¿Y en un futuro, qué vendrá?… ¿El cohete bomba? ¿Explosiones más destructivas todavía?
WINSTON CHURCHILL,
6 de julio de 1944
Golders Green, julio de 1944
Tenían el puente justo enfrente y Mary no veía ningún desvío.
«He salido de Guatemala para caer en Guatepeor», pensó.
El puente estaba a menos de cien metros del polvorín. Si era el mismo que había destruido el V-1, volarían en pedazos. Miró la hora: la 1.07. A su lado, en el asiento de la ambulancia, Stephen Lang seguía hablando de la inefectividad de las defensas anticohetes de Inglaterra.
—El único modo de detenerlos es impedir que los lancen. Podrías ir un poco más despacio, ¿no? Nos vamos a matar.
«No si consigo que crucemos ese puente antes de la 1.08», pensó, apretando el acelerador a fondo.
Lo cruzó una bala, preparada para la explosión, intentando calcular cuánto debían alejarse para que no los alcanzara la deflagración.
—Esa reunión tampoco es tan importante —protestó Stephen.
—Tengo órdenes de hacer lo posible para que llegues a tiempo —le respondió, sin aflojar un ápice.
Ahí estaba la carretera por la que había ido a Hendon.
«Gracias a Dios.» Giró hacia el sur y, una vez fuera del radio de alcance de la explosión, aflojó la marcha.
—¿Estás diciéndome que la única manera de detener los cohetes es impedir que los lancen? —le preguntó.
—Sí. Por eso debería estar pilotando un bombardero en Francia en lugar de aquí… No es que me queje; al fin y al cabo, así tendré ocasión de estar contigo de nuevo —dijo, y sonrió con aquella sonrisa torcida suya de rompecorazones—. ¿Dónde estuviste antes?
—¿Antes?
—Antes de estar en Dulwich. Intento recordar dónde nos conocimos.
—¡Ah! En Oxford.
—En Oxford —repitió él, frunciendo el ceño como si realmente intentara hacer memoria.
«¡Oh, no!» Ella había dado por supuesto que solo flirteaba. La frase «¿No nos conocemos?» había sido un modo de entablar conversación tan frecuente durante la guerra como «Me embarco mañana.» Sin embargo, cabía la posibilidad de que se hubieran visto. Aquello, después de todo, era un viaje en el tiempo. Tal vez lo había conocido en una misión posterior. Si era así, sería un problema de primer orden, sobre todo porque habría estado usando otro nombre. Y si la había visto en algún sitio que no encajaba con la historia que les había contado a las FANY y a la mayor y se lo decía a Talbot…
«Tengo que desviar la conversación antes de que se acuerde de dónde me conoció», se dijo.
—¿Qué pilotas? —le preguntó—. ¿Hurricanes?
—Spitfires —dijo él, y se pasó el resto del trayecto hasta Londres regalándole los oídos con anécdotas acerca de sus vuelos. Luego, cuando ya entraban en la ciudad, le pregunto—: ¿Dónde estabas antes de Oxford?
—Preparándome. ¿Estuviste en la batalla de Inglaterra?
—Sí, hasta que me derribaron. Nunca has estado destinada en un puesto cercano a Biggin Hill, ¿verdad?
—No —negó, categórica—. Estoy bastante segura de que no nos habíamos visto nunca. Sin duda me acordaría de alguien tan atrevido como tú.
—Tienes razón —dijo él—. Y yo no podría haberme olvidado de una mujer tan guapa como tú. —Apoyó el brazo en el respaldo del asiento, se volvió a mirarla y se le acercó más—. A lo mejor esto es un déjà-vu.
—O a lo mejor has flirteado con tantas chicas que las confundes unas con otras. Eso te pasa por tener una mujer en cada puerto.
—¿En cada puerto? Estoy en la RAF, no en la Marina.
—Una mujer en cada hangar, entonces. Dime, ¿eso de «destinados a estar juntos para siempre» te funciona con las otras?
Él sonrió torcidamente.
—De hecho, sí. —Luego puso cara de desconcierto—. ¿Por qué no me funciona contigo?
«Porque soy cien años más vieja que tú —pensó ella—. Habías muerto antes de que yo naciera.» Se arrepintió de inmediato de haberlo pensado. Era piloto. Era muy posible que muriera antes de que acabara la guerra, incluso antes de que llegaran a Whitehall. Aquel día en Londres había habido once ataques con V-1 entre las dos y las seis.
—¿En qué parte de Whitehall tienes la reunión? —le preguntó.
—En el Ministerio de Salud —repuso con sarcasmo—. En St. Charles Street. Ve por Tottenham Court Road. Es más rápido.
Y había caído un V-1 a la 1.52.
—Gira a la izquierda por esta —le ordenó él. Cuando ella torció a la derecha, le dijo—: No, a la izquierda.
—Perdón —se excusó, alejándose de Tottenham Court Road—. Ha sido cosa del destino.
—Eso ha sido un golpe bajo —se quejó él—. Isolda jamás le habría dicho algo parecido a Tristán.
—Lo siento… —Dobló por Charing Cross Road.
—¿Por qué eres completamente inmune a mis encantos? ¡Oh, no! ¡No me digas que tienes novio!
Ojalá. Habría sido el modo más sencillo de acabar con aquella insensatez, pero podía crearle complicaciones si Talbot volvía a hacerle de chófer.
Cabeceó.
—¿Le has hecho una promesa a alguien? —insistió él—. ¿Te prometieron al nacer?
—No —contestó ella, riendo, que era lo peor que podría haber hecho, porque a partir de aquel momento no iba a tomarse en serio sus protestas. Sin embargo, la determinación y el espíritu indomable de aquel chico la desarmaban. Menos mal que ya habían llegado—. Aquí es —dijo, deteniéndose frente al Ministerio de Salud.
—Justo a tiempo —comentó él, consultando el reloj de pulsera—. Eres maravillosa, Isolda. —Se apeó del Daimler y luego asomó la cabeza al interior—. No tengo ni idea de lo que va a durar esto, puede que una o dos horas, pero en cuanto salga te llevaré a tomar un té y luego iremos a la iglesia más cercana para las amonestaciones.
—No puedo. Esas parihuelas, ¿recuerdas?
—Al cuerno las parihuelas. Es el destino. —Le dedicó su característica sonrisa y se marchó hacia el edificio.
En ese momento fue ella la que tuvo una repentina sensación de déjà-vu; le pareció que efectivamente se conocían de antes. Eso echaba por tierra la idea de que se hubieran conocido en el futuro. No habría podido recordar algo que todavía no había sucedido. Tenía que haberlo conocido allí, en aquella misión. ¿Era posible que se hubieran visto mientras ella viajaba hacia Dulwich, en la estación de tren, cuando intentaba comprar el billete? O quizás en Portsmouth. No. No habría olvidado aquella belleza desenfada ni la sonrisa torcida. También era posible que le resultara familiar porque le recordaba a otra persona. ¿A quién? ¿A alguien de Oxford? ¿A alguien de una misión anterior? Cerró fuertemente los párpados, esforzándose por recordar, pero fue incapaz de situarlo. Quizás aquella sensación de déjà-vu se debiera a que Stephen había sugerido que ya se conocían.
Se rindió y cogió el mapa para localizar las coordenadas del punto de impacto de los V-1 que habían caído entre las dos y las cinco para poder trazar una ruta de regreso a Hendon evitándolos. Si el oficial de vuelo Lang salía a las cuatro y no tardaban mucho en recoger las parihuelas de Edgware, podrían volver por donde habían venido, aunque rodeando Maida Vale y pasando por Kilburn.
A las cuatro Lang no había vuelto, ni a las cuatro y media, ni a las cinco tampoco. Evidentemente, el oficial había calculado mal la duración de la reunión. Hizo mentalmente una lista de los V-1 caídos entre las cinco y las seis… no, mejor hasta las siete… y rehízo la ruta de regreso a Hendon y, desde allí, a su puesto, un tramo mucho más largo y complicado. Esperaba poder seguirla. Si Lang no volvía pronto, se vería obligada a conducir de noche, en la oscuridad. Con el apagón.
Por fin, a las seis y cuarto, Lang salió de Whitehall, furioso.
—¿Sabes lo que han dicho esos insensatos?: «Los de la RAF tenéis que idear tácticas defensivas más efectivas contra los cohetes.» —Echando humo por las orejas, se subió al coche y cerró de un portazo.
Ella puso el motor en marcha y se incorporó al tráfico.
—¿Qué sugieren exactamente? —prosiguió él, furibundo—. No hay piloto al que disparar ni modo alguno de desactivar el cohete en ningún punto de su trayectoria. Ya lo lanzan armado.
Ella iba asintiendo ausente de vez en cuando, concentrada en salir de Londres y tomar por la carretera de Hendon. Al menos Lang se había olvidado del tema de si se habían conocido en alguna parte.
—Y si los derribamos —prosiguió él su perorata—, no tendremos ningún control sobre el punto de impacto. Es posible que acaben matando a más gente de la que habría muerto si los hubiéramos dejado seguir hasta su objetivo. Pero ¿he conseguido que lo entiendan? No.
Ella condujo mientras anochecía, pisando a fondo el acelerador, deseosa de llegar a la carretera de Edgware mientras todavía pudiera distinguir los puntos de referencia. Entretanto, él seguía quejándose de que los generales no sabían nada de cohetes ni de aviones.
—Exigen saber por qué la RAF no inventa un método para que los cohetes impacten en un bosque o en un prado en lugar de hacerlo en una zona poblada —le dijo, indignado—. Pero en tierras de pastoreo no, eso no. ¡La explosión podría molestar a las vacas!
Eran las siete y media cuando por fin llegaron al desvío de Hendon. Cuando hubiera dejado a Lang, ido a Edgware y pedido las parihuelas en el puesto de ambulancias, casi seguro que sería noche cerrada.
—No imaginas qué maravillosas sugerencias tenían —dijo Stephen—. Un general ha propuesto que usáramos redes y otro carcamal (no me sorprendería que hubiera dirigido la carga de la Brigada Ligera) ha preguntado por qué no atamos una cuerda alrededor del morro del cohete, como si atáramos con lazo una yegua, y los mandamos de vuelta a Francia. Una sugerencia brillante. ¿Por qué, Dios mío, no se me habrá ocurrido a mí?
»Lo siento —se disculpó—. No quiero hacerte pagar los platos rotos, aunque estemos destinados a pasar juntos el resto de nuestra vida. Supongo que no se te habrá ocurrido dónde podríamos casarnos mientras estaba ahí dentro con esa pandilla de descerebrados, ¿verdad?
—Sí —dijo ella—. He decidido que no deberíamos hacerlo, que los compromisos en tiempo de guerra son una mala idea. Especialmente si vas a estar cazando con lazo bombas voladoras.
—Bueno, entonces sencillamente tendré que pensar en algo mejor. Entretanto, te llevaré a tomar el té… —De pronto pareció darse cuenta de dónde estaban—. Todavía no hemos salido de Londres, ¿verdad? Quiero llevarte a tomar el té en el Savoy por la paciencia que has tenido. ¿Dónde estamos, exactamente?
—En casa. —Aparcó delante de la puerta del aeródromo.
—Espera —le dijo Lang mientras ella detenía el Daimler—. No puedes irte aún. —Intentó cogerle la mano y ella evitó que lo hiciera cogiendo el formulario de transporte.
—¿Tienes una pluma? —le preguntó con fingida inocencia—. ¡Oh, da igual! Yo tengo una.
Él hizo otra intentona.
—No puedes marcharte todavía. Acabamos de conocernos.
—Olvidas que ya nos conocíamos —bromeó ella, cumplimentando el formulario—. No olvides tus estrategias para ligar, oficial de vuelo Lang.
—No lo hago —respondió él a regañadientes—. Sólo porque haya fracasado en el apartado romántico no tienes por qué morirte de hambre. Llevas todo el día sin probar bocado, gracias a mí. Mira, hay un pequeño pub a un par de kilómetros de aquí.
Ella negó con la cabeza.
—Tengo que ir a Edgware a buscar las parihuelas, ¿recuerdas?
—Te acompaño. Te ayudaré a cargarlas y luego vamos a cenar e intentamos acordarnos de dónde nos habíamos conocido.
Aquello era lo último que necesitaba.
—No, tengo que volver. Mi oficial de mando es tremendamente estricta. —Le entregó el formulario para que lo firmara—. Lo siento —le sonrió—. Es el destino.
—Está bien. Tú ganas, Isolda. —Firmó y se apeó del Daimler, pero volvió a asomarse—. Pero solo ha sido el primer asalto. Tengo toda clase de técnicas que todavía no he probado contigo y te aseguro que no serás capaz de resistirte a ellas: aunque debo admitir que tienes unas defensas más sólidas que ninguna chica que haya conocido. A lo mejor podríamos usarlas para detener los V-1. Podrías desviarlos con un giro de muñeca o una palabra oportuna… —Calló, mirándola como si no la viera, como si hubiera recordado algo de repente.
«Por favor que no sea dónde nos conocimos», pensó ella.
—De verdad que tengo que irme —le dijo precipitadamente.
—¿Qué?
—Las parihuelas.
—¡Oh, vale! —dijo él, volviendo a la realidad—. Adiós, Isolda, pero no creas que no volverás a verme. Nuestro destino es reencontrarnos muy pronto. Muy, muy pronto. No me sorprendería que mañana necesite que me lleven otra vez en coche.
—Mañana estaré de servicio y tú estarás cazando V-1 con lazo, ¿recuerdas?
—Tienes razón. —La atravesó de nuevo con aquella extraña mirada.
Ella aprovechó para despedirse, cerró la puerta y se marchó rápidamente.
—¡Nadie escapa a su destino alejándose de él! —le gritó él—. Estamos destinados a estar juntos, Isolda. Es el destino.
«Tengo que asegurarme de estar de servicio o lejos del puesto al menos unos cuantos días —pensó, doblando hacia Edgware—. Así se olvidará por completo de intentar recordar dónde me conoció y llamará Isolda a otra.»
Tendría que haber encontrado el modo de escapar de él antes. Cuando localizó el puesto de ambulancias de Edgware y consiguió que le dieran unas parihuelas de lona, no solo había oscurecido sino que eran más de las ocho. Se encontraba en territorio desconocido, los faros cubiertos apenas daban luz y, si se perdía y tomaba por la carretera equivocada, podría volar por los aires. Aunque tampoco podía ir como una tortuga. En Dulwich habían caído tres V-1 aquella noche. Harían falta todas las ambulancias, y la ruta que había trazado solo le valía hasta las doce. Con el apagón, además, no tenía modo de consultar el mapa.
«A medianoche tengo que estar de vuelta. —Se inclinó hacia delante, sujetando el volante con ambas manos, esforzándose por ver el pedacito de carretera que iluminaban los faros—. Como Cenicienta.»
No habría tenido luz suficiente para ver los carteles de señalización en caso de haberlos habido. «La amenaza de la invasión ha pasado —pensó, molesta—. No hay razón para que no hayan vuelto a poner los postes de señalización.» Pero no lo habían hecho y, en consecuencia, giró en dos ocasiones por donde no debía y pasaron diez angustiosos minutos hasta que logró rectificar. Eran las doce y media cuando llegó a Dulwich. El garaje estaba vacío.
«Ya han salido por el V-1 que cayó a las doce y veinte. Bien, eso significa que puedo tomarme un té antes de que caiga el siguiente.»
Pero, nada más llegar, Fairchild y Maitland pasaron a su lado.
—Un V-1 en Herne Hill, De Havilland —dijo la primera—. Vámonos.
—Ha habido tres en las últimas dos horas —dijo Maitland—, y no pueden con todo.
Durante el resto de la noche, Mary trepó por las ruinas y vendó heridas y cargó y descargó camillas. No volvieron a casa hasta las ocho de la mañana.
—He oído que hiciste mi trabajo, Triumph —dijo Talbot cuando entró—. ¿Quién fue? Espero que no fuera el Pulpo.
—¿El Pulpo?
—El general Oswald. Tiene ocho manos y ninguna quieta. —Talbot se estremeció—. Además es rapidísimo, a pesar de ser un viejo que parece un sapo gordo.
—No —repuso Mary, riendo—. El mío era joven y muy bien parecido. Se llama Lang. Oficial de vuelo Lang.
—¡Oh, Stephen! —Talbot asintió—. ¿Te convenció de que ya te tenía vista de alguna parte?
—Lo intentó.
—Se lo dice a todas las FANY que lo llevan en coche —dijo Talbot, lo que habría sido un alivio de no haber estado barajando ella la posibilidad de verlo en su próxima misión—. Yo no me haría ilusiones. Está claro que no le interesa comprometerse en tiempos de guerra.
—Bien —dijo Mary—. A mí tampoco. Si llama pidiendo que lo lleven, podrías…
—Intentaré que la mayor mande a Parrish.
—¡Gracias! Talbot, quiero disculparme otra vez por haberte derribado al suelo. ¡Lo siento tanto!
—No fue nada, Triumph —dijo Talbot, que, al día siguiente, entró en la sala comunitaria con sus muletas y le dio un beso en la mejilla.
—¿A qué ha viene eso? —preguntó Mary.
—A esto —dijo Talbot, agitando una carta delante de su cara—. Ha llegado al puesto esta mañana. Escucha: «Me he enterado de tu accidente. Ponte bien muy pronto para que podamos ir a bailar. Firmado, sargento Wally Wakowsky» —leyó—. Venía en un paquete, ¡con un par de medias de nailon! ¡Qué me derribaras fue un regalo del cielo, De Havilland! En cuanto se me cure la rodilla haré uno… no, dos de tus turnos.
A lo largo de la semana siguiente, sin embargo, los alemanes incrementaron el número de lanzamientos. Llovían casi doscientos cincuenta V-1 cada veinticuatro horas y todas, incluida Talbot, tenían doble turno.
Si Stephen hubiera llamado con el pretexto de que necesitaba una conductora, no habría habido ninguna disponible ni tampoco ningún vehículo que mandarle. Mary y Fairchild condujeron el Rolls en tres incidentes y la mayor se pasó casi todo el tiempo al teléfono intentando que el cuartel general les asignara a otra conductora u otra ambulancia.
Pero a la semana siguiente el número de V-1 disminuyó repentinamente. Mary se preguntaba si los alemanes por fin habían empezado a creerse la información falsa que Inteligencia les había estado suministrando y estaban recalibrando los lanzamientos para mandar los V-1 a las praderas de Kent. O tal vez Stephen había encontrado el modo de derribarlos. Fuera lo que fuera, las chicas del puesto de ambulancias pudieron volver a los turnos regulares y asistir a los bailes.
Parrish, Maitland y Reed arrastraron a Mary a uno en Walworth. Desde que sabía qué ruido hacían los V-1 porque había oído uno durante un trayecto a St. Francis, y puesto que no impactaría ninguno en un radio de treinta kilómetros de Walworth el día del baile, le pareció que podía arriesgarse.
Fue una equivocación. Conoció a un soldado de infantería estadounidense que utilizaba la misma estrategia de «¿no nos conocemos?» de Stephen Lang, sin un ápice de su encanto y que bailaba de pena. Volvió a casa cojeando tanto como Talbot. El chico la estuvo llamando todos los días durante una semana y, el jueves, cuando volvió con Fairchild del segundo incidente del día, con un saldo de un muerto y cinco heridos, Parrish la abordó al entrar desde el garaje.
—Kent, hay alguien que quiere verte en sala comunitaria.
—¿Un americano? —le preguntó.
—No lo sé. Solo te transmito un mensaje de Maitland.
—Espero que no sea ese soldado que baila como un pato.
—¿Quieres que vaya a rescatarte? —se ofreció Fairchild.
—Sí. Espera cinco minutos y luego ven a decirme que me necesitan en el hospital.
—Vale. Venga, dame la gorra.
Se la entregó y fue por el pasillo hasta la sala comunitaria. Abrió la puerta. Maitland estaba sentada en el brazo del sofá balanceando las piernas y sonriendo seductora a un joven alto con el uniforme de la RAF. No era el soldado americano de infantería. Era Stephen Lang.
—Isolda —dijo, sonriéndole torcidamente—. Volvemos a vernos.
—¿Qué haces aquí? ¿Necesitas que te lleven?
—No, he venido a darte las gracias.
—¿A darme las gracias?
—Sí, en nombre del pueblo de Inglaterra. Y a decirte que por fin me he acordado.
—¿Acordado?
—Sí. Te dije que nos conocíamos. Por fin he recordado de dónde.