Un pergamino en blanco
Había llegado mayo y, con él, la primavera. Una primavera nada cálida, a diferencia de otros años. Pero los vientos templados del sur desterraron la humedad y el frío. La Fiesta de la Primavera en la plaza del mercado congregaba a jóvenes y viejos. Acudían gentes de todas partes. Los comerciantes y artesanos de la ciudad ponían a la venta sus productos. Y también en las calles, juglares, músicos y toda suerte de personajes ambulantes hacían exhibiciones para los ciudadanos. En las posadas y las tabernas se bailaba.
Bernward, el maestro pescador, y su mujer Agnes, se habían conocido en este festival, un primer domingo de mayo. Eso había sucedido hacía muchos años, tantos que ya no recordaban exactamente cuántos, pero, desde entonces, cumplían religiosamente con la tradición de regresar una vez al año al lugar donde se vieron la primera vez.
Ese lugar era el Hirschen, una famosa posada de la Hirschengasse, frecuentada principalmente por maestros artesanos. Esa primavera, los pescadores tampoco faltaron a su cita.
El día de descanso de los trabajadores de la catedral, Afra lo había pasado en la feria. Le encantaba sumergirse en el tumulto, entre los forasteros y las atracciones. A decir verdad, no es que conociera muchas otras distracciones. Un oficial cantero la había invitado al baile del Hirschen, pero ella había declinado la invitación. No tenía ninguna gana de relacionarse con hombres, y no sufría en absoluto por ello.
La mirada de Afra buscaba entre el gentío, aunque en vano, la figura del maestro Ulrich, el único hombre por el que sí se sentía atraída. Ella, por supuesto, era consciente de que Ulrich von Ensingen ya tenía una edad y, además, una mujer, y en realidad no sabía muy bien qué esperaba exactamente de él, pero todo eso no lograba contener sus anhelos. Tal vez sólo fuera la actitud distante del maestro lo que tanto atraía a Afra.
Antes de caer la noche, Afra volvió a casa de lo más animada. Bernward y su esposa no habían regresado del baile, y Afra decidió retirarse a descansar. Acababa de quitarse el vestido, aunque todavía no se había soltado el cabello, cuando se oyeron unos fuertes golpes en la puerta. La habitación de Afra, situada bajo el desván, sólo disponía de una ventana que miraba hacia el río, de modo que no podía asomarse a ver quién podía desear entrar a aquellas horas.
En un primer momento no reaccionó, pero dado que quienquiera que llamara aporreaba la puerta cada vez más fuerte, bajó al piso inferior y preguntó sin abrir:
—¿Quién vive a estas horas? El pescador Bernward y su mujer Agnes todavía no han regresado.
—¡Yo no quiero hablar con el pescador y su mujer!
Afra reconoció la voz al instante. Era Ulrich von Ensingen.
—¿Sois vos, maestro Ulrich? —inquirió Afra, sorprendida.
—¿No piensas dejarme pasar?
En ese preciso instante Afra cayó en la cuenta de que sólo llevaba una combinación de lino. Instintivamente se recogió a toda prisa la fina prenda en torno al cuello. Que el maestro Ulrich la visitara por la noche la desconcertó sobremanera, y el cuerpo entero comenzó a temblarle. Finalmente abrió la puerta y Ulrich se deslizó en el interior de la casa.
—El maestro Varro me ha contado que el vestido te sienta extraordinariamente bien —dijo Ulrich, como si aquel intempestivo encuentro fuera lo más habitual del mundo.
Afra oía los latidos de su corazón. Temía dar una respuesta tonta. En medio de su aturdimiento, asintió y forzó una sonrisa. Luego incluso se asustó un poco al oírse responder:
—En eso el sastre tiene razón, maestro Ulrich, ¿queréis verlo?
—Por eso estoy aquí, doncella Afra —respondió Ulrich como si fuera evidente. Su voz transmitía calma y serenidad, y en cuestión de segundos Afra se despojó de todos sus reparos.
—Venid, pues —repuso entonces con igual aplomo, y con un gesto lo invitó a subir la escalera. Mientras subían al dormitorio de Afra, ésta rompió el incómodo silencio—: El pescador y su mujer, que son casi como unos padres para mí, han ido hoy a bailar al Hirschen. ¿Cómo es que vos no habéis ido también?
—¿Yoooo? —rió el maestro Ulrich arrastrando la palabra—. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que fui a bailar. Pero, en tu caso, señorita, ¿qué te impide hacerlo? Tengo entendido que los picapedreros y los carpinteros pierden la cabeza por ti.
—Pero yo por ellos no —respondió Afra secamente—. Los hombres salen corriendo tras la primera falda que ven, siempre que sume menos años que su madre. No, prefiero estar sola.
—En ese caso, cualquier día acabarás en un convento. Sería una lástima, siendo, como eres, una joven tan hermosa.
Afra estaba acostumbrada a los cumplidos, aunque no solía prestarles atención. Sin embargo, en esa ocasión, fue distinto. Afra aspiró las palabras de Ulrich como la brisa fresca de una mañana de verano. Llevaba mucho tiempo esperando oír una palabra afectuosa o un galanteo bienintencionado.
Ya en su alcoba, Afra recogió a toda prisa el vestido que solía llevar a diario, que descansaba sobre la silla, el único asiento en toda la estancia. A continuación sacó del armario el vestido confeccionado por Varro y se lo mostró a Ulrich.
—Hermoso, muy hermoso —comentó éste.
A Afra le llamó la atención el escaso interés del maestro por la obra del sastre.
—Queréis… —comenzó a decir tímidamente.
—… que te pongas el vestido. Un vestido sin su percha es tan aburrido como una letanía. ¿No te parece?
—Como digáis, maestro Ulrich.
—Pese a la larga combinación que llevaba, Afra se sentía desnuda ante el maestro. Por lo general, no era vergonzosa. A quien, como ella, había vivido durante años en el campo, entre gentes sencillas y de buena fe, cualquier sentimiento de vergüenza le resultaba casi un acto de vanidad. Pero en esa inesperada situación la violentaba desvestirse delante de Ulrich.
Un hombre de la categoría de Ulrich von Ensingen, ducho en relaciones sociales y aparentemente a la altura de cualquier situación, reparó en su titubeo y se sentó a horcajadas en la única silla de la alcoba, de espaldas a Afra. Luego afirmó con un guiño:
—Arreglado. Tranquila, que no miraré.
Afra se cubrió de rubor. A diferencia de cuando hubo de desvestirse delante del pintor Alto von Brabant, esta vez tuvo que sobreponerse al miedo. Porque de pronto sintió un miedo terrible, miedo a cómo reaccionaría si Ulrich von Ensingen se le acercaba. A decir verdad, no había nada que deseara con más ardor, pero su experiencia con los hombres le había arrebatado toda ilusión. Cuántas veces no se habría preguntado, en sus horas de soledad, si llegaría un día en el que ella se entregara a un hombre sin recelo. En esos momentos se había sentido vacía e incapaz de albergar pasión dentro de sí.
Ahora, tras haberse despojado de las enaguas, se quedó inmóvil unos instantes detrás de Ulrich. No podía verla, y ella se sintió casi decepcionada al comprobar que no se volvía. Desde que el maestro Alto se había inspirado en ella para pintar a santa Cecilia, se sentía orgullosa de su precioso cuerpo. Afra se enfundó a toda prisa el vestido verde, se colocó bien los senos y alisó con la mano el amplio cuello del vestido. Y mientras se arreglaba su trenzado moño, exclamó con la misma agitación que los niños cuando juegan al escondite:
—¡Maestro Ulrich, ya podéis mirar!
Ulrich von Ensingen se levantó de la silla y contempló a Afra estupefacto. Sabía de sobra que Afra era hermosa, mucho más hermosa que las hijas de los burgueses de Ulm a los que sus padres llevaban a la iglesia de la mano los domingos. Afra era distinta a las demás. Su pelo oscuro brillaba como la seda. Sus mejillas eran ligeramente sonrojadas, sus labios perfectos, y en sus ojos chispeaban miles de promesas.
El maestro Alto había enseñado a Afra la postura que más ensalzaba las virtudes de su cuerpo. Así, la joven descansaba sobre la pierna derecha, con la izquierda levemente flexionada, y se había llevado los brazos a la cabeza, como si continuara arreglándose el peinado. En esa posición sus pechos se elevaban de tal forma sobre el escote que Ulrich tardó unos instantes en apartar sus ojos de ellos y seguir paseando lentamente su mirada por el esbelto cuerpo de la doncella.
Estaba deslumbrado. La cara de Afra evocaba a la de Uta, la escultura de la fundadora de la catedral de Naumburgo, cuyo rostro era el más bello esculpido en piedra al norte de los Alpes. Y el cuerpo de Afra no tenía nada que envidiar al de las vírgenes prudentes que desde hacía más de doscientos años adornaban la Puerta del Paraíso de la catedral de Magdeburgo.
Afra lo miró con una sonrisa. No sin asombro, advirtió que Ulrich von Ensingen, el famoso maestro de obras, era susceptible de sentir vergüenza. Al observarlo, percibió signos claros de indecisión en él. Ulrich desvió la vista y, por primera vez en su vida, Afra sintió que se hallaba en posición de ejercer poder sobre un hombre.
—No decís nada —se aventuró Afra, tratando de tender una mano al maestro Ulrich—. Puedo imaginarme por qué. Creéis que una prenda tan preciosa no es digna de una simple mesera, ¿no es así?
—Al contrario —respondió Ulrich con vehemencia—. Al contemplarte me he quedado sin habla. Yo más bien diría que servir en un comedor es indigno de una joven tan bella como tú.
—¡Ahora os estáis mofando de mí, maestro Ulrich!
—¡En absoluto! —Ulrich avanzó hacia Afra—. Ya en nuestro primer encuentro, en el taller de la catedral, me quedé fascinado al contemplarte.
—Pues habéis sido muy hábil disimulándolo —respondió Afra. Los halagos de Ulrich la hacían sentirse cada vez más fuerte—. Yo os tomaba por un tipo solitario completamente entregado al arte de la construcción. No puede decirse que me hayáis tratado con mucha amabilidad a pesar de que tal vez os salvé la vida.
—Lo sé. En cuanto a la soledad, no te falta razón. Todo verdadero artista centra toda su atención en sí mismo y en su arte. En ese sentido, no hay diferencias entre poetas, pintores y maestros de obras. Pero todos ellos tienen algo más en común: una musa, un ser femenino, hermoso y fascinante al que veneran y ensalzan en su obra. Acuérdate a quién adoraba Walther von der Vogelweide en sus odas. O piensa en Hubert Van Eyck, ese importante pintor actual. Sus madonas no son santas, sino adorables féminas de senos desnudos y sensuales labios. Y las figuras con las que mis trabajadores adornarán la puerta de la gran catedral, supuestamente en honor a Dios Nuestro Señor, son en realidad imágenes de sus musas, o sus fantasías, esculpidas en piedra.
Ulrich se acercó más a Afra. Ésta, sin querer, retrocedió. Ahora temía lo que más había deseado. Cuánto había ansiado la cercanía de Ulrich, cuánto había anhelado ese momento, y ahora se apartaba. ¿Qué quería, entonces? En ese instante deseó que la tragara la tierra.
Ulrich percibió sus reparos y se detuvo.
—No tienes por qué tenerme miedo —susurró por lo bajo.
—No os tengo miedo, maestro Ulrich —aseveró Afra.
—Seguro que no te has acostado nunca con un hombre.
Afra notó que la sangre le subía a la cabeza. ¿Cómo debía comportarse? ¿Debía mentir y decir «No, maestro Ulrich, vos seríais el primero»? ¿O debía contarle lo que le había acontecido en sus años de pubertad?
En ese momento optó por contarle, si no toda, parte de la verdad:
—El señor feudal para el que trabajé desde los doce años a cambio de pan y un techo donde dormir me arrebató la doncellez apenas cumplí los catorce. Cuando dos años más tarde intentó propasarse de nuevo, decidí huir. Ahora ya sabéis cómo me han ido las cosas.
Afra rompió a llorar. Si Ulrich le hubiera preguntado por el motivo de sus lágrimas, no habría sido capaz de darle una respuesta. Su mente estaba en blanco, vacía de todo pensamiento. Ni siquiera se dio cuenta de que Ulrich la abrazaba compasivamente y le acariciaba la espalda.
—Lograrás olvidarlo —la consoló.
Afra tuvo de pronto la sensación de que acababa de despertar de un sueño. Pero el sueño era real. Al comprobar que se hallaba entre los brazos de Ulrich, un escalofrío de placer le recorrió todo el cuerpo. Sintió el deseo de abrazarlo con fuerza. Y sin pensárselo dos veces siguió sus instintos. No había dejado de derramar lágrimas todavía cuando rompió a reír. Sí, comenzó a reírse de sus propias lágrimas y se enjugó los ojos con los puños.
—Perdonad, todo esto me ha desbordado.
Muchos días después, cuando pensaba en lo sucedido esa noche —y en las que siguieron—, meneaba la cabeza y se preguntaba una y otra vez cómo había llegado a suceder lo que sigue: Ulrich la estrechaba entre sus brazos cuando Afra dio un paso atrás y se dejó caer sobre la cama. Se quedó tendida ante él, inerme. Por un instante los dos se quedaron paralizados. Luego Afra se recogió el vestido, lo subió hasta descubrir sus partes pudendas y se entregó al maestro Ulrich.
—Te deseo —oyó susurrar a Ulrich von Ensingen.
—Yo también —respondió ella con el semblante serio.
Cuando él se tumbó sobre ella, cuando la penetró con un breve y rápido movimiento, Afra sintió el deseo de gritar, no de dolor, sino de placer. Se sintió como jamás se había sentido: flotaba, levitaba, tenía la mente limpia. Había dejado atrás la repugnancia y el rechazo que durante tanto tiempo afloraron ante la sola idea de que un hombre la rozara. Ulrich la amó con tanta ternura y pasión que ella deseó que no terminara jamás.
—¿Quieres ser mi musa? —le preguntó el maestro de obras en un tono casi infantil.
—Por supuesto que sí —exclamó Afra, entusiasmada.
Y mientras Ulrich deslizaba los brazos bajo su cintura y elevaba su cuerpo como un arco sobre el portal de una iglesia, mientras se mecía en el interior de Afra como el delicado oleaje de las aguas, susurró:
—Entonces te haré un monumento en la catedral. Serás recordada durante miles de años, mi bella musa.
Ulrich la poseía cada vez con mayor apasionamiento. Y su jadeante respiración sumió a Afra en el éxtasis. Ésta pugnó entre espasmos y sintió la fuerza proveniente de la virilidad de Ulrich. De pronto un ardor interno se apoderó de ella. Tuvo la sensación de que en sus oídos resonaban las notas de un coro. Una vez, dos veces, luego Afra se desplomó.
Permaneció con los ojos cerrados sin atreverse a mirar a Ulrich. Y aunque el peso de su cuerpo le impedía respirar, deseaba que Ulrich se quedara tumbado sobre ella para siempre.
—Espero no haber estropeado tu hermoso vestido —oyó decir a Ulrich como en la lejanía.
A Afra no le pareció muy oportuno el comentario. Por lo que acababa de vivir en ese instante habría sacrificado de buena gana el vestido y todas sus pertenencias. Pero probablemente, pensó, Ulrich von Ensingen estaba tan extasiado como ella.
Pasó un buen rato hasta que Afra recobró el sentido. El primer pensamiento lúcido que le vino a la mente fue: ¡el pescador y su mujer! No quería ni imaginarse lo que sucedería si la sorprendían en su alcoba con el maestro Ulrich.
—¿Ulrich? —aventuró con cautela—. Lo mejor sería…
—Lo sé —la interrumpió éste, y se incorporó. La besó en la boca y se sentó en el borde de la cama—. Aunque —agregó—, ya no eres ninguna niña. El pescador no tiene por qué reprocharte nada.
Tras levantarse, Afra se colocó bien el vestido. Y mientras se arreglaba el moño trenzado, dijo:
—Tú tienes una esposa y sabes lo que eso significa para alguien como yo.
A eso respondió Ulrich von Ensingen elevando el tono:
—Nadie, me oyes, nadie, te acusará jamás. Yo me encargaré personalmente de impedir que eso ocurra.
—¿Qué quieres decir con eso? —Afra le lanzó una mirada interrogante.
—El magistrado puede formular una acusación contra un amancebamiento. Pero se necesita al menos un testigo. Además, se guardará muy bien de hacerlo. Pues de lo contrario, tendría que acusarse también a sí mismo y a su amante. Todo el mundo sabe que Benedikt se acuesta dos días a la semana con la mujer de Arnold, el escribano municipal. No es casualidad que la última acusación contra una adúltera en esta ciudad date de siete años atrás. —Tomó a Afra de las manos—. No temas. Yo te protegeré.
Las palabras de Ulrich la calmaron. Jamás nadie le había hablado de ese modo. Sin embargo, al hallarse frente a frente y mirarse a los ojos, a Afra le asaltaron las primeras dudas: ¿Era correcto dar rienda suelta a los sentimientos que albergaba hacia Ulrich?
Él pareció leerle el pensamiento.
—¿Te arrepientes? —preguntó.
—¿Arrepentirme? —Afra trató de disimular su preocupación—. No borraría ni un solo segundo de la última hora, créeme. Pero ahora es mejor que te vayas antes de que Bernward y su mujer regresen.
Ulrich asintió. Besó a Afra en la frente y se marchó.
Había caído la noche sobre el barrio de los pescadores. Se veía algún que otro noctámbulo regresando del baile. Un borracho arrolló al maestro Ulrich y balbuceó una disculpa. A sólo unos pasos de la casa del pescador Bernward, un hombre vagabundeaba con un candil. Al aproximarse, al maestro de obras le pareció reconocer a Gero von Guldenmundt. Pero de pronto la luz del farol se extinguió y la figura se esfumó por una bocacalle.
Ésa y las noches que siguieron Afra se sintió como en las nubes. Había logrado huir de su pasado. Su vida, hasta entonces limitada a la supervivencia, había tomado de pronto un rumbo diferente. Ahora quería vivir la vida, saborearla. Su encogimiento y su discreción innatos, que eran, a sus ojos, cuanto había de esperarse de una mesera, se tornaron de un día para otro en aplomo y seguridad. Algunos ratos se mostraba incluso alegre. Disfrutaba de su distendida relación con los picapedreros y los carpinteros, y acogía los piropos, las bromas y las indirectas de éstos con osados comentarios que hacían callar a los rudos muchachos.
Los trabajadores, por supuesto, se percataron de que el maestro Ulrich von Ensingen, a quien nunca se había visto por el comedor, ahora comía allí. Y si uno observaba cómo servía Afra los platos al maestro de la catedral, se daba cuenta de cuan delicadamente se rozaban sus manos. Eso dio lugar a habladurías. Además, Ulrich y Afra no disimulaban el amor que sentían cuando se citaban al acabar la jornada.
Ulrich le abrió los ojos a Afra a la arquitectura, le explicó la diferencia entre el estilo antiguo y el nuevo, entre la bóveda de arista y la bóveda de crucería, y la sección áurea, que seducía al ojo humano de forma inexplicable como una canción de amor regala el oído de la amada. No obstante, para Afra el significado de la sectio aurea seguía en gran parte oculto. Ésta era el resultado de dividir una recta de tal forma que el rectángulo formado a partir de ésta y a partir del lado del cuadrado, y el segmento menor, tienen las mismas proporciones. Pero la ley en sí, atribuida al griego Euclides y con la que trabajaban los grandes maestros de obras, fascinaba a Afra sobremanera. De pronto veía la catedral con otros ojos y, cuando el tiempo se lo permitía, podía pasarse una hora entera contemplando los detalles de la obra.
No fueron pocas las veces que, de noche, Ulrich y Afra hicieron el amor en las ventosas alturas del taller del maestro o, en los días hermosos, en la vega del río. Y a resultas de esos encuentros el precioso vestido verde de Afra acabó maltrecho, Ulrich encargó al maestro Varro otros dos nuevos, uno de color rojo y el otro amarillo.
Hacía tiempo que Afra se había despojado de sus complejos y lucía distinguidos vestidos propios de una rica burguesa, pese a que esos ropajes a la moda la convertían en pasto de las malas lenguas. En el comedor, más de una vez había oído de refilón la frase: «Debe de tenerlo de lo más satisfecho».
Que justamente el vestido amarillo fuera a dar un siniestro vuelco a su vida le parecía a Afra tan improbable como contemplar los rayos del sol el Día de Todos los Santos. Sin embargo, aconteció así y no de otro modo.
Varro da Fontana había traído el elegante tejido para el vestido desde Italia, donde el amarillo luminoso era símbolo de elegancia. Ni el sastre del sur ni Afra cayeron en la cuenta de que, al norte de los Alpes, las ropas amarillas tenían un significado harto distinto, pues a fin de llamar la atención del público, la mayoría de las prostitutas y trabajadoras de las casas de baños vestían de ese color.
Las primeras que repararon en ello fueron las vendedoras del mercado. Cuando Afra paseaba por el mercado donde tiempo atrás había trabajado de pescadera, las mujeres cuchicheaban: «Quién iba a pensar que abrirse de piernas fuera un negocio tan provechoso, ¡Qué asco!». Algunas escupían a su paso y otras le volvían la espalda al cruzarse con ella. Afra ignoraba el porqué de ese cambio en el comportamiento de las gentes de Ulm, de modo que no se privó de seguir llevando el vestido amarillo.
Un sábado en que reinaba el habitual bullicio de los trabajadores en el comedor, sucedió lo inimaginable. Un carpintero, al que por su envergadura todos apodaban el Gigante, lanzó delante de Afra una moneda de cinco pfennig a la mesa y exclamó, desinhibido por la cerveza:
—¡Ven aquí, zorrilla, házmelo aquí, encima de la mesa!
El estridente griterío de los trabajadores cesó abruptamente. Todas las miradas se volvieron hacia Afra, al tiempo que el Gigante se sacaba las partes pudendas de las calzas.
Afra se quedó de piedra.
—¿Acaso crees que soy una cualquiera a la que puedes comprar por cinco pfennig? —preguntó plantándole cara al carpintero. Y con una mirada de desdén a su informe miembro viril, agregó—: Jamás he visto cosa más repugnante.
Los presentes estallaron en carcajadas, golpeando las mesas con los puños.
—¡Ahí tienes el dinero, así que hazme algo! —bramó el otro, y se acercó a Afra con los brazos extendidos. Acto seguido, la agarró con sus férreas manos y la empujó contra la mesa. Los demás hombres, pasmados, estiraron el cuello.
Afra se defendió con uñas y dientes.
—¿Así es como me ayudáis? —gritó.
Pero los hombres se limitaron a mirar como pasmarotes. Era imposible oponerse a la fuerza de aquel gigante. Haciendo acopio de sus últimas fuerzas, Afra hincó la rodilla en la entrepierna del gigante. Éste se dobló con un estridente grito, soltó a Afra y se tambaleó hasta desplomarse en el suelo. Afra se recompuso y se precipitó hacia la salida, temiendo que los demás trataran de retenerla. Entonces Ulrich von Ensingen apareció en la puerta. El griterío de los trabajadores volvió a cesar por completo.
El maestro de obras abrazó a Afra. Ésta comenzó a sollozar. Ulrich le acarició el cabello con ternura mientras escrutaba a los hombres del comedor con una mirada furibunda.
—¿Estás bien? —preguntó por lo bajo.
Afra asintió. Luego Ulrich apartó sus brazos de ella y se dirigió hacia el carpintero, que continuaba retorciéndose de dolor en el suelo.
—Levántate, cerdo —dijo con un tono apenas audible, y asestó una patada al gigantón—, levántate para que todos puedan ver la cara que tiene un cerdo.
El carpintero balbuceó algo similar a una disculpa y se incorporó. Acababa de enderezarse del todo cuando el maestro Ulrich agarró una silla con las dos manos, la levantó en el aire por encima de su cabeza y se la arrojó. La silla saltó en pedazos y el hombretón se desplomó, sin articular palabra, en el suelo.
—Sacadlo de aquí. Apesta —susurró Ulrich dirigiéndose a los hombres allí presentes—. Y en cuanto vuelva en sí, decidle que no quiero volver a verlo nunca más en la obra. ¿Ha quedado claro?
Jamás habían visto al maestro Ulrich tan alterado. Temerosos, los trabajadores agarraron al carpintero por la ropa y tiraron de él. La cabeza le sangraba como a un cerdo degollado. Y según lo arrastraban hacia el exterior, dejaba tras de sí un rastro oscuro.
Desde aquel día todos los ciudadanos señalaban a Afra con el dedo. El comedor se quedó vacío. Por la calle, la gente se apartaba a su paso.
Una mañana, cuando se cumplían justo dos semanas del desgraciado incidente, apareció en la puerta de la casa de Bernward una pata de gallo.
—¿Sabes lo que esto significa? —preguntó el pescador, de lo más agitado.
Afra lo miró con miedo.
El rostro del pescador reflejaba preocupación.
—Quieren acusarte de brujería.
A Afra le dio un vuelco el corazón.
—Pero ¿por qué? Yo no he hecho nada.
—El maestro Ulrich es un hombre casado y tiene una mujer devota. Y tu vestido amarillo no ha contribuido a que te vean como una doncella honrada. Habéis ido demasiado lejos y tendrás que pagar por ello.
—¿Qué debo hacer?
Bernward se encogió de hombros. Al fin, Agnes, su mujer, terció. Agnes siempre había mostrado gran afecto por Afra. Quería lo mejor para ella. Agnes la cogió de la mano y le dijo:
—Nunca se sabe cómo puede acabar todo esto. Pero si quieres que te dé un consejo, Afra, escapa. Eres trabajadora y allá donde vayas encontrarás un lugar donde servir. Con las gentes de esta ciudad no se puede bromear. Son bribones y usureros como los que más, pero de puertas afuera se comportan como si fueran devotos. Hazme caso y sigue mi consejo. Sería lo mejor para ti.
A Afra se le llenaron los ojos de lágrimas al escuchar las palabras de la pescadora. En Ulm había encontrado un hogar. Por primera vez en su vida había encontrado un entorno donde se sentía cómoda. Y, sobre todo, Ulrich estaba allí. No quería ni imaginarse que la breve racha de suerte que apenas había paladeado tuviera que llegar a su fin.
—¡No, no y mil veces no! —exclamó Afra iracunda—. Yo me quedo aquí porque no soy culpable de nada. ¡Que me acusen si es lo que quieren!
También Ulrich von Ensingen comenzó a verse rodeado de más enemigos. Entre los trabajadores se formaron grupos que se habían propuesto sabotear el trabajo del maestro. Los picapedreros, en lugar de escoger las mejores piedras, escogían las más quebradizas. Y en las vigas que trabajaban los carpinteros se encontraban cada vez más nudos. Incluso los capataces, con los que Ulrich mantenía una relación de lo más cordial, de la noche a la mañana comenzaron a evitar el trato con él y a atender a las instrucciones de Matthäus, el hijo de Ulrich, que ya había acabado la oficialía y se había convertido también en maestro.
En tan complicada situación, Afra y Ulrich se apoyaron el uno en el otro y cada vez estaban más unidos. Como todo el mundo sabía de su relación, abandonaron todos los esfuerzos por disimular su amor. Paseaban cogidos del brazo por el mercado y se abrazaban mientras contemplaban desde la orilla cómo zarpaban los barcos que emprendían largos viajes. Pero la suerte no estaba de su lado.
El gigante al que Ulrich von Ensingen había dejado maltrecho en el comedor, había denunciado a Afra ante el magistrado de la ciudad. Un leguleyo, pagado por Gero von Guldenmundt, lo había apremiado a hacerlo, pues sabía que al maestro de obras no había forma de echarle mano. Sin embargo, para acusar a Afra de brujería se necesitaban tan sólo dos testigos que estuvieran dispuestos a denunciar algún comportamiento extraño. Y por extraño se entendía en aquel tiempo ser pelirrojo o lucir un vestido aterciopelado.
Cuando el asunto llegó a oídos de Ulrich von Ensingen, salió al encuentro de Afra, que ya apenas salía de casa. Era bastante tarde. Bernward reprochó al maestro Ulrich que sólo faltaba, por todos los santos, que también arrastrara consigo a la desgracia a su mujer y a él. Como alguien se enterara de su visita, podrían culparlo a él, al pescador, de haber auspiciado el pecaminoso amorío. Pero Ulrich no se marchó.
Afra intuyó de inmediato que la visita nocturna de Ulrich no presagiaba nada bueno y se lanzó a los brazos del maestro entre lágrimas. Ulrich compuso un gesto serio y anunció sin ambages:
—Afra, mi amor, lo que voy a decirte ahora me parte el corazón; pero créeme, es importante y el único modo de salir del apuro.
—Ya sé lo que has venido a decirme —exclamó Afra, negando rotundamente con la cabeza—. Quieres que escape a escondidas de la ciudad como una delincuente que huyera de la justicia. Pero ahora dime, ¿cuál ha sido mi delito? ¿Defenderme cuando ese gigantón quiso forzarme? ¿Amarte, quizá? ¿O poseer un cuerpo más vistoso que las hijas de los burgueses? ¡Dímelo!
—Tú no tienes culpa alguna —trató de apaciguarla Ulrich—, por supuesto que no. Pero las circunstancias te han arrastrado a ti, y sólo a ti, a esta situación. A mí tampoco me gusta pensar que voy a perderte, y no tiene por qué ser para siempre. Pero si no huyes inmediatamente de la ciudad, ellos te…
Ulrich sollozó. Se sentía incapaz de expresar sus pensamientos.
—Ya sabes lo que hacen con las acusadas de brujería —dijo—. Y te aseguro que mi mujer sería la primera que no dudaría en declarar contra ti. Huye, ¡hazlo por mí! ¡Tu vida corre peligro!
Afra había escuchado en silencio, sin cesar de mover la cabeza a un lado y a otro a medida que la rabia y el miedo se apoderaban de ella. ¿Qué mundo era ése? Con los puños apretados contra el pecho, Afra clavó la mirada en el suelo. Permaneció callada unos largos instantes, luego miró a Ulrich a los ojos.
—Sólo me iré si tú vienes conmigo.
Ulrich asintió, como si quisiera dar a entender que ésa era justamente la respuesta que esperaba. Después, respondió:
—Afra, yo ya había pensado en esa posibilidad. Podría hacerme a la idea incluso de abandonar la construcción de la catedral y buscar trabajo en Estrasburgo, Colonia, o donde fuera. Pero no olvides que tengo una esposa. Y marcharme y dejarla sola no es tan sencillo, por mucho que en nuestro matrimonio no haya ni asomo de amor. Además, está enferma desde hace algún tiempo. Las migrañas que sufre son tales que, como ella misma asegura, cualquier día le estallará la cabeza. Y en nada le ayuda su costumbre, que jamás perdona, de pasar las noches en vela rezando. No puedo irme contigo. ¡Tienes que comprenderlo!
Afra rompió a llorar. Luego se encogió de hombros en silencio y miró hacia un lado. Al cabo de un rato, durante el cual no se atrevieron a mirarse, ella se dirigió decididamente hacia el armario, sacó de entre sus sábanas un cofre envuelto en arpillera y se lo entregó a Ulrich.
—¿Qué es esto? —preguntó él con curiosidad.
—Mi padre… —respondió Afra, titubeando— murió cuando yo tenía doce años. Como era la mayor de cinco hermanas, me dejó en herencia este cofre y una carta. Nunca he comprendido del todo el significado de la carta, y menos aún, el del contenido del cofre. Con los vaivenes de mi vida, la carta de mi padre se perdió. Cada vez que lo pienso, me daría de cabezadas contra la pared. Pero el cofre y el contenido los guardo como oro en paño.
—Me tienes con el alma en vilo.
—Ulrich hizo ademán de abrir el pequeño cofre, pero Afra posó su mano sobre la suya.
—En la carta, mi padre venía a decir que el contenido valía una fortuna y que sólo habría de recurrir a él cuando ya no viera otra salida, pues debía de tener en cuenta que, por otra parte, el contenido del cofre podría arrastrar a la ruina a toda la humanidad.
—Suena bastante misterioso. ¿Has mirado alguna vez lo que hay en el interior del cofre?
—No —respondió Afra meneando la cabeza—, las veces que quise hacerlo algo acabó deteniéndome. —Entonces miró a Ulrich—. Pero creo que ha llegado el momento, ahora que los dos necesitamos ayuda desesperadamente.
Afra se volvió de espaldas y desató la tira de cuero que envolvía el escrito guardado dentro del cofre.
—Dime, ¿qué hay dentro del misterioso estuche? —inquirió Ulrich impaciente.
—Un pergamino. —Afra parecía decepcionada—. Por desgracia, no se puede leer.
—¡Déjame ver!
El pergamino era de color ocre y había sido doblado en cuatro partes, cada una de ellas del tamaño de una mano. Desprendía un olor peculiar, aunque no desagradable. Cuando Ulrich lo hubo desdoblado cuidadosamente y examinado por ambos lados, se mostró desconcertado.
Afra asintió.
—Nada. Un pergamino en blanco.
Ulrich alzó el pliego ante la titilante luz de la tea.
—En efecto, ¡nada! —Decepcionado, bajó de nuevo el pergamino.
—Tal vez —terció Afra en susurros— sea muy antiguo y el texto se haya desvanecido con los años.
—Bien podría ser. Pero entonces tu padre tampoco habría podido leerlo.
—Claro, en eso no había pensado. De ser así, debe de haber otra explicación.
Ulrich von Ensingen volvió a plegarlo con cuidado y se lo entregó de nuevo a Afra.
—Se dice —comentó— que los alquimistas se sirven de una tinta que al poco de escribir, se desvanece como la nieve en primavera, y que se requiere una mixtura secreta para tornarla visible de nuevo.
—¿Crees que el pergamino oculta un texto escrito con esa sustancia invisible?
—¿Quién sabe? Pero tendría sentido, pues al menos eso nos confirmaría que el pergamino contiene un texto comprometedor que no debe leer cualquiera.
—Lo que dices es muy emocionante, pero ¿dónde podemos encontrar un alquimista dispuesto a prestarnos ayuda?
El maestro Ulrich se quedó pensando y, finalmente, anunció:
—Hace ya mucho tiempo, un alquimista llamado Rubaldo me ofreció sus servicios. Era un ex dominico, monje al fin y al cabo, como la mayoría de los alquimistas. Solía hablar con metáforas y símbolos sobre la afinidad entre los metales y los planetas, sobre todo de la Luna, a la que atribuía un especial significado en la construcción de una catedral. Por ejemplo, decía que el sillar de clave de una bóveda sustentaría la obra durante mil años si se colocaba cuando hay luna nueva.
—¿Tú no le hiciste caso?
—Por supuesto que no. Yo coloqué los sillares de clave cuando correspondía, según el plan de trabajo. Desde luego, no me detuve a contemplar el cielo por la noche antes de acabar las bóvedas. Creo que Rubaldo no se tomó a bien que lo despidiera. Él esperaba sacar cuantiosos ingresos con la construcción de la catedral. Por lo que sé, ahora vive en la otra orilla del río y trabaja al servicio del obispo de Augsburgo en secreto. De lo contrario, me temo que no tendría de qué vivir. La alquimia no es un negocio muy lucrativo que digamos.
—Ni muy pío. ¿No es cierto que la Iglesia condena la alquimia?
—Oficialmente, si. Pero en secreto y a una distancia prudencial, todo obispo mantiene a un alquimista con la esperanza de que llegue el milagro, y de que tal vez algún día éste logre convertir el hielo en oro o halle el elixir de la verdad. Algunos obispos, e incluso un papa, leyeron más libros sobre alquimia que sobre teología.
—Entonces tenemos que encontrar a ese tal maestro Rubaldo. Mi padre era un hombre muy astuto. Y si él dijo que sólo debía abrir el cofre en caso de extrema necesidad, cuando ya no viera otra salida, estoy segura de que hay un motivo. Tal vez esto pueda ayudarnos a los dos. No puedes negarme este favor.
Ulrich miró a Afra indeciso. ¿De qué iba a servirles en esa situación un pergamino en blanco? ¿Y no era demasiado arriesgado reunirse con un alquimista después de que ella hubiera sido acusada de brujería? Sin embargo, vio la expresión de súplica en el rostro de Afra y accedió.
A la mañana siguiente, al despuntar el alba, cruzaron el río en una balsa, a escasa distancia de la desembocadura del Blau en el Danubio. El barquero, adormecido todavía y deslumbrado por los primeros rayos del sol, no abrió la boca, lo cual, sin embargo, no incomodó a Afra ni a Ulrich, quienes viajaban absortos en sus propios pensamientos.
La casa del alquimista, de aspecto poco acogedor, se hallaba un poco apartada, sobre un pequeño cerro. Era más alta que ancha y sólo disponía de una ventana en cada uno de los dos pisos. Desde allí se divisaba a gran distancia a cualquier persona que quisiera acercarse.
De modo que probablemente Rubaldo no se sorprendió al oír que Ulrich von Ensingen lo llamaba golpeando la puerta. Con todo, hubieron de esperar un rato largo. Al fin se abrió en la puerta una trampilla, de unos cinco dedos de ancho, y al otro lado apareció un rostro, blanco como la cal y con los ojos vidriosos. Una voz áspera y grave habló:
—Ah, el maestro Ulrich, ¡el maestro de obras de la catedral! ¿Acaso habéis cambiado de parecer y ahora requerís mi ayuda? Permitidme que os diga algo, maestro Ulrich: Id al diablo. Estoy seguro que ya tenéis un pacto con él. —Se oyó una risa entrecortada, luego la voz prosiguió—: De qué otro modo explicaríais que vuestra ambiciosa catedral continúe todavía hoy en pie, habiéndoos mofado como os mofasteis de la influencia de la Luna en la construcción. No he olvidado vuestras palabras: «La Luna guía a los bebedores hasta sus hogares por la noche, pero a la hora de construir una catedral, tanto da que crezca o que mengüe, que brille o que no». Marchaos y llevaos con vos a vuestra hermosa acompañante.
Justo antes de que Rubaldo cerrara la portezuela, Ulrich le puso ante los ojos una moneda de oro, y al instante el rostro del alquimista se iluminó. A continuación corrió el cerrojo de la puerta y abrió.
—Estaba seguro de que estaríais dispuesto a conversar, maestro Rubaldo —comentó Ulrich con un irónico retintín y le puso el doblón en la mano.
El alquimista señaló a Afra con un leve movimiento de cabeza y preguntó:
—¿Y quién es ella?
—Afra, mi querida —respondió Ulrich sin rodeos. Él bien sabía cómo buscar las vueltas al alquimista—. De ella se trata.
Rubaldo lo miró intrigado. El alquimista tenía un aspecto grotesco. Llegaba a Afra a la altura de los hombros. Por debajo de su negro hábito, el cual llevaba ceñido a la cintura y sólo le cubría hasta los muslos, salían dos esmirriadas piernas abrigadas con calzas. La capucha del hábito estaba rematada con una borla.
—Os ha embrujado y ahora queréis libraros de ella —aventuró Rubaldo con una voz que no concordaba en absoluto con el hombrecillo que era.
—Sandeces. Yo no creo en esas charlatanerías.
—Ulrich adoptó un gesto serio, y el alquimista bajó la cabeza como si quisiera esconderla bajo su capucha.
—Se dice que los alquimistas dominan un tipo de escritura cifrada que desaparece al contacto con el papiro, y que se requiere cierta sustancia para tornarla visible de nuevo.
Una risa maliciosa asomó fugazmente al rostro de Rubaldo.
—En efecto, eso dicen. —Su cabeza asomó de nuevo bajo la capucha y, con un deje arrogante en la voz, aseveró—: Sí, sí, así es, maestro Ulrich. Ya Filón de Bizancio, que trescientos años antes del nacimiento de Nuestro Señor escribió nueve libros sobre los conocimientos de su época, conocía la tinta secreta ferrogálica. La lástima es que el libro en el que describía cómo devolver la visibilidad al texto se perdió.
—¿Estáis diciendo que es del todo imposible devolver la visibilidad a la tinta… cómo la habéis llamado… «ferrogálica»?
Afra se quedó mirando expectante al alquimista.
—En absoluto —respondió éste, tras una larga y meditada pausa—. No obstante, no son muchos los conocedores de la receta del preparado que permite tornar la escritura visible.
—Ya entiendo —intervino Ulrich—, pero a menos que tenga un concepto erróneo de vos, maestro Rubaldo, vos os contáis entre aquellos que poseen un sobrado conocimiento de dicha receta.
El alquimista se frotó las manos y fingió que se ruborizaba. Luego, soltó una maliciosa risita.
—Como es natural, descubrir el secreto es harto costoso. Quiero decir que un remedio contra el dolor de cabeza o contra la mala digestión sale más barato.
Ulrich miró a Afra y asintió. Luego se volvió hacia Rubaldo y preguntó sucintamente:
—¿Cuánto?
—Un florín.
—¿Habéis perdido el juicio? ¡Eso no lo gana un picapedrero en todo un mes de trabajo!
—Un picapedrero no sabe devolver la visibilidad a un texto. Y a todo esto, ¿de qué se trata?
Afra extrajo el pergamino doblado del cofre y se lo entregó al alquimista. Éste examinó el pliego y lo recorrió con las yemas de los dedos. Luego lo alzó delante de la ventana para verlo a contraluz y lo giró en todas las direcciones.
—No hay duda —sentenció al fin—, en el pergamino hay un texto oculto, un texto muy antiguo.
Ulrich lanzó una mirada escrutadora a Rubaldo.
—Está bien, maestro alquimista, obtendrás un florín si logras hacer aparecer la escritura delante de nuestros ojos.
Antes de que Ulrich acabara de pronunciar la frase, una figura de gran estatura asomó por la estrecha escalera, una mujer vestida con largas ropas y, como poco, dos cabezas más alta que el alquimista.
—Ésta es Clara —anunció Rubaldo sin más explicaciones, salvo una mirada hacia el cielo que a saber qué significaba. Clara asintió amablemente y se marchó en silencio por una de las puertas.
—Seguidme —señaló Rubaldo indicándoles las escaleras con la mano. Éstas consistían en unos toscos maderos, y cada paso provocaba un crujido y un chasquido, como si cada peldaño sufriera con el peso de los visitantes.
Afra jamás había visto el laboratorio de un alquimista. La sombría habitación tenía un aspecto un tanto siniestro. Los cientos de cachivaches, cuya utilidad y significado suscitaban otras tantas preguntas, la dejaron perpleja, sin habla. Las estanterías estaban atestadas de recipientes de cristal y de barro con extrañas formas. Las cubetas con hierbas secas, bayas y raíces despedían acres olores. Cada una de ellas estaba etiquetada con una enrevesada letra: belladona, adormidera, estramonio, cicuta, lechetrezna. En tarros de cristal llenos de líquido amarillo o verde flotaban animales muertos, tales como escorpiones, lagartos, serpientes, escarabajos y engendros que Afra jamás había visto.
Al acercarse, Afra descubrió que uno de los tarros de cristal contenía un homúnculo, una especie de hombrecillo de apenas un palmo de estatura con una gran cabeza deforme y extremidades muy desarrolladas. Afra retrocedió y se llevó un terrible susto cuando sus ojos se detuvieron antes las fauces de un lagarto más largo que el brazo de un hombre.
Rubaldo, que se percató del respingo que dio Afra, soltó una risita por lo bajo.
—No temáis, querida, el animal lleva muerto y disecado más de medio siglo. Proviene de Egipto y lo llaman «cocodrilo». Los egipcios incluso le rinden culto divino.
Afra siempre se había imaginado lo divino de otro modo, se lo había imaginado noble, hermoso y venerable, y precisamente por eso, sagrado. Las palabras del alquimista la desconcertaron y buscó consuelo en la mano de Ulrich.
En la estancia, cubierta por un techado de vigas de madera, reinaba el silencio. Se oía flamear la llama que ardía bajo un recipiente redondo de cristal. Un tubo serpenteante que ascendía desde el globo cristalino producía de vez en cuando un borboteo.
—Dame el pergamino —solicitó el alquimista a Afra.
—¿Estáis seguro de que no provocaréis en el pliego ningún daño?
Rubaldo negó con la cabeza.
—En esta vida hay una única certeza, que es la muerte. Pero pondré todo mi empeño y procederé con extrema cautela, de modo que ¡dadme el pergamino de una vez!
Sobre una mesa situada en el centro de la habitación el alquimista extendió una especie de fieltro. Colocó el pergamino encima y fijó las esquinas con unos alfileres. Luego se dirigió hacia una estantería donde se encontraban apilados infinidad de libros, rollos de papiro y hojas sueltas. «¿Cómo diantres —pensó Afra— puede un hombre aclararse en medio de este caos?». Los lomos de algunos libros estaban etiquetados y revelaban en tinta marrón el contenido o el autor de la obra, nombres y títulos que para un cristiano normal y corriente representaban auténticos jeroglíficos y, de los cuales, algunos estaban escritos con una letra que a ojos de Afra parecían los garabatos de un niño. En alfabeto latino se distinguían algunos nombres como Conrado de Vallombrosa, Nicolau Eimeric, Alexander Neckam, Juan de Rupescissa o Robert de Chester. Asimismo, había algunos títulos de misteriosa sonoridad escritos en lengua latina, como De lapidibus, De occultis operibus naturae, Tabula Salomonis o Thesaurus nigromantiae. Un título en lengua alemana rezaba: Experimentos que, cortejando a una noble reina, inventó el rey Salomón y que son sencillos.
—¿Por qué apenas hay libros escritos en lengua alemana que versen sobre vuestro arte? —inquirió Afra.
Rubaldo recorría los libros de la estantería con la mirada, mas no dejó que la pregunta lo distrajera de su búsqueda. Sin volverse, respondió:
—Nuestra lengua adolece de una pobreza y degeneración tales que para muchos significados ni siquiera dispone de una palabra. En el caso de ciertas palabras, como «lapidarium» o «nigromantia», incluso para la palabra «alquimia», el alemán requiere largas y engorrosas explicaciones para definir cuanto entrañan.
De forma milagrosa, al cabo de poco Rubaldo encontró lo que buscaba. Tosiendo, como si hubiera respirado humo, extrajo de una de las pilas un delgado volumen. El hecho de que al cogerlo otros libros se precipitaran al suelo pareció incomodarle tan poco como la nube de polvo que ello provocó.
Rubaldo alisó en la mesa el ejemplar, cosido con finos hilos, y comenzó a leer. Por inescrutables razones compuso una mueca y luego empezó a mover los labios como un devoto que rezara sus plegarias.
—¡Ya lo tengo! —exclamó al fin, preparó una cubeta y tomó de los anaqueles media docena de botellas y redomas.
Con un vaso medidor, que permanentemente miraba a contraluz, vertió diferentes cantidades de líquidos. El brebaje de la cubeta cambió en varias ocasiones de color, pasando del rojo al marrón hasta tornarse al final de una sorprendente claridad.
Afra estaba nerviosa, y en medio de su nerviosismo —cuántas veces en la vida le brindaban a uno la oportunidad de observar de cerca a un alquimista— se santiguó. No recordaba cuándo era la última vez que lo había hecho.
A Rubaldo no se le escapó el gesto de devoción. Sin interrumpir su trabajo, se rió por lo bajo.
—Podéis santiguaros cuanto queráis si creéis que eso os ayudará. A mí, en nada me ayuda. Lo que acontezca aquí no tiene nada que ver con la fe, sino con la ciencia. Y ya se sabe que la ciencia es enemiga de la fe.
—Con vuestro permiso —terció Ulrich von Ensingen—, yo hubiera esperado de vos más patrañas.
Entonces el alquimista interrumpió su trabajo, ladeó la cabeza y gruñó:
—Por un miserable florín no permitiré que me sigáis ofendiendo, maestro Ulrich. Lo que se practica bajo este techo no es brujería, sino ciencia. Id al diablo con vuestro estúpido pergamino.
—No era ésa su intención —trató de calmarlo Afra.
—No, de veras que no —agregó el maestro Ulrich—. Son tantos los rumores que corren por ahí sobre la alquimia…
—No menos de los que circulan sobre vos y la catedral —replicó Rubaldo malhumorado—. Se dice que habéis escondido dinero y oro en los muros. Algunos afirman incluso que habéis emparedado a una doncella viva.
—¡Sandeces! —espetó el maestro Ulrich, indignado.
—¿Lo veis? —lo interrumpió Rubaldo—, lo mismo sucede con la alquimia. Se cuentan historias estremecedoras sobre gente como yo, y sin embargo llegué desnudo al mundo, como cualquier hijo de vecino. Y a menos que logre hallar el elixir de la vida eterna, moriré como todos los demás.
Afra escuchó las palabras del alquimista con los ojos medio cerrados.
—Continuad, os lo suplico —lo apremió.
Finalmente pareció que Rubaldo había terminado el preparado.
—¡Poned el florín sobre la mesa, delante de mí! —exclamó el alquimista dirigiéndose a Ulrich von Ensingen, y enfatizó sus palabras golpeando con el índice el tablero de la mesa.
—¿Acaso creéis que os queremos engañar? —preguntó el maestro de obras, ofendido.
El alquimista se encogió de hombros y al realizar ese gesto hundió la cabeza dentro de su capucha.
El maestro Ulrich se sacó entonces un florín del bolsillo y, agarrándolo con el pulgar y el índice, lo lanzó sobre la mesa.
El alquimista emitió un gruñido de satisfacción y retomó el trabajo. Con una borla de lana, que previamente untó en el preparado, comenzó a frotar el pergamino con suavidad. El brillo en los ojos de Afra revelaba su nerviosismo. Estaba situada a la derecha del maestro Rubaldo, enfrente de Ulrich. La luz débil del alba que penetraba por la izquierda se reflejaba en el pergamino. Con el gorgoteo del aparato de cristal de fondo, contemplaban los tres el pergamino humedecido. Al cabo de poco el pliego adoptó un color oscuro, sin que apareciera todavía ninguna letra.
Afra lanzó a Ulrich una mirada de preocupación. ¿Qué objetivo perseguía su padre con ese absurdo truco de la tinta invisible?
Pasaron los minutos, y Rubaldo salpicaba continuamente el pergamino. Él no parecía nada nervioso. También es cierto que él no tenía nada que perder, salvo un florín. El alquimista se percató de los nervios de Afra. Como si quisiera consolarla o tranquilizarla, comentó:
—¿Sabéis que, cuanto más antigua es la escritura oculta, más tarda en aflorar?
—Queréis decir que…
—Desde luego. La paciencia es la máxima de todo alquimista. La alquimia no es una ciencia donde las cosas puedan medirse en segundos o minutos. Incluso los días son demasiado cortos para nuestro gremio. Normalmente pensamos en años, y algunos hasta en la eternidad.
—Por desgracia nosotros no podemos esperar tanto —respondió Ulrich von Ensingen, impaciente—. Pero ha merecido la pena intentarlo.
El maestro de obras estaba a punto de meterse el florín de nuevo en el bolsillo cuando el alquimista le golpeó en la mano. De forma simultánea la mirada de Ulrich se cruzó con la mirada de indignación del alquimista y éste señaló con un gesto de cabeza el pergamino.
En ese instante Afra también lo vio: como trazadas por una mano fantasmal comenzaron a aparecer letras en distintas partes del pergamino, en un primer momento muy pálidas, como cubiertas por un velo, y luego, como por arte de magia, cada vez más nítidas, como si detrás se hallara la mano del Maligno.
Las tres cabezas estuvieron a punto de chocar al contemplar, inclinadas sobre el pergamino, la milagrosa aparición de los trazos. No cabía la menor duda, a pesar de que casi ninguna letra coincidía con las que conocían, de que se trataba de un texto manuscrito.
—¿Puedes leer algo? —preguntó Afra, expectante.
Ulrich, muy versado en el manejo de planos y escritos antiguos, torció el gesto. Sin dar una respuesta, inclinó la cabeza a un lado y luego al otro.
El alquimista sonrió a sabiendas de que su visitante se exasperaría cuando, tras desclavar los alfileres con los que había fijado el pliego al fieltro, él le diera la vuelta al pergamino.
—El líquido hace visibles los trazos de cualquier pergamino —observó con satisfacción—, pero no obstante resulta difícil leer un texto del revés.
El maestro Ulrich se sulfuró por no haber caído en la cuenta. En ese instante Afra también lo vio. Ante sus ojos aparecieron palabras, frases enteras que, si bien ella no podía comprender, formaban un texto coherente. Las letras parecían más bien artísticos dibujos formados por elegantes trazos.
—Santo cielo —exclamó Afra, impresionada.
Ulrich se volvió hacia Rubaldo y le dijo:
—Vuestro latín ha de ser por fuerza mejor que el mío. Leed en voz alta lo que el desconocido autor puso por escrito.
El alquimista, atónito también por su experimento, carraspeó y comenzó a leer con su grave voz:
—«Nos, Joannes Andreas Xenophilos, minor scriba inter Benedictinos monasterii Cassinensi, scribamus hanc epistulam propia manu, anno a nativitate Domini octogentesimo septuagesimo, Pontificatus Sanctissimi in Christo Patris Hadriani Secundi, tertio eius anno, magna in cura et paenitentia. Moleste ferro…»
—¿Qué significa? —preguntó Afra interrumpiendo la lectura del alquimista—. Seguro que podéis traducirlo.
Rubaldo recorría con el dedo el texto del pergamino, todavía húmedo.
—El asunto apremia —repuso el alquimista, quien por primera vez parecía nervioso.
—¿Por qué? —preguntó Ulrich von Ensingen.
El alquimista se miró las yemas de los dedos como para comprobar si el preparado secreto manchaba. Después respondió:
—El pergamino comienza a secarse. En cuanto se seque del todo, el texto desaparecerá de nuevo. No sé cuántas veces puede repetirse el proceso sin dañar la tinta secreta.
—¿A qué esperáis entonces para traducir de una vez lo que acabáis de leer? —exclamó Afra, sulfurada.
Al fin Rubaldo se inclinó, posó el índice en el pergamino y comenzó a traducir, vacilante al principio, luego cada vez con mayor fluidez, mientras Ulrich, a sus espaldas, tras coger una pluma, garabateaba en letra minúscula en la palma de su mano unas notas:
—«Nos, Johannes Andreas Xenophilos, escriba menor de los monjes del monasterio de Montecassino, escribimos esta carta de nuestro puño y letra en el año 870 después del nacimiento de Nuestro Señor, bajo el pontificado del Santo Padre, Vicario de Cristo, Adriano II, en el tercer año de su ejercicio, con gran preocupación y pesar. Acarreo conmigo la pesada carga que me fue impuesta y que a lo largo de toda una vida mi pluma se negó a poner por escrito, y que arde en el interior de mi alma como el fuego del infierno; sólo ahora que el veneno paraliza mi aliento como el frío a los insectos llevo al pergamino aquello que no nos honra ni al papa ni a mí. El temor a ser descubierto antes de fallecer me impulsa a escribir con la sangre del Espíritu Santo, la cual es invisible a la vista del hombre, y que Dios disponga si algún día, y de ser así, en qué momento, alguien viene en conocimiento de mi mal obrar. Aconteció que yo, Johannes Andreas Xenophilos, para quien el scriptorium de Montecassino se ha convertido en segundo hogar, recibí un día el encargo de redactar un pergamino siguiendo un oscuro modelo, el cual, escrito a vuela pluma con sanguina, constituía una ofensa a la vista de aquel que lo contemplara. El contenido era para alguien como yo, profano tanto en los asuntos del Estado como en los intereses de la Iglesia romana, una incógnita; ante todo escapaba a mi entendimiento por qué en aquella ocasión yo, en contra de lo que era costumbre en documentos de índole similar, había de firmar con el nombre de Constantinus Caesar, así acaté la orden, después de preguntar a mis superiores y ser advertido de que debía desentenderme de cuestiones que no concernían a quien ocupaba el cargo más bajo de entre los escribas. Cierto es que los límites de mi sabiduría son los del copista de un monasterio, mas mi necedad no era tan vasta como para impedirme comprender el alevoso encargo que me había sido encomendado. Digo por tanto con toda claridad: yo fui quien, de mi puño y letra, escribí el Constitutum Constantini en ilegítimo beneficio de la Iglesia romana, simulando que el documento había sido escrito por mano del antes nombrado, quien, sin embargo, en esos tiempos llevaba quinientos años muerto…»
El alquimista se detuvo y su mirada se perdió en el infinito. Parecía como si algún pensamiento lo hubiera dejado sin respiración.
—¿Qué os pasa? —preguntó Afra.
—Todavía no habéis llegado al final, maestro Rubaldo —agregó Ulrich von Ensingen—, ¡Continuad! El texto comienza a desvanecerse.
Rubaldo asintió, aún abstraído, y prosiguió la traducción:
—«Mi abad, cuyo nombre me guardaré de revelar, creyó que no notaría el veneno que desde hace semanas se me administra mediante mi frugal alimento sin otro fin que silenciarme para siempre, pero al paladar es amargo como una almendra y…»
El alquimista se interrumpió; pero Ulrich, quien también dominaba el latín, se situó junto a Rubaldo y prosiguió con voz firme:
—«… ni siquiera la miel con que endulzo la leche por las mañanas es capaz de enmascarar el amargor. Que Dios se apiade de mi pobre alma. Amén. Post scriptum: Deposito este pergamino en un libro del anaquel superior del scriptorium, cuya lectura sé que todavía nadie en nuestro monasterio ha llevado a cabo. Este libro lleva por título: Del abismo del alma humana».
Ulrich von Ensingen levantó la vista. Luego se volvió hacia Afra, que parecía estupefacta. Finalmente ésta lanzó una mirada inquisitiva a Rubaldo. Éste se frotó la nariz desconcertado, como pensando. Acto seguido cogió el florín y lo dejó caer en el bolsillo interior de su jubón.
El angustioso silencio fue quebrantado por Afra:
—Si lo he entendido, acabamos de escuchar el testimonio de un hombre asesinado.
—Y además en Montecassino, el monasterio más famoso del mundo —apostilló Ulrich.
—Sin embargo —acotó Rubaldo—, los hechos ocurrieron hace más de quinientos años. El mundo es cruel, muy cruel.
El maestro Ulrich no sabía cómo explicar la actitud del alquimista. Hacía apenas unos instantes se había mostrado turbado, cuando no consternado, y ahora, de pronto, podría decirse que casi se mofaba del pergamino.
—¿Sabéis sobre qué versa ese documento? —preguntó el maestro de obras al alquimista.
—No tengo ni idea —respondió Rubaldo un tanto cortante—. Probablemente deberíais preguntar a un teólogo. En Ulm, al otro lado del río, los hay hasta debajo de las piedras.
—¿Acaso no tenéis vos también un pasado monacal, maestro Rubaldo? —inquirió Ulrich con gesto grave.
—¿Cómo ha llegado eso a vuestros oídos?
—En Ulm se habla de ello. Pero, sea como sea, lo que digo es que no ha de resultaros ajeno el significado del Constitutum Constantini.
—Jamás lo había oído. —La respuesta de Rubaldo sonó desabrida. Y como si quisiera evitar más preguntas, se dirigió hacia la ventana, cruzó los brazos a la espalda y contempló la vista con gesto de aburrimiento—. La única explicación que puedo ofreceros hace referencia a la sangre del Espíritu Santo. Así es como se denomina entre los alquimistas la tinta que se vuelve invisible poco después de entrar en contacto con el pergamino y que sólo puede ser revelada mediante un preparado especial. Si queréis saber mi opinión, se trata de un vulgar benedictino que quiso darse importancia. Los benedictinos son famosos por su verborrea. Creen que son más inteligentes que otros monjes y ponen cualquier nadería por escrito. No, hacedme caso, el pergamino no posee más valor que el del material en el que fue escrito. —Rubaldo regresó a la mesa sobre la que se hallaba el documento—. Deberíamos destruirlo antes de que ocasione alguna desgracia.
En ese instante Afra se interpuso y exclamó:
—¡No os atreváis! Me pertenece y quiero conservarlo.
Los tres se quedaron contemplando el pergamino. El texto se había desvanecido de nuevo. Afra cogió el misterioso documento, lo dobló cuidadosamente y lo guardó en el cofrecillo.
Durante el regreso hacia la otra orilla del río reinó el mismo silencio que en el trayecto de ida, hecho que pareció dejar indiferente al barquero. Afra, desesperada, intentaba recordar las circunstancias por las que el pergamino había llegado a sus manos. Al morir, su padre había dejado a cada una de las cinco hermanas una miseria. Nunca había sido un hombre con posibles, pero podía sentirse orgulloso de que en tiempos tan difíciles como aquéllos la familia no pasara necesidades. Por ser la mayor de las hermanas Afra había recibido el cofre, y por ser la mayor se le presuponía una actitud más responsable. Dado que la de su padre había sido una muerte temprana, él nunca había hecho alguna alusión aclaratoria delante de Afra. Cualquier comentario acerca del pergamino habría quedado grabado en su memoria.
—¿En qué piensas? —le preguntó Ulrich mientras observaba las ondas que levantaba el bote al surcar el río con la proa.
Afra sacudió la cabeza.
—No sé qué pensar. ¿Qué significa todo esto?
Tras una larga pausa, cuando ya casi habían alcanzado la orilla, Ulrich respondió:
—Tal vez me equivoco, pero tengo la sensación de que aquí hay gato encerrado. Cuando Rubaldo estaba traduciendo el texto, se detuvo de repente, como sin saber qué hacer. Me dio la impresión de que estaba abstraído en sus pensamientos. Y vi cómo le temblaban las manos.
—De eso no me he dado cuenta —respondió Afra, volviéndose hacia Ulrich—. Lo que me resulta sospechoso es que al final el alquimista quisiera destruir el pergamino. ¿Qué dijo? Que así evitaríamos que ocasionara algún mal, o algo parecido. O bien el texto del pergamino tiene gran trascendencia, y en ese caso debemos guardarlo como oro en paño, o bien se trata realmente de la palabrería de un monje que quería darse aires, y por lo tanto no hay razón para destruirlo. Todo esto resulta de lo más misterioso. —Afra suspiró—. Además, es imposible retener esas incomprensibles palabras. Yo ya he olvidado la mitad, ¿y tú?
Ulrich von Ensingen esbozó una de las picaras sonrisas que tanto gustaban a Afra. A continuación le tendió la mano izquierda y volvió la palma hacia arriba. Afra se quedó boquiabierta al ver las letras. Ulrich se encogió de hombros.
—Es costumbre entre los maestros de obras. Aquello que uno apunta en la palma de la mano no se extravía ni se pierde jamás. Y luego basta un puñado de arena de río húmeda para borrarlo.
—¡Tendrías que haber sido alquimista!
—Probablemente, así me habría ahorrado muchos problemas. Y, como acabamos de ver, los alquimistas no se ganan la vida nada mal. ¡Un florín de oro por un aguachirle!
—¡Hemos llegado! —los interrumpió el barquero, y Afra y Ulrich saltaron a la orilla. Una vez en tierra, el maestro de obras cogió a Afra del brazo y dijo—: Deberías reconsiderarlo. ¡Hazlo por mí!
Afra supo de inmediato a qué se refería. Torció el gesto, como si sintiera dolor.
—Me quedo a tu lado. O nos marchamos los dos de aquí o…
—Sabes que no puede ser. No puedo abandonar ni a mi esposa ni mi trabajo.
—Lo sé —respondió Afra, resignada, y ladeó la cabeza.
—Tengo en mis manos la posibilidad de construir la torre más alta de la Cristiandad, pero si te acusan de brujería no podré hacer nada por ti.
—¡Que lo hagan! —espetó Afra—. ¿Qué artes ocultas se me podrían imputar?
—Afra, sabes que ésa no es la cuestión. Basta con que dos testigos afirmen haberte visto en compañía de un hombre con patas de carnero o escupiendo a la imagen de la Virgen en la iglesia y estarás condenada. No hace falta que te diga lo que eso significa.
Afra se soltó del brazo de Ulrich y echó a correr. Una vez en casa, se encerró en su alcoba, arrojó el cofre con el pergamino a un rincón y se desplomó llorando sobre la cama.
Le hervía la sangre al pensar en el enigmático texto del documento. Recordó enfurecida las palabras de su padre. Ésa era una situación en la que —como dijo su padre— ya no había salida. Pero ¿de qué servía un pergamino con el que nadie sabía qué hacer? Se sentía totalmente sola y desamparada.
Hacía un buen rato que había anochecido cuando, en medio de su desesperado llanto, sintió la urgente necesidad de visitar otra vez a Rubaldo. Había visto que era un hombre codicioso. Tal vez a cambio de dinero accediera a vender cuanto sabía. Porque sabía algo que guardaba relación con el texto del pergamino, de eso no cabía la menor duda.
Afra no era rica, pero había ido ahorrando los jornales y las propinas que ganaba en el comedor. En total podría haber treinta florines, que Afra guardaba en un saquito de piel en el armario, ésa era toda su fortuna. Se la ofrecería al alquimista si él le revelaba el secreto del pergamino.
Esa noche Afra no consiguió conciliar el sueño. A la mañana siguiente se levantó muy temprano, se puso el vestido verde y se dirigió a la otra orilla del río. El saquito con el dinero se lo metió entre los pechos.
De la casa del alquimista una columna de humo ascendía hacia el cielo. Afra aligeró el paso. Llamó a la puerta con ímpetu hasta que se abrió la misma trampilla del día anterior. Sin embargo, en lugar del alquimista, por el hueco de la puerta apareció el rostro de Clara.
—Necesito hablar con Rubaldo —dijo Afra sin aliento.
—No está —respondió la mujer e hizo ademán de cerrar la trampilla. Pero Afra se lo impidió con la mano.
—Escuchadme. Rubaldo os lo agradecerá. Decidle que estoy dispuesta a ofrecerle diez florines si me ayuda.
Entonces Clara corrió el cerrojo y abrió la puerta.
—Como he dicho, el maestro no está.
Afra no la creía.
—No me habéis entendido bien. He dicho ¡diez florines! —Afra se los puso delante de los ojos a la mujer.
—Aunque me ofrecierais cien, no podría hacer aparecer a Rubaldo por arte de magia.
—Esperaré —repuso Afra con obstinación.
—Me temo que no es posible.
—¿Por qué?
—El maestro partió ayer mismo hacia Augsburgo. Esperaba coger un barco que pudiera llevarlo río abajo. Estaba muy alterado y quería tomar el camino más rápido para ver cuanto antes al obispo.
Afra estaba al borde de las lágrimas.
—Lo lamento mucho —dijo Clara con una mirada de compasión—. Si yo puedo ayudaros en algo…
—¿Os ha dicho algo más el maestro Rubaldo? —preguntó Afra—. Haced memoria, os lo ruego.
—Bueno… —comenzó a decir Clara encogiendo los hombros—, hizo alguna alusión a un escrito muy importante. No dijo mucho más. No sé si lo sabéis, pero Rubaldo, por principio, toma a las mujeres por necias, porque el cerebro de Eva, según sus propias palabras, era un tercio más pequeño que el de Adán. Y eso, dice él, se ha mantenido así hasta hoy.
A Afra le faltó poco para soltar un improperio, pero como necesitaba la ayuda del alquimista, se mordió la lengua y, en lugar de insultarlo, preguntó:
—Excusad mi curiosidad, pero ¿sois la esposa del maestro Rubaldo?
A diferencia del día anterior, en el que Clara apareció ataviada con finas ropas, casi transparentes, ese día lucía un vestido tosco, como los que solían llevar las criadas para las labores del campo. Era alta, y sus sobrias y simétricas facciones tenían sin duda cierta belleza. El largo y oscuro cabello lo llevaba recogido.
—¿Os sorprendería si contestara que sí a vuestra pregunta? —replicó Clara. Y sin aguardar una respuesta, agregó—: ¿Queréis decir que con físicos tan distintos no hacemos buena pareja?
—¡No, no pretendía insinuar semejante cosa!
—No, tranquila, tenéis toda la razón. Todo el mundo sabe que los hombres pequeños sienten especial predilección por las mujeres altas. Y para no dejaros con la miel en los labios, os diré que no, que no soy su esposa. Podéis llamarme su barragana, su ama de llaves o cualquier otra cosa que se os ocurra.
—¡No tenéis por qué justificaros delante de mí! Disculpad mi estúpida pregunta.
Afra sintió que había puesto el dedo en una de las llagas de Clara. Le inspiró lástima. Prolongó la conversación sólo para que no la echara de allí. Afra tenía la impresión de que Clara no había confesado todo lo que sabía.
—Debéis saber —le comentó, con la esperanza de descubrir algo más sobre el pergamino— que me encuentro en una situación muy delicada. He recibido golpes muy duros en la vida. Perdí a mis padres cuando no era más que una niña. Un gobernador me empleó entonces en su casa y sus tierras, y, cuando ya empezaba a convertirme en una mujer, me empleó también para desfogarse y divertirse. —Afra notó que las lágrimas le asomaban a los ojos—. Un día me escapé y, al conocer al maestro Ulrich, me sentí dichosa por primera vez en la vida. Sin embargo, el maestro Ulrich está casado. Y, como la felicidad despierta envidias, ahora quieren acusarme de brujería.
Clara miró consternada a la joven del vestido aterciopelado.
—No sabía nada de eso —susurró—. Yo pensé que procedíais de una familia de alcurnia, que erais una de esas hijas de burgueses malcriadas cuya única pretensión en la vida es casarse con un hombre rico.
Afra rió con amargura.
—El vestido que lleváis no es el propio de una criada —observó Clara.
—Como veis, las apariencias engañan.
—No hay motivo, pues, por el que yo deba ocultaros mi pasado. Yo era lavandera en la casa de baños antes de que Rubaldo me sacara de allí. —Clara extendió las manos. Las tenía de un rojo oscuro y, en los puntos donde se marcaban los nudillos, ásperas y casi transparentes—. Rubaldo dijo que era un hongo y me preparó una mixtura. Pero un alquimista no es un boticario, y hasta ahora el remedio no ha surtido efecto. Pero ¿qué tiene que ver tu misterioso pergamino con la acusación de brujería? —preguntó Clara.
—En realidad, nada —respondió Afra—. Mi padre me dijo que era muy valioso y que podría resultarme útil si alguna vez me veía en apuros.
—¿Y es ése el caso?
Afra asintió.
—El maestro Rubaldo era mi última esperanza. Ayer me dio la impresión de que sabía más sobre el pergamino y quería ocultarlo.
—Puede ser —respondió Clara, pensativa—. No es fácil adivinar las intenciones de un alquimista como Rubaldo. Lo único que dio a entender fue que debía comunicar una noticia urgente al obispo de Augsburgo. De repente. Y aunque quizá yo sea necia, estoy bastante segura de que esa noticia guardaba relación con el pergamino. ¡Un momento!
—Clara se dio la vuelta y desapareció por la empinada escalera.
Al cabo de unos instantes regresó con una hoja.
—La encontré en su mesa del laboratorio. Tal vez para ti tenga algún significado. ¿Puedes leerlo? Pero prométeme por lo que más quieras que no me delatarás.
—Prometido —respondió Afra, agitada, mirando fijamente el papel.
La caligrafía del alquimista formaba lazos, ojuelos y recargados adornos hasta el punto de que las letras parecían haber sido dibujadas en lugar de escritas, tal era su hermosura. Aunque, por desgracia, también eran casi ilegibles. Afra tardó un buen rato en comprender la segunda línea.
El primer renglón rezaba: «Montecassino, Johannes Andreas Xenophilos». Y en el segundo se leía: «Constitutum Constantini». Nada más.
Clara miró a Afra con aire interrogante.
—¿Te ayudan esas palabras?
Decepcionada, Afra negó con la cabeza.
Mientras regresaba al barrio de los pescadores, una serie de pensamientos sombríos asediaron a Afra. Se había dado por vencida y avanzaba embebida en su propia desazón. Al llegar al lugar donde una pasarela de madera con una historiada barandilla salvaba el río Blau, Afra fue abordada por un joven. Lo reconoció de inmediato a pesar de que jamás se habían visto las caras. Se trataba de Matthäus, el hijo de Ulrich. Llevaba un abultado gorro de terciopelo con una pluma de pavo real y lucía un aspecto algo atildado, como la mayoría de los jóvenes de padres ricos.
De sus ojos oscuros brotaron chispas de ira al imprecar a Afra:
—¡Ya has logrado lo que querías, miserable ramera, bruja!
Afra se estremeció. Al cabo de un instante, se recompuso y contestó:
—No sé de qué me hablas. ¡Y apártate de mi camino!
—Eso mismo te digo yo a ti. Tú has incitado a mi padre a envenenar a mi madre. Ahora ella está muerta, me oyes, ¡muerta! —La voz se le quebró, y entonces agarró a Afra por los brazos y la zarandeó.
Afra se asustó.
—¿Muerta? —repitió, perpleja—. ¿Qué ha ocurrido?
—Ayer mismo —respondió Matthäus—, no mostraba el menor síntoma de enfermedad, y esta mañana la he encontrado en la cama sin vida, con los labios morados y las uñas oscuras. El médico, al que acudí en busca de auxilio, dijo que Dios se apiadara de su pobre alma, pues había sido envenenada.
—¡Pero no por tu padre!
—¿Por quién, entonces? Mi madre llevaba varios días sin salir de casa. Sí, ha sido él, tú lo has embrujado para que la envenene.
—No digas disparates. ¡Ulrich jamás haría algo así!
—No lo niegues. El barquero os vio a mi padre y a ti cuando fuisteis a casa del alquimista a comprar el veneno.
—Eso es cierto, fuimos a ver al alquimista, pero ¡no compramos ningún veneno! Lo juro por todos los santos.
—Alguien como tú —replicó Matthäus con desprecio— debería cuidarse mucho de jurar. Si quieres oír un consejo, abandona Ulm hoy mismo y huye todo lo lejos que puedas, si es que estimas en algo tu vida. A mi padre no volverás a verlo, eso te lo juro. —Matthäus escupió a los pies de Afra, dio media vuelta y se marchó en dirección a la plaza de la catedral.
Por la noche el pescador Bernward fue a pedirle explicaciones a Afra.
—¿Es cierto lo que dice la gente? Eso de que el maestro de obras ha envenenado a su esposa…
La pregunta hirió a Afra, por cuanto sabía que los pescadores eran personas honradas que siempre habían estado a su lado.
—Sed francos y decid todo lo que cuenta la gente —repuso Afra—, sed francos y decid que cuentan que yo embrujé al maestro Ulrich para que envenenara a su esposa. ¿Por qué no lo decís, maese Bernward?
—Sí… —respondió éste tímidamente.
—En efecto —afirmó su esposa, Agnes—, eso es lo que dice la gente. Pero no debes pensar que nosotros creemos a pies juntillas los rumores que corren por ahí. Queríamos oírlo de tu propia boca.
Afra respondió en un tono que traslucía cierto enojo:
—Por todos los santos, claro que no he embrujado a Ulrich. Ni siquiera sabría cómo hacerlo. Y estoy segura de que él no ha asesinado a su mujer. Llevaba años enferma. Él mismo me lo contó.
—¿Y el veneno del alquimista?
—No hay ningún veneno. Fuimos a ver al maestro Rubaldo por otro motivo. Y para colmo de males él no puede corroborarlo porque se encuentra de viaje, rumbo a Augsburgo.
—Nosotros te creemos, de veras —afirmó Agnes e intentó abrazar a Afra.
Afra le apartó los brazos y se dirigió a su alcoba. Había perdido toda esperanza de que las cosas pudieran arreglarse. Y, por primera vez, consideró seriamente la posibilidad de irse de Ulm. Pero antes quería hacer algo.
El día declinaba cuando Afra, al abrigo del ocaso, se deslizó hasta la plaza de la catedral. En torno a la obra había un sinfín de rincones oscuros donde esconderse. Allí quería aguardar hasta que Ulrich bajara del taller.
Llevaban tres días sin verse. Afra no sabía cómo habría afectado a Ulrich la repentina muerte de su esposa. Ella habría deseado estrecharlo entre sus brazos y consolarlo. Aunque ella también habría necesitado el consuelo de Ulrich. Ahora quería oírle decir por última vez que lo mejor para los dos era que ella abandonara la ciudad.
Sumida en sus pensamientos y con la capucha bien calada para ocultar su rostro a los viandantes, se dirigió hacia un muro junto al que resguardarse. En el camino, sin embargo, se cruzó con una vendedora del mercado que regresaba a casa con un canasto de manzanas a las espaldas. La vendedora tropezó y cayó al suelo, y las piezas de fruta madura salieron rodando por el empedrado.
Afra masculló una disculpa y trató de huir; pero la frutera profirió un grito que resonó en toda la plaza:
—¡Vaya, vaya! ¡Es ella, Afra, la que ha embrujado a nuestro maestro de obras!
Al cabo de un instante aparecieron varios curiosos.
—¡La puta del maestro de obras!
—Pobrecilla esposa. Ni siquiera se ha enfriado el cadáver y ya está esta buscona merodeando por aquí.
—¿Y por ésa la ha asesinado?
—Ella es la que debería ir al calabozo, y no él.
—Lo han detenido hoy. Yo lo he visto.
—¿Y esa bruja sigue libre?
Alguien arrojó una manzana que alcanzó a Afra en la frente. Sin embargo, el golpe no le causó ni la mitad de dolor que aquellas habladurías sobre ella. ¿Ulrich encerrado? Afra apretó las manos contra los oídos para no oír más increpaciones. En ese instante algo volvió a alcanzarla: una piedra impactó en el dorso de su mano. Afra notó cómo la sangre se deslizaba por dentro de su manga. Echó a correr. Fue a toda prisa hacia la Hirschgasse, mientras las piedras volaban hacia su espalda. Por suerte ninguna dio en el blanco. Cuando le pareció que ya estaba fuera de peligro, se detuvo, con el corazón palpitante, y aguzó el oído. En la lejanía continuaban oyéndose los gritos de la furiosa multitud:
—¡Deberían ahorcarlos, a los dos!
La noche se le hizo eterna. Se había dado por vencida y ya no le importaba lo que pudiera sucederle ahora que Ulrich estaba en el calabozo. Entonces pensó de nuevo en su padre y de pronto se despertó en ella un odio hacia él por haber alimentado sus esperanzas con aquellas misteriosas palabras y, después de todo, haberla abandonado a su suerte. Hacía ya mucho rato que habían dado las doce cuando oyó unos débiles golpes en la puerta y unos susurros. «Deben de ser los alguaciles —pensó en un entresueño—. Vienen a buscarte».
Crujidos. Pasos. De pronto Afra se sobresaltó. A la tenue luz de la luna que penetraba por el ventanuco de su alcoba, vio que se abría la puerta. Tras ella, titilaba la luz de un candil.
—¡Afra, despierta! —Era la voz del pescador, quien irrumpió en su alcoba acompañado por dos fortachones.
—¿Sí? —respondió Afra, aturdida, y se sentó.
No parecía en modo alguno asustada. Ni siquiera cuando uno de los dos hombres vestidos de negro se le acercó, se mostró atemorizada.
—Vístete, muchacha —ordenó—. Apresúrate y lía en un hato todo cuanto tengas. Y no olvides el pergamino.
Afra se quedó boquiabierta. Miró a los ojos al hombre que acababa de pronunciar esas palabras. ¿Cómo diantres sabía de la existencia del pergamino? No lo había visto jamás. Al otro tampoco. Estaba demasiado aturdida para buscar respuestas. Ni siquiera le importó que los hombres la miraran mientras se vestía y liaba un par de hatillos con sus vestidos y demás pertenencias.
—Vámonos ya —dijo de nuevo el mismo hombre cuando Afra hubo acabado.
Afra se volvió una última vez, recorrió con la mirada la alcoba, casi en penumbra, que había sido su hogar durante los tres últimos años, y se colocó un hatillo debajo de cada brazo.
Vestidos con ropa de cama, el pescador Bernward y su esposa la acompañaron a la puerta y rompieron a llorar cuando Afra se despidió de ellos en susurros.
—Has sido como una hija para nosotros —dijo Bernward, y Agnes inclinó la cabeza a un lado.
Afra asintió en silencio. Sin pronunciar palabra, les estrechó la mano. Luego los hombres vestidos de negro la apremiaron para que saliera y la escoltaron por la calle.
Con faroles a media llama, cruzaron la pasarela sobre el Blau, recorrieron un tramo junto a la muralla de la ciudad y llegaron hasta la puerta que conducía al Danubio. Los guardianes estaban compinchados. Tras un breve silbido, se abrió la puerta.
Cuando Afra, en compañía de los dos hombres, llegó ante la puerta, unos nubarrones negros y bajos oscurecieron el halo de la Luna. Afra divisó entre las sombras, atracada en la orilla, una de las barcazas que eran tan típicas de la ciudad. Los hombres la agarraron de los brazos para que no tropezara y la ayudaron a bajar hasta la barca que aguardaba en el río.
«¿Qué van a hacer conmigo?», pensó Afra. Sobre el agua soplaba una brisa helada que se mezclaba con el hedor de las aguas inmundas de la ciudad.
Como todas las barcazas típicas de Ulm, ésta tenía en la popa una construcción de madera donde los hombres podían guarecerse de las inclemencias. Cuando Afra subió a la barca, la puerta de esa camareta se abrió.
—Ulrich —farfulló Afra. Eso fue todo cuanto pudo decir.
El maestro de obras estrechó a Afra entre sus brazos. Durante unos instantes se abrazaron en silencio, luego Ulrich dijo:
—¡Ven, no tenemos tiempo que perder! —Y la empujó suavemente hacia la camareta.
Las ventanas a ambos lados estaban tapadas por unas cortinas. Sobre la mesa ardía una vela. Una estufa de carbón situada en un rincón mantenía el habitáculo caldeado. Los hombres que la habían llevado hasta allí depositaron los hatillos de Afra.
—No entiendo nada —exclamó Afra, desconcertada—. En la ciudad decían que estabas en la cárcel.
—Y ciertamente estuve —respondió Ulrich muy sereno, como si nada tuviera que ver con él. Estrechó las manos de Afra entre las suyas y agregó—: El mundo es malvado, y uno sólo puede combatirlo con maldad.
—¿Qué quieres decir, Ulrich?
—Bueno, pues que cuanto más altas son las catedrales, más baja es la moral.
—¿Quieres explicarme de una vez de qué estás hablando?
Ulrich von Ensingen se metió la mano en el bolsillo, luego la sacó y alzó el puño ante los ojos de Afra. Ésta lo comprendió todo en cuanto Ulrich abrió la mano. En la palma tenía tres doblones de oro.
—Todo tiene un precio —comentó con una amplia sonrisa—. Un mendigo cuesta un pfennig, un carcelero un florín. ¿Y un magistrado?
—¿Un doblón? —respondió Afra.
El maestro Ulrich se encogió de hombros.
—O tal vez dos o hasta tres… —Golpeó la puerta de la camareta y gritó—: Zarpad, ¿a qué esperáis?
—¡Entendido! —se oyó exclamar a una voz en el exterior.
A continuación los bateleros soltaron amarras y, ayudándose de largos palos, arrastraron la embarcación hacia la corriente.
No eran pocos los peligros que se corrían al navegar por el río con una barca tan grande en plena noche. Pero el patrón era un hombre experimentado. De Ulm a Passau conocía cada recodo, cada banco de arena, cada corriente. Se había dedicado a transportar tejidos de lana y lino desde el lago de Constanza. Y por el dinero que el maestro Ulrich le había ofrecido, habría estado dispuesto a zarpar a cualquier hora.
—¿No quieres saber adonde nos dirigimos? —preguntó Ulrich.
Enfrascada en sus pensamientos, Afra respondió:
—El destino me da igual. Lo importante es que haremos el viaje juntos. Pero seguro que no vas a resistir las ganas de decirme adonde vamos.
—A Estrasburgo.
Afra lo miró con incredulidad.
—Después de lo que ha ocurrido, no puedo quedarme aquí. Aunque se demostrara que no soy el culpable de la muerte de Griseldis, el odio de la gente es inmenso, y no creo que me dejaran seguir trabajando tranquilo. Y en cuanto a ti, querida, seguro que habrían encontrado una razón para condenarte.
Afra se recostó, aturdida. Pasaba por su cabeza todo lo que había sucedido. ¡Estrasburgo! Había oído hablar de esa ciudad, que se contaba entre las más grandes de Alemania y que estaba a la par de Nuremberg, Hamburgo o Breslau. Se decía de sus habitantes que poseían una riqueza inimaginable y una enorme vanidad.
—Has traído contigo el pergamino, ¿verdad? —La voz de Ulrich arrancó a Afra de sus pensamientos. Ella asintió y pasó la mano sobre el bolsillo de su abrigo.
—Aunque he perdido la esperanza de que algún día pudiera llegar a sernos útil —apuntó.
Ulrich von Ensingen adoptó un gesto serio.
La barcaza avanzaba con rapidez por el río. De cuando en cuando las olas chocaban contra el casco, provocando un ruido similar al de los golpes discontinuos de un martillo. Por lo demás, en el río imperaba el silencio. Cuando el alba despuntaba y el viento arrastró consigo las densas y oscuras nubes, Ulrich abrió las cortinas.
Afra contempló la vista de las praderas, intercaladas con un paisaje más montañoso. Al cabo de unos minutos, anunció titubeante:
—Ya te he hablado alguna vez del monasterio donde me dieron cobijo una temporada. En la biblioteca había colgado un mapa. Estaban dibujados el Rin y el Danubio y allí podía verse exactamente la dirección que seguían, uno de sur a norte y otro de oeste a este. Y también se distinguían las ciudades más grandes…
—¿Adónde quieres ir a parar?
—Si recuerdo bien el mapa, Estrasburgo está justo en la dirección opuesta a la que nosotros hemos tomado.
Ulrich se echó a reír.
—No es fácil engañarte. Pero descuida, sólo viajaremos en barco hasta Gunzburgo. Es una maniobra de despiste, por si alguien nos delatara. En Gunzburgo encontraremos carreteros de sobra dispuestos a llevarnos a cualquier sitio por algún dinero.
—Eres mucho más listo todavía de lo que yo creía —observó Afra, y miró a Ulrich con admiración.
Embebidos en esa contemplación mutua, ninguno reparó en el hombre que, a través de la ventana, escuchaba la conversación sin perder detalle.