La logia de los apóstatas
Muchas semanas después de su encuentro con el mendigo manco, Afra se hallaba de camino a la catedral cuando tropezó con él. Apenas lo reconoció, pues a diferencia de la primera vez, iba aseado y ataviado con ropa de calle. Y del aspecto harapiento que había inspirado compasión en Afra, no había ni rastro.
—¿Qué ha ocurrido? —inquirió Afra con curiosidad—. Salía buscaros varias veces. He mirado en el mercado, he preguntado por el Manco, porque no sabía vuestro nombre, entre los pobres que hacen cola para el reparto de comida donde los franciscanos y los agustinos, pero nadie ha sabido o ha querido darme información.
—Jacobo Luscinio —respondió el manco—, olvidé presentarme. Pero a quién iba a interesar el nombre de un mendigo. En realidad me llamo Jakob Nachtigall. Luscinio es mi nombre latinizado. Me pareció oportuno cambiarme el nombre para comenzar una vida nueva.
—Suena muy bien. Y, sobre todo, muy culto.
El manco se rió.
—Si hubierais preguntado en los dominicos de Sankt Bartholomäushof, os habrían sabido decir dónde estaba.
Afra miró a Luscinio con aire inquisitivo.
—¿Por qué precisamente ahí?
—En la puerta del monasterio de los dominicos, donde los mendigos acuden a diario a recoger un plato de sopa caliente, oí un día que el hermano bibliotecario, un anciano ya sin juicio, había sido internado en la casa de locos de fuera de la ciudad, y que su puesto quedaba vacante. Pensé que debía de ser un regalo del Cielo, y yo no dudé ni un instante en ofrecerme para sustituirlo, al menos temporalmente. Y eso que tenía sus riesgos, pues ya conocéis mi historia. Sin embargo, o realmente el abad no me conocía o deseaba contar conmigo y quiso dejar a un lado mi pasado. No lo sé. Naturalmente, yo le mentí en algunas cosas. El caso es que al final fui aceptado como lego, únicamente en virtud de mis conocimientos de latín, que dejaron admirado al prior. Desde entonces soy dueño y señor de una bóveda con diez mil escritos y libros. Pese a que yo, la verdad sea dicha, no entiendo mucho de libros.
—Pero es un trabajo maravilloso —exclamó Afra, entusiasmada—. Sé de lo que hablo. Mi padre también fue bibliotecario. Era uno de los hombres más felices del mundo.
—Bueno —rectificó Luscinio—, quizá sí que haya trabajos peores que buscar un tratado de herbolaria entre diez mil escritos, pero seguro que merecen más la pena. En todo caso, no quiero ponerme quejumbroso. Tengo un techo donde resguardarme y una comida asegurada al día. Es mucho más de lo que habría podido esperar hace sólo un mes.
Afra asintió.
—Yo adoro los libros desde mi niñez, desde que mi padre me enseñó a leer y a escribir. Y siento especial pasión por las bibliotecas, por el olor que se respira en ellas, esa mezcla de cuero curtido y pergamino polvoriento.
—Permitidme la observación, pero lo que decís no es habitual en una mujer de vuestra categoría. Yo imaginaba que os inspiraría mayor pasión la fragancia de rosas o de violetas. Pero si vuestro tiempo os lo permite, venid a visitarme algún día a mi cueva. Os aseguro que no hay trabajo en el mundo más solitario que el de bibliotecario.
Afra aceptó sin dudarlo. Y acordaron la visita para el día siguiente.
El monasterio dominico, en Bartholomäushof, era una de las instituciones de esa clase más recientes que había en Estrasburgo. Al principio, los monjes de blanco, conocidos por llevar una vida austera y practicar el arte de la predicación, vivían fuera de la ciudad, en Finkelweiler. Hacía sólo ciento cincuenta años que habían hallado un nuevo refugio intramuros, cerca del convento de los franciscanos, y en poco tiempo habían levantado allí un imponente convento y una escuela superior donde habían impartido clase genios de la talla de Alberto Magno.
El portero que apareció tras la pequeña puerta acogió con irritación la petición de entrada de una mujer a la biblioteca para consultar un libro. Afra lucía un vestido modoso, y dado que ninguna regla de la orden dominica prohibía el acceso a las mujeres, el portero abrió la portezuela e invitó a Afra, en nombre del Señor, a seguirlo.
Afra había tenido su propia historia con los monasterios, y éste le pareció tan deprimente como los demás. Cuando hubo atravesado el patio interior, bordeado en los cuatro lados por las arcadas del claustro, fue conducida por el portero hacia un pasadizo situado enfrente. En el desnudo y sombrío pasillo que se extendía tras él, resonaban sus pisadas. Al llegar al final bajaron al piso inferior por una escalera de piedra. Allí, una bóveda tan baja que podía tocarse con sólo extender el brazo recibía a los visitantes.
Tras la llamada a gritos del portero, Luscinio apareció tosiendo por una galería lateral.
—No creí que os aventuraríais a adentraros en el reino sombrío de las historias y los pensamientos —la saludó, y despidió al hermano portero con un movimiento de cabeza.
—Ya dije que los libros ejercen sobre mí una mágica atracción —respondió Afra—. Aunque… —se interrumpió. Miró con inquietud a su alrededor. Sólo unas cuantas velas iluminaban pobremente la estancia abovedada. No había ventanas.
—Os habíais imaginado la biblioteca diferente —se rió Luscinio, acercándose.
—Si he de ser franca, ¡sí!
Afra jamás había visto semejante caos de libros. Hacía ya mucho tiempo que las estanterías, en las que los libros habían sido colocados según un sistema indefinible, habían visto rebasada su capacidad. Los anaqueles se habían vencido cual vigas carcomidas con el peso de las páginas escritas. Los volúmenes estaban apilados en columnas. Al pasar cerca, éstas se tambaleaban. Un penetrante e indescriptible olor y un velo neblinoso de polvo plateado lo impregnaban todo.
—Tal vez ahora entendáis por qué mi honorable antecesor se volvió loco —señaló Luscinio con cierto deje irónico—. Y yo voy por el mismo camino.
Afra se sonrió, a pesar de que el hombre pronunció esas palabras con total seriedad.
—En cualquier caso, parece ser que era un individuo peculiar —prosiguió Luscinio—. El hermano Dominico, que así se llama, nunca ha estudiado ni tiene la más remota idea de teología. Estaba obsesionado con la idea de leer todos y cada uno de los libros que atesoraba en este sótano. Hasta la mitad de su vida, según me han contado, todo marchó bien. Los monjes del monasterio llegaron a creer que se trataba de un milagro cuando, de pronto, el hermano Dominico comenzó a hablar en lenguas extrañas como hicieran en su día los apóstoles del Señor. Dominico hablaba griego y hebreo, inglés y francés. A veces, sus hermanos tan sólo comprendían algunos fragmentos de su discurso. Pero a medida que avanzó en sus lecturas, se fue recluyendo más y más. Dejó de asistir a las oraciones de las horas, los responsorios y las letanías. Y sólo muy de cuando en cuando se presentaba a las comidas comunitarias en el refectorio. Los demás hermanos se vieron obligados a dejarle una bandeja con su ración de comida en la puerta de la biblioteca, que él mantenía cerrada a cal y canto. El mayor temor de Dominico era que alguien revolviera en su caos. Pues, por inextricable que el aparente desorden pudiera parecer, tras él había un sistema minuciosamente pensado. El hermano Dominico era capaz de encontrar cualquier libro que se le pidiera en cuestión de segundos. Por desgracia, nunca dio a conocer ese sistema. Ahora me corresponde a mí poner orden en este caos. Una tarea nada fácil.
Afra respiraba superficialmente. No se atrevía a respirar hondo y henchir sus pulmones de ese intenso olor, tan distinto al de otras bibliotecas.
—¿Y si fue el aire lo que hizo al hermano Dominico perder el juicio? —Afra miró vacilante a Luscinio—. Deberíais tener cuidado.
Luscinio se encogió de hombros.
—Nunca he oído que nadie se haya vuelto loco por respirar aire maloliente. En ese caso, todos los estrasburgueses, cuyas casas miran al Ill, deberían estar locos. Porque no hay lugar en el mundo tan apestoso como ése.
Afra examinó las preciosas encuadernaciones de los libros antiguos colocados en un pasillo lateral. Luscinio había rotulado ya los lomos con la escritura torpe de un zurdo y, comenzando por la «A» como en el caso de Alberto Magno, los había dispuesto en orden alfabético.
—Todavía no he pasado de la ce —se lamentó Luscinio—. Y lo complicado es que en muchos de los escritos no figura ningún autor. De modo que algunos libros tengo que clasificarlos alfabéticamente por el título en lugar del autor. Y todo se complica más aún cuando ni siquiera figura el título. Muchos teólogos sencillamente se pusieron a escribir, sin plantearse qué título querían dar a su obra. De ahí resultaron sabios y gruesos escritos de los que nadie conoce el título, y mucho menos el autor. Si gustáis echar un vistazo, no lo dudéis.
Luscinio se marchó. Afra aprovechó la ocasión. Del anaquel más alto, donde podía dar por seguro que los libros habían sido colocados según el nuevo sistema, sacó un volumen grueso encuadernado en vitela oscura que figuraba en la letra «C». Llevaba el título en latín, Compendium theologicae veritatis. Luego se subió la falda. Con un tirón certero, como si hubiera ensayado varias veces la operación, rasgó el dobladillo interior del vestido y extrajo el pergamino. Con destreza y rapidez, introdujo la hoja plegada entre las páginas del tomo. A continuación, volvió a colocar el libro en su sitio.
—Compendium theologicae veritatis —murmuró una y otra vez para grabar el título en su memoria.
—¿Decíais algo? —exclamó Luscinio desde el pasillo lateral de enfrente, donde en aquellos instantes tumbaba los libros apilados verticalmente para formar con ellos una hilera horizontal, lo que sin duda parecía un modo más conveniente de almacenarlos.
—No, bueno…, sí —respondió Afra—. Pensaba en el placer que produce contemplar este anaquel tan ordenado. Y todo gracias a ti, hermano Luscinio, a un trabajo que permanecerá los próximos cien años. —Mientras tanto, Afra miraba fijamente el libro que había elegido como escondite.
De entre las sombras del fondo emergió Luscinio. Afra no pudo por menos que echarse a reír. Todavía le temblaban las manos de los nervios. El bibliotecario portaba un extraño objeto en la cabeza. Se había atado una tira de cuero a la altura de las sienes. Sujetadas por la cinta a derecha e izquierda, unas velas encendidas —dos a cada lado— alumbraban sus pasos con una luz titilante.
—Disculpadme —se excusó Afra, luchando todavía por ahogar la risa—, os aseguro que no pretendo burlarme de vos; pero es que ¡vuestro alumbrado es de lo más gracioso!
—Un invento del hermano Dominico —respondió el bibliotecario alzando la vista hacia el artilugio—. Puede parecer extravagante, pero para un manco como yo es la única forma de trabajar siempre con luz. Vaya adonde vaya, la luz se mueve con la misma rapidez que mis ojos. —Como demostración, el bibliotecario volvió la cabeza hacia la izquierda y luego hacia la derecha.
—Insisto en lo bien ordenado que está este anaquel —apuntó Afra retomando la conversación.
Luscinio asintió con un leve movimiento.
—Sí, ésta es, digamos, mi primera obra. No me atrevería a decir, sin embargo, que vaya a mantener ese mismo orden durante los próximos cien años. —Sonriente, se alejó para reanudar sus quehaceres.
Afra soltó aliviada el aire viciado por la nariz. Estiró su vestido verde, que apenas se había quitado en las últimas semanas por temor a que le robaran el pergamino. La decisión de esconderlo allí, en la biblioteca de los dominicos, la había tomado de improviso. Al ver todos esos escritos se dio cuenta de que no había lugar más seguro para la misteriosa carta del monje del monasterio de Montecassino que el libro de la biblioteca de un monasterio. Después de todo, así era como había permanecido durante medio milenio sin ser descubierto.
Al despedirse, el bibliotecario hizo prometer a Afra que volvería a visitarlo otro día. Afra lo hizo de buen grado, también por su propio interés.
—Y ahora, si no os importa —apuntó el monje, con un punto de rubor—, os conduciré a la Puerta de las Almas Pecadoras.
—¿La Puerta de las Almas Pecadoras? —se volvió Afra, indignada.
—Debéis saber que todos los monasterios cuentan con dicha puerta. No figura en ninguno de los planos, oficialmente no existe, y supuestamente nuestro alabado Señor tampoco sabe, o no quiere saber, de su existencia. Por la Puerta de las Almas Pecadoras los monjes hacen salir a las mozas, y a veces mozos. —Y al decirlo, se santiguó con la zurda—. Ya me entendéis.
Afra asintió vivamente. Lo había comprendido a la perfección. Y pensándolo bien, esa salida secreta le venía como anillo al dedo.
Una vez al mes el obispo Wilhelm von Diest celebraba en su palacio, frente a la catedral, una gran comilona acompañada de la obtención de una indulgencia plenaria por cien años. El banquete constituía el mayor acontecimiento social de Estrasburgo, y por supuesto, nadie osaba declinar la invitación de Su Eminencia.
Eso no impedía que el obispo Wilhelm tuviera por costumbre sentar a una misma mesa a amigos y enemigos. De ese modo, ocurría de vez en cuando que encarnizados enemigos que evitaban encontrarse a toda costa se sorprendían sentados frente a frente en la mesa, para gran regodeo de Su Eminencia.
Afra y Ulrich ya habían oído hablar de las maldades del excéntrico obispo. Y también de que siempre había un único plato, aunque generoso: capón, un pollo castrado y cebado cuyo consumo, según sostenían ya los antiguos romanos, poseía el gran poder de favorecer el embellecimiento. Su Eminencia solía comerse entre dos y tres capones, lo que, si bien no beneficiaba en exceso su aspecto, sí le procuró el apodo de Su Eminencia, el Capón.
Cuatro lacayos con antorchas custodiaban la puerta de entrada a la residencia, y todo invitado debía pronunciar su nombre para ser admitido en la fiesta.
—Maestro Ulrich von Ensingen y su esposa Afra —anunció el maestro de obras.
El lacayo mayor buscó los nombres en una lista. Con un deferente gesto de la mano indicó a los recién llegados el camino. Un gran gentío se agolpaba en el vestíbulo de las escaleras: señores con suntuosos trajes, terciopelos y brocados, señoras con vestidos de seda y cuellos del tamaño de la rueda de un carro, y en medio dignatarios eclesiásticos, de exquisito negro, engalanados con oropeles y relumbrones, y mujeres mundanas que lucían abiertamente sus encantos.
Tras un suspiro, Afra susurró:
—¿Ulrich, estás seguro de que no desentonamos aquí? Con este vestido tengo la sensación de que parezco una pordiosera.
El maestro de obras asintió, sin mirar a Afra y, al tiempo que paseaba la mirada por los invitados, respondió:
—Así es, hermosa pordiosera, así es. Si me dejara llevar por la tentación, daría media vuelta ahora mismo.
—Pero no podemos permitírnoslo —replicó Afra con una sonrisa pétrea—. ¡Tú, desde luego, no! Así que aprieta los dientes y adelante.
El maestro Ulrich torció el gesto.
Acababan de repicar las campanas vespertinas de la catedral cuando, por la inmensa escalera que conducía al piso de arriba, apareció un maestro de ceremonias ataviado con unas vestiduras blancas que apenas le cubrían los muslos y leyó una hoja con los nombres de los invitados. La mayoría se perdieron entre los abucheos y los fuertes aplausos. Los llamados fueron formando una fila que, tras escuchar las primeras notas de la banda de música de viento y percusión, comenzó a subir en procesión.
—¿Cómo te sientes? —le preguntó Afra a Ulrich al oído.
—Como el rey Segismundo camino de la coronación.
—No seas pueril, Ulrich.
—Sabe Dios quién es el más pueril aquí —susurró Ulrich mirando al techo.
—Domínate. No todos los días come uno con el obispo.
En la sala de recepción los aguardaba una mesa engalanada con multitud de velas. Tenía forma de herradura y ocupaba prácticamente toda la estancia. No menos de cien invitados tomaron asiento. Afra cogió a Ulrich del brazo y lo arrastró hacia el extremo derecho de la mesa, donde, o al menos eso esperaba ella, no llamarían tanto la atención.
Afra no había contado, sin embargo, con el maestro de ceremonias. Éste, que adivinó las intenciones de Afra, los abordó y los condujo a los dos hasta el centro de la mesa, donde les asignó unos asientos separados por dos sillas.
Afra se sonrojó y lanzó a Ulrich una mirada de auxilio. Por encima de las dos sillas que los separaban, dijo en susurros:
—Estás muy lejos. Yo no sé cómo he de comportarme…
Con un leve, aunque firme, ladeo de cabeza, el maestro Ulrich indicó a Afra que debía entablar conversación con el comensal sentado a su derecha. Éste, un hombre mayor con barba, cuyos momentos de mayor plenitud habían quedado atrás hacía ya mucho, asintió con gesto cortés. Llevaba los ojos ocultos tras unas gruesas lentes redondas que se sostenían mediante unas pequeñas varillas de madera abrazadas al puente de la nariz.
—Domenico da Costa, astrólogo de Su Eminencia —se presentó con un tono de voz grave y un inconfundible acento italiano.
—Yo soy la mujer del maestro de obras —respondió Afra señalando a Ulrich con la mano.
—Lo sé.
—¿Cómo decís? —Afra frunció el ceño—. ¿Me conocéis?
El astrólogo se rascó la barba con el pulgar y el índice.
—No exactamente, muchachita. Quiero decir que nunca nos hemos visto. Pero los astros revelaron que, el día de hoy, yo me…
El astrólogo no pudo continuar, pues de fondo comenzó a sonar un coro de agudas voces de castrati: «Ecce sacerdos magnus…».
Tras la irrupción de la celestial melodía, dos escuderos abrieron la puerta situada frente a la mesa y, como una aparición divina, el obispo Wilhelm von Diest entró en la sala acompañado de su concubina siciliana.
El obispo lucía una capa bordada en oro, cerrada en el pecho por una trabajada fíbula. A cada paso, la capa dejaba al descubierto las calzas rojas que cubrían sus piernas. De no haber portado la mitra en la cabeza, cualquiera habría pensado que se trataba de un gladiador romano.
Su Eminencia era famoso por sus grotescas puestas en escena. Entre los abades y los monjes asistentes, y sobre todo entre las dignidades capitulares del cabildo catedralicio, su nariz postiza provocó un escándalo clerical. Esa nariz tenía sin duda la forma de un miembro viril sometido a impuros pensamientos. Su acompañante, la siciliana de ojos oscuros, provocó una reacción semejante por el traslúcido tejido de su vestido, el cual apenas velaba su figura y revelaba sus interioridades con exquisito gusto y total desvergüenza.
En la sala se hizo un silencio sepulcral cuando el obispo tomó asiento entre Afra y el maestro de obras. Afra se quedó con la boca abierta. Desconcertada, observó cómo los pajes servían los capones y cómo el obispo, en nombre del Señor, incensaba la aromática ave. Con voz estentórea, dijo:
—Este día es obra del Señor; ¡alegrémonos y gocemos de él!
Entonces dio comienzo el gran convite. Sirviéndose de las manos, los invitados dieron buena cuenta de la carne de ave. Los sonoros paladeos, gemidos de placer y eructos se extendieron por toda la mesa. Así lo ordenaban las normas de cortesía.
Afra no disfrutó en absoluto del capón. No fue porque éste no estuviera delicioso, que lo estaba, sino porque estaba demasiado nerviosa para deleitarse con la comida. El obispo había engullido ya la primera pieza y todavía no le había dirigido una sola palabra. ¿Cómo había de interpretarlo? Afra no sabía cómo comportarse.
Mientras Wilhelm von Diest le hincaba el diente al segundo capón, Afra observaba con el rabillo del ojo cómo, detrás del obispo, la siciliana jugueteaba con Ulrich por debajo de la mesa. «¡Zorra despreciable!», pensó, y estaba a punto de levantarse de un salto y atizarle una bofetada a la licenciosa amancebada cuando el obispo se le arrimó y le susurró al oído:
—Y de postre me gustaría teneros a vos. ¿Queréis acostaros conmigo, hermosa Afra? No os arrepentiréis.
A Afra se le subieron los colores. Estaba preparada para que algo pudiera pasar, pero no para que un obispo en persona, con los dedos grasientos y restos de comida por la boca, le hiciera una propuesta deshonesta.
Al parecer, el obispo no esperaba obtener respuesta. De lo contrario, ¿cómo se entendía que siguiera engullendo, como si nada, el segundo capón? Tal vez, pensó Afra, sólo se trataba de una de las temidas bromas de Su Eminencia. Y entonces ella también comenzó a dar cuenta de su capón, ya con mayor fruición, aunque sin dejar de dirigir al obispo y al astrólogo que la flanqueaban amables gestos de cuando en cuando.
Entre tanto, los invitados del obispo habían entablado animadas conversaciones. El vino, servido en grandes copas de estaño, hizo el resto, y hasta los abades y canónigos dieron buena cuenta de él. A voz en grito y con gran fervor, discutían sobre Séneca y su obra De brevitate vitae, un libro pagano que, para asombro de todos, no faltaba en la biblioteca de ningún monasterio y que se hallaba tan alejado del mensaje de los Evangelios como en su día Moisés de la Tierra Prometida.
El deán del cabildo catedralicio, Hügelmann von Finstingen, el maestrescuela Eberhard y otros canónigos se habían enzarzado en una discusión sobre si, de haber nacido cinco siglos después, Séneca habría sido un maestro de la fe en lugar de un filósofo pagano.
Entonces el obispo se levantó de la silla, se quitó la nariz postiza, saludó inclinando el cuerpo como un actor sobre el escenario y recitó, para asombro de todos:
—«Soli omnium otiosi sunt qui sapientiae vacant, soli vivunt. Nec enim suam tantum aetatem bene tuentur, omne aevum suo adiciciunt. Quicquid annorum ante illos actum est, illis adiciunt est».
Los invitados aplaudieron impresionados. Los propios canónigos del cabildo tampoco escatimaron aplausos. Sólo unos cuantos mercaderes, más familiarizados con los números arábigos que con el alfabeto latino, se mostraron indignados, ante lo cual el obispo creyó menester traducir las sabias palabras de Séneca:
—«Sólo aquellos que gozan de quietud se ocupan en adquirir sabiduría, y sólo ellos son los que viven; porque no sólo aprovechan su tiempo, sino que le añaden todas las edades, haciendo suyos todos los años pasados».
Atendiendo a un gesto de Su Eminencia, entraron en la sala pífanos y tamborileros, y entonaron una danza mora. Al ritmo de la música, seis mujeres bailaban con movimientos que recordaban los escarceos de un potro. Lucían crujientes faldas con vuelo y corsés que realzaban sus pechos como frutas maduras. Las plumas de pavo real entrelazadas en sus altos tocados ondeaban cual ramas de sauce mecidas por la brisa primaveral. Sus desenfrenados movimientos no tenían nada que envidiar a los números de acrobacias que presentaban los juglares en las ferias. Con una diferencia: ellas sólo debían asegurarse de exhibir sus rosados traseros y sus triángulos delanteros. Para ello recogían y lanzaban al vuelo sus faldas haciendo titilar las velas en hilera, que creaban una cálida atmósfera, como si el diablo planeara sobre ellas.
Más que con los encantos de las bailarinas, Afra se regocijó viendo los desorbitados ojos con los que abades y canónigos, sentados en sus sillas, con las manos juntas sobre el regazo y el rostro encendido, contemplaban lo que Dios Nuestro Señor creó en el sexto día, antes de descansar.
—Algún pecadillo hay que permitirse —apuntó el obispo inclinándose hacia Afra—, si no, la Iglesia no habría creado la absolución. Además, ¿acaso es pecado gozar de aquello que Dios Nuestro Señor trajo a la Tierra?
Afra se volvió hacia Wilhelm von Diest con una mirada dubitativa y encogió los hombros. Con los nervios, hasta ese momento ni siquiera se había percatado de que Ulrich y la manceba siciliana habían desaparecido.
—Concededle tan sólo un pellizquito —susurró el obispo al advertir la mirada de Afra buscando a Ulrich.
La joven tardó en comprender lo que el obispo había querido decir. Entonces apareció en su semblante una amarga sonrisa. Un sentimiento de rabia e impotencia se apoderó de ella.
El sonido de los pífanos era cada vez más fuerte, el de los tambores cada vez más alto. Mantener una conversación era casi impensable. En ese instante, el obispo se levantó, agarró a Afra del brazo y exclamó por encima de la atronadora música:
—Venid, quiero enseñaros algo.
Un obispo con capa, calzas rojas y zapatos, con una mitra en la cabeza que se ladeaba a cada paso, no era precisamente el más indicado para transmitir seriedad y dignidad. Con todo, Afra guardó las formas al cogerlo del brazo.
Por una escalera de piedra alumbrada por antorchas y custodiada por dos lacayos, Wilhelm von Diest condujo a Afra hasta el piso de arriba. En las paredes de un largo pasillo colgaban tablas con representaciones de pasajes del Antiguo Testamento, la mayoría de escenas obscenas, como Susana en el baño o Adán y Eva en el Paraíso.
Al llegar al final del pasillo, el obispo abrió una puerta. Con un mudo gesto de la mano invitó a Afra a pasar. Ésta dudó, figurándose lo que acontecería a continuación, y ya había tomado la determinación de echar a correr cuando su mirada penetró por la rendija de la puerta entreabierta. Por un instante creyó que sus sentidos le estaban jugando una mala pasada. Nada extraño, después de los lances de esa noche. Pero a medida que su mirada escudriñaba la penumbrosa habitación, se iba afianzando en su mente la impresión de que lo que veían sus ojos era real. No fue la cama, que ocupaba casi la mitad de la estancia, lo que la dejó sin habla. Fue la imagen a tamaño real del cuadro colgado sobre la cabecera: la imagen de santa Cecilia para la que ella había posado en la abadía.
—¿Os gusta? —preguntó el obispo empujando a Afra hacia el interior de la habitación.
—Sí, cómo no —respondió Afra, aturdida—, es preciosa… santa Cecilia.
—En efecto, se trata de santa Cecilia.
«¿Cómo diablos ha venido a parar este cuadro a vuestros aposentos?», deseaba preguntar Afra. La pregunta le estaba quemando los labios, pero no tuvo el valor de formularla. ¿Se trataba de una peregrina casualidad o es que el obispo estaba al corriente de lo ocurrido?
Afra se sintió aliviada cuando el obispo se adelantó a su pregunta y explicó:
—Se la compré a un comerciante de obras de arte en Worms. Me contó que la pintura proviene de un monasterio suabo donde sirvió de retablo. Sin embargo —se interrumpió un instante y sonrió levemente, como para sí—, el desnudo de la santa acabó siendo una tentación excesiva para las monjas. La imagen despertó en ellas sentimientos poco decorosos para unas religiosas. Al parecer todo ello dio lugar a aberraciones carnales y la abadesa se vio obligada a deshacerse del retablo.
Mientras el obispo hablaba, Afra lo observaba de reojo. No sabía si Wilhelm von Diest fingía su ignorancia o si realmente no sabía de la misa la media.
—Vos sois tan hermosa y tentadora como santa Cecilia —apuntó el obispo, y acarició los cabellos de Afra.
Ésta se estremeció levemente. En esos instantes lo que más deseaba era librarse del acoso del obispo y salir corriendo. Pero se quedó inmóvil, como paralizada, incapaz de tomar una decisión.
—Hasta podría decirse que existe cierto parecido entre la imagen de santa Cecilia y vos —agregó el obispo, y prosiguió—: Y ahora, bella muchachita, no os mantendré más tiempo en vilo. Sé desde hace mucho quién posó como modelo para ese retrato.
—¿Cómo os enterasteis? —preguntó Afra dando un respingo.
El obispo se sonrió con aire de superioridad.
—Debo admitir que me habéis quitado el sueño algunas noches. No hay ninguna otra pintura en mi colección que me excite tanto como ésta. Y tampoco que me haya dado tantos quebraderos de cabeza.
—¿Cómo debo interpretar vuestras palabras?
—Bueno, cuando el comerciante me mostró la tabla por primera vez, supe en seguida que el retrato no era fruto de su imaginación, sino un modelo real. Entre vos y yo: cuando los abades y canónigos de Estrasburgo afirman que el obispo no tiene ni idea de teología, dicen verdad. Pero creedme cuando os digo que de arte, en cambio, entiendo mucho más. Y eso que hacía perder la cordura a las monjas del monasterio de Santa Cecilia, justo eso, es lo que yo sentí nada más ver la pintura. Jamás en mi vida he visto un retrato de una mujer tan realista. El pintor es un verdadero maestro en su arte.
—Se llama Alto von Brabant y tiene joroba.
—Lo sé. No fue en absoluto fácil dar con él. Se había marchado Rin abajo en busca de trabajo.
—¿Qué queríais de él, Eminencia?
El obispo movió la cabeza adelante y atrás.
—Mi interés en el pintor sólo era secundario. Lo que en realidad me interesaba era la fascinante modelo. De modo que envié a dos de mis mejores espías a buscarlo. Les encomendé la misión de averiguar el nombre y el paradero de la bella, costara lo que costase. En el monasterio de Santa Cecilia lo único que sabían era el nombre de la modelo, Afra, y que ésta se había marchado con el pintor brabanzón a Ratisbona o a Augsburgo. Finalmente, dieron con él en Ratisbona. Pero él se negó a revelar vuestro paradero. No obstante, al ver con sus propios ojos la generosa suma de dinero que se le ofrecía a cambio, se dio por vencido y confesó que os había enviado a casa del marido de su hermana, en Ulm. De forma que yo envié a mis espías a Ulm…
—¿Queréis decir que en Ulm fui vigilada por vuestros hombres?
Wilhelm von Diest asintió.
—Entonces yo no sabía nada sobre vos. Ahora lo sé todo.
—¿Todo? —rió Afra burlonamente.
—Podéis ponerme a prueba. Pero antes debéis saber cómo obtuve la información sobre vos. Mis hombres entraron a trabajar en las obras de la catedral. De modo que siempre estaban cerca de vos. O al menos lo suficiente para conocer vuestras liviandades con el maestro Ulrich. Y lo que es más…
—¡Deteneos! No quiero oírlo. —Afra se sentía desfallecer. Una vez más se hallaba atrapada por su pasado. El obispo lascivo, sin duda, la tenía contra la pared. ¿Cómo diantres debía comportarse?— Un plan urdido con mucha astucia… —observó Afra.
El obispo interpretó el cínico comentario de la joven como un cumplido, y prosiguió:
—Entonces tuve claro que debía atraer el interés del maestro Ulrich hacia Estrasburgo para poder teneros a vos.
—¿Escribisteis la carta al maestro Ulrich sólo por mí?
—No puedo negar que ésa fuera mi intención. Aunque en mi defensa he de añadir que por aquel entonces el puesto de maestro de obras realmente estaba vacante.
Las palabras del obispo suscitaron en Afra sentimientos contradictorios. No cabía la menor duda de que Wilhelm von Diest era un hombre malévolo que actuaba movido por sus propios intereses. Y que para lograr sus objetivos, empleaba métodos perversos. Sin embargo, el hecho de que fuera precisamente ella la razón de los extraños tejemanejes del obispo le dio mayor confianza en sí misma, y hasta cierta sensación de poder.
—¿Y qué sucederá ahora? —preguntó Afra con aplomo.
—Que vos habréis de entregarme esa creación divina que es vuestro cuerpo —respondió el obispo—. Os lo suplico.
La estampa que ofrecía Wilhelm von Diest plantado frente a ella con las calzas rojas y la capa de oro no estaba falta de comicidad. De no haberse tratado de un asunto tan serio, Afra se habría echado a reír. De ahí la gravedad de su tono cuando replicó:
—¿Y en caso de que yo me negara?
—Sois demasiado astuta para hacer algo así.
—¿Estáis seguro?
—Completamente. Me costaría mucho creer que desearais arruinarle la vida al maestro de obras y arruinárosla a vos misma.
Afra miró al obispo con los ojos fuera de las órbitas. Aquélla era la voz del diablo. Tuvo que contenerse para mantener la compostura.
Mientras ella todavía reflexionaba sobre la respuesta que esperaba el obispo, éste, como de pasada, agregó:
—Ulrich von Ensingen ha sido enjuiciado en su ausencia. Parece ser que envenenó a su mujer, Griseldis.
—¡Es mentira, eso no es más que una infame mentira! La esposa del maestro Ulrich padecía desde hacía mucho tiempo una misteriosa enfermedad. Es mezquino culparlo a él por la muerte de su esposa.
—Tal vez lo sea —se defendió el obispo—. El caso es que los testigos juraron que el maestro de obras compró veneno a un alquimista. Días después su esposa murió en Cristo.
—Mentira —gritó Afra, fuera de sí—. El alquimista Rubaldo puede corroborar que fuimos a verlo por un motivo bien distinto.
—Me temo que no será posible.
—¿Por qué?
—Su cadáver fue hallado en la Jakobertor, en Augsburgo, un día después de que fuera a visitar al obispo.
—¿Rubaldo muerto? ¡No puede ser!
—Tan cierto como el sol que nos alumbra.
—¿Y se puede saber, por amor de Dios, cómo murió? ¿Se sabe quién fue el asesino?
El obispo mudó el rostro en una mueca.
—Me preguntáis demasiado. Lo que llegó a mis oídos fue que lo hallaron con un cuchillo en el cuello, aunque al menos no era un cuchillo carnicero de los que emplean los asesinos comunes, sino un hermoso y elegante puñal con empuñadura de plata.
«Un asesinato es un asesinato —pensó Afra—, y poco importa que a uno lo maten con un acero oxidado o una arma de plata». Mucho más que eso, a Afra le interesaba saber si la muerte de Rubaldo guardaba relación con el pergamino. Aparte de Ulrich y ella, Rubaldo era el único que conocía el texto de la carta secreta. Y a juzgar por las apariencias, el alquimista había comprendido a la perfección su significado, a pesar de insistir en lo contrario. Y ésa, además, había sido la causa de su repentina partida hacia Augsburgo.
—¿En qué pensáis? —irrumpió Wilhelm von Diest, devolviendo a Afra a la realidad—. ¿Conocíais bien al alquimista?
—Yo no diría tanto. Estuve con ese extraño hombre sólo en una ocasión. Fue el día que Ulrich von Ensingen y yo fuimos a verlo.
—¡Así que es cierto!
—Sí, pero nada tenía que ver nuestra visita con el asunto del que vos acusáis al maestro Ulrich.
—Yo no acuso de nada al maestro Ulrich. ¡Me limito a referir las noticias que me llegan de Ulm! Y ahora bien, ¿para qué fuisteis con el maestro Ulrich a visitar al alquimista?
Afra vaciló. Por un momento estuvo a punto de contarle al obispo la verdadera razón. Al fin y al cabo, era de esperar que Wilhelm von Diest ya hubiera descubierto el secreto. Pero luego se lo pensó mejor y decidió jugárselo todo a una carta:
—El maestro Ulrich estaba en tratos con el alquimista por un producto milagroso para la catedral. Ulrich se había interesado por una tintura especial que, al parecer, al contacto con el agua, lograría que el mortero secara con mayor rapidez y además quedara más resistente. Pero las exigencias de Rubaldo eran demasiado altas y el negocio se fue al traste.
Afra se maravilló a sí misma de lo bien que mentía. La historia era del todo creíble. Además, nada en la expresión del obispo hacía pensar que éste dudara de sus palabras. Eso dio cierta seguridad a Afra, que agregó:
—Volviendo a vuestras pretensiones, Eminencia, concedme uno o dos días. No tengo inconveniente en compartir el lecho con vos; pero no soy una ramera que hoy trajine con uno y mañana con otro. No hallaríais placer alguno en montar a una mujer que se limitara a sufrir en silencio. Necesito tiempo para poner un poco de orden en mi cabeza, ya me entendéis…
Wilhelm von Diest entrecerró los ojos, lo cual no le daba un aire precisamente atractivo. Afra temió que en cualquier momento el hombre fuera a abalanzarse sobre ella. Entonces, contra lo que podía esperarse, el obispo respondió:
—Os entiendo perfectamente. Llevo mucho tiempo esperando este momento, contando los meses, de modo que por unas horas más no pasará nada.
Mientras pronunciaba esas palabras, el obispo contemplaba extasiado el cuadro colgado en la pared. Después agregó sin apartar la mirada del retrato:
—Sólo espero que pueda fiarme de vuestra palabra, que no se trate de ningún truco. De ser así, lo pagaríais muy caro.
—Pero ¿cómo os atrevéis, Eminencia? —se indignó Afra, a pesar de que, en sus adentros, buscaba desesperadamente la manera de salir del aprieto.
Sus esperanzas, sin embargo, se desvanecieron de un plumazo cuando el obispo, absorto todavía en la contemplación de santa Cecilia, habló de nuevo:
—Sé a ciencia cierta que no sois la joven inocente y candida que encarnáis en el retrato.
—¡En eso no puedo daros más la razón! —Con un deje irónico, Afra replicó al obispo—: Reconozco, desde luego, que ya he compartido el lecho con un hombre otras veces. En efecto, no seríais el primero.
El obispo fulminó a Afra con la mirada.
—No me refiero a eso. Compartir la cama con una virgen es algo de todo punto repulsivo. —Entonces señaló el retrato con el dedo—. Esta imagen revela algunas cosas.
—¿Por ejemplo?
—¡Que sois una asesina de niños!
Las palabras del obispo resonaron en la cabeza de Afra como un gran estrépito de cristales rotos. Por un momento creyó que la cabeza iba a estallarle. Fue como si su corazón se detuviera. Se olvidó incluso de respirar.
—¿Cómo os habéis enterado? —preguntó con un hilo de voz.
En realidad, daba igual cómo se hubiera enterado Wilhelm von Diest. Lo único que importaba era que conocía su secreto, el secreto que hasta entonces ni siquiera le había confesado a Ulrich. ¿Cómo reaccionaría Ulrich si lo descubriera? No, en realidad no quería saberlo y ojalá ni siquiera se lo hubiera preguntado.
Entonces el obispo respondió:
—Son pocos los alquimistas, teólogos y licenciados que dominan la doctrina esotérica de la iconografía. Ésta pertenece a las ciencias ocultas, al igual que la iatromatemática, aquella rama de la terapéutica que establece los efectos de los fármacos en función de la hora de elaboración y administración, o la nigromancia, que se encarga de la invocación mágica de los demonios. No fue teología, sino el arte de la iconografía lo que yo estudié en Praga, donde viven las máximas eminencias en la materia. Y sin duda Alto von Brabant también poseía un excepcional dominio de ese arte.
Afra entreoía de fondo las explicaciones del obispo. Se temía que Wilhelm von Diest lo sabía todo, absolutamente todo, sobre ella y su miserable pasado. Y de pronto las palabras comenzaron a fluir de su boca como un torrente:
—El gobernador abusó de mí cuando no era más que una niña. Pude arreglármelas, aunque con miedo y mucho esfuerzo, para ocultar mi preñez. Cuando llegó el momento, me adentré en el bosque y traje a un niño al mundo. Para salir del apuro, metí al niño en una cesta y la colgué en un árbol. Cuando fui a buscarlo al día siguiente, había desaparecido. ¿Sabéis vos algo más al respecto? Decidme la verdad.
Wilhelm von Diest negó con la cabeza.
—Ya sabéis que nuestras leyes castigan el abandono de un niño con la muerte. —El tono de su voz era muy serio, casi compasivo, algo que en modo alguno cabía esperar de una persona como él.
Afra tenía la mirada perdida en el infinito. Parecía completamente absorta en sus pensamientos. Le sorprendía haber sido capaz de contener las lágrimas. La vida la había tratado mal, mucho peor de lo que jamás creyó que fuera posible.
—Si sabéis algo más, decidlo de una vez —repitió Afra.
—No más de lo que Alto von Brabant plasmó en su obra. ¿Veis la banda blanca con un nudo que aparece en el brazo de santa Cecilia?
Afra se volvió hacia la pintura. No recordaba haber llevado esa banda al posar para el pintor. Como una vaga remembranza, conservaba en su memoria el momento en el que, a raíz de los halagos del pintor a su cuerpo inmaculado, habló a Alto del alumbramiento y le contó que había abandonado a su hijo.
—La banda —respondió Afra, sorprendida— es un adorno, solamente eso.
—Un adorno, ciertamente, para el observador descuidado. Pero para uno versado en el arte de la iconografía, la banda significa que esa mujer ha matado a su hijo, ni más ni menos. Disculpad que me exprese con tanta crudeza. En un principio, pensé que el símbolo hacía referencia a la propia santa Cecilia. Los teólogos del cabildo, sin embargo, me sacaron de mi error. Al parecer, santa Cecilia era tan casta que incluso rechazó a su joven esposo Valeriano. Entonces comprendí que, por fuerza, la asesina de su hijo tenía que ser la modelo de la santa.
Impasible, Afra cruzó las muñecas y se las tendió al obispo.
—¿Qué significa esto?
—Ahora seguro que me entregaréis a los alguaciles, como es vuestro deber.
—¡Sandeces! —Vacilante, Wilhelm von Diest estrechó a Afra en sus brazos.
Era lo último que Afra esperaba, y se dejó llevar sin oponer resistencia.
—Allí donde no hay querellador, no hay juez —agregó el obispo con voz queda—. Sólo espero que, salvo a Alto von Brabant, no se lo contarais a nadie.
—No —respondió Afra tan triste como aliviada.
Esperó angustiada, en silencio. ¿Qué más iba a revelarle ese hombre tan ladino? A esas alturas no le habría sorprendido que Wilhelm von Diest anunciara que sabía de la existencia del pergamino secreto que ella había ocultado en la biblioteca del monasterio de los dominicos. Pero eso no sucedió.
Por las escaleras de piedra ascendía el ruido sordo de los tambores y los pífanos mezclado con el alborozo de las meretrices. Éstas entretenían a los venerables abades y canónigos, que tenían asegurada una indulgencia plenaria y la gracia del Todopoderoso.
Indecisos, permanecieron uno frente a otro durante un rato. Afra estaba demasiado aturdida para pensar con claridad. Por un lado, no podía desairar al obispo y, por el otro, se había propuesto luchar con uñas y dientes para salvar su pellejo.
Todavía sumida en sus cavilaciones sobre cuál iba a ser el siguiente paso, se acababa de sentar en el borde de la cama con la mirada gacha, cuando oyó un griterío en el pasillo. La música cesó de repente. Al otro lado de la puerta, resonó la voz del ayuda de cámara.
—¡Dios nos asista, Eminencia!
—Éstas no son horas de implorar a Dios. Pasa mucho rato de la medianoche y está despuntando el alba. ¡Vete al diablo!
—¡Su Eminencia, la catedral! —insistió el ayuda de cámara sin darse por vencido.
Entonces el obispo se desplazó a paso airado hasta la puerta, la abrió enfurecido de un tirón y agarró al ayuda de cámara por el cuello. Pero antes de que pudiera maldecirlo, el sirviente masculló:
—Eminencia, ¡la catedral se está derrumbando! ¡Lo he visto con mis propios ojos!
En ese instante el obispo levantó la mano y atizó una bofetada al excitado sirviente. Éste gimoteó como un perro al que hubieran pisado la cola.
—¡Os lo prometo, Eminencia! El canónigo Hügelmann también lo ha visto.
—¡No es de extrañar! ¡También ha bebido por dos! Y los restos que han quedado en las copas te los has bebido tú.
—Por todos los santos, Ilustrísima, ni una gota. —El ayuda de cámara levantó la mano en juramento—. Ni una gota.
El griterío en las escaleras era cada vez mayor. Las voces se elevaban llamando al maestro de obras.
—¿Dónde está Ulrich? —preguntó Afra, a la que empezaba a inquietarle tanto alboroto.
—¿Y a mí me lo preguntáis? —murmuró el obispo—. ¿Acaso soy el guardián del maestro de obras?
—Se marchó con vuestra manceba.
Wilhelm von Diest se encogió de hombros. Parecía enfadado. Finalmente, se acercó a la ventana. Desde allí se oía el alboroto de la plaza. Cuando abrió la ventana, los gritos penetraron en la estancia, gritos de órdenes de «¡ahí!» y «¡allí!» o «¡aquí!». Alabardas en mano, los guardias de la ciudad corrían en formación sobre el empedrado.
—Debo encontrar al maestro Ulrich —farfulló Afra, que dio más importancia a la situación que el obispo.
—Pues haced lo que creáis más conveniente.
Afra se levantó y, sin despedirse, bajó a todo correr por las escaleras y atravesó la sala del banquete. Embriagado por el vino y los servicios amorosos de las meretrices, yacía en el suelo panza arriba un canónigo vestido de negro. Uno habría podido pensar que había pasado a mejor vida de no haber sido por su mano derecha, que chapoteaba en un charco de vino con igual júbilo que la mano de un niño. Un fraile que había extraviado su cogulla durante el orgiástico baile dormía reclinado sobre la mesa con la cara enterrada entre los brazos, como un discípulo en el Monte de los Olivos. El resto de los convidados habían abandonado la sala para salir a ver cómo andaban las cosas en la plaza de la catedral.
Afra llamó a Ulrich desde el vestíbulo, pero al no obtener respuesta, corrió con todos los demás. Unos oscuros nubarrones surcaban el cielo, y, aunque la luz del amanecer se iba extendiendo desde la vega del Rin, resultaba difícil orientarse. Hombres con antorchas corrían sin rumbo de allá para acá. Otros con capuchones y largos ropones se gritaban órdenes incomprensibles. Unas mujeres, histéricas, chillaban asegurando que se les había aparecido el diablo mientras otras reclamaban a voz en cuello al exorcista. Los gritos de los que llamaban al maestro Ulrich desde el pórtico de la catedral resonaban por toda la plaza.
La puerta de la fachada principal, que a esas horas solía permanecer cerrada, estaba abierta de par en par. Todos los mendigos y vagabundos que pasaban la noche en la escalinata de la catedral, salvo uno, se habían esfumado por temor a que quisieran hacerles pagar los vidrios rotos.
—¿Qué ha pasado? —inquirió Afra con tono imperioso al único vagabundo que quedaba.
Probablemente ése era menos miedoso debido a su juventud y no había visto ningún motivo, a diferencia del resto de su cuadrilla, para poner tierra por medio. Una nube de polvo oscuro y denso salía del pórtico, y el joven mendigo tosió casi hasta salírsele el alma por la boca antes de responder a Afra:
—Fue poco después de medianoche. De pronto oí unos ruidos extraños en la catedral. Jamás había oído nada parecido. Sonaba como si unas piedras de molino rozaran entre sí. Yo duermo como un bendito, pero el ruido que llegó a mis oídos desde la catedral fue tan inquietante que pensé que el mismísimo Belcebú intentaba tirarla abajo. Éramos unos doce, y el ruido nos fue despertando a todos. A la mayoría le entró miedo. Cogieron sus petates y echaron a correr gritando como descosidos. Cuando los ruidos se volvieron más fuertes y cayeron las primeras piedras, yo también empecé a inquietarme. Pegué la oreja a la puerta para ver si se oía alguna voz, pero nada, sólo se oían las piedras chocando contra el suelo. Entonces me vino a la cabeza la idea del fin del mundo y la resurrección de los muertos saliendo de sus tumbas, como en las representaciones que hay en algunas catedrales. De pronto, como un fantasma, apareció el sacristán. Creyó que se trataba de un temblor de tierra y venía a ver si todo estaba en orden. Cuando abrió la puerta, la escena fue espeluznante…
Afra lanzó al muchacho una mirada de incredulidad.
—¡Juzgadlo vos misma! —exclamó éste.
Una gran polvareda seguía brotando de las dos aberturas de la puerta. El humo seco se pegaba a los pulmones y hacía llorar los ojos. A través de las vidrieras rojas y azules penetraba la escasa luz crepuscular. Como cuerpos extraños venidos de otro mundo yacían esparcidos los fragmentos de piedra, los más grandes con más de una vara de altura y de anchura. El primer pilar colgaba, casi suspendido, en el aire. En la base había un profundo agujero. Sólo un delgado trozo de sillar soportaba el peso. Era un milagro que no se hubiera derrumbado. Temerosa, Afra alzó la vista hacia el entramado de la bóveda de crucería. Allí, justo en el centro, había un inmenso agujero. Fragmentos de la clave de bóveda que antes ocupaba ese lugar yacían desperdigados por el suelo de piedra. Por Dios y por todos los santos, ¿qué significaba todo eso?
Afra se dio la vuelta. Apenas le llegaba el aire. Echó a correr entre los curiosos que avanzaban en tropel hacia el interior y salió a la calle. Fuera se topó con Hügelmann von Finstingen, el deán del cabildo.
—Santo cielo —exclamó—, ¿dónde está el maestro Ulrich?
—No lo sé —respondió Afra, nerviosa—. Ya sabéis que estaba, al igual que vos, en el banquete del obispo. De pronto, desapareció.
No pudo seguir hablando porque, en ese mismo instante, desde la plataforma situada sobre la puerta principal, donde se elevaba la torre hacia el cielo, un sillar se precipitó al vacío y cayó no muy lejos de Afra. Hügelmann también pareció quedar fulminado por el susto. Con los ojos entrecerrados, miró temeroso hacia arriba.
—¡Allí! —gritó el canónigo apuntando al cielo con el dedo.
Un hombre encapuchado corría junto a la balaustrada. Otros también lo vieron.
—¡Un encapuchado! —exclamaron unos tras otros—. ¡Atrapadlo!
Una cuadrilla de fornidos muchachos se abrió paso desde el pórtico hacia la escalera de piedra que conducía, en espiral, hasta la plataforma. Debido a la barriga con que el Señor lo había bendecido, el canónigo cedió el paso a los demás. Luego los siguió tambaleándose, casi sin aliento. Al llegar arriba, cogió aire.
—¿Lo tenéis? —preguntó exhausto.
Los jovenzuelos, ninguno mayor de dieciocho, se habían armado con maderos desprendidos de la cubierta que habían encontrado en la subida. Recorrieron hasta el último rincón, pero no hallaron rastro alguno del encapuchado.
—¡Pero yo lo he visto con mis propios ojos! —exclamó con insistencia el canónigo.
—¡Yo también! —confirmó un resuelto muchacho de largos cabellos negros.
—No puede haberse evaporado en el aire.
Hügelmann von Finstingen miró, decepcionado, al vacío. A diferencia de la plataforma, iluminada ya por las primeras luces del día, la plaza permanecía en penumbra.
—¡Allí está! —gritó de pronto el canónigo.
Los hombres se agolparon junto a la balaustrada. Con el abrigo ondeando a su presuroso paso, el encapuchado atravesaba la plaza en dirección sur.
—¡Detenedlo!
—¡Al encapuchado!
—¡Apresadlo!
Los gritos resonaron en la plaza, pero la muchedumbre miraba confundida hacia arriba porque el tumulto les impedía comprender a los muchachos. De modo que el encapuchado logró escabullirse por un callejón.
Entretanto, Afra había estado buscando desesperadamente a Ulrich. En el taller de la catedral, donde solía reinar un riguroso orden, imperaba ahora un terrible caos. Y Ulrich no estaba allí. Los planos y pergaminos yacían esparcidos por todas partes, los cajones y armarios habían sido vaciados en el suelo. Parecía como si unas hordas de guerreros mongoles hubieran saqueado el taller.
Mientras recogía uno a uno los objetos para colocarlos de nuevo en su sitio, Afra trató de ordenar los acontecimientos ocurridos a lo largo de la noche y esa madrugada, lo cual no resultaba sencillo. Habían sucedido demasiadas cosas, cosas que aparentemente no tenían nada que ver, pero que debían guardar alguna relación.
Pese a que no podía afirmar con seguridad cuál era el objetivo del ataque a la catedral, todo apuntaba a que una serie de personas habían estado buscando algo en ciertos lugares del templo. ¿Acaso no era de eso de lo que, sólo unos días antes, había hablado con Ulrich? Lo raro era que esas personas supieran con exactitud en qué lugares debían buscar, pues se suponía que era un secreto muy bien guardado.
Inmediatamente Afra pensó en Werinher Bott, quien contaba todavía con algunos seguidores. Pero ¿qué fin perseguían él y sus discípulos? Resultaba descabellado imaginar que el maestro Werinher fuera a derribar la catedral por odio hacia Ulrich. Y, de ser así, ¿para qué iban a revolver los encapuchados el taller del maestro? Además, parecía igual de improbable que existiera alguna relación entre Werinher Bott y las personas que buscaban el pergamino secreto.
El papel más ambiguo lo desempeñaba, sin duda, el obispo Wilhelm von Diest. Lo sabía sencillamente todo, y la palabra «secreto» parecía ser del todo desconocida para él. Los dominicos, esbirros sanguinarios de la Inquisición, eran inofensivos, en lo que a información se refería, comparados con los espías del obispo. Si el rey Segismundo contara con una red de espías de esa categoría, ya podía darse por satisfecho.
Entretanto, cada vez más ciudadanos indignados irrumpían en la catedral. Se iban aglomerando en la nave transversal, que no había sufrido ningún daño. Ancianos barbudos se arrodillaban y elevaban los brazos hacia el cielo convencidos de que había llegado el fin del mundo, el ocaso que los predicadores llevaban trescientos años augurando. Las mujeres se arrancaban los cabellos y se golpeaban los pechos por miedo a la inminente llegada del último juicio.
Sólo los jóvenes que habían llevado a cabo la infructuosa búsqueda del encapuchado se abrieron paso decididos entre la multitud implorante y gemebunda, blandiendo sobre sus cabezas maderos y estacas. Uno trepó por la reja de hierro que cerraba el paso al pulpito. Al llegar arriba, gritó:
—¡Aquí, aquí! —Un eco estremecedor retumbó en el presbiterio.
La multitud que se encontraba en la catedral se volvió estupefacta hacia el púlpito. Allí, en el mismo lugar desde el que se predicaba el Evangelio, se estaba produciendo una brutal pelea. El muchacho aporreaba con un palo a un encapuchado, que se había escondido en el púlpito. Éste logró parar los primeros golpes, pero la lucha continuó y finalmente el muchacho empujó al desconocido desde lo alto del pulpito. El cuerpo del encapuchado se precipitó sobre el suelo de piedra con un golpe sordo. Trató de levantarse sin conseguirlo, pues inmediatamente se desplomó de nuevo, y acto seguido volvió a intentarlo por segunda vez.
Entretanto, los demás muchachos habían llegado corriendo hasta allí.
—¡Matadlo! —jaleaban los ciudadanos encolerizados a los jóvenes.
Tres, cuatro y hasta cinco muchachos molieron a palos al encapuchado hasta que quedó cubierto de sangre.
—¡Que el Señor se apiade de su negra alma! —exclamó una joven con voz estentórea persignándose una y otra vez.
Los muchachos no cesaron de golpearlo hasta que el oscuro charco de sangre se hubo extendido alrededor del hombre vestido de negro y éste dejó de dar señales de vida.
En torno a la espeluznante estampa se había formado un corro de más de cien personas. Todas querían asomarse para ver al malhechor. El hasta entonces estrepitoso griterío había dejado paso a un silencio absoluto y a la inquietante pregunta de si acababan de dar muerte al pobre diablo.
Impetuosamente, el canónigo Hügelmann se abrió camino entre los mirones. Al reparar en el encapuchado muerto, espetó encendido por la rabia:
—¿Quién era ese hombre? ¿Quién lo ha asesinado en la casa del Señor?
—Ha intentado tirar abajo nuestra catedral —se defendió el fortachón que lo había arrojado desde lo alto del pulpito—. Merecía morir.
—¡Sí, merecía morir! —corearon los allí presentes, iracundos.
—Al menos ahora ya no causará ningún daño. ¿Acaso debíamos quedarnos esperando a que derribara nuestra catedral? ¡El muchacho ha hecho lo correcto! —chilló otro.
Hügelmann recorrió con la mirada los rostros furiosos, llenos de odio, y decidió no decir nada más. Flexionó la rodilla derecha. No era, en modo alguno, un gesto de respeto hacia el muerto, sino la única forma, debido a su inmensa barriga, de agacharse para poder mover al encapuchado. Con gran esfuerzo le quitó el capuchón. Tras él apareció un rostro desfigurado por el dolor, de cuya boca, abierta de par en par, brotó un chorro de sangre.
Un grito ahogado se extendió por toda la multitud cuando Hügelmann giró la cabeza destrozada del encapuchado hacia un lado. En la coronilla del cadáver podía apreciarse con claridad que el hombre había sido tonsurado mucho tiempo atrás. El afeitado en forma de círculo practicado en la cabellera de los monjes dejaba una marca de por vida. Hügelmann sacudió la cabeza.
—¡Por Dios bendito! —murmuró para sí en un tono apenas audible—, un monje, ¿por qué precisamente un monje?
El canónigo vaciló un instante. Después, le subió la manga derecha al encapuchado. En la parte interior del antebrazo quedó al descubierto una marca hecha con un hierro candente de casi un palmo de grande: una cruz con una banda atravesada en el centro.
—Me lo temía —masculló el canónigo. Y luego en voz alta, para que todos pudieran oírlo, agregó—: ¡El diablo se había apoderado de este hombre! ¡Sacadlo de aquí para evitar que siga profanando la casa del Señor con su sangre!
En ese instante, un predicador popular llamado Elías, que era un dominico que se encontraba de camino a la misa del alba, vio su gran oportunidad. Su lengua mordaz, de la que se servía para condenar los pecados de sus semejantes, era muy temida. No eran pocos los que, incapaces de soportar el azote de sus palabras, rehuían sus sermones. A paso ligero, el monje se dirigió hacia el pulpito y, a voz en grito, les endilgó la frase con que encabezaba todos sus sermones:
—¡Vosotros, abominables pecadores!
La gente, desconcertada, alzó la vista hacia arriba.
El predicador extendió los brazos y apuntó a la multitud con ambos dedos índices.
—¡Vosotros, gentes de poca fe, creéis que el diablo se halla detrás de estos acontecimientos! ¡Vosotros, gentes de poca fe! ¿Quién redujo a cenizas Sodoma y Gomorra? Dos ángeles. ¿Quién ahogó al faraón en el mar Rojo? El ángel del Señor. Ille puniebat rebelles. Aquel ángel castigó a los enemigos. ¿A quién colocó el Señor en la puerta del Paraíso con una espada flamígera? A un ángel. ¿Qué se sigue de todos estos hechos? Que la fuerza de un ángel es mucho mayor que la del diablo. Oh, pecadores, el diablo carece de la fuerza que se requiere para destruir esta catedral. Pero si aun así hay señales que indican que esta construcción se derrumbará, como se derrumbaron en su día las murallas de Jericó, será por voluntad del Todopoderoso, quien enviará a un ángel a destruirla.
Hizo una pausa para dejar que calaran sus palabras.
—¿Por qué nos hace esto el Señor?, os preguntaréis vosotros, abominables pecadores. Yo os daré la respuesta. El Señor ha enviado a sus ángeles para anunciarnos el fin del mundo. Para darnos una señal de la llegada del Juicio Final, que está más cerca de lo que vosotros creéis.
«¡Vosotros, malditos pecadores!
«¡Vosotros, malditos voluptuosos!
»¡Vosotros, malditos amancebados!
«¡Vosotros, malditos vengativos!
«¡Vosotros, malditos avaros!
«¡Vosotros, malditos beodos!
«¡Vosotros, malditos arrogantes!
»¿No oís los gritos de desesperación de los condenados? ¿Los aullidos y el rechinar de los dientes de los lobos? ¿Los horribles alaridos de mil diablos? ¡Las llamas ardientes del infierno están devorando la Tierra, llamas junto a las que el fuego terrenal sólo es fría escarcha!
Las palabras del dominico golpeaban como proyectiles las cabezas de los oyentes. Por lo bajo se oían gimoteos y sollozos. Con la frente cubierta de sudor, la mujer de un burgomaestre se desmayó, lo que aprovechó el predicador para subir el tono de su sermón.
—Vosotros, abominables pecadores —prosiguió—, ¿habéis olvidado que de la noche a la mañana la muerte os arrebatará todo aquello que da significado a vuestras miserables vidas? Cosas tales como las construcciones más altas y hermosas con las que pretendíais erigir un monumento consagrado más a vosotros mismos que al Todopoderoso como los reyes impíos de Egipto. Tales como las coloridas máscaras de las meretrices de los baños públicos, a las que vosotros, arrastrados por la concupiscencia, entregáis más dinero que a los pobres que se cuentan por cientos en vuestra ciudad.
»Nada sirve mejor al propósito de refrenar vuestra sed de placeres carnales que el hecho de que podáis contemplar con vuestros propios ojos el aspecto que adoptará tras la muerte todo aquello que tanto amáis. Porque será entonces cuando los ojos cristalinos que hieren más de un corazón se sequen en su propia mucosa. Las rojas mejillas que habéis besado con lascivia serán devoradas por los gusanos. Las manos que con tanta frecuencia estrecháis se descompondrán y quedarán reducidas a un montón de huesos. Sobre los contoneantes pechos que os producen temblores de placer se abalanzarán con avidez sapos, arañas y cucarachas. El cuerpo de vuestras mancebas, ese que os hace enloquecer de lujuria, se pudrirá bajo tierra envuelto en un pestilente olor. Nihil sic ad edomandum desiderium appetituum carnavalium valet. Nada, sino la viveza de esta imagen, será capaz de vencer los deseos carnales.
Entre la multitud se oyeron gritos.
—¡Oh, soy un abominable pecador! —clamó un apuesto comerciante llevándose las manos a la cabeza.
—¡Que Dios perdone mis ansias de venganza! —se sumó otro.
Y una joven con el rostro pálido gritó:
—¡Señor, despójame de toda mi carne!
El predicador popular reanudó su sermón:
—Vosotros, abominables pecadores. En más de una ocasión, nuestro justo Señor, impulsado por la repugnante corrupción del mundo, ha lanzado fuego desde el cielo para que ardieran aquellos pecadores que se negaban a hacer penitencia. In cinere et cilicio. En cenizas y cilicio. Y como vosotros no habéis demostrado tener la intención de contener vuestra arrogancia, como socapa de la fe cristiana estáis levantando una catedral que supera en grandeza y soberbia a cualquier otra, Dios Nuestro Señor ha enviado a sus ángeles para que pongan fin a la obra…
No había terminado la frase cuando de pronto se produjo un inquietante ruido en la columna de los ángeles de la parte sur de la nave de crucero, una especie de siseo que hacía pensar que el conjunto escultórico se resquebrajaba.
Asustado, el predicador se interrumpió. Y, como si atendieran a una orden, todos los oyentes volvieron la cabeza en la misma dirección. Hechizados, contemplaron fijamente el ángel que anunciaba el Juicio Final desde la segunda fila con una tuba. Éste se inclinó hacia adelante como por arte de encantamiento y a continuación se quedó inmóvil unos instantes, como si se resistiera a caer. Después, tras vencer el pedestal sobre el que había descansado casi doscientos años, el ángel se precipitó de cabeza al vacío y, al estrellarse, se rompió en mil pedazos. La tuba, la mano que la sostenía, la aureola y un ala, quedaron diseminadas por el suelo como los huesos de los condenados el día del Juicio Final.
Cuando la muchedumbre presente en la catedral comprendió lo que acababa de acontecer ante sus ojos, emprendió la huida entre gritos.
—¡El diablo anda suelto en la catedral! —se oyó gritar—. ¡Cuidado con el Maligno!
El fortachón que había dado muerte al encapuchado agarró el cadáver por las piernas y lo arrastró hasta el exterior, dejando a su paso un siniestro rastro de sangre.
Fuera aguardaba, algo apartado, Werinher Bott en su silla de ruedas.
—¡Todo esto es obra del maestro Ulrich! —chilló, dirigiéndose al deán del cabildo catedralicio—. Por cierto, ¿dónde está el susodicho?
Hügelmann von Finstingen se acercó al tullido.
—No sé por qué me parece que el maestro Ulrich no os inspira gran simpatía.
—No os equivocáis, mi señor. Es un charlatán y habla como si fuera el padre del arte de la construcción. —Werinher contempló con estupor al muchacho que sacaba el cadáver a rastras de la catedral—. ¿Qué significa esto? —inquirió volviéndose hacia Hügelmann.
—Una horda de encapuchados ha intentado derribar la catedral esta noche. Uno de ellos se quedó a la zaga. Los ciudadanos, iracundos, lo han matado a palos.
—¿Es éste? —preguntó con un leve movimiento de cabeza.
Hügelmann asintió.
—Dejad que lo adivine. ¡Es Ulrich von Ensingen!
—Qué disparate. Maestro Werinher, comprendo vuestra amargura hasta cierto punto; pero no podéis colgarle todos los sambenitos a Ulrich von Ensingen. ¿De veras pensáis que el maestro Ulrich tiene algún interés en derribar la catedral?
—¿Quién es entonces? —inquirió Werinher volviendo la vista hacia el cadáver que yacía delante del pórtico.
—Un antiguo monje —respondió Hügelmann—, lo cual me da que pensar… No obstante, sólo es uno de la horda que ha cometido los desmanes de esta noche. Lleva una marca grabada a fuego en el antebrazo, una cruz tachada.
—¡Desveladme el significado de la marca!
—No me está permitido.
—¿Por qué?
—Porque forma parte de los cuarenta y nueve secretos de la Curia romana que no han de ser revelados a nadie que no haya recibido las órdenes mayores.
—Entonces, dejadme adivinar, maestre Hügelmann. Una cruz tachada no puede significar sino que el marcado ha traicionado su fe o sus votos, que es por tanto un apóstata o un monje excomulgado.
—Maestro Werinher —le contestó el deán, escandalizado—, ¿cómo es que tenéis conocimiento de esos símbolos?
Werinher intentó esbozar una sonrisa, pero no lo logró.
—Puede que sea un tullido en lo que a mis miembros se refiere, pero el cerebro me funciona con plena normalidad. Los maestros de obras trabajan también con emblemas y símbolos. Bien es verdad que no nos grabamos a fuego nuestros distintivos y símbolos en la piel, sino que hacemos uso de la destreza para esculpirlos en piedra. Es más elegante y además más duradero.
Mientras el maestro de obras hablaba, el deán del cabildo catedralicio lo miraba confundido.
De repente, Hügelmann von Finstingen se mostró receloso y, en tono malhumorado, repuso:
—¿Y se puede saber a qué viene tanto interés?
La muchedumbre que salía a borbotones de la catedral era cada vez más numerosa. Un siervo vestido con andrajos apareció tirando de un burro. Con una soga amarró las piernas del encapuchado muerto y ató el cadáver a la bestia. Luego azotó al burro. Rodeado por una multitud que bailaba entre gimoteos de éxtasis y prorrumpía en gritos y sollozos, el siervo se dirigió con el cadáver a rastras hacia el Puente de los Suplicios.
Hombres, mujeres e incluso niños que ni siquiera sabían qué sucedía a su alrededor comenzaron a lanzar maldiciones e improperios. Convencidos de que habían dado muerte al mismísimo diablo, escupieron y orinaron sobre el cadáver, que, al ser arrastrado por el empedrado, fue perdiendo poco a poco la vestimenta. Los perros gruñían y aullaban, y se abalanzaban a morder los brazos del encapuchado. La frenética procesión celebró la muerte de Lucifer como si se tratara de una misa solemne en la catedral. En las callejuelas que el populacho recorría con su presa, las personas se aglomeraban en las ventanas para ver al diablo despellejado. Las mujeres, asustadas, sufrían violentos ataques de risa o vaciaban, cuando el cadáver pasaba por delante de su casa, los bacines con sus excrementos.
Una vez que llegó al Puente de los Suplicios, el siervo cogió al encapuchado muerto —o más bien, lo que quedaba de él—, lo desató, levantó el cadáver con ambos brazos en el aire y lo arrojó al Ill ante la algarabía de la muchedumbre.
—¡Vete al infierno, encapuchado! —voceó un orondo calvo, cuyos grotescos y espasmódicos aspavientos recordaban a los de los títeres de las ferias.
—¡Vete al infierno, encapuchado! —coreó el populacho.
El terrorífico grito resonó por las calles de Estrasburgo durante horas. Las gentes enloquecieron.
Afra apenas se había enterado de lo sucedido. Ya tenía bastantes problemas con digerir todo lo ocurrido antes. Cuando intentaba poner orden en el taller de la catedral, cuando organizaba los planos y los cálculos y recogía todo lo que estaba desperdigado por el suelo, se abrió la puerta.
A decir verdad, Afra esperaba ver a Ulrich y recibir alguna explicación que justificara su larga ausencia, pero al volverse se encontró con la socarrona cara del maestro Werinher, sentado en la silla de ruedas que llevaba un lacayo.
—¿Dónde está? —preguntó con tono impertinente, sin ni siquiera saludar.
—Si os referís al maestro Ulrich —respondió Afra fríamente—, no está aquí.
—Eso ya lo veo. Pregunto que dónde está.
—No lo sé. Pero en el caso de que lo supiera, tampoco tendría por qué decíroslo.
Ante esa respuesta Werinher Bott moderó el arrogante tono que había empleado.
—Disculpad la brusquedad de mis palabras. Pero después de lo que ha sucedido esta noche, resulta difícil mantener la calma. ¿Oís el alboroto de la gente ahí fuera? Están como poseídos por la idea de que detrás de todo esto está la mano del Maligno.
—¿Y? ¿Acaso vos no creéis en el diablo, maestro Werinher? Quien no cree en el diablo, peca contra los mandamientos de la Santa Madre Iglesia. ¡Deberíais saberlo!
El impedido maestro de obras hizo un gesto de desespero con la cabeza y respondió:
—Sí, por supuesto; pero ahora no se trata de resolver si hay que creer en el diablo, sino de averiguar quién está detrás del ataque a la catedral. El pueblo es demasiado proclive a culpar al diablo de cualquier suceso extraño.
—Si no me equivoco, entonces vos no creéis que tras esta desgracia esté la mano de Lucifer.
Werinher Bott enarcó las cejas, enojado.
—El diablo que ha intentado derribar la catedral ha recibido, desde luego, la formación de un maestro de obras. Un tanto extraño, tratándose de un diablo, ¿no os parece?
—Sin duda. Pero ¿cómo habéis llegado a esa conclusión?
—¿Habéis examinado de cerca los restos?
—No, lo que vi de lejos era suficientemente espantoso.
Con un leve movimiento de cabeza, Werinher Bott indicó al lacayo que acercara la silla de ruedas a Afra. Daba la impresión de que temía que algún testigo inoportuno pudiera escuchar la conversación. En susurros, dijo:
—Quienquiera que haya dado la orden de destruir la catedral, conocía los planos y también determinadas cuestiones arquitectónicas que están fuera del alcance de un profano. —Y sin relación aparente con lo que acababa de decir, preguntó—: ¿Conocéis el pasado del maestro Ulrich?
Afra lanzó una mirada furibunda al maestro Werinher Bott.
—¿A qué viene esa pregunta? No sé a qué os referís. ¡Y ahora será mejor que os marchéis!
Pero Werinher no cejó en su empeño.
—Me refiero —prosiguió— a que Ulrich von Ensingen tiene unos cuantos años más que vos. Podría darse el caso de que no os hubiera contado todos los detalles de su vida.
—Podéis estar seguro de que sí lo ha hecho, maestro Werinher. No existe ninguna razón por la que Ulrich fuera a ocultarme algo sobre su vida.
—¿Estáis segura?
—Completamente. ¿Adonde queréis ir a parar? —Afra comenzó a dudar.
—Quiero ir a parar a que, como es natural, uno no nace siendo maestro de obras. ¿No cabe la posibilidad de que, antes de dedicarse a construir catedrales, el maestro Ulrich se dedicara a asuntos bien distintos?
Las maliciosas preguntas del inválido hicieron que Afra cobrara conciencia en ese instante de que, en realidad, sabía muy pocas cosas sobre el pasado de Ulrich. Ciertamente ella lo había conocido siendo ya un hombre de bien, aunque de carácter huraño y de pocas amistades. Pero ¿qué más sabía de él? Sólo lo que él había respondido cuando Afra le había preguntado, lo cual, a decir verdad, no era mucho. ¿Podía haberse equivocado tanto con Ulrich? Su corazón comenzó a acelerarse.
—¿Y a qué se pudo haber dedicado? —repuso Afra, malhumorada.
Werinher ladeó la cabeza y contestó con sorna:
—Hay muchas posibilidades. Por ejemplo, podría haber sido monje, o incluso canónigo de un cabildo catedralicio, o un legado del papa que por alguna razón hubiera abandonado el cargo.
—¿Ulrich? ¡No me hagáis reír!
—¿Habéis llegado a ver de cerca su antebrazo derecho en alguna ocasión?
«Su antebrazo y otras cosas», estuvo tentada de responder Afra, pero considerando la gravedad de la situación, se mordió la lengua. Porque si era sincera, nunca había visto con detenimiento el antebrazo de Ulrich. Ulrich von Ensingen siempre llevaba un batín. Pero ¿cómo iba ella a darle importancia a semejante hecho?
Afra escrutó a Werinher con una mirada sombría.
—¿A qué viene esa estúpida pregunta?
—Las preguntas nunca son estúpidas —respondió el maestro de obras—, lo son sólo las respuestas. Lo que ha sucedido en la catedral lleva la firma de la Logia de los Apóstatas, un grupo de personas que se ha propuesto desmantelar la Santa Madre Iglesia. La mayoría son monjes apóstatas o dignidades de la Iglesia excomulgados que han vendido su alma al diablo. El gran peligro reside en que poseen, gracias a sus vidas pasadas, un profundo conocimiento de todas las instituciones eclesiásticas. Su red de contactos se extiende hasta la Curia romana. Se dice que incluso uno de los tres papas que actualmente dirigen la Iglesia pertenece a la Logia de los Apóstatas. Por el tipo de vida que llevan, es imposible saber quién es miembro y quién no. El único distintivo de la sociedad es la marca grabada a fuego en el antebrazo derecho: una cruz atravesada por una banda.
—¿Y vos sospecháis que el maestro Ulrich lleva esa marca en el antebrazo? —Afra se tapó la boca con la mano. Le horrorizó pensar en la sola posibilidad de que Werinher estuviera en lo cierto. Miles de pensamientos se agolparon en su cabeza, confundiéndola aún más.
¿Qué razón había para que Werinher Bott sintiera un odio tan feroz hacia Ulrich von Ensingen? La respuesta a esa pregunta le resultaba tan desconocida como el pasado de Ulrich. ¿De dónde procedía? ¿A qué se había dedicado antes de trabajar en la construcción de la catedral de Ulm? Jamás habían hablado de ello. Ulrich von Ensingen irrumpió un buen día en su vida. ¿O acaso fue ella quien irrumpió en la vida de Ulrich? Ni siquiera a eso sabía responder ahora.
¡El pergamino! El pensamiento la fulminó como un rayo en medio de una tormenta. ¿Y si Ulrich no había puesto los ojos en ella, sino en el pergamino? ¡Por todos los santos! ¿Cómo podía haber sido tan ingenua? Todavía conservaba el nítido recuerdo de la noche en que Ulrich, antes de abandonar Ulm bajo la niebla, le preguntó nervioso por el pergamino. Menos mal que Ulrich ignoraba que estaba escondido en un volumen de la biblioteca de un monasterio.
Al escrutar a Werinher Bott, Afra percibió por primera vez un atisbo de franqueza en su rostro. El sarcasmo, la sonrisa maliciosa y hasta el cinismo que reflejaban sus facciones, se habían esfumado por completo. Sin responder a las conjeturas lanzadas sobre Ulrich, Afra le preguntó al tullido:
—¿Y cómo sabéis tanto acerca de la Logia de los Apóstatas, maestro Werinher?
Werinher se sonrió con un gesto pensativo de todo punto impropio en un hombre en su situación. Sonrió con esa sonrisa amplia y descarada tan característica en él que podía significar todo y nada a la vez, una sonrisa que enfureció a Afra.
Sin pensarlo dos veces y obedeciendo a un impulso repentino, Afra se abalanzó sobre el hombre condenado a la silla de ruedas y le levantó la manga derecha. Acto seguido giró el brazo del inválido. Allí estaba, la marca, una cruz atravesada por una banda. Afra se quedó atónita.
—Vos sois… —tartamudeó al cabo de unos instantes.
Werinher asintió.
—Pero ¿por qué…?
—Sí, yo pertenecí a la Logia de los Apóstatas hasta el día en que me quedé impedido. Como un tullido no puede ostentar ningún cargo eclesiástico, tampoco puede ser un Apóstata. Iba a ser un estorbo. Estuve a las puertas de la muerte y, en cuanto logré burlarla, un extraño se presentó en mi casa. Mi sirviente abrió y lo condujo hasta mi cama. Llevaba un abrigo oscuro con capuchón, como todos los Apóstatas, y su voz me resultó desconocida. Me dijo que por voluntad del Todopoderoso yo no podía continuar siendo miembro de la logia. Luego, sin mediar una sola palabra más, me introdujo una pequeña redoma en la boca. Antes de marcharse, se volvió y me susurró: «¡Sólo tenéis que morderla, maestro Werinher!». Pero yo la escupí sobre mi jubón. Desde entonces la llevo siempre conmigo.
Consternada, Afra miró al hombre postrado en la silla de ruedas y por primera vez le inspiró compasión. Su rudeza y su cínica actitud le habían impedido hasta ese momento sentirla. Pero que Werinher Bott le confiara su secreto precisamente a ella, le dio que pensar.
—En cualquier caso, os agradezco que me lo hayáis contado —dijo Afra, y su voz traslució cierta desesperación.
El maestro Werinher esbozó entonces una sonrisa, una muy distinta a la que acostumbraba a componer el inválido: no era cínica, ni maliciosa, sino más bien tímida.
—Tal vez habría sido mejor callar —sentenció al cabo de unos instantes. Luego llamó a su lacayo, que aguardaba a la puerta.
El lacayo se dirigió a la silla por detrás. Werinher miraba fijamente al frente. Y en completo silencio, el sirviente salió con Werinher del taller de la catedral.
Afra respiró hondo. La conversación con Werinher la había desconcertado. Ya no sabía qué creer. ¿Estaba Ulrich von Ensingen jugando a dos bandas? ¿Por qué de pronto el maestro Werinher le ofrecía mayor confianza que Ulrich? Estaba confundida y comenzaba a dudar de su propio juicio. El lacayo que había entrado a recoger a Werinher no era el mismo que lo había llevado hasta allí, aunque iban vestidos iguales. De eso estaba segura. Claro que de lo que no estaba tan segura era de qué podía significar eso. Había llegado un punto en el que dudaba de todo. Y por primera vez se planteó la posibilidad de que hubiera podido ser cómplice, sin saberlo, de los mismos poderes malignos contra los que quería luchar.
Estaba reflexionando sobre esta cuestión, sin sacar nada en claro, cuando se abrió la puerta del taller. Entonces entró Ulrich von Ensingen. Tambaleándose y sin poder dar dos pasos derechos, con el cabello revuelto, sobre la frente, y una cara lamentable, se dirigió hacia Afra. A primera vista se apreciaban los enormes esfuerzos del maestro de obras por parecer sobrio. Lucía todavía el traje de fiesta oscuro que se había puesto para asistir al banquete del obispo; sin embargo, por su aspecto daba la impresión de que hubiera estado revolcándose en un campo cosechado de cereales.
La apariencia de Ulrich encolerizó a Afra. Y como él no fue capaz de articular palabra, ella espetó:
—¡Está muy bien que al menos te acuerdes de tu trabajo!
El maestro de obras asintió. Con el gesto descompuesto, recorrió el taller con la mirada. Todavía reinaba un caos considerable, aunque eso no pareció molestarlo, pues acto seguido preguntó, impasible:
—¿A qué día estamos?
—A viernes.
—¿Viernes? ¿Y cuándo fue la fiesta del obispo?
—Ayer. ¡Y en medio ha pasado toda una noche y todo un día!
Ulrich asintió.
—Ya entiendo.
La respuesta hizo perder los nervios a Afra.
—¡Pues yo no lo entiendo! —gritó completamente fuera de sí—. Yo te tenía por un hombre decente. Y sin embargo resulta que te vas detrás de la primera falda que se te pone delante. ¿Qué tiene esa ramera siciliana del obispo que no tenga yo? Dime. ¡Quiero saberlo!
Ulrich aguantó el chaparrón como un ladronzuelo atrapado por los alguaciles. Después se sentó en una de las sillas, extendió las piernas y se quedó mirando fijamente sus puntiagudos zapatos. El derecho era diferente del izquierdo.
A Afra le llamó la atención en seguida.
—¿Qué pasa? ¿Es que con las prisas te has puesto el calzado del obispo? —inquirió con sarcasmo.
—Lo lamento —respondió Ulrich sin fuerzas—, de veras, lo lamento mucho.
—¡Bah! —exclamó Afra mirando al techo. Su orgullo estaba profundamente dolido—. ¿Tienes la menor idea de lo que ha ocurrido mientras tú te beneficiabas a esa cualquiera siciliana? Toda la ciudad está alborotada. Unos encapuchados han intentado derrumbar la catedral.
—Ahora entiendo todo el revuelo —comentó Ulrich, absorto en sus pensamientos.
Afra examinó al maestro de obras con los ojos entrecerrados. Algo extraño le sucedía. Reaccionaba con indiferencia, casi apatía, como si todo eso no fuera con él.
—No me he enterado de nada, de verdad que no —murmuró Ulrich.
—¡Debes de haber pasado una noche apasionante con esa ramera! —Afra hizo una pausa. Luego, con el semblante muy serio, agregó—: ¡Jamás imaginé que fueras capaz de algo así, Ulrich! —Estaba al borde de las lágrimas.
—¿Qué? —preguntó Ulrich.
Afra comenzó a despotricar de nuevo.
—Ahora sólo falta que me digas que lo único que has hecho con ésa —gritó señalando con la mano derecha hacia el palacio episcopal— ha sido rezar el ángelus, o el rosario, o el credo. ¡No me hagas reír!
—Lo siento. No sé nada. No logro acordarme de nada.
Afra se acercó a Ulrich y, arrastrando las palabras, le reprochó:
—Es la excusa más estúpida que he oído jamás. Es impropia de un hombre de tu categoría. Deberías avergonzarte.
De pronto Ulrich von Ensingen pareció comenzar a despertar de su letargo. Se sentó erguido en la silla y respondió con determinación:
—Te estoy diciendo la verdad. El último recuerdo claro que conservo es del banquete del obispo. Deben de haberme echado alguna pócima en el vino…
—¡Sandeces! —lo interrumpió Afra—. Lo que pasa es que buscas una excusa porque te has pasado por la piedra a esa siciliana. ¿Por qué no tienes al menos la entereza de admitirlo?
—¡Porque no recuerdo haber cometido ninguna indecencia! —Ulrich elevó el tono de voz, y acto seguido apoyó la frente en las palmas de las manos.
—Ah, ¿no? ¡Entonces tal vez puedas explicarme de dónde has sacado ese zapato! Es de esa piel noble que sólo suelen llevar los obispos y los duques.
—Ya te he dicho que no lo sé. Deben de haberme dormido con alguna sustancia. ¡Ojalá me creyeras!
—¡No sabes la pena que me das! —Afra se iba acercando cada vez más a Ulrich. De pronto se le ocurrió una idea. Sin previo aviso, Afra intentó levantarle la manga derecha del traje a Ulrich.
Éste, sin embargo, la miró extrañado y apartó el brazo.
—¿Qué estás haciendo? —le dijo, indignado.
Afra no respondió. Furibunda, dio media vuelta y se dirigió a la puerta.
La pesada puerta dio un fuerte golpe al cerrarse, y el maestro de obras se estremeció como si hubiera recibido un latigazo. Luego hundió la cara entre los brazos.
Cómo podía huir, se preguntaba Afra, de los oscuros pensamientos que martilleaban su cabeza sin cesar. Pese a que estaba anocheciendo, eso no impidió que las gentes de la ciudad se sumaran a la multitudinaria procesión que discurría en torno a la catedral como un gusano infinito.
La noticia de que el diablo había intentado tirar abajo la catedral sacó a las gentes de sus casas. Armados con antorchas y crucifijos para protegerse de Satán, se asomaron temerosos por las callejuelas que conducían a la plaza de la catedral desde todos los puntos de la ciudad en busca del innombrable. Pero al advertir la presencia no sólo de canónigos, monjes y sacristanes, sino también de exorcistas y borrachines que no hacían ascos a ningún espectáculo, se armaron de valor y comenzaron a incorporarse a la procesión.
Las devotas plegarias de cada cual quedaban sepultadas bajo la letanía en latín que salmodiaban los miembros del cabildo catedralicio. Por encima de ésta sólo se oían los gritos del exorcista, quien, enarbolando un crucifijo en la mano izquierda y un hisopo en la derecha con el que aspergía agua bendita en el templo profanado, se desgañitaba repitiendo una y otra vez las mismas palabras:
—¡Abandona, Satán, esta casa de Dios y regresa al abismo del infierno!
Los gañidos de los numerosos perros que acompañaban a la procesión se intercalaban también entre sus palabras.
Cayó la noche y toda la población de Estrasburgo continuaba en la calle. Incluso los que vivían fuera de la ciudad se sumaron al desfile, sin conocer siquiera los detalles de lo sucedido. Aconteció entonces que, de pronto, los nobles dignatarios del cabildo catedralicio, que eran quienes encabezaban la marcha, se vieron rodeados de tullidos y mendigos andrajosos cuando, como pez que se muerde la cola, el final de la procesión se unió con el principio.
El canturreo de la letanía y las plegarias, que retumbaba contra los muros de las casas, y las humeantes antorchas, que en ocasiones producían extrañas sombras, creaban un ambiente fantasmagórico. Afra jamás, ni siquiera de niña, había creído en el diablo. Pero ahora le asaltaban dudas. Agazapada en el estrecho paso que separaba dos casas situadas frente a la catedral, seguía el espeluznante espectáculo. El hedor que emanaba del espacio entre las casas, donde se arrojaban los excrementos de los bacines, apenas permitía a Afra respirar. Justo delante del pórtico, a pocos palmos de Afra, y sin su lacayo, Werinher Bott seguía con atención la procesión desde su silla de ruedas.
Afra sintió miedo. El miedo, que ya creía haber vencido, había vuelto a atraparla. Había logrado recuperar la paz interior hacía muy poco, al enamorarse de un hombre por primera vez en su desasosegada vida. Ahora abrigaba la duda de si no se había dejado engañar por un hombre que la había inducido a seguirlo mediante artimañas.
Presa de la angustia, Afra abandonó su escondrijo y regresó a su casa en la Bruderhofgasse. Por el camino no se cruzó con nadie. Todas las calles estaban desiertas. Una vez en casa, echó el cerrojo desde dentro. Se dijo que no abriría la puerta a nadie, ni siquiera a Ulrich, en caso de que volviera.
Afra pasó la noche vestida y en duermevela. Estaba pendiente de todos los ruidos. Pensamientos y sueños se entremezclaban en una misma maraña de tal forma que, al amanecer, ya no sabía distinguir la fantasía de la realidad.
Por la mañana, engulló un trozo de pan duro y bebió un vaso de leche fría. Desde el banquete del obispo no había vuelto a probar bocado. Empujada por una extraña sensación de inquietud, Afra se marchó de casa y emprendió el camino hacia la catedral. Comenzó a lloviznar, y un viento desapacible se levantó en las calles. El silencio que reinaba por doquier resultaba inquietante. Ni siquiera se veía a los perros y los cerdos que normalmente vagaban noche y día por las calles de la ciudad.
Al doblar la esquina de la plaza de la catedral, Afra la encontró desierta. Allí, donde la noche anterior miles de personas sumergidas en un desenfrenado éxtasis se aglomeraban en torno a la catedral, no había ni un alma. Afra pasó por delante de la fachada principal, en dirección al taller, cuando, con el rabillo del ojo, vislumbró una figura sentada.
—¡Maestro Werinher! —gritó Afra.
Werinher tenía la mirada perdida en la plaza, miraba en la misma dirección por la que había llegado Afra. El maestro se hizo el distraído. Y tampoco cuando Afra se le acercó hizo ademán de dirigirle la palabra.
—¡Maestro Werinher! —repitió Afra—, no debéis tener reparos. No voy a revelar nada de lo que me habéis confiado. ¡Maestro Werinher!
Afra posó la mano sobre el hombro del tullido, y en ese instante notó un movimiento. Parecía que el cuerpo rígido del inválido fuera a levantarse; pero sólo lo parecía. Lo que ocurrió en realidad fue que el cuerpo sedente del maestro se inclinó hacia adelante. Afra se apartó a un lado de un respingo. Y Werinher, como una estatua, se desplomó de bruces contra el empedrado.
—Maestro… —Afra lanzó un grito ahogado.
Durante unos interminables instantes, Afra se quedó mirando con los ojos desorbitados la terrible imagen del hombre, que yacía en el suelo. El cuerpo había quedado de lado, los miembros como desmadejados, la boca y los ojos abiertos. No cabía duda, el maestro Werinher estaba muerto.
Afra se arrodilló para examinarle de cerca la cara. Entonces descubrió algo que la sobrecogió. Entre los carrillos y la lengua había un diminuto frasco de cristal roto, una redoma.
Afra se acordó de la redoma que había mencionado Werinher. Pero inmediatamente después se hizo la siguiente reflexión: Werinher Bott estaba impedido, de modo que no había podido introducirse la sustancia mortal en la boca él solo. Afra sintió deseos de salir corriendo, hacia donde fuera, hacia cualquier lugar lejano donde nadie la conociera ni volviera a relacionarla jamás con todos esos sucesos. Pero algo la retenía allí. Rompió a llorar. Eran lágrimas de desesperación. La escena que tenía ante sus húmedos ojos ya era insólita de por sí, pero la extraña postura del cadáver le daba un carácter más grotesco todavía. Aturdida, levantó la vista.
Delante de ella se encontraba Ulrich.
Debía de llevar observándola un rato. En todo caso, no se mostró nervioso y mucho menos compungido por la muerte de Werinher Bott. Con curiosidad, aunque impasible, contemplaba la escena con las manos entrelazadas a la espalda.
—¡Mira! —exclamó Afra, y señaló la redoma rota que había en el interior de la boca de Werinher—. La llevaba siempre encima. Me lo dijo él. Pero es totalmente imposible que se haya quitado la vida él mismo.
La expresión de Ulrich se ensombreció.
—¿Y se puede saber qué os traíais entre manos los dos para que te confiara algo así?
Afra mantuvo la mirada clavada en el difunto maestro Werinher y no respondió a la pregunta.
Tras un breve silencio, Ulrich, sin venir a cuento, preguntó:
—¿Dónde está el pergamino?
¡El pergamino! Afra miró al maestro de obras con desconfianza. Trató de deducir el razonamiento que había llevado a Ulrich a preguntar por el pergamino en esa situación. Al ver el cadáver del maestro Werinher, su rival Ulrich von Ensingen había preguntado por el pergamino. Pero por más que reflexionó, en un primer momento no se le ocurrió ninguna explicación.
—¿El pergamino? —respondió al fin entre titubeos—. ¡Está donde ha estado siempre! ¿Por qué lo preguntas?
Ulrich se encogió de hombros y apartó la mirada cabizbajo. Entonces una sonrisa maliciosa apareció en su rostro, pero al advertir la mirada escrutadora de Afra, la sonrisa se desvaneció de inmediato.
—Han estado buscando en todos los lugares de la catedral donde se podría esconder algo, justo en los lugares donde, según la antigua tradición de los maestros de catedrales, se ocultan los objetos milagrosos, animales y valiosos documentos. Siempre partiendo del número siete, siete varas desde el suelo, siete varas desde el siguiente rincón.
Mientras Ulrich pronunciaba esas palabras, Afra no le quitaba ojo. Estudiaba todas las expresiones de su cara con la esperanza de sacar alguna conclusión. En su opinión, no había duda: Ulrich estaba jugando a dos bandas.
—¡Lo que está claro es que corres un gran peligro! —agregó él inesperadamente.
La advertencia aumentó la inquietud de Afra. Seguro que Ulrich, pensó Afra, quería ponerla entre la espada y la pared para conseguir que le entregara el pergamino. Quién sabía. Tal vez era cierto que valía una fortuna.
Afra miró fijamente a Ulrich. ¡Cuan desconocido le resultaba ese hombre! Pero una cosa Afra sí tenía clara: Ulrich sabía más de lo que decía saber. Y eso era una demostración de que él había abusado de su confianza. Pocos días antes, Afra no habría creído por nada del mundo que Ulrich fuera capaz de algo así.
De repente, en la plaza de la catedral comenzó a percibirse movimiento. Hügelmann von Finstingen, el deán del cabildo catedralicio, apareció corriendo junto al ammeister, Michel Mansfeld, y el escribano municipal. Ciudadanos con mirada recelosa comenzaron a surgir de las callejuelas laterales.
—¡Pero si ése es Werinher Bott, el maestro de obras inválido! —exclamó Hügelmann a lo lejos—. ¿Qué ha ocurrido?
—Está muerto —respondió Ulrich von Ensingen fríamente—. Según parece, ha sido asesinado.
El ammeister se santiguó.
—Pero ¿quién está detrás de todo esto? ¡Asesinar a un pobre impedido!
Mientras Hügelmann y el ammeister levantaban el rígido cadáver del maestro de obras para ponerlo de nuevo en la silla, los curiosos se fueron aglomerando en torno al lugar del suceso. ¿Werinher Bott, víctima de un asesinato? En un abrir y cerrar de ojos se abrió una acalorada discusión sobre el terrible crimen.
La mayoría relacionó lo ocurrido con los encapuchados que habían intentado derribar la catedral. Hasta que Hügelmann, el deán del cabildo catedralicio, preguntó de pronto a Ulrich en presencia de todos los curiosos:
—Maestro Ulrich, ¿es cierto lo que dicen por ahí, que el maestro Werinher y vos os aveníais tan mal como el perro y el gato?
En ese instante todas las miradas se volvieron hacia Ulrich von Ensingen.
Afra notó que un sudor frío le recorría la espalda. Como enajenada, se dio la vuelta y desapareció entre la multitud.