Nada más que libros
Afra se sentía abandonada y sola. Hacía días que no sabía nada de Ulrich. Después de la discusión que habían mantenido en la plaza de la catedral no había regresado a casa. Probablemente pasaba noche y día encerrado en su taller. ¿Qué debía hacer ella? Por una parte echaba de menos tenerlo cerca; pero, por la otra, el miedo y la desconfianza hacia él eran cada vez mayores. En su soledad, todos sus pensamientos giraban en torno al pergamino secreto y su significado. La sensación de que Ulrich sólo había querido aprovecharse de ella la ponía furiosa.
Le costaba creer que pudiera existir alguna relación entre el maestro Ulrich, el pergamino, el asesinato del alquimista Rubaldo, el encapuchado y el maestro Werinher. Había demasiadas incongruencias, y la mayor de todas era que hasta entonces ella misma se había mantenido con vida.
Día tras día se preguntaba cuáles podrían ser los motivos que habían llevado a su padre a exponerla a semejante peligro. Pero, cuanto más retrocedía con la memoria a la época vivida con su padre, más difusos se volvían sus recuerdos.
El mundo se había convertido en un lugar sombrío y misterioso, ¿o eran sólo imaginaciones suyas? Cuando deambulaba sin rumbo por Estrasburgo, sentía que alguien la espiaba desde detrás de cada casa, de cada árbol, de cada carro que hallaba a su paso. El griterío de los niños que jugaban en la calle la sobresaltaba, al igual que cualquier siervo con un saco a las espaldas o cualquier monje con cogulla que la abordara por detrás.
En uno de esos vagabundeos por la ciudad, Afra se dirigió hacia el sur. Apresurada y sin rumbo, cruzó cerca de Sankt Thomas el puente sobre el río Ill, descendió a toda prisa un tramo junto al río y finalmente se adentró en un camino de carros que llevaba al este, a la vega del Rin.
La inmensidad del paisaje resultaba tranquilizadora, y Afra se sentó sobre un grueso tronco podrido de un árbol que había sido derribado por la última tormenta del otoño. La hierba húmeda desprendía olor a podredumbre, y a lo lejos se divisaban unos mantos de niebla pasajeros. Ésta empañaba la vista de un baluarte amurallado que tenía un campanario en lugar de un torreón. La edificación recordaba al monasterio fortificado que Afra había conocido en Württemberg.
La idea de permanecer en el anonimato en un convento hasta que las aguas hubieran vuelto a su cauce no le resultaba descabellada. ¿Qué tenía que perder? Regresar junto a Ulrich en esos momentos le parecía impensable. El turbio pasado del maestro de obras y la ambigüedad de sus intenciones la asustaban. Ella se había entregado ciegamente a él, se había sometido a su merced. Y, ni en sueños, había abrigado la sospecha de que Ulrich pudiera estar utilizándola.
Tras reposar un rato, Afra, movida por la curiosidad, emprendió el camino hacia la fortaleza. Pero cuanto más se aproximaba al baluarte, más extraño le parecía. El lugar estaba desierto. No se veía un alma en el camino, ni tampoco delante de la puerta. Las ventanas de la parte superior de la muralla que rodeaba todo el conjunto estaban cerradas. Desde fuera no se oía ni un ruido.
El portón de madera maciza parecía llevar semanas cerrado. Una estrecha portezuela por la que tenía que pasarse agachado conducía hasta una zona abovedada de techo bajo con otra puerta y una ventana cerrada a la derecha. Junto a ella había una cadena de hierro.
En alguna parte, cuando Afra tiró de la cadena, sonó una campana. Aguardó vacilante a ver qué sucedía.
No transcurrió mucho tiempo antes de que se oyera trajinar a alguien en el interior. Al fin se abrió la ventana. Afra se llevó un susto de muerte. No habría sabido explicar qué esperaba encontrarse. Tal vez un fraile barbudo o una monja anciana y consumida, o hasta un soldado armado le habría inspirado menos temor que la imagen que contemplaba en esos instantes a través de la ventana: un homúnculo, la caricatura de una persona, un hombre calvo con la cabeza hinchada, con un ojo en la frente, el otro en la mejilla, y la nariz reducida a un colgajo. Tan sólo la boca de labios húmedos y carnosos tenía apariencia humana y esbozaba una forzada sonrisa dedicada a Afra.
—Debéis haberos equivocado de lugar —comentó sonriendo el homúnculo con voz grave y balbuciente. Luego asomó la cabeza para comprobar si había algún otro visitante.
Afra dio un paso atrás, asustada.
—¿Dónde estoy? —tartamudeó, desorientada, fijándose en la pronunciada joroba del hombre.
Apoyado en el antepecho de la ventana, el homúnculo examinó a Afra de arriba abajo. Y mientras lo hacía, torció el gesto, como si la visión de la joven le causara dolor.
—Sankt Trinitatis —balbuceó, y compuso de nuevo una afectada sonrisa.
—¡Así que es un monasterio consagrado a la Santísima Trinidad!
—Si queréis llamarlo así… —El jorobado se limpió los mocos de la nariz con la manga de su tosco sayal—. Otros hablan de la casa de los demenciados. Pero, claro, ellos no son tan considerados como vos.
A Afra le vino a la cabeza la casa de locos de la que había hablado el bibliotecario manco, Luscinio, ¡Santo Dios! Estaba a punto de dar media vuelta y marcharse sin más, cuando aquel hombre de aspecto lamentable le preguntó:
—¿A quién buscáis, doncella? Por aquí no suele venir casi nadie, si he de seros sincero. Y menos aún sin compañía. ¡Quién iba a querer visitar una casa de dementes!
Mientras él hablaba, la carraca de madera que llevaba colgada al cuello con una cuerda repiqueteaba.
—Aquí todos llevamos una —comentó el homúnculo al advertir la mirada interrogante de Afra—. Para que los guardas la oigan cuando alguien se les acerca por la espalda. Aunque, a pesar de todo, algunos se han acostumbrado a caminar de puntillas, casi flotando, como los ángeles. Apenas se los oye. —Al lanzar unas entrecortadas carcajadas, soltó el aire por los deformes orificios de su nariz—. Decidme, doncella, ¿a quién venís a ver?
—Creo que el bibliotecario del convento de los dominicos se encuentra internado aquí —se aventuró a decir Afra, obedeciendo a un repentino impulso.
—¡Ah, el Genio! Ciertamente se encuentra aquí. Bueno, eso cuando no anda por las nubes.
—¿Por las nubes?
—Así es. El hermano Dominico no es de este mundo, si queréis que os diga la verdad. La mayoría de las veces sus pensamientos lo trasladan muy lejos de aquí. Junto a los filósofos de la antigua Grecia o los dioses de Egipto. Suele pasarse horas recitando antiguos dramas y epopeyas en lenguas que nadie entiende. Por eso lo llamamos el Genio.
—¿Queréis decir que no está loco?
—¿El hermano Dominico? ¡Ni por pienso! Os aseguro que tiene más sesera que todos los canónigos juntos. Además, hay más sabios entre los locos que locos entre los sabios. El hermano Dominico lo sabe todo.
—¡Tengo que hablar con él! —exclamó de pronto Afra.
—¿Sois pariente, doncella?
—No.
—En ese caso, no creo que sea posible…
—¿Por qué no?
—¿Veis esa puerta, doncella? Todo aquel que la ha atravesado, se ha despedido del mundo del que vos venís para siempre. ¿Comprendéis? Todos nosotros somos repudiados: tullidos, apestados, herejes, dementes; personas, en suma, que ensucian la imagen de Dios. Miradme a mí. Alguien como yo podría desbaratar la historia del Antiguo Testamento. En él dice Dios: «Creemos al hombre a nuestra imagen y semejanza». Ahora ya tenéis una ligera idea del aspecto que ofrecía Dios, doncella. —El deforme portero ladeó la cabeza y se puso brazos en jarras.
—¡Tengo que hablar con el hermano Dominico! —insistió Afra—. Si es tan sagaz como decís, tal vez él pueda ayudarme.
El homúnculo se echó a reír a carcajadas. De pronto había cobrado conciencia del poder que tenía en sus manos y tan extraordinario hecho parecía divertirle.
—¿Qué estaríais dispuesta a ofrecerme a cambio? —preguntó inesperadamente.
—¿Queréis dinero? —repuso Afra, desconcertada.
—¿Dinero? Virgen Santa, ¿para qué iba a querer yo dinero?
—Sois la primera persona que me hace esa pregunta. Pero ya comprendo que el dinero no os serviría de gran ayuda. ¿Qué queréis, entonces?
El homúnculo hizo caso omiso de la pregunta.
—Cuando los monjes rezan la nona, yo me quedo a cargo de todo. El oficio dura bastante, algunas veces casi una hora. En ese tiempo yo podría dejaros entrar.
—¿Y cuál es el precio?
—Mostradme vuestros pechos, doncella. Las prominencias de vuestro vestido prometen el Paraíso.
—Habéis perdido el juicio.
—No digáis eso. Os lo ruego. Sólo quiero tocar una vez los pechos de una mujer. Luego estaré dispuesto a satisfacer cualquier deseo que me pidáis. Aunque me cojan in fraganti.
La petición del jorobado sorprendió de tal modo a Afra que, durante unos largos instantes, no supo qué responder. En un primer momento sintió deseos de insultarlo, de decirle que era un cerdo repugnante, un indecente; sin embargo, en cierta medida, sus palabras la habían conmovido.
—Me figuro lo que estáis pensando —prosiguió el homúnculo—. Pero no me importa. Jamás he visto una mujer tan hermosa como vos. Claro que es comprensible. Vivo en este lugar desde los dos años, rodeado de hombres. Lo único bueno es que no hay ningún espejo en Sankt Trinitatis. De modo que sólo intuyo cómo soy. No hace mucho cayó en mis manos el libro de horas de un monje. Junto a las oraciones figuraban miniaturas del Antiguo Testamento. Entre ellas, había una representación de Adán y Eva en el Paraíso. Entonces vi los pechos de Eva. Jamás había visto algo tan excitante. Un temblor recorrió todas las partes de mi cuerpo, incluso aquellas a las que no había prestado mucha atención hasta entonces. Cuando el monje me descubrió con el libro, me pegó, me llamó «puerco» y profetizó mi sentencia a la condenación eterna.
—Y si yo me descubriera ante vos… —sugirió Afra con una mirada escrutadora.
—… yo satisfaría cualquier deseo vuestro que estuviera en mi mano.
—¡Entonces abridme la puerta!
El jorobado desapareció tras la ventana y abrió la puerta.
En la pequeña portería abovedada el aire estaba viciado. En el interior sólo había una oscura mesa de madera tosca y una silla de respaldo y asiento cuadrados. Sin apartar la vista del jorobado ni un instante, la joven se desabrochó el cuello del vestido y lo fue abriendo lentamente hasta que sus senos, como frutos en sazón, quedaron al desnudo. Afra nunca hubiera imaginado que la situación llegaría a excitarla tanto.
El jorobado extendió una mano tímidamente. No se atrevió a tocarla. Se desplomó a sus pies y, de rodillas, unió las dos manos en actitud de orar.
Afra vio que le temblaban los labios al hombre. En ese momento sintió incluso lástima por él. Pasados unos instantes, ella volvió a abrocharse el vestido.
El portero se levantó y se inclinó teatralmente ante Afra igual que hace un sacerdote en el introito. Respiraba de prisa y meneaba la cabeza, como si le costara creer lo que acababa de sucederle.
—Esperad aquí —dijo al fin—, voy a comprobar si ha comenzado el oficio de nona.
Al cerrarse la puerta, Afra reparó en que ésta no tenía picaporte por dentro. Pese a hallarse encerrada, no sintió miedo. Sí se preguntó, no obstante, si había obrado correctamente.
Seguía reflexionando acerca de ello cuando se oyeron unos pasos y el portero asomó la cabeza por la puerta.
—Venid —dijo por lo bajo—, ¡tenemos vía libre! Si habéis soportado verme a mí, seréis capaz de aguantar lo que os encontraréis a continuación.
«Desde luego», estuvo tentada de responder Afra, pero prefirió callar.
Afra siguió en silencio al jorobado por un frío pasillo que desembocaba en una empinada escalera en espiral, de toba desgastada, que comunicaba con los dos pisos superiores. En el segundo, un pasillo en ángulo recto conducía a un ala transversal. Una puerta de doble hoja, oscura y alta, cuyos picaportes no podían alcanzarse sin alzar el brazo —tal era la altura a la que habían sido colocados—, les cerraba el paso.
Un aire caliente y apestoso, similar al de un establo, los azotó cuando el jorobado abrió la hoja derecha de la puerta. Por los laterales de la enorme sala, dispuestos en hilera, en toscos catres o recostados sobre paja maloliente, vegetaban toda suerte de patéticos personajes. Personas contrahechas como el propio portero y otras que habían perdido el juicio los miraban sujetos como animales a unos barrotes. Algunos comenzaron a berrear al verlos pasar. El aire viciado estaba empezando a asfixiar a Afra. El portero, con la cabeza gacha, la miraba con el rabillo del ojo.
—Vos lo habéis querido —dijo sin detenerse—. Supongo que ésta no es la clase de olores a la que estáis acostumbrada. —A Afra le costaba respirar.
Al acercarse, Afra oyó la voz de un anciano que declamaba un texto en latín. Éste continuó sin distraerse cuando Afra y el jorobado se detuvieron ante su celda, la cual, a diferencia de todas las demás, estaba abierta. Afra no se atrevió a interrumpirlo. El anciano recordaba a un profeta. Tenía una rizada cabellera cana, al igual que la barba, que le llegaba hasta el pecho y se balanceaba de un lado al otro mientras hablaba.
Una vez hubo acabado, miró brevemente a Afra y, a modo de aclaración, afirmó:
—Horacio, «A mi musa Melpómene».
Afra asintió educadamente y, volviéndose hacia el jorobado, le rogó:
—¿Tendríais a bien dejarnos a solas un momento? El portero refunfuñó algo y se marchó.
Durante unos instantes, ambos permanecieron callados frente a frente. Después el anciano preguntó con tono desabrido:
—¿Se puede saber quién sois vos?
—Me llamo Afra y he venido hasta aquí por un asunto un tanto particular. Se dice que vuestra inteligencia es extraordinaria. Al parecer, habéis leído todos los libros de la biblioteca de los dominicos.
—¿Quién lo dice? —De pronto el anciano se mostró interesado.
—Jacobo Luscinio, quien os ha sustituido en vuestro puesto.
—No lo conozco. Y, por lo que toca a la inteligencia —agregó haciendo un gesto de desdén con la mano—, uno de los mayores sabios, Sócrates, dijo al final de su vida: «Oida uk Oida: Sólo sé que no sé nada».
—Admitid, al menos, que sois un hombre muy leído.
—Lo era, doncella, lo era. Aquí, el Antiguo Testamento es lo único que se me permite leer. Además la vista ya no me responde. Probablemente mis ojos se niegan a ver los horrores de este mundo. Ya sólo me queda la cabeza, o mejor dicho, lo que aprendí de los libros durante los años pasados. Pero ¡basta ya de hablar de mí! Decidme, ¿qué habéis venido a buscar aquí?
¿Por dónde debía empezar? Se había aventurado a entrar allí, obedeciendo a un repentino impulso, con la esperanza de que el hermano pudiera ayudarla. Desde el principio, había abrigado la sospecha de que aquel anciano sabio en realidad no estaba loco. Ahora había confirmado su suposición. Tal vez ese hombre era demasiado inteligente para los demás hermanos del convento. Tal vez sabía más de lo que su fe le permitía. Tal vez lo consideraban un hereje porque recitaba de memoria textos de autores paganos, de poetas que alababan a dioses desconocidos. A Afra le admiraba la serenidad con que el anciano había aceptado su suerte.
—Sé que os encontráis aquí por una injusticia —dijo Afra con voz temblorosa.
El anciano alzó la mano en un gesto de rechazo.
—Eso vos no podéis saberlo, doncella. Y aun en el caso de que tuvierais razón, cualquiera que viva aquí acaba como los demás al cabo de unos meses. Pero todavía no habéis respondido a mi pregunta.
—Hermano —respondió Afra con la voz entrecortada—, mi padre me dejó en herencia un antiquísimo escrito cuyo significado no he logrado descifrar…
—Pues si vos misma no comprendéis de qué se trata, ¿cómo iba a comprenderlo yo?
—El documento no fue redactado por mi padre. Lo escribió de su puño y letra un monje del monasterio de Montecassino.
Al escuchar esas palabras, el anciano aprestó el oído y preguntó:
—¿Tenéis el documento aquí?
—No. Está escondido en un lugar secreto, y tampoco puedo recitarlo de memoria. Pero tengo motivos para creer que es un escrito prohibido que determinadas personas ansían poseer tanto como el diablo las almas miserables. En el documento se hace referencia al Constitutum Constantini. Obviamente debe de tratarse de un pacto secreto. Es todo lo que sé.
A medida que Afra hablaba, el hermano se iba mostrando cada vez más inquieto. Miraba alternativamente al techo y a Afra. Finalmente se acarició la barba con un tímido gesto, y tras una pausa para la reflexión, preguntó en susurros:
—¿Habéis dicho Constitutum Constantini?
—Eso decía el pergamino.
—¿Y es todo cuanto sabéis?
—No. Es todo cuanto recuerdo del texto. Ahora decidme, ¿qué significa ese Constitutum? Seguro que vos sabéis algo.
El anciano negó con la cabeza y guardó silencio.
A Afra le costaba mucho creer que el sabio y anciano monje, cuyo vasto conocimiento temían todos los demás, no hubiera oído hablar jamás del Constitutum Constantini. Era evidente que intentaba ocultar algo.
Como si quisiera derivar la conversación hacia otro asunto, el anciano preguntó de pronto:
—¿Y cómo habéis llegado hasta aquí? ¿Sabe alguien que habéis venido?
—Sólo el portero. He tenido que seducirlo. Durante el oficio de nona, según me dijo, el riesgo de que nos descubran es mínimo. Y ahora, ¿por qué no me contáis lo que sabéis, hermano?
—Pobre diablo —contestó el monje—, un espíritu lúcido encerrado en un cuerpo demoníaco. Es la única persona con la que puedo hablar aquí.
—Hermano, ¿por qué no me contáis lo que sabéis? —insistió Afra con tono de súplica.
La carraca de madera indicaba que el portero se aproximaba desde el otro extremo de la sala.
—Si permitís que os dé un consejo —se apresuró a responder el anciano—, coged el pergamino y prendedle fuego. Y no digáis a nadie que un día estuvo en vuestro poder.
—¿Queréis decir que carece de valor?
—¿Carecer de valor? —rió el monje con sorna—. El papa de Roma os agasajaría como a una reina, os colmaría de oro, piedras preciosas y tierras, si le entregarais vuestro pergamino. Pero mucho me temo que eso no llegará a suceder.
—¿Y por qué no?
—Porque otros…
—¡Ya es la hora, doncella! —interrumpió bruscamente la conversación el portero—. El oficio de nona está a punto de acabar. ¡Vamos!
Afra sintió deseos de retorcerle el pescuezo al jorobado. Había tenido que entrometerse justo ahora que el monje empezaba a hablar.
—¿Puedo venir a visitaros otro día? —preguntó Afra al despedirse.
—No veo para qué —respondió el anciano—. Ya os he dicho demasiado. Si permitís que os dé un consejo: cuidaos muy bien de hacer uso de él alguna vez.
El jorobado asintió como si supiera de qué hablaban. Después sacó a Afra de la celda. Bajaron a paso ligero la escalera en espiral. Cuando el portero cerró la portezuela que daba al exterior tras Afra, ésta se sintió liberada. La tarde comenzaba a declinar y Afra aspiró hondo hasta llenar sus pulmones de aire fresco.
Las palabras del anciano, en lugar de ayudarla a encontrar una explicación, la habían confundido aún más. Miró atemorizada en todas direcciones para asegurarse de que nadie la seguía. No cabía duda de que estaba en peligro. Pero vivía. Era posible incluso que conservara la vida precisamente gracias al pergamino. Mientras estuviera en su poder, no le ocurriría nada.
De camino al puente le volvieron a la mente las palabras del anciano: «El papa de Roma os agasajaría como a una reina, os colmaría de oro, piedras preciosas y tierras, si le entregarais vuestro pergamino». De forma muy parecida, aunque no tan clara, lo había expresado su padre.
El Ill discurría lentamente en la oscuridad cuando atravesó el puente de piedra. Un grupo de gente enfurecida corría en dirección norte. Las mujeres se remangaban las faldas para correr más de prisa. De los callejones laterales salían hombres en tropel cargados con cubos, y comenzaron a oírse gritos de «¡Fuego! ¡Está ardiendo!».
Afra aligeró el paso. Una gigantesca muchedumbre intentaba abrirse paso por la Predigergasse. Otra oleada de gente avanzaba por la Münstergasse. Hacia ellos flotaba una densa humareda y un fuerte olor a caña quemada. A medida que se acercaban a la Bruderhofgasse, el cielo se iba tiñendo de un rojo vivo. Afra tenía los nervios a flor de piel. Un mal presentimiento la sobrecogió. Los hombres formaron una cadena hasta el río y se pasaban cubos de agua unos a otros.
—¡Va! —El eco fantasmal de sus gritos retumbaba contra los muros de las casas—. ¡Va!
Al principio de la Bruderhofgasse, Afra se detuvo. Miró hacia adelante: su casa estaba en llamas. Una columna naranja de fuego se elevaba de la cubierta de caña y un humo negro brotaba de las ventanas. Los hombres que habían acudido a apagar el fuego habían abandonado ya la casa. Con una escalera rodante intentaban evitar a la desesperada que las llamas se extendieran a otras casas.
Era el momento de los curiosos. El fuego siempre era algo emocionante. La mayoría lo consideraba un espectáculo público; las gentes cantaban y bailaban, y salían a celebrar que no les hubiera tocado a ellos.
Afra contempló absorta las llamas. El fuego no sólo había destruido su casa, también una parte de su vida, la parte que ella creyó que iba a ser la más feliz. Pero se había equivocado. Entonces le pareció que las llamas, la casa que estaba quedando reducida a cenizas y humo, simbolizaban su vida en Estrasburgo, que se consumía ante sus propios ojos.
Cada vez que una viga o un muro se desplomaba, los espectadores gritaban alborozados como en la feria, donde, por dos pfennig estrasburgueses, uno podía sumergir a un demente baboso en un barril de agua. Consternada y al límite de sus fuerzas, Afra se llevó las manos a la cara.
Cuando la muchedumbre se hubo calmado un poco, comenzaron a oírse preguntas: «¿De quién es la casa?» «¿Quién vivía ahí?» «¿Dónde están los dueños?»
Afra se quedó paralizada. Temía que alguien la reconociera.
Una vendedora del mercado, con un cesto a la espalda, explicó a los curiosos que en la casa vivía Ulrich, el maestro de obras de la catedral, con su mujer, y que eran gente muy rara que no mantenía relación con nadie. Un hombre con barba, cuyas distinguidas ropas lo identificaban como edil del Concejo, anunció que el maestro Ulrich había sido arrestado por el magistrado municipal. Al parecer, recaía sobre él la sospecha del asesinato de Werinher Bott.
La noticia se extendió como un reguero de pólvora, y Afra prefirió alejarse de allí. A ella le traía sin cuidado cómo se había producido el fuego. Lo había perdido todo: sus modestas posesiones, sus vestidos y el hombre en el que había depositado toda su confianza.
La idea de que Ulrich fuera un asesino le martilleaba en la cabeza. Tal vez había asesinado a su propia esposa. Incapaz de pensar con claridad, Afra se dirigió hacia el convento de los dominicos. Allí se hallaba lo único que le quedaba: el pergamino.
Se sentía vacía, desamparada. Fue la desesperación lo que la condujo hasta el convento. ¿No había dicho su padre que sólo debía utilizar el pergamino cuando ya no viera otra salida? ¿No era acaso providencial que ella hubiera escondido el pergamino en la biblioteca de los dominicos?
La noche cayó sobre la ciudad, y Afra llegó a la puerta del convento tiritando de frío. De la iglesia provenía la monótona salmodia de vísperas. Afra tuvo que llamar varias veces hasta que por fin le abrieron. Luscinio, el bibliotecario manco, asomó la cabeza por la puerta.
—No solemos recibir visitas a estas horas —se disculpó—. El hermano de la portería y los monjes están en la capilla, en el oficio de vísperas.
—Gracias a Dios —respondió Afra—. Así no tendré que dar explicaciones a nadie. Dejadme pasar.
Luscinio acató la orden tras vacilar.
—Seguidme, aprisa. El oficio debe de estar a punto de acabar. Si alguien me viera con vos, me expulsarían. ¿Qué os trae por aquí a horas tan intempestivas?
Afra no respondió, sino que guardó silencio hasta que llegaron abajo, a la bóveda de la biblioteca. Una vez allí, contestó en susurros:
—Hermano Jacobo, recordaréis sin duda que, hace no mucho tiempo, cuando os encontrabais en aprietos, yo os presté ayuda.
El manco, avergonzado, balanceó el único brazo que le quedaba.
—Claro, cómo no. Lo que pasa… es que no quiero volver a vivir en la miseria y ser otra vez el hazmerreír de los demás. Espero que lo comprendáis.
—Lo comprendo perfectamente, hermano, y yo no quiero causaros molestia alguna. Pero me encuentro en una terrible situación. Mi marido está en la cárcel. Lo acusan de haber asesinado al maestro Werinher. Unos maleantes han incendiado mi casa. Ya no me queda más que la ropa que llevo puesta. No sé qué hacer ni adonde ir. Acogedme aquí unos días hasta que haya ordenado mis ideas.
La petición de Afra causó inquietud en el bibliotecario.
—Pero, doncella, lo que me pedís es imposible. La orden de los dominicos es muy estricta y rara vez se permite la entrada de mujeres en el convento. No quiero ni pensar lo que sucedería si os descubrieran aquí.
—Ningún monje tiene por qué enterarse de que el pecado vive bajo su mismo techo —exclamó Afra con un tonillo sarcástico—. Todos estos libros servirán como escondite. Además, vos mismo dijisteis que los monjes apenas pisan la biblioteca.
—Sí, es cierto…
—Hermano, os aseguro que no os pondré en un compromiso. —Afra se dejó caer sobre una pila de manuscritos polvorientos, apoyó la cabeza en las manos y cerró los ojos.
Al adoptar esa postura, dio la impresión de que Luscinio ya no podía hacer nada para convencerla de que debía marcharse de allí. El manco debía ir haciéndose a la idea de que iba a dar asilo a una mujer en el convento. Al menos por unos días.
—Está bien —dijo finalmente el bibliotecario—, la regla de Santo Domingo predica la pobreza y la piedad. No se establece en ningún sitio la prohibición de dar cobijo al que no tiene un techo. Podéis quedaros. Pero si alguien os descubre, yo no os conozco. Diréis que habéis entrado en el convento a hurtadillas.
Afra le tendió la mano izquierda al bibliotecario.
—Trato hecho. ¡Descuidad!
Luscinio se quedó un poco más tranquilo. Antes de cerrar la puerta de la biblioteca tras de sí, se volvió una vez más y le susurró:
—Doncella, tened cuidado con la luz. Ya sabéis que nada arde tan fácilmente como una biblioteca. Bueno, hasta mañana.
Afra oyó cómo se alejaban sus pasos, cada vez más débiles, hacia el piso de arriba. En el rincón del fondo de uno de los pasillos laterales, donde reinaba un desorden mayúsculo y las pilas de libros formaban un laberinto inextricable, Afra apartó unas cuantas docenas de manuscritos con tapas de madera revestidas de cuero. Con los tomos de pergamino y los libros de cuero más suave, se fabricó un camastro. De almohada utilizó un mamotreto de Armando de Bellovisu titulado De declaratione difficilium terminorium tam theologiae quam philosophiae ac logicae. Los conocimientos de latín de Afra no eran lo bastante amplios para traducir tan largo título. Aunque, a decir verdad, el volumen le interesaba únicamente porque era más suave que los demás.
Había conocido lugares más cómodos donde dormir, sobre todo más blandos, aunque ninguno tan letrado como ése. Por el momento, Afra se daba por satisfecha. En el suelo, colocó una vela de sebo que despedía un tenue resplandor. Con las manos entrelazadas bajo la cabeza, Afra se tendió boca arriba y, mirando al techo, se puso a pensar. Tenía que volver a ver al hermano Dominico, el pobre genio encerrado en la casa de los dementes. Tenía que encontrar la manera de hacerlo hablar. Cómo, no lo sabía. Sólo sabía que era la única persona que podía arrojar luz sobre el oscuro asunto del pergamino. Las pistas que le había dado encajaban a la perfección. El anciano había medido todas y cada una de las palabras que le había dicho, y sobre todo, las que no le había dicho.
Tumbada sobre su duro camastro, Afra urdió un plan. Lo primero que debía hacer era copiar el texto del pergamino. Pero para ello tendría que recurrir de nuevo a un alquimista. En Estrasburgo había más alquimistas que en ningún otro lugar. La mayoría se había establecido en el norte, en los alrededores de Sankt Peter, un barrio que era mejor no frecuentar de noche. Sin embargo, pedirle ayuda a un alquimista significaba que habría otra persona más que conocería su secreto. Y seguro que éste no estaba dispuesto a meterse en harina a cambio de nada.
Dando vueltas a ese círculo vicioso, se quedó dormida. Y soñó que se encontraba rodeada de serviciales criados y ataviada con preciosas ropas sobre una alta y espaciosa escalera de mármol blanco. Llevaba un pergamino en la mano. Unos jinetes con uniformes relucientes se acercaban por el horizonte. Enarbolaban banderines blancos y banderas con una cruz amarilla en el centro. Tras ellos avanzaba un carruaje tirado por seis caballos. Desde un trono de oro y con expresión deferente, saludaba el papa.
Al pie de la grandiosa escalera, el papa se apeó del carruaje y comenzó a ascender por los peldaños de mármol, que parecían no tener fin. Sus acompañantes iban cargados de oro y piedras preciosas. Pero por más que se afanaban en alcanzar el final de la escalinata, siempre se encontraban en el mismo punto. Entonces Afra se despertó con la frente cubierta de sudor.
«Qué sueño tan extraño», pensó, y miró somnolienta la llama de la vela que tenía a su lado. Por alguna razón inexplicable, la llama comenzó de pronto a titilar, como si una corriente de aire recorriera la laberíntica biblioteca. Le pareció que la puerta se había abierto. Paralizada por el miedo, Afra volvió la vista hacia la puerta principal. Casi no se atrevía ni a respirar. Oía el pulso de su sangre. El tiempo que permaneció inmóvil le pareció una eternidad.
Entonces, de repente, un libro cayó al suelo con gran estrépito. Afra pegó un respingo del susto. Sentía deseos de gritar, de chillar, de plantarle cara al desconocido; sin embargo, tenía todos los miembros del cuerpo entumecidos, paralizados, agarrotados.
¡La luz! Debía apagar la vela. Pero justo antes de hacerlo vislumbró en el pasillo central un tembloroso resplandor. Era cada vez más intenso, y de improviso, a menos de diez codos de distancia, se deslizó en silencio ante sus ojos una figura negra, un encapuchado con un candil en la mano. Luego todo volvió a quedar a oscuras.
Al borde de la desesperación, Afra se preguntó qué debía hacer. ¡Un encapuchado! Eso despertó en ella terribles recuerdos. ¿Pertenecería a esa imprevisible hermandad que había intentado derribar la catedral? ¿Qué habría ido a buscar a la biblioteca en plena noche?
Afra no se atrevió ni a pensar que el pergamino pudiera ser la causa de esa visita nocturna. Nadie la había visto entrar en el convento. Y, además, ¿cómo iba a saber el desconocido en cuál de los miles de libros estaba escondido el documento?
Desde lejos oía al encapuchado sacar libros de las estanterías y hojearlos. Parecía tener todo el tiempo del mundo, actuaba con mucha calma. Cuanto más tiempo se entretenía el desconocido en su quehacer, mayor era la curiosidad de Afra por saber quién se escondía bajo el amplio manto negro y qué se proponía.
Poco a poco el cuerpo de Afra se fue desentumeciendo, y ella se despojó de todo su miedo como aquel que se quita una capa empapada por la lluvia. Se incorporó, se puso en pie con sigilo, se deslizó, procurando no hacer ruido, hacia el pasillo central y siguió el camino que había tomado el encapuchado.
Al fondo del largo pasillo, Afra vislumbró un reflejo. El miedo que la dominaba unos instantes antes se había disipado por completo. Decidida, avanzó de puntillas hacia la luz por otro pasillo lateral y, con cautela, se asomó a mirar desde la esquina. El encapuchado se encontraba de espaldas a ella. Enfrascado como estaba en un libro y ajeno a cuanto sucedía a su alrededor, no advirtió que Afra se acercaba por detrás.
Afra se abalanzó entonces sobre el desconocido y le quitó el capuchón. No había sopesado ni por un momento las consecuencias de sus actos. Ni tampoco se había planteado quién podía ocultarse bajo la capucha. Se había limitado a seguir un impulso. Sin embargo, al encontrarse con lo inesperado, se quedó sin habla y, en su desconcierto, sólo acertó a farfullar:
—¡Her-ma-no Do-mi-ni-co!
—¡Me habéis dado un buen susto, doncella! —contestó él—. ¿Se puede saber qué hacéis vos aquí a estas horas?
Afra cogió aire. Al cabo de unos instantes recuperó el habla.
—Eso mismo podría preguntaros yo. ¡Creía que estabais encerrado en esa casa de dementes!
El anciano sonrió mientras se acariciaba la barba, y con una mirada sagaz, respondió:
—Y lo estoy, doncella, pero quien ha pasado toda su vida tras los muros de un convento, como es mi caso, siempre encuentra un agujerillo por el que escapar. No me delataréis, ¿verdad?
—¿Por qué iba a hacerlo? —repuso Afra—. Si vos no me delatáis a mí…
El hermano Dominico negó con la cabeza y trazó con la mano la señal de la cruz:
—¡Por la Virgen Santísima!
Así permanecieron los dos durante unos instantes, sonriéndose y preguntándose cómo y por qué motivo había entrado el otro allí.
—Yo he entrado por la puerta. Me abrió Luscinio, el nuevo bibliotecario —susurró Afra, que pareció adivinar la pregunta del anciano.
—El osario que hay bajo el ábside de la iglesia —se explicó entonces el hermano Dominico— tiene un pasadizo secreto. Si uno no tiene miedo de saltar por encima de calaveras y huesos centenarios, ese pasadizo conduce directamente a la biblioteca. Y en cuanto a la casa de dementes, está, como su propio nombre indica, pensada para los que ya no son dueños de su juicio. A poco inteligente que sea un hombre, encontrará varias maneras de escapar de Sankt Trinitatis.
—¿Y qué habéis venido a buscar aquí, hermano?
—¿Qué va a ser? —replicó el anciano—. ¡Libros, doncella, libros! Allí sólo se me permite tener un libro, ¡un solo libro! Podéis imaginaros lo que eso supone. Con un solo libro, aunque sea la Biblia, un hombre acaba embruteciéndose. Por eso cada semana me llevo uno nuevo y devuelvo el anterior a su lugar.
—¿Y nadie se ha dado cuenta? No puedo creerlo.
—Ay, doncella —suspiró el monje con cierta tristeza—. Con los libros acontece lo mismo que con los humanos. Si uno los observa superficialmente, nada distingue a unos de los otros. Sólo al observarlos con detenimiento salen a la luz las diferencias. ¿De veras pensáis que los monjes de una casa de dementes se interesan por los libros?
Como ocurriera ya en el primer encuentro, la lucidez mental del anciano dejó asombrada a Afra. Jamás había conocido a un hombre que aceptara su desgracia con semejante aplomo. Ciertamente, se había recluido en un mundo imaginario, en el mundo de sus libros. Pero qué había de malo en ello si a él le hacía feliz. Porque el hermano Dominico podría ser muchas cosas, pero no un infeliz.
—Y ahora explicadme qué habéis venido a buscar vos aquí, a este sótano lleno de libros. Seguro que ni el Antiguo Testamento ni los Hechos de los Apóstoles. Dejadme que lo adivine: habéis escondido el pergamino secreto que heredasteis en esta biblioteca.
Afra se estremeció de miedo. Hasta ese momento sólo tenía al monje dominico por un sabio anciano. ¿Acaso era también clarividente? Afra se sintió pillada. Se vio a merced del anciano y de su saber, amenazada por el temor a que él pudiera contárselo a alguien. O tal vez el anciano se hallaba a las órdenes de ese poder oscuro que llevaba tanto tiempo persiguiéndola.
Para retrasar su respuesta, Afra forzó una sonrisa, como si no diera mayor importancia al pergamino.
—¿Y si así fuera, hermano? ¿Y si yo hubiera escondido el pergamino aquí, en esta biblioteca? —preguntó mirando fijamente al anciano.
—Yo no podría imaginar un escondite mejor —respondió el monje—, a no ser que…
—¿A no ser que…?
—… toda la biblioteca ardiera en llamas.
La frialdad con que pronunció aquellas palabras inquietaron a Afra. Instintivamente ella volvió la vista hacia el candil que el anciano había colgado del lomo de un libro grueso.
El monje no pareció percatarse de la repentina desconfianza de Afra. Iba cogiendo libros de la estantería, se enfrascaba en la lectura de algún fragmento y volvía a dejarlos en su sitio. Finalmente dio con una obra que le satisfizo, asintió y se dio media vuelta:
—Es hora de que me marche. Antes de que amanezca debo estar de regreso en Sankt Trinitatis. Y vos, doncella, ¿hacia dónde os dirigís?
En la duda de si debía o no confiarse al anciano, Afra se quedó mirándolo. El comportamiento del monje era ambiguo y misterioso, pero cuando Afra veía la expresión de franqueza de su rostro, se preguntaba si no estaría siendo injusta con él. Presa todavía de la indecisión, respondió:
—Tengo que pasar la noche aquí. Me he quedado sin casa.
El monje lanzó una mirada inquisitiva a Afra y aguardó en silencio. Tenía la certeza de que la doncella seguiría hablando. Tal como esperaba, ella prosiguió:
—Me llamo Afra y soy la mujer del maestro de obras de la catedral. Ayer, cuando regresé después de visitaros, encontré mi casa en llamas. Estoy segura de que alguien le prendió fuego a propósito con el fin de destruir el pergamino. Al encontrarme en apuros, recurrí a Luscinio, el hermano que os sustituyó en la biblioteca. Estaba en deuda conmigo. Bien sé que un convento dominico no es lugar adecuado para cobijar a una joven, pero no veía otra salida y no quería pasar la noche entre mendigos, en las escaleras de la catedral.
El religioso asintió.
—No os preocupéis, Afra, los monjes rara vez pisan estos sótanos. Cuando yo estaba al cargo de la biblioteca se extendió la creencia de que el diablo vagaba entre las estanterías. He de admitir que yo tuve parte de culpa. Todos los Viernes Santos y los días de la Ascensión colocaba unos cuantos huesos del osario en la escalera que conduce hasta aquí. Mis hermanos huían despavoridos y me dejaban tranquilo una buena temporada. Si queréis, antes de marcharme, puedo dejar una tibia en la escalera, y así ya no tendréis nada que temer.
El anciano sonrió con picardía, pero Afra no tenía el ánimo para bromas.
—Ayer me aconsejasteis que prendiera fuego al pergamino —dijo tímidamente—. Y al mismo tiempo asegurasteis que valía una fortuna.
—Sí, eso dije. Como vos mencionasteis, el autor menciona en el escrito el Constitutum Constantini.
—Así es, hermano Dominico.
—¡Dejadme ver el pergamino!
Afra miró de reojo hacia el anaquel donde había escondido el pergamino. Pero el pasillo estaba oscuro.
—De nada serviría enseñároslo.
—¿Cómo debo interpretar vuestras palabras, doncella?
—El texto fue escrito con una tinta invisible que sólo puede leerse aplicando un preparado especial. Ya en otra ocasión solicité la ayuda de un alquimista, que logró sacar el texto a la luz. Al día siguiente, el alquimista se marchó, y poco después apareció muerto. Apuñalado.
—¿Os pareció que el alquimista había entendido el significado del texto?
—En un primer momento, creí que no. Pero más tarde, reflexionando sobre cómo había ido todo, llegué a la conclusión de que el alquimista sabía perfectamente qué contenía el texto. Y cuando quiso contarlo, lo asesinaron.
—¿Dónde?
—Hallaron su cadáver delante de la puerta de Augsburgo. Su mujer dijo que había ido a visitar al obispo de esa ciudad.
Por unos instantes, el religioso perdió el habla. Se notaba que su cabeza cavilaba a toda velocidad. Sin dar ninguna explicación, cogió el candil, atravesó el pasillo central y se adentró en un pasillo lateral. Afra se quedó a oscuras, atenta a todo.
Afra lo oía rezongar de indignación. La muchacha buscó la luz palpando las paredes forradas de libros hasta donde había hecho su camastro. Llegó justo a tiempo. La vela se había ido consumiendo y el cabo que quedaba era minúsculo. Encendió otra vela y fue en busca del hermano.
De sopetón, se dio con el anciano. Parecía alterado.
—Deberían prohibir que los idiotas quedaran a cargo de los libros —refunfuñó para sí, y le tendió a Afra un pequeño libro con dos toscos cierres.
—¿Qué es esto? —Afra lo abrió y leyó el título escrito con un fino trazo inclinado—: Castulus a Roma: ALCHIMIA UNIVERSALIS.
—Antes, aquí solía imperar el orden —gruñó el monje, indignado—, yo encontraba cualquier libro en segundos. ¿Cómo decís que se llama el nuevo bibliotecario?
—Jacobo Luscinio.
—¡Un individuo terrible!
—¿Lo conocéis?
—De cara, no. Pero quien maneja los libros como lo hace ese tal Luscinio tiene que ser por fuerza un individuo terrible. —Y, sin transición, agregó—: En este libro encontraréis la receta del preparado que es preciso aplicar al pergamino para que aparezca el texto. Y ahora debéis disculparme. Dentro de poco empezará a amanecer.
Afra quería retener al monje; pero comprendió que con eso sólo conseguiría ponerlo a él y a sí misma en peligro.
Antes de cerrar la puerta tras de sí, el anciano le dijo en susurros:
—De hoy en una semana volveré, doncella. Procurad haber aprendido a elaborar el preparado para entonces. Ese día hablaremos de nuevo sobre el documento, si a vos os parece bien.
¡Que si le parecía bien! El hermano Dominico se le había aparecido como una señal del cielo. Él era el único que quería acercarse al pergamino de forma desinteresada. ¿Qué provecho iba a sacar él del pergamino estando en la casa de dementes? El oro y las riquezas no tenían la menor utilidad para ese anciano.
Acababa de regresar a su camastro e intentaba conciliar de nuevo el sueño cuando una inexplicable sensación de intranquilidad se apoderó de ella. Una voz interior le decía que se levantara y buscara el pergamino. De modo que se incorporó, cogió la vela y se dirigió hacia el pasillo situado en el fondo de la biblioteca. Habría podido encontrar el camino con los ojos cerrados, y el título del libro en el que había escondido el escrito se lo sabía tan bien como el padrenuestro: Compendium theologicae veritatis.
Una vez delante de la estantería donde, en el anaquel superior, estaba colocado el libro, Afra alzó la vela. La estantería estaba vacía. Cinco estantes completamente vacíos aparecieron ante sus ojos. Transcurrieron unos segundos hasta que Afra asimiló el alcance del hecho: el libro del pergamino había desaparecido.
Afra alumbró en todas las direcciones. A excepción de la estantería vacía, todo presentaba un aspecto idéntico al de días atrás. Le costaba creer que el libro pudiera haber salido de la biblioteca. Seguro que Luscinio había colocado los libros que faltaban en otro lugar.
A pesar de que faltaba poco para que tocaran a prima y de que el hermano Luscinio, al que podía preguntar, no tardaría en llegar, Afra comenzó a buscar el Compendium por su cuenta. ¿Cómo iba a explicarle al bibliotecario que debía encontrar ese libro en concreto sin revelarle el secreto? Tenía que encontrarlo antes de que el hermano se presentara en la biblioteca.
Encontrar un libro entre otros resulta la cosa más fácil del mundo cuando los nombres de sus autores, comenzando por la «A», siguen el orden del alfabeto. Pero para eso tiene que darse una condición, a saber: que figure el nombre del autor de la obra. Pero en vista de que la mayoría de los libros de esa biblioteca omitían el nombre del autor, era preciso emplear un sistema determinado para ordenarlos. Y puesto que Afra estaba lejos de comprender el sistema que empleaba el hermano Luscinio, dar con el Compendium era como buscar una aguja en un pajar. De forma que, como cabía esperar, la búsqueda resultó infructuosa.
Finalmente, hacia el alba, apareció el hermano Luscinio con un jarro de agua y abundante pan del que había hecho acopio en la cocina del convento con algún pretexto.
Afra parecía haberse vuelto loca.
—¿Dónde están los libros de la estantería del fondo? —le preguntó.
—¿Os referís a las copias de las obras de teología?
—¡Los libros de la estantería del fondo! —Afra agarró a Luscinio por la manga y lo arrastró hasta la estantería vacía—. Aquí, ¿dónde han ido a parar los libros que estaban aquí?
El hermano la miró desconcertado.
—¿Buscáis algún libro en concreto? —preguntó entre titubeos.
—¡Sí, el Compendium theologicae veritatis!
Luscinio asintió con alivio.
—¡Seguidme! —El bibliotecario atravesó con decisión el ancho pasillo central y se dirigió hacia el corredor en el que se había detenido el hermano Dominico la noche anterior—. Aquí está —anunció, y sacó el libro del anaquel más bajo. Luego agregó con curiosidad—: Ahora me encantaría que me dijerais por qué tenéis tanto interés en este libro de teología. Está escrito en latín y además es difícil de comprender. Si bien es cierto que goza de gran éxito entre los teólogos.
¿Qué debía responder? Al sentirse acorralada, Afra se decidió a contar la verdad, o al menos, a contarla a medias.
—Debo confesaros algo. He escondido en él un documento importante. Por su tamaño, me pareció muy adecuado para ocultar un pergamino doblado entre sus páginas. Bueno, ¡ahora ya lo sabéis!
Afra abrió el libro. Había depositado el pergamino entre la última página y la contracubierta. Pero no estaba allí. Con los dedos pulgar e índice, arqueó el taco de páginas y las pasó una a una entre sus dedos.
—Ha desaparecido —masculló tras cerrar el libro.
—¡Como que ése no es el libro que buscáis!
—¿No es el mismo? ¡Pero aquí pone Compendium theologicae veritatis! —Aunque al decirlo, le surgieron dudas. Ella recordaba el trazo de la escritura y las hojas del libro diferentes—. ¿Qué queréis decir? —inquirió Afra, titubeante.
—Será un placer para mí explicároslo —respondió Luscinio tomando aire—. El libro que tenéis en vuestras manos es el original del compendio, que data de casi trescientos años atrás. El libro que vos escogisteis para guardar ese documento es una copia realizada por monjes de este convento para los benedictinos de Montecassino. No la única, por cierto. En total han sido copiados cuarenta y ocho libros que faltaban en el monasterio de Montecassino. A cambio, este convento recibirá treinta y seis copias de libros que no poseemos. Manus manum lavat. Una mano lava la otra. Ya entendéis a qué me refiero.
—Lo entiendo muy bien —contestó Afra, irritada—, pero lo único que a mi me interesa saber es dónde está la copia del Compendium.
Luscinio se encogió de hombros.
—En alguna parte, rumbo a Italia.
—¡Decidme que no es verdad!
—Desde luego que lo es.
Afra sintió deseos de estrangular al bibliotecario, pero al recapacitar se dio cuenta de que Luscinio no tenía ninguna culpa. Él no sabía que ella había escondido el pergamino en ese libro.
—¿Es un documento importante? —preguntó Luscinio con cautela.
Afra no respondió. Se había quedado absorta. ¿Qué iba a hacer? Tragó saliva. Ni en sus peores pesadillas hubiera imaginado que las cosas pudieran dar un giro semejante.
Por eso en un primer momento tampoco prestó ninguna atención a las palabras de Luscinio cuando lo oyó decir:
—Gereon, el hijo del rico mercader Michel Melbrüge, partió ayer para Salzburgo. Debía recoger otra remesa en el convento de Sankt Peter de esa ciudad. Si mi memoria no flaquea, de ahí emprendería viaje a Venecia, Florencia y Nápoles, donde quería comprar cuero, arreos y esponjas. En cuatro meses, según me dijo, estaría de regreso si el tiempo no se lo impedía.
La idea de haber perdido el pergamino para siempre estaba torturando a Afra, que se tapó la boca con la mano para no vomitar de la misma angustia.
Luscinio, que se percató de ello, trató de tranquilizarla por todos los medios.
—No sé si os merecería la pena el esfuerzo —apuntó con voz queda—, pero ¿por qué no pagáis a un cochero y tratáis de alcanzar al joven comerciante? Es cierto que Gereon Melbrüge os lleva un día de ventaja, pero ¡tened por seguro que en Salzburgo le habríais dado alcance!
Afra se quedó mirando al bibliotecario como si éste le acabara de explicar el Apocalipsis de san Juan.
—Quieres decir que yo podría… —respondió entrecortadamente.
—Si de veras es tan importante, al menos deberíais intentarlo. Decidle al joven Melbrüge que os envía el bibliotecario del convento de los dominicos; que metió por descuido un importante documento de la orden en uno de los libros. No veo ninguna razón por la que hubiera de negarse a entregaros el libro.
Si unos momentos antes Afra había sentido deseos de estrangular a Luscinio, ahora tuvo que contenerse para abrazarlo. No todo estaba perdido.
—Son las primeras luces de la mañana —la animó el bibliotecario—. A estas horas los carreteros se reúnen a la sombra de la catedral a la espera de viajeros o mercancías. Apresuraos y así tendréis todo el día por delante. ¡Id con Dios!
En un santiamén, Luscinio había disipado todas las dudas de Afra.
—¡Hasta la vista! —exclamó ella, serena en apariencia, y se dirigió a la salida—. Saldré por la Puerta de las Almas Pecadoras. ¡No temáis! —Y antes de marcharse, cogió el Alchimia, que lo había dejado a la vista para no olvidarse.
Había refrescado y a Afra le tiritaba todo el cuerpo mientras caminaba hacia la Predigergasse. El sol estaba bajo y sus rayos no bañaban todavía ni una sola de las sombrías calles de la ciudad, que comenzaba a despertar.
Afra se dirigía a la Münstergasse, donde se encontraba el gremio de cambistas. Allí, en el comercio del cambista Salomón, Afra había depositado todo su dinero. Por suerte, se dijo para sus adentros, porque, de no haberlo hecho, su dinero habría sido pasto de las llamas y ahora se encontraría en la ruina.
Salomón era un hombre grueso de mediana edad que lucía una desaliñada barba oscura y una gorra negra sobre la calva. Acababa de abrir la casa de cambio y, sentado tras un mostrador de madera, aguardaba de mal humor los negocios que habría de depararle el día.
La casa de cambio estaba tres escalones por debajo del nivel de la Münstergasse, y hasta Afra, que no era especialmente alta, tenía que agachar la cabeza para no golpearse con el dintel de la puerta. El interior era tan oscuro que resultaba imposible distinguir las monedas de Ulm de las estrasburguesas. El dinero hace a los hombres avaros, y el cambista se negaba a encender una luz después de amanecer.
Aunque conocía perfectamente a Afra de cara, el cambista repitió el ritual de siempre, con el que acostumbraba a recibir a todo el que entraba en su tienda. Inclinado sobre el mostrador, levantaba la vista un instante y, sin mirar al visitante, recitaba entre dientes una monótona cantinela:
—Quién sois, decid vuestro nombre y a cuánto asciende el reembolso que queréis.
—Dadme veinte florines de mi haber. Y dádmelos rápido, tengo mucha prisa.
El tono apremiante de Afra a hora tan temprana provocó en el cambista peor humor del que ya tenía. Refunfuñando, se levantó tras el mostrador y desapareció.
Mientras Afra paseaba de un lado a otro de la casa de cambios, una mujer de arrogante figura bajó los escalones de la puerta. Lucía ropas de viaje y un látigo en la mano. Afra la saludó con la cabeza y la mujer, sin ambages, le preguntó:
—¿No sois vos la mujer del maestro de la catedral, Ulrich von Ensingen? Os conozco del banquete del obispo.
—Sí, ¿y? —respondió Afra con enojo.
No recordaba haberla visto jamás. De ahí que se sorprendiera más aún cuando la mujer agregó:
—He oído por ahí de vuestros infortunios: la casa quemada, vuestro marido en la cárcel. Si necesitáis ayuda…
—No, no —contestó Afra, a pesar de no tener siquiera un techo bajo el que dormir. Su amor propio le impedía aceptar ayuda.
—Podéis confiar en mí, no temáis —repuso la mujer, acercándose a Afra—. Me llamo Gysela, viuda del tejedor de lana Reginald Kuchler. Una mujer que ha de moverse sola por el mundo no lo tiene fácil. Los hombres nos persiguen como si fuéramos sus presas. Y el obispo no es una excepción.
Afra se quedó pensando si la viuda Kuchlerin trataba de insinuarle algo, si sabía que el obispo la había cortejado. Todavía no se había decidido a responder, cuando Gysela se le adelantó:
—Lo ha intentado con todas las mujeres a las que ha invitado a sus banquetes. Con vos no fue diferente.
De pronto Afra volvió a verse invadida por todos los pensamientos oscuros relacionados con lo sucedido en la fiesta del obispo. Seguía teniendo una cuenta pendiente con Wilhelm von Diest. Sin duda, él gozaba del poder y la autoridad necesarios para ayudarla a salir de esa desesperada situación. Pero a qué precio. Afra había aprendido a ser fuerte en la vida, pero tenía la certeza de que no se perdonaría a sí misma si entregaba sus favores como una ramera.
—Tal vez deberíais pensar en alejaros por un tiempo de la ciudad —sugirió de forma inesperada la viuda, interrumpiendo los pensamientos de Afra.
Ésta miró con vacilación a la viuda.
—Eso pensaba hacer —contestó.
—Yo estoy buscando un acompañante para viajar a Viena. De hecho, querría encontrar un carretero. Pero el camino del este no es muy fatigoso y la carga de lana que llevo no es demasiado voluminosa. Creo que dos mujeres como nosotras podrían arreglárselas sin problema.
—¿Decís que os dirigís a Viena? —preguntó Afra, boquiabierta—. Si no me equivoco, ¡Salzburgo cae de camino!
—Así es.
—¿Cuándo queréis partir?
—Los caballos están aparejados. El carro espera en la parada, detrás de la catedral.
—¡Es un regalo del cielo! —se alborozó Afra—. Escuchad, necesito llegar a Salzburgo cuanto antes. ¡Cuanto antes!
—Eso no dependerá de mí —respondió la mujer—. Pero decidme, ¿a qué se debe tanta prisa por llegar a Salzburgo?
Antes de que Afra pudiera responder, el cambista apareció con un saquito de cuero y contó sobre el mostrador los veinte florines.
—Al parecer tenéis previsto pasar una larga temporada fuera —comentó Gysela al ver la respetable suma de dinero—. Toda mi mercancía junta no vale tanto.
El cambista se volvió hacia la viuda del tejedor tras entregar el dinero a Afra:
—Quién sois, decid vuestro nombre y a cuánto asciende el reembolso que queréis.
—Dadme diez florines de mi haber.
En eso, el cambista se llevó las manos a la cabeza y comenzó a lamentarse de que lo obligaran a sacar tanto dinero de la caja tan temprano. Acto seguido, se fue para la trastienda renegando y refunfuñando.
Las dos mujeres acordaron encontrarse una hora después en la parada de carruajes. Afra debía aprovisionarse de ropas y algunos otros enseres necesarios para el viaje; porque todo cuanto le quedaba era lo que llevaba encima.