¡Con el metal se fabrican armas! No tire el tubo del lápiz de labios.
Compre recambios.
Anuncio de una revista, 1944
Bethnal Green, junio de 1944
Mary se arrojó a la cuneta con Talbot, cubriéndola a medias con su cuerpo, escuchando el repentino silencio que había sustituido el tableteo del motor.
—¿Qué demonios haces, Kent? —le preguntó Talbot, intentando salir de debajo de ella.
Mary la empujó otra vez hacia el suelo.
—¡Agacha la cabeza!
Faltaban doce segundos para que el V-1 estallara. Once… diez… nueve… «Por favor, por favor, por favor, que estemos lo bastante lejos…», rogó Mary. Siete… seis…
—¡Déjame…! —se quejó Talbot, retorciéndose—. ¿Te has vuelto loca?
Mary la empujó de nuevo.
—¡Tápate los ojos! —le ordenó, y apretó los párpados esperando la luz cegadora que acompañaría la explosión.
«Debería taparme los oídos», pensó, pero necesitaba ambas manos para inmovilizar a Talbot, que, por increíble que pareciera, seguía intentando levantarse.
—¡No te levantes! ¡Es una bomba voladora! —Mary le puso la mano en la nuca, inmovilizándola.
Dos… uno… cero…
Su cerebro, cargado de adrenalina, seguramente había contado demasiado rápido. Esperó, sin soltar a Talbot, el fogonazo y la deflagración. La otra se revolvía más que nunca.
—¿Una bomba voladora? —dijo, liberándose por fin, de gatas en la calle—. ¿Qué bomba voladora?
—La que he oído. No… —Mary intentó en vano que volviera a tumbarse—. Estallará en cualquier momento.
El petardeo recomenzó.
«No puede ser —pensó, incrédula—. Los V-1 no volvían a ponerse en marcha…»
—¿Eso es lo que has oído? —le preguntó Talbot—. No es ninguna bomba, boba. Es una moto. —Y, mientras lo decía, un soldado de infantería estadounidense dobló la esquina en una De Havilland destartalada, aceleró acercándose y se detuvo.
—¿Qué ha pasado? —les preguntó, apeándose de la moto—. ¿Están bien?
—No —dijo Talbot, disgustada. Se sentó y empezó a desempolvarse el uniforme.
—Está sangrando —dijo el motorista.
Mary miró horrorizada a Talbot. Tenía sangre en la blusa, en la boca y la barbilla.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó, y tanto ella como el estadounidense intentaron sacar un pañuelo.
—¿Qué estáis diciendo? No sangro.
—La boca —dijo el motorista, y Talbot se la tocó con cautela y luego se miró los dedos.
—Esto no es sangre. Es lápiz de labios… ¡Oh, madre mía, mi pintalabios! —Se puso a buscar frenética a su alrededor—. Acabo de comprármelo. Es Caricia Carmesí. —Fue a levantarse—. Se me ha caído cuando Kent me ha… ¡Ay! —Se derrumbó en la acera.
—¡Está herida! —dijo el motorista, yendo precipitadamente hacia ella.
—¡Oh, Talbot! ¡Cuánto lo siento! —dijo Mary—. Me ha parecido un V-1. Los periódicos dicen que suena como una moto. ¿Es la rodilla?
—Sí, pero no es nada —aseguró Talbot, pasándole el brazo por el cuello al motorista—. Me la he torcido cuando me has tirado al suelo. Enseguida estaré bien. ¡Ay, ay!
—No, no está bien —dijo el hombre. Se volvió hacia Mary—. No creo que pueda andar, ni tampoco ir en moto. ¿Tienen coche?
—No. Hemos venido desde Dulwich en autobús.
—Estoy bien —insistió Talbot—. Kent me echará una mano.
Sin embargo, ni siquiera sostenida por ambos pudo apoyar el peso del cuerpo en la rodilla.
—Se la ha dislocado —dijo el motorista, ayudándola a sentarse en el bordillo—. Van a tener que llamar una ambulancia.
—¡Menuda tontería! —protestó Talbot—. ¡Nosotras somos de un puesto de ambulancias!
Pero él hombre ya se había subido a la moto para ir hasta un teléfono. Mary le dio el número del puesto de Bethnal Green.
—No, el de Bethnal Green no —protestó Talbot—. Si en las otras unidades se enteran, seremos el hazmerreír. Dile que llame a Dulwich, Kent.
Eso hizo Mary, pero la ambulancia que llegó al cabo de unos minutos era de Brixton.
—Las dos vuestras están en incidentes —dijo el conductor—. Hoy Hitler las hace llover sin tregua.
«No encima de nosotras», pensó Mary con pesar.
El equipo de Brixton se enteró de que había confundido una moto con un V-1, así que, cuando volvió con Talbot a Dulwich, les tomaron bien el pelo.
—Según los periódicos suenan igual que una moto —dijo a la defensiva Mary.
—Sí, bueno, dicen también que suenan como una lavadora —dijo Maitland—. Será mejor que tengamos cuidado cuando hagamos la colada, chicas.
Parrish asintió.
—No quiero correr el riesgo de que me derriben al suelo mientras tiendo las bragas.
—Era una vieja De Havilland —dijo Talbot para defenderla—. Tosía y se caló como una bomba voladora.
Sin embargo, aquello solo empeoró las cosas. Las chicas empezaron a llamarla De Havilland y Triumph y cualquier otra marca de moto y, siempre que se oía un portazo o una pava silbaba, alguien gritaba: «¡Oh, no, es una bomba voladora!», e intentaba placarla por la espalda. Eran bromas sin mala intención y Talbot no parecía guardarles rencor. Aunque la habían relevado del servicio activo, le habían asignado tareas de oficina y andaba renqueando con muletas, parecía mucho más preocupada por la barra de labios que había perdido y por haberse quedado sin ir al baile por culpa de la rodilla.
A la mañana siguiente, en el trayecto de vuelta de un incidente, Mary y Fairchild fueron a ver si podían encontrar el pintalabios, pero una de dos: se había colado por la alcantarilla o alguien lo había visto tirado en la calle y se lo había llevado. Lo que encontraron fue la gorra de Talbot, irremediablemente pisoteada. Camino a casa, pasaron por el puente del tren por el cual Mary había ido al baile… o más bien por lo que quedaba de él.
—Recibió el impacto de una de las primeras bombas voladoras que cayeron —comentó Fairchild como si tal cosa.
«Si lo hubieras mencionado antes —pensó Mary—, yo habría sabido que los datos de mi implante eran correctos y no habría herido a Talbot.»
Para compensarla, Mary le ofreció a Talbot su lápiz labial, pero esta lo rechazó:
—No. Es demasiado rosa. —Y se dedicó a fabricar un sucedáneo con parafina caliente y tintura de yodo del botiquín, que le quedó demasiado naranja, así que durante unos días todo el puesto se dedicó al ciento por ciento (entre incidentes, naturalmente, algunos de ellos terribles) a encontrar algo equivalente a la Caricia Carmesí. Las pasas de Corinto eran demasiado oscuras, el zumo de remolacha demasiado morado y, en cuanto a las fresas, brillaban por su ausencia.
Mientras ayudaba a transportar el cadáver de una mujer con un barandal roto clavado en el pecho, Mary se dio cuenta de que su sangre era exactamente del tono que buscaban. Luego, horrorizada y avergonzada de sí misma, se pasó el resto del incidente preocupada por si alguna de las otras también se había fijado en el color. Supuso casi un alivio para ella que se pasaran todo el camino de vuelta discutiendo sobre a quién le tocaría llevar el Peligro Amarillo. Eso en caso de que alguna volviera a salir. Estando herida Talbot, iban cortas de personal, hacían dobles turnos y Hitler mandaba cada día más V-1.
Según decían los periódicos, se había emplazado una línea de baterías antiaéreas en la costa de Dover y habían trasladado los globos de barrera hasta allí desde Londres; pero, evidentemente, ninguna de esas medidas resultaba efectiva.
—Lo que yo quiero saber es dónde están nuestros muchachos —dijo Camberley, exasperada tras el cuarto incidente en veinticuatro horas.
«Al menos yo sé dónde están los V-1», pensó Mary.
Los cohetes llegaban exactamente al lugar y en el momento previstos: a la Guards Chapel el dieciocho de junio; en el palacio de Buckingham a punto estuvo de caer uno el veinte y, tanto Fleet Street como el teatro Aldwych como Sloane Court fueron bombardeados cuando se suponía que debían serlo.
Como tenían entre manos más de lo que eran capaces de asumir solo en su propio distrito, ya no transportaban pacientes por Bomb Alley, así que Mary podía relajarse y concentrarse en observar a las FANY.
Al cabo de una semana, la mayor Denewell entró en el despacho donde Mary atendía el teléfono.
—¿Dónde está Maitland? —preguntó.
—En un incidente, señora. Un V-1 en Burbage Road.
La mayor pareció molesta.
—¿Y Fairchild?
—Hoy libra. Se ha ido con Reed a Londres.
—¿Cuánto hace que se han marchado?
—Más de una hora.
Pareció todavía más molesta.
—Entonces tendrá que ir usted. Hemos recibido una llamada de la RAF pidiendo una conductora para uno de sus oficiales y Talbot no puede conducir con esa rodilla. Tendrá que suplirla. —Le tendió a Mary un papel doblado—. Aquí tiene el nombre del oficial, el punto de recogida y la ruta.
—Sí, señora. —«Espero que el aeródromo donde tengo que recogerlo no sea Biggin Hill ni ninguno de los otros de Bomb Alley», pensó, desdoblándolo.
Uf, menos mal: el punto de recogida era Hendon, aunque no se especificaba el de destino.
—¿Dónde tengo que llevar al oficial de vuelo Lang, señora?
—Él se lo dirá —repuso la mayor, que evidentemente habría deseado que Talbot estuviera en condiciones de hacer aquello—. Llévelo donde desee ir y luego espérelo y, a menos que reciba otras órdenes, acompáñelo de vuelta. Tiene que estar allí a las once y media. —Lo que significaba que debía marcharse de inmediato—. Coja el Daimler —prosiguió la mayor—. Y póngase el uniforme de gala.
—Sí, señora.
—Puesto que va a pasar cerca de allí, haga una parada en Edgware y pregunte al oficial de intendencia si tienen parihuelas para prestarnos.
—Sí, señora —convino, y fue a cambiarse… y a echar un vistazo al mapa. Hendon estaba bastante al noreste de Londres, completamente fuera del alcance de la media docena de cohetes que caerían aquella mañana.
El plan de la Inteligencia británica para convencer a los alemanes de que acortaran el radio de alcance de los cohetes estaba sin duda funcionando. Estudió la ruta que la mayor le había señalado, a lo largo de la cual caerían dos de los seis V-1. Por tanto, tendría que ir primero hacia el oeste, hacia Wandsworth, y luego hacia el norte. El consumo de combustible sería mayor, pero diría que la carretera que le había sugerido la mayor había quedado bloqueada por un convoy o algo parecido. Trazó la ruta y partió hacia Hendon, con la esperanza de llegar lo bastante pronto para proseguir hasta Edgware y recoger primero las parihuelas; sin embargo, había mucho trasiego de vehículos militares y no llegó al aeródromo hasta pasadas las doce, así que el oficial ya la estaba esperando en la entrada, mirando el reloj con impaciencia.
«Espero que no esté enfadado», pensó.
Cuando frenó, sin embargo, el oficial le sonrió, acercándose a la ambulancia. Era aproximadamente de su misma edad, de una belleza aniñada, moreno, y torcía la boca al sonreír. Abrió la puerta y se asomó al interior del vehículo.
—¿Dónde estaba mi guapa…? —Calló de golpe—. Perdón, la había confundido con una conocida.
—Eso parece —repuso ella.
—No es que no sea usted guapa. Lo es —dijo él, con aquella sonrisa torcida—. De hecho, es tremendamente guapa.
—Vengo del puesto de ambulancias cuarenta y siete para recoger al oficial de vuelo Lang —dijo ella secamente.
—Yo soy el oficial Lang. —Se sentó en el asiento delantero—. ¿Dónde está la teniente Talbot?
—Está de baja por enfermedad, señor.
—¿De baja por enfermedad? No la habrá herido uno de esos condenados cohetes bomba, ¿verdad?
—No, señor. —«Una historiadora»—. No exactamente.
—¿No exactamente? ¿Qué pasó? No estará grave, ¿verdad?
—No. Solo se dislocó una rodilla. La empujé a una cuneta.
—Porque quería ser usted mi conductora… Me siento halagado.
—No. Porque creía haber oído acercarse un V-1, que resultó no ser más que una moto.
—Y por eso ella no puede conducir y la han mandando a usted —dijo él, sonriendo—. No ha sido casualidad que la hayan mandando, ¿sabe? Ha sido cosa del destino.
«Lo dudo —pensó ella—. ¿Por qué me da a mí que les dices lo mismo a todas las FANY que te llevan en coche?»
—¿Dónde debo llevarlo, señor?
—A Londres. A Whitehall.
Aquello era mejor que tener que ir a cualquier punto de Bomb Alley, pero no lo ideal. Estarían a salvo una vez llegados a su destino, porque ese día no había caído ningún V-1 en Whitehall; sin embargo, habían caído más de una docena entre Hendon, donde se encontraban en aquel momento, y Londres.
—A Whitehall. Sí, señor —dijo, y desplegó el mapa para buscar la ruta más segura.
—No le hará falta eso —le dijo él, quitándoselo de las manos y plegándolo de nuevo—. Yo le indicaré el camino.
No le quedó más remedio que poner en marcha el motor.
—Es más rápido si va por la carretera principal hacia el norte. Siga hasta el primer cruce y doble a la derecha.
—Sí, señor. —Fue por donde le había indicado, intentando encontrar una excusa para recuperar el mapa y ver por qué pueblos pasaba la carretera principal.
—Ha sido cosa del destino, sin duda —iba diciendo el oficial de vuelo Lang—. Está claro que estábamos destinados a conocernos, teniente… ¿Cómo se llama?
—Kent, señor —repuso ella ausente. Podía decirle que la mayor insistía en que sus FANY fueran a Londres por la carretera de Edgware, de ese modo estarían fuera del alcance de los cohetes casi todo el camino—. Teniente Kent —recalcó con severidad.
—Los amantes unidos por el destino no se dirigen el uno al otro llamándose por el apellido. Antonio y Cleopatra, Tristán e Isolda, Romeo y Julieta. Stephen —se señaló— y…
—Mary, señor.
—¿Señor? —dijo él, con fingida indignación—. ¿Acaso llamaba Julieta a Romeo «señor»? ¿Llamaba Ginebra «señor» a Lancelot? Bueno, de hecho supongo que lo hacía. Era un caballero, después de todo; pero no quiero que usted lo haga. Me hace sentir como si tuviera cien años.
«Ciento treinta y pico, en realidad», pensó ella.
—Como oficial superior, te ordeno que me llames Stephen y yo te llamaré Mary. Mary —dijo, mirándola y frunciendo el ceño, desconcertado—. ¿Nos conocíamos?
—No. ¿Pasa esta carretera por Edgware?
—¿Por Edgware? No. Eso queda en dirección contraria. Esta carretera pasa por Golders Green y, cuando vayamos hacia el sur, por Finchley.
¡Oh, no! Había impactado un V-1 en East Finchley aquella tarde y otros dos habían caído en Golders Green.
—¡Ay, madre mía! Yo creía que pasaríamos por Edgware —dijo, sin necesidad de fingir la angustia—. Tengo que recoger parihuelas para la mayor en el puesto de ambulancias de Edgware. —Aminoró, buscando un lugar apropiado para dar la vuelta—. Tenemos que volver atrás.
—Lo lamento, pero tendrás que pasar por Edgware a la vuelta. Tengo una reunión a las dos y, si no llego a tiempo, me expulsarán del Ejército. Y vamos con retraso porque ya son las doce y media.
Los V-1 de Golders Green habían impactado a las 12.56 y a las 13.08.
«Esperemos que el oficial de vuelo Lang se equivoque acerca de que nuestro encuentro ha sido cosa del destino y que ese destino no sea que nos haga pedazos un V-1. Tendría que haber memorizado las víctimas mortales de cada ataque con cohetes —pensó—, así sabría si un oficial de vuelo de la RAF y su chófer perdieron la vida esta tarde.»
Sin embargo, apenas había espacio en su implante para todos los cohetes que habían impactado en las zonas en las que era más probable que estuviera ella, así que lo único que sabía era que a las 12.56 había caído uno en Queen’s Road y a las 13.08 otro en un puente de algún lugar de las afueras del pueblo… y ellos iban directos hacia ambos puntos. La red no la habría dejado pasar si su presencia en el pasado hubiera podido influir sobre los acontecimientos, pero aquello no significaba que pudiera conducir alegremente hacia la trayectoria de un V-1 con la seguridad de que nada le ocurriría. Por una razón: aunque él no muriera, ella podía perder la vida. Y, por otra parte, el oficial de vuelo Lang tenía una ocupación peligrosa en todo momento: tal vez para el curso de la historia daba lo mismo que muriera aquella tarde o al día siguiente en una misión. Para ella, sin embargo, la diferencia era enorme, y por eso tenía que salir de aquella carretera cuanto antes.
—Te prometo que iremos directamente a Edgware después de la reunión —estaba diciendo Lang—. Y, para compensarte, te llevaré a cenar y a bailar. ¿Qué me dices?
«Digo que eso no me compensa de que me maten», pensó ella.
Delante había un cruce. Bien. Le preguntaría otra vez hacia dónde girar y luego fingiría haber entendido mal sus indicaciones e iría hacia la derecha en lugar de hacia la izquierda, tomando por una carretera que los alejara del radio de alcance de los cohetes. Esperó hasta casi haber llegado al cruce antes de preguntarle:
—¿Por qué carretera has dicho que tomara?
—Seguimos por esta misma. Dentro de un kilómetro y medio dobla hacia Queen’s Road. ¿Estás segura de que no nos habíamos visto antes?
—Sí. —Apenas lo escuchaba. Miraba fijamente hacia delante, buscando el siguiente cruce. Esta vez no preguntaría. Simplemente doblaría.
—¿Estás segura de que no me habías llevado con anterioridad? —insistió él—. ¿La primavera pasada, tal vez?
«Absolutamente segura.»
Estaba deseando que se callara. Podría virar bruscamente o detenerse si oía un V-1 con la suficiente antelación, a pesar del ruido del motor de la ambulancia, que a veces enmascaraba el sonido de los cohetes, pero como él no paraba de hablar…
—O el pasado invierno.
—No. Solo llevo seis semanas en Dulwich —le dijo, mirando la hora: eran las 12.53. Bajó la ventanilla. Seguía sin oír nada y no sabía en qué punto de Queen’s Road caería el V-1…
—¡Frena! —le ordenó él—. ¡Un camión!
Era un transporte del Ejército estadounidense, por lo visto parado en la carretera. A punto estuvo de chocar con él y, mientras frenaba, vio que era el último de una fila de camiones cargados con lo que parecían cajas de munición.
«¡Oh, no!», pensó. Luego se dio cuenta de que aquellos camiones eran su salvación.
—Es un convoy —dijo, poniendo la marcha atrás del Daimler—. No podremos pasar. —Empezó a maniobrar para dar la vuelta, con la esperanza de que la calzada no fuera demasiado estrecha.
—No hace falta que des la vuelta —le dijo Stephen, inclinándose hacia delante para ver mejor—. El camión de delante está arrancando.
—Has dicho que llegas tarde —dijo ella briosa. Completó el giro de un volantazo y aceleró en sentido contrario.
—No llego tan tarde —dijo él—. Además, sería una bendición que me perdiera la reunión. Es una de esas conferencias completamente inútiles para intentar erradicar los ataques con cohetes. —Había sacado el mapa y lo estaba estudiando—. Si giramos a la derecha en cuanto podamos, iremos directamente…
«Hacia ese V-1», pensó ella.
—Conozco un atajo —dijo, y giró a la izquierda en lugar de hacia la derecha y otra vez hacia la izquierda.
—No estoy seguro de que por esta carretera… —dijo él, inseguro, escrutando el mapa.
—Ya he ido por aquí otras veces —mintió ella—. ¿Por qué es inútil? —le preguntó, para impedir que siguiera consultando el mapa—. Me refiero a la conferencia. ¿O no puedes hablar de eso? ¿Es secreto militar o algo así?
—Sería secreto militar si pudiéramos hacer algo para detener los ataques que no hayamos hecho ya. Defensas antiaéreas, dispositivos de detección, globos de barrera… Nada ha dado ningún resultado, como sin duda tú y las de tu unidad de ambulancias sabéis perfectamente.
«Y nada de eso detendrá tampoco los que están a punto de impactar aquí», pensó ella, conduciendo tan rápido como se atrevía para alejarse de la zona de peligro.
Las carreteras eran estrechas, estaban llenas de baches y no había espacio en la calzada para dar la vuelta. Detrás oyó una explosión sorda: el V-1 de las 12.56. Esperó una segunda, que habría significado que el cohete había alcanzado el convoy, pero no llegó.
—Como iba diciendo, ninguna de nuestras defensas resulta efectiva —prosiguió tranquilamente Stephen—. El único modo de detenerlos es impedir que los lancen.
La carretera se estrechaba, así que tomó por otra, igualmente estrecha y con el firme peor si cabía. Consultó el reloj: la una en punto. Tenía que salir de la zona de riesgo antes de la 1.08, instante en que el segundo V-1 impactaría en el puente. Aceleró más, rogando cruzarse con otra carretera por la que desviarse. Pasaron por un campo de cebada y luego junto a un depósito de munición, del que seguramente procedía el convoy; otro campo, otro más y, tras este, un bosquecillo al otro lado del cual estaba el puente.
«Por supuesto», pensó Mary, volviendo a consultar la hora. La 1.06.