Por un día y una noche
Estaban sedientas, hambrientas y, además, agotadas, hasta tal extremo que apenas podían mantenerse sentadas en el pescante. Sin embargo, cuando vieron aparecer por el oeste la silueta de la ciudad, se olvidaron por completo del hambre, la sed y el agotamiento. Gysela arreó los caballos hasta que trotaron como no lo habían hecho durante los nueve días de viaje, tanto que Afra tuvo que agarrarse con fuerza al asiento para no caer.
Aunque los rocines eran resistentes, y la viuda Kuchlerin, una experimentada conductora, el viaje de Estrasburgo a Salzburgo había durado dos días más de lo previsto. La culpa había sido de la fuerte tormenta que las había sorprendido en la región de Suabia. Gysela Kuchlerin, temiendo por la mercancía, había buscado refugio en una granja aislada de las proximidades de Landsberg. Pero al día siguiente, cuando quisieron reemprender el viaje, encontraron los caminos inundados y en más de una ocasión las ruedas se hundieron en el barro hasta los ejes. Además, en algunos lugares, las ramas caídas cortaban el paso.
El sol otoñal comenzaba a ponerse tras la montaña de Mönchberg dejando la ciudad, extendida sobre el valle, sumergida en la penumbra. Salzburgo no era una ciudad muy grande, más agraciada por el encanto del entorno que por su arquitectura. Una formidable y casi inexpugnable fortaleza que rodeaba la ciudad, varios conventos a ambos lados del río Salzach, una catedral inmensa, y alguna que otra majestuosa casa en las cercanías del mercado; no había mucho más digno de mención.
Decididamente, la grandeza de Salzburgo residía en su ubicación. Allí confluían las vías más importantes que atravesaban de norte a sur y de este a oeste, y por el Salzach —que así se llamaba el río, en ocasiones, torrencial— se transportaba la apreciada sal extraída de la montaña.
Un carretero que les cedió el paso en la puerta de la ciudad les recomendó con insistencia la hospedería Bruckenwirt, donde, según dijo, tanto ellas como sus caballos recibirían un trato inmejorable. Además, la llegada a Salzburgo de un carro llevado por dos mujeres solas no llamaba tanto la atención como en los pueblos donde hasta entonces se habían parado a descansar.
El dueño de la hospedería, situada en la otra orilla del río, atendió a las dos mujeres con extraordinaria amabilidad y sin dar ninguna muestra de desconfianza, como les había sucedido en anteriores ocasiones. Él tenía olfato para las meretrices y las mujeres de vida alegre, como se llamaba a las prostitutas, y jamás habría consentido que una de ellas se alojara bajo su techo. El majestuoso carruaje bastaba para advertir que Gysela y Afra eran damas distinguidas, dignas de ser respetadas.
A lo largo del fatigoso viaje Afra y Gysela habían intimado; el destino les había deparado la misma suerte y eso las unía. Las dos, aunque por motivos diferentes, habían perdido a sus esposos y se habían visto obligadas a afrontar solas el futuro. No obstante, la viuda del tejedor, sólo unos años mayor que Afra, había hablado durante el largo viaje mucho más que Afra. Ésta, en cambio, se había limitado a contar algunos fragmentos de su vida, sin muchos pormenores, y había eludido las insistentes preguntas de la viuda sobre el verdadero motivo de su viaje.
Cuando los mozos de cuadras de la hospedería se hubieron hecho cargo del carro y los caballos, las mujeres se dirigieron al comedor para saciar el hambre y la sed. Los clientes eran, en su mayoría, rudos muchachos que descendían el río con los bateles de sal, llamados plätten, y hacían un alto allí. Al ver a las dos viajeras solas, se quedaron con la boca abierta. Algunos comenzaron a hacer gestos groseros con las manos y otros intercambiaron elocuentes miradas.
Por un momento el comedor quedó en completo silencio. Hasta que, después de encontrar un sitio en el extremo de una larga mesa, Gysela exclamó:
—¿Os habéis quedado mudos? ¿O acaso nunca habíais visto dos mujeres bien plantadas?
Los hombres se apocaron ante la resuelta actitud de la viuda Kuchlerin. De inmediato retomaron sus conversaciones y, poco tiempo después, los bateleros dejaron de prestar atención a las dos mujeres.
Los comedores como el de la hospedería Bruckenwirt servían también de centros de reunión para el intercambio de información. Había carreteros y viajantes, sin embargo, que no soltaban prenda a menos que se los retribuyera con bebida y comida. Y así acontecía de cuando en cuando que, por conseguir un plato de comida, hablaban de asesinatos que nunca tuvieron lugar o de milagros que jamás se produjeron. Pero pese a ello, todo el mundo, desde los mendigos hasta los nobles de la ciudad, esperaban ansiosos los chismes y cuentos que se relataban allí. Porque el caso era tener temas de conversación, aunque al final resultaran ser mentira.
En el mismo tono que empleaban los predicadores, un barquero que, a juzgar por su vestimenta, no atravesaba por su mejor momento, contó que había visto con sus propios ojos cómo un hombre se había elevado por los aires subido a un dragón de tela y había caído al suelo unos palmos más allá, sano y salvo. Al parecer, había logrado realizar esa hazaña con ayuda del calor y del fuego que había encendido debajo del dragón de tela. Un mercader del norte había oído por el camino que la ballesta había sido retirada como arma para la guerra y que, a partir de ese momento, sólo se emplearía artillería de pólvora, capaz de lanzar contra el enemigo bolas de hierro de una libra a media milla de distancia.
Instintivamente Afra pegó un respingo cuando un viajero del Rin comenzó a hablar de Ulm. Iba a ser la primera ciudad alemana donde prohibirían que los cerdos y las aves de corral anduvieran por las calles. De ese modo esperaban evitar que llegara la peste, que estaba causando estragos en toda Francia e Italia y arrebatando la vida a miles de personas.
La peste era el tema principal de conversación entre los viajeros reunidos allí ese día. En cualquier momento y lugar podía brotar de nuevo la temida epidemia. Los mercaderes y las gentes ambulantes contribuían a que la mortal enfermedad se propagara como el viento de país en país.
Y aconteció así que un hombre ataviado de negro, cuyo hábito con alzacuello blanco y mangas de holgados puños indicaban que ostentaba el grado de maestre, sembró el temor entre los demás al anunciar, orgulloso, que él había estado en Venecia, donde acababa de declararse la epidemia, y no había contraído la enfermedad. Acto seguido los comensales que lo rodeaban y que hasta el momento habían escuchado con gran interés sus explicaciones sobre el arte y la cultura de los pueblos del sur, comenzaron a apartarse hasta que el maestre se quedó solo y no volvió a abrir la boca.
Hartas de la suculenta cena y de escuchar toda clase de historias macabras, Afra y Gysela se retiraron a su habitación, donde, al igual que todas las noches anteriores, compartían cama.
Hacia la medianoche, la monótona cantinela del alguacil de noche, que retumbaba por toda la Bruckengasse, despertó a Afra. La potente y atronadora voz se fue extinguiendo, pero pasó el tiempo y Afra seguía sin poder conciliar el sueño. No podía dejar de pensar en el pergamino escondido en el libro, que ya sentía muy cerca.
En un momento dado, entre el sueño y la vigilia, notó que una mano le acariciaba los pechos con suavidad, descendía por su vientre y se deslizaba entre sus piernas, estimulándola con un movimiento circular. Afra se asustó.
Hasta ese instante nada en el comportamiento de Gysela hacía pensar que se sintiera atraída por sus iguales. Pero más que eso, lo que generó inquietud en Afra fue ver que ella misma no hacía nada por poner fin al lujurioso trato carnal con la viuda. Al contrario, los suaves tocamientos producían en ella una sensación agradable. Se dejó llevar, se entregó a Gysela, y finalmente extendió los brazos y comenzó, al principio con vacilación, pero después cada vez con mayor fogosidad, a explorar el voluptuoso cuerpo de la otra mujer.
Por todos los santos, jamás habría imaginado que el cuerpo de una mujer fuera capaz de proporcionarle tanto placer. Al sentir la lengua de Gysela directamente entre sus piernas, Afra profirió un grito breve y ahogado y, con un brusco movimiento, se dio media vuelta.
Pasó el resto de la noche en vela, con las manos entrelazadas en la nuca y preguntándose si una mujer podía amar a sus semejantes de la misma forma que a los hombres. Lo sucedido esa noche la había dejado alterada y confundida. Con gran desasosiego, aguardó la llegada del día siguiente.
No sabía muy bien cómo debía comportarse con Gysela la mañana siguiente. Por eso, al despuntar el alba, se deslizó de la cama que compartían, se vistió y se marchó al convento de Sankt Peter, situado al otro lado del río.
El convento se encontraba detrás de la catedral, al pie de la montaña de Mönchberg, y uno de los lados estaba incrustado en la roca, que, como una fortaleza inexpugnable, rodeaba toda la ciudad. Una puerta de hierro cerraba el acceso a la abadía, donde la actividad había comenzado hacía ya unas horas. Mendigos de toda suerte merodeaban por allí, también alguna que otra prostituta sin ganancias esa noche, y un cuarteto de estudiantinos que viajaban a Praga y, a su paso por allí, suplicaban una sopa.
Cuando Afra se abrió paso entre todos ellos hacia la puerta, un anciano desdentado con andrajos colgando de todo el cuerpo la retuvo y le advirtió que debía ponerse a la cola como todos los demás. ¿O es que acaso se creía —le dijo— que por ir tan bien vestida era mejor? Por fortuna, en ese mismo instante se abrió la puerta y los mendigos irrumpieron en tropel en el patio del convento.
El joven portero, un inexperto novicio recién tonsurado, miró a Afra con recelo cuando ésta le explicó que debía hablar con el hermano bibliotecario de un asunto importante. El oficio de prima, respondió él, no había acabado todavía, de modo que tenía que esperar. Pero si quería una sopa…
Afra declinó la invitación pese a que la sopa de harina que acarreaban entre dos monjes, en un caldero grande y tiznado, desprendía un aroma delicioso. Los mendigos se abalanzaron como animales sobre el caldero y, con las escudillas y cuencos que llevaban consigo, se sirvieron una ración.
Por fin apareció el bibliotecario, un monje de apariencia más bien juvenil, cuyo rostro no había quedado marcado todavía por las miserias de la vida monacal, que preguntó cortésmente a Afra qué deseaba.
Afra había ensayado su mentira. El bibliotecario no tenía por qué desconfiar.
—Hoy —dijo Afra con aplomo— debería visitaros un comerciante de Estrasburgo. Se encuentra de camino a Italia y lleva consigo una remesa de libros cuyo destino es el monasterio de Montecassino.
—¡Debéis referiros al joven Melbrüge! ¿Qué ocurre con él?
—Los monjes de Estrasburgo le entregaron por error un libro equivocado. Se trata del Compendium theologicae veritatis. Me han encargado a mí que lleve el libro de regreso a Estrasburgo.
—¡Ojalá Dios lo quisiera! —salmodió entonces el bibliotecario—. ¡Me temo que llegáis tarde, doncella! Melbrüge partió hacia Venecia hace ya dos días.
—¡No puede ser!
—¿Y por qué iba yo a querer mentiros, doncella? Melbrüge tenía mucha prisa. Yo le ofrecí una cama para pasar la noche. Pero él la rechazó porque, según dijo, quería atravesar el paso del Tauern antes de que llegaran los fríos. Después entrañaría demasiado peligro.
Afra dio un hondo suspiro.
—Os lo agradezco de todos modos —dijo con resignación.
Ya en el puente de madera, se quedó absorta mirando las aguas color turquesa del río Salzach. En el silencio de la mañana podía oírse el roce de la arena y las piedras que el torrente de agua arrastraba consigo. ¿Debía abandonar? ¿Acaso no era más sensato dejarlo como estaba? De pronto percibió un movimiento en el aire. Una paloma le pasó rozando la cabeza, alzó el vuelo a toda velocidad y se alejó río abajo… hacia el sur.
Por el puente y en dirección a Afra venía Gysela. Parecía furiosa y, al llegar junto a ella, le soltó en tono de reproche:
—Estaba preocupada. Has salido de la cama a escondidas. ¿Adonde has ido a estas horas de la mañana?
Afra bajó la mirada. No tanto por la reprimenda de Kuchlerin como por lo que había sucedido la noche anterior. Gysela parecía haberlo olvidado, como si careciera de toda importancia. Finalmente Afra respondió:
—Tenía un asunto que resolver en el convento de Sankt Peter. Ése era el motivo de mi viaje. Por desgracia, mi misión se ha ido al traste. Debo continuar hasta Venecia. De modo que aquí se separan nuestros caminos.
Gysela escrutó a Afra con la mirada.
—¿Hasta Venecia? —preguntó al cabo—. ¡Estás loca! ¿No has oído que la peste está asolando Venecia? Ninguna persona en sus cabales se expondría voluntariamente a ese peligro.
—Yo no lo hago voluntariamente. Se me ha encomendado una misión y he de cumplirla. Además, no creo que sea tan terrible. Tal vez en la hospedería encuentre un carretero que vaya a atravesar los Alpes en los próximos días. En todo caso, te doy las gracias por haber tenido la amabilidad de traerme hasta aquí.
Las dos mujeres se dirigieron en silencio hacia la hospedería.
—Ya he ordenado que aparejen mis caballos —anunció Gysela deteniéndose ante el arco de la puerta de la posada—. Tu equipaje está en la habitación.
Afra asintió. De pronto, las dos mujeres se fundieron en un abrazo y rompieron a llorar. Afra habría deseado apartar a Gysela de su lado, o al menos eso le dictaba una voz interior, pero no fue capaz. Correspondió al abrazo de Gysela con cierta sensación de impotencia.
—¡Los caballos están enjaezados! —exclamó el posadero asomándose a la puerta y poniendo fin al abrazo de las mujeres.
Gysela se quedó pensativa unos instantes. Luego le dijo a Afra:
—Iremos las dos hasta Venecia.
Afra la miró desconcertada.
—¡Tú ibas a Viena! ¿Para qué quieres ir a Venecia?
—¡Bueno! Al fin y al cabo poco importa dónde venda la mercancía, igual da en Viena que en Venecia, ¿no te parece?
—Yo no lo sé —respondió Afra, desconcertada por el repentino cambio de planes de la viuda—. Desconozco por completo el negocio de los tejidos. Pero ¿no acababas de advertirme del peligro que entraña viajar a Venecia?
—No me hagas caso, muchas veces hablo por hablar —respondió Gysela con una sonrisa.
Ese mismo día las dos mujeres partieron hacia Venecia.
El paso de los Tauern, al que llegaron al día siguiente, era escarpado y fatigoso, y llevó a los caballos al límite de sus fuerzas. En algunos tramos, Afra y Gysela tuvieron que apearse y empujar el carruaje para superar la pendiente. Los restos de carros en las márgenes del camino y los esqueletos de animales de tiro recordaban las tragedias acaecidas en el pedregoso camino que discurría rumbo al sur.
Al cuarto día, rendidas, llegaron al valle del Drau y a una pequeña ciudad de intensa actividad llamada Villach, que vivía de las minas cercanas y los innumerables asentamientos comerciales que se extendían hasta Augsburgo, Nuremberg y Venecia. La productiva ciudad se hallaba desde hacía más de dos siglos bajo la protección del obispo de Bamberg.
En una de las numerosas posadas que bordeaban la bulliciosa plaza del mercado, las dos mujeres se tomaron un día de descanso. El tiempo era propicio, les dijo el posadero, que se encargó también del cuidado de los exhaustos rocines. En tres jornadas podrían llegar a Venecia. Sin embargo, añadió para disuadirlas, hacía tres días que no llegaba a la ciudad ningún carro procedente de Venecia.
Mientras Gysela se ocupaba de la mercancía y los caballos, Afra se dedicó a preguntar por otras hospederías si alguien se había cruzado con el comerciante estrasburgués Gereon Melbrüge. Un pañero de Constanza decía haberse topado en una ocasión con el viejo Michel Melbrüge; pero eso había sido años atrás. En lo que al joven Gereon se refería, todas las respuestas fueron negativas, lo cual desalentó más todavía a Afra.
La repentina llama de afecto que había prendido entre Afra y Gysela se fue transformando, sin motivo aparente, en falta de naturalidad durante el fatigoso viaje. Aunque, al igual que antes, continuaban compartiendo cama en las posadas, las dos mujeres evitaban toda clase de muestras de cariño e incluso se asustaban ante el menor roce por temor a que la otra pudiera malinterpretarlo.
De forma que el resto del viaje también transcurrió sin que apenas hablaran. A veces las mujeres pasaban hasta una hora sin cruzar una sola palabra. En esos casos, se centraban en contemplar el paisaje, que era cada vez más llano. El camino discurrió durante largo tiempo junto al cauce seco de un río, que serpenteaba trazando caprichosas curvas a través de la llanura quemada por el sol abrasador del verano.
Hacia el mediodía del tercer día divisaron en el horizonte unas columnas de humo negro. «¡Las hogueras de los apestados!», se dijo Afra para sus adentros, pero no dijo nada. Gysela no pareció darle importancia y arreó a los caballos con el látigo hasta que arrancaron a trotar. La calzada construida en tiempos antiguos discurría en línea recta por la vasta llanura. De modo que alcanzaron su destino antes de lo esperado.
Hacía mucho tiempo que las mujeres no habían vuelto a cruzarse con ningún carruaje. De ahí que casi sintieran alegría cuando de pronto un hombre ceñudo que sostenía una alabarda de través les cerró el paso.
—Doveandate, belle signore? —bramó el salteador de caminos, ante lo cual Gysela sacó una moneda para comprar el paso franco.
Sin embargo, al darse cuenta de que las mujeres procedían del otro lado de los Alpes, se animó a chapurrear:
—¿Adonde vais, bellas damas?
—¿Habláis nuestro idioma? —se sorprendió Gysela.
El hombre se encogió de hombros y giró las palmas de las manos hacia arriba.
—Todos los venecianos hablan varias lenguas, o al menos todos los que tienen dos dedos de frente. Venecia es una ciudad de mundo, para que lo sepáis. ¿Queréis ir a Venecia?
Las mujeres asintieron.
—¿Sabéis que la peste está asolando la ciudad? ¿Veis el fuego que hay allí, sobre la isla? Están quemando a los muertos, a pesar de que ello contradiga la voluntad de la Santa Madre Iglesia. Los médicos dicen que es el único modo de dominar la plaga.
Afra y Gysela intercambiaron miradas de preocupación.
—Oficialmente —prosiguió el hombre— no se permite a nadie entrar ni salir de la ciudad. Así lo ha decretado la Signoria, el Concejo de Venecia. Pero Venecia es grande y está formada por muchas pequeñas islas que están a tiro de piedra desde la costa. ¡Es imposible controlar que no lleguen barcas!
—Si os he entendido bien —respondió Gysela en tono cauteloso—, ¿vos podríais ayudarnos a pasar a Venecia?
—¡Así es, belle signore! —La expresión del hombre iba volviéndose cada vez más amable—. Yo soy Jacopo, pescador de San Nicola, la isla habitada más pequeña de la laguna. Si lo deseáis, con mi barca puedo llevaros a las dos, y también la mercancía, a Rialto, donde se concentran todos los mercaderes y comerciantes de la ciudad. ¿Qué vendéis?
—Tejidos de lana de Estrasburgo —respondió Gysela.
Jacopo frunció los labios y lanzó un silbido.
—Entonces os convendría ir al Fondaco dei Tedeschi.
Gysela conocía el Fondaco de oídas. En esa zona de Rialto se habían establecido las grandes casas de comercio más importantes de Alemania. Y aunque ella no era más que la insignificante viuda de un tejedor de lana que había continuado con el negocio de su marido, contestó:
—¡Sí, ahí queremos ir!
El pescador se ofreció además a hacerse cargo de los caballos y el carruaje hasta que las signore hubieran terminado sus negocios. Cuando le preguntaron cuánto les cobraría por sus servicios, Jacopo respondió que ya acordarían el precio.
Como la mayoría de los pescadores de la laguna, Jacopo tenía una caseta de madera en tierra firme, donde guardaba su carro de caballos y algunos materiales de construcción. Allí fue donde condujo a las dos mujeres. A pocos metros, una barca se mecía sobre la quieta superficie del agua. El sol comenzaba a declinar sobre el mar. Las nubes de humo oscuro y espeso sólo permitían entrever la silueta de la ciudad.
—Ésta es buena hora —anunció Jacopo mientras descargaban el carruaje. Luego añadió con apremio—: Tenemos que llegar a nuestro destino antes de que sea noche cerrada. Cualquier luz nos delataría.
Afra vio por primera vez los fardos de lana bien empaquetados que habían acarreado durante el viaje. Entre ellos había finos tejidos de un color ocre y un rojo púrpura brillante, pero también tejidos con historiados estampados, flores y festones que dictaban los gustos del momento.
Mientras descargaban una a una todas las telas, Afra ojeaba, absorta en sus pensamientos, los diferentes estampados. De pronto se quedó paralizada.
No fue el color verde claro del fondo del tejido lo que llamó su atención; lo que la dejó perpleja fue el estampado. Y en el acto se reavivó en su cabeza el recuerdo de la escena en la que ella, en su casa de Estrasburgo de la Bruderhofgasse, fue agredida y adormecida con una sustancia impregnada en un pañuelo. El jirón de tela tenía exactamente el mismo color, el mismo estampado, una cruz con una banda atravesada. Afra respiró hondo. La sangre le hervía en las venas.
Gysela no pareció percatarse de la inquietud de Afra, pues se afanaba por acabar el trabajo. Y tampoco se dio cuenta de que a Afra le temblaba todo el cuerpo. Mientras llevaba la tela con el peculiar estampado hasta la barca, Afra intentó buscar explicación a su descubrimiento. Se debatía entre dos ideas: «O todo es casualidad o Gysela tiene órdenes de no separarse de ti hasta sonsacarte el secreto del pergamino». Afra tuvo que hacer un gran esfuerzo para aparentar normalidad.
Una vez estibada la carga, Jacopo desatracó la barca con el bichero por la mansa laguna, en dirección a las islas de la otra orilla. Después de media milla llegaron a aguas más profundas y el pescador cogió los remos. No eran los únicos que, al amparo del ocaso, se dirigían a la ciudad. Los barqueros se comunicaban entre sí con suaves silbidos. Así se aseguraban de no cruzarse con ninguno de los guardianes que vigilaban la laguna a bordo de lanchas rápidas y ligeras. Por lo demás, ni Jacopo ni sus pasajeras abrieron la boca.
El trayecto parecía no terminar nunca, y el miedo se apoderó de Afra. El miedo a lo desconocido, a la plaga y a Gysela, en la que ya no podía confiar.
En medio de la negrura, interrumpida sólo por el tenue resplandor del cuarto creciente de la Luna, las islas, como barcos gigantescos, pasaban por su lado. Jacopo parecía ser capaz de recorrer ese camino con los ojos cerrados. Sin vacilar, enfiló la barca hacia el estrecho paso que separaba las islas de San Michele y San Christofano y atracó al fin delante de un largo edificio con estrechos ventanucos.
Unos escalones de piedra, bañados por el agua, conducían hasta un portón de madera abierto. Tras él se abría una espaciosa sala abovedada de techo bajo en la que había madera, pieles, lana y gran cantidad de cajas y barriles almacenados. De momento, aseguró Jacopo, la mercancía estaría a buen recaudo allí.
Cannaregio, que así se llamaba el barrio de Venecia situado más al norte, estaba habitado principalmente por artesanos y pequeños comerciantes. La gente se conocía y los forasteros eran acogidos con desconfianza. Entre los comerciantes de la zona, sin embargo, imperaba la concordia, y si alguien osaba cerrar su casa con llave por la noche, ello despertaba en seguida suspicacias y sospechas de toda clase.
El aislamiento de los habitantes de Cannaregio tenía de bueno que allí la peste se había propagado mucho menos que en las partes sur y este de la ciudad, donde se concentraba el gran comercio y la construcción naval y, en determinadas épocas, la cifra de extranjeros superaba a la de venecianos.
Esa noche Afra y Gysela durmieron en una taberna cerca del almacén. El tabernero arrendaba en el primer piso de su destartalada casa una yacija de paja que, a juzgar por el olor que desprendía, era de la siega del año anterior. Y para colmo de males, las dos mujeres tenían que compartir el camastro con una numerosa familia de Trieste, que, tras haber encallado su barco frente a la costa, se encontraba retenida en la ciudad desde hacía tres semanas.
Aunque la situación no era ni mucho menos agradable, a Afra, a decir verdad, no le molestaba la presencia de la familia. Pasar la noche a solas con Gysela en una habitación le habría resultado sumamente incómodo. Se sentía observada y no sabía cómo comportarse con ella.
Por otra parte, a Afra le parecía demasiado arriesgado decirle a la cara a Gysela lo que había descubierto. No estaba segura de cómo reaccionaría si confesaba haberla desenmascarado. Y mientras la viuda Kuchlerin continuara creyendo que ella, Afra, permanecía totalmente ajena a sus asechanzas, no tenía nada que temer.
A la mañana siguiente Afra y Gysela acordaron dedicarse cada una a sus asuntos. La conversación que mantuvieron fue bastante fría. Y Gysela no hizo el menor intento de preguntar a Afra por sus planes.
¿Dónde debía buscar a Gereon Melbrüge? Venecia era una de las ciudades más grandes del mundo, con más habitantes que Milán, Génova y Florencia juntas. La proverbial búsqueda de la aguja en el pajar no podía ser mucho más complicada que la del comerciante de Estrasburgo.
Afra abrigaba la duda de si Gereon habría conseguido entrar en Venecia. Porque sin la ayuda de alguien que, al igual que Jacopo, conociera la laguna como la palma de su mano, resultaba casi imposible pasar del continente a las islas. A lo lejos se veían las rápidas lanchas que patrullaban la ciudad. Y si algún comerciante desobedecía sus órdenes, arrojaban al barco extranjero flechas de fuego para incendiarlo y hundirlo con la mercancía y la tripulación.
Habían transcurrido justo cincuenta años desde que la peste negra acabara con la mitad de la población de Venecia. Los barcos procedentes de tierras lejanas habían llevado, junto con sus mercancías, miles de ratas a la isla y, con ellas, la plaga de la peste. Multitud de imágenes y tablillas repartidas por las callejuelas narraban la historia de las miles de vidas arrebatadas por la peste negra.
Los venecianos estaban convencidos de que con las devotas plegarias a san Roque y san Borromeo, la quema de hierbas de los herboristas y las medidas de precaución aplicadas durante la descarga de las mercancías, se habían librado para siempre de la peste. Pero de pronto, después de medio siglo, cuando la ciudad se creía a salvo de la enfermedad, comenzaron a verse personas con el cuello hinchado, bubones y forúnculos por la cara y el cuerpo, personas a las que uno veía un día y al siguiente estaban muertas.
«Pestilenza!» Ese grito recorría una y otra vez la ciudad, como un reguero de pólvora. Y su eco resonaba en las desiertas callejuelas como si un fantasmal campanero llamara al Juicio Final.
Ni siquiera la propia Afra era consciente de hasta qué punto había tentado a Dios al cruzar a la orilla prohibida. En ese momento deambulaba sin rumbo por las calles llenas de humo. Con aquellos sahumerios de hierbas secretas, por las que se pagaban auténticas fortunas, los venecianos trataban de vencer a la peste negra.
El uso de este remedio se reducía a unas determinadas zonas; pues cuanto más se acercaba Afra a Rialto, la zona de comerciantes nobles y ricos mercaderes, más eran los hombres, las mujeres e incluso los niños en brazos de sus madres que yacían en las calles aparentemente inertes, con la mirada fija y la boca abierta de par en par, y que, sin embargo, estaban vivos.
Un médico ataviado con un largo abrigo negro cuyo cuello le tapaba casi toda la cabeza, un sombrero de ala ancha y una máscara de pájaro, saltaba de cuerpo en cuerpo comprobando con un bastón si daban alguna señal de vida. Cuando percibía algún movimiento, sacaba una botella con una sustancia blanquecina y les echaba unas gotas en la boca. Cuando no percibía ninguna señal de vida, dibujaba una cruz con tiza sobre el empedrado.
Ésa era la señal para los beccamorti, los sepultureros que desempeñaban su labor completamente borrachos. Para reclutar hombres que realizaran el trabajo, el Concejo de la ciudad le prometía a cada sepulturero todo el aguardiente que su cuerpo fuera capaz de aguantar. Así, los enterradores iban haciendo eses por las calles con sus carretillas de dos ruedas, y cargando los muertos en la plataforma para acarrearlos hasta la hoguera más cercana.
Las piras de cadáveres ardían en todas las plazas, avivadas por cada vez más antorchas humanas. Desde fuera podía apreciarse cómo se retorcían los cuerpos con el efecto del fuego, como si se resistieran a aceptar ese terrible final. Afra vio ancianos con las barbas al rojo vivo y bebés carbonizados como leños. En ese instante echó a correr para alejarse del espeluznante espectáculo. Ante las náuseas, se tapó la boca con un brazo. Así atravesó algunos puentes, bajo los que pasaban chalanas cargadas de cadáveres.
Una vez en Rialto, donde un alto puente de madera cruzaba el gran canal, se detuvo. El gran canal, que recorría la ciudad como una S, desprendía un olor terrorífico, pero Afra se dio por contenta con que no oliera a humo y carne humana quemada.
En Rialto, donde los ciudadanos eran mucho más pudientes que en Cannaregio, la muerte no se mostraba menos cruel que en otras zonas de la ciudad. Como en todas partes, los muertos eran depositados a la puerta de las casas por miedo al contagio. La única diferencia era que allí se los cubría con sábanas blancas. Un gesto un tanto cuestionable, pues cuando llegaban los beccamorti y retiraban las sábanas, se veían obligados a luchar antes con un tropel de ratas sebosas que acudía a regodearse con los apestados muertos. Algunos de los repugnantes roedores eran casi tan grandes como gatos y se abalanzaban sobre los sepultureros cuando éstos intentaban espantarlos con palos.
En una grandiosa casa con columnas y balcones que miraban al gran canal se oía una algarabía de música y gritos de mujeres borrachas, pese a que a la puerta yacían dos cadáveres. Sin comprender de qué clase de celebración podía tratarse, Afra aligeró el paso. En ese instante la puerta de la mansión se abrió bruscamente y un jovencito ataviado con un traje de terciopelo verde salió por ella, agarró a Afra de las muñecas y la arrastró hacia el interior. Afra no tuvo tiempo de reaccionar.
En el atrio de la casa, decorado con un elegante mobiliario, una banda de instrumentos de viento, cuerda y percusión tocaba música oriental. Unas jóvenes con extravagante maquillaje y llamativos disfraces de colores bailaban al son de la música. Un agradable olor emanaba de varios incensarios.
—Venite, venite! —exclamó el jovenzuelo en italiano, e intentó sacar a Afra a bailar. Pero ella se mantuvo inmóvil como una estatua.
El joven le hablaba cada vez más alto, pero Afra no lo entendía. Finalmente, él intentó besarla. Entonces Afra le pegó un empujón tal que el chiquillo cayó al suelo, ante lo cual todos los presentes estallaron en carcajadas.
Desde el fondo de la sala un doctor se abrió paso hasta Afra. Llevaba la máscara bajo el brazo y tenía una expresión amable en el rostro:
—¿Venís del norte de los Alpes? —le preguntó en su idioma, aunque con un marcado acento italiano.
—Sí —respondió ella—. ¿Qué está pasando aquí?
—¿Que qué está pasando? —rió el doctor—. ¡La vida, doncella, la vida! ¡Quién sabe cuánto nos queda! ¡Dos muertos en esta casa en una sola noche! Lo único que puede hacerse es bailar. ¿O acaso tenéis una idea mejor?
Afra meneó la cabeza. Casi se avergonzaba de lo que acababa de preguntar.
—¿Y no tenéis ningún remedio contra esta tremenda plaga?
—Pociones y elixires secretos no nos faltan. Pero queda por saber si sirven de algo. Algunos venecianos sostienen que los boticarios y los curanderos han introducido la peste para luego vender sus elixires. Y más de un veneciano en el lecho de muerte ha regalado su palazzo a un curandero para que lo salvara de la muerte. —El doctor miró al techo.
Afra paseó la mirada por las personas que bailaban y cantaban alegres. Sobre dos divanes tapizados de brocado dorado, situados delante de una tiznada chimenea, dos parejas medio desnudas hacían el amor a la vista de todos. Una voluptuosa matrona pelirroja se había remangado la falda y se frotaba extasiada contra un falo de madera. Varios muchachos la animaban con gritos obscenos.
El doctor se encogió de hombros y miró a Afra, como si le debiera una disculpa.
—Cada cual intenta recuperar lo que ha dejado escapar en vida. ¡Quién sabe si mañana seguiremos en este mundo!
No fueron los muertos que había visto por la calle, sino ese desesperado frenesí, el miedo que llevaban esas personas escrito en el rostro lo que hizo que Afra cobrara conciencia de dónde se había metido. Y, por primera vez, se preguntó si merecía la pena estar allí por el pergamino.
Jamás había creído en el diablo. Siempre lo había considerado una invención de la Iglesia para infundir miedo a la gente. El miedo era el principal instrumento de presión de la Iglesia, el miedo al Dios todopoderoso, el miedo al castigo, el miedo a la muerte, el miedo eterno. Era absurdo, pero en esos momentos Afra se preguntó seriamente si no habría sido el diablo quien había puesto en sus manos el pergamino.
—¿Qué os ha traído a Venecia en tiempos como éstos? —le preguntó el médico. Afra oyó la voz del hombre como en la lejanía.
—Vengo de Estrasburgo y estoy buscando a un comerciante llamado Gereon Melbrüge. Se dirige al monasterio de Montecassino. ¿No os habréis encontrado con él, por casualidad?
El médico se echó a reír.
—Eso es igual que preguntarme si he visto un determinado grano de arena en la isla de Burano. En Venecia hay tantos comerciantes como arena en el mar. Si me permitís un consejo, preguntad en el Fondaco dei Tedeschi. Es un edificio alargado situado justo al lado del puente grande. Allí tal vez alguien os pueda ayudar.
Afra observó con expresión de curiosidad cómo el médico descorchaba dos botellas de vino. Una de ellas se la tendió a Afra y la otra se la llevó a la boca. Al advertir la extrañeza de Afra, le dijo:
—¡Bebed! El vino tinto del Véneto es el mejor remedio contra la peste; o acaso el único. Bebed directamente de la botella y no dejéis que nadie más lo haga. Y, sobre todo, cuidaos muy bien de beber agua si queréis sobrevivir en esta ciudad.
Sin pensarlo dos veces, Afra se llevó la botella a la boca y se bebió la mitad de un trago. El vino tenía un sabor ácido; pero le sentó de maravilla. Mientras volvía a tapar la botella con el corcho, reparó en el muchacho del traje de terciopelo verde. Estaba sentado en el suelo, apoyado en una columna de mármol, y contemplaba con los ojos muy abiertos a las muchachas que bailaban.
Afra se acercó a él y gritó por encima del fuerte volumen de la música:
—Os ruego que disculpéis mi grosería al empujaros al suelo. Es que no me gusta que me besen por la fuerza.
El médico terció al ver que el muchacho no reaccionaba y exclamó:
—¡No entiende vuestro idioma!
Tradujo entonces las palabras de Afra al veneciano, pero como a pesar de ello el muchacho seguía inmóvil, lo agarró del hombro y le preguntó:
—Avete il cervello a posto?
En ese instante el joven se desplomó hacia un lado como un saco de judías.
Uno por uno todos los músicos, que habían presenciado la escena, cesaron de tocar. El tamborilero exclamó:
—¡E morto! ¡E morto!
Entre los invitados que continuaban festejando y bailando con alegría, cundió el pánico.
—La pestilenza! —gritaron unos y otros a coro por el palazzo—. La pestilenza!
Las bailarinas, que acababan de descubrir las virtudes de sus perfectos cuerpos, se aglomeraron en semicírculo en torno al muchacho que yacía en el suelo con las piernas estiradas, y contemplaron con horror sus ojos desorbitados. Luego echaron a correr y huyeron hacia la calle con el resto de los invitados.
Afra también se dirigió hacia la puerta, seguida del médico, quien, cabeceando, comentó:
—Por un día y una noche ha sido el veneciano más rico, el hijo del armador Pietro Castagno. Ayer mismo la peste arrebató la vida a su padre y a su madre. Así es la vida.
A diferencia de lo que solía ocurrir, en el Fondaco dei Tedeschi reinaba un silencio sepulcral. Hacía ya dos semanas que no llegaba a la isla ningún comerciante. En los almacenes se habían ido amontonando sin orden ni concierto pieles, tejidos, especias, maderas exóticas, barricas de vino y pescado en salazón, formando un caos inextricable. Se respiraba un olor indescriptible. Los guardianes apostados en la puerta impedían la entrada a cualquier persona no autorizada.
En un rincón de la entrada había dos ceñudos y malhumorados contorsionistas aburridos. Por su aspecto, parecían venecianos, pero dominaban el idioma de Afra y se les iluminó la cara cuando ella se acercó a preguntarles por un comerciante estrasburgués, llamado Gereon Melbrüge, que debía haber pasado por allí.
Antaño, respondió uno de ellos, el comerciante Melbrüge pasaba como mínimo dos veces al año por el Fondaco, pero desde hacía dos o tres años no se lo había vuelto a ver. Aunque teniendo en cuenta su edad, no era de extrañar. No, no lo habían visto en mucho tiempo.
Afra tuvo que emplear a fondo su capacidad de persuasión para hacerle entender al contorsionista que no era el viejo Michel Melbrüge por quien ella se interesaba. Él había muerto. A quien ella buscaba era a su hijo Gereon, que tenía previsto hacer un alto en Venecia.
Los dos hombres se miraron extrañados, como si la pregunta de Afra les resultara sospechosa. Luego uno le respondió que no, que no conocían a ningún Gereon Melbrüge. Y que, además, desde que había vuelto a declararse la pestilenza, ningún comerciante había entrado ni salido de la ciudad. A la respuesta de Afra de que todo el mundo sabía que había muchas maneras de colarse si uno estaba dispuesto a pagar, replicaron ambos con afectada indignación. Eso no era más que un rumor, dijeron, uno de los muchos que corrían en esos días por las calles y canales de la ciudad.
Afra se marchó del Fondaco con una sensación de desconcierto. Le pareció que había algo extraño en la actitud de los dos contorsionistas. Pero por más vueltas que le dio, no logró encontrar ninguna explicación. Vagó sin rumbo por la ciudad en busca de un hombre al que no había visto jamás. Aunque se hubiera cruzado con él, no lo habría reconocido.
Cuanto mayor es la crudeza con que se manifiesta el sufrimiento, menor es la impresión que causa. De ahí que Afra se mostrara indiferente ante lo que sucedía a su alrededor cuando emprendió el camino de regreso a su alojamiento en Cannaregio. Afra había dejado de pensar, de pensar sobre las miles de formas de morir que veía a su paso, de pensar sobre la razón de su presencia allí. Veía las casas como a lo lejos, las cruces de tiza en las puertas, que indicaban que todos sus habitantes habían perecido, víctimas de la plaga.
Tampoco prestó apenas atención a los flagelantes, individuos ensangrentados y medio desnudos que, entre lamentos y plegarias, desfilaban por la ciudad en procesión fustigándose hasta dejarse la piel en carne viva. Y aunque sólo parecía cuestión de tiempo que ella cayera víctima de la peste, curiosamente, estaba tranquila. De vez en cuando pegaba un trago a la botella de vino que el médico le había regalado. Y tenía la sensación casi de no ser ella, sino una desconocida que vagaba por Venecia.
De camino por las laberínticas callejuelas, Afra tomó como punto de referencia para orientarse la iglesia de la Madonna dell’Orto. Se encontraba en el norte, junto a la taberna donde habían dormido el día anterior. Un puente de madera desvencijado y musgoso iba del Campo dei Mori a la plaza de la iglesia, la cual, construida en ladrillo rojo, se asemejaba más a las fortalezas del norte de los Alpes que a un templo. El rosetón de la fachada era más grande que el pórtico, que, visto desde lejos, parecía similar a la puerta del convento dominico de Estrasburgo.
La figura femenina que había junto al pórtico llamó la atención de Afra. Era Gysela. Por su actitud era evidente que estaba esperando a alguien. Afra se escondió. Al cabo de breves instantes, un hombre vestido de negro se acercó al pórtico por la orilla izquierda del canal. Su vestimenta no se correspondía con la sotana de un sacerdote o de un monje, sino más bien con la toga de un distinguido magistrado.
Por lo que Afra pudo apreciar desde lejos, Gysela no conocía al hombre. O al menos la forma de saludarse resultaba distante. Naturalmente, lo primero que Afra pensó fue que podía tratarse de Gereon Melbrüge. Pero ¿por qué diablos habría elegido ese extraño disfraz?
Después de una breve conversación, atravesaron el oscuro pórtico y se adentraron en la iglesia. ¿Qué significaba todo aquello?
Afra cruzó la plaza corriendo y entró tras ellos. El interior estaba en penumbra. Frente a las capillas laterales resplandecían infinidad de luces minúsculas. Había unas veinte personas rezando arrodilladas, sentadas o tendidas en el suelo. Un intenso olor a quemado y el murmullo de las devotas oraciones flotaban en el aire.
En un banco situado frente a una de las capillas laterales Afra vislumbró a Gysela y al desconocido. Fingiendo estar enfrascados en sus silenciosas oraciones, tomaron asiento. Deslizándose en la oscuridad, Afra se aproximó a ellos y se escondió tras una columna que se alzaba a cinco pasos escasos, lo bastante cerca para escuchar la conversación.
—¡Decid de nuevo cómo os llamáis! —exclamó Gysela en susurros.
—Joaquín de Fiore —respondió el hombre vestido de negro con una aguda voz de castrato.
—¡Ése no es el nombre que me dieron!
—Por supuesto que no. Vos esperabais a Amando de Vilanova.
—Exacto. ¡Ése era el nombre!
—Amando de Vilanova no ha podido acudir a la cita. Debéis conformaros conmigo. —El desconocido se levantó la manga derecha y mostró su antebrazo a Gysela.
Gysela se apartó un poco del hombre y lo miró a la cara. Se quedó callada.
—¿A qué se deben esos nombres tan extravagantes? —preguntó Gysela cuando se hubo recuperado del susto—. ¿Son vuestros nombres auténticos?
—Claro que no. Eso sería demasiado peligroso. Ninguno de nosotros conoce los nombres reales de los demás. Y de igual forma, todos los rastros que dejamos en nuestra vida anterior son borrados. Amando, por ejemplo, tomó su nombre del famoso filósofo y alquimista del mismo nombre, quien entró en conflicto con la Inquisición por sus escritos. Perdió la vida cien años atrás, en un misterioso naufragio. En cuanto a mí, el nombre que llevo pertenece al profeta y erudito Joaquín de Fiore, cuyos escritos fueron condenados por el papa en los concilios de Letrán y Arles. Joaquín de Fiore pensaba que nos hallamos en la tercera edad de la historia de la humanidad, en la edad del Espíritu Santo. Él la denominó el saeculum del fin de los tiempos. Y yo, miro a mi alrededor, y pienso que estaba en lo cierto.
Gysela reflexionó un momento sobre las palabras del misterioso hombre. Después le preguntó:
—¿Y si la humanidad se dirige hacia el fin, por qué seguís entonces tras la pista del pergamino? Es decir, ¿de qué os serviría el pergamino?
Aquellas palabras fulminaron a Afra. Gysela, a quien ella había estado a punto de abrir su corazón, ¡tenía la misión de espiarla! En cuestión de segundos, Afra reconstruyó la historia en su cabeza: el estampado de la cruz tachada, la repentina decisión de Gysela de viajar a Venecia en lugar de a Viena. Todo encajaba. A Afra le faltaba el aire. Sentía una imperante necesidad de salir a la calle y henchir de aire fresco sus pulmones. Pero permaneció allí, como paralizada, agarrada a la columna que la encubría. Sofocada, continuó escuchando la conversación.
—¡Quién sabe cuánto puede prolongarse la agonía de la humanidad! —repuso Joaquín de Fiore en respuesta a la pregunta de Gysela—. Vos no, y yo tampoco. Ni siquiera el que me da nombre tenía conocimiento exacto del fin de este mundo, aunque predijo que acontecería en su siglo. Y de eso hace ya más de doscientos años.
—¿Creéis, entonces, que podría seguir sacándose provecho del conocimiento del momento exacto en que sobrevendrá el fin del mundo?
Joaquín de Fiore se echó a reír por lo bajo. A continuación se arrimó más a Gysela y se hablaron casi al oído, de forma que a Afra le costó entender la siguiente frase.
—¡Confío en que no haréis ni la menor alusión a esto delante de nadie! ¡Pensad en Kuchler, vuestro marido! —le advirtió.
—Podéis confiar en mí.
—El asunto es el siguiente: oficialmente nosotros trabajamos por encargo del papa Juan. Aunque nuestra organización está enemistada con él, el pontífice romano ha recurrido a nosotros en busca de ayuda. Juan es un perfecto estúpido. Aunque no tanto para no saber que los Apóstatas son mucho más astutos que toda su Curia de cardenales codiciosos y obtusos. Por eso se puso en contacto con Melancholos, el primus inter pares de nuestra sociedad, y le ofreció diez mil ducados de oro si lográbamos hacerle llegar el pergamino.
—¿Diez mil ducados? —repitió Gysela boquiabierta.
Joaquín de Fiore asintió.
—Melancholos, a quien el pontífice privó de la dignidad cardenalicia hace ocho años, se quedó tan asombrado como vos. El papa Juan, como de todos es sabido, es la avaricia en persona. Por dinero sería capaz de vender a su propia abuela o de pactar con el mismísimo diablo. Por lo tanto, pensó Melancholos, si él está dispuesto a pagar tanto dinero por el pergamino, en realidad, debe valer mucho más. Por mil florines de oro el pontífice otorga un título de cardenal y erige una diócesis, o concede prebendas a los monasterios de Bamberg a Salzburgo. Pero ¡el pontífice ofrece diez veces eso! Ahora podéis haceros idea del valor que tiene ese manuscrito.
—¡Santa madre de Dios! —exclamó Gysela sin poder contenerse.
—Probablemente, sería capaz hasta de entregar a la misma Virgen a cambio.
—Pero ¿qué hay escrito en ese pergamino? —Con los nervios, Gysela había elevado el tono de voz.
El misterioso desconocido se llevó el dedo a los labios y le dijo:
—Chss. Aunque aquí las personas estén ocupadas con otros asuntos, os ruego discreción.
—¿Qué hay en el pergamino? —insistió Gysela en susurros.
—Pues ésa es la gran pregunta a la que nadie de nuestras filas puede dar respuesta. Las mentes más preclaras de nuestra organización han reflexionado acerca de ello y enunciado diversas teorías. Pero ninguna de ellas parte de una base mínimamente sólida.
—Tal vez el escrito comprometa de alguna forma al papa.
—¿Al papa Juan XXIII? ¡No me hagáis reír! No puede estar más comprometido. Todo el mundo sabe que Su Santidad mantiene tratos carnales con la esposa de su hermano y vive con la hermana del cardenal de Nápoles. Y por si eso fuera poco, da rienda suelta a sus impúdicas inclinaciones con jóvenes clérigos y les paga sus favores nombrándolos abades de los monasterios más ricos. Sotto voce, ¡se cuentan las historias más increíbles sobre las perversiones de Su Santidad!
—¿Y vos os las creéis?
—Sin duda más que el dogma de la Santísima Trinidad. ¡El solo nombre de Trinidad resulta insolente! No, este pontífice no puede verse ya más comprometido. A mí se me antoja que el pergamino más bien debe de destapar un gran embuste, y que hay en juego mucho dinero que no es propiamente del papa. Pero no son más que conjeturas…
—¿Es que nadie hasta ahora ha visto el pergamino?
—Sí. Incluso uno de los nuestros. Un franciscano apóstata que, al darse cuenta de que el amor por una mujer significaba más para él que la divulgación del Evangelio, se hizo alquimista. Se llamaba Rubaldo.
—¿Se llamaba?
—Rubaldo se condujo con gran torpeza. Creyó que podría venderle la información al obispo de Augsburgo, para quien elaboraba toda clase de elixires destinados a incrementar la potencia espiritual. Por lo visto, incluso funcionaban. El alquimista fue hallado poco después, apuñalado.
Apoyada sobre la columna que la tapaba, Afra se tapó la boca con las manos. Conforme el apóstata iba narrando la historia en susurros, a ella le iban pasando por la cabeza los últimos años de su vida. Poco a poco todas las partes sin explicación iban encajando en un todo inteligible. Después de lo que acababa de escuchar, se sintió incluso aliviada de no llevar encima el pergamino. El riesgo de que volvieran a asaltarla y se lo robaran, como ya le sucediera en el viaje a Estrasburgo, era demasiado grande. Ahora sólo podía esperar que Gereon Melbrüge llegara a Montecassino sano y salvo.
—¿El alquimista fue asesinado? —oyó que preguntaba Gysela.
—No por los nuestros —aseguró Joaquín de Fiore—. Yo creo que el obispo de Augsburgo, que es un fiel seguidor del papa de Roma, ordenó eliminar al alquimista después de que Rubaldo le revelara el contenido del pergamino y las circunstancias en las que había llegado hasta él. En cualquier caso, fue el obispo de Augsburgo el que puso en conocimiento del papa Juan XXIII la existencia del pergamino.
—¿Y estáis seguro de que la esposa del maestro de obras de la catedral se halla en posesión de ese pergamino?
Afra aguardó la respuesta con expectación.
—Seguro, seguro… —respondió Joaquín de Fiore. Y tras una pausa, agregó—: Si he de seros sincero, a estas alturas ya no lo sé. Hemos observado y seguido a esa mujer, y hemos indagado en su vida del derecho y del revés. Sin embargo, continúa siendo un misterio cómo llegó ese documento a sus manos.
—Es una mujer lista —respondió Gysela—, lista y experimentada en muchas facetas de la vida. Su padre era un bibliotecario culto y le transmitió gran parte de su sabiduría. ¿Lo sabíais?
Joaquín de Fiore se rió con discreción.
—Por supuesto que lo sabemos. Y muchas otras cosas de su vida. Por ejemplo, que en realidad no es la esposa del maestro de obras Ulrich von Ensingen, sino sólo su concubina, y también la razón por la que él se marchó precipitadamente de Ulm. Pero, a decir verdad, todos esos detalles que desenterraron nuestros hombres ahora ya no nos sirven. Yo creo que su padre, el bibliotecario, es la figura clave de la historia. Pero su padre está muerto. En todo caso, tenemos que encontrar por todos los medios el pergamino antes de que caiga en manos de esos esbirros de la Curia. Si es que el pergamino existe…
—De eso estoy segura —respondió Gysela, agitada—. Al preguntarle a Afra el motivo de su viaje, ella contestó que le había sido encomendada una importante misión. Al principio tenía que ir a Salzburgo, pero después cambió de planes y decidió continuar hasta Venecia. Aunque yo he seguido todos sus movimientos, nunca llegué a descubrir con quién se reunió en Salzburgo ni quién la persuadió para que continuara hasta aquí. Tal vez éste tampoco sea su destino final, quién sabe.
—¿Y dónde está ella ahora?
Gysela se encogió de hombros.
—Hemos acordado vernos en la taberna. Ella ha dejado allí su equipaje. He rebuscado en todas sus cosas.
—¿Y?
—Nada. Podéis estar seguro de que no lleva encima el pergamino. He comprobado hasta el forro de sus vestidos, por si acaso se le hubiera ocurrido coser el documento por dentro. Pero mis suposiciones eran falsas.
El Apóstata asintió.
—Sé, por experiencia, lo difícil que resulta encontrar ese maldito pergamino. Por el momento, habéis hecho un buen trabajo. Encontraréis vuestra recompensa en la pieza de tela que lleva nuestro emblema.
—¿Cómo sabéis dónde guardo la mercancía?
Joaquín de Fiore soltó una risotada con aire de suficiencia.
—¿De veras pensabais que Jacopo, el pescador, se cruzó en vuestro camino por casualidad?
Gysela miró con estupor al hombre vestido de negro.
—Dondequiera que os dirijáis en vuestro viaje, nuestros hombres os estarán esperando. Tened en cuenta únicamente este símbolo. —Una vez más el hombre mostró su antebrazo a Gysela—. Me parece que por este camino no llegaremos mucho más lejos. Deberíamos tener unas palabras con esa mujer y emplear nuestros métodos para obligarla a hablar. Si sabe dónde está el pergamino, nos lo contará, ¡lo juro como que me llamo Joaquín de Fiore!
Afra vio que había llegado la hora de abandonar la iglesia. Ya había oído suficiente. El corazón le latía a toda velocidad. Miró disimuladamente a su alrededor. El anciano que rezaba, la joven devota, el monje inmerso en sus pensamientos, cualquiera de ellos podía ser un espía de los Apóstatas. Debía marcharse de esa siniestra ciudad, ¡y debía hacerlo rápido! Pero lo primero que debía hacer era esconderse. Venecia era lo bastante grande para pedir protección a algún desconocido. Debía ir a recoger su equipaje lo antes posible y buscar otro alojamiento.
Al salir de la iglesia de la Madonna dell’Orto, Afra comenzó a caminar en dirección contraria a propósito. Una vez se hubo cerciorado de que había despistado a los posibles perseguidores, se dirigió a la posada. Pagó a todo correr la cuenta y, con sus ropas en un hato, desanduvo el mismo enrevesado camino que había seguido hasta allí.
Presa del pánico, fue dirigiendo sus pasos en dirección este, comprobando una y otra vez que nadie la siguiera. La amenaza que había proferido el encapuchado en la iglesia la atemorizaba de tal forma que ya apenas veía las terroríficas escenas que tenían lugar a su alrededor.
Tras pasar junto a hogueras de muertos e infinidad de cadáveres cubiertos con sábanas blancas, llegó al barrio oriental de Castello, donde, no muy lejos de la iglesia de Santi Giovanni e Paolo, cuya fachada era bastante parecida a la de la Madonna dell’Orto, encontró un albergue adecuado. Pese a que Leonardo, el dueño, se extrañó al ver a una mujer viajando sola, y más todavía con aquella epidemia, tras cobrar tres noches por adelantado, no hizo ninguna pregunta. Por el momento, Afra podía respirar tranquila.
Había arrendado una alcoba para ella sola en el segundo piso de la angosta hospedería. La única ventana tenía vistas a la fachada de la casa de enfrente. En medio, discurría un estrecho canal en el que flotaban los desperdicios de toda una hilera de casas y nadaban infinidad de ratas. Asqueada, Afra cerró la ventana y se sentó en la raída cama. El humo blanco que inundaba todos los pisos de la casa le estaba levantando dolor de cabeza.
En un cuenco, en el rellano, Leonardo quemaba un combinado de hierbas, romero, laurel, beleño y una pizca de polvo de azufre, una receta secreta que le había dado un alquimista a cambio de unas monedillas. Se trataba, supuestamente, de un remedio eficaz para purificar el aire apestado y mantener alejado el aliento del diablo.
Ni siquiera en su infancia había creído Afra en los curanderos. Pero la visión de la muerte y la desesperación ante la plaga la habían hecho cambiar de parecer. Si realmente no servía de nada, se decía, tampoco podía hacer ningún daño. Como si quisiera purificar su interior de todo lo malo, Afra inhaló el humo blanco hasta quedarse completamente aturdida en el camastro.
No lograba quitarse de la cabeza al encantador muchacho al que, en un abrir y cerrar de ojos, la peste había segado la vida. El intento de besarla y esos ojos tan despiertos que poco después miraban, inexpresivos, al vacío, no dejaban de perseguirla.
Entre la vigilia y el sueño se puso a pensar en Gysela. La exasperaba su propia estupidez, la ingenuidad con la que había caído en el anzuelo. De todo lo hablado por la viuda y el apóstata, a Afra le había llamado la atención que apenas hubieran hablado de Ulrich von Ensingen. Joaquín de Fiore se había limitado a mencionar que Ulrich no era su esposo legítimo. Por lo demás, nada en la conversación daba motivos para creer que Ulrich perteneciera a los Apóstatas. ¿Acaso Afra lo había juzgado injustamente? Ya no sabía qué pensar.
Debió de quedarse dormida un rato porque, cuando un ruido la sobresaltó, ya había anochecido. Alguien llamó a la puerta de su alcoba. Acto seguido se oyó la voz de Leonardo:
—¡Os traigo algo de comer, signora!
Leonardo era hombre de mediana edad, simpático y gordinflón. Sus refinados modales contrastaban de forma radical con el deplorable estado de su albergue.
—Debéis comer algo —exclamó sonriente, y colocó una bandeja con una jarra y un plato de sopa humeante sobre el escabel que había junto a la cama. No había mesa. De una viga baja que atravesaba la alcoba en diagonal colgó un candil—. Necesitáis reponer fuerzas para salvaros de la peste —agregó, y asintió con la cabeza—. De todos modos, no gozáis de un aspecto demasiado saludable, si me permitís la observación.
Asustada, Afra se llevó las manos a la cara. No se sentía muy bien. La tensión de los últimos días le agarrotaba el pecho.
—¿Es que no tenéis vino embotellado? —le increpó a Leonardo, pero de inmediato se arrepintió de su brusquedad y, en tono conciliador, añadió—: Un médico que conocí por casualidad me recomendó que bebiera vino tinto del Véneto, pues según él es el elixir más eficaz contra la peste. Sin embargo, me dijo que debía fijarme en que la botella estuviera cerrada.
El hospedero enarcó las pobladas cejas como si desconfiara de la receta. Eran ya muchos los remedios supuestamente milagrosos como ése que circulaban por Venecia. No obstante, acto seguido salió de la habitación sin mediar palabra y regresó con una botella de oscuro véneto.
—A vuestra salud —dijo tendiéndole la botella a Afra con aire de suficiencia. Y con manifiesto regodeo, observó cómo Afra descorchaba torpemente la botella.
—Está claro que no sois una gran bebedora —comentó el posadero.
—No, todavía no —respondió Afra—. ¡Pero en tiempos como los que corren cualquiera podría acabar dándose a la bebida!
Leonardo examinó detenidamente a Afra con la mirada.
—Dejad que lo adivine: no es el temor a la peste lo que os atormenta. Es un hombre. ¿Me equivoco?
Afra no tenía ninguna gana de entrar en detalles sobre su vida, pese a que, en los malos momentos, un completo desconocido no es el peor de los consejeros. Pero de pronto se le pasó por la cabeza que quizá el posadero estaba intentando tirarle de la lengua. De modo que respondió, compungida:
—Sí, es un hombre. —Y a continuación bebió un gran trago de la botella.
Leonardo asintió con gesto de comprensión. Y Afra prosiguió:
—¿Dónde buscaríais vos en estos días a un comerciante de Estrasburgo que se encontrara en Venecia?
—En el Fondaco dei Tedeschi —fue la respuesta, tal como cabía esperar.
—Ya he preguntado por él allí. Por desgracia, no saben nada.
—¿Es esposo o amante? —inquirió Leonardo con una mirada picara. Y al ver que Afra no respondía, se apresuró a agregar—: Disculpad mi entrometimiento, signora. Pero cuando una mujer sigue a un hombre desde Estrasburgo a Venecia, sólo puede tratarse de su amante.
—¿Tenéis alguna otra sugerencia? —preguntó Afra, irritada—. Me refiero a algún otro lugar donde pudiera buscarlo.
Leonardo se frotó la barbilla con gesto pensativo. Como todos los venecianos, era un magnífico actor y se las arreglaba para interpretar hasta la más simple de las conversaciones como una obra de teatro.
—¿Habéis probado suerte en Lazaretto Vecchio, la pequeña isla que queda en la costa sur de la laguna, no muy lejos de San Lazzaro?
—¿San Lazzaro?
—Aquí en Venecia tenemos una isla para cada cosa. San Lazzaro es nuestro manicomio. Y entre nosotros, siempre está repleto. Aunque en esta ciudad no es de extrañar. Y en cuanto a Lazaretto Vecchio, la pequeña isla que se ve desde aquí, también tiene una historia de lo más curiosa. En su día, sirvió de posada de los peregrinos que pasaban por aquí de camino a Jerusalén, y de depósito de municiones. Hoy en día esos edificios se usan como centro de cuarentena y hospital de apestados para los extranjeros.
—¿Un extranjero que contrajera la peste no sería internado entonces en uno de los hospitales de Santa Croce o Castello?
—Así es, signora. Los venecianos en eso son muy particulares. Al menos para morir quieren estar con los suyos. Además, cualquier extranjero que, a pesar de la estricta prohibición, se haya colado en Venecia en las últimas dos semanas, es desterrado a la isla de Lazaretto Vecchio. ¿Cuánto tiempo lleváis vos en Venecia?
—¡Lo menos tres semanas! —mintió Afra, que había previsto la pregunta—. Antes estaba alojada en una habitación en el barrio de Cannaregio.
Leonardo asintió satisfecho. Después dijo:
—Se os acabará enfriando la sopa, signora.
Durante toda esa noche Afra no dejó de darle vueltas a la idea de que el joven Melbrüge podría encontrarse en la isla de Lazaretto. Leonardo pareció leerle el pensamiento, pues la mañana siguiente, en el desayuno, la sorprendió con el ofrecimiento de llevarla en su bote hasta la isla. Él, según le dijo a Afra, no quería poner ni un pie en esa isla de apestados, pero se ofrecía a anclar la barca frente a la isla y esperar allí mientras ella realizaba sus pesquisas.
Tras los acontecimientos de las últimas semanas, Afra recelaba de las personas que la trataban con amabilidad. Pero antes de que pudiera expresar sus reparos, Leonardo, que había advertido sus dudas, le preguntó discretamente:
—¿Os encontráis bien, signora?
—Sí, claro —masculló ella, vacilante.
—¡Pues a qué esperamos!
Sin duda, se dijo Afra para sus adentros, ir a Lazaretto Vecchio era su última oportunidad de encontrar a Gereon Melbrüge. Dar con él en otra parte habría sido pura coincidencia.
Atracada a la puerta trasera que daba al canal, una sencilla barca flotaba con un suave balanceo; no una majestuosa góndola con el ferro en el puntiagudo espolón, que simbolizaba los seis barrios de la ciudad bajo el sombrero del dogo, no, sino una barca modesta y estrecha que servía principalmente para salir a comprar lo necesario en el día a día.
El día amenazaba con tormenta y Leonardo se las vio y se las deseó para hacer avanzar la barca con el viento del norte en contra. Junto al Arsenale se hallaba anclado el velero del dueño del albergue. Un veneciano de categoría y prestigio no sólo disponía de su propia barca, sino también de un velero con el que poder navegar hasta el continente en cualquier momento.
Acostumbrada a las olas del Rin y del Danubio, a Afra se le arrugó el ombligo ante el vómito de espuma de las grandes olas levantadas por las fuertes ráfagas de viento. Leonardo, sin embargo, la tranquilizó diciéndole que el viento del norte era del todo oportuno porque aceleraría la travesía a Lazaretto Vecchio.
Habían atravesado a toda velocidad el paso entre la parte este de la ciudad y la isla del lado opuesto cuando de pronto el viento amainó. Sólo en algunos puntos aislados el sol penetró a través de los bajos y oscuros nubarrones. Leonardo, que había timoneado con total tranquilidad el crujiente y chirriante velero por la laguna, se exasperó con el cambio de tiempo y comenzó a refunfuñar entre dientes.
Cuando ya se aproximaban a su destino, se oyeron las campanas de la iglesia de la isla doblando a muerto. Una columna de humo negro se alzaba hacia el cielo. La isla parecía una fortaleza. El único acceso desde el mar se hallaba detrás de un portal construido en el agua.
Delante de la entrada había más embarcaciones fondeadas. Transportaban enfermos en parihuelas. Mientras Leonardo situaba el velero en posición de espera, sacó un pañuelo impregnado de vinagre, se tapó la boca con él y se lo ató en la nuca. Luego tendió a Afra un segundo pañuelo:
—No huele muy bien, pero se supone que protege contra los efluvios malignos.
El balanceo del barco y el olor acre del aire provocaron arcadas a Afra. Así que para ella fue una liberación cuando Leonardo atracó al fin el barco y pudo pisar tierra firme.
—¡Mucha suerte! —le deseó el posadero. Afra se volvió un instante y después subió por una escalera de piedra.
Mucho más dulzón era el olor que se respiraba en el frío vestíbulo de Lazaretto. Por los estrechos ventanucos apenas penetraba la luz. Dos portones de madera con tachones de hierro se abrían a izquierda y derecha de la sala. En la pared central había una mesa larga y estrecha de madera oscura frente a un tabique de madera bajo, tras el cual asomaban tres sombrías figuras. Lucían hábitos. Llevaban el rostro oculto tras unas máscaras de pájaro blancas. Unos guantes blancos les cubrían las manos.
Afra se dirigió a la primera figura para preguntar si el comerciante Gereon Melbrüge estaba en la isla. Para su gran asombro, la persona a la que preguntó, tras cuya máscara Afra había imaginado el rostro de un hombre, respondió con voz femenina. Pero la mujer, sin duda una monja, se limitó a encogerse de hombros. Tampoco sirvió de nada que Afra le deletreara el nombre de M-e-l-b-r-ü-g-e. Al final, la monja enmascarada acabó entregándole a Afra una lista por encima del tabique. Bajo la rúbrica de QUARANTENA figuraba una lista interminable de nombres extranjeros.
Con el dedo índice Afra fue recorriendo uno por uno todos los nombres. Debía de haber unos doscientos. Gereon Melbrüge no se encontraba entre ellos. Afra devolvió la lista decepcionada. Estaba a punto de marcharse, cuando la monja del otro extremo de la mesa le indicó que se acercara.
Ésta le entregó una segunda lista de nombres con la rúbrica de PESTILENZA. Afra leyó los nombres sin pestañear. Eran muchos más que los de la primera lista, y más de la mitad se hallaban marcados con una cruz. Un instante le bastó para comprender lo que eso significaba.
Sin encontrar el apellido Melbrüge, Afra llegó al final de la lista, y entonces se detuvo. En un primer momento creyó que se trataba de un error, o que su mente la engañaba. Pero luego leyó el nombre una vez más, y otra más: Gysela Kuchlerin, Estrasburgo.
Afra se sentó en una silla. Su dedo índice seguía señalando el nombre de Gysela. La monja se volvió hacia ella. Sus ojos brillaban tras la máscara.
—Vostra sorella? —le preguntó a Afra con voz hueca.
Sin pensar, Afra asintió.
Entonces la monja le hizo una señal de que la siguiera.
Avanzaron por un largo, interminable, pasillo, flanqueado por vasijas con sahumerios. Desprendían un fuerte humo que impedía respirar a Afra. Olía entre a aceite de pescado y pescado podrido, y entre medio se mezclaba un irreconocible olor más dulzón, como a mazapán quemado.
El pasillo desembocaba, a mano izquierda, en una gran sala. En lugar de una puerta, una reja cerraba el paso. Una corriente de aire azotó a Afra en la cara. Sintió náuseas. ¿Por qué diablos había seguido a la monja?
La monja sacó una llave de debajo de su hábito negro y abrió la reja. Sin mediar palabra, acompañó a Afra al interior de la sala. Delante de un catre, se detuvo. Había unos cien catres como aquél, a un palmo uno del otro, dispuestos en hileras.
—Afra, ¿tú?
Afra oyó su nombre. La voz no le resultó conocida. Ni tampoco la mujer del catre. El cabello oscuro le colgaba en mechones. Su rostro estaba abultado como una manzana podrida y también igual de manchado. Su cuerpo apenas mostraba signo alguno de vida. Sólo sus labios pronunciaban algunas palabras inaudibles. ¿Ésa era Gysela, la mujer a la que había visto llena de vitalidad en la iglesia el día anterior?
Gysela trató de sonreír, como si no se tomara su situación del todo en serio. Pero su intento se malogró, causándole gran angustia a Afra.
—Dios me está castigando por mi traición —oyó farfullar a Gysela—. Es que debes saber que…
—Lo sé, lo sé —la interrumpió Afra.
—… que te he estado espiando para los Apóstatas.
Afra asintió.
—¿Ya lo sabías? —murmuró Gysela sorprendida.
—Sí.
Tras una larga pausa, durante la cual las dos buscaban las palabras apropiadas, exclamó Gysela entre lágrimas:
—¡Perdóname! No lo hice por voluntad, me forzaron a hacerlo. —Hablar le costaba un esfuerzo ímprobo.
—No te preocupes —respondió Afra.
Sobre el inesperado encuentro planeaba la sombra de la muerte, y Afra no sentía deseo ninguno de reprocharle nada a Gysela.
—Mi marido, Reginald, había sido en tiempos un dominico, un cerebro privilegiado —comenzó a contar Gysela en susurros—. Cuando fue nombrado inquisidor, abandonó la orden porque no quería tomar parte en los manejos de la Inquisición. Los Apóstatas, una logia de antiguos clérigos, lo acogieron con los brazos abiertos y le procuraron el sustento. Cuando Reginald supo de las intrigas que tramaban, se convirtió en apóstata de los Apóstatas. Eso sucedió en la misma época en que me cortejó. Por aquel entonces yo buscaba un hombre que, tras la repentina muerte de mi padre, pudiera continuar con la tejeduría de lana. Fue asunto de conveniencia, nada más. Nos casamos, pero amarnos no nos amamos jamás. Aunque quién sabe lo que es el amor. ¿Tú lo sabes?
Afra se encogió de hombros. No encontraba las palabras adecuadas.
Con la mirada clavada en el techo, Gysela prosiguió:
—Hubo momentos en la vida en los que sentí cierto aprecio por Reginald, pero jamás hubo trato carnal entre nosotros. Éramos como viejos esposos que vivían en virginal matrimonio. Pero la pasión y el amor verdaderos sólo los he sentido en una ocasión: contigo.
Afra volvió la cabeza hacia un lado. No quería que Gysela la viera llorar.
—Puedes llamarme «desviada» si quieres —prosiguió Gysela con un hilo de voz—. No me importa. Me alegro de haber tenido la oportunidad de decírtelo.
Afra sintió el impulso de cogerle la mano a Gysela. Pero el juicio le dictó prudencia.
—Ya está bien —dijo para calmarla. Ella tenía un nudo en la garganta—. Ya está todo bien.
Con un gesto que inspiraba lástima, Gysela intentó sonreír de nuevo.
—En realidad, tendríamos que ser enemigas. Al fin y al cabo, tú fuiste la causa de la muerte de Reginald.
—¿Yo?
Hablar resultaba para Gysela cada vez más trabajoso.
—Era la última misión de Reginald para los Apóstatas. Debía aletargarte por medio de un elixir de la verdad que anularía tu voluntad, y luego sonsacarte dónde tenías escondido el maldito pergamino.
—¿De modo que fue tu marido quien me asaltó en la casa de la Bruderhoffgasse? —exclamó Afra, fuera de sí.
—El elixir no produjo el efecto esperado. Tú te desplomaste y Reginald creyó que te había matado. Sintió un tremendo alivio cuando, al día siguiente, recibió la noticia de que estabas viva. Desde entonces no quiso saber nada más de los Apóstatas. Pero los hombres de la toga negra están sometidos a una ley férrea: apóstata una vez, apóstata para siempre. Sólo la muerte tiene potestad para expulsar a un miembro de su logia.
—Pero ¡siempre se dijo que Reginald Kuchler se había arrebatado la vida!
Gysela levantó la mano con un gesto desdeñoso.
—La gente dice muchas cosas. Todos los Apóstatas llevan encima una pequeña redoma con un veneno capaz de matar a un caballo en sólo unos segundos. Un día, cuando Reginald no regresó del mercado, tuve un presentimiento. Al atardecer, su cadáver apareció en el Ill. Cómo había llegado hasta allí, nadie lo sabía. Pero en sus ropas faltaba la redoma con el veneno. El médico que constató su muerte aseguró que Reginald se lo había bebido voluntariamente.
Desde el fondo de la sala, la monja indicó a Afra que se había acabado el tiempo; pero Gysela prosiguió su confesión.
—Tras la muerte de Reginald, los Apóstatas quisieron cobrarse la deuda conmigo. Dijeron que, a fin de cuentas, habían ayudado a Reginald durante años. Pero mi dinero no alcanzaba. Y entonces me ofrecieron un trato. Debía espiarte. Ya sabes para qué. Corres un gran peligro…
La monja tiró de Afra.
—¡Adiós! —susurró Gysela.
—¡A…! —fue cuanto logró pronunciar Afra.
Cuando atravesaban la sala, la monja se volvió. Como llevada por un impulso repentino, dio media vuelta y regresó al catre de Gysela. Al igual que antes, Gysela tenía la mirada clavada en el techo. Sin embargo, había algo distinto en ella. La monja agarró la sábana que cubría el cuerpo de Gysela y le tapó la cara. Luego, con un gesto mecánico, se santiguó.
Ocurrió todo de manera tan rápida y natural que en un primer momento Afra no entendió lo que acababa de suceder. Después, cuando, al abrir la reja, la monja comenzó a murmurar por lo bajo una oración incomprensible, fue consciente: Gysela había muerto.
Afra aceleró entonces el paso y dejó atrás a la monja. Con el pañuelo impregnado de vinagre en la boca, arrancó a correr por el inacabable pasillo hacia el vestíbulo. Las lágrimas se deslizaban por sus mejillas, y a duras penas lograba ahogar los sollozos. Con los ojos empañados veía desfigurarse a las monjas enmascaradas, convertidas en extrañas criaturas. Afra no prestó atención a sus cavernosos gritos. Como alma que lleva el diablo, abrió la puerta y bajó a trompicones las escaleras que conducían al embarcadero, donde la esperaba Leonardo.
Incapaz de articular palabra, Afra hizo un violento gesto con la mano. Leonardo lo entendió y zarpó sin hacer preguntas. Los rayos de sol que penetraban por entre las nubes del oeste cegaron los ojos llorosos de Afra.
Había llegado al albergue un nuevo huésped al que Leonardo dio la bienvenida con su acostumbrada cortesía. A Afra le llamó la atención que el extranjero viajara sin equipaje, pero ya tenía bastantes cosas en las que pensar como para buscar una explicación a ese hecho. Ya estaba anocheciendo y ella se retiró a su alcoba.
Sin quitarse la ropa se tendió sobre el camastro y se puso a pensar. En momentos como ésos maldecía el fatídico pergamino. Era como si del misterioso pergamino emanara una fuerza que la atraía como un imán y que le acarreaba desgracias. Y por mucho que ella se resistiera, no podía escapar. Hacía ya mucho tiempo que había renunciado a huir de su pasado. Éste estaba presente allá donde fuera. Incluso allí, en la lejana Venecia, el pasado la arrastraba consigo como una furiosa tormenta otoñal y dominaba sus pensamientos. El miedo y la desconfianza, desconocidos para ella durante la infancia, se habían convertido en los sentimientos más presentes en su vida. ¿Acaso quedaba alguien en el mundo en quien todavía pudiera confiar?
Mientras estaba absorta en sus pensamientos, Afra se palpaba el cuerpo en busca de bubones e irregularidades en la piel, los primeros síntomas de la peste. No le habría extrañado que se hubiese contagiado en la isla de Lazaretto. Ocurría de un día para otro, según decía la gente. La respiración de la muerte era rápida. Si tenía que ocurrir, se dijo Afra, ella no lo lamentaría. La muerte significaba también el olvido.
En las escaleras se oyeron voces. Leonardo acompañaba al inesperado huésped a su alcoba. Ésta se hallaba un piso más abajo y daba a la calle por la que se entraba al albergue. Ambos se habían embarcado en una animada conversación, y por supuesto el tema era el único del que se hablaba esos días: la peste y las incalculables consecuencias para Venecia.
Afra entreabrió la puerta de su alcoba y escuchó por la rendija. A medida que oía la voz del huésped extranjero, una desazón cada vez mayor se iba apoderando de ella. Reconocía la locuacidad y la voz de falsete del hombre. Pese a que sólo lo había visto de espaldas en la penumbra, el hombre de la capa negra le resultaba familiar. Estaba más que segura. Se trataba de Joaquín de Fiore, el Apóstata con el que Gysela se había reunido en la iglesia de la Madonna dell’Orto.
«¡No se trata de una casualidad!», se dijo Afra para sus adentros. Era cierto que a lo largo del día se había bebido una botella entera de tinto del Véneto, pero el vino no había desdibujado ni un ápice sus recuerdos. Y mientras con un oído escuchaba la conversación que mantenían los dos hombres, pensaba a marchas forzadas en una solución.
Debía marcharse de allí, huir de Venecia, pero sin dejar el más mínimo rastro. Todavía no había abandonado la idea de pasar por Montecassino. Por fortuna, nunca había llegado a mencionar el verdadero destino de su viaje delante de Gysela. Por tanto, los Apóstatas tampoco tenían por qué saberlo, a menos que…
La imagen del bibliotecario del convento dominico apareció de pronto ante sus ojos. Luscinio sabía que ella iba tras la pista de Gereon Melbrüge. Y el comerciante iba camino de Montecassino. Pero, por otro lado, Luscinio no sabía la naturaleza exacta del pergamino secreto. Y todo parecía indicar que, además, él no mantenía ninguna relación con los Apóstatas.
Todo el desánimo de Afra se disipó de golpe, e igual de rápido ideó su plan. En la salida trasera que daba al canal la barca de Leonardo se balanceaba bajo la mortecina luz de la Luna. Justo debajo de su ventana. Si lograba subir a la barca sin ser vista, podría navegar hasta el canal de San Giovanni y desde allí escapar después a pie. Era cierto que no tenía experiencia en el manejo de las barcas venecianas, pero había visto a Leonardo dirigir la barca con el bichero por los canales y estaba convencida de que sería capaz de llegar al menos hasta el canal de San Giovanni. Sin duda, no iba a resultarle fácil, pero Afra ya había demostrado en el pasado que afrontaba las situaciones comprometidas con una valentía que no tenía nada que envidiar a la de cualquier hombre.
La puerta que se hallaba frente a su alcoba conducía al desván del albergue. Allí, junto a las herramientas y los sacos con toda clase de provisiones tales como judías, nueces, y fruta y hierbas secas, se almacenaban los remos y las cuerdas de los barcos.
Con mucha cautela para no hacer ruido, Afra entró en el desván. Debía tener en cuenta que en el piso de abajo podían oír sus pisadas. Por eso, después de cada paso, se detenía y comprobaba que nadie la hubiera oído. Así llegó finalmente hasta un pilar de madera. De un gancho colgaba una cuerda enrollada. Con cuidado, Afra se colocó la cuerda sobre el hombro izquierdo. Luego dio la vuelta y se dirigió hacia la puerta. Ya en su alcoba, hizo un hatillo con su ropa. En una vela que ardía sobre un plato introdujo un clavo, cuatro dedos por debajo de la llama. En unas cuatro horas se habría consumido hasta ese punto, el clavo quedaría suelto y caería sobre el plato: sería la señal de su partida.
El hecho de que dejara la luz encendida no levantaría mayores sospechas. Las ventanas de toda Venecia estaban iluminadas por las noches desde que un curandero había afirmado que la peste se propagaba únicamente en plena oscuridad. Con la certeza de estar haciendo lo correcto y el convencimiento de que no había otra alternativa, Afra se tumbó vestida en su camastro. Los lances de ese día la habían dejado agotada y se durmió en el acto.
La vela la despertó tres horas y media después de medianoche. Afra se despabiló de inmediato. Abrió la ventana con sigilo y respiró el estimulante aire fresco de la noche. Se había levantado una ligera brisa y el agua del canal ondeaba de forma irregular. Las olas sonaban bajo su ventana como suaves golpes de tambor al chocar contra el casco de la barca.
Afra cogió la cuerda, la ató con un lazo a su hatillo y arrojó la cuerda por la ventana. Fue haciendo bajar la cuerda, y el hatillo llegó a la barca. Cuando hubo recogido de nuevo la cuerda, metió la cabeza en el lazo y se lo ajustó a la altura del pecho. El otro extremo lo ató alrededor del mainel de piedra de la ventana y acto seguido se subió al alféizar.
En Ulm y en Estrasburgo había observado muchas veces a los canteros que se descolgaban con una cuerda por la fachada de la catedral y desempeñaban su trabajo a alturas vertiginosas. La forma en que la cuerda se anudaba al cuerpo le había quedado grabada en la memoria. Apoyando las piernas con fuerza contra el muro, Afra fue descendiendo. Resultó mucho más sencillo de lo esperado. Sin embargo, cuando se hallaba suspendida a unos diez codos de la barca, no pudo continuar. La cuerda se había atascado en el mainel de la ventana y no había modo de moverla, ni balanceándola ni tirando. Si Afra no quería arriesgarse a que la descubrieran, tenía que saltar.
Intentó por todos los medios desatar el nudo del lazo que rodeaba su pecho, pero fue del todo inútil; con el peso de su cuerpo, la cuerda la aprisionaba con demasiada fuerza. Y no tenía cuchillo para cortarla. ¡Estaba atrapada!
Tal vez otra persona en una situación tan desesperada habría suplicado a Dios que le enviara a uno de los catorce santos auxiliadores o a santa Ludmila, a la que se representaba con una cuerda. Pues en los momentos de necesidad, las personas se vuelven devotas. Afra, bien al contrario, estaba reñida con Dios. «Si existes —se decía—, ¿por qué no me ayudas? ¿Por qué siempre está del lado de los holgazanes, de los santos, ya muertos, o de aquellos que quieren serlo porque no tienen otras ocupaciones?»
Tiró de la cuerda otra vez y soltó una cínica risa de desesperación. El corazón se le salía por la boca. Al amanecer, la descubrirían colgada de la cuerda y eso supondría el fin de su huida. En ese instante, notó una sacudida. La cuerda cedió. Afra se precipitó al vacío y cayó aparatosamente sobre la barca, donde permaneció tumbada, inmóvil, aturdida.
En la otra orilla del canal comenzó a ladrar un perro. Al cabo de unos instantes, el animal se calmó y todo volvió a quedar en silencio. Afra tenía la espalda dolorida. Lentamente intentó mover los brazos, las piernas y finalmente la cabeza. Cada movimiento le causaba dolor, pero podía moverse. Por suerte tenía todas las partes del cuerpo enteras. Con grandes dolores, Afra trató de levantarse. El intento fracasó debido al balanceo de la barca y ella tropezó. A la segunda, aunque tambaleándose, logró ponerse en pie.
La mitad de la cuerda que había utilizado en su huida estaba dentro del agua. Afra lo recogió y lo colocó en la proa de la barca, junto a su hatillo. Después agarró los remos. Siempre había admirado la habilidad de los gondolieri, que con un solo remo dirigían sus barcas en línea recta por los canales. Y, pese a todo, no había valorado lo suficiente la destreza de esos hombres. El caso fue que su desconocimiento del arte del remo hizo que el bote danzara de manera incontrolada, que diera vueltas sobre sí mismo y que chocara, unas veces con la popa y otras con la proa, contra las casas de ambos lados del canal.
Desesperada, Afra se dio por vencida. Recogió el remo y, apoyando la mano en la fachada de la casa de la derecha, fue impulsando la barca hasta una pasarela que cruzaba el canal. Sobre los tejados de las casas se anunciaba el alba, y Afra decidió abandonar la barca. La amarró al pie de la pasarela, lanzó el hatillo por encima del pretil y trepó por el exterior de éste.
Agotada, se detuvo unos instantes para orientarse. Tras haber fracasado en su huida hacia el sur por el agua, debía intentar escapar a pie. Pero las estrechas callejuelas formaban un laberinto inextricable. Y ocurría con frecuencia que, después de muchas vueltas, uno volvía a encontrarse en el punto de partida. Además, a esas horas, uno avanzaba prácticamente a ciegas por los angostos pasadizos.
Envuelta en la oscuridad, Afra creyó oír unos cánticos de agudas voces a lo lejos. «Las benedictinas de San Zaccaria», se dijo para sus adentros. Leonardo le había hablado de San Zaccaria como punto de referencia para orientarse, caso de perderse en la ciudad, y de la desenfrenada vida que ocultaban los muros del convento, tras los cuales vivían principalmente hijas de nobles que no habían conseguido marido. San Zaccaria no se hallaba muy lejos del puerto, así que Afra echó a andar en dirección a los cánticos.
De ese modo, Afra llegó con sorprendente rapidez al Campo San Zaccaria. Las dos hogueras encendidas delante de la iglesia envolvían el campo en una luz fantasmal. Unos hombres con largas vestiduras avivaban la lumbre con grandes leños. Sus sombras dibujaban extrañas formas sobre las fachadas de las casas. Delante del pórtico de la iglesia, una montaña de cadáveres cubiertos con sábanas aguardaban la quema.
El campo estaba cubierto por una densa humareda. Ésta se mezclaba con el insoportable hedor de los cadáveres. Temerosa, Afra avanzó por el lado oeste de la plaza, sin despegarse de las fachadas de las casas. Un solo pensamiento martilleaba en su cabeza: «¡Tengo que salir de esta ciudad!». Un pasaje que había al sur de la plaza conducía hasta la Riva degli Schiavoni, el amplio paseo del puerto que había tomado su nombre de los numerosos comerciantes de Schiavonien que atracaban sus barcos allí.
Pese a que el nuevo día no había vencido del todo a la oscuridad, en la Riva ya había una intensa actividad. A causa de la epidemia apenas llegaban mercancías a Venecia. Por eso los comerciantes habían triplicado los precios. Sin embargo, nadie quería comprar productos venecianos. Al fin y al cabo, nadie podía saber si esas mercancías estaban contagiadas.
Los venecianos tenían prohibido abandonar la ciudad en tiempos de peste. Sólo los extranjeros que pudieran probar su identidad tenían permiso para adquirir un pasaje de barco, tras el reconocimiento de uno de los medici que prestaban sus servicios en el puerto. Con la finalidad de subir a alguno de los barcos, los venecianos pudientes se servían de ingeniosos disfraces para parecer extranjeros. Otros pagaban ingentes sumas de dinero para obtener el ansiado documento de salida.
Armada de paciencia, Afra se colocó en la cola que se había formado delante del muelle del puerto. Las personas que aguardaban en la fila llevaban la tensión escrita en el rostro. Sobre todo los venecianos que, pese a su fama de habladores, permanecían mudos por temor a que la cantinela típica de su dialecto pudiera delatarlos.
Era ya completamente de día cuando al fin llegó el turno de Afra. En su mente había tomado todas cuantas precauciones eran necesarias para hacerse con los papeles. Y esa documentación significaba para ella mucho más que el permiso para salir de Venecia. Le proporcionaría, además, una nueva identidad.
El médico, un hombre ceñudo de ojos oscuros y hundidos, se hallaba sentado tras una mesita en una fría habitación encalada, y escudriñó a Afra de arriba abajo con una mirada sombría. Su asistente, un mozo de rizos negros, rellenaba papeles sobre un atril con gesto aburrido. Al reparar en Afra, la expresión de su rostro cambió de inmediato y, en un tono sobrio, le preguntó a Afra:
—¿Cómo os llamáis?
Afra tragó saliva. Luego, obedeciendo a un repentino impulso, respondió:
—Me llamo Gysela Kuchlerin, viuda del comerciante Reginald Kuchler, de Estrasburgo.
—… viuda del comerciante Reginald Kuchler, de Estrasburgo —repitió el interno mientras anotaba los datos en un papel—. ¿Y?
—Y… ¿qué?
—¿Tenéis un documento que atestigüe vuestros datos?
—Me lo robaron en la posada —repuso Afra con decisión—. Una mujer se encuentra totalmente indefensa ante todos los granujas que hay por el mundo.
—¿Alguna sospecha, signora… —desvió la vista hacia sus papeles—, signora Gysela?
A Afra le dio un vuelco el corazón. Se dio cuenta de que las manos le temblaban. En su mente apareció la imagen de Gysela, con la mirada clavada en el techo, en la isla de Lazaretto. De haber imaginado que esa mentira produciría en ella semejantes reacciones, se habría guardado de decirla. Pero ahora ya lo había hecho y debía mantenerse firme.
—No, no sé quién pudo ser.
El médico la miró y dijo algo en veneciano que ella no comprendió.
—El doctor le ruega que se desvista —tradujo el interno. Afra obedeció la orden, se quitó la ropa y se colocó desnuda delante del muchacho.
Éste, ruborizado, señaló al médico.
—¡El doctor es él!
Malhumorado, el médico se acercó a Afra y examinó su cuerpo de arriba abajo con mirada escrutadora. Sin mediar palabra, le hizo gesto para que volviera a vestirse y, volviéndose hacia su ayudante, asintió con la cabeza. El mozo le tendió un papel al doctor para que lo firmara. Luego estampó en él el sello de Venecia con el león de san Marcos debajo y se lo entregó a Afra.
—¿Qué os debo? —musitó Afra.
—Nada —respondió el interno—, contemplaros ha sido para mí la mayor de las gratificaciones.
Cuando Afra cruzó la puerta del edificio portuario, el sol pasaba a través del humo que cubría la ciudad. Seguro que ya habían descubierto su desaparición. Si quería escapar de sus perseguidores, debía actuar con rapidez.
Más de una docena de buques mercantes aguardaban ya en el muelle, preparados para zarpar, y entre ellos una coca de tres mástiles con destino desconocido. Sin cargamento, la mitad de la quilla sobresalía del agua. Delante de una carraca flamenca recién construida se habían aglomerado unas cuantas personas que regateaban el precio del pasaje. Menos confianza ofrecían los dos barcos mercantes anclados al sur, de tres velas latinas triangulares. Pese a los enérgicos gritos con que sus patrones trataban de captar pasajeros, nadie quería subir a bordo.
Mientras Afra se abría paso entre el tumulto de viajeros que corrían nerviosos de un lado a otro, mientras españoles y franceses, griegos y turcos, alemanes y eslavos, judíos y cristianos anunciaban cual voceadores sus puertos de destino en un galimatías casi ininteligible, ella se sentía observada. Los hombres se quedaban pasmados al verla o se plantaban con descaro delante de ella antes de desaparecer de nuevo entre la multitud.
Afra se notaba cada vez más y más tensa. Caminaba nerviosa en busca de un barco que partiera rumbo al sur de Italia. Pero los voceadores sólo pregonaban destinos como Pula y Spoleto, Corfú y el Pireo, incluso la lejana Constantinopla y Marsella, pero ninguno rumbo a Bari o a Pescara, desde donde podía llegar a Montecassino por tierra.
Al borde de la desesperación y sin saber por cuál de los destinos decidirse, Afra se sentó en el muelle a pensar. El viaje a Pula y Spoleto duraba solamente uno o dos días. Tal vez allí podría tomar otro barco. Al menos ahora, por primera vez, poseía un documento que la acreditaba como mujer libre con derecho a viajar.
Afra estaba tan enfrascada en sus pensamientos que no se percató de que una docena de hombres desaliñados, probablemente marineros o trabajadores del puerto, formaron un corrillo a su alrededor. Dos de los sombríos muchachos comenzaron a tirarle de la ropa y un tercero intentó subirle la falda mientras los demás seguían el espectáculo con los brazos cruzados.
Afra se defendió con uñas y dientes para salir del apuro, pero viendo que era de todo punto inútil, empezó a chillar. Sin embargo, sus gritos quedaron sepultados bajo el bullicioso ajetreo del puerto. Una terrible angustia se iba apoderando de ella al notar que las fuerzas la abandonaban; en ese instante, oyó una voz fuerte y profunda. De inmediato, los hombres la soltaron y se dispersaron en distintas direcciones.
—¿Os encontráis bien? —preguntó la misma voz grave.
Afra se colocó bien la ropa y se volvió hacia la voz.
—Sí, me encuentro bien —respondió con el rostro encendido por la rabia—. Os estoy muy agradecida.
La voz grave pertenecía a un hombre de apuesta figura. La levita de terciopelo granate y el alto sombrero que portaba en la cabeza eran propios de un dignatario o un alto oficial.
—Os estoy muy agradecida —repitió Afra, vacilante.
El ilustre caballero posó la mano sobre su pecho e hizo una discreta reverencia. Ese gesto le confirió cierta categoría y majestuosidad.
—Éste no es lugar para una dama de vuestra condición —aseveró el desconocido—. Una mujer sola apoyada en el muro del muelle es vista por los hombres de mar como una presa fácil. Y de ésas hay muchas en esta ciudad. No sé si lo sabéis, pero en tiempos normales deambulan por Venecia unas treinta mil prostitutas. En otras palabras, una de cada tres mujeres en esta ciudad ejerce el oficio de la mancebía.
—A mí nadie me ha ofrecido dinero —respondió Afra con tono arisco—. Esos muchachos intentaban sencillamente abusar de mí.
—Lo lamento. Pero insisto en que sería conveniente que evitarais los alrededores del puerto.
El tono solícito del hombre sacó a Afra de sus casillas.
—¿Podéis decirme, entonces, adónde debo dirigirme para tomar un barco, si no es al puerto, señor mío?
—Disculpadme. He olvidado presentarme. Me llamo Paolo Camera, legado de Su Majestad el rey de Nápoles.
Afra trató de saludar con una solemne reverencia que, sin embargo, debido a lo que acababa de sucederle, no logró realizar.
—Me llamo… —se interrumpió, y al poco prosiguió—: Gysela Kuchlerin, viuda del tejedor Reginald Kuchler, de Estrasburgo.
—¿Y hacia dónde os dirigís?
Afra alzó la mano con un gesto negativo.
—Mi destino es el monasterio de Montecassino, pues tengo un encargo que cumplir allí.
—¿Habéis dicho Montecassino?
—¡Eso he dicho!
—¿Y podríais explicarme qué busca una mujer como vos justamente en un monasterio benedictino? Disculpad que mi pregunta sea tan directa.
—Libros. ¡Copias de antiguos libros!
—¡De modo que sois una mujer culta!
—Yo no diría tanto. No todo el que coge un libro entre sus manos es culto. Vos debéis saberlo.
—Pero sabéis leer y escribir.
—Me enseñó mi padre. Era bibliotecario. —Mientras hablaba, Afra fue consciente de que estaba a punto de revelar su aciago pasado. De forma que decidió no decir nada más.
—¿Poseéis algún documento que os identifique y atestigüe que no habéis contraído la peste?
Afra sacó el papel sellado del escote de su vestido y lo extendió ante los ojos del enviado real.
—¿Por qué lo preguntáis?
Paolo Carriera estiró el brazo y señaló en dirección al sol naciente.
—Mirad el Ambrosia, el galeón de los tres mástiles. La tripulación está a punto de izar las velas. Si queréis… —El legado lanzó una fugaz mirada al documento—. Si queréis, podéis viajar con nosotros. Si Neptuno se muestra bondadoso con nosotros y el viento sopla a nuestro favor, en diez días estaremos en Nápoles. Y desde allí son sólo dos días de viaje por tierra hasta Montecassino.
Afra suspiró aliviada.
—Es muy amable por vuestra parte. ¿Por qué…?
El legado levantó la cabeza y bajó la mirada con gesto presumido.
—No quisiera que os marcharais con un recuerdo desagradable de Venecia. ¡Apresuraos!
Afra cogió su hatillo y echó a correr tras Carriera. El Ambrosia se hallaba atracado al final del muelle que recorría la Riva degli Schiavoni. No sólo era el barco más grande del puerto, sino también el más hermoso. Las velas y los aparejos resplandecían a la luz del amanecer. En los castillos de proa y de popa, el barrigudo galeón disponía de cabinas con escotillas acristaladas. Una estrecha pasarela, empinada como la escalera de un gallinero y custodiada por dos fornidos moros, conducía directamente a la cubierta. Paolo Carriera cedió el paso a Afra.
Nada más llegar a cubierta, dos marineros con uniformes rojinegros subieron la pasarela a bordo, veinte más treparon ágiles como arañas por los aparejos y soltaron la vela mayor. Jamás en su vida había viajado Afra en un barco tan grandioso. Con los ojos desorbitados, siguió todas las maniobras hasta que el Ambrosia se hizo a la mar. Casi creyó estar presenciando un milagro cuando la inmensa vela mayor, que sólo unos instantes antes pendía fláccida del mástil, comenzó como por arte de magia a girarse poco a poco en dirección al viento, casi imperceptible, y fue abombándose como la panza de una vaca al rumiar. Entre fuertes gritos, dos marineros halaron los gruesos cabos con los que el majestuoso barco estaba amarrado. Con extraordinaria suavidad el Ambrosia se puso en movimiento, y con el movimiento comenzaron a oírse extraños ruidos. Por todo el soberbio galeón se extendieron crujidos, chirridos y quejidos, y también bajo cubierta, de donde provenían unos gemidos que recordaban a los suspiros de las almas en pena del Purgatorio.
Con la mirada puesta en la silueta de la ciudad, todavía cubierta por la humareda gris de las hogueras, Afra se agarró a la borda. En el mar de casas destacaban las cúpulas de San Marco cual sombreros de setas en la espesura de un bosque y, aparte, como si perteneciera al conjunto, el inmenso Campanile.
Un gran sentimiento de alivio invadió a Afra.