Hay seis niños evacuados en casa. Mi esposa y yo los detestamos tanto…

Hay seis niños evacuados en casa. Mi esposa y yo los detestamos tanto que hemos decidido quedárnoslos por Navidad.

Carta de 1940

Londres, noviembre de 1940

«Sé exactamente dónde conseguir un mapa —pensó Eileen, saliendo apresuradamente de Townsend Brothers y tomando por Oxford Street hacia la estación de metro para ir a Whitechapel—. Alf Hodbin tiene uno. Tiene su mapa para registrar los avistamientos de aviones. ¿Cómo no me he acordado hasta ahora?»

Podía cogérselo y localizar el aeródromo de Gerald: estaba casi segura de que reconocería el nombre en cuanto lo viera. Así Polly y Mike dejarían de mirarla como si fuera imbécil por no recordarlo. Además podrían ir a buscar a Gerald y volver a casa.

«Eso si Alf sigue teniéndolo», se dijo. Y si se lo daba. Era muy posible que se negara, sobre todo si intuía lo mucho que a ella le hacía falta. Por suerte, él y Binnie estarían en el colegio y podría conseguir que se lo diera su madre, así que no tenía por qué preocuparse de que Alf no quisiera dárselo ni de que los niños la siguieran y se enteraran de dónde vivía. Aunque eso daba igual: no estaría allí mucho tiempo.

Consultó la hora. No era más que la una. Podría llegar a Whitechapel mucho antes de la hora de salida del colegio. Sin embargo, Alf y Binnie hacían novillos a menudo en Backbury, y la señora Hodbin no era de las que se preocupan por si sus hijos faltan a clase. Así que, si estaban…

«Tendré que sobornarlos —decidió. Pero ¿con qué?—. Ya lo tengo.»

Tomó el metro hasta la Torre de Londres, donde compró un libro sobre decapitaciones en la primera tienda de recuerdos que encontró y una revista de estrellas de cine para Binnie, y luego se encaminó hacia Whitechapel… donde le fue casi imposible llegar. District Line estaba cerrada.

«Polly dijo que hoy no habría ningún bombardeo diurno», pensó Eileen intranquila, subiendo otra vez las escaleras de acceso para tomar un autobús.

Sin embargo los daños se habían debido al bombardeo de la noche anterior, unos daños que resultaban evidentes a medida que se aproximaba a Whitechapel. Había un cráter enorme en el centro de Fieldgate Street y, un poco más allá, los cascotes de un almacén bloqueaban la calle. Polly había dicho que el East End había sido muy castigado, pero Eileen no esperaba aquel grado de destrucción. No había calle en la que al menos un edificio no se hubiera derrumbado y quedado convertido en un montón de tablones y yeso. Otros habían caído de lado, sobre la vivienda contigua, en sucesión, como fichas de dominó. Eileen se alegraba de que no fuera a haber bombardeos aquel día. No sabía cómo Polly y Mike los soportaban. «Una se acostumbra —le había dicho Polly—. Otro par de semanas y ni siquiera los oirás.» Pero no era cierto. Seguía dando un respingo cada vez que oía el estallido de una bomba de alto impacto y se estremecía con el tableteo de las baterías antiaéreas. Incluso el ulular de las sirenas le daba pánico. De haber tenido que producirse una incursión aérea diurna en el East End aquel día, no estaba segura de que hubiera podido reunir el valor necesario para ir.

En teoría tenía que hacer transbordo en Commercial Street, pero como había barricadas en todas las calles, decidió que tardaría menos en recorrer a pie el kilómetro que la separaba de Gargery Lane. Ya eran casi las tres. Sin embargo, costaba avanzar incluso caminando. Calles enteras habían quedado reducidas a escombros y los edificios que seguían en pie tenían los laterales hechos trizas o la fachada derruida, de modo que el mobiliario se veía desde la calle. La mesa de la cocina de una casa seguía puesta para el desayuno en un suelo ahora inclinado, con la comida todavía en los platos. En otro edificio, una escalera subía hacia ninguna parte. Entre ambos, no quedaba nada en pie, ni siquiera el tejado de un refugio Anderson exactamente igual que aquel en el que Theodore había pasado tantas noches. Los cascotes bloqueaban la calle y, en más de una ocasión, Eileen tuvo que retroceder dando un rodeo, con lo que cada vez estaba más desorientada. Se vio obligada a preguntar la dirección varias veces, primero a un anciano que empujaba un carrito lleno de enseres y luego a una mujer de mediana edad sentada en el bordillo con la cabeza entre las manos.

—¿Gargery Lane?

—Está por allí —le dijo la mujer, indicando una hilera de edificios destrozados—, si es que todavía existe. La bombardearon anoche.

«Está claro que tendría que haberle entregado la carta a la señora Hodbin», pensó Eileen. Le remordía la conciencia. Alf y Binnie habrían estado más seguros en el torpedeado Ciudad de Benarés que en aquel lugar de desolación. Pasó corriendo por delante del esqueleto de una casa. ¿Y si Gargery Lane había ardido hasta los cimientos o quedado reducida a un montón de yeso y ladrillos? ¿Y si Alf y Binnie habían muerto por su culpa?

Milagrosamente, allí seguía la calle, prácticamente intacta. Habían tapado las ventanas con cartones, pero la hilera de casas seguía en pie y en ellas ondeaban orgullosamente algunas banderas del Reino Unido. En la fachada de madera marrón del edifico de los Hodbin había un rótulo pintado con pintura roja: «¡Miranos el tasero, Adolff!» Era sin duda obra de Alf, porque casi todas las palabras estaban mal escritas. Habían cegado las ventanas, como las del resto de hogares, con cartón, a excepción de una, que seguramente acababa de romperse, porque había cristales en la acera. La puerta estaba abierta de par en par.

«Bien», pensó Eileen. Esta vez podría esquivar a la mujer de las manos enrojecidas. Pasó por encima de los cristales rotos y se coló en el pequeño vestíbulo, en el que había una bicicleta, una bomba extintora y dos cubos, uno lleno de mondas de patata y el otro de harapos empapados, ambos con las siglas de la ARP.

La puerta de la derecha se abrió de golpe y la mujer de las manos rojas se le echó encima, blandiendo un palo de fregar.

—Creía que podría colárseme, ¿eh? —le gritó, enarbolando el palo con ambas manos por encima de la cabeza, como si fuera un hacha—. ¡No será esta vez, maldita sea!

Eileen se pegó a la pared, con un brazo alzado para protegerse.

—Soy Eileen O’Reilly. Ya estuve aquí una vez —le dijo, y la mujer bajó el palo de fregar y lo sostuvo frente a sí, como una bayoneta—. Busco a la señora Hodbin.

—Usted y el verdulero y el del bar —dijo con sorna la mujer—. Me debe cuatro semanas de alquiler y diez chelines por el cristal de la ventana del salón. Hitler ha roto la mitad de las ventanas de Inglaterra y Alf Hodbin las pocas que nos quedaban. Tiró una piedra, eso hizo, y cuando les ponga las manos encima a él y a esa hermana suya…

«Esto es como estar otra vez en Backbury», pensó Eileen. Había mantenido conversaciones como aquella con furiosos granjeros al menos una docena de veces. Sin embargo, por lo menos Alf y Binnie estaban bien y aparentemente el Blitz no los había amilanado.

—Esos dos acabarán en la horca, ya lo verá —dijo la mujer—, como Crippen y…

—¡Mamá! —llamó un niño desde el interior del piso.

—¡Cállate! —le gritó la mujer por encima del hombro—. Si los encuentra —le dijo a Eileen—, dígales que le digan a su madre que, o me paga lo que me debe o los pondré a los tres de patitas en la calle.

—¡Mamá! —volvió a llamarla el niño, esta vez con una voz más aguda.

—¡Te he dicho que te calles! —La mujer entró en tromba en el piso y cerró de un portazo.

Se oyó un bofetón seguido de unos lloros.

Eileen estaba indecisa. Era evidente que la señora Hodbin no estaba en casa, así que no tenía sentido que subiera, pero la idea de tener que volver a recorrer todo el trayecto hasta allí la indujo a intentar llamar por lo menos a su puerta… y mejor que lo hiciera antes de que reapareciera la del palo de fregar. Subió corriendo las escaleras y llamó, pero no obtuvo respuesta.

—¿Señora Hodbin? —Volvió a llamar. Silencio—. ¿Señora Hodbin? Soy la señorita O’Reilly. Traje a Alf y a Binnie de Warwickshire. —Le pareció oír un ruido dentro—. Siento molestarla pero tengo que hablar con usted de un asunto. —Más ruidos ahogados y luego un «sssh» sospechosamente igual que los de Binnie.

—¿Binnie? ¿Estás ahí? —Silencio—. Soy Eileen. Déjame entrar.

—¿Eileen? ¿Qué está haciendo aquí? —oyó susurrar a Alf, y luego otra demanda de silencio, más furiosa todavía.

—Alf, Binnie, sé que estáis ahí dentro. —Agarró el llamador y lo descargó contra la puerta—. Abrid ahora mismo.

Más voces ahogadas, como si discutieran. Luego el ruido de la cadena y la puerta se entreabrió ligeramente. Binnie sacó la cabeza por el resquicio.

—¡Hola, Eileen! —dijo, poniendo cara de inocente—. ¿Qué estás haciendo aquí?

Llevaba el mismo vestido veraniego que en el tren, con una chaqueta de punto por encima, la misma cinta para el pelo roñosa, los mismos calcetines arrugados. Por lo visto hacía varios días que no se había peinado y Eileen sintió un ramalazo de lástima por ella. Lo rechazó.

—Necesito hablar…

—No habrás venido para evacuarnos otra vez, ¿verdad? —le preguntó Binnie con suspicacia.

—No. Tengo que hablar con Alf.

—No está. Está en el cole.

—Sé que está aquí, Binnie…

—Binnie no: Dolores. Como Dolores del Río, la estrella de cine —añadió, innecesariamente.

—«Dolores» —dijo Eileen apretando los dientes—. Sé que Alf está aquí porque acabo de oír su voz. —Intentó ver la habitación por encima del hombro de la niña, pero no vio más que una cuerda para la colada con ropa no demasiado limpia.

—No, no está. Sólo estamos mamá y yo, y mamá duerme. —Entornó los ojos—. ¿Qué quieres de Alf? No está metido en ningún lío, ¿verdad?

«Probablemente», pensó Eileen.

—No —dijo en cambio—. ¿Te acuerdas del mapa que usaba tu hermano para registrar los aviones? —Lo dijo en voz bien alta para que Alf la oyera desde el interior de la casa y notó que Binnie no la hacía callar ni se preocupaba por su dormida madre.

—Alf no lo robó —dijo, inmediatamente a la defensiva—. Se lo diste tú.

—Ya lo sé. Yo…

—Es su mapa para registrar aviones —dijo Binnie, y Eileen se sorprendió de que el propio Alf no apareciera para protestar en su defensa. ¿Se escondía o había salido por la ventana? Tampoco podía ir tras él.

—Binnie… Dolores: nadie está acusando a Alf de haberlo robado.

—Entonces, ¿por qué se lo quitas?

—No se lo quito, solo quiero que me lo preste para consultar una cosa.

—¿Qué? —le preguntó la niña con suspicacia—. No serás una espía nazi, ¿verdad?

—No. Tengo que encontrar la ciudad donde vive un amigo mío porque no me acuerdo de cómo se llama el lugar.

—Entonces, ¿cómo la vas a encontrar?

Eileen conocía por propia experiencia que aquel tira y afloja podía durar el día entero.

—Te daré esto si me das el mapa —le dijo, enseñándole la revista de cine.

Binnie pareció interesada.

—¿Sale Dolores del Río?

Eileen no tenía la menor idea.

—Sí —mintió—, y muchas otras estrellas: Barbara y Claudette y…

—No sé —dijo Binnie, insegura—. Alf se pondrá furioso si se entera. ¿Y si tiene que anotar algún avistamiento?

—Si me dejas entrar, puedo consultar aquí mismo el mapa —le propuso Eileen. Sin embargo, aquello surtió el efecto contrario al esperado.

—No sé dónde está. Apuesto a que mamá lo habrá tirado —dijo Binnie, e intentó cerrar la puerta.

Eileen se apoyó en ella para impedírselo.

—Entonces despierta a tu madre y dile que estoy aquí. Se lo preguntaré a ella.

La niña parecía asustada y aquello sorprendió a Eileen.

—Tengo que irme. —Miraba por encima del hombro, intentando cerrar.

—¡Un momento! —le dijo Eileen—. ¿Os pasa algo, Binnie?

—No. Tengo que irme.

—Espera, ¿no quieres la revista? —En aquel momento, el sonido de una sirena de alarma invadió el pasillo—. ¿Qué…? —Miró aterrada hacia el techo.

Según Polly, no había habido ningún bombardeo diurno ese día y no eran más que las tres y media.

—¡Binnie! ¿Dónde está el refugio más cercano? —gritó. Sin embargo, la niña ya había metido dentro la cabeza y cerrado la puerta.