Bueno, todavía no ha venido, señor; esta noche está tardando bastante.
LONDON PORTER a ERNIE PYLE,
refiriéndose a los bombarderos alemanes
Londres, 26 de octubre de 1940
A mediodía, Michael y Merope todavía no habían regresado de Stepney y Polly empezaba a estar verdaderamente preocupada. Stepney estaba a menos de una hora en tren. Era imposible que Merope y Michael —rectificación: Eileen y Mike; tenía que acordarse de llamarlos por sus nombres falsos— hubieran tardado seis horas en ir a recoger las pertenencias de Eileen a casa de la señora Willett y volver a la calle Oxford. ¿Y si había habido una incursión aérea y les había pasado algo? El East End era la zona más peligrosa de Londres.
«No hubo ninguna incursión diurna el veintiséis», pensó. Pero se suponía que tampoco había habido cinco víctimas mortales en Padgett’s. Si Mike estaba en lo cierto, y había alterado los acontecimientos salvando al soldado Hardy en Dunkerque, todo era posible. El continuo espacio-tiempo era un sistema caótico en el que incluso la acción más nimia podía producir un efecto tremendo. Sin embargo, dos víctimas de más —civiles por cierto— difícilmente podían haber cambiado el curso de la guerra, ni siquiera en un sistema caótico. Treinta mil civiles habían fallecido en el Blitz y nueve mil durante los ataques con V-1 y V-2. En la guerra habían perdido la vida cincuenta millones de personas.
«Y sabes con certeza que no se perdió la guerra —pensó Polly—. Y los historiadores llevan viajando al pasado más de cuarenta años. Si hubieran podido alterar los acontecimientos, ya lo habrían hecho hace mucho.»
El señor Dunworthy había estado en el Blitz y en la Revolución francesa, incluso en tiempos de la Muerte Negra, y sus historiadores habían observado guerras y coronaciones y golpes de Estado a lo largo de toda la historia sin que hubiera informe alguno acerca de que hubieran causado una discrepancia ni, menos todavía, cambiado el curso de la historia.
Aquello significaba que, a pesar de las apariencias, las cinco víctimas mortales de los almacenes Padgett’s tampoco eran una discrepancia. Marjorie tenía que haber entendido mal lo que le habían dicho las enfermeras. Había admitido que solo había oído por encima parte de su conversación. Quizá se estaban refiriendo a las víctimas de otro incidente. Marylebone había sido alcanzado la noche anterior, y también la calle Wigmore. Polly sabía por experiencia que las ambulancias trasladaban a veces al hospital a víctimas de más de un incidente y que gente que uno creía muerta resultaba estar viva.
Sin embargo, si le contaba a Mike que había dado a los de la compañía de teatro por muertos, querría saber por qué no había estado al tanto de que St. George sería destruido y llegaría a la conclusión de que eso era también una discrepancia. Por tanto, debía impedir que se enterara de lo de las cinco víctimas de Padgett’s hasta que pudiera determinar si realmente habían sido tantas.
«Gracias a Dios no estaba aquí cuando vino Marjorie —pensó—. Alégrate de que llegaran tarde.»
Gracias a Dios que su supervisora había acompañado a Marjorie de vuelta al hospital, aunque debido a ello Polly no hubiera podido preguntarle lo que había dicho exactamente la enfermera. Se había ofrecido a acompañarla para poder interrogar al personal del hospital acerca de las víctimas, pero la señorita Snelgrove había insistido en ir personalmente.
—Así podré decirles cuatro cosas a esas enfermeras. ¿En qué estaban pensando? ¿Y en qué estaba pensando usted al venir aquí cuando debería estar en cama? —le había preguntado a Marjorie.
—Lo siento —se había excusado Marjorie contrita—. Cuando me he enterado de que Padgett’s había sido alcanzado, me temo que me ha entrado el pánico y he sacado conclusiones precipitadas.
«Como hizo Mike cuando vio los maniquíes delante de Padgett’s —pensó Polly—. Como hice yo cuando me encontré con que el portal de Eileen en Backbury no se había abierto. Y como estoy haciendo ahora. Tiene que haber una explicación lógica de por qué Marjorie oyó decir a las enfermeras que había cinco víctimas mortales en lugar de tres y de por qué nadie ha venido a buscarnos. Eso no implica necesariamente que Oxford se esté destruyendo. Puede que en Investigación hayan cometido un error con la fecha del final de la cuarentena y que el equipo haya llegado a la mansión cuando Eileen ya había salido hacia Londres para buscarme. Tampoco el hecho de que Mike y Eileen no hayan regresado aún implica necesariamente que les ha sucedido algo.»
Tal vez simplemente habían tenido que esperar a que la madre de Theodore volviera tras acabar su turno en la fábrica de aviones. O podían haber decidido ir a la calle Fleet a recoger las cosas de Mike.
«Llegarán en cualquier momento —se dijo—. Deja de preocuparte por cosas que están fuera de tu alcance y haz algo útil.»
Escribió una lista de las horas y las localizaciones de las incursiones aéreas de la semana siguiente para Mike y Merope —corrección: Eileen— y luego intentó pensar en otros historiadores que, aparte de Gerald Phipps, pudieran estar allí.
Mike había dicho que un historiador se encontraba en algún momento entre octubre y el dieciocho de diciembre. ¿Qué había sucedido en aquel período que un historiador pudiera haber venido a observar? Casi toda la actividad bélica había tenido lugar en Europa: Italia había invadido Grecia y la Marina Real había bombardeado a la Armada italiana. ¿Qué había pasado en Inglaterra? El bombardeo de Coventry… Pero no podía tratarse de eso. La ciudad no había sido bombardeada hasta el catorce de noviembre y un historiador no habría tardado una quincena entera en llegar hasta allí. ¿La guerra en el Atlántico Norte? Varios convoyes importantes habían sido hundidos durante aquel período, pero estar en un destructor tenía que ser una misión de grado diez. Si el señor Dunworthy estaba cancelando las misiones demasiado peligrosas… Sin embargo, en otoño de 1940 cualquier lugar era peligroso y, evidentemente, había dado el visto bueno a alguna. ¿La Inteligencia de guerra? No; eso no había empezado a funcionar realmente hasta más tarde, con la Operación Fortitude y las campañas de desinformación acerca de los cohetes V-1 y V-2. La organización de Ultra había empezado antes, pero eso tenía que ser a la fuerza de grado diez: necesariamente un punto de divergencia. Si los alemanes se hubieran enterado de que el código Enigma había sido descifrado, tendría que haber modificado necesariamente el curso de la guerra.
Polly miró los ascensores. El central se detenía en la tercera planta.
«Por fin están aquí», pensó. Sin embargo, no era más que la señorita Snelgrove, que sacudía la cabeza por la negligencia de las enfermeras de Marjorie.
—¡Qué vergüenza! No me sorprendería que tuviera una recaída con todas estas idas y venidas —refunfuñó—. ¿Qué hace aquí, señorita Sebastian? ¿Por qué no se ha ido a almorzar?
«Porque no quiero que se me escapen Mike y Eileen como se me escapó Eileen cuando me fui a Backbury.» No podía decir aquello, sin embargo.
—Estaba esperando a que volviera usted, por si teníamos algún trabajo urgente.
—Bien, pues váyase ahora.
Polly asintió y, cuando la señorita Snelgrove entró en el almacén para quitarse el abrigo y el sombrero, le dijo a Doreen que la avisara inmediatamente si alguien preguntaba por ella.
—Como el aviador al que conociste anoche…
«¿Quién?», pensó Polly, y luego se acordó de que era la excusa que le había dado a Doreen porque necesitaba enterarse de los nombres de los aeródromos.
—Sí —repuso—, o mi prima que viene a Londres, o quien sea.
—Prometo que mandaré al ascensorista a buscarte en cuanto venga alguien. Ahora vete.
Polly corrió en primer lugar escaleras abajo para echar un vistazo a la calle Oxford y ver si Mike y Eileen llegaban, y luego las subió corriendo otra vez para preguntar a las dependientas que estaban en la cantina por los aeródromos. Cuando se le acabó el tiempo de descanso, tenía una docena de nombres que empezaban con las letras adecuadas y/o eran compuestos.
Bajó corriendo a la tercera planta.
—¿Ha preguntado alguien por mí? —le preguntó a Doreen, aunque era evidente que Mike y Eileen no habían llegado.
—Sí —dijo Doreen—. Apenas cinco minutos después de que te fueras.
—¡Pero si me habías dicho que me avisarías!
—No he podido. La señorita Snelgrove ha estado vigilándome todo el rato.
«Sabía que no tendría que haberme ido —pensó Polly—. Esto es lo mismo que lo de Backbury.»
—No te preocupes. Sigue aquí. —Le dijo Doreen—. Le he explicado que estabas almorzando y me ha dicho que tenía que hacer unas compras y que…
—¿Una mujer? ¿Una sola persona? ¿No han venido un hombre y una chica?
—Sólo una persona y, desde luego, no una chica. De cuarenta y tantos con suerte, con el pelo gris recogido en un moño, bastante escuálida…
La señorita Laburnum.
—¿Ha dicho lo que iba a comprar?
—Sí. Sandalias de playa.
«Claro.»
—La he mandado arriba, a zapatería. Le he dicho que la temporada estaba demasiado avanzada para que las tuviéramos, pero estaba decidida a comprobarlo. Vigilaré tu mostrador si quieres ir… ¡Oh, aquí está! —dijo Doreen en cuanto se abrieron las puertas del ascensor.
Salió de él la señorita Laburnum con una bolsa enorme.
—Vengo de ver a la señora Wyvern por los abrigos —le dijo, poniendo la bolsa encima del mostrador de Polly—, y he querido traérselos.
—¡Oh! No tendría que haberse…
—No es molestia. Hablé con la señora Rickett y me dijo que sí, que su prima puede compartir la habitación con usted. También he ido a ver a la señorita Hardin para hablar de la habitación para su amigo de Dunkerque. Por desgracia, ya la ha alquilado a un caballero de edad cuya casa en Chelsea fue bombardeada. Una cosa espantosa. Su mujer y su hija murieron. —Chasqueó la lengua con lástima—. Pero la señora Leary tiene una habitación por alquilar. Es un segundo piso. Diez chelines a la semana con pensión completa.
—¿También está en Box Lane? —preguntó Polly, pensando en qué excusa ponerle a la señorita Laburnum, que tantas molestias se había tomado, si la habitación estaba en una calle de la lista de lugares prohibidos del señor Dunworthy.
—No. Está justo en la esquina: en Beresford Court.
Gracias a Dios. Beresford Court tampoco estaba en la lista.
—En el número nueve —dijo la señorita Laburnum—. Me ha prometido que no se la alquilará a nadie hasta que la haya visto su amigo. Le iría muy bien. La señora Leary es una cocinera excelente —añadió con un suspiro, y abrió la bolsa.
Polly vio dentro algo verde intenso.
«¡Oh, no!», pensó. No se le había ocurrido siquiera al pedirle a la señorita Laburnum los abrigos que pudiera…
—Esperaba conseguir un abrigo de lana para su amigo —dijo la señorita Laburnum, sacando una gabardina—, pero esto era todo lo que tenían. Tampoco tenían apenas abrigos de señora. La señora Wyvern dice que cada vez más gente usa el abrigo del año pasado y me temo que la cosa empeorará. El Gobierno está hablando de racionar la ropa… —Calló al ver la cara que ponía Polly—. Sé que no es muy caliente…
—No, es exactamente lo que necesita. Este otoño llueve mucho —dijo Polly, sin apartar los ojos de la bolsa. Se abrazó mientras la señorita Laburnum proseguía su discurso.
—Esto es lo que he conseguido para su prima —dijo, sacando un paraguas verde—. Es un color espantoso, lo sé, y no hace juego con el abrigo negro que tengo para ella, pero era el único sin ninguna varilla rota. Además, he pensado que si lo encuentra demasiado chillón, podemos usarlo en El admirable Crichton. El verde destacaría en el escenario.
«O entre la multitud», pensó Polly.
—Es bonito… quiero decir que… sé que mi prima no lo encontrará demasiado chillón y estoy segura de que nos lo prestará para la obra —dijo, parloteando por el alivio.
La señorita Laburnum puso el paraguas sobre el mostrador y sacó el abrigo negro de la bolsa y luego un sombrero, también negro.
—No tenían guantes negros, así que he comprado unos. Tienen dos dedos remendados, pero son usables. —Se los tendió a Polly—. La señora Wyvern me ha dicho que le diga que, si alguna de las empleadas de Padgett’s se encuentra en una situación parecida, se la mande y verá de conseguirle también un abrigo. —Cerró limpiamente la bolsa—. Ahora, ¿sabe si en Townsend Brothers venden tenis o dónde puedo encontrarlas?
—¿Tenis? ¿Se refiere a zapatillas de lona?
—Sí, he pensado que servirán en lugar de las sandalias de playa. Los marineros que estén a bordo podrían llevarlas, ¿sabe?, durante el naufragio. He preguntado en su departamento de zapatería, pero no tienen. Es que sir Godfrey no se da cuenta de lo sucio que está el suelo de la estación… lleno de envoltorios de comida y colillas y sabe Dios qué más. Hace dos noches, vi a un hombre… —Se inclinó por encima del mostrador para susurrarle—: Escupiendo. Entiendo que sir Godfrey tenga cosas más importantes en las que pensar, pero…
—Puede que tengamos en el departamento de juegos —dijo Polly, interrumpiéndola—. Está en la quinta. Y si no tenemos zapatillas de lona —de lo que Polly estaba casi segura, porque la goma era necesaria para el esfuerzo de guerra—, no se preocupe. Ya se nos ocurrirá otra cosa.
—¡Claro que se le ocurrirá algo! —La señorita Laburnum le palmeó la mano—. Es usted una chica muy lista.
Polly la acompañó hasta el ascensor y la ayudó a entrar.
—A la quinta —le dijo al ascensorista. Y, a la señorita Laburnum—: Muchísimas gracias. Ha sido usted tremendamente amable haciendo todo esto por nosotras.
—Tonterías —repuso la señorita Laburnum con tono de eficiencia—. En épocas difíciles como esta, tenemos que hacer todo lo posible para ayudarnos. ¿Vendrá al ensayo de esta noche? —le preguntó cuando el ascensorista cerraba ya la puerta.
—Sí. En cuanto deje instalada a mi prima.
«Si ella y Mike han vuelto para entonces —añadió mentalmente volviendo al mostrador, aunque ahora estaba segura de que así sería—. Te has estado preocupando por nada. —Cogió el paraguas y lo miró con pesar—. Y lo mismo pasará con Mike y Eileen. No les ha pasado nada. En el día de hoy no hubo ninguna incursión diurna. Su tren lleva retraso, eso es todo, como el tuyo de esta mañana y, cuando lleguen, le dirás a Eileen los nombres de los aeródromos que has recabado y ella dirá: “Ése es.” Entonces le preguntaremos a Gerald dónde está su portal y nos iremos a casa, y Mike se irá a Pearl Harbor, Eileen al Día de la Victoria y tú podrás escribir La vida durante el Blitz con tus observaciones y volver a dedicarte a frenar los avances de un chico de diecisiete años.»
Hasta entonces, sería mejor que ordenara el mostrador para no verse obligada a quedarse aquella noche hasta tarde. Recogió el sombrero, la gabardina y el abrigo de Eileen y los dejó en el almacén. Luego metió en su caja las medias que la última clienta había estado mirando, se volvió para dejarla en el estante… y oyó el inconfundible ulular de las sirenas de alarma de incursión aérea.