo devuelvas —le dijo Binnie—. Puedes quedártelo. Alf ya no registra la presencia de aviones. Ahora recoge metralla.

—Y UXB —dijo Alf.

«Claro», pensó Eileen.

—Así que no tienes por qué volver —concluyó Binnie.

Eileen no tenía que preocuparse de que la siguieran hasta casa de la señora Rickett. Al contrario: estaban impacientes por deshacerse de ella. ¿Por qué? ¿En qué andaban metidos? Alf se había puesto pálido cuando había dicho que llamaría al comisario. ¿Habría recogido una UXB y se la habría llevado a casa? Aunque seguro que ni siquiera la señora Hodbin les habría permitido…

—¿No deberías irte? —le preguntó Binnie—. Se hace tarde.

Tenía razón y, estuvieran haciendo lo que estuvieran haciendo, ya no era responsabilidad suya.

—Sí. Gracias por el mapa, Alf. Adiós, Binnie.

—Dolores.

«Casi os echaré de menos —pensó Eileen—. Solo casi.»

—Adiós, Dolores. —Sacó la revista del bolso y se la dio—. Toma.

Binnie se la pegó al pecho y se fue corriendo, como si temiera que Eileen cambiara de opinión y se la quitara.

Alf seguía allí de pie.

—Está bien —le dijo Eileen—. Sé que necesitas el mapa para apuntar aviones. Te lo devolveré.

—No hace falta si no quieres. Como ha dicho Binnie, no lo necesito.

Estaba más que claro que no la querían cerca.

—Te lo mandaré por correo —sugirió.

—Eso estaría mucho mejor —dijo él, aliviado, pero siguió sin moverse—. No se lo contarás al comisario, ¿verdad?

—No si me prometes que te mantendrás alejado de los escombros —le dijo ella, aunque sin esperanza alguna de que le hiciera caso—, y que no recogerás más UXB.

—Solo cojo las pequeñas.

—Nada de bombas —se mantuvo firme Eileen.

—Puedo seguir recogiendo metralla, ¿verdad?

—Sí —repuso ella—, pero no sigas observando los bombardeos. Quiero que me prometas que tanto tú como Binnie iréis a un refugio en cuanto empiecen a sonar las sirenas.

Increíblemente, el niño asintió.

—¿Quieres que te enseñe dónde tomar el bus?

—No, no hace falta. Conozco el camino de vuelta. —«Está en algún punto de este mapa», y tuvo que reprimir el impulso de desplegarlo y buscar el nombre del aeródromo por todas partes. Sin embargo, se le hacía tarde. Tendría que esperar y buscarlo en el autobús.

Lleno hasta los topes, diez minutos después de que se subiera a él, el autobús pisó un trozo de metralla que Alf no había recogido y pinchó, así que Eileen tuvo que recorrer andando varias calles para coger otro autobús incluso más abarrotado que el primero. Tuvo que ir de pie todo el trayecto, agarrada a una barra. Había tantas barricadas y el vehículo tuvo que dar tantos rodeos que, cuando llegó a Bank Station, era tan tarde que tuvo miedo de ir a Townsend Brothers y que Polly se hubiera marchado ya. Así que fue a casa de la señora Rickett directamente y subió a la habitación de ambas. Se sentó en la cama y desplegó el mapa. Estaba muy arrugado y roto por las dobleces. Además, faltaba el pliegue con el índice de topónimos. Tendría que localizar el lugar sobre el propio mapa. Alf había marcado cruces y fechas en la mitad inferior que ocultaban los nombres de debajo. Por suerte, lo había hecho a lápiz y podría borrarlas; ojalá que al hacerlo no se borrara también lo que tapaban. Esperaba que el niño no hubiera anotado un Messerschmitt encima del aeródromo de Gerald o que este no estuviera en una de las dobleces rasgadas. Polly y Mike creían que el aeródromo estaba cerca de Oxford, así que empezó a buscar en el trozo situado entre su posición y Oxford, inclinada encima de la diminuta letra de imprenta, intentando dar con las poblaciones que empezaban por «B»: Boxbourne, Bishop’s Stortford, Banbury…

Alguien llamó tímidamente a la puerta. La abrió apenas, como había hecho Binnie. Era la señorita Laburnum.

—Vamos a cenar —le dijo—. ¿Viene usted?

—No. Polly todavía no ha llegado —repuso Eileen—. La estoy esperando.

—Sabia decisión —refunfuñó el señor Dorming, que pasaba por el pasillo—. Hoy hay tripas hervidas.

«Tripas hervidas —pensó Eileen—. Tengo que encontrar sin falta ese nombre.» Volvió a inclinarse sobre el mapa. No había ningún sitio por el que pasara la vía de tren entre Oxford y Londres, lo que significaba que tenía que estar más al este. Baldock… Leighton Buzzard… Buckingham…

¡Ahí estaba! «Sabía que lo reconocería en cuanto lo viera.» Y estaba en lo cierto: era un nombre compuesto. ¿Por qué no volvía Polly? Se asomó al pasillo para echar un vistazo a las escaleras. La asaltó un olor asqueroso de carne podrida y neceser mohoso. Se tapó la nariz y la boca con la mano y volvió a entrar en la habitación.

Al cabo de un momento entró Polly, jadeando.

—¿Qué es esa peste? ¿Hitler ha empezado a usar gas mostaza?

—Son tripas hervidas —dijo Eileen—, pero da igual.

—¿Cómo puedes decir que da igual? —se indignó Polly, desabrochándose el abrigo—. Tenemos que comernos esa porquería.

—No, no tenemos que hacerlo —dijo Eileen—. Volvemos a casa. Sé dónde está Gerald.

Polly se quedó petrificada en el gesto de quitarse el abrigo.

—Has encontrado un mapa.

—Sí. Alf Hodbin me lo ha dado.

—¿No decías que los Hodbin eran horribles? No lo son. Son maravillosos. ¡Oh, Alf, preciosa criatura!

—Yo no diría tanto —le aconsejó Eileen—. Él y su hermana tienen un loro al que han enseñado a imitar las sirenas de alarma. Pero da igual. He encontrado el aeródromo. —Cogió el mapa y se lo plantó delante de las narices a Polly para que lo viera—: Está en Bletchley Park.