Prólogo

Señales diabólicas

Era de noche, noche cerrada sobre la catedral de Estrasburgo. Como un barco encallado en la arena, la nave principal se alzaba sin campanario hacia el cielo. El templo era todavía una inmensa obra en construcción. Desde los estrechos callejones, los ladridos aislados de los perros penetraban de cuando en cuando en la plaza de la basílica. Hasta el pestilente olor de la ciudad, que de día impregnaba el aire de la grandiosa plaza, parecía haber sucumbido al sueño. Era la hora de las ratas. Los sórdidos y rollizos roedores salieron ávidos de sus escondrijos, arrastrándose entre las inmundicias desperdigadas por todas partes. Hacía tiempo que habían encontrado un acceso al interior del templo a través de un pozo del edificio. Mas allí, donde los hombres buscaban consuelo espiritual, no había despojos que llevarse a la boca.

Pasada media hora de la medianoche, un chirrido espantó a las ratas de la catedral. Regresaron a sus escondites todo lo rápido que les permitían sus sebosos cuerpos. Sólo alguna que otra cola pelada asomaba aquí y allá. El chirrido se oía cada vez más cerca, más fuerte. Sonaba como el roce entre dos piedras. Luego una y otra vez ruido de escarbaduras, arañazos, rascaduras. Parecía que el diablo trepara con sus afiladas garras por las paredes. Después, nuevamente silencio. Uno habría podido oír hasta el sisear de la arena chocando contra el suelo.

De súbito, como si un trueno ensordecedor estallara en las cercanías de la iglesia, pareció que una carreta hubiera atravesado el presbiterio de la catedral dando sacudidas. Acto seguido se oyeron los chasquidos y crujidos de la piedra arenisca al resquebrajarse. Como en un temblor de tierra, los pilares se tambalearon. Una inmensa nube de polvo inundó hasta los rincones más recónditos. Luego todo quedó en silencio, y, al poco, las ratas abandonaron sus escondrijos.

Habría transcurrido tal vez una hora cuando volvieron a oírse rascaduras y arañazos, como si un picapedrero invisible trabajara sin descanso en el templo. ¿O acaso intentaba Lucifer tirar abajo la catedral con un inmenso cincel? El movimiento de los sillares se apreciaba con total claridad. Así pasaron varias horas, hasta que comenzó a despuntar el alba. Todavía ninguno de los estrasburgueses, a los que tanto enorgullecía la construcción de la catedral, se había percatado de lo acontecido esa noche.

A primera hora de la mañana, el sacristán se dirigió al templo. La puerta principal estaba cerrada, tal como él mismo la había dejado la tarde anterior. Al entrar en la catedral, se frotó los ojos. En el centro de la nave principal, donde ésta convergía con el crucero, había fragmentos de piedra esparcidos, partes de un sillar hecho pedazos que se había desprendido de la bóveda.

Avanzó a tientas y entonces su mano izquierda topó con un pilar del que sólo quedaba la mitad, suspendida en el aire; le faltaba el zócalo. Los restos de piedra yacían diseminados alrededor como despojos malolientes que una bestia voraz hubiera desechado tras devorar a su presa. El sacristán contempló atónito la escena de devastación, incapaz de dar un solo paso más. Finalmente rompió a gritar, salió de la catedral como alma que lleva el diablo y echó a correr, tan a prisa como le permitieron sus piernas, en dirección al barracón de la obra, para contar lo que sus ojos acababan de ver.

El maestro de obras, un artista en su especialidad, famoso más allá de las fronteras de su tierra natal por su talento y la exactitud de sus cálculos, se quedó boquiabierto al ver lo que había acontecido por la noche. Dado su gusto por el estudio de la ciencia, la física y las matemáticas, el maestro de obras había mantenido siempre una postura escéptica respecto a la existencia de los milagros. Sin embargo, esa mañana, por primera vez le asaltaron dudas. Sólo un milagro podía derribar la catedral. Y si observaba cuan minuciosamente había sido extraída la clave de bóveda, no sólo no cabía duda de que el milagro era tal, sino que había sido, además, obrado por el mismísimo diablo.

Como un reguero de pólvora, primero por la ciudad y luego por todo el país, se propagó la noticia de que el diablo quería derribar la catedral de Estrasburgo por hallarse la obra, erigida por el hombre, más cerca del cielo de lo que el diablo habría deseado. Tampoco tardaron en personarse los primeros testigos, quienes aseguraban haberse encontrado cara a cara con el Maligno la noche en cuestión. Entre ellos, el agrimensor, un hombre en modo alguno beato, pero sí temeroso de Dios. Él declaró públicamente haber divisado esa noche una figura coja con una pata de caballo, dando vueltas y vueltas a grandes saltos alrededor de la catedral.

Desde ese instante ningún ciudadano estrasburgués volvió a aventurarse a entrar en la majestuosa catedral hasta que el obispo Wilhelm, con un hisopo de finísimo pelo de tejón, la hubo rociado con agua bendita en nombre del Omnipotente.

Continuaba todavía propagándose la noticia Rin abajo, y continuaban peones, grabadores y picapedreros preguntándose si el fenómeno de los desprendimientos de la catedral podría haber sido provocado por una causa natural, cuando sucedió lo inexplicable en otro lugar. En Colonia, donde el maestro de obras Arnold estaba erigiendo una catedral según el modelo de Amiens, comenzaron a moverse por la noche las estatuas de piedra, adosadas a los pilares, de la Virgen María y san Pedro, el apóstol al que se consagraría el templo todavía inacabado. Como vencidas por su propio peso, las esculturas se desprendieron del pedestal con un crujido, giraron cual bailarinas sobre sí y se precipitaron de cabeza al vacío; no las dos al tiempo, como en un temblor de tierra, sino una tras otra, como si participaran en una confabulación.

A los primeros picapedreros que, tras una noche de tormenta, entraron en el templo, los aguardaba una escena sobrecogedora. Los brazos, las piernas y los rostros que, con sendas sonrisas, ellos mismos habían tallado, desafiando hasta el agotamiento, la dureza de la piedra, yacían desparramados por el suelo cual baratas asaduras que hubieran sido puestas a la venta en el mercado vecino a la catedral. A pesar de ser bien conocida la fortaleza de su carácter, algunos hombres rompieron a llorar, abatidos por la rabia y la desesperación. Otros miraron a su alrededor angustiados, temerosos de que el mismísimo Satán apareciera tras un pilar con voz rasposa y una malévola sonrisa en el rostro.

Al examinar la escena con mayor detenimiento, los picapedreros descubrieron monedas de oro entre los escombros: una pequeña fortuna y, a ojos de muchos, una advertencia de que el diablo estaba dispuesto a cumplir su cometido a cualquier precio. Los hombres contemplaron las brillantes monedas con desdén y repugnancia, y ni tan siquiera uno se atrevió a acercarse al dinero del Maligno a menos de diez pies.

Más tarde el obispo se presentó en el lugar de los hechos, a medio vestir y con un aspecto un tanto desaliñado, como si acabara de abandonar los brazos de una concubina. Susurrando plegarias por lo bajo —¿o acaso eran maldiciones?—, se abrió paso entre los curiosos y contempló los daños. Cuando reparó en las monedas de oro, comenzó a recogerlas hasta que todas hubieron desaparecido en el bolsillo de su capa consistorial. Las dudas de los picapedreros, por tratarse de dinero del diablo, las disipó con un enojado manotazo y la sentencia de que «el dinero es dinero», y que además no había sido el diablo, sino él mismo quien, muchos años atrás, había ordenado enterrar las monedas de oro bajo el pedestal de san Pedro, como testimonio para la posteridad.

Evidentemente nadie lo creyó. Pues la codicia del obispo era de todos conocida, y a nadie le habría extrañado que hubiera aceptado dinero de manos del propio Satanás.

Tres días más tarde regresaron los comerciantes del Rin con la noticia de que a Ratisbona, donde las obras catedralicias se hallaban más avanzadas que en ninguna otra ciudad, también había llegado el Maligno. Los rumores se extendieron por toda la ciudad. Al parecer todos los ciudadanos se habían congregado en un gran corro alrededor de la catedral, situada en pleno corazón de Ratisbona. Temían encontrarse con el demonio por la calle incluso a plena luz del día. Algunos lugareños ni siquiera se atrevían a respirar, convencidos de que el pestilente olor que desde hacía semanas había impregnado las estrechas callejuelas era el aliento del Maligno, y que si lo aspiraban, les corroería el alma como una cáustica tintura de alquimista.

De ese modo llegaron a perder la vida una docena de ciudadanos de Ratisbona, todos devotos y confortados con los santos sacramentos, y entre ellos cuatro monjas del colegio religioso de Niedermünster, situado a escasos pasos de la catedral, que prefirieron asfixiarse antes que respirar el aire expulsado por los pulmones de Lucifer.

En el convento de Niedermünster, las monjas mantuvieron a partir de entonces, día y noche, una vigilia permanente de oración ininterrumpida, con la esperanza de ahuyentar así el aliento del diablo. Durante el oficio quemaban incienso en un incensario que pendía del techo de la bóveda y describía un constante y amplio movimiento pendular. La humareda que desprendía el pesado incensario era tan fuerte que cegaba a las devotas mujeres y les impedía leer las oraciones de sus libros de horas. A algunas, el aliento del diablo, purificado de ese modo, las trastornó. Perdieron la orientación y vagaron sin rumbo por las calles. Otras se desmayaron y quedaron inconscientes, lo que para muchos era prueba de la presencia del Maligno también en Niedermünster.

El desencadenante de esta histeria, que arrastró hasta a los ciudadanos más sosegados, fueron los extraños derrumbamientos de la catedral, cuya veracidad aún trae de cabeza a los cronistas, pues, como se sabe, la verdad se desvanece con el paso del tiempo.

Así, un peletero de Colonia aseguraba haber visto con sus propios ojos que la torre sur de la catedral de Ratisbona se desplomaba en una sola noche sobre la planta baja. Un vendedor ambulante juraba por la vida de su anciana madre que la fachada oeste de la catedral, construida de piedra, como todas las fachadas de catedrales, se había derretido como si los sillares fueran de cera. Lo cierto fue que una mañana faltaba un sillar del zócalo de la fachada, y que jamás volvió a encontrarse. Y también desapareció la clave de bóveda de la nave principal. Y que la ausencia de esa piedra habría podido provocar el derrumbamiento de toda la catedral, lo cual pudo evitarse sólo gracias a la gran pericia del maestro de obras y a su rápida reacción.

Corrían asimismo rumores de que en las catedrales de Maguncia y de Praga, en la iglesia de Santa María de Danzig y en la iglesia de Nuestra Señora de Nuremberg, se habían registrado derrumbamientos similares. Incluso en los inmensos templos de Reims y Chartres se habían tambaleado columnas y pilares, y se habían venido abajo tribunas y capiteles, después de que una mano invisible los hubiera desprendido del muro. Viajeros llegados de Burgos y Toledo, de Salisbury y Canterbury, contaban que la gente había quedado enterrada bajo colosales aludes de sillares.

Eran grandes tiempos para los predicadores, que recorrían pueblos y ciudades exhortando a la penitencia entre gimoteos y lamentos, y mostraban a las gentes con las manos alzadas aquel valle de lágrimas terrenal tal cual era. El flagelo de la ostentación va de la mano de la lujuria, y sin duda tras ésta se oculta la sucia mano del diablo. Por eso Dios Nuestro Señor lo permitía, para detener la soberbia de los hombres. Los misteriosos acontecimientos eran la prueba del enojo del Altísimo, que se oponía a la pomposidad y el lujo de las grandes catedrales. Era erróneo creer que las catedrales de Occidente durarían toda la eternidad. ¿No probaban los sucesos de los últimos tiempos lo contrario? ¿Acaso no podía uno de aquellos grandiosos templos, profanados por Lucifer, venirse abajo cualquier día y en cualquier momento?

Con su encendido discurso los predicadores no dejaban descansar ni al pueblo ni al clero, ni aun a los propios obispos. El predicador Gelasio maldecía a la sombra de la catedral de Colonia al pueblo irresponsable y descreído, preocupado tan sólo por el poder y la riqueza. A las burguesas las demonizaba por lucir vestidos con largas colas, como los pavos reales. De necesitar semejantes colas las mujeres, exclamaba, Dios las habría provisto de tales protuberancias. Y ni siquiera los prelados obraban con cordura y discreción cuando calzaban zapatos amarillos, verdes y rojos, y hasta uno de cada color.

Si los monjes y los curas, por no mencionar a los obispos, satisfacían su apetito con mujeres descarriadas, sin hacer de ello ningún secreto, debía ser porque habían hecho un pacto con el diablo y no con el Altísimo. Por todos era sabido que el obispo prefería bendecir los pechos de sus concubinas que el cuerpo de Cristo. Y si tres papas se disputaban el puesto de Vicario de Dios en la Tierra y cada cual castigaba a los otros con la excomunión, no era sino porque se avecinaba el Juicio Final, y a nadie había de extrañar que el diablo se apoderara de las moradas del Señor.

Los oyentes salían despavoridos entre lloros y lamentos. Y mientras los unos alzaban la mirada, sobrecogidos, hacia al gablete de la catedral, los otros se ponían a cuatro patas como animales y sollozaban como niños a los que su padre hubiera amenazado con el peor de los castigos. Los hombres distinguidos se quitaban los gorros de terciopelo y pisoteaban los penachos. Las mujeres se despojaban en plena calle de sus indecorosas vestimentas, sin recato ni disimulo. La plebe y los pordioseros, con los que no iba nada de aquello, pues en la Biblia se les prometía el Reino de los Cielos, se disputaban los vestidos y desgarraban los preciosos ropajes hasta hacerse cada cual con un jirón.

La confusión se apoderó de la ciudad, y los ricos atrancaron las puertas y apostaron en ellas centinelas, como en los tiempos de la peste y el cólera. E incluso, tras las puertas cerradas a cal y canto, se procuraba reprimir incluso la tos y los estornudos, pues éstos se consideraban señal del demonio, quien de ese modo salía de los cuerpos. De noche se oían los pasos de los alguaciles de la ciudad, que marchaban por las callejuelas enarbolando sus lanzas. Y lo más insólito, algo que en circunstancias normales únicamente sucedía el Viernes Santo anterior a la Resurrección del Señor: los baños públicos, nidos de actividades pecaminosas, estaban vacíos.

A la mañana siguiente, los ciudadanos de Colonia amanecieron con un regusto amargo en la boca. No podía ser sino la impronta del diablo. La mayoría abandonó sus hogares más tarde de lo habitual. Una bandada de pájaros negros sobrevolaba en círculos la catedral. Sus graznidos parecían aquella mañana chillidos de niños desconsolados. El sol naciente bañaba de luz la fachada principal de la catedral. Los laterales del edificio quedaban en penumbra y exhibían un aspecto sombrío e inquietante, distinto al de otros días. Los propios picapedreros, que trabajaban desde hacía ya horas, ajenos al viento y al estado del cielo, tiritaban de frío sin razón aparente.

Precisamente fue a un picapedrero a quien llamó la atención el andrajoso que se encontraba en la escalinata del pórtico. Éste cabeceaba, medio traspuesto, con la espalda apoyada en el muro, lo cual, por otra parte, no tenía nada de extraordinario, pues extranjeros y mercaderes ambulantes pasaban a menudo la noche en la escalinata. Pero tras una noche como ésa, la desconfianza estaba a flor de piel y todo extranjero levantaba sospechas. La larga vestimenta desgarrada que lucía recordaba al hábito negro de un predicador que la tarde anterior había sembrado el miedo apocalíptico en la ciudad. Y, efectivamente, al acercarse, el picapedrero reconoció al hermano Gelasio, quien días antes había anunciado a los coloneses el Juicio Final. El predicador tenía las manos temblorosas y la mirada clavada en el suelo.

A la pregunta del picapedrero de si él era realmente Gelasio, el predicador, respondió con un mudo movimiento de cabeza, sin ni siquiera levantar la vista. El picapedrero hizo ademán de marcharse para volver al trabajo cuando el predicador abrió inesperadamente la boca. Pero en lugar de palabras, brotó de ésta un chorro de sangre negra que empapó cual torrente su desgarrado hábito.

Presa del pánico, el picapedrero retrocedió sin saber qué hacer y miró a su alrededor en busca de auxilio, mas no había nadie a quien pedir ayuda. Con el dedo índice Gelasio se señaló la boca abierta y farfulló unos gorgoteos balbucientes, como los de un delirante perturbado. En ese instante el picapedrero lo vio: alguien le había cortado la lengua al predicador.

El picapedrero se lo quedó mirando con aire inquisitivo. ¿Quién podía haber callado al predicador de tan espeluznante manera?

Gelasio dobló sus temblorosos y ensangrentados dedos índices y se los llevó a izquierda y derecha de la frente. Y para asegurarse de que el picapedrero comprendiera, se llevó luego la mano derecha al trasero y la agitó a un lado y a otro, simulando el movimiento de una larga cola.

Después levantó la vista una última vez. En sus ojos podía leerse el terror.

El picapedrero se santiguó y salió corriendo despavorido. Cómo iba él a sospechar que las desgracias que habían asolado la ciudad y propagado el miedo y el terror entre la población tenían una explicación lógica, cuyo origen yacía en un cofre cerrado que —como la caja de Pandora—, una vez abierto, desataría el caos en toda la región. Y que ese cofre albergaba un pliego de papel por el que muchos se hallaban dispuestos a matar. En el nombre del Señor o sin él.

De haber sabido el picapedrero lo que había acontecido doce años atrás, en el Anno Dómini 1400, lo habría comprendido todo. Así, por contra, no comprendió nada. Nadie pudo comprenderlo. Y el miedo es un mal consejero.