9

La profecía de Messer Liutprand

Afra le parecía como un sueño que, de forma tan inesperada y repentina, su destino hubiera dado un giro para bien. Tan sólo una hora antes le habría parecido del todo imposible. Absorta en sus pensamientos, oía las voces de mando de los marineros que, con una destreza propia de hombres arácnidos, trepaban por los aparejos izando una vela tras otra: la mesana tras el palo mayor, la gavia sobre el mastelero del mástil mayor y, por último, una pequeña cebadera en el bauprés. Un ignorante habría precisado del olfato de un sabueso y la vista de un águila para dirigir el pesado galeón por entre las numerosas islas de la laguna, que flotaban como hojas de nenúfares en un estanque.

Afra estaba dejándose arrullar por el susurro de las olas de proa cuando el legado la abordó. Lo acompañaba una elegante mujer ataviada con un vestido plisado, ceñido bajo los pechos y cerrado hasta el cuello. Del fruncido cuello redondo de la vestidura emergía un excelso semblante de ojos oscuros y pálidos cabellos decolorados que, entrelazados en tirabuzones, ocultaban las orejas.

—Ésta es la señora Kuchlerin, una dama de Estrasburgo que viaja sola —anunció Carriera dirigiéndose a la mujer. Y volviéndose a Afra con un gesto cortés, agregó—: Mi esposa, Lucrezia.

Las dos mujeres se saludaron con una muda y leve reverencia, y Afra percibió de inmediato la tensión que provocó el encuentro de ambas.

—Sois las dos únicas mujeres a bordo entre treinta y ocho hombres —apuntó el legado—, de modo que ¡espero que os avengáis durante los próximos diez días!

—Por mí no habrá de ser —respondió irritada su esposa. Su voz era áspera y ronca, como la de tantas italianas, y no se ajustaba en modo alguno a los dulces rasgos de su rostro. Tras saludar con un leve movimiento de cabeza a Afra, se retiró al castillo de popa, en la cubierta superior, donde se encontraban los camarotes.

El legado siguió a su esposa con la mirada y luego se volvió hacia Afra:

—Confío en que os sentiréis a gusto en un camarote en la cubierta media. Normalmente la utiliza el sobrecargo para dormir, pero lo he desalojado.

—Por el amor de Dios, no era necesario que os molestarais. Yo me doy por satisfecha con que me llevéis con vos, y no tengo ninguna exigencia.

El legado invitó a Afra a seguirlo. Del centro del barco salía una estrecha y empinada escalerilla hacia abajo. En casos de mar gruesa, la entrada podía cerrarse con una trampilla. Afra se las vio y se las deseó para introducir su hato de ropa por la abertura.

La cubierta media era tan baja que el esbelto Paolo Carriera debía agachar la cabeza para no golpearse con el techo. Bajo cubierta había compartimentos de diferentes tamaños.

En la popa, apartado del resto de la marinería, se hallaba el camarote del sobrecargo, justo debajo del castillo de popa. Tenía una puerta inmensa con un cerrojo de hierro y disponía de un modesto catre de madera, un arcón, y un banco que se mantenía de pie hasta con mar gruesa.

Pese a que no podía considerarse que el cuarto fuera un lugar cómodo y agradable donde dormir, Afra estaba contenta, y de hecho experimentaba una sensación de felicidad que la confortaba. Al fin había burlado a sus perseguidores. Y ahora que viajaba con un nombre supuesto, podía sentirse más segura que nunca.

En cuanto al pergamino, que se hallaba —o al menos eso esperaba ella— camino a Montecassino, Afra sabía mucho y poco a la vez. Sabía de su valor, del que ya le había hablado su padre, que superaba las expectativas de él y las suyas propias. A ella le costaba acabar de creerse que un pedazo de pergamino pudiera valer más que una pepita de oro. Era insólito que unos infames herejes intentaran tirar abajo catedrales enteras porque sospechaban que el pergamino se hallaba en el interior. Era absurdo que las personas que ansiaban el pergamino pasaran, literalmente, por encima de los cadáveres de otros para conseguirlo. Era incomprensible que ella misma continuara sana y salva a esas alturas.

En momentos como ése, añoraba a Ulrich von Ensingen, el único hombre de su vida que le había dado apoyo. O al menos eso había creído ella hasta que comenzó a abrigar la sospecha de que Ulrich podía tener alguna relación con los Apóstatas. Habían transcurrido casi dos meses desde el fatídico acontecimiento sucedido en Estrasburgo. Y desde hacía dos meses ella vivía en un dilema: su sospecha no había sido en modo alguno infundada, si tenía en cuenta el extraño comportamiento de Ulrich; pero carecía de pruebas claras. ¿Cómo le habría ido a Ulrich?

Hallándose Afra abstraída en esos pensamientos, llegó a sus oídos a través del techo de su camarote una discusión. Sin prestar apenas atención, entreoyó el enfrentamiento del legado con su esposa, que en un primer momento no despertó su interés. Sin embargo, eso cambió de súbito cuando, en medio del griterío salió de forma inesperada su nombre, o mejor dicho, el nombre que se había apropiado.

—Eso es sencillamente ridículo —oyó exclamar a Donna Lucrezia—, esa mujer no es la mujer que ha mencionado messer Liutprand. Seguro que la has subido a bordo porque te ha mirado con ojos coquetos.

Afra se quedó sobrecogida. ¿Qué significaban, por el amor de Dios, las palabras de Lucrezia? Casi no se atrevía ni a respirar para poder oír con claridad las palabras que traspasaban el techo de su camarote.

—Messer Lintprand habló de una mujer que viajaba sola, y donna Gysela era la única que respondía a esa descripción. —Era la voz del legado, que se justificaba ante su esposa—. Además —agregó sulfurado—, tus celos comienzan a ser enfermizos. Si por ti fuera, yo tendría que ir por la vida con una venda en los ojos que sólo podría quitarme cuando no hubiera mujer alguna a la vista.

—¡No sin motivo, Paolo, no sin motivo! Tú eres extraordinariamente mujeriego y conquistador. Más de una docena de niños te llaman «padre», todos ellos bastardos, hijos de mujeres conocidas por su ligereza.

—Pero todas sin excepción de buen linaje, ¡de las familias más ilustres de la ciudad!

El tono de la discusión era cada vez más elevado.

—Sí, claro, tú sólo tratas con las hijas más ricas de la ciudad o con mujeres de la alta nobleza. ¡Como corresponde al legado del rey de Nápoles!

—¿Y qué se supone que ha de hacer un legado, cuando su propia mujer lo tiene atado de pies y manos?

—¡No siempre fue así! Y tú lo sabes.

—Por eso mismo. Yo soy un hombre y tengo mis necesidades. Lo que el lobo no encuentra en el bosque, lo coge del rebaño del pastor.

—¡Eres un mastuerzo!

En el camarote del castillo de proa volaron las sillas. O al menos Afra no encontraba ninguna otra explicación al tremendo estrépito que hizo temblar el techo. Era evidente que su presencia a bordo había desencadenado la reyerta matrimonial. Y al parecer, la invitación a viajar a bordo del galeón del legado real no había sido fruto de la casualidad.

Después de que la situación en la cubierta superior se hubiera calmado, Afra se dirigió pensativa hacia arriba. Un inmenso cielo azul, manchado sólo por algunas nubes, se extendía de horizonte a horizonte. La oscuridad del mar y su oleaje evocaban todavía un poco el tiempo tormentoso de la noche anterior. De la tierra ya sólo se divisaba una fina línea gris que flotaba sobre el agua como una rama caída.

La aparición de Afra en cubierta suscitó cierto revuelo entre la tripulación. A excepción del capitán y dos oficiales, toda la marinería estaba compuesta por moros. Por fortuna, Afra no comprendía las obscenas exclamaciones que intercambiaron los marineros, entre risotadas, hasta que apareció Luca, el capitán, y con unos cuantos bufidos los puso firmes.

—Os ruego que me disculpéis —se excusó el capitán—, son salvajes y no conocen la decencia. Pero por dos ducados uno dispone de buenos marineros.

—¿Dos ducados? —preguntó Afra asombrada—. ¡No es una mala mesada para un marinero!

Luca estalló en carcajadas tan fuertes que resonaron por toda la cubierta.

—Imagino que estaréis bromeando. El señor de Carriera los compró en el mercado de negros por dos ducados cada uno, y ¡para siempre! Aparte de eso, de vez en cuando se les da algo de comer y con eso están contentos.

Afra tragó saliva. Jamás había conocido en persona a ningún esclavo. Aunque ella misma era una sierva en la granja del gobernador, nunca había sufrido por pertenecer a una clase inferior. La idea de ser vendida en un mercado, como un gorrino, por un par de monedas de plata, le resultaba absurda y repugnante.

Como si hubiera adivinado sus pensamientos, el capitán le dijo:

—No os preocupéis. Todos los moros son, sin excepción, paganos para los que la fe cristiana queda tan lejos como para nosotros la tierra de la que proceden.

—¿Quiere decir eso que no son personas? —inquirió, Afra, titubeante.

—¡En opinión del señor de Carriera y de la Santa Madre Iglesia, no!

—Ya entiendo —repuso Afra.

—Pero basta ya de charlas sobre paganos —exclamó Luca para cambiar de tema—. Si lo deseáis, puedo enseñaros el barco. Es el orgullo del legado real, y razones no le faltan. ¡Venid conmigo!

Por dos empinadas escaleras bajaron a la bodega. Tras la deslumbrante luz del sol de cubierta, a Afra le costó orientarse en la penumbra de la cubierta baja. Dicha cubierta consistía en un único espacio de techo muy bajo. Por las paredes transversales, que se ensanchaban hacia arriba, los cabrios se elevaban como el esqueleto de una ballena. El suelo se hallaba cubierto con tablones sueltos que, con el suave balanceo del barco, crujían y chirriaban como si soportaran todo el peso de la Tierra. Barricas de vino y barriles con agua potable, sacos de harina, mijo y legumbres secas, cajas llenas de pescado en salazón, frutas secas y pan, y cestos de frutas y hierbas: a Afra le pareció que en la bodega del barco había provisiones suficientes para viajar a las Indias.

Afra se asustó cuando, de detrás de los sacos —debía de haber unas seis decenas—, surgieron dos moros de la oscuridad. Los dos sujetaban un palo grueso con la mano, y uno de ellos le enseñó al capitán algo, imposible de identificar en la distancia, como un trofeo.

—No temáis —comentó Luca dirigiéndose a Afra—, son nuestros cazadores de ratas. Cumplen su cometido mucho mejor que cualquier trampa. El que no atrapa ninguna, se queda sin comer. —Se echó a reír.

Afra se volvió hacia un lado con gesto de asco al ver que el grumete sostenía por la cola una rata ensangrentada.

—Quiero irme de aquí —afirmó con determinación.

En la entrecubierta, donde Afra tenía su camarote, se alojaban también el médico personal del legado real y el confesor de Donna Lucrezia, así como su adivino y vidente.

La tarea del dottore Madathanus se limitaba principalmente a administrar dolorosas lavativas al legado real, que padecía fuertes flatulencias y vivía día y noche con un permanente temor a explotar. Las enfermedades de Donna Lucrezia eran, por el contrario, de naturaleza más bien espiritual y exigían, a pesar o debido a la invisibilidad de los síntomas, un esfuerzo infinitamente mayor de los terapeutas. El padre, llamado así por todos pese a que nadie sabía en realidad a qué orden pertenecía, oía en confesión a Donna Lucrezia en el castillo de popa cada dos días, y el legado no era el único a bordo que se preguntaba qué pecados tenía que confesar la piadosa mujer al cabo de tan sólo dos días. Por si eso no bastara, el destino de Lucrezia era dirigido por messer Liutprand, un estudioso, según él mismo aseguraba, de las ciencias de la adivinación y la videncia, artes frente a las que el legado se mostraba, si no contrario, sí un tanto escéptico.

Mientras que todos los demás atendían sus quehaceres con total discreción y en silencio, messer Liutprand escenificaba sus sesiones con la misma espectacularidad que un juglar. Liutprand lucía siempre una holgada vestidura negra que le caía justo por encima de las rodillas. Sus flacuchas piernas estaban cubiertas por unas ajustadas calzas negras, y negro era también su alto sombrero, del que sólo se despojaba al entrar en la entrecubierta. En la penumbra de la entrecubierta se adivinaba también la razón de su apego al sombrero: a messer Liutprand no le quedaba ni un solo pelo en su siempre pálida y empolvada cabeza, por culpa de una simple sarna.

Afra fue invitada a la comida que celebraban todos los días el legado y su esposa poco antes del atardecer, en el castillo de popa, junto al capitán, el médico, el padre y el adivino. Tras la discusión que había mantenido el matrimonio, Afra se sentía muy incómoda. Sabía que inspiraba aversión en la esposa del legado y sabía también que el mayor enemigo que puede tener una mujer es otra.

Afra había pasado todo el día en cubierta para huir del terrible hedor que se extendía por toda la bodega del barco. Las olas saladas y la intensa luminosidad del mar Adriático le habían sentado bien. Por primera vez en mucho tiempo había gozado del sosiego necesario para reflexionar. Y si bien hasta poco antes se había cuestionado si no había cometido un disparate al embarcarse en ese viaje y si las fuerzas la acompañarían en la búsqueda del pergamino y el descubrimiento del misterio que lo envolvía, ahora tenía la certeza de encontrarse en el camino correcto. Lo conseguiría. Aunque sólo pudiera contar consigo misma.

El camarote era angosto y estaba situado en la popa, perpendicular al rumbo del barco, encima del timón. En la estancia había el espacio justo para una mesa estrecha y ocho sillas, cuatro a cada lado. A Afra ya le habían sido presentados todos los comensales y le sorprendió cuan silenciosamente permanecían sentados los unos frente a los otros: el legado frente a su esposa Lucrezia, el médico frente al padre y el capitán frente al adivino. Afra tomó asiento en el extremo derecho de la mesa.

Afra desconocía los usos a bordo del buque y, en su inconsciencia, preguntó al capitán cuántas millas había recorrido el Ambrosia desde que había zarpado de Venecia. A bordo era costumbre que la comida común se celebrara en silencio hasta que el legado tomara la palabra y formulara una pregunta a alguno de los comensales, tras la que solía entablarse una conversación trivial.

De aquí que el capitán Luca solicitara con la mirada el consentimiento del legado hasta que éste, con un complaciente gesto de mano, le concedió permiso para responder.

«Unas setenta millas», contestó Luca, y acto seguido agregó que hasta ese momento el viento no les había sido muy propicio. Si las cosas continuaban igual, la travesía hasta Nápoles podría llegar a prolongarse uno o dos días más de lo previsto.

Con el aroma de la carne a la brasa que sirvió el cocinero, un hombre chaparro cuya ropa blanca estaba salpicada de manchas de grasa, a Afra se le hizo la boca agua. Llevaba días sin comer nada salvo algún que otro mendrugo de pan. Además de la carne, de la que se repartió a cada uno un generoso trozo sobre una tablilla de madera, había también pescado en vinagre y un pan redondo y caliente, una opípara colación propia de la alta sociedad. De beber se les sirvió vino en grandes copas de cinc cuyo borde era más cerrado de lo habitual, para que el contenido no se derramara a causa del oleaje.

Mientras Afra daba cuenta del condimentado manjar, notaba que el adivino dirigía la vista hacia ella de forma continua. Ella fingió no percatarse, pero sentía cómo los ojos del hombre, sentado enfrente, en el extremo contrario de la mesa, se le clavaban como cuchillos.

A diferencia de su esposa, Paolo Carriera juzgó inadecuada la conducta del adivino, sobre todo porque Afra, a la vista de todos estaba, se había sonrojado. Para lograr que el adivino desistiera de su comportamiento, reprendió a Liutprand, que también en las comidas llevaba su sombrero:

—Me parece, messer, que cuando lanzasteis vuestra profecía pensabais en una agradable compañía para el viaje.

Messer Liutprand se escandalizó.

—¡No tengo por qué tolerar semejante afirmación!

—No, messer Liutprand no tiene por qué tolerar semejante afirmación —suscribió Donna Lucrezia.

El legado compuso una mueca irónica.

—En ese caso, ¿podéis explicarme a qué se debe que no hayáis apartado vuestra indiscreta mirada de Donna Gysela desde que nos hemos sentado a la mesa?

Liutprand agachó la cabeza.

Para disimular la vergüenza, pero también por curiosidad y porque ella misma estaba implicada, Afra preguntó al legado:

—Habéis mencionado una profecía. ¿Acaso esa profecía se refiere a mí?

—¡Por supuesto que no! —exclamó Lucrezia adelantándose a su esposo.

Paolo le lanzó una mirada burlesca.

—Sería más adecuado que dejaras que a eso respondiera messer Liutprand, amor mío.

Como el adivino guardó silencio y apartó la vista hacia un lado, ofendido, Paolo Carriera explicó con tono pedante:

—Debéis saber que mi esposa es incapaz de enfrentarse a la vida sin su adivino. La víspera de nuestra partida de Venecia, messer Liutprand profetizó que…

—¡Lo leí en las estrellas! ¡Y las estrellas no mienten! —lo interrumpió el adivino.

—… Messer Liutprand leyó en las estrellas que una mujer muy importante para todos nosotros nos acompañaría en el viaje. Y como hasta momentos antes de zarpar no se presentó ninguna mujer que quisiera emprender el viaje con nosotros, yo salí a echar un vistazo y os vi a vos, que además estabais en apuros.

—¿Una mujer importante? —Afra se sonrojó—. Yo soy una simple viuda que os agradece en el alma que la invitarais a subir a bordo. ¡Deberíais haber buscado mejor, señor de Carriera!

Entre murmullos de placer, los comensales se disponían alegremente a seguir satisfaciendo sus estómagos cuando, de pronto, el adivino dio un golpe en la mesa con la copa y, sulfurado, exclamó:

—¡No consiento que mi arte sea ridiculizado de esta manera! ¡Por nadie!

Afra se sobrecogió ante el arrebato de ira del adivino.

—Os ruego que me perdonéis, no pretendía ofenderos, y nada se hallaba más lejos de mi intención que despreciar vuestro arte y a vos. Las dudas se referían sólo a mi persona. Yo soy una humilde mujer y no soy importante para nadie.

Messer Liutprand, sin levantar la cabeza, lanzó a Afra una mirada cargada de recelo que hizo relampaguear el blanco de sus oscuros ojos.

—¿Y cómo podéis saberlo? ¿Acaso conocéis el futuro?

—¡No, nadie sabe lo que sucederá mañana!

En ese instante el adivino se inclinó sobre la mesa con un ademán tan brusco que el sombrero se le ladeó, y acercando su nariz a la de Afra y salpicándole de saliva, le susurró por lo bajo:

—¡Vos no sabéis lo que sucederá mañana, signora, vos no! Sin embargo, ante mis ojos el futuro aparece como un libro abierto. Lo único que necesito es buscar entre sus páginas.

La mujer del legado asentía con gesto de devoción mientras éste se revolvía nervioso en la silla.

—¡Decidnos, pues, de una vez si donna Gysela es esa mujer tan importante para todos nosotros o si yo me equivoqué en la elección!

Como una víbora hambrienta, Liutprand agarró la mano derecha de Afra y volvió la palma hacia arriba. Por un instante sostuvo la mano de Afra como un trofeo, luego bajó la cabeza hasta que su nariz estuvo a punto de rozar la mano, y entonces la olisqueó como un perro. Mientras Liutprand examinaba la palma de la mano de Afra, en la que podía observarse con absoluta claridad una «M» atravesada por varias líneas tangentes, los demás se acercaron para presenciar tan memorable acontecimiento.

El padre observaba con las manos juntas y los ojos desorbitados, el capitán sonreía con arrogancia, al dottore Madathanus parecía inspirarle repugnancia la mano examinada, mientras que el legado enarcaba las cejas, expectante, y fruncía los labios, en señal de escepticismo. Sólo Lucrezia, su esposa, mostraba un vivo interés por el acontecimiento y se tapaba la boca con la mano.

Y fue Lucrezia también quien, rompiendo el repentino silencio, exclamó:

—¡Nada! ¿No es cierto? Esta mujer no tiene ninguna importancia para nosotros.

Sin soltar la mano de Afra, el adivino levantó la vista y negó pausadamente con la cabeza. Acto seguido, fulminó a Lucrezia con una mirada de desaprobación.

—Si permitís que os dé un consejo, Donna Lucrezia —afirmó con gravedad—, deberíais poneros a bien con esta mujer. El motivo no puedo revelároslo, pues como ya sabéis, el honor prohíbe a todo adivino realizar cualquier clase de manifestación sobre la muerte.

Todo el círculo se quedó mirando fijamente a messer Liutprand, como si se hallaran bajo el efecto de un hechizo. Afra sentía una desagradable opresión por la fuerza con que el quiromántico le apretaba los dedos.

El semblante rosado de Lucrezia se había tornado blanco. Afra vio cómo las pestañas de la mujer aleteaban. Ella misma tampoco sabía cómo interpretar las palabras de Liutprand. No sin cierta timidez, preguntó:

—¿Y decís que eso lo habéis leído en mi mano?

—Eso y otras tantas cosas —respondió irritado el adivino.

—¿Otras cosas? ¡Os ruego que me hagáis partícipe de vuestros conocimientos!

—Sí, hacednos partícipes a todos —agregó Paolo Carriera.

Liutprand se hizo el remilgado unos instantes, regocijándose con la tremenda expectación que había despertado en los comensales. Luego volvió a situar la mano de Afra ante sus ojos, casi rozando su nariz, y mientras su mirada escrutaba la palma de la mano, afirmó entrecortadamente:

—Vuestra mano… donna Gysela… revela un… tremendo poder.

La mirada de Afra, avergonzada, recorrió todos los rostros. Nadie dijo una sola palabra. Incluso el legado se abstuvo de hacer observaciones.

—Un poder —prosiguió el adivino— que podría inquietar al propio papa de Roma…

—¿De qué estáis hablando? —inquirió Afra tratando por todos los medios de disimular los nervios. Sentía el pulso de la sangre en las sienes. ¿Tenía el adivino alguna relación con la Logia de los Apóstatas o realmente era capaz de leerlo en su mano?

Sin duda, los videntes eran personas muy buscadas, y algunos tenían la capacidad de predecir el futuro. A menudo se oía hablar de sorprendentes profecías que habían acabado cumpliéndose de forma milagrosa. Sin embargo, con la misma frecuencia muchas de las predicciones resultaban ser descabelladas charlatanerías que poseían tan poco valor como una bula de indulgencia comprada a precio de oro.

Al darse cuenta de que el adivino no estaba por la labor de responder a su pregunta, Afra preguntó con fingida indiferencia:

—Es interesante, messer Liutprand, lo que os revelan las líneas de mi mano. Pero decidme una cosa, ¿no son esas líneas idénticas en todas las personas?

El adivino se echó a reír.

—Donna Gysela, nadie sabe con exactitud cuántos hombres pueblan nuestro planeta; pero hay algo de lo que no cabe la menor duda: entre esas miles y miles de personas no hay dos que tengan las líneas de la mano iguales. Y ¿por qué? Porque cada persona posee su propio destino y lo lleva cincelado en la palma de la mano, como los trazos de un grabado en madera. Eso lo sabía ya el sabio Aristóteles. La mera contemplación de las líneas de la mano le bastaba para averiguar si la vida de una persona sería corta o larga. Yo mismo, si se me permite el apunte, he estudiado astrología y quiromancia en la Universidad de Praga, dos disciplinas que siempre van de la mano. De modo que esta ciencia no me es del todo ajena.

Messer Liutprand continuaba asiendo la mano de Afra. Con la diferencia de que ahora lo hacía sin odio. Sus vivos ojos continuaban brillando mientras examinaban la palma de la mano.

—¿Una viuda, decís que sois? —preguntó.

—Sí —respondió Afra, temerosa. Hasta ese momento la mentira no la había puesto en ningún aprieto. No había motivo alguno para que dudaran de su identidad. De hecho, contaba hasta con un documento que atestiguaba que era Gysela Kuchlerin. Pero la pregunta del adivino no auguraba nada bueno—. ¿Por qué lo preguntáis?

Liutprand le frotó la palma de la mano con los pulgares, como si las líneas hubieran sido dibujadas con sanguina y él intentara borrarlas. Mientras lo hacía, meneaba la cabeza.

—¡No tiene importancia! —exclamó al fin, y de forma inesperada soltó la mano de Afra con brusquedad, como si hubiera tocado un clavo ardiendo.

Entonces intervino Donna Lucrezia, devorada por la curiosidad:

—¡Hablad de una vez, messer Liutprand! ¡Estáis intentando ocultarnos algo!

—¡Sí, hablad! —añadió Afra—. ¿Qué más hay escrito en mi mano?

—Un hombre irrumpirá de manera inesperada en vuestra vida. Y el encuentro con él presagia felicidad para vos, y también tristeza.

Afra bajó la cabeza. La avergonzó que el augurio se hubiera pronunciado delante de todos. Habría querido preguntarle miles de cosas a messer Liutprand, pero la presencia de los demás comensales, que parecían deleitarse con su futuro, la hizo contenerse. Como si no hubiera tomado del todo en serio las palabras del adivino, Afra señaló:

—No son unas malas perspectivas, si os he entendido bien. Liutprand se ajustó el sombrero.

—Todo depende de la forma en que vos afrontéis vuestro destino.

—¿Qué significa eso?

—Bueno, veréis, el destino de todas las personas está escrito, pero el provecho que de él pueda sacarse está en manos de cada cual. El encuentro con un hombre puede procurarle felicidad a una mujer. Sin embargo, de igual manera que el más dulce de los vinos puede convertirse en agrio vinagre si es tratado de modo equivocado, el encuentro entre dos personas puede convertirse en un infierno, aunque en un principio presagiara la gloria.

—Con eso queréis decir que…

Liutprand alzó las manos con un gesto negativo.

—En absoluto, donna Gysela, lo único que pretendo es advertiros que la felicidad que aguarda en el futuro debe cuidarse igual que una planta tierna y frágil.

Las palabras del adivino dejaron a Afra pensativa. Pero sus ensoñaciones se desvanecieron al oír la voz de Lucrezia.

—Por el modo en el que habláis —increpó a messer Liutprand en tono de reproche— parece que fuera donna Gysela y no yo la que os da trabajo y sustento.

—Como os dije ya con anterioridad, donna Gysela se encuentra más cerca de vos de lo que creéis. ¡No lo olvidéis, donna Lucrezia! —Liutprand se levantó y lanzó una mirada reprobatoria a la esposa del legado. Acto seguido, atravesó con fuertes pisadas el camarote y se marchó. Los demás lo siguieron en silencio.

Ya era de noche cuando Afra salió a cubierta. Soplaba una brisa templada del oeste y el Ambrosia avanzaba renqueante, entre gemidos y lamentos, como un leñador al que ya no acompañan las fuerzas. Las estrellas brillaban en el cielo como relucientes frutas en un árbol otoñal.

Antes de bajar a las hediondas cubiertas del barco, Afra respiró hondo hasta llenar sus pulmones con el aire fresco de la noche. Luego se dirigió a la entrecubierta y se metió en su camarote.

Afra tardó mucho en conciliar el sueño. El ruido estridente y penetrante de las campanas retumbó en sus oídos de madrugada. Las fuertes voces de mando se extendían por la entrecubierta. El revuelo era tremendo.

Entre sueños, Afra oía gritos nerviosos de «¡Piratas, piratas!». Y en medio de los gritos el repique de las campanas, una y otra vez.

De pronto, la puerta de su camarote se abrió bruscamente. Afra se tapó con la manta hasta el cuello.

—¡Donna Gysela! —exclamó la voz del capitán—. ¡Por el este se aproxima un barco con corsarios a bordo! —Luca arrojó unas ropas sobre la cama de Afra—. Poneos eso, rápido. Es ropa de hombre. ¡Si nos asaltan, como mujer lo tenéis muy negro!

Antes de que Afra pudiera responder, el capitán había desaparecido. A toda prisa se vistió con la ropa de hombre, se puso unos calzones que le llegaban hasta las rodillas, encima una camisa ancha y una chaqueta con botones de madera. Bajo una redonda gorra de cuero, que por detrás le cubría hasta la nuca, ocultó su voluminoso cabello. No había un espejo donde poder verse con el disfraz; pero Afra se sintió mucho menos incómoda de lo que había imaginado.

En cubierta todos los marineros estaban arriando las velas. Las inmensas lonas suponían el mayor peligro en un galeón como el Ambrosia. Resultaba muy sencillo prenderles fuego. Aunque sin velas el majestuoso barco del legado era ingobernable, el armamento, que los marineros manejaban a la perfección, bastaba para hundir a cualquier agresor o, cuando menos, para darse a la fuga.

Naturalmente, los corsarios, que solían proceder del este y sustentaban a ciudades enteras, conocían esta táctica, y trataban de maniobrar con sus barcos, la mayoría de los cuales disponían de remeros adicionales, hasta abordar al barco enemigo. El navío que se acercaba lentamente por el este parecía llevar esa intención. Desde lejos se apreciaba con claridad cómo los remos, en dos hileras superpuestas, emergían del agua y volvían a sumergirse. Los piratas también habían recogido las velas de su barco. En el palo mayor faltaba la bandera que indicaba la procedencia del galeón, una señal inequívoca de las turbias intenciones de sus ocupantes.

En cubierta, el capitán dio la voz de mando:

—¡Todos los cañones a babor! ¡Mosquetes y arcabuces a sus puestos, la mitad a babor y la otra mitad a estribor!

Esforzándose con todo su afán, los moros empujaron y arrastraron cuatro cañones hasta el lateral izquierdo del barco y amarraron cada uno de ellos al soporte destinado a tal efecto.

—¡Rápido, apresuraos, si no queréis ir todos a pique! —gritó el capitán. Su voz traslucía cada vez mayor nerviosismo—. ¡Cargando armas y cañones!

Los marineros formaron una cadena y, desde la cubierta baja, comenzaron a pasarse unos a otros pequeños barriles y cajas con pólvora negra. Una vez en cubierta, cañones y armas eran cargados, respectivamente, por dos hombres. Delante del castillo de popa había una docena larga de ballestas bien tensadas.

Mientras el navío corsario avanzaba de forma inexorable, el capitán Luca se subió a un barril vacío de pólvora para hacerse oír mejor, y en ese instante se oyó gritar al oficial de guardia desde la cofa:

—¡Otro barco a la vista por el este-sur-este!

Entrecerrando los ojos y con la mano a la altura de las cejas, el capitán miró en esa dirección. Aproximadamente una milla por detrás del barco enemigo, divisó un segundo navío. Aunque todavía no tenían la certeza de que ambos estuvieran confabulados, existía la clara sospecha de que pudiera ser así. A los piratas turcos y albaneses les gustaba actuar juntos.

El primer barco se acercó, amenazante, a tiro de una ballesta. El capitán y su tripulación debían adelantarse. Por lo general, los corsarios no disponían de armas de fuego que hubieran de tomarse demasiado en serio, aunque la destreza de sus arqueros y ballesteros era muy temida. Aquel que deseara vencer a los piratas debía, por tanto, atacar antes de que éstos arrojaran sus flechas.

El capitán gritó más fuerte aún:

—¿Cañones preparados?

—¡Cañones listos! —respondió la marinería.

—¡Fuego!

Los artificieros encendieron las mechas.

Pareció pasar una auténtica eternidad hasta que la llama llegó a la boca de fuego. A continuación una atronadora detonación perturbó la madrugada, una nube de un gris blanquecino con forma de seta gigante se elevó hacia el cielo y nubló por completo la visibilidad en cubierta.

Afra, ataviada con su disfraz, se había refugiado bajo el castillo de proa, un lugar más o menos seguro que le había asignado el capitán. Ahora tosía tratando de coger aire. Tenía la sensación de que los cañonazos le habían resquebrajado los pulmones.

Nada más disiparse la humareda, se vio con claridad que los dos cañones habían errado el tiro.

—¡Cargad de nuevo! —ordenó el capitán—. ¡El resto, a los arcabuces y mosquetes!

Con un gran griterío, los tiradores se precipitaron hacia sus armas. Entretanto, las primeras flechas enemigas golpearon contra el costado del barco. El barco pirata estaba tan cerca que era posible distinguir a los tripulantes de la cubierta.

—¡Fuego! ¡Fuego! —bramó el capitán.

Acto seguido, como si hubiera comenzado el Juicio Final, se desató un caos infernal. El aire parecía vibrar con el estallido de los cañonazos. Todo apestaba a pólvora y a hierro candente. Y los mosqueteros y arcabuceros celebraban cada uno de los disparos de su arma con un estridente grito, como si hubieran sido alcanzados por el enemigo. Aterrorizada, Afra se tapó los oídos.

Los disparos cesaron de forma repentina. Desde la cofa, el oficial de guardia exclamó:

—¡El barco enemigo intenta ponerse en facha!

—Cañones tres y cuatro, ¡fuego! —gritó el capitán.

Los cañoneros encendieron las mechas.

Pero los piratas los estaban aguardando. Porque ahora, hallándose muy cerca, como se hallaba el galeón, a tiro de flecha, estaba a merced de los ballesteros de los corsarios. Las flechas llovían sobre los cañones como una plaga de langostas. El primer hombre abatido cayó al suelo lanzando un grito. En ese mismo instante explosionó el tercer cañón, y acto seguido el cuarto. En medio de la humareda que lo cubría todo se oían los impactos de las flechas, el crujir de la madera y los gritos de auxilio de los heridos.

—¡Objetivo alcanzado! —anunció el oficial de guardia desde la cofa.

Pero las flechas de los piratas continuaban acribillando el Ambrosia.

Cuando el humo se hubo disipado, pudo apreciarse el acierto de los artilleros: uno de los tiros había alcanzado el palo mayor del barco pirata, y éste había caído como un árbol derribado por una tormenta otoñal. Varios cadáveres flotaban en el mar en extrañas posiciones, entre tablones despedazados. Pero los corsarios no se rendían.

Guarecidos tras las escotillas cerradas, los remeros azotaban el agua y se acercaban cada vez más. La táctica de los piratas era evidente. Lo dispondrían todo para abordar el Ambrosia con el propósito de solventar el enfrentamiento en un combate cuerpo a cuerpo. Había que evitarlo por todos los medios.

Mientras el capitán ordenaba a los arcabuceros que volvieran a disparar y los tiradores apuntaban con sus armas al enemigo, se oyeron los zumbidos de las primeras saetas incendiarias al caer sobre la cubierta. Las puntas de las saetas estaban impregnadas en brea, y las llamas eran capaces de devorar el casco y la estructura de un barco a la velocidad del viento. Al mismo tiempo, los tiradores del barco pirata, agazapados, apuntaban a blancos aislados.

Acurrucada al pie del castillo de proa, con las piernas encogidas, la barbilla apoyada sobre las rodillas y los ojos fuera de las órbitas, Afra seguía el combate. Curiosamente, no sentía miedo. Había sobrevivido a la peste, y algo en su interior le decía que saldría de ese asalto sana y salva.

Los arcabuceros abrieron fuego y, entre los estallidos y el humo, Afra alcanzó a ver que una flecha de fuego había entrado por la ventana del castillo de popa y el camarote ardía en llamas. Una humareda negra brotaba de él y, al cabo de un instante, la puerta se abrió y el legado se precipitó sobre la cubierta. Mareado, Paolo Carriera se abrazó a la puerta tambaleante. Acto seguido, cayó al suelo inconsciente y, al desplomarse, cerró el camarote.

¿Dónde estaba Lucrezia?

Afra sabía que la mujer del legado permanecía en el interior del camarote. Pero si quería sacarla de allí, antes debía atravesar toda la cubierta, lo cual la convertiría en un blanco fácil para los piratas. Era cierto que donna Lucrezia la había tratado con tremenda hostilidad. Sin embargo, ¿justificaba eso que ahora ella la abandonara, condenándola a una muerte segura?

Ángeles y demonios libraban una batalla en su cabeza. Y mientras Afra, con el corazón en un puño, trataba de tomar una decisión, mientras el bien amenazaba con derrotar al mal, el legado volvió en sí por un momento y, arrastrándose por la cubierta, se puso a salvo de las flechas enemigas. Él no parecía ser consciente del hecho de que Lucrezia continuaba dentro del camarote.

El humo que brotaba del camarote era cada vez más denso. Y de pronto, contra toda esperanza, donna Lucrezia apareció por la puerta. Aunque lucía ropas de hombre y un casquete, Afra la reconoció de inmediato. Lucrezia tosía y boqueaba como un pez moribundo fuera del agua. Con las últimas fuerzas, se aferró a la puerta del camarote.

Afra se sintió aliviada. Lucrezia había tomado la decisión por ella. Pero al pararse a pensarlo, Afra se avergonzó de haber dudado. Y de pronto, sus miradas se cruzaron. Afra y Lucrezia se quedaron mirándose fijamente, en silencio.

Finalmente Lucrezia salió del camarote y cerró la puerta tras de sí. Permaneció inmóvil, apoyada en la puerta, tratando de recuperar la respiración. Después se limpió el sudor de la frente con la manga.

Por el rabillo del ojo, Afra vio que en la cubierta del barco pirata uno de los arqueros apuntaba con su arma. Con la mano izquierda, el fornido muchacho tensó el arco de tal modo que parecía a punto de partirse. A ojo, a Afra le dio la sensación de que el tirador apuntaba a Lucrezia.

Sin pensarlo dos veces, Afra se levantó de un salto y, bajo el zumbido de las flechas que sobrevolaban la cubierta, echó a correr hacia Lucrezia, se abalanzó sobre ella y la tiró al suelo. Justo a tiempo, pues en ese mismo instante la flecha del fornido tirador impactó contra la puerta del camarote con un golpe seco. Después su cimbreo produjo un sonido vibrante, similar al de las cuerdas heridas al puntear un instrumento.

Las dos mujeres se quedaron paralizadas, con los ojos clavados en la saeta mortal. Lucrezia parecía ser incapaz de realizar cualquier movimiento. Afra, por el contrario, volvió en sí de inmediato. Agarró a Lucrezia por la muñeca y arrastró a la aturdida mujer por la cubierta hasta el castillo de proa, donde ella se había cobijado durante el ataque.

Nada más guarecerse a salvo bajo el saledizo del castillo, dos fuertes explosiones hicieron vibrar el aire, seguidas por un estruendo que retumbó en sus oídos como el trueno de una tormenta estival.

—¡Enemigo alcanzado! —bramó el capitán, bailando como un fauno sobre la cubierta superior.

Afra no comprendió la magnitud del hecho hasta que vio que la proa del galeón enemigo comenzaba a elevarse, lentamente al principio, casi remisa, pero luego cada vez más impetuosa y embravecida, cual caballo desbocado, hasta que el barco quedó erguido en el agua. Entre gritos, los piratas se arrojaron al mar. Algunos intentaron nadar hacia el Ambrosia para salvarse, pero los arcabuceros no tuvieron compasión alguna y dispararon hasta que las olas hubieron engullido al último de los corsarios.

El agua entre el buque naufragado y el Ambrosia se tiñó de rojo. Tablones, maderos, barriles y cajas eran arrastrados por las olas.

Por unos instantes, el barco pirata se mantuvo suspendido con la proa enhiesta, dando la sensación de que hubiera soltado todo su lastre, hasta que de súbito, como si obedeciera una orden secreta, desapareció en las profundidades. El Ambrosia daba vueltas, arrastrado por la corriente arremolinada que provocaba el hundimiento del barco pirata. Los marineros gritaban y agitaban las armas en señal de victoria. Nada más anunciarse desde la cofa que el segundo barco había cambiado el rumbo para darse a la fuga, la alegría de la tripulación se desbordó.

Afra, de rodillas, había contemplado cómo se había ido a pique el galeón enemigo, mientras Lucrezia, tendida de espaldas junto a ella, boqueaba para intentar coger aire.

—¡Castigo…! —farfullaba una vez tras otra—. ¡Divino…! —Pero apenas se la entendía. Afra se inclinó sobre ella, y entonces leyó en los labios de Lucrezia—: ¡Castillo! ¡Adivino!

—¿Adivino? ¡Liutprand! ¿Dónde está Liutprand?

Sin apenas energía, Lucrezia levantó la mano y señaló hacia el castillo de popa. Por la ventana destruida por los disparos y la ranura de la puerta seguía brotando una densa humareda negra.

Afra se puso en pie e hizo una señal a uno de los arcabuceros para que la siguiera.

La cubierta superior estaba resbaladiza, cubierta de sangre y erizada de flechas. En medio del alborozo y la euforia de la victoria, nadie parecía preocuparse por los dos marineros muertos. Afra señaló hacia adelante.

En un primer momento el marinero dudó si adentrarse en la nube de humo del castillo de popa, pero al ver que Afra entraba sin vacilar, la siguió. Tapándose la boca con el brazo, Afra se abrió paso entre el humo. Con un gesto, indicó al marinero que mirara en el camarote de la derecha. Ella miró en el de la izquierda.

El humo procedía del camarote de Lucrezia. La puerta estaba entreabierta. Afra la abrió con el pie. Una flecha había prendido fuego a la cama de Lucrezia. La paja que servía de base continuaba ardiendo lentamente. Cuando ya se disponía a salir de la habitación, Afra descubrió al adivino en el suelo. Liutprand yacía inmóvil boca abajo, con la cabeza apoyada sobre los brazos, como si se hubiera negado a ver lo que estaba sucediéndole. Afra pidió ayuda al marinero.

Entre los dos sacaron a Liutprand a rastras y lo tendieron sobre la cubierta superior, donde Paolo Carriera fue a su encuentro. Todavía parecía un tanto aturdido, pues no mostró demasiado interés por el adivino.

—¡Tenéis que llamar al médico! —apremió Afra al legado.

Carriera asintió. A continuación se acercó a Afra y, mirando hacia la flecha clavada en la puerta del camarote, dijo entrecortadamente:

—Vos le habéis salvado la vida a donna Lucrezia… —Sus palabras sonaron torpes.

—¡No ha sido nada! —respondió Afra—. Traed al médico. Creo que messer Liutprand está muerto.

Apenas había acabado la frase cuando Liutprand abrió los ojos. Con la calva al descubierto, sin su elegante sombrero, ofrecía un aspecto lamentable.

—¡Cielo santo, está vivo! —exclamó una voz débil.

Lucrezia acababa de llegar.

—¡Está vivo! —repitió el legado.

El pecho de Liutprand se hinchaba y se hundía a un ritmo desigual, con movimientos espasmódicos. El adivino jadeaba, dando bruscas bocanadas para tomar aire.

De la cubierta baja salieron arrastrándose el doctor Madathanus y el padre. Deslumbrados por la claridad de la luz, miraron estupefactos a su alrededor. Al reparar en Liutprand, tendido sobre los tablones sin apenas aliento, el médico se agachó junto a él y colocó su oreja sobre el pecho del adivino, mientras el padre —qué otra cosa podía hacer— juntaba las manos y murmuraba entre dientes una oración incomprensible.

—¡Decidnos algo! —interpeló Lucrezia al médico.

Éste levantó la vista y meneó la cabeza.

Lucrezia se dio la vuelta y se llevó las manos a la cara. En la cubierta superior cesó el alboroto. Todos los marineros formaron un corro alrededor del adivino, tendido en el suelo, y contemplaron la escena.

—¿Qué hacéis todos ahí curioseando, cuadrilla de infieles miserables? —bramó el capitán, furibundo—. Apagad el incendio del castillo de popa, arrojad los cadáveres por la borda y limpiad la cubierta. ¡A trabajar!

Los marineros se marcharon refunfuñando. Algunos cargaron agua con cubos de madera y poco tiempo después los rescoldos del castillo estaban apagados. Por lo demás, el Ambrosia había sufrido muy pocos daños.

Titubeante, el médico bajó de nuevo la mirada hacia el adivino. Afra, que se percató del gesto del doctor, le increpó encorajinada:

—Doctor Madathanus, ¿por qué no hacéis nada?

—Me temo que… —respondió, encogiéndose de hombros.

—¡Dadle un elixir o alguno de vuestros remedios milagrosos! ¡Quedarse de brazos cruzados seguro que no lo ayudará!

El legado asintió y Madathanus se marchó hacia la cubierta baja.

A Liutprand cada vez le costaba más respirar. Los espasmos le provocaban sacudidas, lo cual dio un motivo al padre para aumentar, en la misma medida, el volumen y el fervor de sus oraciones.

Afra continuaba arrodillada junto al adivino. De forma inesperada, éste abrió los ojos y con una expresión muy despierta, casi picara, le indicó con una leve señal que se acercara, como si quisiera susurrarle algo al oído. Afra obedeció y se inclinó sobre el agonizante.

A Liutprand le costaba un esfuerzo bárbaro hablar. Eso era evidente. Sin embargo, muy despacio, susurró de modo que todos pudieron oírle:

—Me habría gustado ver con mis propios… cómo una mujer… doblega al sumo pontífice.

Ésas fueron las últimas palabras del adivino, que, como todos los adivinos, creía conocer el destino de todos los demás y al que, sin embargo, jamás le fue revelado el suyo.

Cuando Lucrezia comprendió que messer Liutprand había muerto, comenzó a chillar y a dar golpes a diestro y siniestro, totalmente fuera de sí. Alzando las manos hacia el cielo, maldijo a los infieles corsarios y dio gracias a Dios por haberlos condenado a un justo castigo. Paolo Carriera y el padre tuvieron que forcejear con ella para impedir que se clavara una de las flechas enemigas, esparcidas por doquier.

Una vez que Lucrezia se hubo calmado, comenzó entonces a lamentarse porque el legado había dado la orden al capitán de envolver el cadáver del adivino en una sábana y arrojarlo al mar. Y sólo cuando el padre le juró por Dios que era ésa una práctica totalmente aceptada por la Santa Madre Iglesia y autorizada de forma expresa por el papa, Lucrezia dio su consentimiento.

Así pues, el difunto adivino fue enrollado en una vela blanca del bauprés, que era lo más apropiado para la ocasión. Además, para mayor seguridad, introdujeron en el sudario una cruz y dos piedras de las que solían emplearse para lastrar los barriles de las salazones. Cuando la tripulación hubo formado filas y el padre hubo pronunciado una oración y tres Requiescat in pace, dos marineros arrojaron a messer Liutprand al mar.

La limpieza de los restos de la batalla los mantuvo ocupados todo el día. Ya estaba atardeciendo cuando el capitán Luca dio la orden de izar las velas.

La comida en el castillo de popa transcurrió en completo silencio hasta que, finalmente, el legado alzó su copa y exclamó en tono solemne:

—Brindemos por messer Liutprand, que fue durante muchos años un leal compañero.

—¡Por Liutprand! —repitieron todos los comensales con una sola voz.

Lucrezia sacudió la cabeza.

—Yo no sé si podré vivir sin él…

Sus palabras nacían de la más absoluta sinceridad. Durante casi diez años, el adivino la había aconsejado en todas sus decisiones y había respondido a cuantas preguntas el padre no había sabido dar respuesta. Y aunque el legado hubiera escuchado siempre sus predicciones con recelo, siempre había sabido apreciar la inteligencia y la experiencia del adivino.

—Buscaremos otro adivino —terció Paolo Carriera, tratando de tranquilizar a Lucrezia—. Nadie en esta vida es insustituible.

—¡Messer Liutprand sí! —exclamó Lucrezia ofuscada como un niño rabioso—. Era una persona muy especial.

Afra asintió, lo cual dio pie a que el legado comentara:

—También messer Liutprand ejercía sobre vos una influencia muy especial. ¿O me equivoco?

—En absoluto —respondió Afra.

—Me da la sensación, sin embargo, de que vos, o mejor dicho, vuestro destino impresionó también a messer Liutprand. Después de todo sus últimas palabras iban dirigidas a vos.

Afra miró a los comensales avergonzada.

—¿Qué fue exactamente lo que dijo? —prosiguió Paolo Carriera—. Si no flaquea mi memoria, Liutprand dijo que le habría gustado ver cómo una mujer doblegaba al sumo pontífice. Una frase digna de ser recordada. ¿Podéis darnos alguna explicación?

Afra tampoco podía dejar de pensar en las palabras de Liutprand. Ciertamente, el adivino era un maestro en su arte. Si su aseveración era cierta, sin duda guardaba relación con el pergamino. En Estrasburgo, las enigmáticas insinuaciones del hermano Dominico habían apuntado en una dirección similar.

Absorta en sus pensamientos, Afra respondió:

—No, messer Paolo, a decir verdad no puedo dar ninguna explicación. No obstante, sí quisiera recordar que no es extraño que un hombre al borde de la muerte desvaríe.

—Sin embargo, sus palabras destilaban cordura y lucidez. En ellas se adivinaba más bien la intención de mofarse de algo.

—¿Mofarse del papa de Roma? —preguntó el padre escandalizado, y dibujó una pequeña señal de la cruz en el aire.

El legado se inclinó sobre la mesa y, apoyado en los codos, se dirigió al padre:

—¿A quién llamaríais vos pontífice, si no es al papa de Roma? El padre asintió sin responder.

Durante un rato, un incómodo mutismo reinó entre los comensales hasta que el legado rompió el silencio.

—Me parece… —anunció, titubeante— que hay algo de lo que donna Lucrezia quiere hacernos partícipes a todos.

La esposa del legado se aclaró la garganta y, en tono ceremonioso, declaró:

—Probablemente todos sabéis ya, y quienes todavía no estuvieran al corriente, lo han de saber, que durante el asalto de hoy donna Gysela me salvó la vida. De no haber sido por su coraje, yo me hallaría ahora mismo envuelta en una vela en el fondo del mar, como messer Liutprand. —Lucrezia tragó saliva—. La admiración que inspira su proeza es tanto mayor por cuanto que yo, sin razón alguna, la he tratado con desprecio y desafecto. —Entonces se volvió a Afra y agregó—: Espero que podáis perdonarme.

—No tenéis por qué disculparos, donna Lucrezia. Después de todo fui yo quien irrumpió de pronto en vuestra vida. Además, no hice sino lo que dicta la caridad cristiana.

Afra se sintió incómoda al decir esas palabras. Era plenamente consciente de que no era el mandamiento de la caridad cristiana, sino un misterioso impulso irreflexivo lo que la había llevado a salvar a Lucrezia de la saeta mortal del corsario.

—Sea como fuere —repuso Lucrezia, rechazando con un gesto de la mano los argumentos de Afra—, os debo la vida. Y para agradecéroslo os ruego que aceptéis lo más valioso que poseo.

Con los ojos desorbitados, Afra observó cómo la mujer se quitaba del dedo una inmensa sortija adornada con un rubí y cinco diamantes alrededor.

—Este anillo tiene una larga historia. La inscripción del interior promete a su portador un futuro feliz.

Afra se quedó muda. Nunca había tenido joyas. Y que algún día llegaría a poseer una sortija de oro con piedras preciosas era algo que ni siquiera se había atrevido a soñar. Con un gesto reverencial cogió el anillo entre los dedos índice y pulgar.

—¡Tomadlo, es para vos! —insistió Lucrezia.

—Pero no puedo…, no puedo aceptarlo —respondió Afra entre tartamudeos cuando al fin recuperó el habla—, de veras que no, donna Lucrezia. ¡Es un regalo demasiado valioso!

Lucrezia sonrió con aire de suficiencia.

—¿Qué vale más que la vida? Sin duda es más valiosa que el oro y las piedras preciosas. Quedaos el anillo y llevadlo con orgullo.

Obnubilada, Afra se colocó la sortija en el dedo anular de la mano izquierda. Al verlo brillar a la luz de la vela, le vino a la mente el recuerdo de las historias y leyendas sobre épocas remotas que su padre le contaba cuando niña. En su imaginación, las reinas y las princesas de esas historias llevaban anillos como ése. Sin embargo, ahora era ella la que lucía uno de esos anillos en la mano. Estaba al borde de las lágrimas.

El resto de la comida estuvo marcado por la desolación. El hecho de que una de las personas que la noche anterior había estado sentada con ellos a la mesa hubiera muerto pesaba en el ánimo de todos los comensales. La pérdida había afectado incluso al legado, pese a que Liutprand no era precisamente santo de su devoción, y tal fue la cantidad de vino que bebió que al final se le caían los párpados y su estómago terminó por rebelarse. Pesadamente se levantó de la silla, salió del camarote tambaleándose y eructando; luego sacó la cabeza por la borda y vomitó en el mar. Cuando ya todos se retiraban a sus aposentos, Lucrezia abrazó a Afra y le dio un beso en la mejilla.

El ataque de los corsarios les había hecho perder toda una jornada de viaje, pero los días siguientes los vientos serían propicios. Y gracias a ello, diez días después de que hubiera zarpado de Venecia, el Ambrosia arribaba sano y salvo a su puerto de origen, Nápoles.

Nápoles, que se hallaba en el golfo situado entre el monte Calvario y el inmenso castillo de San Elmo, era una ciudad muy populosa donde la miseria de los pescadores y las gentes de mar contrastaba con la ostentación del clero y de las innumerables iglesias. Nápoles era ruidosa, sucia y rebelde, pero la vista de la ciudad, con el cono truncado de un volcán al fondo y el golfo abierto hacia el sur, era inigualable. Los napolitanos, un pueblo en realidad inexistente, pues la población estaba formada por una variopinta mezcla de naciones y razas, sostenían que su ciudad sólo podía ser amada u odiada, que no había término medio.

El legado y donna Lucrezia se contaban, sin duda alguna, entre aquellos que amaban Nápoles. Tras sus largas ausencias, siempre se sentían ansiosos por regresar a su ciudad. Y eso a pesar de que el palazzo en el que residían en Venecia superaba en lujo su casa napolitana, ubicada en las faldas del monte Posillipo.

Aun cuando Afra había terminado ganándose el sincero afecto de Lucrezia y su esposo, y pese a que gozaba de una habitación propia con vistas al golfo de Nápoles en la residencia de los Carriera, le dio a entender al legado que no quería seguir abusando de su hospitalidad. Afra no acababa de sentirse del todo a gusto viajando con un nombre falso.

De inmediato, el legado se mostró dispuesto a poner a disposición de Afra un carruaje y un cochero. Éste la acompañaría hasta Montecassino y la llevaría de nuevo de regreso a Nápoles, sana y salva. Pero Afra declinó el ofrecimiento. Finalmente Paolo Carriera entregó a Afra un carro de viaje de dos ruedas y el mejor de sus caballos como regalo, e insistió en que los aceptara, junto con una bolsa de dinero.

Agasajada con tales presentes, Afra emprendió su viaje. Y pese a haber transcurrido mucho tiempo desde la última vez que hubiera conducido un carro de caballos, el vigoroso corcel se dejaba llevar por las riendas con docilidad. El legado le había recomendado que tomara la vía Apia. Estaba empedrada y el ancho de la calzada permitía que pudieran cruzarse dos carros.