5

Los secretos de las catedrales

Los estrasburgueses avanzaban en tropel hacia el Puente de los Suplicios. La construcción en piedra salvaba el Ill, un río cuyas aguas discurrían mansamente, se dividían en el sur y confluían de nuevo en el norte, describiendo una forma similar al estómago de un cerdo. El puente, a escasa distancia de la catedral, se convertía una vez al mes en escenario de un macabro espectáculo que divertía a grandes y pequeños.

Por la mañana, se habían celebrado los juicios por felonía e indecencia, y un aguador de vino, un falsificador de monedas, un carnicero deshonesto que vendía gato por liebre y un hombre que se había dejado pegar una paliza por su mujer sin oponer resistencia habían sido condenados a un remojón. Además, corría el rumor de que una pecadora, a la que su confesor había dejado encinta tras el altar de San Stefan, sería ahogada ese día.

De camino a la gran catedral, la multitud llamó la atención de Afra. No sabía qué esperaba ver, pero la oleada de gente despertó su curiosidad. Los estrasburgueses, aglomerados a ambas orillas del río, estiraban el cuello. Unos tímidos rayos de sol anunciaban la templanza de la primavera. Las aguas inmundas del manso río, que no se sabía en qué dirección discurría, desprendían un pestilente hedor. De cerca, se apreciaban animales muertos, desperdicios y excrementos. Sin embargo, nadie miraba al río. Todos alzaban la mirada, expectantes, hacia el puente, en cuyo centro se alzaba un aparejo de madera con un largo brazo, no muy distinto al de las cabrias de madera que se empleaban en la construcción de catedrales. Del extremo del brazo colgaba un gran cesto similar a las jaulas en las que las aves y otros animales se vendían en los mercados.

Cuando, ataviado con una toga negra y cubierto con un gorro aterciopelado, el magistrado subió a un gran barril que hacía las veces de estrado, se hizo el silencio. Seis alguaciles enfundados en trajes marciales de piel desfilaron con rudeza junto a los hombres que poco antes habían sido juzgados en la plaza. Entre insultos y empellones, los dispusieron en fila delante del magistrado. A continuación, éste leyó los nombres de los malhechores y las penas a las que habían sido condenados por cada uno de los delitos. El público estalló en gritos y aplausos, y algunos también en abucheos.

El castigo más leve correspondió al aguador de vino: un solo remojón. Comenzarían por él. Dos alguaciles lo ataron y lo encerraron en la jaula. Los otros cuatro treparon por el largo brazo del aparejo hasta que el cesto quedó suspendido en el aire, luego giraron el brazo hacia el río y sumergieron la jaula en el agua.

Entre borbollones, gorgoteos y burbujas, como la sangre de cerdo cuando hierve en un caldero, la repugnante masa de heces engulló en un santiamén al aguador de vino. El magistrado contó en silencio hasta diez, extendiendo cada vez un dedo con las manos alzadas en alto. Al acabar, el aguador de vino fue sacado del fétido río.

En primera fila, las mujeres chillaban y batían una tapadera contra otra mientras coreaban:

—¡Otra! ¡Otra! ¡Que lo remojen en la mierda otra vez!

La operación se repitió con los otros delincuentes y, de los tres, la pena más dura recayó sobre el carnicero, que fue condenado a cuatro remojones. Cuando el malhechor fue sacado del Ill tras la cuarta inmersión, exhibía un aspecto lamentable. Rebozado de cochambre y despojos, el carnicero apenas podía despegar las pestañas. De rodillas y agarrado a los barrotes de la jaula, intentaba coger aire. Cuando los alguaciles lo liberaron, se desplomó en medio del puente.

—Así no volverá a vendernos gato por liebre —exclamó una colérica mujerona.

Y un hombre de gran estatura y rostro rubicundo alzó el puño y bramó entre el público:

—¡El castigo es demasiado blando! ¡Ese bribón debería ir a la horca!

El público aplaudió la petición e inmediatamente comenzó a corear:

—¡A la horca con él!

Pasó un buen rato hasta que se calmó el furioso griterío de la muchedumbre. De pronto, todo quedó en silencio, en un silencio tan profundo que podía oírse el traqueteo de una carreta tirada por un burro que se dirigía al puente desde la plaza. En silencio, la gente se retiró formando un pasillo. Sólo de vez en cuando se oía un «Oh». Algunos de los asistentes se santiguaban al paso de la carreta.

Sobre la plataforma había un saco cerrado. Un solo vistazo bastaba para saber que ocultaba algo vivo en su interior. Unos gemidos ahogados se oían como a lo lejos. Del saco sobresalía un largo mechón de pelo cobrizo. Un siervo vestido de rojo tiró del burro, que en los últimos metros se negó de forma obstinada a avanzar, y lo arrastró hasta el centro del puente.

Lo que aconteció entonces produjo en Afra un estremecimiento y una congoja infinitas. En cuanto la carreta se detuvo, se acercaron dos alguaciles, cogieron el saco cerrado, mientras lo que guardaba en su interior continuaba retorciéndose y, por encima del pretil, lo arrojaron al río. El bulto recorrió un breve trecho sobre la superficie de las fétidas aguas, luego se fue inclinando como un barco naufragado y, en un abrir y cerrar de ojos, las aguas lo engulleron por completo.

En silencio, el público contemplaba el mechón de pelo. Los chiquillos se divertían lanzándole piedras hasta que la última traza de la existencia de la pecadora se hundió también.

Nadie comentó nada. Con gesto aburrido, el magistrado masculló de corrido:

—Un sacerdote ha abusado de las miserias de los creyentes para satisfacer sus propias necesidades y ha sido condenado por el tribunal episcopal a la amputación de la mano derecha.

Impasible, un alguacil desenvolvió la mano de un jirón de tela y la lanzó hacia arriba, de tal forma que ésta describió una parábola antes de caer al río.

Al darse cuenta de que acababa de ser testigo de una ejecución, a Afra se le llenaron los ojos de lágrimas. Iracunda, se abrió paso entre la multitud en dirección a la catedral. «¿Por qué —se preguntaba—, por qué la mujer había de morir mientras que el lujurioso confesor seguía con vida?».

De camino a la catedral Afra atravesó una callejuela con escombros ennegrecidos por el hollín. Todavía no habían limpiado todos los restos del gran incendio que había destruido cuatrocientas casas. El olor a piedra quemada y a viga carbonizada era muy desagradable.

Afra sabía dónde encontrar a Ulrich: en el callejón que daba a la fachada oeste de la catedral. Sentado en una piedra, pasaba allí los días enteros, maravillado, y contemplaba cómo la arenisca rojiza de los Vosgos, con la que había sido construida la catedral, se tornaba púrpura con la luz del ocaso.

Desde hacía tres meses, Ulrich von Ensingen recorría a diario el mismo camino hasta la residencia del obispo Wilhelm von Diest. Sin embargo, todos los días obtenía la misma respuesta: Su Eminencia no había regresado todavía de su viaje de invierno.

Era un secreto a voces que al obispo de Estrasburgo, bebedor y jugador, sin ordenación sacerdotal, el cargo y la dignidad no le habían sido otorgados por su erudición, ni tampoco por su devoción, sino sólo porque poseía sangre azul y gozaba de la protección del papa de Roma. De forma que ya no sorprendía a nadie que Su Eminencia acostumbrara a pasar el invierno en compañía de una concubina en la campiña italiana, donde la estación era menos dura. No era de extrañar, por tanto, que mantuviera una pésima relación con los canónigos de su propio cabildo, y especialmente con el deán Hügelmann von Fistingen, que aspiraba a la dignidad episcopal.

Hügelmann, un individuo culto de apariencia impecable e iguales maneras, había negado a Ulrich el puesto de maestro de obras cuando éste lo reclamó amparándose en la carta del obispo Wilhelm. Hacía más de cien años que la dirección de las obras de la catedral no estaba en manos de los obispos, sino que era el Concejo de la ciudad el que se encargaba del asunto. Y éste buscaba precisamente un nuevo maestro de obras a quien encargar el levantamiento de una torre sobre la fachada oeste que hiciera sombra a toda construcción conocida.

Absorto en la contemplación de la fachada, cuyo portal ojival recordaba al casco de un barco con la popa hincada en la tierra y la proa erguida, presta a zarpar hacia el cielo, y con el sol de cara, Ulrich no se percató de que Afra se acercaba. Cuando ella posó la mano en el hombro del maestro, éste se volvió y dijo:

—El maestro Erwin era un auténtico genio. Es una lástima que no haya vivido para ver su obra terminada.

—No te dejes ofuscar por esas cosas —respondió Afra—. No tienes más que pensar en Ulm. Es tu obra, y en menos que canta un gallo esta catedral será conocida con tu nombre.

Ulrich le estrechó la mano a Afra y sonrió, aunque su sonrisa dejó entrever un gesto de amargura. A continuación, volvió la vista al cielo y, en un tono que denotaba resignación, exclamó:

—Yo daría cualquier cosa por ser capaz de construir una torre tan genial como la catedral del maestro Erwin.

—Conseguirás el encargo —trató de consolarlo Afra—. No encontrarán a nadie tan idóneo como tú para cumplir esa misión.

—No hace falta que trates de consolarme —repuso Ulrich negando con la cabeza—. Fui por lana sin saber y he salido trasquilado.

Afra sufría al ver a Ulrich tan abatido. No iban a pasar apuros, eso seguro. Con la catedral de Ulm, Ulrich von Ensingen había ganado más dinero del que jamás podrían gastar, siempre y cuando llevaran una vida modesta. Habían arrendado una casa en la Bruderhofgasse. Pero Ulrich no era de los que se contentan con sus logros. Su mente rebosaba de ideas, y la mera visión de la catedral acabada sólo hasta la cubierta lo hacía enloquecer.

Unos días después, Afra se armó de valor y fue a visitar al ammeister, que ostentaba el cargo más alto del Concejo y gobernaba la próspera ciudad junto con otros cuatro burgomaestres. Afra se puso un elegante vestido de lino claro. Sin embargo, ante el ammeister, un hombre anciano y anquilosado, llamaba demasiado la atención. El anciano tenía una apariencia imponente y una larga cabellera oscura que le caía desde la calva coronilla hasta los hombros, al estilo de los corsarios.

Residía en el primer piso de la casa del Concejo, en una estancia de colosales dimensiones y exquisito mobiliario. Sólo la mesa en la que recibía las visitas era tan larga como un carruaje. Siendo así, cabía pensar que sería difícil, o hasta imposible, que uno pudiera presentarse ante el magistrado e importunarlo con sus problemas. Sin embargo, sucedía lo contrario. El ammeister de Estrasburgo recibía a diario a dos o tres docenas de personas con peticiones, quejas o propuestas, siempre y cuando aguardaran su turno en la cola, que algunos días llegaba hasta el vestíbulo.

Una vez que Afra hubo expuesto su petición, el ammeister se levantó de la silla, cuyo respaldo sobresalía al menos dos codos por encima de su cabeza, y se dirigió a la ventana. Las dimensiones de la ventana hacían que el pequeño hombre pareciese más bajo todavía. Con las manos entrelazadas a la espalda, contempló la plaza del Concejo y, sin mirar a Afra, observó:

—A lo que estamos llegando… Las mujeres ya hablan incluso en nombre de sus esposos. ¿Acaso el maestro Ulrich ha perdido el habla, o es mudo y por eso os ha enviado?

—Señor —respondió Afra, agachando la cabeza—, Ulrich von Ensingen no es mudo, sino más bien orgulloso, demasiado orgulloso para venir a ofreceros su trabajo como el labriego ofrece sus verduras. Es un artista, y los artistas gustan de hacerse de rogar. Además, él no tiene ni idea de que yo he venido a hablar con vos.

—¡Un artista! —exclamó acalorado el magistrado, y su voz sonó un poco más fuerte y al menos tres tonos más aguda que antes—. ¡Habrase visto! El maestro Erwin, que, como un mago, levantó de la nada la catedral, jamás se refirió a sí mismo como un artista.

—Bien, entonces es precisamente eso, un maestro, como el maestro Erwin. Lo importante es que él ha construido la catedral de Ulm, que inspira en la gente tanta admiración como la de Estrasburgo.

—Pero, según dicen por ahí, la catedral de Ulm todavía no está acabada. ¿Tendríais a bien revelarme el motivo que ha llevado al maestro Ulrich a abandonar una obra inacabada?

Afra no había imaginado que la conversación fuera a ir por derroteros tan complicados. «Un solo paso en falso —se dijo para sus adentros— y lo echaré todo a perder». Por otro lado, siempre le quedaba el recurso de decir que el obispo Wilhelm había solicitado los servicios del maestro Ulrich, aunque éste ya no tuviera nada que ver con la construcción de la catedral.

—Me da la impresión —respondió Afra, refrenando su cólera— de que todavía no os ha llegado la voz de que Ulm es un pueblo de beatos. La mayoría de los ciudadanos viven en pecado. Sin embargo, cuando el maestro Ulrich se propuso construir la mayor torre de la Cristiandad en la catedral lo acusaron de sacrilegio porque creían que la aguja del templo se alzaría hasta el cielo. De ahí que fuera tan oportuna la carta que vuestro obispo Wilhelm von Diest envió al maestro Ulrich von Ensingen rogándole que viniera a Estrasburgo y levantara aquí la torre más alta de Occidente.

La sola mención del nombre de Wilhelm von Diest hizo encenderse al ammeister de rabia. Al volverse y dirigirse a su visita, su semblante ensombreció:

—Ese maldito hijo de puta —murmuró entrecortadamente. Afra no daba crédito a sus oídos—. Su Eminencia —prosiguió el magistrado— no tiene por qué meter las narices en la construcción de la catedral. Wilhelm el Lascivo ni siquiera tiene permiso para decir misa. ¿Para qué necesita él una catedral?

«¿Para qué la necesitáis vos?», estuvo tentada de preguntar Afra, pero se mordió la lengua y escuchó en silencio.

—¿Por qué no ha venido antes a verme el maestro Ulrich? —preguntó el ammeister en tono conciliador—. Werinher Bott acaba de ser nombrado nuevo maestro de obras y, lamentándolo mucho, no necesitamos otro más.

—¿Cómo íbamos a saber —repuso Afra encogiéndose de hombros con resignación— que vuestro obispo nada tenía que ver con la construcción de la catedral? Desde que llegamos a principios de año, el maestro Ulrich ha ido casi a diario a la residencia del obispo a preguntar si Wilhelm von Diest había regresado. En todo caso, os agradezco que me hayáis recibido. Y, si en algún momento precisarais los servicios del maestro Ulrich, podéis encontrarnos en la Bruderhofgasse.

Afra mantuvo en secreto el encuentro con el ammeister. Estaba plenamente convencida de que relatarle la conversación a Ulrich sólo serviría para aumentar su pesar, pues el maestro todavía albergaba la esperanza de que las cosas pudieran arreglarse. Así pues, él insistía en seguir dibujando planos y bocetos del aspecto que podría presentar la catedral una vez construidas las dos torres.

El Día de San José se extendió por Estrasburgo el rumor de que Wilhelm el Lascivo —así solían llamarlo en la ciudad— había regresado de su viaje. Su Eminencia había abandonado a su concubina parisina, con la que había compartido cama y mesa desde hacía casi un año, por una siciliana de ojos oscuros, cabello negro y tez tan morena y suave como la de una aceituna.

Transcurrió, no obstante, una semana entera hasta que el obispo hizo su primera aparición en público ante los estrasburgueses, ya que, al igual que sus antecesores, el obispo residía fuera de la ciudad, en uno de sus castillos, en Dachstein o en Zabern. Raras eran las veces en que se le veía en su residencia de la ciudad, situada frente a la catedral.

Los ciudadanos y el obispo de Estrasburgo no mantenían una buena relación. Los orígenes de esa aversión mutua venían de muy lejos y, ciento cincuenta años atrás, había llegado a desencadenar una batalla que acabó con la derrota del obispo. Desde entonces el obispo de Estrasburgo, que hasta esas fechas había gobernado la ciudad a su antojo, había sido oficialmente desposeído de sus poderes. No obstante, a Wilhelm el Lascivo no le faltaban seguidores que estuvieran dispuestos, aunque de puertas afuera lo criticaran, a atender en cualquier momento los deseos de Su Eminencia.

El maestro Ulrich fue recibido por el obispo en una sombría sala de audiencias que recordaba, sólo remotamente, el esplendor de tiempos pasados. Wilhelm, un hombretón grande como un armario que llevaba la avidez escrita en el rostro, apareció frente a Ulrich ataviado con una especie de batín y una mitra dorada como símbolo de su dignidad. Con gran majestuosidad, extendió la mano derecha para que el maestro pudiera besarla y exclamó con desbordante entusiasmo:

—Maestro Ulrich von Ensingen, sed bienvenido en nombre de Cristo Nuestro Señor. Según he sido informado, lleváis algún tiempo aguardando mi regreso. —Su atropellada dicción y su acento no dejaban lugar a dudas sobre su origen neerlandés.

El maestro de obras recurrió asimismo a una floreada retórica en su saludo y le transmitió al obispo sus condolencias por la muerte del mensajero.

—Como ya os comuniqué en su momento, fue una trágica desgracia provocada por un delincuente a sueldo al que le fue impuesta la pena merecida en su momento. Se llamaba Leonhard Dümpel. Que en paz descanse.

—¡Está bien! De mortuis nil nisi bene, o algo así. No tenía idea de que el mensajero hubiera muerto. Hacía mucho que no lo veía.

—¡Pero si os envié un mensaje!

—Ah, ¿sí?

—Desde luego. Os remití una nota con la noticia de la muerte del mensajero y mis condolencias.

En ese momento, al titubeante obispo se le iluminó el rostro como si acabara de recibir al menos seis de los siete dones del Espíritu Santo y, con el dedo índice, se dio unos golpecitos en la mitra.

—Sí, ahora lo recuerdo. Recibí vuestra negativa. En ella rechazabais la propuesta, imprudentia causa, de construir en Estrasburgo la torre más alta de toda la Cristiandad. Mi deseo sería que hubierais cambiado de opinión.

—Han sucedido algunas cosas —respondió Ulrich von Ensingen— que me impiden continuar trabajando en la catedral de Ulm. La muerte de vuestro mensajero está relacionada también con ellas. Sin embargo, permitidme que os pregunte: ¿Es cierto lo que dice la gente? ¿Es cierto que la dirección de la catedral ya no está en vuestras manos?

Visiblemente descompuesto, Wilhelm von Diest meneó la cabeza con tal irritación que la mitra le resbaló hacia la nuca, dejando al descubierto su calva y rosada cabeza. Inmediatamente, el obispo recuperó la dignidad. Luego contestó, ofendido:

—¿Quién os merece mayor confianza, maestro Ulrich, el populacho de la calle o Wilhelm von Diest, obispo de Estrasburgo?

—Disculpad, Eminencia, no he querido ofenderos. Pero el ammeister ya ha encomendado a Werinher Bott la tarea de levantar las torres de la catedral.

—Lo sé —repuso el obispo con serenidad—, pero tened en cuenta una cosa: el dinero abre todas las puertas. Un sabio general dijo una vez que cualquier burgo podía conquistarse; lo único que hacía falta era un borrico cargado de oro. De modo que no os preocupéis. Creedme, seréis vos quien construya las torres de nuestra catedral, tan cierto como que me llamo Wilhelm von Diest.

—Dios os oiga. Pero decidme, ¿a qué debo el honor de que depositéis toda vuestra confianza en mí?

El obispo esbozó entonces una sonrisa insidiosa y respondió:

—Sus razones habrá, maestro Ulrich.

El maestro de obras no supo cómo interpretar las palabras del obispo. Su perplejidad no pasó inadvertida al obispo, por cuanto éste, acto seguido, le dijo:

—Podéis confiar en mí. Hacedme un esbozo de cómo podrían quedar las torres tal como vos las concibáis. Elaborad un proyecto con los costes y las necesidades de hombres y material. ¿Cuánto tiempo os llevará elaborar ese proyecto?

—Una semana, no más —respondió el maestro de obras sin pensarlo dos veces—. Debo confesaros, Eminencia, que durante vuestra ausencia he estado trabajando en los planos.

—Bueno, ¡veo que nos entendemos! —El obispo Wilhelm tendió la mano a Ulrich para que se la besara, y éste así lo hizo, pese a resultarle desagradable.

Ulrich von Ensingen no estaba seguro de poder confiar en las promesas del extravagante obispo de Estrasburgo. No obstante, le sirvieron como pequeño rayo de esperanza y eficaz remedio contra la melancolía durante las largas horas que pasó rompiéndose la cabeza ante los planos. Tenía claro que las torres habrían de construirse en un estilo diferente al de la nave, no sólo por una cuestión de equilibrio estático, sino también visual. Su presencia debía ser ligera, incluso etérea, de forma que no saturaran la fisonomía de la ciudad.

Habían transcurrido tres días desde la conversación con el obispo Wilhelm von Diest cuando el ammeister de Estrasburgo se presentó en la Bruderhofgasse. A diferencia del día que Afra fue a visitarlo al Concejo, Michel Mansfeld mostró en esta ocasión su lado más afable.

—Es una suerte que llamarais mi atención sobre el maestro Ulrich —exclamó—, se ha producido un imprevisto. El maestro Werinher Bott cayó ayer de un andamio. Un desafortunado accidente.

Ulrich se quedó de una pieza, como si lo hubieran fulminado. En ese instante le vino a la mente la insidiosa sonrisa del obispo.

—¿Está muerto…? —preguntó el maestro, titubeando.

—Como si lo estuviera —respondió secamente el magistrado—. Al menos del cuello para abajo. No puede mover los brazos ni las piernas. Desempeñáis un oficio peligroso, maestro Ulrich.

—Lo sé —masculló Ulrich aturdido, y lanzó una mirada inquisitiva a Afra.

—Seguro que ya sabéis el motivo de mi visita, maestro Ulrich.

El maestro de obras vaciló un instante.

—Ignoro por completo lo que queréis decir —mintió Ulrich. Mintió, dado que la intención del ammeister no era difícil de adivinar.

—Pues no os mantendré más en vilo. Escuchad: de conformidad con el Concejo de la ciudad, quisiera encomendaros el encargo de construir las torres de nuestra catedral.

No faltó mucho para que Ulrich von Ensingen estallara en carcajadas. Dos veces el mismo encargo para un mismo proyecto. Intentó mantener la compostura, aunque no sabía muy bien cómo conducirse.

Finalmente, el propio ammeister lo sacó del apuro.

—Tenéis tiempo para pensarlo hasta mañana. Antes de que anochezca quiero conocer vuestra decisión. Entonces hablaremos de todo lo demás. ¡Quedad con Dios!

Inesperada y repentinamente, tal como había llegado, el ammeister se marchó.

—Creo que debo aclararte algo —comentó Afra, vacilante.

—Eso mismo creo yo. ¿De qué conocías tú al ammeister?

Afra tragó saliva.

—Un día fui a verlo para pedirle que te diera el encargo de las torres a ti. Al fin y al cabo el obispo ya lo había hecho.

—¿Y se lo contaste al ammeister?

—Sí.

—No creo que fuera una buena idea. Ya sabes que el ammeister y el obispo se llevan como el perro y el gato, no se soportan.

—Lo hice con buena intención —apuntó Afra encogiéndose de hombros.

—De eso estoy seguro. Pero ya me figuro la reacción del ammeister

—Sí, no podía esperarse otra cosa. Por un momento creí que iba a explotar cuando mencioné el nombre del obispo, y luego rechazó mi petición. Pero de todos modos, al final ha merecido la pena hablarle de ti.

—¿Y no te preguntó por qué no había ido yo en persona?

—No has tardado en adivinar la clase de persona que es —respondió Afra, asombrada—. Efectivamente, me lo preguntó.

—¿Y tú qué respondiste?

—Le dije que eras un artista y que los artistas tenían su orgullo y gustaban de hacerse de rogar.

—¡Eres una jovencita muy astuta!

—De vez en cuando, quizá —respondió Afra con un deje de ironía.

Pese a que el maestro tenía motivos para estar contento por cómo se habían sucedido los acontecimientos, su semblante se ensombreció de pronto.

—La verdad es que no sé qué pensar. Hace tan sólo tres días no parecía haber ni un atisbo de esperanza. Y ahora se ha cumplido exactamente lo que anunció ese extravagante obispo.

—¿Quieres decir que no ha sido un accidente?

Ulrich von Ensingen compuso una mueca de disgusto, como si acabara de tragarse una espina.

—Hay tres posibilidades —repuso después—, y ninguna es menos probable que las otras dos: o bien Wilhelm von Diest es adivino, que no sería tan raro…

—¿O bien?

—O bien es un delincuente y solapado asesino, lo cual no me extrañaría en él.

—¿Y la tercera posibilidad?

—Que tal vez estoy dándole demasiadas vueltas y todo se debe realmente a una casualidad.

—No debes dejar que todo esto te quite el sueño. No es culpa tuya que las cosas hayan salido así. Yo creo más bien en la tercera opción.

Ese mismo día el maestro de obras solicitó una audiencia con el obispo. Necesitaba averiguar a qué estaba jugando Wilhelm von Diest y quién iba realmente a darle el encargo. Como prueba de que hasta entonces no había estado de brazos cruzados, Ulrich se llevó los planos, que estaban casi acabados.

Evidentemente, el obispo Wilhelm ya había sido informado del accidente del maestro Werinher. Y como era de esperar, no se mostró muy afectado por la desgracia ocurrida. Al contrario. «De todos modos, no lo tenía en demasiada estima», comentó fríamente. Mucho más interesado se mostró el obispo al ver los planos que Ulrich había llevado consigo y que desplegó delante de él. Y cuando el maestro de obras le comunicó que él sería siempre el primero en ver los bocetos, fue tal el arrebato de alborozo de Wilhelm von Diest que comenzó a saltar sobre una y otra pierna, cubiertas ambas con calzas rojas, y alabó a Dios Nuestro Señor por haber creado del barro a semejante artista.

La escena no estuvo desprovista de cierta comicidad, y el maestro Ulrich hubo de contenerse para mantener la compostura. El obispo despejó al fin la gran duda que en esos momentos más preocupaba al maestro: ¿en manos de quién estaba en realidad el encargo de la construcción de las torres, en las del obispo o en las del ammeister?

Al contrario de lo que había sucedido pocos días atrás, en esa ocasión Wilhelm von Diest atribuyó la responsabilidad al ammeister y a los cuatro burgomaestres. Al fin y al cabo, dijo con aplomo, ellos eran quienes llevaban y pagaban las cuentas. Ahora bien, que el populacho y sus adalides carecieran de gusto y de criterio ya era otra cuestión.

No obstante, al maestro Ulrich seguía escapándosele por qué justo él, y no cualquier otro, había caído en gracia al obispo. Cuando se paraba a pensarlo, el asunto no dejaba de resultarle misterioso. La experiencia le había enseñado que en la vida nada, absolutamente nada, se regala. ¿Era en verdad la construcción de la torre lo único que interesaba al obispo?

Con los mismos planos que le había mostrado al obispo de Estrasburgo, Ulrich von Ensingen se presentó, al día siguiente, en el despacho del Concejo para comunicarle al ammeister que había decidido aceptar el encargo.

Tras la inmensa y desnuda mesa de su despacho, el menudo Michel Mansfeld parecía más menguado todavía.

—Así cumpliréis también el deseo de vuestra mujer —comentó sonriendo con sorna mientras tendía la mano a Ulrich.

El maestro de obras asintió ruborizado. Acto seguido, anunció:

—Os he traído ya los primeros planos que he podido elaborar en tan poco tiempo. Consideradlos por el momento un mero boceto, una especie de imagen conceptual, sin prestar atención a las cuestiones estáticas.

De hito en hito y con manifiesta admiración, el ammeister examinó los planos que Ulrich von Ensingen desplegó sobre la mesa.

—Sois un auténtico mago —exclamó entusiasmado—. ¿Cómo es posible que hayáis elaborado estos planos en tan poco tiempo? Virgen Santísima, ¿no tendréis un pacto con el diablo?

Con Mansfeld uno nunca sabía cómo actuar, pues era imposible saber cuándo hablaba en serio y cuándo bromeaba.

—Si he de seros sincero —respondió Ulrich—, debo deciros que llevo bastante tiempo trabajando en las torres de la catedral.

—¿A pesar de que sabíais que el encargo le había sido asignado al maestro Werinher? ¡Pero si sabíais de sobra que vuestros planos jamás serían más que eso, unos planos sobre el papel!

—Aun así.

—Maestro Ulrich, confieso que me cuesta comprenderos. Pero hablemos del futuro. ¿Cuánto tiempo pensáis que os llevará levantar lo que aparece en vuestros planos?

—Es difícil de calcular. —El maestro Ulrich se frotó la nariz, como hacía siempre que ignoraba la respuesta adecuada a una pregunta—. Hay que valorar muchos factores. En primer lugar, depende de los recursos de los que dispongáis. En una obra, mil peones van más rápido que quinientos. Y más importante todavía es el material de construcción. Si ha de ser cargado y transportado en barco hasta aquí desde muy lejos, se requerirá más tiempo y supondrá mayores gastos.

En ese momento el ammeister cogió a Ulrich por la manga y lo llevó hacia la ventana. La plaza del mercado, situada a sus pies, estaba abarrotada. Los artesanos ofrecían sus productos: ricos tejidos de Italia y de Brabante, muebles y enseres, y artículos de lujo y bisutería de todos los rincones del mundo.

Mansfeld se volvió hacia Ulrich von Ensingen.

—Mirad eso, observad a las gentes bien vestidas, a los compradores con sacos de dinero en las manos, a los cambistas y a los comerciantes. Ésta es una de las ciudades más ricas del mundo. Y por lo tanto le corresponde tener una de las catedrales más grandiosas de la Tierra. Si decís que necesitáis mil peones para construir las torres, los tendréis. El dinero no será un problema. Al menos mientras yo sea el ammeister de Estrasburgo. Y en cuanto al material de construcción, maestro Ulrich, el gremio de canteros y albañiles posee desde los tiempos del maestro Erwin sus propias canteras en Wasselnheim, Niederhaslach y Gressweiler. Además, para los campesinos de los alrededores supondrá todo un honor encargarse del transporte, lo harán encantados por amor a Dios y por una jarra de vino el Día de San Adolfo. Bueno, ¿cuántos años calculáis que llevará la obra en estas condiciones?

Ulrich von Ensingen se volvió hacia sus planos, los dispuso en hilera y palpó los pergaminos con la palma de la mano, titubeante.

—Concededme treinta años —dijo al fin— y vuestra catedral tendrá las torres más altas de toda la Cristiandad, unas torres tan altas que las agujas desaparecerán tras las nubes.

—¿Treinta años? —La voz del ammeister denotaba decepción—. Con el debido respeto, maestro Ulrich, el mundo fue creado en siete días. ¡Ni siquiera sé si nosotros viviremos para ver las torres acabadas!

—En eso lleváis razón, pero ése es el sino inevitable de un maestro de obras, ya que son pocas las veces que vive para contemplar su obra terminada. ¡Pensad en el maestro Erwin! Pese a que la nave de una catedral jamás se ha levantado tan de prisa como ésta, él nunca llegó a ver su magnífico templo. Y en lo que a las torres de una catedral se refiere, debéis saber que por cada pie que se quiera ganar de altura, mayor será el esfuerzo requerido. Pensad en un muro normal: la primera hilera de piedras se coloca rápidamente, al igual que la segunda y la tercera, pero en cuanto la altura supera la de un hombre, su construcción empieza a ser más lenta y trabajosa. Se precisa un andamio y un mecanismo de elevación para subir las piedras. La construcción de una torre exige un esfuerzo desmedido.

El ammeister asintió con actitud comprensiva. Luego miró al maestro de obras a los ojos y le preguntó:

—¿Y a cuánto asciende la cantidad que deseáis percibir por vuestro trabajo?

Ulrich von Ensingen, por supuesto, ya estaba preparado para responder a esa pregunta. Con determinación, contestó:

—Dadme un florín de oro por cada pie de cada una de las torres. Sé que es mucho dinero si cada torre se eleva a una altura de quinientos pies. Pero para vos este acuerdo no entraña ningún riesgo. Pagaréis sólo por lo que veáis, y no por aquello que sea invisible y exista únicamente en mi cabeza.

Michel von Mansfeld se quedó pensativo. Nunca le habían propuesto semejante fórmula de pago. Para ganar tiempo, llamó al escribano municipal. Cuando éste —un hombre ataviado con una toga negra hasta las rodillas que dejaba al descubierto sus delgadas pantorrillas— entró en la estancia, el ammeister quiso cerciorarse:

—¿Habláis en serio cuando decís que queréis cobrar vuestros servicios como maestro de obras de ese modo?

—Completamente en serio —confirmó el maestro Ulrich.

El ammeister extendió entonces el brazo en dirección al escribano.

—Escribid: «Los ciudadanos de la ciudad imperial libre de Estrasburgo y, en su nombre, Michel Mansfeld, ammeister de la misma, establecen en el tercer día después del quinto domingo de Cuaresma el siguiente contrato con el maestro de obras catedralicias Ulrich von Ensingen. Punto. El maestro de obras Ulrich, desplazado desde Ulm junto a su esposa Afra y residente ahora en la Bruderhofgasse, acepta el encargo de construir, en alabanza a Dios, las torres de nuestra catedral, que no habrán de superar la altura de quinientos pies. Para ello dispondrá de mil peones y percibirá la cantidad de un florín de oro por pie. Punto».

—… de un florín de oro por pie. Punto —repitió el escribano.

—Haced una copia —ordenó Mansfeld— para que cada uno tenga un ejemplar.

El escribano hizo lo que se le ordenó. Luego vertió arena sobre ambos pergaminos y la limpió de un soplido, con lo que levantó una nubecilla de polvo en la estancia.

—Firmad aquí.

El ammeister le tendió a Ulrich un pergamino primero y luego el otro. Cuando Ulrich hubo estampado su rúbrica en la parte inferior de ambos pergaminos, el magistrado hizo otro tanto.

—Ahora todo empezará a marchar bien —afirmó Afra cuando Ulrich llegó a casa con la buena noticia.

Le gustaba sentirse en el papel de esposa del maestro de obras. Y aunque sólo interpretara ese papel, Afra abrigaba la esperanza de que así tal vez se establecería cierto orden en su vida.

Ulrich pasó los días después de Pascua, y también algunas noches, en el taller de obras situado en una de las capillas laterales de la catedral. Allí Ulrich encontró también los viejos planos del maestro Erwin. Habían amarilleado considerablemente con el paso del tiempo, pero no obstante proporcionaron a Ulrich una importante información: una parte de la catedral había sido erigida sobre los cimientos de una antigua construcción, mientras que la otra mitad descansaba sobre gruesos pilotes de madera de fresno clavados en la tierra a treinta pies de profundidad.

Por desgracia, el maestro Erwin no había previsto en su proyecto la construcción de las torres. O se había enfrascado de tal modo en su proyecto que había pasado por alto cómo o dónde quería construir la o las torres.

A los pocos días Ulrich subió en compañía de Afra la escalera situada encima de la puerta oeste de la catedral y que daba a una tribuna. Él llevaba consigo la regla de madera y una plomada. La subida, al contrario que en Ulm, donde las tambaleantes escaleras de mano dificultaban el ascenso a la catedral, era casi placentera. Una vez arriba, la vista era similar a la que puede disfrutarse desde una montaña. Sólo que esa montaña se alzaba en el centro de una ciudad. A sus pies las callejuelas recordaban a los hilos de una telaraña. Las cubiertas a dos aguas de las casas apuntaban hacia el cielo como tiendas de campaña. La mayoría estaban recubiertas de paja o de madera, lo cual suponía que el riesgo de incendio era permanente. Desde allá arriba podía verse incluso el interior de algunas chimeneas. Las primeras cigüeñas habían retornado del sur y se afanaban en construir sus nidos en los tejados más altos. Por encima de la nave de la catedral, se alcanzaba a ver el intenso verde de las orillas del Rin, donde el gran torrente del río brillaba a la luz de las primeras horas de la tarde.

Ulrich le dio unos golpecitos a Afra en el hombro. Por encima de la balaustrada de la tribuna, orientada hacia el sur, el maestro de obras colocó el listón con la plomada. A continuación dejó resbalar la cuerda cuidadosamente entre sus dedos hasta que el peso casi tocaba el suelo.

—¡Ya está! —exclamó satisfecho y, tras fijar el listón a la balaustrada, se volvió hacia Afra—. Ahora encárgate de que el listón no se deslice. Un error, aunque sólo fuera de un dedo, podría falsear la medición.

En un abrir y cerrar de ojos, un grupo de curiosos se aglomeró junto a la catedral para presenciar el extraño experimento. Como un reguero de pólvora se había extendido la noticia de que el maestro Ulrich von Ensingen sustituiría a Werinher Bott en la dirección de la construcción de las torres. Werinher Bott no gozaba, por su vanidosa actitud, de gran estima entre los estrasburgueses. Además, era muy bebedor y se decía de él que no había falda que se le resistiera, una fama que no le había ayudado a cosechar muchas amistades, más bien al contrario. Sólo por eso el nuevo maestro de obras inspiraba una gran simpatía, al menos entre la ciudadanía.

Sin embargo, respecto de la catedral había en Estrasburgo cuatro bandos distintos, que se llevaban como el perro y el gato, cuando no peor. El ammeister se sabía respaldado por el pueblo. La alta burguesía adinerada daba su apoyo a los cuatro burgomaestres y personificaba el principio de «el dinero es poder». El cabildo catedralicio, formado por tres docenas de nobles que podían nombrar al menos catorce antepasados con títulos de príncipes y condes, pero a los que la teología les traía al fresco, gozaban de tanta influencia como dinero. El pueblo los llamaba los Nobles Holgazanes. Y luego, aparte, estaba el obispo, despreciado por todo el mundo, normalmente falto de dinero, pero partidario del papa y al cual no había que infravalorar si se tenía en cuenta su influencia y, sobre todo, su malicia.

Así, la simpatía que el nuevo maestro de obras despertaba en el pueblo y en el obispo tenía como consecuencia la antipatía de al menos dos de los otros grupos de interés: el cabildo catedralicio y la alta burguesía.

Con una vara de medir que tenía en el medio una barra transversal, formando una cruz, el maestro Ulrich atravesó la plaza de la catedral. A una distancia más o menos equivalente a la mitad de la altura de la fachada oeste, colocó la vara de medir vertical para alinearla con la cuerda de la plomada. Era evidente que todas las líneas verticales de la parte derecha estaban torcidas. A pesar del ligero balanceo de la plomada, Ulrich von Ensingen determinó que la parte sur de la fachada se había desplomado al menos dos pies.

—¿Y eso qué significa? —inquirió Afra cuando Ulrich subió de nuevo a la plataforma.

Éste compuso un gesto grave.

—Significa que los pilotes de madera se han hundido, mientras que los cimientos de piedra antiguos del otro lado soportan bien el peso.

—¡Pero eso no es culpa tuya, Ulrich!

—Por supuesto que no. En todo caso, sería el maestro Erwin el que pecó de ingenuidad al creer que los pilotes de madera de fresno aguantarían lo mismo que los cimientos de piedra.

El maestro de obras alzó la vista y miró al infinito. Afra presintió las consecuencias de ese descubrimiento.

—¿Significa eso —aventuró con cautela— que los cimientos de la catedral no soportarán el peso de las torres? ¿Que la catedral podría seguir hundiéndose de ese lado y con el tiempo llegar incluso a derrumbarse?

—Eso es exactamente lo que significa —asintió Ulrich volviéndose hacia ella.

Afra rodeó a Ulrich por los hombros. Sobre las vegas del Rin, bañadas todavía por la luz del sol, se levantaba una neblina que velaba el horizonte. Daba la sensación de que los proyectos de Ulrich se enturbiaban.

Mientras él recogía la cuerda con la plomada, Afra se asomó a la balaustrada y miró al vacío. Se quedó pensando. Sin levantar la vista, dijo de pronto:

—La catedral de Ulm también tiene una sola torre. ¿Por qué no se contentan los ciudadanos de Estrasburgo con una torre? El maestro Ulrich meneó la cabeza.

—El proyecto original siempre ha previsto la construcción de dos torres sobre la fachada oeste. Es una cuestión de armonía. La catedral de Estrasburgo, con una sola torre, tendría el mismo aspecto terrible y despreciable que Polifemo, el gigante de un solo ojo.

—¡Exageras, Ulrich!

—En absoluto. A veces creo que ha caído una maldición sobre Estrasburgo. Al menos en lo que a mí respecta.

—No digas esas cosas.

—Es la verdad.

Durante tres días enteros Ulrich von Ensingen se guardó el secreto para sí. Apenas hablaba, apenas probaba bocado, y Afra comenzó a preocuparse. Encerrado de sol a sol en el taller de la catedral, Ulrich se exprimía la cabeza tratando de dar con una solución que permitiera mantener la armonía de la composición de la fachada.

Cuando, al cuarto día, Ulrich continuó con la misma actitud y abandonó la casa sin decir nada, Afra fue a buscarlo al taller.

—Debes contarle al ammeister que el proyecto no puede llevarse a cabo tal como se había planeado. No es ninguna deshonra. Si quieres, yo puedo acompañarte.

Entonces Ulrich se levantó, lanzó la sanguina contra la pared y exclamó:

—Ya me avergonzaste una vez al presentarte en el despacho del ammeister a mis espaldas. ¿Es que acaso crees que no soy capaz de explicarme yo solo ante las autoridades de la ciudad?

Afra se asustó. Jamás había visto a Ulrich así. La situación por la que pasaba, desde luego, no era fácil. Pero ¿por qué había de descargar su rabia contra ella? Ya habían superado juntos situaciones más complicadas. Afra se sintió herida.

Alterado, Ulrich arrambló con sus planos y dejó plantada a Afra en el taller. A Afra se le saltaron las lágrimas. Jamás hubiera imaginado que existiera esa otra cara de Ulrich. Y de pronto sintió miedo, miedo del futuro.

Ante sus ojos bailaban las estrechas fachadas de las casas mientras regresaba a casa. No quería que nadie la viera llorar. En medio de la angustia y la confusión que le sobrevinieron, ya ni siquiera sabía por dónde se había metido. En la Predigergasse, junto al monasterio dominico, aminoró el paso para orientarse. No sabía dónde estaba. Un mendigo manco, que se cruzó en su camino, se percató de su desesperación y le preguntó al pasar:

—¿Acaso os habéis perdido, hermosa dama? Desde luego, de por aquí no sois.

Con la manga, Afra se enjugó las lágrimas de la cara.

—¿Conoces bien esta zona? —le preguntó ella.

—Un poco —respondió el mendigo—, un poco. Decidme adonde queréis ir. Seguro que no os dirigís ni a la Judengasse ni a la Brandgasse.

Afra comprendió lo que el mendigo quería decir. Esas calles no pertenecían a barrios precisamente nobles.

—A la Bruderhofgasse —se apresuró a responder.

—Eso ya me encaja más.

—¡Pues indícame el camino de una vez! —exclamó Afra, impaciente. Y al pronunciar esas palabras escudriñó al manco con desprecio.

El hombre no presentaba un aspecto andrajoso, como la mayoría de los mendigos que acostumbraban a merodear por la plaza de la catedral y los alrededores de los conventos de la plaza Rossmarkt. Sí, era cierto que la vida en la calle había deteriorado sus ropas, su hábito tenía las mangas desgarradas, pero el tejido era de buena calidad y el corte estaba totalmente a la moda. En suma, su apariencia hacía pensar que había conocido tiempos mejores.

—Si no os incomoda seguirme —anunció el mendigo con la cabeza gacha—, os mostraré gustoso el camino. Si lo deseáis, podéis caminar a diez pasos de mí.

Dando por supuesto que el hombre quería ganarse a cambio una limosna, Afra sacó un pfennig de la faltriquera y se lo puso al mendigo en la mano izquierda.

Éste hizo una reverencia y se excusó.

—Disculpad que os tienda la mano izquierda, pero perdí la derecha.

—No es necesario que te disculpes —repuso Afra, a la que no pasó por alto, cuando el hombre se inclinó en señal de agradecimiento, que sus cortos cabellos habían sido tonsurados. Eso dotaba al hombre de un aire más misterioso todavía.

—Sólo lo digo porque la mayoría de la gente cree que la zurda viene del diablo; pero a mí es ya la única que me queda.

—Lo lamento —dijo Afra—, ¿cómo sucedió?

Con una mirada de desprecio, el mendigo alzó su muñón derecho. Su brazo acababa en la mitad del codo en una bola informe de carne.

—¡Así acaba quien mete la mano en las propiedades de la Iglesia!

—Quieres decir que…

El mendigo asintió.

—Los días que va a cambiar el tiempo, todavía me duele.

—¿Qué robaste? —inquirió Afra, puramente movida por la curiosidad, mientras avanzaban en dirección a la Bruderhofgasse.

—A buen seguro que me despreciaréis y no me creeréis si os cuento la verdad.

—¿Por qué no iba a creerte?

Durante un rato, Afra y el mendigo caminaron juntos en silencio. La extraña pareja despertaba desconfianza, pero eso a Afra le traía sin cuidado.

—Metí la mano en el cepillo de una iglesia —confesó de pronto el mendigo, y como Afra no mostró ninguna reacción, prosiguió—: Yo era canónigo de Sankt Thomas, un cargo con el que uno no se hace rico que digamos. Un día una muchacha, no mucho más joven que vos, acudió a mí en busca de ayuda. Había dado a luz a escondidas al niño de un clérigo de mi comunidad. A causa del secreto alumbramiento, la joven madre había perdido su trabajo. La criatura y ella no tenían nada que llevarse a la boca. Mis modestas ganancias no me alcanzaban, así que cogí dinero del cepillo y se lo entregué a la muchacha.

Afra tragó saliva. La historia le llegó al alma.

—¿Y qué sucedió entonces? —preguntó tímidamente.

—Que fui visto y delatado. Justo por el hombre que había dejado encinta a la muchacha. Y para proteger a la madre de la criatura, no quise revelar las razones que me habían empujado a hacerlo. De todas formas, no me habrían creído.

—¿Y el clérigo?

Era evidente que la pregunta no era fácil de responder para el mendigo.

—Hoy en día es el canónigo de Sankt Thomas. A mí me relevaron de mi cargo porque un cura no puede dar la bendición con la mano izquierda. La derecha fue arrojada al Ill por el Puente de los Suplicios.

Cuando llegaron a la casa, en la Bruderhofgasse, Afra estaba conmovida.

—Aguardad aquí un momento —exclamó. Luego entró en la casa y regresó al cabo de unos segundos.

—Devolvedme el pfennig que os entregué —le pidió Afra, titubeante.

El mendigo buscó la moneda en el bolsillo de su hábito y se la tendió a Afra sin vacilar.

—Ya sabía que no me creeríais —repuso con pesadumbre.

Afra cogió el pfennig. Con la otra mano le entregó al mendigo otra moneda.

El mendigo se quedó sin habla. Contempló la moneda con estupor.

—¡Pero si es medio florín! ¡Por todos lo santos! ¿Sabéis lo que os hacéis?

—Lo sé —respondió Afra por lo bajo—, lo sé.

El relato del mendigo había evocado en Afra recuerdos de su vida pasada. En los últimos años, había arrinconado en su memoria la imagen del bulto indefenso colgado de la rama de un abeto y se había convencido de que todo aquello sólo había sido un sueño. Ni siquiera a Ulrich le había hablado del nacimiento del niño.

Ahora todo eso, de pronto, volvía a estar vivo: ella abrazada a un árbol durante el alumbramiento, aquella criatura cayendo pesadamente sobre la alfombra de musgo, la sangre que había limpiado con un jirón de su falda, y los berridos del niño resonando en el bosque. ¿Qué habría sido del muchacho? ¿Habría sobrevivido? ¿O habría sido devorado por las bestias del bosque? La incertidumbre le remordía la conciencia.

Entretanto, había anochecido, y Afra se retiró a su alcoba, en el piso de arriba. Por la Bruderhofgasse ascendía el murmullo de los paseantes ociosos, que a esas horas llenaban la calle de vida. Afra no pudo contenerse y se desahogó llorando. Eso alivió el dolor que la atormentaba.

Diez años, se decía para sus adentros, tendría ahora el niño, si es que todavía estaba vivo. ¿Sería un apuesto muchacho ataviado con nobles ropajes? ¿O el siervo venido a menos de un señor feudal? ¿O un vagabundo andrajoso que erraba de pueblo en pueblo suplicando a la gente un mendrugo de pan? Ni siquiera sería capaz, se dijo Afra, de reconocer a su propio hijo si se cruzaran en la plaza de la catedral. En su cabeza martilleaba una y otra vez la misma pregunta: «¿Cómo pudiste hacerlo?».

A solas con su preocupación y su tristeza, Afra oyó un ruido. Supuso que Ulrich había regresado, se secó las lágrimas y bajó las escaleras.

—Ulrich, ¿eres tú? —susurró a tientas en la sombría habitación.

Pero nadie respondió. De pronto sintió un miedo inexplicable. Fuera de sí, entró precipitadamente en la cocina, situada en la parte trasera de la casa, y atizó con una tea las brasas del horno. Luego encendió con ella un farol.

En ese instante volvió a oírse el mismo ruido, como el chirriar de los goznes de la puerta al abrirse. Enarbolando el farol como si de un arma se tratara, Afra avanzó unos pasos para mirar a su derecha. La puerta de la casa estaba cerrada. El vidrio con dibujos en relieve los protegía de las miradas de los curiosos, pero también impedía ver el exterior. Por eso Afra volvió al piso de arriba. Abrió un poco la ventana que daba a la Bruderhofgasse y se asomó a mirar. En una hornacina de la casa de enfrente le pareció distinguir una figura oscura; pero su nerviosismo era tal que no podía descartar que su imaginación la estuviera traicionando.

También le pareció una ilusión cuando dos manos le rodearon el cuello por detrás y, como un gato de carpintero, se lo aprisionaron fuertemente. Afra trató de coger aire. Entonces algo que desprendía un agradable olor cayó ante sus ojos como un telón. «¡No es un sueño!», fue lo último que pensó. En ese instante se hizo la oscuridad a su alrededor, una oscuridad negra y placentera.

Como si proviniera de otro mundo oyó Afra la voz de Ulrich, susurrante y dulce primero, luego cada vez más impetuosa y enérgica. Notó que alguien la zarandeaba y sintió unos bofetones en la cara. Apenas podía, y le costó un esfuerzo ímprobo, abrir los ojos.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Afra aturdida, al reconocer desde el suelo el rostro de Ulrich mirándola de cerca.

—No te preocupes, está todo bien —respondió Ulrich.

Entonces Afra se percató de que Ulrich le tapaba la visión a propósito con su cuerpo.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó de nuevo.

—¡Creí que tú podrías aclarármelo!

—¿Yo? Yo lo único que recuerdo son dos manos que me aprisionaron y luego un pañuelo ante los ojos.

—¿Un pañuelo?

—Sí, desprendía un olor muy especial. Entonces todo se volvió negro.

—¿Era esto el pañuelo? —Ulrich alzó ante los ojos de Afra un jirón de tela de color verde claro con una cruz dorada estampada.

—Podría ser, sí. No lo sé. —Se sentó—. Dios mío —farfulló—, ya creía que estaba muerta.

La estancia estaba asolada. Las sillas yacían en el suelo, el arcón estaba abierto, al igual que el armario. Afra tardó un rato en asimilar la magnitud de lo ocurrido.

—¿El pergamino? —preguntó Ulrich mirándola fijamente.

«¡El pergamino!», exclamó Afra para sus adentros. Alguien iba detrás del pergamino. El pasado la había atrapado.

Se levantó trabajosamente y se dirigió tambaleándose hasta el armario. Las prendas estaban esparcidas por el suelo. Sin embargo, el vestido verde permanecía en su lugar. Con los brazos extendidos, Afra palpó los bajos del traje. De pronto se quedó inmóvil. Se volvió. La seriedad que hasta entonces mostraba en su semblante se desvaneció, y Afra sonrió, rió y de pronto estalló en estrepitosas carcajadas. La voz se le quebraba y ella, como posesa, comenzó a bailar en medio del desorden.

Ulrich observaba el comportamiento de Afra con recelo. Luego, poco a poco, se fue dando cuenta de que Afra había cosido el pergamino en el dobladillo del vestido y así había evitado su robo. Cuando al fin Afra se hubo tranquilizado, Ulrich apuntó:

—Creo que corremos un peligro considerable con ese pergamino en casa. Deberíamos buscar un escondite más seguro.

Afra levantó las sillas del suelo y comenzó a ordenar la sala. Según hacía recuento de los objetos, meneaba la cabeza.

—A primera vista yo diría que no falta nada, absolutamente nada. Ni siquiera las copas de plata interesaban a los ladrones. Así que sólo queda la posibilidad de que buscaran el pergamino. Y ahí viene mi pregunta: ¿quién podría saber de la existencia del pergamino?

—Eso mismo iba a preguntar yo. Y la respuesta es la siguiente: el alquimista.

—Pero ¿cómo iba a saber el alquimista que huimos a Estrasburgo…? —Afra se interrumpió de pronto, pensativa.

—¿Qué pasa? —inquirió Ulrich.

—Debo confesarte algo. Después de aquel día que fuimos a visitar a Rubaldo, yo volví a la casa del alquimista. Sola. Quería ofrecerle diez florines a cambio de que me revelara información sobre el significado del pergamino.

—¿Y por qué me lo has ocultado hasta hoy?

Afra desvió la mirada, avergonzada.

—¿Y qué averiguaste? —quiso saber Ulrich.

—Nada. Rubaldo se había marchado a toda prisa esa misma mañana. Clara, que se definió a sí misma como la barragana del alquimista y con la que yo trabé cierta confianza, me dijo que Rubaldo había ido a visitar al obispo de Augsburgo. Y ella creía que, sin duda, ese repentino viaje estaba relacionado con el pergamino. Sin embargo, delante de nosotros se hizo el desentendido.

—Los alquimistas suelen, por su profesión, ser magníficos actores.

—¿Quieres decir que Rubaldo sabía perfectamente de qué trataba el texto del pergamino y precisamente por eso se hizo el ignorante?

—No lo sé. Uno puede equivocarse al juzgar hasta a un mendigo. Y con mayor motivo, a un alquimista. Si realmente se marchó después de nuestra visita a ver al obispo de Augsburgo, eso indicaría la importancia que atribuyó al pergamino. Quién sabe si tal vez la noticia ha llegado incluso al papa de Roma o de Aviñón, o de donde yo qué sé. ¡Que Dios nos asista!

—¡No exageres, Ulrich!

El maestro de obras se encogió de hombros.

—La Iglesia cuenta con una red de espías y mensajeros; para ellos sería pan comido dar con un maestro de obras y su amante. No se hable más. Tenemos que deshacernos del pergamino.

—Pero ¿cómo?

—En una catedral sobran recovecos, escondites idóneos, donde ocultar un pergamino como ése. —Ulrich hizo un gesto de desprecio con la mano—. Muchas personas, y no hablo únicamente del alto clero, creen que con alhajas, dinero, oro, joyas y su nombre pueden pagar un trozo del cielo o de inmortalidad. Lo hacen con la esperanza de que, cuando la catedral se derrumbe con el temblor de tierras el Día del Juicio Final, sus pertenencias y sus nombres salgan a la luz, y de ese modo sean los primeros en subir al cielo.

—¡Qué disparate! ¿Y tú crees en eso?

—En realidad, no. Pero al hombre se le puede quitar cualquier cosa salvo su fe. La fe es la huida de la realidad. Y cuanto peores son los tiempos, mayor es la fe. Ahora atravesamos malos tiempos. Y ésa es la razón por la que los hombres erigen catedrales de una altura jamás vista en la historia de la humanidad.

—¡De forma que nuestras catedrales son verdaderas cámaras de tesoros!

—A todas luces lo son. De hecho, yo realicé un juramento sagrado en el que me comprometí a mantener el secreto. Pero confío en ti. Además, tampoco es que te haya desvelado los lugares en los que están escondidos los tesoros.

Afra se quedó callada. Al cabo de un rato, preguntó:

—¿Quiere decir eso que incluso en una catedral que no hubieras pisado jamás también sabrías dónde están ocultos los tesoros?

—En principio, sí. Hay un esquema fijo que se aplica a todas las catedrales. Y ya he hablado de más.

—¡No, Ulrich! —El nerviosismo de Afra era evidente—. Yo no estoy pensando en los tesoros que están ocultos en las catedrales. Lo que pienso es que no hay lugar peor que una catedral para esconder un pergamino tan valioso. Me figuro que todos aquellos interesados en el documento saben también de la existencia de esos escondites secretos.

Ulrich se quedó pensativo.

—Desde luego es una posibilidad que no podemos desdeñar. Llevas razón. Hasta que averigüemos el significado del texto, debemos buscar un lugar más seguro para el pergamino. Pero ¿cuál?

—Por el momento —respondió Afra—, el dobladillo de mi vestido sigue siendo el lugar más seguro. Además, no creo que esos villanos asalten nuestra casa una segunda vez.

Días más tarde Ulrich von Ensingen se mostró sorprendido. Estaba convencido de que sus cálculos y la conclusión de que la fachada de la catedral sólo soportaría el peso de una torre desencadenarían una tempestad de protestas. Curiosamente, sin embargo, tanto el obispo como el ammeister y el Concejo de la ciudad estuvieron de acuerdo en levantar una única torre, en el lado norte, siempre que ésta fuera la más alta de todas las construidas hasta entonces. La objeción del maestro de obras de que la titánica obra había sido concebida para contener dos torres la rechazaron, alegando que el Occidente cristiano contaba con más catedrales de una sola torre, e incluso sin torres, que de dos.

De modo que Ulrich von Ensingen se puso manos a la obra. En la ciudad y los alrededores reclutó a quinientos trabajadores entre canteros, picapedreros, albañiles, porteadores y, sobre todo, escultores que supieran trabajar la delicada piedra arenisca. Porque el maestro Ulrich tenía la intención de levantar sobre la fachada una torre calada afiligranada que, pese a su altura, ofreciera poca resistencia a las frecuentes tormentas que recorrían las orillas del Rin en las estaciones de otoño e invierno. La plataforma sobre el pórtico principal brindaba la posibilidad de levantar dos polispastos de madera con largos brazos para elevar el material hasta esa altura.

Durante el verano, desapacible y fresco como todos los veranos anteriores, Ulrich von Ensingen avanzó a buen ritmo con las obras. Como ya ocurriera en Ulm, la obsesión por el trabajo lo fue embriagando. Apremiaba a los obreros como si pretendiera acabar la obra en un año. Sus superiores estaban encantados; los picapedreros y los escultores, por el contrario, se quejaban. Con el maestro Werinher no habrían tenido que doblar el espinazo de esa manera.

Algunos días el maestro de obras notaba que estaba siendo observado por un hombre. Ulrich dedujo que el mirón debía de ser Werinher Bott. Dado que con la caída había perdido la movilidad de las extremidades, uno de sus oficiales le había construido una silla con dos ruedas altas a los lados y adelante una tercera más pequeña de apoyo. Una barra transversal sobre el respaldo servía al oficial para empujar la silla y pasear a su señor por toda la ciudad, igual que un comerciante con sus mercancías. A lo largo del día cambiaba varias veces de lugar para observar atentamente, durante horas, cada paso que daba Ulrich von Ensingen.

Un día, ya irritado, el maestro de obras abordó a Werinher y le dijo:

—Lamento mucho que os tengáis que limitar a mirar. Pero reconoced que alguien tiene que hacer el trabajo.

Werinher lanzó a Ulrich una mirada profunda. Tragó saliva, como si un improperio se le hubiera atragantado. Lo que respondió a continuación, no obstante, no estuvo falto de malicia.

—Pero ¿por qué habíais de ser precisamente vos, maestro Ulrich?

El maestro de obras atribuyó el odio de esas palabras al sufrimiento de Werinher. «Quién sabe —se dijo para sus adentros— cómo reaccionarías tú en esta situación». Por eso no tuvo en cuenta el avinagrado comentario y, para romper el incómodo silencio, dijo:

—Como veis, las obras marchan más de prisa de lo previsto.

Entonces Werinher escupió un gran chorro de vino al suelo y, con voz ronca, exclamó:

—Brillante idea esa de daros por satisfecho con una sola torre para la catedral. El maestro Erwin se revolverá en su tumba. Una catedral con una torre es una deshonra, una impostura barata, como vuestro templo de Ulm.

Entonces Ulrich se indignó.

—Deberíais medir vuestras palabras, maestro Werinher. Si estoy en lo cierto, no hace tanto no erais más que un simple cantero, y antes de eso, si no me equivoco, un monje. Ni siquiera habéis dibujado los planos de la iglesia de una aldea, y no digamos de una catedral. Vos pensáis que la piedra lo aguanta todo. Y eso es un error. La piedra se rige por las mismas leyes de peso que el resto de las cosas que pueblan las vastas tierras de Dios. Su inmenso peso ha dado lugar incluso a unas leyes específicas.

—¡Majaderías! Jamás he oído que una catedral se haya caído.

—Ahí tenéis la respuesta, maestro Werinher, ahí la tenéis. Os falta la experiencia. Probablemente jamás hayáis pasado más de un día de viaje fuera de Estrasburgo. De lo contrario, conoceríais las terribles catástrofes que se han producido en Inglaterra y Francia, donde cientos de trabajadores quedaron sepultados bajo muros derrumbados.

—¿Y eso os interesa?

—Desde luego. He estudiado los planos de esas catedrales e indagado sobre las causas de esas catástrofes. Eso me ha permitido concluir que la piedra no aguanta en absoluto tanto como se cree. Su inconsistencia puede llegar a ser extrema si uno no se somete a sus limitaciones.

Werinher Bott resopló, y su cabeza, la única parte que todavía podía mover en el lamentable estado en que se encontraba su cuerpo, comenzó a temblar de irritación.

—¡Sois repelente! —exclamó encolerizado—. ¡Miserable sabelotodo! ¿Qué habéis venido a buscar a Estrasburgo? ¿Por qué no os quedasteis en Ulm? La ignominia os llegaba hasta el cuello, es eso, ¿no?

Por un momento el maestro Ulrich se quedó inmóvil, desorientado por el ofensivo comentario de Werinher.

—¿Qué queréis decir con eso? —preguntó al fin.

En un santiamén la amarga expresión de Werinher se transformó en una sonrisa maliciosa.

—Bueno, los carpinteros y los canteros venidos de Ulm cuentan historias sobre vuestra vida anterior. A todo el mundo le gustaría saber qué razón os impulsó a abandonar vuestro cargo.

—¿Qué cuenta la gente? ¡Habla! —Ulrich se abalanzó sobre el inválido, lo agarró por la pechera, lo zarandeó y bramó fuera de sí—: ¡Desembucha! ¿Qué cuenta la gente?

—Ah, ahora mostráis vuestra verdadera cara —jadeó el hombre postrado en la silla— abusando de un tullido indefenso. ¡Golpeadme, vamos!

A continuación, el oficial, que había seguido con inquietud la disputa entre los maestros, intercedió. Apartó al maestro Ulrich, giró el asiento de ruedas y se llevó a toda prisa al impedido hacia la Münstergasse. Estando ya a una distancia prudencial, giró de nuevo la silla, y Werinher exclamó a voz en cuello, de forma que sus gritos resonaron en toda la plaza:

—Esto no ha acabado aquí, maestro Ulrich, ¡volveremos a vernos las caras!

En ese instante Ulrich von Ensingen comprendió que tenía un enemigo a muerte.