En nuestra larga historia, nunca habíamos visto un día más grande que este.

En nuestra larga historia, nunca habíamos visto un día más grande que este. Todos, mujeres y hombres, han dado lo mejor de sí.

WINSTON CHURCHILL,

Día de la Victoria, 8 de mayo de 1945

Londres, 7 de mayo de 1945

—¡Douglas, se cierra la puerta! —le gritó Paige desde el andén.

—¡Date prisa! —la urgió Reardon—. El tren va a salir…

—¡Ya lo sé! —dijo ella, intentando colarse entre los dos miembros de la Defensa Local que seguían cantado It’s a Long Way to Tipperary, formando un sólido muro. Quiso sortearlo, pero había docenas de personas intentando subir al vagón que la empujaban apartándola de la puerta. Se esforzó por alcanzarla. Se estaba cerrando. Si no salía inmediatamente, las perdería y sería incapaz de volver a encontrarlas entre aquella masa de juerguistas—. ¡Por favor! ¡Es mi parada! —dijo, abriéndose paso entre dos marineros muy achispados que apenas le dejaban sitio para pasar. Mantuvo la puerta abierta con los codos.

—¡Cuidado con el hueco del andén, Douglas! —le gritó Paige, tendiéndole la mano.

Se agarró y medio bajó medio saltó del tren; antes incluso de que sus pies tocaran el andén, el tren arrancó y desapareció en el túnel.

—¡Gracias a Dios! —exclamó Paige—. Temíamos no volver a verte.

«No volveréis a verme», pensó ella.

—¡Por aquí! —dijo Reardon alegremente, caminando hacia la salida del andén, tan atestado como el tren. Tardaron un cuarto de hora en salir de él y recorrer el túnel hasta las escaleras mecánicas, en las que el panorama no era mejor. La gente hinchaba matasuegras, dando gritos e inclinándose desde la parte superior para tirar confeti a los que subían. En alguna parte, alguien tocaba un bombo.

—¡Antes de salir, será mejor que acordemos un punto de encuentro por si nos separamos! —se volvió a gritarle Reardon, que estaba cinco escalones más arriba.

—¡Creía que habíamos dicho que en Trafalgar Square! —le gritó Paige.

—Sí —vociferó Reardon—, pero ¿en dónde de Trafalgar Square?

—¿Junto a los leones? —sugirió Paige—. ¿Qué te parece, Douglas?

«No sirve —pensó Douglas—. Hay cuatro leones y están en el centro de la plaza. Habrá miles de personas. No solo no seremos capaces de dar con el león correcto, sino que no veremos nada desde allí.»

Necesitaban un punto elevado desde donde poder ver a los otros.

—¡La escalinata de la National Gallery! —les gritó.

Reardon asintió.

—En los escalones de la National Gallery.

—¿Cuándo? —preguntó Paige.

—A medianoche —repuso Reardon.

«No. Si decido que tengo que irme esta noche, tendré que estar en el portal a medianoche y tardaré casi una hora en llegar.»

—¡No podemos quedar a medianoche! —le gritó, pero un escolar del escalón de más arriba hizo sonar con entusiasmo un cuerno de juguete que ahogó su voz.

—¡En los escalones de la National Gallery a medianoche! —repitió Paige—. O, si no, nos convertiremos en calabazas.

—¡No, Paige! Tenemos que encontrarnos…

Reardon, sin embargo, gracias a Dios, ya estaba diciendo:

—Eso no. Esta noche solo hay metro hasta las once y media y la mayor pedirá nuestras cabezas si no volvemos.

Las once y media. Eso significaba que tendría que salir hacia el portal incluso antes.

—Pero si acabamos de llegar —protestó Paige—, y la guerra ha terminado…

—Todavía no nos han desmovilizado —arguyó Reardon—. Seguimos estando…

—Supongo que tienes razón —convino Paige.

—Entonces nos encontraremos en la escalinata de la National Gallery a las once y cuarto. ¿De acuerdo, Douglas?

«No. Puede que tenga que haberme ido antes de esa hora y no quiero que por esperarme acabéis llegando tarde.» Tenía que decirles que se fueran sin ella si no aparecía por en el punto de encuentro.

—¡No! ¡Esperad! —les gritó. Sin embargo, Reardon ya había subido la escalera mecánica y se había mezclado con una multitud todavía mayor.

—¡Seguidme, chicas! —dijo mientras se daba la vuelta, y desapareció entre el gentío.

—¡Esperad! ¡Reardon! ¡Paige! —llamó Douglas, abriéndose paso a codazos por la escalera mecánica para alcanzar a esta última. Pero el niño del cuerno le bloqueaba el paso. Cuando consiguió llegar arriba, no vio a Reardon por ninguna parte y Paige casi había llegado a los tornos—. ¡Paige! —volvió a gritar, corriendo hacia ella.

Paige se volvió.

—¡Espérame! —le gritó Douglas, y la otra asintió y se esforzó por apartarse, pero la empujaron hacia delante.

—¡Douglas! —gritó, señalando hacia las escaleras que daban la calle. Douglas asintió y fue hacia ellas. Cuando llegó al pie, sin embargo, Paige ya estaba a mitad del tramo de escalones, agarrándose como podía a la barandilla metálica—. Douglas, ¿ves a Reardon por alguna parte?

—¡No! —Se abrazó, protegiéndose de la ruidosa multitud que la empujaba inexorablemente escaleras arriba, hacia la calle—. Escucha: si alguna no está en la escalinata cuando sea la hora de irnos, que las otras no la esperen.

—¿Qué has dicho? —le gritó Paige por encima del estruendo cada vez mayor.

—¡Tres hurras por Churchill! —gritó un hombre con bombín desde más arriba.

—¡Hip, hip, hurra! ¡Hip, hip, hurra! ¡Hip, hip, hurra! —coreó gustosa la gente.

—¡He dicho que no me esperéis!

—¡No te oigo!

—¡Tres hurras por Monty! —gritó el hombre.

—¡Hip, hip…!

La alegre multitud las empujó hacia arriba como al corcho de una botella y se vieron forzadas a salir a la calle atestada, donde el barullo era todavía mayor. Sonaban cuernos y tintineaban campanas. Una conga pasó serpenteando y cantando: «¡Dun du dun du dun UN!» Douglas alcanzó a Paige y la agarró del brazo.

—He dicho que no me…

—No oigo nada de lo que me dices, Doug… —dijo Paige, y se detuvo en seco—. ¡Oh, Dios mío!

La multitud chocó contra ellas, las rodeó y las adelantó, formando una especie de remolino, pero Paige era totalmente ajena a cuanto la rodeaba. Estaba sobrecogida, allí de pie con las manos entrelazadas a la altura del pecho.

—¡Oh, mira las luces! —Había lámparas encendidas en las tiendas y bombillas en la marquesina de un cine y en las cristaleras de St. Martin-in-the-Fields. El pedestal del monumento a Nelson estaba iluminado, al igual que los leones y la fuente—. ¿No es lo más bonito que hayas visto nunca? —Suspiró.

Le parecía bonito, sí, pero no tan maravilloso como tenía que parecerles a los contemporáneos después de cinco años de apagón.

—Sí —dijo, mirando hacia Trafalgar Square. Las columnas de St. Martin estaban cubiertas de banderines y, en el porche, una niñita agitaba una bengala chispeante. Los focos peinaban el cielo y una hoguera enorme ardía en el lado más alejado de la plaza. Dos meses antes —hacía dos semanas—, aquel fuego habría causado temor y significado la muerte y la destrucción para aquellos mismos londinenses. Ya no les daba pavor, sin embargo. Bailaban a su alrededor y el repentino rugido de un avión sobrevolándolos les arrancó vítores y levantaron los brazos haciendo el signo de la victoria.

—¿No es maravilloso? —preguntó Paige.

—¡Sí! —le gritó al oído—. Pero oye, si no estoy en la escalinata a las once y cuarto, no me esperéis.

Paige no le prestaba atención.

—Es como la canción —dijo, transfigurada, y se puso a cantar—: When the lights go on again all over the world

Las personas que tenían cerca se le unieron y, luego, el hombre del bombín se impuso, gritando:

—¡Tres hurras por la RAF! —Exclamación que ahogó a su vez una banda de música que tocaba Rule, Britannia.

La alegre muchedumbre estaba alejándola de Paige.

—¡Paige, espera! —le gritó, intentando asirla por la manga; sin embargo, antes de que pudiera agarrársela, un soldado del Ejército británico la cogió, la inclinó hacia atrás, le plantó un beso húmedo en los labios, la enderezó de nuevo y agarró a otra chica.

El episodio entero duró segundos, pero fueron suficientes. Paige había desaparecido. Intentó localizarla, dirigiéndose hacia donde la había visto irse, pero acabó por rendirse y cruzó la plaza hacia la National Gallery.

Trafalgar Square estaba, si aquello era posible, más atestada incluso que la estación y la calle. Había muchísima gente sentada en la base del monumento a Nelson, a horcajadas en los leones, en los bordes de la fuente; un jeep lleno de marineros estadounidenses intentaba sin éxito avanzar por el centro de la plaza, a bocinazos. Cuando pasó a su lado, uno de los marineros se asomó y la cogió del brazo.

—¿Quieres que te llevemos, monada? —le preguntó, y la subió al jeep. Luego le gritó al conductor, imitando el acento británico—: A Buckingham Palace, buen hombre, y rápido. ¿Eso la complace, milady?

—No —repuso ella—. Necesito llegar a la National Gallery.

—¡A la National Gallery, Jeeves! —ordenó el marinero, aunque era evidente que el jeep no iría a ninguna parte porque estaba completamente rodeado.

Douglas se encaramó al capó, intentando ver a Paige.

—¡Eh, guapa! ¿Adónde vas? —le dijo el marinero, agarrándola por las piernas en cuanto ella se levantó.

Le apartó las manos a manotazos y miró hacia Charing Cross, donde no había rastro de Paige ni de Reardon. Se volvió, agarrándose al parabrisas cuando el jeep empezó a avanzar a duras penas, para mirar hacia la escalinata de la National Gallery.

—¡Baja, cariño! —le gritó el marinero que conducía el vehículo—. No veo por dónde voy.

El jeep avanzó menos de un metro y volvió a detenerse. Más gente se subió al capó. El marinero dio un bocinazo y la multitud se apartó lo suficiente para que el coche avanzara un poco más.

Alejándose de la National Gallery.

Tenía que apearse. Cuando el jeep volvió a parar, bloqueado por la conga, aprovechó para bajarse. Se abrió paso hacia la National Gallery, buscando en los escalones a Paige o a Reardon. Sonó un reloj y miró hacia atrás, hacia St. Martin-in-the-Fields. ¿Las diez y cuarto? ¿Ya? Si iba a regresar aquella noche, tenía que estar en el metro a las once o nunca llegaría a tiempo al portal, y era posible que tardara más solo en llegar a los escalones de la National Gallery. Tenía que volver de inmediato.

Sin embargo, detestaba marcharse sin despedirse de Paige. En realidad, no podía decirle adiós porque su tapadera era que le habían pedido que volviera a casa porque su madre había enfermado. Técnicamente, no podía irse sin permiso, aunque, terminada la guerra, la desmovilizarían al cabo de pocos días.

Su intención había sido volver aquella misma noche porque, como todos los del puesto estaban en Londres, le sería más fácil escabullirse. Pero, si se iba al día siguiente, aunque le fuera más difícil escapar, tendría ocasión de verlas a todas por última vez. Además, no quería que Paige la esperara, perdiera el último tren y se metiera en un lío. Aunque seguramente Paige supondría que no había conseguido llegar por culpa del gentío y se iría sin ella. Ahora que la guerra se había terminado, no tenía por qué achacar su ausencia a la explosión de un V-2.

Aunque se quedara no era seguro que encontrara a Paige en aquella locura. Los escalones de la National Gallery estaban atiborrados de gente. No sería capaz de distinguir a…

Pero sí, ahí estaba, asomada a la balaustrada de piedra, mirando ansiosamente la multitud. La saludó con la mano, un gesto completamente inútil entre los miles de personas que agitaban banderitas, así que se abrió paso a codazos hacia la escalinata desviándose hacia la izquierda en cuanto oyó el «dun, dun, dun» de la conga a su derecha.

En la escalinata no cabía una aguja. Empujó hacia un extremo de los escalones, con la esperanza de que hubiera allí menos aglomeración. Así era, ligeramente. Empezó a subir con dificultad, pasando entre y por encima de otra gente.

—Lo siento… Perdón… Disculpe.

De repente aulló una sirena aguda que les paró el corazón a todos. La plaza entera se quedó en silencio, escuchando. Luego, cuando se dieron cuenta de que era la señal de cese de alerta, la multitud estalló en vítores.

Justo delante de ella, un fornido obrero estaba sentado en un escalón con la cabeza entre las manos, sollozando como si le hubieran roto el corazón.

—¿Está usted bien? —le preguntó ansiosa, poniéndole una mano en el hombro.

El hombre alzó la vista para mirarla, con las rubicundas mejillas arrasadas de lágrimas.

—Fresco como una lechuga, querida —repuso—. Ha sido por el cese de alerta. —Se levantó, enjugándose la cara—. Ha sido la cosa más hermosa que he oído en toda mi vida. —La cogió del brazo para ayudarla a subir al siguiente escalón—. Ya está, querida. ¡Dejadla pasar, tíos! —gritó a los de más arriba.

—Gracias.

—¡Douglas! —le gritó Paige, y ella miró hacia arriba y la vio haciéndole gestos frenéticos.

Fueron la una hacia la otra.

—¿Dónde estabas? —le preguntó Paige—. ¡Me he dado la vuelta y te habías ido! ¿Has visto a Reardon?

—No.

—He pensado que a lo mejor podría verla o ver a las otras desde aquí arriba, pero no ha habido suerte.

En cuanto miró la multitud supo por qué. Se suponía que se habían congregado diez mil personas en Trafalgar Square el Día de la Victoria, pero parecía que aquella noche ya había allí esa cantidad, riendo y celebrando y lanzando al aire los sombreros. La conga, en la esquina más alejada de la plaza, avanzaba hacia la Portrait Gallery y una hilera de mujeres de mediana edad ejecutaba una danza irlandesa.

Intentó asimilarlo todo, memorizar hasta el mínimo detalle del asombroso acontecimiento histórico que estaba presenciando: una joven que chapoteaba en la fuente con tres oficiales del regimiento Royal Norfolk; una mujer corpulenta repartió amapolas a dos soldados con aspecto de duros que la besaron cada uno en una mejilla; un policía intentó hacer bajar a una chica del monumento de Nelson y ella se inclinó y le hinchó un matasuegras en las narices. Y el policía se echó a reír. No parecían personas que habían ganado una guerra sino presos liberados.

Porque habían estado prisioneros.

—¡Mira! —gritó Paige—. Ahí está Reardon.

—¿Dónde?

—Junto al león.

—Cuál.

—Ese de ahí. —Paige lo señaló—. Ese al que le falta un trozo de hocico.

Había docenas de personas alrededor del león y encima de él, sentadas en su lomo, en su cabeza y en sus garras, una de las cuales se había roto durante el Blitz. Un marinero, sentado a horcajadas, le ponía la gorra en la cabeza al animal.

—De pie, delante de él y a la izquierda —le indicó Paige—. ¿No la ves?

—No.

—Al lado de la farola.

—¿Esa a la que se encarama un niño?

—Sí. Ahora mira hacia la izquierda.

Lo hizo, repasando a la gente que había allí de pie: un marinero que saludaba agitando la gorra; dos ancianas con abrigo negro y escarapela roja, blanca y azul en la solapa; una adolescente rubia con un vestido blanco; una pelirroja bonita con un abrigo verde…

«¡Dios del cielo! Es igualita que Merope Ward», pensó. Y aquel abrigo de un verde tan chillón era exactamente la clase de prenda que aquellos técnicos idiotas de Guardarropía le habrían dicho que los contemporáneos llevaban en las celebraciones del Día de la Victoria.

Además, la joven no reía ni lanzaba vítores. Miraba ansiosamente hacia los escalones de la National Gallery, como si intentara memorizar cada detalle. Definitivamente era Merope. Alzó un brazo para saludarla.