Hasta el cielo y más allá
—¡Afra LA FRESQUERA, Afra LA FRESQUERA! —gritaban los niños de la calle tras Afra mientras ésta, con una sonrisa en el rostro y una cesta de peces de río en cada brazo, recorría el camino hacia la cercana lonja de pescado. Los golfillos de Ulm eran temidos por su sinvergonzonería, su descaro y sus peculiares expresiones.
Desde que Afra huyó de Melchior von Rabenstein habían transcurrido seis años. Afra había relegado a un rincón de su memoria aquellas circunstancias y terribles sucesos, y en ocasiones, cuando afloraban los recuerdos, trataba de convencerse de que lo había soñado todo: la deshonra del gobernador, el hijo que trajo al mundo y abandonó en el bosque, y la huida a través de los bosques. Ni siquiera quería pensar en su efímera vida monástica, pues esa época sólo le traía recuerdos de la mojigatería, la inquina y la mezquindad de las monjas.
Había dado la casualidad de que el pescador Bernward, que estaba casado con una hermana de Alto von Brabant, requería los servicios de una criada que pudiera liberar a su esposa y a él mismo de parte del trabajo. Unos pocos días bastaron a Bernward para comprobar que Afra era una diligente trabajadora. En un principio Afra continuaba esperando a Alto, mas, cuando pasadas seis semanas el pintor no regresó, la joven comenzó a olvidarlo. Agnes, la esposa de Bernward, que conocía bien a su hermano, le aseguró que la formalidad jamás había figurado entre las virtudes de Alto, que, a fin de cuentas, era un artista.
El pescador Bernward y su esposa vivían en una estrecha casa de tres pisos, de paredes con vigas vistas, ubicada en la desembocadura del Blau en el Danubio. El desván bajo el tejado a dos aguas de la casa servía de almacén para secar y ahumar el pescado. De modo que, a quien quisiera vivir en esa casa, no debía repugnarle el olor a pescado. Sobre la puerta principal, donde solían tenderse las redes empleadas para la pesca fluvial, destacaba un emblema gremial azul con dos lucios cruzados.
Los que, como Bernward, vivían en el barrio de los pescadores, no pertenecían ni mucho menos a las clases pudientes de la ciudad —la riqueza de Ulm la acaparaban los gremios de plateros, batidores de oro, tejedores y comerciantes—, mas tampoco eran precisamente pobres. Hasta un pescador como Bernward —de cuarenta años de edad, gran estatura, media melena y pobladas cejas oscuras— lucía sus finos atuendos de domingo los días festivos. Y Agnes, su esposa, que, aunque desmejorada por una dura vida de trabajo, contaba más o menos los mismos años, se acicalaba en las fechas señaladas como una viuda de comerciante, de las que no había pocas en Ulm.
En general había en aquellos tiempos muchas más mujeres que hombres, pero en ningún otro lugar se daba esto tanto como en Ulm. Si la naturaleza, ayudada por las guerras, las cruzadas y los accidentes de trabajo, ya había diezmado la población masculina, a ello había que añadir que los comerciantes y los artesanos a menudo pasaban meses, a veces incluso años, viajando y abandonaban a sus esposas e hijos.
Bernward, por el contrario, llevaba una vida más bien plácida. El trabajo no lo obligaba a alejarse de casa más de una milla, habitualmente río abajo, donde los curtidores lanzaban los desechos y por tanto se encontraban los siluros y los salmones más grandes. Los pescadores no tenían ningún hijo varón, y su única hija les había sido arrebatada por el Señor; de ahí que Afra fuera para ellos como su propia hija.
A Afra le iban las cosas mejor que nunca, pese a que el trabajo la mantenía ocupada desde el alba hasta la noche. Hiciera el tiempo que hiciese, lloviera o nevara, Afra estaba a las seis de la mañana en el mercado, frente al Concejo, vendiendo los peces que Bernward había pescado durante la noche. Lo peor era la salazón. Afra debía frotar cada pieza con sal gorda. La sal le agrietaba las manos y quemaba como el fuego. En esos momentos, Afra deseaba que la hermana de Alto se hubiera casado con un batidor de oro o, en su defecto, con un pañero.
Hacía años que la región sufría el azote de un frío infernal. Unos vientos terribles procedentes del norte soplaban sin cesar. El sol apenas brillaba. Nubes espesas y oscuras encapotaban el cielo durante semanas y semanas y los predicadores populares —por enésima vez— anunciaban la inminente llegada del fin del mundo. En tierras del Main y el Pan ya no crecían las viñas, y los peces se refugiaban en el fondo de las aguas. Tanto era así que algunos días un escuálido lucio y un par de espinosos mújoles era todo cuanto Bernward lograba llevar a casa.
Buscando un sustento adicional, Bernward atravesó un día la plaza de la catedral, donde, desde hacía treinta años, se estaba construyendo el nuevo templo de la ciudad. El Concejo y la burguesía habían tomado la determinación de erigir, como exaltación a Dios y, sobre todo, como prueba visible de su opulencia y prosperidad, una catedral cuyas dimensiones superaran a las de los más grandes templos.
Aunque desde el comienzo de la construcción la ciudad había sido objeto de burla y escarnio, pues por aquel entonces Ulm ni siquiera disponía de obispo propio, el edificio avanzaba día a día. En ocasiones hasta mil peones trabajaban en la obra. Algunos provenían de lejanos lugares, de Francia e Italia, donde habían colaborado en la construcción de las grandes catedrales del nuevo estilo.
Era mediodía y albañiles y carpinteros, picapedreros y montadores de andamios holgazaneaban ateridos de frío en la plaza mientras comían un pedazo de pan y bebían agua de un cántaro que pasaba con presteza de boca en boca. A su alrededor merodeaban perros y gatos en busca de algún desperdicio. No parecía, pues, un ambiente muy estimulante para aquellos hombres que habían de erigir la más soberbia y hermosa de las catedrales del mundo.
Por eso, Bernward se dirigió al maestro de obras, Ulrich von Ensingen, con el ofrecimiento de alimentar a los trabajadores a cambio de una modesta paga. La propuesta agradó al maestro Ulrich. Unos albañiles hambrientos, dijo éste, no levantarían sino muros torcidos, y unos carpinteros sedientos no acertarían a enderezar las vigas. De esa guisa Bernward logró un trabajo de la noche a la mañana que le aseguraría el sustento para todos los días de su existencia, ya que una catedral no era obra que pudiera culminarse en los años de la vida de una persona.
Tras la fachada de la obra que se elevaba hacia el cielo los carpinteros construyeron un comedor comunitario con planchas y tablones de madera, los albañiles instalaron allí un hogar con seis fuegos y el gremio de los ebanistas se encargó de amueblarlo con mesas y bancos. Agnes, la esposa de Bernward, se responsabilizó de la cocina. La mayoría de los días había una sustanciosa sopa. La sopa de pescado que Agnes hacía a base de restos de pescado, habas y verduras bien sazonadas, era la preferida por todos. En ciertos días, cuando arreciaba el viento del sur, el irresistible aroma a comida llegaba hasta la Büchsengasse.
No obstante, la mayor atracción del comedor de trabajadores de la catedral era Afra, que servía las bebidas. Afra siempre encontraba el tono adecuado para tratar con los rudos oficiales, y no se tomaba a mal cuando algún achispado carpintero —el gremio más zafio de cuantos vivían en el poblado de los peones— le daba una palmada en el trasero. El exceso de alegría lo causaba el reparto de cerveza tostada, con permiso especial del Concejo de la ciudad, pues era, a fin de cuentas, en honor del Altísimo.
Huelga decir que Bernward sabía de los encantos de su mesera. No en vano él mismo le compraba preciosos vestidos de paño que traían los comerciantes de Italia, y hasta le pagaba un jornal, que ella ahorraba íntegramente.
Pese a trabajar a diario entre los oficiales, era poco lo que Afra sabía acerca de cuanto sucedía a su alrededor. En ocasiones había cosas extrañas de las que nadie hablaba. Daba la impresión de que, de puertas afuera del comedor, ninguno de los gremios —grabadores y albañiles, carpinteros y techadores— se avenía demasiado. Los oficiales grababan en piedras y vigas misteriosos símbolos como triángulos, cuadrados, círculos y espirales que sólo los iniciados eran capaces de descifrar. En su trabajo empleaban curiosas herramientas como escuadras, compases y unos aros marcados con trescientas sesenta rayas junto a una aguja que giraba sobre su propio eje.
Lo más vistoso, empero, era la puesta en funcionamiento de las máquinas: unos colosos de madera con ruedas giratorias en cuyo interior corrían mujeres y niños para mantenerlas en marcha e impulsar el tambor en el que se enrollaba la cuerda. Los brazos de elevación, constituidos por vigas tan largas que se combaban en el extremo, levantaban piedras en el aire y crujían bajo la pesada carga. A la nave principal del templo, que se alzaba por encima de todos los edificios de la ciudad, seguía faltándole la bóveda porque cada vez que la construcción alcanzaba la altura planificada, Ulrich von Ensingen, el maestro constructor, ordenaba añadir un piso más. Aunque el cielo se veía perfectamente desde la nave principal, lo más sorprendente era el entramado de cuerdas que cubrían el presbiterio como una gigantesca tela de araña y que servían para trazar los ángulos y las rectas de la nave.
Tras aquella maravilla se encontraba el maestro Ulrich, un hombre alrededor del cual se había creado, como si de un eremita se tratara, una aureola de inaccesibilidad. Los pocos que lo habían visto alguna vez lo tomaban por un tipo algo extravagante. Sólo al despuntar y al declinar el día, su sombra se deslizaba con sigilo sobre los altos andamios, apenas visibles desde abajo, y retumbaban sus pasos. Únicamente los capataces de cada gremio recibían órdenes directas de Ulrich von Ensingen. Para recibir las instrucciones, debían trepar cada vez hasta el andamio más alto de la fachada principal, donde el maestro Ulrich meditaba sobre planos y bosquejos, obsesionado con la idea de erigir la catedral más alta que jamás hubiera construido la mano del hombre.
Cuando el tiempo se lo permitía, Afra observaba la evolución de la catedral con los ojos desorbitados. Sencillamente era incapaz de comprender cómo podía erigir el hombre semejante mole de piedra con sus propias manos. No le cabía en la cabeza que paredes y pilares, que se elevaban hacia el cielo sin apoyo aparente, quedaran intactos tras las tormentas otoñales cuando dichas tormentas arrancaban robles de raíz. El maestro Ulrich debía de ser un verdadero mago.
Afra jamás se había encontrado con el maestro de la catedral, pues éste ni siquiera quería comer en el comedor junto a los trabajadores. Había carpinteros que incluso dudaban de su existencia o lo tomaban por un fantasma, porque sólo habían oído hablar de él, jamás lo habían visto en persona. Ni siquiera el resplandor de la luz que, en los largos atardeceres, se vislumbraba en el taller de la fachada oeste, los hacía cambiar de opinión.
En una de las pocas tardes templadas de verano, en la que se desató una gran euforia, Afra tomó una determinación. Cogió una botella de cerveza tostada, la envolvió en su delantal y se dirigió a la fachada oeste. Con frecuencia Afra se había asombrado de la destreza con que albañiles y carpinteros trepaban de piso en piso, por las escaleras, hasta alcanzar el rellano final. En el quinto descansillo Afra tuvo que parar a coger aire, luego trepó resollando los tres últimos pisos. Cuando llegó, jadeaba tanto que creyó que los pulmones le iban a explotar.
Allí arriba, por encima de los tejados de la ciudad, todo se veía extraordinariamente más claro. Las casas y las calles, al fondo del abismo que tenía a sus pies, se hallaban envueltas en la negra oscuridad. Aquí y allá se vislumbraba alguna que otra antorcha o candil. En el río, tras la muralla de la ciudad, se observaba el reflejo blanquecino de la Luna. Y al volver la vista a la derecha, Afra reconoció el barrio de los pescadores y la estrecha casa de Bernward.
En el taller había luz. No era ni mucho menos tan pequeña y quebradiza como parecía desde abajo. Tras colocarse bien el cabello, que se le había alborotado al subir, Afra se desató el nudo del delantal y sacó la botella de cerveza. El corazón le latía muy de prisa y no sólo a causa de la agotadora escalada, pues no sabía de qué manera había de abordar al enigmático Ulrich von Ensingen. Finalmente reunió todo su valor y abrió la puerta.
El chirrido de los goznes, no muy distinto del maullido de un gato, no pareció perturbar al maestro Ulrich. Sentado de cara a la puerta e inclinado sobre un plano, trazaba líneas rectas con una regla y una sanguina mientras murmuraba por lo bajo: «sesenta, ciento veinte, ciento ochenta».
El maestro Ulrich era un hombre de gran envergadura y fuertes cabellos oscuros que le caían casi hasta los hombros. Lucía un jubón de cuero y un amplio cinturón, y ni siquiera levantó la vista cuando Afra puso la botella sobre la mesa. Y como ella no se atrevió a interrumpir el trabajo del maestro, transcurrieron varios minutos en los que, uno frente al otro, no sucedió nada.
—Sesenta, ciento veinte, ciento ochenta —repitió Ulrich von Ensingen, y acto seguido, sin alterar el tono de voz, agregó—: ¿Qué quieres?
—Os traigo algo de beber, una cerveza del comedor. Soy Afra, la mesera.
—¿Acaso lo he pedido? —El maestro Ulrich todavía no se había dignado mirar a Afra.
—No —respondió ella—, pero pensé que un trago de cerveza os ayudaría a inspiraros.
De nuevo se produjo un largo silencio, y Afra comenzó a arrepentirse de haberse dejado llevar por aquel impulso. Ulrich von Ensingen quizá fuera un genio construyendo catedrales, pero no dominaba el arte de la conversación. En ese instante, levantó la vista.
Afra se sobrecogió. En sus ojos oscuros había algo inquietante, algo que te atrapaba. Con esa penetrante mirada y un leve movimiento de cabeza se volvió en silencio hacia la repisa de la ventana. Allí había dos jarras de cerveza de madera, de un palmo de altura cada una.
—Ya veo que estáis servido —concedió Afra con tono de disculpa. Y mientras Ulrich se concentraba de nuevo en el plano, Afra recorrió el taller con la mirada. Las paredes estaban cubiertas con planos de detalles de cruceros, claves, capiteles, zócalos, bocetos de ventanas y rosetones. De una caja situada frente a la repisa de la ventana sobresalían planos doblados. En un armario, a la izquierda de la puerta, colgaba un segundo traje. Allí había sido concebida la titánica construcción.
El asombro de Afra iba en aumento. Buscaba la mirada de Ulrich von Ensingen, pero éste sólo tenía ojos para sus planos. «Debe de estar loco —se dijo ella—, pero probablemente sólo un loco acomete una obra tan colosal».
Afra arrugó el delantal con gesto nervioso.
—Disculpad mi curiosidad, pero quería ver en persona al hombre que lo crea y lo piensa todo —dijo Afra al fin.
El maestro Ulrich torció el gesto. De ese modo dio a entender con extrema claridad que la conversación estaba importunándolo.
—Pues ya has conseguido lo que querías.
—Sí —respondió Afra—, por ahí se cuentan toda suerte de cosas extrañas sobre vos. Hay oficiales que incluso sostienen que en realidad no existís. ¿Podéis creerlo, maestro Ulrich? Creen que todos los planos que están esparcidos por aquí los ha dibujado el diablo.
Una fugaz sonrisa asomó al rostro de Ulrich, mas en seguida recuperó la compostura. Con su ya habitual gesto sombrío, espetó:
—¿Y para compartir eso conmigo me interrumpes? ¿Cómo has dicho que te llamas?
—Afra, maestro Ulrich.
—Bien, Afra —repuso el maestro de obras alzando la vista—. Como ya has visto al demonio con tus propios ojos, puedes marcharte.
Dichas esas palabras se apoyó sobre la mesa y adoptó una actitud casi amenazadora.
Afra asintió, muda, pero en sus adentros bullía la rabia por tan grosero desaire. El descenso bajo la mortecina luz de la Luna resultó mucho más fatigoso que la subida, de suerte que respiró hondo cuando al fin notó tierra firme bajo sus pies.
El encuentro con Ulrich von Ensingen había causado una profunda impresión en Afra. La orgullosa apariencia del maestro y su peculiar modo de conducirse denotaban una majestuosidad que la fascinaba. Con frecuencia se sorprendía a sí misma alzando la vista hacia el taller y escudriñando los andamios, mas ni el día después ni en todos los que siguieron llegó a ver al maestro Ulrich.
La obra misma, a la que hasta entonces la joven apenas había prestado atención, le pareció, de la noche a la mañana, de gran interés. Al menos una vez al día paseaba alrededor de la inacabada nave de la iglesia identificando todos los cambios incorporados desde el día anterior. Y, por primera vez en su vida, se apoderó de ella la sensación de que había algo más trascendental que cuanto había impulsado su vida hasta ese momento.
Al cabo de dos semanas del encuentro con el maestro, una noche Afra, justo al doblar la esquina de la calle que conducía desde la plaza de la catedral al barrio de los pescadores, se cruzó con dos sombríos personajes. No puede decirse que fuera una circunstancia excepcional en Ulm, pues un proyecto de la envergadura de la catedral atraía a toda suerte de gentes. Sus ropajes, sin embargo, levantaron las sospechas de Afra. Pese a que no hacía nada de frío, aquellas personas lucían unos amplios mantones negros y unos capuchones calados sobre el rostro. Cobijada en el portal de una casa, Afra observó cómo los dos hombres se dirigían hacia las obras. El hecho de que las figuras envueltas en los largos abrigos treparan por los andamios y, al alcanzar la cima, desaparecieran tras la puerta del taller del maestro Ulrich, no auguraba nada bueno. Al amparo de su escondite, Afra se preguntó cuál podía ser el motivo de esa tardía visita al maestro, pero no encontró explicación.
Afra seguía todavía sumergida en cavilaciones cuando los dos hombres reaparecieron en el andamio. Descendieron a paso presuroso. Más que bajar, se diría que se arrojaron a toda velocidad escaleras abajo, cruzaron la inmensa plaza y, mirando en todas direcciones como salteadores de caminos, desaparecieron por la Hirschgasse. Afra se quedó paralizada. Buscó con la mirada al guardia nocturno, pero no vio a ninguno. No sabía cómo debía reaccionar.
Tal vez, después de todo cuanto le había sucedido, su imagen de los hombres era demasiado negativa. No toda capa negra tenía por qué ocultar a un malhechor. Por otra parte, pensó, no parecía haber razones para que dos encapuchados treparan por los andamios de la catedral en plena noche, entraran en el taller del maestro Ulrich y huyeran después de manera tan precipitada. Afra conservaba todavía vivo el recuerdo del ascenso, y más aún del descenso, por los andamios. Pero en tan confusa situación, decidió, sin pensarlo dos veces, aventurarse a subir de nuevo.
En el taller, construido sobre el muro de la catedral, todavía había luz. Había pasado ya la medianoche y los peldaños de las escaleras estaban húmedos y resbaladizos a causa del relente. En cada uno de los pisos Afra descansaba y se secaba las manos en la falda. Finalmente alcanzó el último piso.
—¡Maestro Ulrich! —susurró antes de abrir la puerta del taller. La puerta se encontraba entornada. Cuando, cautelosamente, ella la abrió del todo, apareció ante sus ojos una imagen de auténtica desolación. Planos, bocetos y dibujos destrozados yacían esparcidos por el suelo. Sobre la mesa de los planos, titilaba una vela. Una segunda resplandecía bajo la mesa, un lugar muy extraño para una vela.
Al acercarse un poco más a la luz, Afra descubrió algo extraño: la vela estaba envuelta con un cordón de cera, el cual, a unos dos dedos de distancia del suelo, conducía a modo de mecha hasta el armario ropero situado junto a la puerta. Afra no tardó ni un segundo en comprender la vileza del mecanismo. Entonces abrió la puerta del armario.
En el suelo, hecho un ovillo, atado de pies y manos yacía Ulrich von Ensingen. Tenía la cabeza vuelta hacia un lado y no se movía.
—¡Maestro Ulrich! —profirió Afra.
En su desesperación, agarró las piernas del maestro de obras e intentó tirar de él para sacarlo del armario, pero resbaló y cayó de espaldas al suelo. En ese mismo instante se volcó la vela que había bajo la mesa, la mecha se prendió y una llama comenzó a avanzar lentamente hacia el armario.
Algunos de los planos esparcidos por el suelo comenzaron a arder. Afra vaciló entre extinguir las llamas primero o poner a Ulrich a salvo fuera del taller. No sabía si sus fuerzas bastarían para cargar con el fornido maestro, de suerte que se precipitó sobre las llamas. Con un pergamino doblado que cogió al azar, vapuleó las llamas con todas sus fuerzas hasta que no quedaron más que negras pavesas. El pergamino quemado emanaba un hedor abominable y desprendía un humo asfixiante.
Afra tosió hasta desgarrarse los pulmones, luego levantó con gran esfuerzo al maestro Ulrich y lo sacó de su angosta prisión. La cabeza inerte del maestro se caía hacia los lados. En ese momento Afra reparó en que un rebujo de tela o de cuero lo amordazaba. Le costó Dios y ayuda liberarlo de ese suplicio. Después cogió la cabeza del maestro entre sus manos y la sacudió.
Finalmente Ulrich von Ensingen abrió los ojos. Como si acabara de despertar de un mal sueño, el maestro miró extrañado el caos que lo rodeaba. Daba la impresión de que no comprendía nada de lo que sucedía. Y lo que más lo desconcertó fue la visión de Afra. Ulrich frunció el entrecejo y preguntó por lo bajo:
—Pero ¿tú no eres…?
—Afra, la mesera del comedor, así es.
El maestro meneó la cabeza, como queriendo decir «Esto no hay quien lo entienda». Mas en lugar de eso, espetó con un deje de reproche:
—¿Quieres desatarme de una vez? —Y le mostró las muñecas a Afra.
Con los dedos y ayudándose de los dientes Afra logró liberar a Ulrich de sus ataduras. Mientras éste se frotaba las enrojecidas marcas que tenía en muñecas y tobillos, Afra le preguntó:
—¿Qué ha pasado, maestro Ulrich? Alguien ha intentado asesinaros. ¿Veis esa mecha? La vela la habría prendido. Se habría incendiado todo el taller. Estabais condenado a una muerte segura.
—Entiendo, entonces, doncella Afra, ¡que me has salvado la vida!
Afra se encogió de hombros.
—Sólo he hecho lo que cualquier cristiano habría hecho —respondió ésta, molesta.
—No lo lamentarás. Tu vestido ha quedado destrozado. Yo te procuraré uno nuevo.
—¡Dios me libre!
—No, no. De no ser por tu ayuda habría bajado al sepulcro como un miserable, y por tanto mi catedral jamás habría sido terminada, o al menos no como yo la he concebido.
Afra miró al maestro de obras a los ojos, pero no aguantó la penetrante mirada de Ulrich más que unos instantes. Avergonzada, apartó la vista y aseveró:
—Sois un hombre muy peculiar, maestro Ulrich. Seguís vivo de puro milagro y lo único que os preocupa es lo que le ocurra a esta maldita catedral. ¿Acaso no os interesa lo más mínimo quién ha tratado de arrebataros la vida de forma tan ruin? No sé quién estará detrás de todo esto, pero esos dos habían urdido un plan perfecto.
—¿Dos? —la miró Ulrich asombrado—. ¿Cómo sabes tú que eran dos? Yo sólo llegué a ver a uno. Me tiró al suelo de un golpe. Luego perdí el conocimiento.
—Lo he visto. Eran dos hombres con largas capas y capuchones negros. Yo me dirigía a casa cuando me crucé con ellos. Su aspecto me resultó un tanto sospechoso, de modo que me quedé espiándolos. Al ver que trepaban por los andamios en plena noche, el asunto me olió mal.
Ulrich von Ensingen asintió y acto seguido se incorporó, ya repuesto. Entonces aconteció algo que jamás habría pasado por la imaginación de Afra, algo tan inconcebible para ella como la ascensión en cuerpo y alma a los cielos de la Virgen María: Ulrich se acercó a ella y con un rápido movimiento la estrechó entre sus brazos.
Este súbito arrebato cogió a Afra por sorpresa. Incapaz de reaccionar, dejó los brazos muertos y giró la cabeza hacia un lado. Sintió el vigoroso cuerpo del hombre y la fuerza de los brazos que la envolvían. Y aun cuando se había jurado cientos de veces que jamás en su vida entablaría relación alguna con un hombre, no podía negar el placer que le procuraba aquella cercanía. Finalmente se rindió y se abandonó a los brazos de Ulrich von Ensingen, que la estrechó contra sí.
Después de aquello, Afra se preguntó a menudo cuánto había durado en realidad el inesperado abrazo que cambió por completo el rumbo de su vida. Pero ni siquiera habría sabido decir si fueron segundos, minutos u horas. El tiempo quedó en suspenso. Esa noche se marchó a casa embargada por un sentimiento que nunca antes había experimentado. Se sentía profundamente confundida y aturdida.
Como un reguero de pólvora se propagó al día siguiente la noticia del ataque al maestro de obras de la catedral. Ulrich ofreció una recompensa de cien florines por la cabeza del malhechor. Pero aunque los alguaciles recorrieron uno por uno todos los rincones de la ciudad donde los sombríos individuos podrían haberse ocultado, la búsqueda fue infructuosa. También escamó a algunos el hecho de que precisamente Afra, la mesera, hubiera salvado la vida del maestro de obras. ¿A santo de qué —se preguntaron muchos— se hallaba la doncella en los andamios de la catedral a medianoche?
Algunos ciudadanos de Ulm barruntaban que el obispo Anselm de Augsburgo era el instigador del atentado. El obispo Anselm no soportaba la idea de que la catedral de Ulm fuera a hacer sombra a la suya. Otros apuntaban a dos dominicos que predicaban la humildad de la fe cristiana y veían un acto de soberbia en la construcción de las catedrales que se erguían hacia el cielo al otro lado del Rin. Según decían, los dominicos poseían libros secretos sobre aquellos vanidosos edificios, que, mediante sus plegarias o ayudados por su fuerza motriz, ellos querían tirar abajo.
El levantamiento de la catedral había dividido a los ciudadanos en dos facciones. Unos sostenían que el maestro Ulrich tenía que construir una catedral que tuviera su paralelo en templos semejantes construidos en tierras alemanas. La otra facción, por el contrario, opinaba que una iglesia de tales dimensiones simbolizaba la ostentación y el orgullo de los ciudadanos más que la fe de éstos. Con el dispendio de dinero que los ricos patricios dedicaban a la costosa construcción podrían llevarse a cabo infinidad de actos de caridad.
Los ciudadanos miraban recelosos el cuerpo superior del triforio de la nave principal desde que corría el rumor de que Ulrich von Ensingen quería añadir un piso más. La altura inicial de la nave proyectada en los planos había sido ya triplicada. ¿Acaso el maestro Ulrich había dado la espalda a Dios?
Todas las tardes, al ponerse el sol, las gentes de la ciudad se congregaban en la inmensa plaza de la catedral y protagonizaban enardecidas discusiones. Por lo general, ganaban en número quienes defendían que era el momento de cortarle las alas a Ulrich von Ensingen y techar de una vez por todas la nave principal. La rebelión sembró la inquietud entre los capataces de los gremios después de que a algunos de ellos les escupieran y les arrojaran pez y huevos podridos.
Una de esas tardes cargadas de tensión en la que opositores y defensores de la catedral se encaraban acaloradamente, se formó un coro en la plaza. La furiosa multitud clamaba al unísono: «¡Maestro Ulrich, bajad a la plaza! ¡Maestro Ulrich, bajad a la plaza!».
En el fondo, nadie había contado con que el huraño maestro atendiera las exigencias de las gentes del común. De pronto, una gruesa mujer cuya atronadora voz se hizo oír entre la muchedumbre, extendió el brazo y gritó:
—¡Ahí! ¡Mirad!
Todas las miradas se alzaron hacia un andamio. Los gritos cesaron de golpe. Boquiabiertas, las gentes siguieron los movimientos del apuesto hombre que, como araña por su hebra, se deslizaba escaleras abajo. Un anciano exclamó en susurros:
—Es él. Yo lo conozco. Es Ulrich von Ensingen.
Una vez abajo, el maestro se dirigió a paso presuroso hacia un sillar de piedra sin desbastar que yacía delante de la fachada norte de la nave. De un salto subió a la piedra y miró con aplomo a los congregados. Sólo los graznidos de los cuervos que sobrevolaban los altos andamios rompían el silencio reinante.
—¡Habitantes de Ulm, habitantes de esta grande y majestuosa ciudad, escuchadme!
El maestro Ulrich cruzó los brazos, lo cual no hizo sino aumentar la sensación de inaccesibilidad que transmitía.
A un lado del grupo de oyentes, a escasa distancia del maestro, para asegurarse de que a éste no le pasara inadvertida su presencia, se hallaba Afra. El rostro le ardía como al calor de un horno. Desde el extraño encuentro en el taller del maestro, no había vuelto a verlo. Lo sucedido la había dejado trastornada y todavía no se había restablecido. Aunque eso no quería decir que sintiera dolor o pesar, al contrario. En su interior se había abierto un abismo de duda, un dilema sobre sus propios sentimientos.
En el momento en que el maestro comenzó su discurso Afra no sabía si había reparado en ella o si sencillamente la había ignorado.
—Cuando vosotros, ciudadanos de Ulm, tomasteis la determinación hace treinta años de erigir en este preciso lugar una catedral digna de vuestra ciudad y vuestras gentes, el maestro Parler os prometió que su construcción no duraría más de lo que tarda en transcurrir la vida de un hombre. Hasta ahí todo bien. Una vida representa para cada uno de vosotros un período largo, mas para una catedral merecedora de tal nombre una vida sólo es un instante. Los antiguos romanos, algunos de cuyos ideales hemos heredado, empleaban una expresión que rezaba: «Tempora mutatur et nos mutamur in illis». Estas palabras significan: «Los tiempos cambian y nosotros con ellos». Vosotros, yo, cada uno de nosotros nos convertimos en otro con el transcurso del tiempo. Lo que hace treinta años complacía nuestro gusto hoy despierta en nosotros compasión. Y algunas veces acontece al revés. ¿No es cierto acaso que la catedral que hoy se eleva hacia el cielo ante vuestros ojos es más bella, grandiosa y digna de admiración que aquella que hace treinta años comenzó el maestro Parler?
—En eso tiene razón —exclamó un comerciante suntuosamente ataviado que lucía un birrete en la cabeza.
Entonces un hombre viejo de barba cana y mirada ceñuda terció:
—Más hermosa sería nuestra catedral si no nos costara la fortuna que nos cuesta. Dudo mucho, además, que la altura de nuestra catedral haga honor a Dios Nuestro Señor. —El anciano cosechó el apoyo de buena parte de la audiencia, y celebró el triunfo de sus palabras alzando la vista hacia el cielo, tanto que a punto estuvo de alinear su barba con el horizonte. A los pocos instantes prosiguió—: Maestro Ulrich, yo creo que a vos os importa más bien poco honrar al Señor. Estáis mucho más preocupado por vuestra fama. De no ser así, ¿qué razón podría haber para construir nueve pisos en la nave de la iglesia en lugar de cinco, tal como estaba previsto?
Entonces el maestro Ulrich señaló al viejo con el dedo y exclamó:
—¿Cómo te llamas, charlatán? Di tu nombre alto y fuerte para que todos puedan oírlo.
El anciano se encogió y, no sin cierto temor, respondió:
—Soy el tintorero Sebastian Gangolf, y ni mucho menos toleraré que volváis a llamarme charlatán.
Los presentes asintieron.
—¡Oh! —replicó Ulrich con sorna—. Entonces deberías ser más discreto en tus comentarios y no predicar cosas sobre las que nada entiendes.
—¿Y qué es lo que hay que entender? —intervino un joven petimetre. Se llamaba Guldemundt y lucía una ostentosa capa que le cubría hasta los muslos, parecida a las de los capitulares. Pero ante todo hacía gala de una arrogante personalidad. Esa clase de gentes abundaba en Ulm; muchos eran los jóvenes que habían heredado el negocio de su padre y que todo cuanto tenían que hacer era administrar su herencia.
—Que precisamente tú no entiendas nada de arquitectura, no me sorprende —replicó el maestro Ulrich sulfurado—, probablemente tu única ocupación es decidir la vestimenta que lucirás cada día. Sí, entiendo que eso no te deje tiempo libre para profundizar en los misterios de la arquitectura.
Con esas palabras el maestro Ulrich se ganó la simpatía del público. Pero el petimetre no se dio por vencido.
—¿Misterios? Desvélenos, pues, el misterio por el que ha de tener nuestra catedral nueve pisos y no cinco, como proyectó el maestro Parler.
Por un instante Ulrich von Ensingen dudó si debía iniciar a los ciudadanos de Ulm en los misterios del edificio, pero le pareció que tal vez no volvería a tener la oportunidad de conquistar a los ciudadanos.
—Todas las obras arquitectónicas de nuestro planeta —comenzó a explicar, remontándose a los inicios— se hallan envueltas en misterios. Algunos de estos misterios fueron resueltos siglos más tarde, otros continúan siendo hoy día objeto de especulaciones. Pensad por un momento en la más grande de las pirámides de Egipto. Nadie ha descifrado jamás su significado ni tampoco cómo se llegaron a colocar sillares tan altos como un hombre a semejante altura y con semejante precisión. Pensad ahora en Vitrubio, quien, aprovechando un obelisco, construyó el mecanismo cronométrico de la Tierra, un reloj cuya esfera era tan grande como esta plaza y capaz de marcar las horas, los días, los meses e incluso los años. O pensad en la catedral de Aquisgrán. El octógono del centro no sólo representa para los iniciados una referencia a pasajes de las Sagradas Escrituras, sino que, mediante los rayos del sol que en determinados días penetra por las ventanas, nos proporciona importantes datos astronómicos. O pensad en los cuatro caballeros esculpidos de la catedral de Bamberg. Nadie conoce su significado ni a quién representan. Simplemente estaban allí, como el sol que nos alumbra.
Y por lo que se refiere a vuestra catedral, ciudadanos de Ulm, ésta no entrañará un único misterio. Pero si yo os lo revelara hoy aquí, naturalmente dejaría de serlo. Durante miles de años habrán de quebrarse la cabeza los hombres tratando de descifrar el mensaje que el maestro Ulrich quería transmitir. Toda verdadera obra de arte entraña su misterio. El maestro Parler, que realizó el proyecto primigenio de esta catedral, vivió en otros tiempos y, con el debido respeto, no fue precisamente un genio. La naturaleza mística de los números no fue tenida en cuenta en sus reflexiones. De lo contrario, no le habría otorgado tanta importancia al número cinco, pues este número goza de cualquier cosa menos de prestigio.
Sus palabras sembraron gran inquietud entre el público. Afra se tapó la boca con la mano y lanzó una mirada de preocupación hacia lo alto del andamio.
—¿No dais crédito a mis palabras, ciudadanos de Ulm? —prosiguió el maestro Ulrich—. Usad vuestras manos y contad: el uno es el número sagrado del Creador. De igual modo que la semilla de una planta encierra en sí la floración de sus flores, el Creador lleva dentro de sí todo el universo. La armonía y el equilibrio entre el cuerpo y el alma los encontramos en el dos. —En ese instante el maestro lanzó una fugaz mirada a Afra—. El tres es el número más sagrado de todos, símbolo de la Santísima Trinidad y la Redención. Un interesante número es el cuatro, un número que determina todas las dimensiones de nuestro ser: longitud, anchura, altura y tiempo, aunque también son cuatro los elementos, los puntos cardinales y los Evangelios. El número seis simboliza todas las obras que Dios Nuestro Señor concibió en los días de la Creación, la armonía de los elementos y, con ésta, el alma humana. Un número sagrado es el siete. Recuerda a los siete dones del Espíritu Santo así como a las siete jerarquías angélicas. ¿Y el ocho? El ocho representa el infinito. Dibujad ese número en el aire y veréis cómo podríais trazar su forma eternamente, sin interrupción. Sin embargo, el nueve es el número supremo, sólo divisible entre tres, el más sagrado de todos los números, y por tanto invulnerable salvo por la voluntad de la Santísima Trinidad. Todos los maestros constructores de grandes catedrales experimentan con el nueve en sus planos porque su fortaleza y resistencia son mayores que las de cualquier otro número. Multiplicad el nueve por cualquier número y obtendréis siempre un resultado que de nuevo sumará nueve.
—¡Poned un ejemplo! —gritó enardecido un cura que vestía una sotana negra.
—Bien, multiplica nueve por seis.
El cura se ayudó con los dedos de la mano.
—Cincuenta y cuatro —repuso.
—¡Pues ahora suma las dos cifras!
—Suman nueve.
—Exacto. ¡Ahora multiplica nueve por siete!
—Sesenta y tres.
—Y seis más tres…
—¡Nueve! Sois un mago, maestro Ulrich —se admiró el cura.
—Por todos los santos, ¡ni por asomo! Sólo conozco el significado de los números de los que consta una catedral como ésta.
—¿Y el número cinco? Os lo habéis saltado, maestro Ulrich. —Era la voz del anciano que en un primer momento lo había desafiado.
Ulrich von Ensingen hizo una larga pausa. Todas las miradas se centraban en él.
—Ya conocéis el pentagrama, el pentáculo, también llamado «pentalfa», esa estrella de cinco puntas que aparece en el dintel de la puerta de los poseídos.
—¡Es el símbolo del rey de las tinieblas y sus cinco mundos infernales! —exclamó, turbado, el cura.
—En efecto, el símbolo del diablo. Y con ese número quería el maestro Parler construiros una catedral, con cinco ventanas a cada lado y cinco pisos de altura. No creo que se trate de una casualidad.
—Maestro Ulrich —gritó el cura con voz estridente—, ¿estáis insinuando que él pretendía, sin que nadie albergara la menor de las sospechas, consagrar el templo al diablo?
Ulrich von Ensingen alzó las manos con las palmas hacia el público, como queriendo decir: «No puedo probarlo, pero todo apunta en esa dirección». Mas no habló.
Durante unos instantes, reinó el silencio en la inmensa plaza, un silencio sepulcral, quebrantado después por varias voces fundidas en un sordo murmullo, que se elevaron hasta desatar finalmente una tempestad de gritos iracundos y arrebatos coléricos. Las gentes de Ulm estaban divididas.
—¡Debe construir los nueve pisos! —gritaban los unos, reunidos en torno a un rico comerciante—. El maestro Parler tenía un pacto con el diablo. Por eso el Maligno se lo llevó.
La otra facción, acaudillada desde el centro por el barbudo anciano, se oponía:
—Si realmente los cinco pisos supusieran semejante amenaza, tal como sostiene el maestro Ulrich, ¿no habría de bastar con construir siete u ocho pisos? Yo creo que Ulrich von Ensingen utiliza los números a su conveniencia para que encajen en sus planes. ¡Que no nos venga con cuentos!
Una palabra llevó a la otra y la trifulca estuvo servida. Unos tildaban de «cabezas huecas» a los otros y les decían que el Señor no los había dotado ni siquiera con uno de los dones del Espíritu Santo. Los otros acusaban a los primeros de aliarse antes con el diablo que con la Santa Madre Iglesia. Al final llegaron a las manos.
Afra intentó ponerse a salvo de la iracunda multitud y se escondió tras una pila de sillares sin labrar. Cuando se atrevió a salir de nuevo y alzó la vista hacia donde estaba Ulrich von Ensingen, éste había desaparecido.
La noche había caído ya sobre la ciudad cuando Afra emprendió el camino de regreso a casa. Arriba, en el taller del maestro Ulrich, no había luz. Rompiendo la costumbre, ese día Afra rodeó por la plaza del mercado. Ni ella misma sabía por qué. Tal vez albergaba la esperanza de encontrarse con Ulrich von Ensingen. De hecho, se sorprendió a sí misma buscándolo con la mirada por las estrechas callejuelas, y eso que ni siquiera sabía dónde vivía el maestro. Nadie lo sabía. Tan rodeada de misterio estaba su casa como su conducta.
Por el camino Afra fue reflexionando acerca del simbolismo de los números sobre el que Ulrich había disertado en la plaza. Ella jamás había oído hablar de tal cosa. Y al recordar cómo se cruzaron sus miradas cuando Ulrich explicó el significado del número dos y el equilibrio entre el cuerpo y el alma, un escalofrío le recorrió la espalda. Fue hablando consigo misma por lo bajo hasta llegar finalmente al barrio de los pescadores.
Agnes, la esposa de Bernward, la recibió con gran agitación, pues al parecer Varro da Fontana, el sastre, la estaba esperando. Y es que Varro da Fontana no era un jubonero cualquiera que cosiera prendas para las gentes del común, no, ese sastre, oriundo del norte de Italia, cosía para las más bellas y ricas mujeres de la ciudad, el atuendo oficial de los miembros del Concejo de la ciudad y las galas de las más distinguidas viudas de comerciantes. Incluso el obispo Anselm de Augsburgo había encargado al sastre italiano la confección de su ropa interior.
—El maestro Ulrich von Ensingen me envía —anunció Varro con una reverente cortesía—. Me ha encargado que confeccione un vestido atendiendo a vuestros deseos y espero saber satisfacer vuestras exigencias con acierto.
Bernward y Agnes, que se hallaban presentes en la conversación, se miraron con asombro. Acto seguido, el pescador inquirió:
—Afra, ¿qué significa todo esto?
Afra se encogió de hombros.
—El maestro Ulrich —se apresuró a responder Varro en su lugar— dijo que la doncella le salvó la vida y que al hacerlo se estropeó el vestido.
—¡Pero no tiene la menor importancia! —repuso Afra. A decir verdad la noticia la embargaba de emoción. ¡Sentir en su piel un vestido de Ulrich! La joven esbozó un gesto preocupado al temer que el sastre pudiera tomarse al pie de la letra sus palabras cuando agregó—: Id a vuestra casa y decidle al maestro Ulrich que carece de razón regalarle un vestido a una doncella de familia humilde. Y menos aún uno tan costoso como los que vos confeccionáis.
Varro da Fontana se sulfuró y replicó acaloradamente:
—Doncella, ¿acaso queréis privarme de sustento? No son tiempos de tanta prosperidad para que yo pueda permitirme rechazar este encargo. Y si en verdad vuestro vestido quedó inservible por causa del auxilio que prestasteis al maestro Ulrich, no veo por qué motivo no habríais de aceptar este presente. Mirad estos finos tejidos de mi tierra natal, se ajustarán a vuestro cuerpo como un guante.
Con magistral destreza Varro da Fontana desenrolló las piezas de tela que había llevado.
Afra lanzó una mirada a Bernward en busca de aprobación. Éste estimó aceptable la explicación y afirmó que, dadas las circunstancias, no se trataba de un regalo, sino de una compensación por un daño. Es más, el maestro Ulrich estaba obligado a hacerlo.
Con una vara el sastre comenzó a tomar medidas. Afra se ruborizó. Jamás ningún sastre, y menos aún uno tan fino, se había interesado por las medidas de su cuerpo. Y a la pregunta de cómo se imaginaba su nuevo vestido y por cuál de los tejidos sentía predilección, respondió Afra:
—Oh, maestro Varro, limitaos a coser un vestido como el que corresponde a una mesera.
—¿A una mesera? —exclamó Varro da Fontana entornando los ojos—. Doncella, si me permitís la observación, a vos os correspondería más bien el vestido de una noble dama de la corte…
—¡Pero resulta que es una mesera! —exclamó Agnes interrumpiendo el piropo de Varro—. Dejad de marear a la muchacha. Al final terminará por creer que tiene una figura privilegiada y se negará a seguir sirviendo en el comedor.
Cuando el sastre se hubo marchado, Agnes le dijo a Afra:
—No debes tomarte en serio cualquier halago que venga de los hombres. Los hombres son todos unos mentirosos. Hasta Pedro, el primer papa, renegó de Nuestro Señor.
Afra rió sin dar crédito a las palabras de la pescadora.
Como de costumbre, a la mañana siguiente, antes de rayar el alba, Afra fue a calentar el horno del comedor. Un carro entoldado traqueteaba en solitario por el empedrado de la Hirschgraben. A las puertas de las casas los cerdos gruñían y hozaban entre los despojos. Las sirvientas arrojaban los restos de comida del día anterior por las ventanas, de modo que Afra debía ir con cuidado para que ninguno de los desperdicios le golpeara en la cabeza. La pestilencia de las heces se mezclaba con el humo asfixiante procedente de los hornos de los artesanos, fabricantes de cola, tintoreros, cocederos de carne, panaderos, peleteros y cerveceros. Un paseo por las callejuelas de la ciudad, que a esas horas comenzaba a desperezarse, era cualquier cosa menos agradable.
Cuando Afra dobló la esquina de la plaza de la catedral, alzó la mirada, como cada mañana, hacia el taller del maestro. La suave luz del alba iluminaba el entramado de maderos, planchas y escaleras. De Ulrich no había ni rastro. Afra se encaminó hacia el comedor, pero se detuvo asustada. A sus pies, en medio de la oscuridad, encontró un hato de ropa y pocos pasos más allá, sobre el empedrado, un zapato.
Afra había avanzado poco más cuando, de pronto, profirió un grito desgarrador, un grito cuyo eco resonó entre las casas de la plaza. Ante ella yacía el cuerpo lacerado de un hombre. Estaba tendido boca abajo. A su alrededor había un charco de sangre. Tenía los brazos y las piernas doblados y retorcidos de un modo extraño. Afra se arrodilló. Entre sollozos, alzó la vista hacia el taller del maestro de obras. Los artesanos que iban de camino a sus trabajos se acercaron.
—Que alguien llame al médico —se oyó gritar a través de la plaza.
—¡Ha de venir el cura a darle el viático! —exclamó otro.
Afra unió las manos en actitud de oración. Las lágrimas le resbalaban por las mejillas.
—Pero ¿quién ha hecho esto? —balbucía una y otra vez para sí—. ¿Quién?
Un vigoroso grabador con un tosco mandil de cuero sobre la barriga intentó levantar a Afra.
—Vamos —dijo con suavidad—, ya no hay nada que pueda hacerse.
Afra lo apartó.
—¡Déjame!
Entretanto, un grupo de curiosos se había congregado alrededor del muerto. No había semana que un albañil o un carpintero no cayera de un andamio, o que un grabador no fuera fulminado por el golpe mortal de un fragmento de piedra; sin embargo, la muerte de un hombre nunca dejaba de suscitar interés. Al fin y al cabo uno podía considerarse afortunado de no ser el cadáver.
Una matrona entrada en carnes miraba con cara de repugnancia, sin dejar de persignarse, el cuerpo destrozado, como si le diera asco.
—¿Quién es? —preguntó—. ¿Alguien lo conoce?
Afra se llevó las manos a la cara sollozando. Trató de contener los espasmos que sacudían su cuerpo, pero fue inútil. En esos momentos ya debía haber tres docenas de mirones que, apiñados en derredor, pugnaban por un hueco que les permitiera ver al muerto. Desde las últimas filas, un hombre corpulento se abrió paso.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó a voz en grito apartando a un lado a los curiosos—. ¡Abrid paso!
Afra reconoció la voz. La reconoció al instante. Pero su mente era incapaz de asimilarlo. La evocación del instante en el que Ulrich la estrechó contra su pecho lo ocupaba todo.
—Dios mío —oyó exclamar a la voz. Afra alzó la vista. Por unos interminables segundos todo en su interior se detuvo. Su respiración quedó en suspenso. Los miembros de su cuerpo se negaban a moverse, sus ojos y oídos a percibir. Sólo cuando el hombre extendió el brazo y la zarandeó, Afra volvió en sí.
—¿Maestro Ulrich? ¿Vos? —farfulló con incredulidad, y acto seguido se volvió hacia el cuerpo lacerado que yacía en el suelo.
Entonces Ulrich von Ensingen comprendió lo que le había sucedido a la joven.
—Creías que yo…
Afra asintió en silencio y se abalanzó llorando a los brazos del maestro. El abrazo desconcertó a los mirones. La gorda matrona meneó la cabeza y susurró:
—¡Chsss, habrase visto cosa igual! ¡Cómo se atreven delante del muerto!
Entretanto, el médico había llegado, vestido de negro, tal como ordenaba su gremio, y con un sombrero de forma tubular de al menos dos pies de altura.
—Debe de haber caído del andamio —dijo saliendo a su paso Ulrich. Ambos, médico y maestro, se presentaron, sin inspirarse demasiada simpatía.
El médico examinó el cadáver, luego alzó la vista con los ojos entrecerrados e inquirió:
—¿Y a qué había subido este hombre allí? Por su atavío se diría que más que un albañil parece un viajero. ¿Alguien lo conoce?
La multitud congregada alrededor prorrumpió en murmullos. Algunos menearon la cabeza.
El médico se agachó y le dio la vuelta al cadáver. Cuando los curiosos contemplaron el cráneo aplastado, un grito mudo atravesó la muchedumbre. Algunas mujeres se volvieron y se alejaron en silencio.
—A juzgar por su modo de vestir, parece un forastero del oeste, lo cual no hace sino añadir misterio a su muerte —observó Ulrich von Ensingen.
Con un elegante gesto, el médico se quitó el alto sombrero y le confió a un joven su cuidado. Luego desabrochó el cuello del difunto y posó la oreja sobre el pecho. Con un asentimiento de cabeza dijo en un susurro:
—Que Dios se apiade de su alma.
En busca de alguna pista que pudiera revelar la procedencia del forastero, el médico halló en el bolsillo interior del jubón una carta doblada. Había sido lacrada con el sello del obispo de Estrasburgo y las señas, escritas en elegantes trazos por un escribiente, rezaban: «Para el maestro Ulrich von Ensingen, en Ulm».
—La carta va dirigida a vos, maestro Ulrich —anunció el médico, desconcertado.
Ulrich, hombre por lo común de gran aplomo y al que nada hacía perder la compostura, se mostró turbado.
—¿A mí? ¡Dejadme ver!
El maestro constructor miró titubeante las caras de los curiosos. Aunque sólo fue por un instante, pues de inmediato se recompuso y, dirigiéndose a los mirones, bramó:
—¿Se puede saber qué hacéis aquí ganduleando? ¡Ocupaos de vuestro trabajo! Ya habéis visto que está muerto. —Y volviéndose hacia Afra, agregó—: Y a ti te digo lo mismo.
La mayoría se marchó murmurando. Afra también obedeció la orden de Ulrich. Ya se había hecho de día.
Cuando Ulrich von Ensingen subió a su taller, halló la explicación a la caída del mensajero estrasburgués: de la última escalera, que conducía hasta el andamio superior, se habían desprendido tres peldaños. Tras examinarlos, el maestro Ulrich llegó a la conclusión de que los tres peldaños habían sido serrados en ambos lados. Sin necesidad de dar muchas vueltas al descubrimiento, el maestro de obras comprendió que la trampa no le había sido tendida al mensajero, sino a él. Pero ¿quién anhelaba arrebatarle la vida de modo tan siniestro?
Enemigos, a decir verdad, no le faltaban. Eso debía admitirlo. Su carácter no era precisamente agradable. Y más de un albañil tenía que haberle deseado la muerte por todas las tachas que él ponía a la labor que realizaban. Pero entre desear la muerte y causar la muerte había una gran diferencia. Ulrich también sabía que las gentes del común sentían odio por él porque dilapidaba el dinero de los ricos en lugar de compartirlo con ellos, un razonamiento a todas luces absurdo, pues ninguno de los mercachifles que querían inmortalizar su nombre con el levantamiento de la catedral habría donado un solo florín de no ser por la costosa construcción.
Fuera como fuese, el atentado había de ser denunciado ante el juez de la ciudad. Pero antes de ponerse en camino para poner sus hallazgos en conocimiento del corregidor, Ulrich abrió la carta. En ella se hallaba inscrito el blasón episcopal de la ciudad imperial de Estrasburgo, un sufragáneo del arzobispo de Maguncia, y rezaba como sigue:
Al maestro Ulrich von Ensingen: Nos, Wilhelm von Diest, obispo de Estrasburgo por la gracia de Dios y landgrave de la Baja Alsacia, os saludamos y esperamos os mantengáis firmes en la fe en Cristo Nuestro Señor. Como a buen seguro ya sabéis, la construcción de nuestra catedral se encuentra en marcha desde hace más de doscientos años y está en su mayoría perfecta, aunque a falta todavía de dos torres, las cuales, proyectadas por el maestro Erwin von Steinbach, habrían de hacer visible la magnitud de nuestra catedral desde la lejanía, en alabanza a Cristo, Nuestro Señor. Hemos podido saber que los ciudadanos de Ulm albergan pretensiones de aedificare a orillas del Danubio la catedral más grande del mundo, y que a vos, maestro Ulrich, os ha sido encomendada, por la fama que os precede, la tarea de culminar la obra en nombre de Cristo Nuestro Señor. Viatores de Nuremberg y Praga, que se han cruzado en vuestro camino con frecuencia, nos han traído estas noticias, mas nos han dado cuenta también de la existencia de facciones en la ciudad de Ulm que se hallan dispuestas a impedir el levantamiento de la catedral, al menos en toda su extensión. Esto y la fe en Cristo Nuestro Señor, quien recompensará a los justos el día del Juicio Final y condenará a los injustos a un castigo eterno, me empujan a dirigirme a vos con el fin de instaros a abandonar las querellas de Ulm y volveros hacia nosotros para construir las torres de nuestra catedral, las cuales habrán de superar en magnificencia y tamaño a todas las demás a ambas partibus del Rin. Tened la certeza de que vuestra labor sería compensada con al menos el doble de cuanto os pagan las ricas gentes de Ulm, aun cuando ignoramos de cuánto se trata. En cuanto al mensajero que os hace entrega de la presente participación, podéis confiar en él. Le ha sido encomendado aguardar vuestra respuesta. Os escribo esta carta en lengua alemana, con todo y que mi dominio del latín, la lingua de Cristo Nuestro Señor, es más profundo, para que vos podáis entenderla sin necesidad de consultar a un traductor.
Dado en Estrasburgo en el día posterior a Todos los Santos del año 1407 de la Encarnación de Cristo Nuestro Señor.
Ulrich von Ensingen se sonrió, luego plegó la carta y se la guardó en el jubón.
No fue la muerte del mensajero estrasburgués en sí, sino las circunstancias que condujeron a ésta, lo que provocó intranquilidad entre los ciudadanos de Ulm. El magistrado de la ciudad, al que Ulrich refirió lo acontecido con los peldaños, sospechaba que el propio maestro de obras pudiera ser el artífice del atentado.
La cuestión, en primera instancia, de qué motivos habrían podido impulsarlo a destruir el acceso a la estancia donde él mismo trabajaba, y la posterior alusión al hecho de que sólo unos días atrás hubieran perpetrado otro atentado contra él disuadieron al magistrado, quien finalmente orientó sus pesquisas en otra dirección.
Ulrich von Ensingen pasó los siguientes días recluido en su taller. Un sinfín de pensamientos se agolpaba en su cabeza: entre ellos, por supuesto, el ofrecimiento del obispo de Estrasburgo, pero sobre todo los dos ataques dirigidos contra él.
¿Era mera casualidad que Afra, la mesera, se hallara presente en ambas ocasiones? La construcción de la catedral pasó de súbito a ocupar un segundo plano cuando Ulrich, solo ante sus bosquejos, reflexionó acerca de ese hecho. Afra era hermosa, sin duda; bien mirado, era incluso demasiado hermosa para servir en un comedor. Pero las mujeres son como las catedrales, cuanto más hermosas, más misterios abrigan en su interior.
Griseldis, su esposa, era el mejor ejemplo de ello. No había perdido un ápice de su hermosura desde que, veinte años atrás, contrajeran matrimonio, pero para él seguía envuelta en secretos. Griseldis era una buena esposa para él y para Matthäus, su hijo, ya mayor, una buena madre. Pero su pasión, propia de toda mujer en la flor de la vida, no se centraba en la sexualidad, sino en los diez mandamientos de la Iglesia, que cumplía con fervor. La Virgen María no habría podido ser más devota.
Vivían, pues, en aparente armonía un virginal matrimonio, tal como cuatrocientos años antes hicieran el emperador Enrique II de Sajonia y Cunegunda, que fueron canonizados por el papa en virtud de su abstinencia. Quizá Griseldis seguía el ejemplo de Cunegunda y se preparaba para la beatificación que precede a la canonización. Ulrich no lo sabía con certeza. Cada vez que preguntaba a su mujer, ésta se cubría de rubor y de úlceras en el cuello, y entonces se refugiaba nueve días en una novena, un ejercicio espiritual en el que durante los nueve días sucesivos se rezaban determinadas plegarias siguiendo lo que hicieron los apóstoles después de la Ascensión y hasta Pentecostés.
Las comedidas pero aún existentes necesidades de placer sensual de Ulrich von Ensingen, las liberaba éste en uno de los baños públicos donde ofrecían sus servicios mujeres lujuriosas. En estas relaciones no se establecía compromiso alguno salvo el pago, que no era peccata minuta, cinco pfennig de Ulm.
Por la fuerza se había refugiado Ulrich en su trabajo, y su ambición y talento natural le habían procurado reconocimiento y fama allende las fronteras de la región. Tal vez esto explicara su extraña forma de conducirse, que de vez en cuando se hacía patente, la soledad que él mismo se imponía y la actitud de rechazo hacia las mujeres. Ulrich von Ensingen era tenido por un hombre extraño. La construcción de la catedral le reportaba grandes beneficios. Precisamente por eso no sólo tenía amigos en la ciudad. Señor Soberbia, lo llamaban. Y él, que lo sabía, se comportaba como tal.
Así pues, Ulrich tuvo claro desde el principio dónde había de buscarse al autor de los ataques. Facilitó una serie de nombres al magistrado Benedikt, y éste encomendó a sus alguaciles que siguieran los movimientos de determinados individuos.
La casualidad quiso que el magistrado encontrara en la Färbergasse a uno de los nuevos ricos de los que tantos había en esa ciudad. La Färbergasse no se hallaba precisamente en un barrio distinguido. Era la calle donde se habían instalado, como su propio nombre indicaba, los tintoreros. El lado de la calle en el que trabajaba cada oficial podía leerse en el color de sus manos, estigmatizadas a fuerza del trabajo diario como presagio de su fatídico destino. En el lado izquierdo, visto de fuera adentro de la ciudad, trabajaban los tintoreros en azul, y en el derecho, los tintoreros en rojo.
Un hombre con las manos rojas se dirigía hacia el Ochsen, una taberna frecuentada sobre todo por carreteros. De ahí que fuera barata y ruidosa e idónea para una conversación que no convenía que nadie escuchara. O al menos eso pensó el magistrado, quien se deslizó discretamente en el Ochsen. Su instinto no lo indujo a error. En medio de la algarabía de carreteros, voceadores de noticias y vendedores ambulantes, en medio de mujeres de mala vida y jornaleros de malvivir que arrebañaban los huesos de los restos de carne que quedaban en las mesas, se hallaba Gero Hof, el joven petimetre, rodeado por una cuadrilla de haraganes y tunantes. Según parecía, jugaban a los dados. Cada uno de ellos tenía uno. El número más alto o más bajo de puntos —los detalles concretos se le escaparon a Benedikt— lo sacó un hombre enjuto vestido con andrajosas ropas. Los demás acogieron el resultado con risotadas de sorna, y Gero animó al perdedor con una palmada en el hombro después de entregarle algo envuelto en un paño.
El primero en apartarse del grupo fue Gero, quien de pronto parecía tener prisa por marcharse. Los demás vagabundos también abandonaron precipitadamente el local. El magistrado era perro viejo y no se dejaba engañar por nadie. Esperó pacientemente hasta que el hombre que llevaba el bulto de ropa bajo el brazo salió del Ochsen y se pegó a sus talones.
Al poco el vagabundo se detuvo y, tras mirar en derredor en busca de posibles perseguidores, giró hacia la plaza de la catedral. El magistrado lo siguió a una distancia prudencial hasta una pila de sillares. Oculto tras los bloques de piedra observó al misterioso hombre trepar por el andamio. Éste, achispado por la cerveza, no obró con excesiva cautela. Con un violento movimiento lanzaba el abultado paño sobre la siguiente plataforma antes de emprender la subida de cada tramo de escaleras. Al realizar el último lanzamiento hacia donde se hallaba el taller del maestro de obras, erró el tiro. El bulto se deslizó por la rampa y cayó al vacío, el paño se desplegó como la vela de un barco, liberando un objeto metálico que se precipitó contra el suelo con estrépito. Encaramado a la última escalera, el extraño maldijo por lo bajo y se dispuso a bajar de nuevo.
Una vez abajo y todavía maldiciendo, iba a recoger el escurridizo objeto cuando un pie le pisó la muñeca. El borrachín, con un susto de muerte, creyó que el diablo lo retenía y comenzó a agitar violentamente el brazo que aún tenía libre.
—¡Ayúdame, Dios mío! —exclamó. Su voz resonó por toda la oscura plaza—. En el nombre del Padre, del Hijo y de la Virgen María.
—¡Te has olvidado del Espíritu Santo! —dijo el magistrado, aprisionando la muñeca del mancebo contra el suelo—. Ahí arriba no te habría venido mal la iluminación del Espíritu Santo. —El magistrado emitió un suave silbido ayudándose con los dedos y, de entre las oscuras sombras del portal de la catedral, surgieron dos alguaciles.
—Mirad —rió Benedikt—, aquí tenéis a un malhechor de la más extraña calaña. Lanza la prueba del delito justo a los pies del juez.
Benedikt levantó el pie de la muñeca entre gimoteos del hombre al tiempo que uno de los alguaciles recogía la sierra que se había escapado de su envoltorio en la caída.
—¡Tened clemencia, señoría! —imploró el hombre juntando las palmas de las manos—. Tuve que hacerlo porque perdí a los dados, igual que la primera vez.
—Ah —repuso Benedikt con sarcasmo—, ¿entonces fuiste tú el que serró los peldaños de la escalera que causaron la muerte al mensajero de Estrasburgo?
El hombre asintió con vehemencia y se arrodilló ante el magistrado.
—Clemencia, señoría. No era el mensajero quien tenía que caer del andamio, sino el maestro constructor. Fue mala fortuna que cayera en la trampa el hombre equivocado.
—De eso puedes estar seguro. ¿Quién eres en verdad? ¿De dónde vienes? Ciertamente no eres de aquí.
—Me llamo Leonhard Dümpel, para serviros, y no tengo casa en parte alguna, deambulo de aquí para allá, vivo en la miseria o hago trabajos menores. Soy un siervo fugado. Lo confieso.
—¿Y qué te traes entre manos con ese presumido de Gero von Guldenmundt?
—Él se rodea de una cuadrilla de goliardos como yo y se dedica a reírse a su costa. A cambio de un mendrugo de pan o un trago de cerveza nos hace limpiarle los zapatos con la lengua, sin quitárselos, varias veces al día. Cuando come cerezas dulces, escupe los huesos y disfruta a placer haciéndonos recogerlos después. De su carro, en lugar de caballos, tiramos una docena de vagabundos que lo conducimos por las calles de la ciudad. Nos paga por hacerlo con comida caliente. Sin embargo, la mayor de sus pasiones es jugar a los dados. No juega con dinero, como la mayoría de los hombres de su categoría, sino poniéndole pruebas al perdedor.
—Guldenmundt es famoso por sus fullerías. Y el hecho de que no soporta al maestro de obras tampoco es ningún secreto —aseveró el magistrado—. Su odio hacia el maestro Ulrich no parece conocer límites, pues de lo contrario no habría intentado atentar contra su vida una segunda vez.
—¡Yo no maté al mensajero, señoría! —se lamentó Leonhard Dümpel—. Tenéis que creerme.
—Pero causaste su muerte —lo interrumpió Benedikt—, Y ya sabes lo que eso significa para alguien como tú.
—El magistrado trazó un movimiento con la mano, como si simulara una soga alrededor de su cuello.
Entonces el mancebo se incorporó completamente fuera de sí. Escupió, arañó y gritó en plena noche, y los alguaciles se las vieron y se las desearon para sujetar al furioso delincuente.
—Metedlo en el calabozo —ordenó impasible el magistrado y se enjugó el sudor de la cara con la manga—. Mañana, con las primeras luces, atraparemos a Gero. No podemos permitir que salga indemne.
Seis alguaciles armados con espadas cortas y lanzas, y cargados con cadenas sobre los hombros irrumpieron a la mañana siguiente en la noble residencia de Guldenmundt, en la plaza del mercado, y arrancaron a Gero de la cama. Sorprendido, Gero no opuso resistencia. A su pregunta de qué le esperaba, respondió el oficial de los alguaciles, un mastodonte de espaldas anchas, barba negra y mirada sombría, que en seguida lo descubriría por sí mismo. Luego lo encadenaron y lo escoltaron mientras desfilaban por delante del cercano Concejo de la ciudad.
Los primeros rayos del sol, apenas desperezado, bañaban los frontispicios de las casas. Tal desfile de alguaciles causó sensación entre los ciudadanos. El día prometía ser entretenido. Ante el Concejo había sido levantado un tablado de madera con un cepo en el centro. Las mujeres que iban camino del mercado estiraban el cuello con curiosidad. Los niños interrumpían sus juegos con aros y peonzas, y corrían dando brincos hacia allí. En un abrir y cerrar de ojos una multitud se aglomeró en torno a la picota.
Cuando los ciudadanos reconocieron a Gero von Guldenmundt, se oyeron gritos de asombro, pero también carcajadas de malicia. Gero von Guldenmundt no se contaba ni mucho menos entre las personas más populares de la ciudad. El murmullo de los curiosos se elevaba por momentos. La gente especulaba con el delito que había cometido el petimetre ricachón.
Al fin el magistrado Benedikt subió al tablado y leyó la acusación, según la cual Gero von Guldenmundt había pagado a un siervo fugitivo y lo había inducido a serrar una escalera del andamio de la catedral. Esa acción había causado la muerte a un inocente; que Dios se apiadara de su pobre alma. Gero von Guldenmundt, ciudadano libre de la ciudad de Ulm, sería condenado por ello a doce horas de escarnio público.
Mientras el magistrado clavaba la sentencia en el cepo, los alguaciles arrastraron a Gero von Guldenmundt hasta el cadalso. El oficial de los alguaciles abrió el madero transversal, en el que se habían practicado tres agujeros alineados, introdujo la cabeza y los antebrazos del reo en las aberturas creadas a tal efecto y cerró las partes superior e inferior con un pasador de hierro.
En semejante posición, con la espalda encorvada y la cabeza y las manos asomando a través del madero, Gero ofrecía una imagen lamentable. Por unos instantes reinó un incómodo silencio. ¿Era compasión o miedo a aquel vividor lo que dejó al pueblo sin habla?
De pronto una vocecilla suave y delicada rompió el silencio. Una niña rubia, apenas de doce años y vestida con un largo vestido azul, cantaba animadamente una conocida coplilla:
Mi madre murió en la hoguera por brujería.
Mi padre murió en la horca por salteador.
Y a mí, que por el seis sufro manía,
no hay alma que me tenga amor.
De pronto el público estalló en alborozadas carcajadas. De alguna parte comenzaron a llover manzanas podridas que no acertaban en el blanco. Pero un huevo con la yema roja golpeó a Gero en plena cara. A éste le siguieron mohosos tronchos de col, y una hoja se le quedó pegada a la frente.
De los pozos cercanos, las vendedoras del mercado traían jarras de agua que rociaban sobre la cabeza del petimetre indefenso. Bailaban alegremente alrededor de Gero, alzaban sus faldas y se mofaban del ricachón con elocuentes gestos. Que precisamente Gero von Guldenmundt hubiera sido puesto en la picota, procuraba satisfacción a muchos.
Atraída por el ruido, Afra se acercó al lugar. No tenía la menor idea de quién se hallaba en la picota, y resultaba casi imposible reconocer la cara del hombre apresado en el cepo. Tampoco los iracundos gritos que profería la muchedumbre fueron en un primer momento esclarecedores: «¡A la horca, es un canalla!» —exclamaban unos, y otros—: «¡Pobrecillo, se va a manchar sus preciosas ropas!». O: «¡Le está bien empleado, por presumido!».
No fue hasta que una vendedora del mercado arrojó, para regocijo del público, un cubo de agua sucia a la cara del delincuente cuando el rostro de Gero volvió a ser reconocible. Afra se acercó entonces al cadalso. A la espera de más fechorías Gero cerró los ojos. Los cabellos le caían sobre la frente. En la comisura derecha de la boca tenía pegados restos de una de las verduras arrojadas. Los huevos y la fruta podrida, esparcidos alrededor de la picota, desprendían un espantoso hedor.
De pronto Gero abrió los ojos. Con gesto inexpresivo paseó la mirada por la muchedumbre hasta que, al llegar a Afra, se detuvo, y entonces su semblante ensombreció. El brillo de sus ojos traslucía odio y desprecio. Y tras escrutar a Afra de la cabeza a los pies, infló las mejillas y lanzó, describiendo una gran parábola, un esputo al suelo.
Los alguaciles, apostados allí para asegurarse de que nadie llegara a las manos, se las vieron y se las desearon para refrenar a las gentes. Hombres y mujeres furibundos, sobre todo mujeres, lanzaban contra la picota cuanto caía en sus manos. Transcurrida apenas una hora, el joven figurín se hallaba rodeado por una muralla de un metro de altura de hediondas inmundicias.
Hacia mediodía comenzó a circular por la picota la noticia de que el compinche de Gero, el siervo fugitivo que había sido hallado culpable de la muerte del mensajero estrasburgués, sería ahorcado a la mañana siguiente. Un pregonero había recorrido la ciudad de calle en calle salmodiando la noticia, habiendo despertado su canturreo un enorme interés. La última ejecución se había llevado a cabo hacía seis semanas, demasiado tiempo para una ciudadanía ávida de emociones fuertes. No es que los habitantes de Ulm fueran en modo alguno más sanguinarios que otros, pero en esos tiempos el tránsito de la vida a la muerte de una persona representaba un entretenimiento siempre bien recibido y un espectáculo digno de ver.
Las ejecuciones nunca se realizaban dentro de las murallas de la ciudad, pues se consideraban acontecimientos de los que todo ciudadano distinguido quería mantenerse alejado, tanto como del verdugo. Este último también vivía fuera de la ciudad y tenía grandes dificultades a la hora de encontrar, cuando era el caso, esposo para sus hijas. No sólo en la vida cotidiana había diferencias de clases, también las había al morir ejecutado. La decapitación se tenía por un proceso totalmente honorable, mientras que ser quemado en la hoguera, y no digamos colgado en la horca, correspondía a los de más bajo nivel.
Visto de ese modo, el acontecimiento de la mañana siguiente era indigno del gusto de la alta sociedad. Las gentes del común se congregaron allí con gran algazara y danzaron detrás del condenado. Éste debía recorrer su último camino montado de espaldas sobre un pollino, lo cual era considerado especialmente humillante. El ambiente entre el público era de alborozo. El cura, al frente del desfile, alzando un crucifijo, musitaba, en apariencia, una oración con fervor, si bien hay que decir que mientras lo hacía se le iban los ojos hacia las hermosas hijas de los burgueses que se asomaban soñolientas por las ventanas.
El verdugo aguardaba la procesión en el patíbulo, situado a escasa distancia de la puerta de la ciudad. Lucía unos ropajes de arpillera ceñidos con un cinturón de cuero de un palmo de ancho. La piel curtida que cubría su desnuda calva, curiosamente, le daba un aspecto ridículo.
La horca consistía en dos maderos verticales hincados en el suelo y un tercero perpendicular, del que eran colgados los delincuentes. A modo de escarmiento, el verdugo había dejado colgado al último reo. Su pestilente cadáver se balanceaba, medio descompuesto, con la brisa matutina. Nubes de moscas revoloteaban alrededor en busca de alimento.
Los alguaciles habían preparado a Leonhard Dümpel una pócima de mandrágora, que indujo un estado de semiinconsciencia en el condenado. Al llegar al patíbulo, fue liberado de las cadenas. Se sometió con docilidad a todas las peticiones, incluso saludó alegremente a la multitud como si todo aquello le fuera ajeno. Apoyado en uno de los maderos de la horca, el cura oyó su confesión. El sentenciado a muerte se condujo con asombrosa serenidad, pues murmuró una y otra vez: «Debe ser así. Debe ser así».
—¡Hazlo de una vez! —gritó un anciano impaciente dirigiéndose al verdugo—. ¡Queremos ver colgado a ese canalla!
—¡Sí, queremos verlo colgado! —repitió la muchedumbre a coro.
Al fin el verdugo apoyó una escalera en el madero transversal de la horca, trepó por ella y, apenas a un brazo del cadáver descompuesto, amarró la soga que acababa en un lazo con nudo corredizo. A continuación arrastró un barril hasta allí, lo situó bajo la soga y le hizo una señal al delincuente para que subiera. El verdugo también se subió al barril. Entonces colocó el lazo alrededor del cuello del condenado.
De pronto se impuso el silencio entre los curiosos. Con la boca abierta y avidez en la mirada observaron cómo el verdugo bajaba del barril y apartaba la escalera. No se oía ni una mosca. Sólo la soga de la que pendía el cadáver semicorrupto chirriaba con la brisa matutina. Casi orgulloso, pues era enorme el interés que había suscitado, Dümpel miró a los espectadores.
—¡Queremos oírlo crujir! —chilló el mismo viejo que se había hecho oír momentos antes. Todos los presentes sabían a qué se refería el anciano: al crujido que se oía cuando el ahorcado quedaba suspendido del lazo y las vértebras cervicales se rompían.
—¡Queremos oírlo crujir! —bramó fuera de sí.
Apenas había acabado de decirlo cuando el verdugo retiró el barril con una fuerte patada. El reo trastabilló. El barril volcó y se produjo el anhelado crujido. Una postrera rebelión, un intento vano de extender los brazos, como si quisiera volar, y Dümpel murió.
La multitud estalló en aplausos. Mujeres con los delantales puestos, como si hubieran abandonado los fogones, se lamentaban simulando la cadencia de las plañideras. Unos cuantos adolescentes se marcharon agitando los brazos y remedando los últimos gestos del ahorcado.
Al mismo tiempo, el auténtico urdidor del crimen era bañado por sus criadas y frotado con hierbas aromáticas.
El vestido que el sastre Varro da Fontana entregó a Afra dos días más tarde despertó en ella remordimientos de conciencia. Jamás había poseído una prenda de semejante belleza: un vestido de un lustroso tejido verde con una larga falda que partía desde debajo de los pechos y caía, sin pliegues, hasta el suelo. Como una ventana de cientos de promesas se abría el rectangular escote, ribeteado con cintas de terciopelo, y adornado además por un cuello amplio que se extendía hasta los hombros. Las mangas eran anchas, como las que sólo lucían las damas de la nobleza. Fontana había confeccionado el vestido, literalmente, a su medida.
En casa del pescador Bernward no había ningún espejo que pudiera proporcionar a Afra una visión de conjunto, pero cuando se miró, el corazón comenzó a latirle muy de prisa. ¿En qué ocasión podría una simple mesera como ella lucir un vestido como aquél?
El comportamiento de Ulrich von Ensingen la confundía más aún. No sabía cómo comportarse ante él. Por un lado, él adoptaba una actitud tan fría que ella no se atrevía a visitarlo de nuevo. Por otro, había hecho coser para ella un vestido tan caro que provocaría la envidia de todas las burguesas de la ciudad. A veces la asaltaba la duda de que el maestro Ulrich pudiera estar jugando con ella, de que tal vez se estaba burlando al regalarle un vestido que jamás tendría ocasión de ponerse. Por las noches, cuando no lograba conciliar el sueño, esos pensamientos le invadían la cabeza. Entonces se levantaba, encendía una vela y contemplaba el vestido verde que colgaba en su armario.
Cuando soñaba, lo hacía siempre con una muchacha que lucía un vestido verde, una muchacha que no acertaba a saber si era ella misma u otra, pues nunca conseguía verle el rostro. La joven cruzaba apresuradamente la plaza de la catedral, seguida de una turba de hombres acaudillados por Ulrich von Ensingen.
Pero si bien uno suele caminar pesadamente en los sueños, pues siente los miembros como si fueran de plomo, la muchacha del sueño de Afra huía a grandes saltos de los perseguidores, ligera cual pluma, hasta posarse al fin como un pájaro sobre los tejados de una gran ciudad antigua. Después, por lo general, se despertaba, e intentaba en vano desentrañar el sentido de ese extraño sueño.
Y probablemente hubiera continuado así, tal vez hasta el día del Juicio Final, de no haber acontecido algo de todo punto inesperado, algo que para Afra era tan inconcebible como la indulgencia plena de todos los pecados.