4

La selva negra

—¿Adónde? —preguntó el carretero, enarcando las cejas.

Por su aspecto parecía una persona bastante distinguida, pues sus ropajes contrastaban de forma considerable con los de los otros carreteros. No viajaba solo, sino en compañía de un soldado armado hasta los dientes.

—Da igual adónde —respondió Ulrich von Ensingen—, siempre que sea en dirección oeste.

—En ese caso creo que podremos llegar a un acuerdo —repuso el distinguido carretero, y examinó a Ulrich y a Afra de arriba abajo. Los viajeros parecían ser gentes adineradas.

En las vegas de los ríos, donde el Günz y el Nau desembocaban a poca distancia uno del otro en el Danubio, esperaba más de una docena de carros, carretas tiradas por una vaca, grandes carros tirados por yuntas de bueyes; pero sólo había un carruaje entoldado, que disponía de una protección contra el viento y las inclemencias, enganchado a caballos. Las tierras fluviales situadas antes de llegar a Gunzburgo, donde Ulrich y Afra habían abandonado la barcaza, eran un importante centro de trasbordo. Las mercancías se trasladaban de los barcos a los carros y viceversa para que continuaran la ruta de transporte.

Sólo las gentes pudientes viajaban en carruajes propios. De ahí que fuera habitual que los carreteros que transportaban material de construcción, ganado, pieles y tejidos, llevaran a los viajeros a cambio de unas monedas.

El carretero con el que Ulrich von Ensingen había entablado conversación acarreaba vajillas de plata y estaño desde Augsburgo y cobraba seis pfennig por día y persona. Era el doble de lo que cobraba normalmente, pero con el tiro de caballos, argumentó el cochero cuando Ulrich opuso reparos, avanzarían el doble de rápido que con el habitual carro de bueyes, y además tenía capota.

—¿Cuándo partes? —preguntó Ulrich.

—Si queréis, ahora mismo. Pero debéis pagarme los tres días por adelantado. Por cierto, me llamo Alpert, y el soldado se llama Jörg.

El maestro de obras lanzó una mirada inquisitiva a Afra. Ésta hizo un gesto de aprobación y Ulrich entregó al carretero la suma convenida.

—Doy por supuesto que no irás por Ulm.

—¡Dios me libre! ¿Qué iba a hacer yo en Ulm, donde mercachifles y usureros campan a sus anchas?

—Veo que has tenido alguna mala experiencia.

—¡No lo sabéis bien, señor! En Ulm no cobran un portazgo por el vehículo, sino que lo calculan según el valor de la mercancía. Un carro cargado de piedras para la catedral paga mucho menos que yo, que transporto platería. Y eso que los carros cargados de piedras se hunden en las calles mucho más que un carro de caballos con una carga ligera. ¡Eso no es más que usura! Pero ya se sabe: «Dinero, ¿adonde vas? A donde hay más».

Mientras colocaba el voluminoso equipaje del maestro de obras y los hatillos de Afra en el carro, les explicó la ruta.

—A dos millas de aquí cruzaremos el río, atravesaremos los bosques del Danubio hacia el oeste y dejaremos Ulm al sur. Tenemos el tiempo justo para ascender el Jura. Anoche cayó la primera helada y los caminos están duros y transitables. ¡Conque en marcha!

Ulrich ayudó a Afra a subir al carruaje, donde tomaron asiento en un cómodo banco, tras el cochero y el soldado. Alpert sacudió el látigo y los rocines, dos caballos con gruesas crines marrones, emprendieron el camino.

Nunca antes Afra había viajado tan rápido, y mucho menos tan cómoda. En el bosque del Danubio, que bordeaba ambas orillas del río, los árboles pasaban volando como briznas de paja arrastradas por el viento. Más adelante, cuando hubieron dejado atrás Ulm, ya a la altura de Blaustein, el camino discurría junto al río Blau, el cual, a medida que avanzaba hacia el oeste, serpenteaba por meandros cada vez más pronunciados, como si fuera incapaz de decidir qué dirección tomar. El cochero y su soldado resultaron ser una amena compañía con un gran repertorio de anécdotas que contar sobre cada lugar que atravesaban.

Una húmeda neblina cayó sobre el camino. Durante el corto día, el sol no logró reunir fuerzas suficientes para oponer resistencia al frío. Afra estaba aterida bajo la manta que Ulrich le había colocado sobre los hombros.

—¿Hasta dónde tenéis pensado llegar hoy? —preguntó Afra al cochero—. Tratándose de esta época del año, no tardará en anochecer.

—¡Además estamos desfallecidos de hambre! —agregó Ulrich—. Llevamos todo el día sin probar bocado.

Entonces el cochero dio la vuelta al látigo y señaló hacia adelante con el mango.

—¿Veis el roble que hay en lo alto de esa loma? Allí se bifurca el camino. Por la derecha se llega a Wiesensteig y después la senda continúa hacia el norte. Por la izquierda, a sólo dos millas, se encuentra Heroldsbronn. Allí nos esperan una posada y unas caballerizas. Os gustará.

A lo largo del día Afra y Ulrich habían hablado muy poco. No es que hubiera tirantez alguna entre ellos, simplemente estaban exhaustos. A lo cual había que añadir el traqueteo del carruaje por esos escabrosos caminos, que producía el mismo sopor que el zumo de adormidera. De modo que cada uno iba absorto en sus pensamientos. A Afra le costaba asimilar la nueva situación. La víspera, sin ir más lejos, se había visto más cerca de la muerte que de la vida, y de pronto, de la noche a la mañana, se encontraba con Ulrich de camino hacia una vida nueva. ¿Qué iba a ser de ellos en Estrasburgo?

Ulrich se hallaba inmerso también en cavilaciones sobre lo sucedido en los últimos días. La repentina muerte de Griseldis había supuesto un golpe más duro de lo que él esperaba. Pero más aún lo había desquiciado que, de inmediato, todo el mundo se hubiera vuelto en su contra. Jamás se habría imaginado que un día iba a acabar encerrado en un calabozo de Ulm, después de todo lo que esa ciudad tenía que agradecerle. En su interior se mezclaban el duelo y la rabia. Y cuanto más se alejaban de Ulm, más crecía la rabia. El maestro Ulrich tenía en mente la idea de erigir en Estrasburgo la torre más alta de la Cristiandad, por despecho hacia los ciudadanos de Ulm.

—¡Heroldsbronn! —El cochero hizo restallar varias veces el látigo y apuró las últimas fuerzas de sus jamelgos.

La villa se hallaba encaramada en una loma, coronada por unos peñones rojizos que recordaban a la cresta de un gallo. No tenía murallas. Las casas, apiñadas en torno al centro de la ciudad, donde se encontraba la plaza del mercado, hacían las veces de fortín contra posibles invasores.

Un foso impedía el acceso a la villa, salvo cuando se bajaban los puentes de madera. Alpert conocía a los guardianes que vigilaban la torre de la puerta principal. Saltó del pescante y pagó el portazgo exigido, luego el carro atravesó traqueteando la estrecha puerta y entró en la plaza.

Por la villa no habían visto prácticamente ni un alma. Sin embargo, en la plaza había una intensa actividad, aunque el ambiente no era precisamente refinado. Cerdos, ovejas y gallinas compartían la estrecha plaza, que en realidad no era más que una calle ancha. Los comerciantes estaban desmontando los puestos del mercado. Las madres trataban de echar mano a sus hijos, que correteaban entre los puestos. En corrillos, las criadas trababan conversación. Y en medio de todo eso, mendigos con la mano extendida. Todas las sobras del día estaban esparcidas a la buena de Dios por el empedrado, entremezcladas con boñigas de vaca y excrementos de oveja y de cerdo. Afra se tapó la nariz.

Poco antes de acabarse la plaza, delimitada en su lado más estrecho por una vieja iglesia, se encontraba, a mano izquierda, una casa de pequeña fachada y tejado escalonado. Un sol de latón con la inscripción «Al Sol», colgado de una barra de hierro, señalaba hacia la posada. Sobre la puerta ojival de entrada, por la que a duras penas pasaba un coche de caballos, colgaba una cabeza de jabalí que el hospedero había matado en los bosques aledaños, una costumbre nada inusual en la zona.

A fuerza de perseverancia, Alpert logró enfilar la puerta con su carruaje y entrar en un patio interior. Habían llegado tarde. En el patio y las cocheras, entre las porquerizas y los gallineros, ya había otros carros estacionados. Dos criados daban forraje a los animales.

Con artes de mal actor, el posadero se llevó las manos a la cabeza cuando Alpert anunció la llegada de otros cuatro huéspedes esa noche. Había suficiente comida para todos, pero ya no quedaban plazas para dormir. Aunque si se conformaban con echarse en las escaleras con unos sacos de paja…

En ese instante Ulrich interrumpió al posadero, le puso disimuladamente una moneda en la mano y le dijo:

—Estoy seguro de que encontrará un cuarto, por pequeño que sea, para mi esposa y para mí.

El posadero bajó la vista y, al ver la moneda, hizo una exagerada reverencia:

—¡Desde luego, señor, desde luego!

Afra había recibido con regocijo la sorpresa de que Ulrich von Ensingen se hubiera referido a ella como «su esposa». Jamás habría imaginado que algún día ocurriría. De pronto y, como si fuera lo más normal del mundo, Ulrich había dicho: «Un cuarto para mi esposa y para mí». En ese momento Afra se habría lanzado a sus brazos.

Como cabía esperar, el posadero les ofreció una agradable alcoba con una cama tan alta que era preciso ayudarse de un escabel para subir. El lecho estaba cubierto con un baldaquín de madera, que hacía las veces no tanto de ornamento como de protección para los desagradables bichos que pudieran caer del techo. El colchón, en lugar de áspera paja, era de heno suave.

—O mucho me equivoco —observó Ulrich sonriéndose con sorna—, o ésta es la habitación de los posaderos.

—A mí también me da esa impresión —respondió Afra—. Desde luego, yo jamás he pasado la noche en un lugar con tantas comodidades.

En el comedor que la posada tenía en la planta baja apenas cabía un alfiler. Únicamente había una mesa, muy estrecha, que se extendía de una pared a otra. Cuando Afra y Ulrich entraron, un súbito silencio invadió la estancia. Afra era la única mujer allí. Sintió que todas las miradas se volvieron hacia ella. Sin embargo, Afra se había curtido en el comedor de Ulm y no le importaba verse en esa clase de situaciones.

—¡Sentaos aquí! —exclamó un vendedor de ornamentos sagrados de aspecto devoto, y se corrió a un lado para hacerles sitio en el banco—. Los otros sólo os quieren para venderos algo.

El exorcista sentado en el extremo derecho de la mesa, un dominico que iba a visitar a una monja que levitaba y que estaba poseída por el diablo, se mostró ofendido. Y un médico ambulante de Xanten espetó a los demás comensales, sin mirar a Afra:

—¡No sé qué negocios iba a hacer yo con esa mujer!

—Es verdad —convino con él un clérigo que no quiso revelar de dónde venía ni adonde se dirigía.

—Bueno, si quisierais comprar una Biblia o algún libro que pudiera resultaros útil —terció un librero de Bamberg—, yo no os diría que no. Tengo dos cajones llenos de libros y pergaminos en el carro. Los negocios no marchan bien. Los monjes se escriben ellos mismos los libros que necesitan.

—¡Os lo advertí! —exclamó acalorado el vendedor de ornamentos sagrados—. Sólo les interesa hacer negocio.

—¿Y desde cuándo está prohibido? —Un comerciante de reliquias sentado en el otro extremo de la larga mesa les recomendó un relicario de santa Úrsula de Colonia, que era protectora de los matrimonios dichosos, y, al decir eso, le guiñó el ojo izquierdo a Afra.

—¿Un relicario? —preguntó Afra, incrédula.

—La oreja izquierda de la santa, junto al dictamen del arzobispo de Colonia que avaló su autenticidad.

Afra se asustó. Pero no por la oferta del comerciante de reliquias, sino porque el comensal que se sentaba a su lado, un hombre con el rostro demacrado y escasa cabellera, se había transformado de pronto en una figura fantasmagórica y pálida de ojos oscuros y hundidos, y una inmensa nariz ganchuda. Casi de inmediato, Afra comprendió que se había cubierto la cara con una máscara.

—Yo soy un fabricante de máscaras de Venecia —anunció tras retirarse la máscara—. Para vos naturalmente tendría un fantástico ejemplar de cocotte. Tal vez podría mostraros…

Afra hizo un gesto negativo con la mano.

—¡Os lo advertí! —repitió el vendedor de ornamentos sagrados.

—Habláis un excelente alemán —lo alabó Afra mientras el posadero servía jarras de cerveza y costillas en cuencos de barro, col hervida y humeante, y un cesto con trozos de pan.

—Tiene que ser así, si quiero vender mis máscaras. No lo tengo tan fácil como ese de ahí. —Se giró hacia un lado y comentó en un tono casi despectivo—: Un pintor de frescos de Cremona. Está buscando trabajo. Y consigue salir adelante sin hablar una sola palabra de alemán.

Los demás se rieron, y el pintor de frescos los miró fijamente sin comprender.

—Sólo quedan esos dos que están sentados a ambos lados del exorcista. —El vendedor de ornamentos sagrados los señaló con el dedo—. No parecen muy habladores. Claro que no es extraño. Uno de ellos es un tullido que se partió las piernas al caer de un andamio. Ahora tiene la esperanza de que el santo apóstol de Santiago de Compostela lo cure. Pobre diablo. Y ese otro de ahí no suelta prenda —añadió señalando con el pulgar hacia fuera.

—¡Soy un caminante en misión secreta! —replicó el aludido, y frunció la nariz como si se sintiera molesto. Sus ropas negras y sus mangas abultadas en los hombros le daban un aire elegante.

—¿Y vos? ¿De dónde venís? ¿Adonde os dirigís? —El exorcista se volvió hacia Afra al formular la pregunta mientras arrebañaba una costilla con su dentadura llena de huecos y los churretones de grasa se le deslizaban por la barbilla.

—Venimos de Ulm —respondió Afra de forma sucinta.

Ulrich le dio una patada por debajo de la mesa y agregó:

—Vivimos en Passau. Hemos pasado por Ulm de camino a Tréveris.

—No puede decirse que tengáis aspecto de peregrinos.

—No lo somos —respondió Afra.

—Queremos intentar abrir una pañería —añadió Ulrich en tono sereno. Afra asintió.

Con el rabillo del ojo, Afra vio que el vendedor de ornamentos sagrados no le quitaba los ojos de encima. Eso estaba empezando a incomodarla.

—¿Es posible —preguntó éste con vacilación— que vos y yo nos hayamos cruzado ya en alguna otra ocasión?

Afra se asustó.

—Vuestra cara me resulta familiar.

—No se me ocurre dónde podemos habernos visto. —Afra se volvió hacia Ulrich en busca de ayuda.

La animada conversación se interrumpió de forma repentina. No tanto debido a la torpeza de la pregunta del vendedor, sino porque el comerciante de reliquias acaparó la atención de los comensales. Sin que nadie se diera cuenta, había sacado una maleta de debajo de la mesa y había comenzado a extender todas las reliquias por la mesa. Acompañadas todas ellas, eso sí, de la correspondiente explicación:

—La oreja izquierda de santa Úrsula de Colonia, el cóccix de san Gaubaldo de Ratisbona, un jirón del sudario de santa Sibila de Gages, de san Idesbaldo de las Dunas, el pulgar izquierdo, y una uña del pie de santa Paulina de Paulinzella, ¡todos certificados!

Afra apartó su plato a un lado, asqueada, y en ese mismo instante entraron Alpert, el cochero, y el soldado, Jörg, en el comedor.

—Haceos un hueco en la mesa —sugirió el posadero, y ambos se apretujaron en el poco espacio libre que quedaba.

Alpert tomó asiento junto al comerciante de reliquias. Cuando vio los restos humanos delante de su plato, torció el gesto.

—¿Eso coméis?

Los demás estallaron en carcajadas, golpeándose los muslos. Sólo el vendedor de reliquias mantuvo el semblante serio y miró a los demás furibundo. Su cara enrojeció de tal modo que parecía que fuera a explotar de un momento a otro. Con los dientes apretados, bramó:

—Son reliquias de santos importantes, y su autenticidad ha sido confirmada por eminentes obispos y cardenales.

—¿Cuánto pedís por la oreja de santa Úrsula? —inquirió el vendedor de ornamentos sagrados.

—Cincuenta florines, si gustáis.

El posadero, que miraba por encima del hombro del vendedor de reliquias, exclamó escandalizado:

—¡Cincuenta florines por una oreja reseca! ¡Yo ofrezco una oreja de cerdo guisada por dos pfennig, recién hecha y acompañada de col! Y además os doy un certificado.

Evidentemente, el posadero llevaba las de ganar y los comensales aplaudieron su comentario, de modo que el comerciante guardó el muestrario de sus valiosas pero poco apetecibles reliquias.

Posando su mano en la espalda del hombre sentado a su lado, el librero de Bamberg, el fabricante de máscaras veneciano le susurró al oído:

—En Lombardía, de donde yo provengo, hay familias enteras que viven de enterrar a sus parientes muertos en tierra mezclada con cal y desenterrarlos al cabo de un año. Luego secan los huesos en un horno y los venden como reliquias. Nunca tienen problemas para encontrar un obispo codicioso dispuesto a verificar que son auténticas.

El librero meneó la cabeza.

—¿Cuándo va a acabarse este delirio de una vez por todas?

—No antes del Juicio Final —apuntó el maestro Ulrich, que de ese modo trabó conversación con el librero—: Antes dijisteis que corren malos tiempos para los libreros. A mi me cuesta creerlo. La peste y el cólera han dejado muy diezmados los monasterios, y muchos scriptoria están faltos de escribanos, y sin embargo vuestros principales compradores, los hidalgos, han sufrido mucho menos los azotes de la humanidad.

—En eso lleváis razón —respondió el librero—, pero los hidalgos continúan padeciendo los efectos de las cruzadas. La población ha mermado a menos de la mitad y los grandes señores pudientes ya no abren tanto la mano como antaño. El futuro ya no está en manos de los nobles del campo, sino en los comerciantes de las ciudades. En Nuremberg, en Augsburgo, en Frankfurt, en Maguncia y en Ulm encontraréis comerciantes tan ricos que casi podrían comprar al emperador. Por desgracia, la mayoría no sabe ni leer ni escribir. Un futuro muy negro para un librero como yo.

—¿Y no tenéis la esperanza de que la situación pueda cambiar?

El librero se encogió de hombros.

—Yo reconozco que los libros son demasiado caros. Un monje aplicado tarda en escribir las mil páginas de una Biblia, cuando menos, tres años. Aunque sólo hubiera de retribuírsele con el condumio diario y con un hábito al año, los costes en tinta y pergamino constituyen una suma considerable. Yo no puedo vender esa Biblia por dos florines. Pero no quiero perderme en lamentos.

Ulrich von Ensingen asintió con gesto pensativo.

—Deberíais aprender magia y lograr que el libro que hubiera sido escrito una vez pudiera multiplicarse por diez, o incluso por cien, sin necesidad de que una mano humana tocara la pluma.

—Señor, sois un soñador y no habláis sino de quimeras.

—Es posible, pero los ideales son la base de todo gran invento. ¿Hacia dónde os dirigís?

—El arzobispo de Maguncia se cuenta entre mis mejores clientes. Pero antes iré a visitar al conde de Württemberg. Su biblioteca es famosa y su pasión por los libros da de comer a la gente como yo.

—¿El conde Eberhard de Württemberg? —Afra miró al librero con estupor.

—¿Lo conocéis?

—Sí, bueno, en realidad, no, lo que ocurre es que… —Afra estaba confusa—. Mi padre era bibliotecario del conde de Württemberg.

—Vaya. —Ahora era el librero quien la miraba con estupor—. ¿Maese Diebold?

—Así se llamaba.

—¿Por qué «se llamaba»?

—Cuando iba camino de Ulm se cayó del caballo y se rompió el cuello. Yo soy Afra, su hija mayor.

—El mundo es un pañuelo. Yo conocí a Diebold hace años, en el monasterio de Montecassino. Una construcción monumental, situada en lo alto del valle, una ciudad por sí sola, con trescientos monjes, teólogos, cronistas y eruditos, y la biblioteca más grande de la Cristiandad. Al igual que a maese Diebold, había llegado a mis oídos que los monjes querían liquidar una parte bastante considerable de los libros, sobre todo de autores de la Antigüedad. A ojos de los benedictinos de la abadía no eran más que escritos impíos, y, sin embargo, para nosotros poseían un gran valor.

—Temo que vayáis a decirme que tuvisteis una trifulca con mi padre.

—Así fue. El conde Eberhard había provisto a vuestro padre con mucho dinero. No podía competir con él. Yo había seleccionado ya una docena de manuscritos antiguos. Con ellos habría podido sacar unos sustanciosos beneficios. Pero llegó maese Diebold y compró de golpe todos los libros que estaban a la venta. Ante eso, un librero pequeño como yo no tenía nada que hacer.

—Lo lamento por vos. Pero él era así.

El librero se quedó pensativo.

—Más tarde intenté comprarle algunos de los libros, a un precio más alto, como es natural, pero él se negó en redondo. No logré sonsacarle ni uno solo de los quinientos libros. El porqué se aferró a todos y cada uno de los libros de la abadía era y es hasta hoy un misterio para mí.

Afra miró a Ulrich de reojo, quien también parecía estar cavilando sobre el asunto. La historia del librero les había producido a los dos cierta comezón.

—¿A qué se refiere? —inquirió Afra.

Durante unos largos instantes, el librero se abstuvo de responder. Después, explicó:

—Los antiguos romanos solían emplear la expresión «Habent sua fata libelli», que significa «Los libros tienen su propio destino» o bien «Los libros tienen sus propios secretos». Tal vez maese Diebold conocía algún secreto que todos los demás ignoraban. Incluido yo. Si bien es verdad que eso no explicaría por qué no quiso venderme ni un solo libro de la biblioteca de Montecassino, sí revelaría, quizá, que su afán acaparador respondía a un motivo de peso.

Ulrich von Ensingen buscó la mano de Afra por debajo de la mesa sin apartar la mirada del librero. Ella interpretó correctamente la señal: «Ni un paso en falso. Es mejor mantener la boca cerrada».

—Todo eso ocurrió hace mucho tiempo —dijo como si quisiera quitarle hierro.

—Lo menos quince años debe de hacer —afirmó el librero. Y tras una pausa, agregó—: ¿Decís entonces que maese Diebold se cayó del caballo?

Afra se limitó a asentir.

—¿Estáis segura?

—No comprendo vuestra pregunta.

—Quiero decir que si visteis con vuestros propios ojos cómo caía.

—No, por supuesto que no. Yo no estaba presente. Pero ¿quién iba a tener algún interés en hacer daño a mi padre?

El maestro Ulrich se violentó al notar que su conversación con el librero había despertado el interés de todos los demás. En tono malhumorado, sentenció:

—Hablad si sabéis alguna cosa y tenéis algo que contar acerca del caso. De lo contrario, ¡mejor callad!

Afra se puso nerviosa. A ella le habría gustado continuar la conversación. Pero el librero alzó las manos en señal de disculpa y, dirigiéndose a Afra, respondió:

—Excusadme, no pretendía hurgar en viejas heridas. Sólo me pasó por la mente esa idea.

Más tarde, cuando se dirigían ya a su alcoba, Afra le preguntó a Ulrich por lo bajo:

—¿Crees que alguien podría haber asesinado a mi padre por el pergamino?

El maestro de obras se volvió, alzó el farol que les mostraba el camino por las empinadas escaleras y alumbró el rostro de Afra con él.

—¿Quién sabe? —susurró—. Los hombres son asesinados por las razones más disparatadas.

—Dios mío —musitó Afra—. Jamás se le ocurrió a nadie pensar en esa posibilidad. Cuando sucedió, yo era demasiado joven e ingenua para pensar algo así.

—¿Llegaste a ver el cadáver de tu padre?

—Claro que sí. No mostraba ninguna herida. Padre parecía dormido. El conde Eberhard organizó un entierro con todos los honores. Lo recuerdo a la perfección. Lloré desconsoladamente durante tres días.

—¿Y tu madre?

—Ella también lloró.

—No, no me refería a eso. Tú dijiste que ella se había quitado la vida…

Afra se tapó la boca con la mano y dio un respingo.

—¿Quieres decir —preguntó a continuación— que tal vez ella no quería acabar con su vida?

El maestro de obras se quedó callado. Luego la rodeó con el brazo y le dijo:

—Vamos.

Esa noche, por primera vez, Afra y Ulrich tenían la posibilidad de dormir juntos. A falta de una cama, hasta ese momento, salvo el primer día, siempre habían hecho el amor en el suelo del taller de la catedral o en la hierba húmeda de la vega del Danubio. El temor a ser descubiertos en plena actividad había dejado siempre en ellos un amargo regusto. Aunque, por otra parte, el escenario y el hecho de saber cuan pecaminoso era lo que allí hacían, dotaban a los encuentros de un encanto especial.

Enfrascada en sus cavilaciones, Afra se desvistió y se acurrucó bajo la rasposa manta. Estaba aterida. No sólo se debía al frío que hacía en la alcoba, donde no había nada con que calentarse. Una sensación heladora le había invadido el alma.

Las insinuaciones y conjeturas del librero la habían arrastrado a la reflexión y al silencio. Seguramente el librero había hablado de más y no tenía prueba alguna que demostrara sus suposiciones. Pero ¿acaso tenía ella alguna prueba de que realmente sus padres hubieran muerto tal como se afirmó en su momento? Cuando Ulrich se metió en la cama, ella, sin pensar, se dio media vuelta. No era en modo alguno una muestra de rechazo hacia su amante, sino un acto reflejo, carente de intención.

Ulrich intuyó de inmediato qué le sucedía a Afra. De ahí que la actitud de su amada no lo molestara. Además, su vida también había dado un giro, un giro demasiado brusco como para pasarlo por alto y actuar como si nada hubiera sucedido. Ulrich abrazó a Afra por detrás, amoldándose a su cuerpo, y posó la mano en su cadera. Luego la besó con ternura en la nuca y, respetando su silencio, trató de dormirse. Afra respiraba a un ritmo constante y Ulrich creyó que llevaba tiempo dormida cuando, al cabo de una hora larga, oyó su voz.

—Tú tampoco puedes dormir, ¿verdad?

—No —le susurró Ulrich en la nuca, aturdido.

—Estás pensando en Griseldis, ¿no es así?

—Sí. Y tú no puedes dejar de darle vueltas a la conversación con el librero.

—Hum. Es que no sé qué pensar. Casi parece que hubiera caído una maldición sobre el pergamino, una maldición que continúa con nosotros.

—Eso es absurdo —murmuró Ulrich von Ensingen, y acarició el vientre de Afra—. Hasta ahora, jamás he tenido motivos para creer en la influencia de fuerzas malignas.

—¡Sí, hasta ahora! Pero desde que nos conocimos…

—… eso no ha cambiado.

—¿Y la muerte de Griseldis?

Ulrich respiró hondo y sopló en la nuca de Afra, que sintió un cosquilleo. Él guardó silencio.

—¿Sabes que el día que murió Griseldis tu hijo vino a verme?

—No, pero la verdad es que no me sorprende. En los últimos tiempos nuestra relación no era muy buena.

—Me acusó de haberte embrujado. Luego me amenazó para que en adelante me mantuviera lejos de ti.

—«Embrujado» no es la palabra. Más bien «hechizado». O mejor aún: «encandilado». —Ulrich se rió por lo bajo—. Sea como sea, has logrado darle un sentido nuevo a mi vida.

—¡Zalamero!

—Si quieres llamarlo así… El caso es que hasta que te conocí, lo único que me mantenía vivo eran los planos de la catedral. Algunas veces me sorprendía a mí mismo hablando con las estatuas de la catedral. Eso dice mucho del estado anímico de un hombre en la flor de la vida.

—¿No eras feliz en tu matrimonio?

Ulrich guardó silencio durante unos largos instantes. No quería aburrir a Afra. Pero la oscuridad de la alcoba y el sentimiento de cercanía con Afra propiciaron la confesión.

—Griseldis era la hija de un prepósito del cabildo —comenzó a relatar Ulrich con la voz entrecortada—. Jamás llegó a averiguar cómo se llamaba su padre, y mucho menos su madre. Nada más nacer la llevaron a un convento de monjas en la Baviera de los Wittelsbach, donde tomó el velo de novicia. Hasta los veinte años no conoció a ningún hombre, a excepción de un sacerdote. Tenía, dicho sea de paso, un rostro de rasgos delicados, los ojos oscuros y una nariz afilada. Tras una discusión con la abadesa, abandonó el monasterio antes de profesar los votos eternos. Pese a que había aprendido a leer y a escribir, y conocía el Nuevo Testamento en lengua latina, le costaba Dios y ayuda relacionarse con la gente, sobre todo con los hombres. Vivió aquí y allá haciendo trabajos menores sin encontrar nada que la satisficiera. Su apariencia y su actitud reservada me atrajeron sobremanera. Yo era joven, hoy diría que demasiado joven, e interpreté su aislamiento y su timidez como argucias de mujer. La primera vez que la besé me preguntó si sería niño o niña. Precisé todas mis dotes de persuasión para convencerla de que tenía una idea errónea. Al conocer la realidad, Griseldis sufrió una funesta transformación. Con la esperanza de recuperarla, contrajimos matrimonio. Pero tras el nacimiento de nuestro hijo, todo trato carnal le parecía aborrecible, repugnante. Tanto era así que un día estuvo al borde, pues conseguí evitarlo de milagro, de atacarme con un cuchillo que había escondido bajo la cama. Quería cortarme las partes pudendas y, tal como ella dijo, «echárselas de comer a los cerdos». Por ese entonces yo todavía albergaba la esperanza de que Griseldis se repusiera del trauma del nacimiento y pudiéramos volver a tener una vida normal, pero lo que sucedió fue lo contrario. Griseldis pasaba todo el tiempo con las clarisas. En un principio, pensé que iba a rezar. Más tarde descubrí que, tras los muros del monasterio, las mujeres se entregaban a sus deseos carnales.

Afra se dio la vuelta y miró a Ulrich, sin verlo, a la cara.

—Debes de haber sufrido tanto… —dijo en la oscuridad.

—Lo peor para mí fue guardar las apariencias de puertas afuera. Un maestro de obras, cuya esposa mantiene relaciones con monjas e intenta cortarle la verga a su marido, no tiene muy fácil que digamos labrarse fama y prestigio. Por muy alta y espectacular que sea la catedral que construya.

—¿Y tu hijo Matthäus? ¿Sabía lo que ocurría con su madre?

—No, creo que no. De lo contrario no habría pensado que yo era el culpable de la mala relación que manteníamos. Tú eres la primera persona con la que hablo de este asunto.

Con cuidado, Afra acarició con sus dedos el rostro de Ulrich. Luego le agarró la cabeza con ambas manos y lo estrechó contra sí. Sus labios se buscaron en la oscuridad y, al segundo intento, se dieron un beso.

A lo lejos resonó la voz del guarda nocturno que voceaba en plena noche. Con una monótona cantinela, advertía: «Apáguense lumbres y velones para evitar lamentaciones».

La neblinosa mañana no invitaba mucho a reemprender el viaje. Las tejas de las casas y las ramas de los árboles amanecieron cubiertas por la escarcha. Al mirar por la ventana supieron que era tarde. El carretero ya estaba aparejando a los caballos.

—¡Apresuraos! —exclamó cuando Afra se asomó a la ventana—, hoy nos aguarda un largo viaje.

En el comedor, Afra y Ulrich tomaron un tazón de leche caliente y un currusco de pan con tocino.

—¿Dónde está el librero? —preguntó Afra al posadero. Éste se echó a reír.

—Ha sido el más madrugador. Para verlo habríais tenido que levantaros antes, jovencita.

Afra se quedó decepcionada. Durante la noche había pensado multitud de preguntas.

—¿Sabéis adonde se dirige, de dónde viene? ¿Sabéis cómo se llama? —insistió.

—No tengo idea. Y su nombre es tan desconocido para mí como el vuestro. ¿Por qué no le preguntasteis a él?

Afra se encogió de hombros.

—¿Y hacia dónde os dirigís vos?

—Hacia el oeste, en dirección al Rin —respondió Ulrich por ella.

—¿A través de la Selva Negra?

—Sí, creo que sí.

—Un plan bastante arriesgado en esta época. El año toca a su fin y en cualquier momento comenzarán las heladas y las nieves del invierno.

—No será tan terrible —repuso Ulrich entre risas. Luego pagó al posadero y fue a recoger el equipaje.

—Un pueblo muy bonito, Heroldsbronn —observó Afra mientras el cochero enfilaba hacia la estrecha puerta de la ciudad.

Los golfillos callejeros, que, subidos en los adrales del carro, les pedían limosna, saltaron y los dejaron marchar. Tras cruzar el puente, el cochero hizo restallar el látigo y los rocines echaron a trotar.

Envuelta en una manta, Afra trató de refugiarse del gélido viento tras la espalda del soldado. Verdaderamente no habían escogido una buena época para viajar. Ulrich le estrechó la mano a Afra.

—¿Hasta dónde te propones llegar hoy? —preguntó Ulrich al cochero.

—Dios dirá —respondió éste, volviéndose—. Hasta que no hayamos atravesado el desfiladero del Eisbach, no podré deciros.

De repente levantó la niebla y las primeras manchas de árboles aparecieron ante sus ojos, pequeñas arboledas de abetos que media milla más adelante se abrían a un paisaje de prados despejados. En la cima de una loma, desde donde se disfrutaba de una amplia vista hacia el oeste, el cochero señaló con el látigo al horizonte.

—¡La Selva Negral! —exclamó con el viento de cara, y su aliento quedó suspendido en el aire.

Hasta donde alcanzaba la vista todo era bosque, bosque oscuro e infinito sobre inmensas colinas. Parecía casi imposible que un carro de caballos fuera a ser capaz de atravesarlo.

Ulrich le dio una palmada al cochero en la espalda.

—¡Espero que conozcas el camino del bosque, amigo!

—Descuidad. Lo he recorrido al menos media docena de veces, aunque nunca en esta época del año. ¡No temáis!

Llevaban ya un buen rato sin avistar ningún poblado, y también había transcurrido bastante tiempo desde que se cruzaron con el último carro. A medida que el camino de tierra se adentraba en el bosque, se evidenciaba por qué se le había dado ese nombre. Los altos abetos, que se erigían a escasa distancia unos de otros, apenas dejaban penetrar la luz. El cochero refrenó a los caballos.

El sepulcral silencio que reinaba en el bosque recordaba al de una catedral. En ese solemne recogimiento, los chirridos del carruaje se revelaban casi irrespetuosos. De cuando en cuando un pajarillo, cuya paz había sido perturbada, echaba a volar. Afra y Ulrich no se atrevían ni siquiera a hablar. Y el bosque parecía no tener fin.

En un intento por levantar los ánimos —en esos momentos habían recorrido ya veinte millas— el cochero sacó una botella de aguardiente. Afra le dio un buen trago. La bebida quemaba como el fuego. Pero ayudaba a entrar en calor.

Con un fuerte «¡Sooo!» el cochero tiró de las riendas. Había un abeto atravesado en el camino. Al principio parecía que el viento podía haberlo arrancado, pero cuando el carretero se acercó a examinar de cerca el tronco, se inquietó.

—¡Qué extraño! —exclamó por lo bajo—. El árbol está recién cortado.

Entornando los ojos, buscó con la mirada en la espesura de ambos lados del camino. Con la boca abierta, aguzó el oído tratando de detectar algún ruido sospechoso; pero salvo los relinchos de los caballos y el tintineo de las vajillas, no se oía nada. Afra y Ulrich continuaban sentados en el carro, como petrificados.

Con un lento movimiento, el soldado sacó su ballesta de debajo del asiento. Luego, con mucho sigilo, bajó del pescante.

—¿Qué está pasando? —susurró Afra asustada.

—Parece que hemos caído en una emboscada —murmuró Ulrich, mientras sus ojos escrutaban el bosque.

Agitando la mano con vehemencia, el cochero hizo una señal al maestro Ulrich.

—Tú quédate aquí y no te muevas pase lo que pase —le ordenó Ulrich a Afra antes de bajar del carro.

Los tres hombres deliberaron en susurros sobre las posibles soluciones. El camino era angosto y el paso entre la maleza y los árboles muy estrecho, de forma que la posibilidad de dar la vuelta quedaba descartada. Si no estaban dispuestos a encogerse como cobardes y rendirse a su destino, tenían que ponerse manos a la obra. El árbol no parecía tan grueso como para que tres hombres fuertes no pudieran levantarlo y apartarlo a un lado.

Pero debían tener en cuenta que, en cualquier momento, los salteadores podían aparecer entre la maleza. El tiempo apremiaba. Codo con codo, los hombres rodearon el tronco con los brazos y, a la voz de tres, arrastraron el árbol hacia un lado, un palmo cada vez.

Acababan de lograr su objetivo cuando el maestro de obras se volvió hacia Afra. Lo que vio en ese instante, le heló la sangre. En el carro, un sombrío individuo le tapaba la boca a Afra desde atrás. Un segundo hombre intentaba desgarrarle las ropas, mientras un tercero se hacía con la mercancía. El soldado echó mano de su ballesta, el cochero agarró su látigo y Ulrich se abalanzó sobre el pescante.

—¡Atrás, atrás! —gritó el soldado apuntando hacia allí con la ballesta.

Pero Ulrich no se pudo dominar. Fuera de sí, se arrojó con ambos puños sobre el desenfrenado maleante. Éste, alcanzado en la nuca por un tremendo puñetazo, soltó inmediatamente a Afra y se volvió hacia Ulrich. Afra gritó hasta desgañitarse cuando los dos hombres comenzaron a pelear cuerpo a cuerpo. Ulrich jamás habría sospechado que en semejante situación las fuerzas lo acompañarían. Pero cuando el segundo salteador, quien momentos antes había atacado a Afra, lo agarró por el gaznate mientras el primero le hincaba la rodilla en el estómago, Ulrich se dio por vencido. Sintió cómo poco a poco perdía el conocimiento. Luego todo se volvió negro.

Así pues, Ulrich no fue consciente de que el soldado, que había seguido la pelea ballesta en mano, apretó el gatillo. Y, como el sonido de una llamarada en la lumbre, la flecha zumbó momentáneamente al surcar el aire y se clavó en la espalda del segundo malhechor. En un acto reflejo, éste alzó los brazos, se retorció como un animal herido y cayó del carro de espaldas, quedando tendido, inerte, entre las ruedas trasera y delantera. Cuando sus dos compinches lo vieron tumbado allí, emprendieron la huida con un magro botín.

Afra se inclinó preocupada sobre Ulrich, que yacía desmayado sobre el pescante. Su vestido estaba desgarrado por encima del pecho, pero Afra no había sufrido daños graves.

—¡Despierta! —exclamó con voz llorosa.

Entonces Ulrich abrió los ojos. Meneó la cabeza con fuerza, como si de esa forma quisiera sacudirse lo que acababa de sucederle.

—¿Dónde está ese bribón? —murmuró Ulrich, descompuesto por el dolor—. Lo mataré.

—No es necesario —respondió Afra—, ya lo ha hecho el soldado en tu lugar.

—¿Y los otros?

Afra levantó el brazo y señaló hacia el frente.

—¿Y a qué esperamos? ¡A por ellos! —exclamó Ulrich mientras se incorporaba.

—¡Tranquilo, cada cosa a su tiempo! —atajó el cochero—. Habrá que ver qué hacemos con ése.

En ese instante Ulrich vio al bandolero tendido bajo el carro.

—¿Está muerto? —preguntó con reserva.

El soldado mostró la ballesta al maestro de obras.

—Un tiro certero con esta arma es capaz de derribar a un toro. Y os aseguro que ese asaltador no era ningún toro, sino más bien un alfeñique.

—¡Pero ha intentado matarme! Pensé que me estrangulaba. —Ulrich bajó del carro.

El malhechor yacía boca abajo sobre el suelo helado. Tenía los miembros del cuerpo retorcidos de un modo extraño. En su cuerpo no se apreciaban heridas, ni sangre, ni disparos, nada.

—¿De veras está muerto? —preguntó Ulrich sin esperar una respuesta. No sin cierto remilgo, agarró el brazo izquierdo del muerto, que había quedado doblado hacia atrás, y lo arrastró hasta sacarlo de debajo del carro—. No iremos a marcharnos y dejarlo así —dijo vacilante.

—¿Acaso creéis que habríamos recibido un entierro solemne de haber caído muertos nosotros ante esos maleantes? —El carretero no podía disimular la cólera.

Cuando Ulrich dio la vuelta al cadáver, se quedó estupefacto. Alzó la vista hacia Afra boquiabierto; acto seguido miró con aire inquisitivo al cochero, que se hallaba junto a él.

—Pero si éste, éste es… —tartamudeó en susurros. Fue todo cuanto pudo decir.

—… el tullido de la posada —concluyó la frase el cochero—. Está claro que no estaba tan impedido ni era tan pobre hombre como decía ser.

—Ahora comprendo. Aprovechó que había hecho un alto en la posada de Heroldsbronn para averiguar quién de todos llevaba una mercancía más valiosa.

—Eso parece —observó el cochero, y agregó—: Ya me había ocurrido otras veces, pero nunca con tanto descaro, debo admitir. Fingir ser un pobre tullido para planear un asalto… Espero que no hayáis perdido ninguna de vuestras pertenencias. A mí me han robado dos cántaros de estaño, nada que no pueda remediarse.

Ulrich von Ensingen se volvió hacia Afra con gesto interrogante.

Ésta se llevó las dos manos hacia el pecho, donde le habían desgarrado el vestido.

—¡El pergamino! —musitó.

—¿Te lo han robado?

Afra asintió.

El maestro de obras miró a un lado con gesto pensativo.

—¿Y vuestro dinero? —inquirió el cochero, que estaba al corriente de que el viajero llevaba consigo una elevada suma de dinero.

Ulrich se dirigió a los caballos y levantó las vajillas. Debajo se encontraban lo que llamaban «gatos», que eran talegos de piel que servían para transportar a escondidas grandes sumas de dinero. Con la palma de la mano Ulrich golpeó los gatos y oyó tintinear el dinero.

—Todo está en orden —anunció aliviado—. Y ahora enterremos a ese maleante de alguna manera. Al fin y al cabo es un hombre, un desgraciado, pero un hombre.

Entre los tres arrastraron el cadáver hacia el bosque y lo depositaron entre las inmensas raíces de unos árboles. Con las ramas de un árbol, cubrieron al muerto. Luego montaron en el carro y reemprendieron la marcha.

Entre unas cosas y otras, ya era mediodía. Debían apresurarse para cruzar el desfiladero del Eisbach. El cochero sabía, por viajes anteriores, que uno podía esperarse cualquier cosa: desprendimientos si se habían producido fuertes lluvias o avalanchas de piedras si el terreno estaba seco o helado. El mero hecho de toparse con un carro de frente por la estrecha vereda podía ponerlos en un serio aprieto.

Todavía les temblaban las piernas por el brutal asalto. Había pasado ya más de una hora y nadie había abierto la boca. Afra estaba adormilada. No sabía si reír o llorar por la pérdida del pergamino.

Sin duda, el legado de su padre había despertado más aún su curiosidad tras las extrañas insinuaciones del librero sobre la muerte de sus padres. Sin embargo, se sentía aliviada, liberada. En los últimos días, el pergamino había sido como un lastre que acarreaba en su corazón, que la angustiaba. Eso había terminado. En Estrasburgo quería dejar atrás su pasado y comenzar junto a Ulrich una nueva vida, una vida con horizontes más tranquilos.

El destino no lo querría así.

Habían atravesado el desfiladero sin mayores problemas cuando, de pronto, el cochero detuvo el carro en un claro. Miró a su alrededor con recelo, luego bajó del pescante y se alejó unos pasos en dirección a una cosa blanca que había en la helada linde de la pradera.

Afra comprendió antes que nadie lo que había ocurrido. Los asaltadores que le habían robado el estuche, convencidos de que carecía de valor, se habían deshecho del pergamino.

El cochero examinó el pergamino por ambos lados y estuvo a punto de arrojarlo al suelo de nuevo.

—¡Espera! —exclamó Afra—. ¡Es mío!

—¿Vuestro? —El cochero se volvió con recelo.

—Sí, lo llevaba conmigo en un pequeño cofre. Es un recuerdo de mi padre.

La explicación de Afra no logró ahuyentar el recelo del cochero.

—¿Un recuerdo? —replicó—. ¡Pero si no hay ni una sola línea escrita!

—¡Tráelo aquí de todos modos! —medió Ulrich para ayudar a Afra.

El cochero obedeció de mala gana. Refunfuñando por lo bajo, le tendió el pergamino a Afra, subió al pescante y arreó a los caballos.

Cuando los rocines reanudaron la marcha, el cochero se volvió y le preguntó a Afra:

—¡Sospecho que os burláis de mí! ¿Cómo iba a ser eso un recuerdo? ¡Si es una hoja en blanco!

—¿Quién sabe? —respondió Afra con vaguedad, y esbozó una sonrisa forzada.