Siempre me habías dicho que te llamabas Ernesto…

Siempre me habías dicho que te llamabas Ernesto. Te he presentado a todo el mundo como Ernesto… Eres la persona con más pinta de llamarse Ernesto que he visto en la vida. Es completamente absurdo que ahora digas que no te llamas Ernesto.

OSCAR WILDE,

La importancia de llamarse Ernesto

Kent, abril de 1944

Después de que Cess le formulara la pregunta, Moncrieff redujo la velocidad y Prism se volvió a mirarlo.

—Bien, ¿eres o no un espía, Ernest? —volvió a insistir Cess.

—Sí, Worthing —dijo Prism, mirándolos desde el asiento delantero del vehículo—. ¿Eres un espía alemán?

—Si lo fuera —repuso Ernest con fingida ligereza—, estaría trabajando de nuestro lado, como todos los espías alemanes.

—Como todos los que hemos descubierto —puntualizó Moncrieff, sin apartar los ojos de la carretera—. Evidentemente, lady Bracknell cree que hay algunos a los que no hemos pillado, de ahí el memorando.

—¿Así que Bracknell cree que uno de nosotros es un espía? —le preguntó Cess.

—No, claro que no —dijo Prism—, pero corren tiempos peligrosos. Si los alemanes se enteraran de que el Primer Cuerpo de Ejército estadounidense es un engaño y que la invasión será en Normandía y no en Calais…

—Sssh. —Cess se llevó un dedo a los labios. Por lo que sabemos, Moncrieff aquí presente está mandando mensajes secretos al enemigo. O tú, Worthing. No paras de escribir a máquina cartas al director. ¿Cómo sabemos si alguna no contiene un código secreto?

«Tengo que hacerlos cambiar de tema», pensó Ernest.

—Creo que el toro es tu hombre —dijo—. Era igualito que Heinrich Himmler. ¿Eso de ahí es Mofford House?

—¿Dónde? —preguntó Cess—. No veo nada.

—Ahí, detrás de los árboles —dijo Ernest, señalando hacia un punto cualquiera, y los tres se pasaron un cuarto de hora intentando ver lo inexistente, pasado el cual Cess distinguió una torreta y las puertas.

—Y digo yo que no hay hospital sin enfermeras —comentó Cess mientras las cruzaban—. ¿Habrá unas cuantas?

—Sí —repuso Moncrieff—. Gwendolyn lo ha arreglado.

—¿Serán las mismas chicas que nos ayudaron en la inauguración de la refinería de petróleo? ¿Las de ENSA? —quiso saber Cess.

—No —contestó Moncrieff—. Esas son auténticas. Gwendolyn las ha sacado del mismo hospital que nos presta las camas.

Ernest alzó la cabeza, súbitamente atento.

—¿El hospital de Dover?

—Sí, y no os hagáis ilusiones. Nada de flirtear con ellas. Habrá toda clase de autoridades y de mandos. No quiero problemas.

«Ni yo», pensó Ernest que, en cuanto se detuvieron delante la mansión, agarró el pijama, la bata y las cajas de vendas y se fue hacia la casa. Resultaba obvio el motivo por el cual habían elegido Mofford House. Tenía un foso y una torre con torretas muy característica, que los alemanes reconocerían aunque su artículo periodístico dijera solo: «Una mansión inglesa, cuyo nombre no puedo revelar por motivos de seguridad, ha sido convertida en hospital militar.»

Cojeó rápidamente por el puente levadizo, con la esperanza de no toparse en la puerta del que desde ese mismo día se suponía que era un hospital, con un mayordomo deseoso de saber dónde iba.

No se topó con ninguno: solo con dos soldados que intentaban hacer entrar por la puerta una cama de hospital. Al otro lado de ellos distinguió el vestíbulo de entrada y, a un lado, la habitación que serviría como sala hospitalaria aquel día, dentro de la cual había un grupo de hombres mayores con uniforme de oficial y varias enfermeras de blanco.

Esquivó la cama y, procurando que no lo vieran, continuó por un pasillo hasta la habitación desocupada más cercana, que resultó ser el comedor. Cerró la puerta, la trabó con una silla y, mirándose en el espejo del aparador, empezó a vendarse la cabeza. Salió al cabo de diez minutos en pijama, con bata, pantuflas y tanto la cabeza como ambas manos vendadas.

—¿Dónde estabas? —le preguntó Prism—. ¿Y qué haces con esa pinta? Pareces una momia egipcia.

Ernest lo empujó a un lado.

—Has dicho que sacarán fotos, y la mía salió en los periódicos cuando inauguramos Camp Omaha. Si los alemanes me ven en más de una fotografía se olerán el fraude.

—Tienes razón. Bien pensado. ¿Salía Cess en esa foto?

—No estaba allí, sino con las lanchas de desembarco de pega.

—Bien, entonces él puede ser el del pie fracturado. Ayuda a entrar las sillas de ruedas.

Ernest lo hizo y luego trasladó dos óleos, tres acuarelas y un antiguo escritorio al piso de arriba para lady Mofford; hizo camas, vendó a otros supuestos pacientes y ayudó a disponer el té en la biblioteca. También había bocadillos. Se comió dos, se metió cuatro más para Cess bajo las vendas de las manos y fue a buscarlo.

—Pareces Boris Karloff en La momia —le dijo Cess—. Y no intentes convencerme de que te has disfrazado así para que no te reconozcan en la foto. Sé tus verdaderos motivos.

—¿Ah, sí? —le preguntó Ernest con cautela.

—Sí. No quieres pasarte toda la tarde soportando el picor de la escayola.

—Tienes razón. Puedes quedarte con mi silla de ruedas y yo usaré las muletas —le ofreció.

Se arrepintió de inmediato. Las muletas se le clavaban en las axilas, la tarde era bochornosa y sudaba con los vendajes. Además, la reina llegó tres cuartos de hora tarde.

—Es de la realeza —le dijo Moncrieff cuando se quejó de ello—. Puede tenernos esperando cuanto le plazca. ¿Por qué no aprovechas el tiempo para escribir esos artículos que decías que tenías que entregar?

—No puedo. —Le enseñó las manos vendadas.

—Eso no es culpa mía. Has sido tú quien ha decidido presentarse como el fantasma del rey Tutankamón. No entiendo por qué te ha parecido necesario usar tanto vendaje.

«Ni yo», pensó Ernest. Sobre todo porque había resultado ser una falsa alarma. El hospital de Dover no había podido ceder ninguna enfermera. Las que había eran de Ramsgate. Ya se estaba planteando si quitarse las vendas de la cara cuando llegó la reina, una mujer robusta de rostro sudoroso vestida de azul celeste, con media docena de fotógrafos de los periódicos londinenses, y empezó la farsa.

—No has llegado a decirme cómo debo dirigirme a ella —le susurró Ernest a Prism, acostado en la cama de al lado.

—No digas nada a menos que te haga una pregunta directa —le susurró Prism—. En tal caso, lo adecuado es Vuestra Majestad. Sssh, ya viene.

Podría haberle preguntado a la reina si sabía que aquello era un fraude. Era imposible adivinarlo. Habló con los «pacientes» como si realmente los hubieran herido en combate. Les preguntaba a qué unidad pertenecían y de dónde eran. Si lo sabía, era una actriz de primera. «Podría servir en Inteligencia», pensó.

Todo acabó a eso de las dos y media. La reina declinó la invitación para tomar el té y se marchó a las dos y cuarto. Los fotógrafos tomaron unas cuantas fotografías más y se fueron. Si se iban enseguida todavía llegaría a Croydon. Se lo propuso a Moncrieff.

—Está bien —repuso este—. Nos marcharemos en cuanto hayamos vuelto a cargar las camas en el camión.

—Y me haya quitado el yeso —dijo Cess.

Lo primero no fue ningún problema: a las tres el camión estaba cargado y pudo irse. Pero el yeso de Cess era harina de otro costal. Ni las tijeritas ni la sierra de arco funcionaron.

—¿No podemos quitárselo cuando hayamos vuelto al puesto? —preguntó Ernest.

Cess no entraba por la puerta del coche con el yeso, sin embargo, y un criado tuvo que quitárselo con martillo y cincel. Eran casi las siete cuando llegaron a su destino.

—¡Ojalá no tengamos que inflar tanques esta noche! —dijo Cess, y entró renqueando.

No tuvieron que hacerlo, pero Ernest tuvo que redactar la nota de prensa acerca del hospital para los periódicos londinenses y luego dictarla por teléfono, así que pasaban de las diez cuando pudo dedicarse a sus propios artículos.

Era tardísimo para ir a Croydon, pero había conseguido que Moncrieff se sintiera lo bastante culpable durante el trayecto de vuelta como para que le prometiera dejarle llevarlos en coche a Bexhill para cumplir con el plazo de entrega de la Village Gazette, lo que significaba que tendría una tarde entera para hacer lo que debía sin testigos.

Metió otra hoja en el carro de la máquina de escribir y escribió la carta que tenía pensada sobre el toro y luego un anuncio para un dentista de Hawkhurst: «Se aceptan nuevos pacientes. Especialidad en técnicas dentales americanas.»

Cess se asomó a la habitación.

—¿Sigues con eso?

—Sí, y si has venido a pedirme que vaya a hinchar un portaviones, la respuesta es no —le dijo, y siguió mecanografiando, con la esperanza de que Cess aceptara la negativa y se marchara, cosa que no hizo.

—Me parece que he quedado lisiado para siempre —dijo Cess, entrando y apoyándose en el escritorio—. Pero ha valido la pena, creo, conocer a la reina. ¿Sabes lo que me ha dicho? Me ha dado las gracias por mi valor en el frente. ¿Verdad que ha sido todo un detalle?

—Lo habría sido si realmente te hubieran herido en combate —puntualizó Ernest, sin dejar de teclear.

—Me han herido cuando intentaban quitarme el yeso del pie. Y me herí anoche en ese prado con el toro. ¿A ti qué te ha dicho?

—Me ha pedido que me fugara con ella. Ha dicho que La momia es su película preferida y me ha pedido que me escapara con ella a Gretna Green.

—Vale, no me lo cuentes —dijo Cess—. Voy a acostarme. —Se fue pero volvió a asomar la cabeza—. Ya sabes que te lo sacaré, tarde o temprano.

«No, no me lo sacarás», pensó Ernest.

Aunque Cess no habría entendido lo que significaba si se lo hubiera contado y probablemente la reina les había dicho lo mismo a centenares de soldados, sus palabras le habían calado hondo.

Esperó cinco minutos, redactando la boda ficticia de Agnes Brown, de Brixton, con el cabo William Stokowski de Topeka, Kansas, «que sirve en la actualidad en la Duodécima Novena División Acorazada», hasta estar seguro de que Cess se había ido a la cama. Luego sacó el sobre de papel Manila del último cajón del escritorio y metió el artículo que había estado escribiendo el día anterior en el carro de la máquina, aunque no siguió redactándolo. En lugar de eso, se quedó mirando fijamente las llaves, pensando en lo que la reina le había dicho: «Tanto él como yo le estamos muy agradecidos por el importante trabajo que está llevando a cabo.»