12

Un puñado de cenizas negras

El año tocaba a su fin y anochecía temprano. En la ciudad se oía el alboroto y la música proveniente de los tugurios. Los taberneros de Constanza eran los mayores beneficiados por el concilio. Al caer la noche, sus locales se llenaban hasta tal punto que resultaba casi imposible encontrar asiento, y eso tenía una explicación. Por razones pecuniarias y de necesidad, ciudadanos totalmente decentes arrendaban sus camas dos veces cada noche —del atardecer a la medianoche y de la medianoche hasta el alba—, de tal forma que uno siempre se veía obligado a pasar la mitad de la noche en una de las numerosas tabernas de la ciudad.

Los bufones, histriones y músicos ambulantes amenizaban el rato a los clientes. Los más populares de todos eran los cantores, que entretenían al público con carracas y panzudos laúdes. Y de entre ellos, había un cantor bohemio que gozaba de especial popularidad, un tal Wenzel von Wenzelstein que por diversas razones se había ganado la simpatía del público. El cantor Wenzel cantaba canciones en una lengua macarrónica con letras obscenas como: «Doncelita, doncelita, lavaos la vaginita, que si no ningún chicuelo mirará vuestros ojuelos». Las trifulcas tabernarias le habían costado al cantor bohemio una oreja y el ojo izquierdo. De forma que no destacaba precisamente por su hermosura. Sin embargo, de acuerdo con una inexplicable ley de la naturaleza según la cual a los hombres feos les caían en suerte las mujeres más bellas, Wenzel iba acompañado por Lioba, una belleza oriental que de vez en cuando bailaba encima de las mesas, donde, si los rumores eran ciertos, solía perder la ropa.

Los comediantes y los músicos ambulantes que se hallaban de paso por la ciudad ejercían, además, un segundo oficio que les procuraba unas buenas ganancias. Llevaban y traían recados tanto escritos como hablados. De modo que no fue casualidad que, cuando Afra regresó destrozada de su encuentro con Miel, Wenzel von Wenzelstein estuviera cantando delante de su puerta. En esos momentos Afra no tenía ojos ni oídos para el feo cantor y su hermosa acompañante, y ya se disponía a sortearlos cuando el músico interrumpió su función y se dirigió a ella:

—Vos debéis ser Afra. Traigo un mensaje para vos.

Afra seguía enfrascada en sus cavilaciones sobre el encuentro con Miel. Se sentía vil y despreciable, y no tenía ningunas ganas de dispensar atención al desconocido. Pero en ese instante una pregunta cruzó su mente: ¿Cómo sabía el cantor su verdadero nombre?

Y mientras trataba de encontrar, sin éxito, la respuesta a esa pregunta, mientras escrutaba el rostro del músico intentando recordar si lo conocía, éste interpretó su silencio como un «sí» a su primera pregunta y prosiguió:

—Me envía un tal Ulrich von Ensingen, un hombre distinguido y además generoso, algo poco habitual entre los de su clase. Por cierto, Wenzel von Wenzelstein es mi nombre, caso de que nunca hayáis oído hablar de mí.

El tuerto cantor hizo una suerte de genuflexión que, dada la afectación del gesto y la grotesca apariencia del comediante, resultó un tanto ridícula. Además, al realizar la sobreactuada reverencia su laúd emitió un estridente chirrido, como si le hubiera pisado el rabo a un gato.

—Yo no tengo nada que hablar con el maestro Ulrich —respondió Afra con frialdad. Se sentía acorralada por el malcarado mensajero, y barruntaba, como tantas otras veces y no sin razón, que se trataba de una trampa.

—Me envía para rogaros —prosiguió Wenzel von Wenzelstein más bien canturreando que hablando— que lo disculpéis por su comportamiento. El maestro Ulrich está siendo espiado. O ciertas personas le acechan. Sí, ésas son exactamente las palabras que dijo. Además, me ha pedido que os haga entrega de esto.

Wenzel von Wenzelstein se sacó por sorpresa un papel del bolsillo, un papel de unos cuatro dedos de tamaño.

—Con el debido respeto, el maestro Ulrich os transmite su deseo de concertar un encuentro con vos. La hora y el lugar los encontraréis en ese papel. Wenzel von Wenzelstein os saluda.

Seguido de la bailarina, el misterioso mensajero desapareció en la oscuridad.

Afra se retiró a su habitación completamente exhausta. Desdobló el papel con gran nerviosismo y recorrió los finos trazos con la mirada. Se dio cuenta de que las manos le temblaban.

En la casa reinaba un gran alboroto. El legado napolitano le reprochaba algún descuido a voz en grito a su secretario, mientras el cochero y el heraldo se distraían sin recato en compañía de dos cortesanas, hablantes de una lengua extranjera y con potentes cuerdas vocales.

En la vida de todas las personas hay días en los que, sin comerlo ni beberlo, los acontecimientos se precipitan. Para Afra ése fue uno de esos días. Acababa de tumbarse a descansar, inquieta y acosada por todos los pensamientos que rondaban su cabeza, cuando el maestro Pfefferhart llamó a la puerta y dijo:

—Viuda Kuchlerin, hay dos maestres en la puerta que se niegan a revelar sus nombres. Dicen que vos ya sabéis a qué obedece su visita. ¿Queréis que les deje pasar?

—¡Un momento! —Afra se levantó y abrió la ventana que daba a la Fischmarktgasse. En la puerta había dos hombres bien vestidos. Uno de ellos llevaba una capucha muy calada y el otro sostenía una antorcha en la mano. Afra lo reconoció al instante. Era Johann von Reinstein.

—¡Hacedlos pasar! —repuso Afra.

Pfefferhart se alejó. Y Afra se puso un vestido. Poco después llamaron a la puerta.

—Espero que no la hayamos sacado de la cama —se disculpó Johann von Reinstein a media voz—, pero a mi amigo, el maestre Hus, le ha inquietado sobremanera vuestra historia sobre el Constitutum Constantini.

El acompañante de Reinstein permaneció impertérrito. Mudo, miró a Afra a los ojos y, de pronto, Afra comprendió quién era el desconocido: el maestre Jan Hus.

—¿Vos? —exclamó Afra aturdida.

Hus se retiró la capucha y rogó discreción llevándose el índice a los labios.

—En bien de todos nosotros le suplico que mantengamos este encuentro en secreto.

Afra extendió la mano invitando a los dos hombres a entrar en la habitación. De repente se sentía completamente despabilada.

—Quiero que comprendáis esto bien —comenzó a decir el hombre de la barba cuando se hubieron sentado en torno a la pequeña mesa empotrada en el hueco de la ventana—, no es la posesión del documento lo que me interesa, sino única y exclusivamente su contenido. Reinstein me ha dicho que el pergamino se encuentra a buen recaudo en algún lugar de la ciudad.

Afra se quedó mirando, como extasiada, al erudito bohemio. Se vio sumida en un mar de dudas, sin saber cómo reaccionar. Pero si existía un hombre, se dijo para sus adentros, que estuviera dispuesto a desvelar el secreto del pergamino olvidado sin obtener a cambio un beneficio para sí, ése era el maestre Hus.

A pesar de todo, tuvo que apretar los puños para decidirse a levantarse, sacar el pergamino de debajo del jergón de paja de su camastro y ponerlo sobre la mesa, delante de Hus y Reinstein.

—Como veis, maestre Hus —dijo Afra con fingido aplomo—, se encuentra en esta misma habitación.

Los dos hombres se miraron con estupor. Casi dio la sensación de que se avergonzaban de su propio entrometimiento. Sin duda, lo último que esperaban era que la mujer les enseñara el documento sin pero ninguno.

—¿Y de veras no sabéis en qué consiste el Constitutum Constantini? —preguntó Hus con incredulidad.

—No —respondió Afra—. Ya veis, soy una mujer sencilla. Todas las enseñanzas que me fueron dadas se las debo a mi padre, que era bibliotecario. Y él mismo fue también quien me dejó en herencia este pergamino.

—Y vuestro padre, ¿sabía de la trascendencia de este documento?

Afra adelantó el labio inferior, un gesto que acostumbraba a hacer cuando no sabía qué responder. Finalmente, dijo:

—Algunas veces me inclino a creer que sí, pero al mismo tiempo creo que no. Porque, por un lado, mi padre me aconsejó que recurriera a este documento sólo si no veía otra salida. Me advirtió que su dueño tenía entre manos un auténtico tesoro. Por otro lado, habría sido muy necio si, hallándose en posesión de semejante fortuna, no lo hubiera aprovechado cuando él, su esposa y sus cinco hijas vivían en la miseria. Pero ¿cómo es que vos sabéis lo que se halla escrito en el pergamino?

Hus y Reinstein intercambiaron una elocuente mirada. Ninguno de ellos respondió. Sin embargo a continuación, como si se hubiera despojado de pronto de todo miramiento, Hus cogió el pergamino gris y lo desdobló con delicadeza.

—¡El pergamino está en blanco! —exclamó enojado.

Reinstein le arrebató el pergamino de las manos y llegó a la misma conclusión.

—Sólo lo parece —respondió Afra, y se levantó victoriosa. Luego sacó de su hatillo una pequeña redoma, vertió unas cuantas gotas del líquido sobre el pergamino y las extendió con un pañuelo. Los dos hombres, mudos, la miraron con recelo.

Cuando comenzaron a aflorar los primeros trazos del documento, Hus y Reinstein se levantaron de las sillas. Inclinados sobre el pergamino, contemplaron el milagro de la revelación de la escritura invisible.

—¡San Wenceslao bendito! —susurró atónito Johann von Reinstein, como temiendo malograr el experimento si elevaba el tono—. ¿Habías visto alguna vez algo semejante?

Hus meneó la cabeza. Volviéndose hacia Afra, dijo al fin:

—¡Por todos los santos, sois una alquimista!

Afra soltó una carcajada, casi sarcástica, aunque a decir verdad no estaba de humor para sarcasmos.

—La carta se halla escrita en una tinta invisible y se requiere un preparado para revelarla. Un alquimista de Montecassino me la procuró. Se llama aqua prodigii. Debéis apresuraros a leer el texto, pues, al poco de aflorar, volverá a desvanecerse.

Con la mano temblorosa, Hus recorrió el mensaje en latín surgido de la nada, bisbiseando el texto línea a línea e intercalando de vez en cuando alguna frase traducida en voz alta:

—«Nos, Johannes Andreas Xenophilos…, bajo el pontificado de Adriano II… el veneno paraliza mi aliento… el encargo de redactar un pergamino… yo escribí de mi puño y letra…»

Hus apartó el pergamino a un lado y clavó su mirada vacía en la llama de la vela. Reinstein, que había ido leyendo el texto por encima del hombro de Hus, enmudeció y, tras dejarse caer sobre la silla, se llevó las manos a la cara.

Afra estaba con el alma en vilo. Con un destello de ansiedad en los ojos, observaba el rostro pálido de Jan Hus. La pregunta, esa pregunta, le estaba quemando los labios, pero no se atrevía a formulársela a Hus.

—¿Sabéis lo que eso significa? —preguntó Hus poniendo fin al angustioso silencio.

—Con permiso, señor —respondió Afra—, sólo sé que un documento del papa al parecer de gran importancia fue falsificado por un monje benedictino. Os ruego que no me tengáis en ascuas. ¿Qué historia se oculta tras ese documento, ese Constitutum Constantini?

Para recobrar la calma, Hus se acariciaba las crespas patillas con la mano mientras contemplaba con estupor cómo se desvanecían poco a poco los trazos del pergamino. Luego dijo al fin, bajando la voz a un débil susurro:

—En la historia de la humanidad se han perpetrado vilezas que escapan a nuestra imaginación porque fueron cometidas en nombre de Dios Todopoderoso. Ésta es una de tales vilezas, una tropelía contra toda la humanidad.

Johann von Reinstein se descubrió la cara y asintió con reverencia a las palabras de Hus.

Después Jan Hus prosiguió:

—La Iglesia romana, los cardenales, obispos, prepósitos y abades y, no menos, los papas, constituyen la organización más rica del mundo. Juan XXIII vive a cuerpo de rey, agasaja a príncipes y monarcas para que ellos le den por su gusto. Recientemente, el rey Segismundo le ha sonsacado al pontífice nada menos que doscientos mil florines. ¿Os habéis detenido a pensar de dónde proviene toda la fortuna que ostentan el papa y la Iglesia?

—No —respondió Afra—, yo creía que la riqueza del papa era literalmente una bendición divina. Jamás, a pesar de que no me crié en un entorno muy devoto y de las experiencias que he tenido con los sacerdotes, me había atrevido a cuestionar las posesiones de la Iglesia.

De pronto Hus pareció volver a la vida. Se levantó de la silla y señaló con el dedo hacia la ventana:

—Eso mismo piensan muchos —exclamó sulfurado—, por no decir todos los cristianos. Nadie osa escandalizarse de la pompa y la ostentación de la Madre Iglesia. Sin embargo, cuando el Señor vivió en la Tierra nos dio ejemplo de pobreza y humildad. A lo largo de varios siglos después de su encarnación, nuestra Madre Iglesia fue una comunidad pobre formada por menesterosos. ¿Y hoy? Hoy el mundo continúa plagado de necesitados, pero entre ellos no figuran los papas, los obispos y los cardenales. Y es que los papas supieron arreglárselas para ir poco a poco haciendo acopio de prebendas, tierras y posesiones. Y cuando en el siglo VIII se cuestionó si esa apropiación indiscriminada de los bienes de la humanidad era de derecho y gozaba de la gracia de Dios, a un papa —presumiblemente Adriano II— se le ocurrió una idea tan genial como abominable.

—Ordenó falsificar un documento —lo interrumpió Afra, impaciente—, ¡y ese documento es el Constitutum Constantini! Pero ¿qué se dice ahí?

—Eso podrá aclarároslo mejor el maestre Reinstein. ¡Él ha tenido el supuesto original del Constitutum en sus propias manos!

—Por razón de mis estudios —dijo el maestre— tuve ocasión de analizar los documentos del archivo secreto vaticano, y entre ellos el Constitutum Constantini. En ese manuscrito, firmado por el emperador Constantino, el soberano bizantino obsequia al papa Silvestre con Occidente como gesto de agradecimiento por haberlo curado milagrosamente de lepra.

—Pero… —objetó Afra, agitada.

Mas antes de que pudiera expresar su opinión, Reinstein prosiguió:

—A la luz de esa donación, las posesiones y la riqueza de la Iglesia eran como mínimo de derecho, si bien moralmente reprobables. Sin embargo, al analizar el texto del documento llamaron mi atención una serie de incoherencias. La primera de ellas fue la lengua, este típico latín eclesiástico de nuestro tiempo tan distinto al latín tardorromano. Asimismo, se hacía referencia a fechas y sucesos acaecidos siglos después de la redacción del documento. Todo ello me escamó, pero en ningún momento me atreví a poner en entredicho la autenticidad de un manuscrito de semejante trascendencia. El maestre Hus, a quien recurrí en busca de consejo, creyó del todo posible que el Constitutum pudiera tratarse de una falacia, aunque me recomendó que me reservara el hallazgo para mí mientras la falsedad del documento no pudiera ser demostrada. Pero ahora con esto —Reinstein alzó el pergamino ya descolorido con las dos manos—, ya no queda sombra de duda.

Mientras Reinstein relataba la historia, Afra había revivido en su cabeza los últimos años de su vida. De pronto todo encajaba. Aunque no por ello se sintió más feliz, y mucho menos más tranquila. Al contrario. Hasta ese momento ella sólo había intuido el valor del pergamino. Sin embargo ahora, sabía con certeza que no había ningún otro documento de semejante trascendencia y capaz de convulsionar todo el Occidente cristiano.

Tal vez su padre decidiera dejárselo en herencia con la mejor de las intenciones, pero Afra dudaba mucho que al hacerlo fuera consciente de la verdadera magnitud de su importancia. Fuera como fuese, ella ya no se sentía capaz de seguir acarreando el peso de la situación. Porque ya no se trataba de que el pergamino valiera una incalculable fortuna, se trataba de los fundamentos de la Iglesia. Habiendo llegado de súbito el final de su aventura, Afra se sintió cansada. Echaba de menos un hombro en el que apoyarse. De improviso, le vino a las mientes Ulrich von Ensingen. Y si bien era cierto que no había decidido si asistir al encuentro conciliador que Ulrich le había propuesto, en ese instante se disiparon todas sus dudas.

Su voz temblaba de miedo y desesperación cuando, volviéndose al maestre Hus, preguntó:

—¿Y ahora qué va a pasar?

Jan Hus y Johann Reinstein, sentados uno frente al otro en un mutismo absoluto, se miraron a los ojos como si ambos prefirieran que respondiera el otro.

—De momento, mantened el comprometedor documento bajo vuestra custodia. Nadie imaginará que lo guardáis aquí con vos —dijo Hus tras una larga reflexión—. El papa me ha llamado a capítulo mañana. Es probable que apele de nuevo a mi conciencia para que me retracte de mi postura. Pero tras haber leído ese pergamino me reafirmo más aún en mi opinión: la Iglesia ha degenerado en un clan de gallos fanfarrones, lascivos desenfrenados y libertinos putañeros que se están enriqueciendo a costa del común de las gentes. Ésa no puede ser la voluntad de Nuestro Señor, que vivió en la Tierra con sencillez y humildad. Estoy impaciente por saber qué dirá el Vicario de Dios cuando le exponga el contenido del pergamino.

—Negará la existencia del documento —apuntó Johann von Reinstein.

Afra meneó la cabeza.

—No lo creo. El papa sabe de la existencia del pergamino. Vino en su conocimiento por una desafortunada sucesión de hechos. Cuando yo recurrí a un alquimista en Ulm para leer el texto por primera vez, no podía imaginar que Rubaldo, que así se llamaba, era un confidente del obispo de Augsburgo, que es a su vez un fiel partidario del papa de Roma.

—¿De forma que ese tal Rubaldo también se halla al corriente?

—Se hallaba, maestre Hus. Rubaldo perdió la vida poco después en extrañas circunstancias.

Los ojos del maestre despidieron un destello de rabia, y Johann von Reinstein compuso un gesto de preocupación.

—¿Sois consciente de que vuestra vida corre un gran peligro, viuda Gysela?

—¡No si os guardáis el secreto!

—Podéis confiar en que ni aunque fuéramos sometidos al más cruel de los interrogatorios revelaríamos una sola palabra de esta conversación —respondió Hus, y sus palabras parecían dignas de crédito—. Lo que sucede —prosiguió— es que si el alquimista os delató, y todo hace pensar que en efecto lo hizo, Juan XXIII no descansará hasta que se halle en poder del pergamino. Y un hombre como Juan XXIII sería capaz hasta de matar, de eso no nos cabe duda.

—Tal vez, maestre Hus. Pero como se ha demostrado, el papa se dio cuenta hace tiempo de que de nada le vale acabar con la dueña del pergamino si con ello no logra apoderarse del comprometedor documento. Además, yo soy otra persona distinta de la que supuestamente se encuentra en posesión del pergamino.

Hus y Reinstein se miraron estupefactos. La mujer despertaba en ellos cada vez mayor desconfianza.

—¿Otra distinta? —preguntó Hus—. Eso deberíais aclarárnoslo. ¡Vos nos dijisteis que os llamabais Gysela Kuchlerin!

—Gysela Kuchlerin está muerta. Murió de la peste en Venecia. La viuda de Kuchler tenía la misión de vigilarme. No por encargo del papa, por cierto, sino de una sociedad de clérigos apóstatas que fingían cumplir órdenes del papa. Porque lo que en realidad se proponían era chantajear al papa con el pergamino. Al ser testigo de la muerte de Gysela Kuchlerin, se me ocurrió la idea de darme yo por muerta y seguir viviendo con su nombre.

—¡Ave María Purísima, qué demonio de mujer! —exclamó Johann von Reinstein sin poderse contener. Y al reparar en la mirada de censura de Hus, agregó en seguida en tono de disculpa—: Perdonad mi grosería. Mis palabras no son sino fruto del asombro. Que Dios os conserve esa astucia femenina.

Muy pasada la medianoche Hus y Reinstein se despidieron. Acordaron reunirse de nuevo dos días más tarde para decidir cuál sería el siguiente paso.

Después de una noche inquieta en la que, a medio camino entre el duermevela y los sueños, la atormentaron toda suerte de oscuros pensamientos, Afra aguardaba impaciente el encuentro con Ulrich von Ensingen. Dándole vueltas una y otra vez, jugueteaba con el papel en el que el maestro de obras había anotado la hora, el lugar de encuentro y dos profundas palabras: «A mediodía, detrás de la torre de la puerta del Rin. Te quiero».

Mucho antes de la hora acordada Afra se presentó en el punto del encuentro. El lugar había sido elegido con mucho tino, pues por la puerta situada al norte de la prepositura capitular circulaban muchos vehículos. Los comerciantes acarreaban sus mercancías, y los carros se agolpaban formando una caravana que atravesaba el puente del Rin y se extendía hasta la carretera de Radolfszell. El pontazgo se discutía y se regateaba. Y oleadas de conciliares continuaban llegando a la ciudad. La experiencia decía que un concilio como ése podía prolongarse años, y que en todo caso durante los primeros meses no se tomaba ninguna decisión.

No sin motivo, Afra se había ataviado con su mejor vestido y se había recogido el cabello en gruesas trenzas sujetas a los lados. Estaba tan nerviosa como el día de su primer encuentro en el taller de la catedral de Ulm. Desde entonces habían transcurrido ocho años que le habían cambiado la vida.

—¡Afra!

Habría podido reconocer la voz de Ulrich entre otras cien. Afra se volvió.

Por un momento los dos se quedaron mirándose, mudos, luego se fundieron en un abrazo. Desde el primer instante, Afra sintió la calidez de los brazos de Ulrich. Habría deseado confesarle que ella seguía amándolo, pero luego le vino a la mente el recuerdo de los últimos días en Estrasburgo, apretó los labios y no dijo nada.

—Quisiera decirte cuánto lo siento —dijo Ulrich—. Las desdichadas circunstancias abrieron un abismo de desconfianza entre nosotros. Nadie quería que sucediera así, tú no querías y yo tampoco.

—¿Por qué me engañaste con esa casquivana del obispo? —le preguntó Afra entre susurros, ofendida.

—¿Y tú? ¡Te lanzaste al cuello del mastuerzo del obispo!

—No sucedió nada.

—¿Y por qué habría de creerte?

Afra se encogió de hombros.

—¡Es difícil demostrar que algo no ha sucedido!

—Exacto. ¿Cómo quieres que te demuestre que yo no me acosté con la cortesana del obispo Wilhelm? Todo fue una trampa urdida por Su Eminencia. Ahora sé que me pusieron un elixir en el vino y que poco a poco fui perdiendo la consciencia. Todo debía suceder de tal manera que pareciera que yo me distraía con su manceba. Pero en realidad era una farsa tramada para presionarme. El asunto del pergamino había llegado a oídos del obispo Wilhelm von Diest. Él estaba seguro de que yo tenía el pergamino guardado bajo llave. Ahora sé que fue él quien ordenó que me detuvieran por el asesinato de Werinher Bott.

—¿Y quién lo mató?

—Una logia secreta de clérigos apóstatas que quería librarse del maestro de obras. Él se iba de la lengua con frecuencia. Y además un hombre en una silla de ruedas no era fácil de manejar y suponía un peligro para esa gente. El caso es que llevaba en el antebrazo el mismo estigma que el encapuchado al que mataron en la catedral.

—Lo sé, una cruz con una banda de través.

—¿Lo sabes? —Ulrich miró atónito a Afra. Luego la cogió del brazo. Allí corrían el riesgo de que algún testigo indeseado escuchara la conversación. Por eso recorrieron un tramo de la orilla, Rin abajo—. ¿Cómo lo sabes? —preguntó Ulrich.

Afra sonrió con suficiencia.

—Es una larga historia —contestó mirando el río que discurría lentamente.

Afra le habló largo y tendido de su odisea en Salzburgo y luego en Venecia, de cómo huyó de la peste y viajó a partir de entonces como Gysela Kuchlerin, y le contó también lo que había averiguado sobre los Apóstatas, primero en Venecia y más tarde en el monasterio de Montecassino.

Algunas cosas resultaban tan increíbles que de vez en cuando Ulrich se detenía y miraba a Afra a los ojos para comprobar que decía la verdad.

—¿Y dónde se encuentra ahora el pergamino? —le preguntó cuando Afra hubo terminado.

Afra todavía no las tenía todas consigo respecto a Ulrich. Por eso, sin mirarlo a la cara, respondió:

—En un lugar seguro. —Sin que Ulrich se percatara, se palpó el corsé. Luego dijo—: Durante mucho tiempo creí que tú también eras miembro de los Apóstatas y llevabas el mismo estigma en el antebrazo.

De súbito, Ulrich se detuvo. Podía verse que estaba maquinando algo. Y mientras se remangaba la manga derecha, preguntó en un suave tono de voz:

—¿Entonces creíste también que mi amor por ti, que toda mi pasión era fingida, que era todo una farsa?

Afra no respondió. Avergonzada de sí misma, apartó la vista cuando Ulrich le mostró el antebrazo desnudo. Finalmente lo miró a la cara y no le pasaron inadvertidas las lágrimas que asomaban a sus ojos.

—Me siento una miserable —dijo Afra con la voz entrecortada—, desearía que nuestra vida hubiera transcurrido de otro modo. Pero este maldito pergamino me ha convertido en otra persona. Lo ha arruinado todo.

—Nada de eso. Tú eres la misma de antes, y conservas el mismo encanto.

Las palabras de Ulrich le hicieron bien, dado su abatimiento. Pero, a pesar a todo, se sintió incapaz de besarlo. Y eso que en ese momento deseaba hacerlo con toda su alma.

Y mientras ella se martirizaba con ese pensamiento y se maldecía a sí misma por no ser capaz de poner el corazón en su sitio, Ulrich la devolvió a la realidad.

—¿Lograste averiguar cuál es la historia que se oculta tras el pergamino? ¿Sobre qué trata el Constitutum Constantini? Yo no me atreví a seguir indagando para no levantar sospechas sobre ninguno de los dos.

Afra estaba a punto de contarle lo que había descubierto la noche anterior cuando Ulrich, agarrándola del brazo, le quitó la palabra:

—¡Ahí, mira, el hombre de la capa negra! —exclamó señalando con el dedo hacia la prepositura—. Puede que ya vea fantasmas; pero desde que llegué a Constanza tengo la sensación de que uno de esos sombríos individuos me sigue a todas partes.

Afra siguió discretamente al hombre con la mirada, intentando no perderlo de vista, y mientras tanto, le preguntó a Ulrich:

—¿Cómo es que viniste a Constanza? Y no me digas que me estabas buscando, porque a mi me ha traído hasta aquí el azar.

Ulrich no se lo pensó dos veces. No tenía nada que ocultar y respondió con toda franqueza:

—Quiero marcharme de Estrasburgo. La ciudad no me ha traído buena suerte. Te había perdido. Estar encerrado en la sombría catedral me recordaba día tras día el tiempo que, pese a ser inocente, había pasado en la cárcel. Ahora es mi gran adversario, el obispo Wilhelm von Diest, quien ve transcurrir los días desde el calabozo, pero de todos modos Estrasburgo me trae demasiados malos recuerdos.

—¿El obispo Wilhelm, el poderoso príncipe de la Iglesia, en las mazmorras? ¡Si no lo veo, no lo creo!

Ulrich asintió.

—Su propio cabildo decidió meter al poderoso obispo entre rejas. En los últimos tiempos su desenfrenado estilo de vida los llevaba por la calle de la amargura. Ahora al menos tengo un enemigo menos en Estrasburgo, pero es sólo uno entre muchos.

—¿Y quieres conseguir nuevos encargos?

—Exacto. Mi reputación como maestro de obras no es del todo mala. Las catedrales de Ulm y Estrasburgo son admiradas en todo el mundo. Ahora estoy en negociaciones con una delegación milanesa. Me han ofrecido acabar la catedral de Milán.

De pronto Ulrich se interrumpió. Señaló con los ojos hacia un segundo hombre con capa negra.

—Será mejor que nos separemos —dijo Ulrich—. Por si acaso, tomemos caminos diferentes. ¡Adiós!

—¡Adiós! —Afra se quedó como si le hubieran dado un golpe en la cabeza. La repentina despedida la cogió por sorpresa. Tragó saliva. ¿Era una despedida para siempre? Desconcertada, siguió con la mirada a Ulrich, que huyó a paso presuroso por una concurrida callejuela.

Perdida en un remolino de confusos sentimientos, emprendió el camino de regreso. A propósito, tomó una ruta diferente para despistar a sus posibles perseguidores. No podía dejar de pensar en Ulrich. Había sida injusta con él, ahora lo sabía. Había puesto muchas esperanzas en el reencuentro, tal vez demasiadas. ¿Acaso ya era demasiado tarde?

Delante de la casa de la Fischmarktgasse había dos hombres esperando a Afra. Estaba segura de que uno de los dos había estado espiándola mientras estaba con Ulrich en la orilla del Rin. Ese hombre era Amando de Vilanova.

—Disculpad, no quiero resultar pesado —dijo sin ambages—, pero no puedo dejar de darle vueltas a vuestras palabras, viuda Gysela.

Afra se sobrecogió. La forma en la que el hombre pronunció su nombre le resultó un tanto sospechosa.

—¡Ya os he contado todo cuanto deseabais saber! —respondió Afra, irritada.

—¡No lo dudo! Pero cuanto más pienso en la historia que me referisteis, más improbable se me antoja que la doncella Afra se llevara el pergamino a la tumba. Por todo lo que he podido averiguar sobre ella, se trataba de una mujer inteligente y astuta. Poseía incluso ciertos conocimientos de latín que ya quisieran para sí algunas abadesas. Me cuesta creer que llevara un documento de tanta trascendencia escondido entre las ropas como si se tratara de una simple bula de indulgencia comprada por un florín. ¿No os parece, viuda Gysela?

Las palabras del Apóstata sembraron en Afra una gran inquietud. Un tremendo escalofrío le recorrió toda la espalda, y por un instante tuvo tentaciones de salir corriendo, pero en seguida se dio cuenta de que eso la convertiría en sospechosa. Debía poner todo su empeño en aparentar tranquilidad.

Finalmente Afra respondió, mientras el segundo hombre la estudiaba de arriba abajo con descaro, como si fuera mercancía puesta a la venta en el mercado:

—Sin duda, lleváis razón en lo que decís, maestre Amando. Entonces, si os he comprendido bien, ¿sospecháis que el pergamino pueda encontrarse en Venecia?

—Es muy posible. Aunque también existe la posibilidad de que, antes de morir, Afra se lo entregara a algún conocido, o a alguna conocida. —Amando la fulminó con la mirada.

—¿Creéis que el pergamino se encuentra en mi poder? —Afra soltó una afectada carcajada—. Me halaga que me tengáis por una mujer tan astuta. Pero, con toda sinceridad, os digo que yo ni siquiera sabría qué hacer con él.

—Os equivocáis —exclamó el Apóstata—, jamás he creído tal cosa. Sin embargo, pensaba que tal vez esa Afra os había insinuado en alguna ocasión el nombre de alguna persona que le mereciera especial confianza. Haced memoria.

—La verdad es que no recuerdo —respondió Afra fingiendo reflexionar.

—¿Y qué me decís de Ulrich von Ensingen? —apuntó Amando de Vilanova con una malévola sonrisa—. En Estrasburgo vivieron los dos juntos como marido y mujer, en pecado, por así decirlo…

—Sí, es cierto, eso lo mencionó durante el viaje. Aunque también dijo que la relación se había acabado por diversas razones. Lo cierto es que Afra no solía hablar mucho de su vida privada.

Afra temblaba por dentro. ¿Debía decir que se había reunido con Ulrich von Ensingen? ¿O era mejor no decir nada? La cuestión era: ¿La había reconocido Amando en la orilla del Rin?

—¡Deberíais tomaros un tiempo para pensarlo con calma! —dijo el Apóstata con un extraño tono de voz—. Por vuestro propio bien.

Con la cabeza baja, Afra hizo como que repasaba día por día todo el viaje a Venecia, pero en realidad su mente se había quedado en blanco. No sabía cómo reaccionar. Al cabo de un rato, respondió:

—Lo siento, maestre Amando, pero no recuerdo nada que pudiera ayudaros.

—No imagináis la lástima que me da. —Sus palabras sonaron como una amenaza—. De todos modos, estoy seguro de que acabaréis recordando. Volveremos en otro momento. Pensadlo bien, de lo contrario…

El Apóstata prefirió dejar la frase suspendida en el aire, pero sus palabras bastaron para que Afra comprendiera la amenaza.

Sin mediar palabra de despedida alguna, los dos hombres se dieron la vuelta con una leve reverencia y desaparecieron entre el gentío de la Fischmarktgasse.

Cuando se hubieron alejado lo suficiente de la casa, Amando de Vilanova se detuvo y se volvió hacia su acompañante con una mirada inquisitiva.

—¿Qué decís? —le preguntó murmurando entre dientes.

El acompañante esbozó una cínica sonrisa.

—Ésa no es ni por sombra la Gysela Kuchlerin con la que yo hablé en la iglesia de la Madonna dell’Orto de Venecia, tan seguro como que me llamo Joaquín de Fiore.

A pesar de que al día siguiente habían concertado una cita para trazar un plan, Hus no se presentó a la hora acordada. Ese hecho y la última conversación con los Apóstatas no hicieron precisamente que Afra estuviera tranquila.

Cuando, al día siguiente, el rey Segismundo, llegado de Espira, hizo su entrada en Constanza con gran pompa y se alojó en la Rippenhaus frente a la catedral, Afra aprovechó el caos reinante en la ciudad para deslizarse hasta la casa de Fida Pfister, donde se hospedaba Jan Hus. Llevaba el pergamino encima, lo cual la incomodaba sobremanera.

A Afra le llamó la atención la cantidad de alguaciles que había por todas partes afanados en retirar las octavillas con las tesis de Hus que el propio erudito bohemio había pegado con engrudo en las murallas y los muros de las casas. El alguacil, al que Afra le preguntó, le explicó que cumplían órdenes del papa. Y que pese a estar actuando contra sus convicciones, estaba obligado a acatar la orden.

Una multitud furiosa se había agolpado delante de la casa de Fida Pfister. Subido a un escabel, Johann von Reinstein intentaba inútilmente arengar ante la alborotada muchedumbre. Afra tardó unos minutos en comprender lo que estaba ocurriendo: «¡Hereje!» y «¡Discípulo del diablo!» exclamaban los unos mientras los otros formaban un círculo en torno al maestre para evitar que fuera atacado. Con gran esfuerzo, Afra logró abrirse paso hasta Reinstein.

—¿Qué ha ocurrido? —le preguntó sin aliento.

Al verla, Johann von Reinstein bajó del escabel y le susurró al oído:

—Han apresado a Jan Hus. Quieren acusarlo hoy mismo de herejía.

—Pero Hus obtuvo un salvoconducto del rey. Nadie puede enjuiciarlo, ¡ni siquiera el papa!

Reinstein soltó una amarga risotada.

—Ya veis el valor que tiene ese papel. ¡No más que una bula de indulgencia de tres al cuarto, o sea ninguno!

—¿Y dónde se encuentra ahora el maestre Hus?

—No lo sé. Los alguaciles que le pusieron los grilletes no estaban dispuestos a dar ninguna información.

Una mujer que había escuchado la conversación, se inmiscuyó:

—Se lo han llevado a la isla, al monasterio de los franciscanos. Lo he visto con mis propios ojos. Es una lástima. Hus no es un hereje. Sólo se atrevió a decir lo que muchos otros piensan.

—Tantos no parece que sean —exclamó Johann von Reinstein señalando con el brazo a la encolerizada multitud. Estaba irritado.

—¿Y qué pensáis hacer ahora? —lo apremió Afra.

El maestre se encogió de hombros.

—¿Qué creéis que puedo hacer? ¡Yo, un miserable maestre de Bohemia!

—Pero no podéis quedaros con los brazos cruzados viendo cómo enjuician al maestre Hus. Si lo acusan de herejía, lo condenarán. ¿O acaso conocéis algún juicio de herejía que haya terminado con la absolución del acusado?

—No recuerdo ninguno, no.

—Entonces, por el amor de Dios, ¡no dejéis piedra por mover para evitar ese juicio! ¡Os lo ruego!

Afra se descompuso al ver la resignación con la que Johann von Reinstein afrontaba la situación. Encendida de ira, miró el pálido rostro de impotencia del maestre y bramó:

—¡Maldita sea! El maestre Hus os llamaba «amigo», y vos os quedáis pasmado sin saber qué hacer. En situaciones desesperadas uno debe agarrarse a un clavo ardiendo.

—¡No os llevéis a engaño, buena mujer! Ningún hombre en la Tierra posee tanto poder como para afrontar él solo la lucha contra la Santa Inquisición. ¡Creedme!

Hasta ese instante Afra había creído que los hombres eran superiores a las mujeres en todos los aspectos. Que eran más listos, más fuertes, más arrojados, porque así lo había querido la naturaleza. Sin embargo en ese momento, al ver cómo el resignado, impotente y quejumbroso maestre abandonaba a su amigo al infortunio, se cuestionó si la superioridad del hombre, tal como la enseñaba la Santa Madre Iglesia, no era acaso una falacia, una interpretación errónea de las debilidades del hombre. No era de extrañar, la Iglesia estaba compuesta por hombres.

Al día siguiente empezó el interrogatorio de Hus, a cargo del cardenal Zabarella, en el castillo de Gottlieben, situado en un lugar muy apartado de la ciudad. Allí había sido trasladado Hus la noche antes. Zabarella, un hombre enjuto y espigado de mirada sombría, era considerado el canonista más eminente de su tiempo.

El asunto era harto delicado. Porque, de un lado, Hus había sido excomulgado por el papa y, del otro, el rey Segismundo había otorgado al excomulgado un salvoconducto garantizándole su protección. Tanto el papa como el rey se hallaban en la ciudad. Por otro lado, Constanza se había dividido en dos bandos: los que tomaron partido a favor de Hus y los que exigían que Hus fuera quemado en la hoguera.

Del interrogatorio no salió ni una sola palabra a la luz pública. Todos los días corrían nuevos rumores. Se hablaba de huida. Hus, cargado de cadenas, fue llevado a la ciudad a escondidas. En el refectorio del monasterio franciscano junto a las murallas de la ciudad comenzaría el juicio a la mañana siguiente.

El cardenal d’Ailly, obispo de Cambrai, un hombre de arrogancia y soberbia casi insuperables, presidía el proceso. El refectorio del monasterio era demasiado pequeño para acoger a todos los delegados, los cardenales y los juristas. Los tumultos se extendieron por la calle.

Una noche Afra se cruzó con Pietro de Tortosa en la casa de Pfefferhart. Llevaba días sin ver al legado especial del rey. Ese día estaba borracho. Afra jamás lo había visto así. Parecía consternado e iba hablando solo, arrastrando las palabras, mientras subía por las escaleras dando tumbos.

Al preguntarle Afra por su estado, Pietro de Tortosa respondió:

—Estoy bien, doncella, estoy bien. Es sólo que el juicio contra el bohemio me ha revuelto el estómago.

—¿Os referís a Hus?

—Al mismo.

—¿Cómo está?

El legado hizo un gesto con la mano que lo decía todo.

—Estaba condenado antes de que comenzara el juicio. Y eso que dice cosas verdaderamente sensatas. Pero la gente que dice cosas sensatas es considerada a priori enemiga de la Iglesia.

—¿Queréis decir que será condenado?

—La sentencia ya está escrita. Lo sé de buena tinta. Mañana se anunciará públicamente en la catedral, y pasado mañana se llevará a cabo la ejecución en el patíbulo de la calle que con tanto ingenio han dado en llamar Paraíso.

Afra se llevó las manos a la cara. Por un instante se quedó paralizada. Incluso sus pensamientos parecían haberse quedado en suspenso. Se le encogió el estómago al pensar que Hus sería quemado en la hoguera.

En su abatimiento, Afra sintió de repente la necesidad de actuar. Entró en su habitación, se puso por encima un vestido oscuro y, como alma que lleva el diablo, se sumergió en la noche. Era tarde, pero en las calles de Constanza el bullicio no era mucho menor que durante el día. A la luz de antorchas y candiles, noctámbulos engalanados con coloridos atavíos vagaban en busca de fugaces aventuras. En las puertas de las casas, tras las cuales ejercían su provechoso oficio las meretrices más conocidas, resplandecían estolas y las mitras a modo de trofeo y alarde de la categoría eclesiástica de la clientela. De las posadas y los tugurios de comidas brotaba un olor a pescado asado y carnero a la brasa. En las tabernas y las esquinas de las casas, los moros y toda suerte de gentuzas extranjeras tocaban músicas jamás escuchadas con instrumentos jamás vistos. Junto a ellos, muchachas ligeras de ropa, casi niñas, se contoneaban como si tuvieran flexibles ramas de mimbre por huesos.

Afra apenas se percató de todo eso. Una sola idea la aventaba por las calles con la fuerza de un huracán: salvar a Jan Hus de la hoguera. Como en un sueño, se abrió paso hasta la plaza de la catedral, donde las gentes se apiñaban a la caza de novedades sobre el juicio contra Hus.

El palacio del obispo, donde se alojaba el papa Juan, estaba alumbrado por cien llameantes antorchas. Dos docenas de soldados suizos con uniformes de rayas amarillas, rojas y azules custodiaban el edificio. Cuadrillas de cuatro hombres patrullaban la fachada lindante con la plaza. Iban armados con relucientes alabardas con las que apuntaban a todo aquel que se acercara al edificio.

Sin pensárselo dos veces, Afra se dirigió a la entrada principal del palacio sin que las alabardas de los guardas ni los enérgicos gritos de «alto» de los soldados lograran acobardarla. Su aplomo y su determinación no fallaron.

Bien es cierto que Afra era de buen ver, y que lucía nobles ropas. Pero el hecho de que el oficial de los soldados la confundiera con una de las busconas que frecuentaban los aposentos de Su Santidad noche tras noche, la ofendió sobremanera. El caso es que sin mediar pregunta alguna, pues no quiso saber ni su nombre, y con un guiño que confirmó sus sospechas, el oficial la acompañó a una sala del último piso donde aguardaba una docena larga de meretrices, en su mayoría italianas.

Pese a que las busconas conciliares, salvo dos desgreñadas bañeras de la peor calaña, eran de porte noble y refinados modales, Afra se sintió incómoda en ese singular ambiente. Las damas de clase más elegante mantenían una animada conversación sobre los beneficios que les estaba procurando el concilio, tantos que les permitiría retirarse y vivir plácidamente siempre y cuando fueran capaces de aguantar uno o dos años sirviendo a la Iglesia.

Las bañeras, por contra, parecían más interesadas en el tamaño de los genitales del clero, y sobre todo en el de Su Santidad, al que según comentaron entre cuchicheos, la naturaleza no había tenido a bien dotar en demasía. De hecho si una no estaba al tanto, añadieron, corría el riesgo de confundir el órgano de Su Santidad con una de las muchas sanguijuelas que el pontífice llevaba, por recomendación de su médico, metidas en sus bendecidas calzas.

Afra se sonrojó al imaginárselo y sintió un escalofrío de pura repugnancia. El resto de las meretrices, sentadas cual gallinas a lo largo de la pared de la estrecha sala, se mostraron indignadas o hicieron como que no habían oído la obscena conversación de las bañeras. Todas las allí presentes sabían que iba a costarles Dios y ayuda entregarse al rechoncho y bufonesco papa; pero la esperanza de ser elevadas por Su Santidad a la gloria de los altares, por así decirlo, como meretrices, les hacía perder los escrúpulos. A fin de cuentas las barraganas de la Curia eran consideradas las mujeres más caras del mundo.

Antes de que las dos bañeras tuvieran ocasión de seguir deslenguándose en bochornosas revelaciones, irrumpió en la sala monseñor Bartolomeo, el mayordomo del papa, un hombre joven, apuesto y de gallarda presencia. Lucía una negra y ensortijada cabellera que le caía hasta los hombros y una larga sotana. Sin embargo, su aspecto se transformó en el preciso instante en el que abrió la boca. Bartolomeo hablaba con una aguda y estridente voz de castrato —cual mujer pesarosa en un confesionario, lo que provocó cruces de miradas desdeñosas entre las meretrices.

Laudetur Jesus Christus! —gorgoriteó Bartolomeo.

Acto seguido, giró sobre sí y, quebrando la muñeca de la diestra contra el cuerpo, fue apuntando con el dedo índice una a una a todas las meretrices hasta decantarse al fin por una morena lozana de exuberantes pechos y una angelical damisela de castaños cabellos sueltos al aire.

—¡Monseñor, aguardad! —Afra se levantó y salió al paso del mayordomo.

El servidor palatino apartó a Afra a un lado haciendo un gesto de desprecio con el brazo.

—¡Cede, cede! —exclamó en latín como si la exorcizara—. ¿Es que no ves que esta noche la decisión ya está tomada? —No habría sido de extrañar que el monseñor se hubiera sacado una cruz de la sotana y la hubiera alzado contra Afra.

—Yo no quiero pasar la noche con el papa —respondió Afra para gran asombro de todas las meretrices.

Desconcertado, Bartolomeo se detuvo.

—¿A qué has venido entonces, cortesana?

—¡Debo hablar con el papa Juan, monseñor!

—¿Hablar? —chilló el mayordomo con voz estridente—. Pero ¿tú para qué crees que estás aquí?

—Lo sé, monseñor. Pero es que, en contra de lo que suponéis, yo no soy una cortesana.

—Claro, eres una mujer honrada. Eso lo dicen todas. Mi decisión está tomada y no hay más que hablar. Vos no estáis hecha para el lecho bendecido de Su Santidad, creedme, conozco a Baldassare Cossa, el hombre que es el papa.

Entonces Afra montó en cólera y gritó:

—¡Maldita sea, tengo que hablar con él! No se trata de mí, sino de él, del papa romano y las posesiones de la Iglesia. ¡Decidle a vuestro señor que se trata del Constitutum Constantini!

—¿Del Constitutum Constantini? —Bartolomeo se detuvo con gesto pensativo. Luego lanzó a Afra una mirada cargada de recelo. No sabía qué pensar de ella. El mero hecho de que una mujer a la que había tomado por una cortesana hasta hacía unos instantes tuviera conocimiento de la existencia del Constitutum Constantini lo desconcertó.

Levantando bruscamente el brazo, monseñor Bartolomeo echó a casi todas las meretrices de la sala. Por lo bajo, aunque no tanto como para que no pudiera oírse, las dos pupilas de los baños cuchichearon algo antes de arrastrar sus voluptuosos cuerpos fuera de la sala. Las meretrices rechazadas se lamentaron. Sólo las elegidas, radiantes de alegría, siguieron al mayordomo.

—Aguardad aquí —gorgoriteó el monseñor al marcharse, volviéndose a Afra.

Afra no sabía si su petición de hablar con el papa sería atendida, no sabía si el plan que había urdido de forma improvisada funcionaría. Los rumores que corrían sobre el papa Cossa no la hacían abrigar muchas esperanzas. Era sabido por todos que era un hombre sin escrúpulos.

Con el corazón encogido, Afra se asomó a contemplar la vista nocturna de la plaza de la catedral. Estaba absorta en sus pensamientos cuando de pronto oyó una voz tras de sí.

—¡De modo que vos sois la misteriosa doncella!

Afra se volvió.

Lo que vio al darse la vuelta no concordaba en modo alguno con la seriedad de la situación. Ante sus ojos apareció un hombre bajo y regordete de rostro rubicundo. Lucía un roquete con finos encajes en bajos y mangas y unas ceñidas calzas. El peto de la coraza de acero que portaba bajo el roquete para protegerse de posibles atentados le confería un aspecto sobrenatural. El monseñor, apostado unos pasos más atrás, le sacaba, cuando menos, dos cabezas. Bajo el brazo sujetaba la tiara de Su Santidad. La escena tenía algo de irreal, de teatral.

Afra sabía desde niña que uno debe saludar a un obispo besando su anillo. En el caso del papa, se dijo para sus adentros, no sería distinto. De ese modo, avanzó un paso y aguardó, inútilmente, a que el pontífice le tendiera su mano. Éste, sin embargo, le hizo una señal al monseñor apuntando hacia el suelo. Afra no comprendió.

Entonces el mayordomo se agachó, retiró la pantufla de uno de los pies de Su Santidad y lo acercó a Afra para que lo besara.

Una vez concluido el ritual, Afra dijo con voz temblorosa:

—Santo Padre, yo soy una mujer sencilla del pueblo, pero por circunstancias que ahora no me detendré a relatar, me hallo en posesión de un documento de gran trascendencia para vos.

—¿Y qué os hace pensar que es así? —la interrumpió el papa con cierta grosería.

—Porque vuestros esbirros y aquellos a los que vos se lo encomendasteis llevan años persiguiéndome. Y todo para hacerse con el pergamino. Se trata de una carta en la que un monje del monasterio de Montecassino confiesa haber falsificado el Constitutum Constantini por encargo del papa Adriano II.

—¿Y qué? ¿Acaso es eso tan importante?

—Creo que no es necesario que yo os lo explique, Santidad. Sé a cuánto asciende la suma que ofrecisteis a los Apóstatas. Y sé también que los Apóstatas planeaban sonsacaros mucho más dinero todavía, en el caso de que hubieran logrado apoderarse del comprometido documento.

—¡Habéis oído a esta doncella! —exclamó el pontífice dirigiéndose al mayordomo—. Habría de ser maniatada y sometida a un minucioso interrogatorio. ¿Qué opináis, Bartolomeo?

El monseñor asintió devotamente, a la manera de un tabernero.

—Podéis hacerlo si eso es lo que deseáis —respondió Afra—, incluso podéis quemarme en la hoguera como a una bruja. Pero si eso ocurre, tened por seguro que el pergamino aparecerá en algún otro lugar del mundo, donde menos lo esperéis, y os hundirá en la desgracia.

A la propia Afra le sorprendió su repentina osadía.

—¡Estáis endemoniada, doncella! —bramó el pontífice con una mezcla de repugnancia y admiración—. ¿Cuánto querríais, suponiendo que realmente pudierais hacernos entrega del documento? ¿Mil ducados de oro? ¿Dos mil?

De súbito el papa parecía inseguro, más pequeño de lo que era de por sí.

—Nada de dinero —respondió Afra fríamente.

—¿Nada de dinero? ¿A qué viene eso?

—Lo que exijo a cambio es la vida de Jan Hus. Nada más y nada menos.

El pontífice se volvió con cara de perplejidad hacia el mayordomo.

—¿La vida de un hereje? Obliviscite! Os haré abadesa y os regalaré bosques con más árboles que almas forman la Cristiandad. Os convertiré en la mujer más rica del mundo.

Afra meneó la cabeza con aplomo.

—Os daré las ganancias de miles de cartas de indulgencia garabateadas por clerizones temerosos de Dios, y además un hatillo con los pañales del Niño Jesús a guisa de pequeña reliquia.

—¡La vida de Jan Hus!

El papa Juan se volvió hacia su mayordomo con una mirada furibunda.

—¡Un hueso duro de roer, esta doncella! ¿No os parece?

—En efecto, Su Santidad, un hueso duro de roer. Deberíais poneros vuestra tiara. Está refrescando y os arde la cabeza.

El pontífice empujó al monseñor.

Nonsens!

En algún momento, Baldassare Cossa debía de haber aprendido latín con algún maestrillo de pacotilla. En la universidad, desde luego, no había estudiado. Pues el tiempo que los clérigos honrados habían consagrado al estudio de la teología, Cossa lo había dedicado al oficio de la piratería. Pero, desde que por medios poco honrados se había proclamado papa, solía mezclar de forma tan lamentable como frecuente —miserabile ut crebro— su macarrónico latín en todos sus parlamentos.

—Doncella —dijo en tono casi suplicante—, yo carezco de poder para liberar a Jan Hus. Sobre él se ha dictado una sentencia legal, y la herejía se condena con la muerte en la hoguera. Que el Señor se apiade de su alma. —Al pronunciar esas palabras el pontífice unió sus manos en actitud santurrona—. Y en cuanto a vuestro pergamino, permitidme que os diga que su valor es mucho menor del que creéis.

—Atestigua que la donación del emperador Constantino jamás se produjo. Que vos y vuestra Iglesia os habéis adueñado injustamente de todas las prebendas, los derechos de sucesión y las tierras que poseéis.

—¡Jesús, María y José! —El pontífice se retorció las manos—. ¿Acaso no creó Dios el Cielo y la Tierra tal como se narra en la Biblia? Si así lo hizo y si yo, Juan XXIII, soy su Vicario en la Tierra, entonces todo cuanto hay en ella me pertenece. Sin embargo, quiero ser generoso. La avaricia no es una virtud cristiana. ¡Pongamos dos mil quinientos ducados de oro!

—¡La vida de Jan Hus! —insistió Afra.

—¡Tenéis el diablo en el cuerpo, doncella! —La cara roja del pontífice se puso más roja todavía, su hinchado cuello más hinchado; jadeaba y parecía totalmente poseído por la cólera—. Está bien —dijo al fin, sin mirar a Afra a la cara—, tendré que consultarlo con mis cardenales.

—¡El pergamino a cambio de la vida de Hus!

—Que así sea. El pergamino a cambio de la vida de Hus. Mañana, antes del pronunciamiento de la sentencia en la catedral, el obispo de Concordia y el cardenal obispo de Ostia se personarán en vuestra casa. Si hacéis entrega del documento a los dos prelados, la sentencia se pronunciará a favor de Hus. Tan cierto como que hay Dios en el cielo.

—¡Mi nombre es Afra y me alojo en casa del maestro Pfefferhart, en la Fischmarktgasse!

—Lo sé, doncella, lo sé —respondió el papa con una insidiosa sonrisa.

Soplaba un tormentoso viento, la lluvia arreciaba y unos densos nubarrones negros encapotaron la ciudad. Parecía que presagiaran la desgracia. Las gentes miraban temerosas hacia el cielo. Hacia las once se dictaría la sentencia de Jan Hus en la catedral. Pero los mirones, los cotillas y los morbosos llevaban desde las siete concentrados delante del pórtico de la santa morada de Dios.

El cardenal obispo de Ostia, De Brogni, que había de presidir el último día del proceso, y el obispo de Concordia, a quien correspondía el pronunciamiento de la sentencia contra Hus, emprendieron a esa misma hora el camino hacia la Fischmarktgasse ataviados con sotana de color rojo fuego y sobrepelliz. Los eruditos y delegados de todos los países del Occidente cristiano, que habían sido invitados al acto en calidad de testigos, intercambiaron miradas de preocupación cuando los dos dignatarios, escoltados por seis soldados armados, sus secretarios y el mayordomo del papa, echaron a andar en la dirección opuesta a la catedral y finalmente entraron en la casa de Pfefferhart.

Tras toda la noche en vela, Afra no se hallaba en la mejor de las condiciones cuando llegaron los dos obispos. Sin poder pegar ojo, se había pasado toda la noche preguntándose si al final su plan culminaría con éxito. A lo largo de esas horas, había desechado sus planes en más de una ocasión, aunque poco después había decidido seguir adelante. Finalmente, había llegado a la conclusión de que entregar el pergamino era la única forma de salvar a Hus de la hoguera.

A ella misma el pergamino le había traído de todo menos suerte. La había condenado a vivir en una huida constante. Había engendrado en ella la desconfianza hacia el hombre al que amaba, tal vez hasta había destruido el amor. Y en más de una ocasión la había arrastrado al borde de la muerte. Ni por todo el dinero del mundo deseaba seguir viviendo así. ¡Maldecía el pergamino una y mil veces!

Desde hacía dos días llevaba encima el odioso documento. Acababa de colocárselo en el corsé de tal modo que pudiera sacarlo con facilidad cuando los tres hombres irrumpieron en la habitación.

—¡En nombre del Todopoderoso —exclamó el mayordomo en un tono teatral, y extendió los brazos hacia el cielo a la manera de los profetas—, dejádnoslo ver! Tenemos prisa.

Como siempre que la situación lo exigía, Afra actuó con fingida serenidad a pesar de que tenía el corazón en un puño.

—¿Quién sois vos? —preguntó dirigiéndose al primero.

—De Brogni, cardenal obispo de Ostia.

—¿Y vos?

—El obispo de Concordia. —El anciano le tendió la mano a la doncella con cierto hastío, pero Afra no reaccionó.

En lugar de corresponder al obispo, se sentó en la pequeña mesa junto a la ventana, sobre la que había una Biblia encuadernada en tapas de piel marrón, y dijo:

—Juradme por todos los santos y por Dios misericordioso, y con la mano izquierda sobre el libro de libros, para que el diablo no pueda apoderarse de ella, que, con vuestra sentencia, Jan Hus quedará libre de la hoguera.

Los tres hombres revolvieron los ojos, y De Brogni, un fornido individuo sin cuello, con la cabeza empotrada directamente en los hombros, bramó sulfurado:

—Doncella, no estáis en disposición de darnos órdenes. De modo que ¡entregadnos el pergamino y asunto resuelto!

—Ni hablar, Eminencia —replicó Afra igualmente sulfurada—. No habéis comprendido vuestra situación y ahora sobreestimáis vuestras posibilidades. Vos me suplicáis a mí, no yo a vos. De modo que ¡yo pongo las condiciones!

El mayordomo, que recordaba perfectamente del día anterior las dotes negociadoras de Afra, le rogó contención a De Brogni y dijo:

—Naturalmente que estamos dispuestos a pronunciar el santo juramento sobre la Biblia, en nombre de Dios misericordioso y de todos los santos, para que vuestra petición sea tenida en cuenta.

A continuación, monseñor Bartolomeo se situó ante la Biblia y juró hacer todo cuanto estuviera en su mano para librar a Hus de la hoguera. De Brogni y el obispo de Concordia hicieron lo mismo.

Afra se desabrochó entonces el corsé y sacó el pergamino. Los hombres parecían irritados.

Con mucho cuidado, pues al fin y al cabo sabía de la importancia del documento, el cardenal obispo lo cogió y lo desplegó. Al parecer, no había sido informado sobre los detalles, pues cuando vio el pergamino en blanco, se hinchó como un pavo en celo e hizo ademán de abalanzarse sobre Afra, pero en ese instante el mayordomo lo detuvo y le señaló el frasco que reposaba, inadvertido, sobre la mesa.

Monseñor Bartolomeo abrió la redoma, se untó el índice con el líquido y frotó después el documento aparentemente vacío. Al cabo de unos instantes, de las manchas que se habían formado afloraron algunos trazos, al principio muy borrosos, pero luego cada vez más nítidos.

Falsum —leyó De Brogni a media voz, y lanzando una mirada cargada de admiración a Afra, se santiguó a toda prisa. El obispo de Concordia no pareció comprender lo que acababa de suceder, y meneó la cabeza.

Finalmente el mayordomo dobló de nuevo el pergamino y se lo guardó bajo la sotana. Luego cogió la redoma.

—Vamos, Eminencias —dijo dirigiéndose a los obispos—, ya es hora.

Ninguno se dignó a volver a mirar a Afra.

Hacia el mediodía, Pietro de Tortosa regresó del pronunciamiento de la sentencia, al que había sido invitado como representante del rey de Nápoles. El legado llegó con cara de profundo desánimo.

Dando por sentado que Tortosa continuaría aturdido por la excesiva ingesta de alcohol del día anterior, Afra no pensaba detenerse a conversar con él en la escalera, pero al ver los iracundos ojos del legado, que despedían chispas de rabia, decidió preguntarle a qué se debía su infrecuente mal humor.

—Lo han condenado a muerte —dijo Pietro de Tortosa.

—¿De quién habláis?

—Jan Hus, el valiente bohemio, ha sido condenado a morir en la hoguera.

—¡Pero eso es imposible! Tenéis que haberos equivocado. ¡Hus debe ser absuelto! Estoy segura.

El legado meneó la cabeza con desgana.

—Señora mía, he visto con mis propios ojos y oído con mis propios oídos cómo el obispo de Concordia leía la sentencia de muerte en presencia del rey Segismundo y terminaba con las palabras: «Encomendamos su alma al diablo. Su cuerpo mortal será quemado de inmediato». ¿Creéis que he soñado todo eso?

—Pero no puede ser —farfulló Afra, aterrada—. ¡El papa me dio su palabra y los tres dignatarios hicieron santo juramento!

Pietro de Tortosa, que no comprendió ni una sola palabra, cogió a Afra de la muñeca y la sacó de la casa. Ya en la Fischmarktgasse, señaló furibundo hacia el norte, donde una humareda negra ascendía hacia el cielo.

—¡Que Dios se apiade de su alma! —dijo.

Era la primera vez que el legado mostraba algún signo de religiosidad.

Las lágrimas resbalaron por el rostro de Afra, lágrimas de rabia e impotencia. No se hallaba en condiciones de pensar con claridad. Impulsada por la furia, echó a andar hacia la plaza de la catedral. La ciudad y las gentes que transitaban por las estrechas callejuelas se le aparecían borrosas. Sin aliento, llegó al palacio del obispo, delante del cual se había concentrado una encolerizada multitud.

A fuerza de empujones, Afra se abrió paso entre la exaltada y tumultuosa muchedumbre. Las gentes proferían gritos como «¡Traidor!» o «¡Él debería arder en la hoguera y no Hus!».

—¡Dejadme pasar! ¡Quiero hablar con el papa! —le increpó Afra al alabardero que custodiaba la entrada al palacio.

El soldado la reconoció al instante y se rió:

—Me temo que llegáis tarde, doncella. Hoy no… —dijo haciendo un elocuente gesto con la mano—. Pero todavía quedan muchos cardenales y monseñores en la ciudad.

Afra hizo oídos sordos a la soez insinuación.

—¿A qué os referís con que llego tarde?

—Me refiero a que, mientras se pronunciaba la sentencia de Hus en la catedral, Su Santidad el papa ha abandonado Constanza por la puerta de Kreuzlingen disfrazado de soldado. Supuestamente se halla de camino a Schaffhausen para encontrarse con el duque Federico de Austria. Nadie sabe más detalles al respecto. Nadie sabe la causa ni la razón.

Afra se quedó mirando al soldado con la boca abierta. Ya no sabía qué pensar. De pronto rompió a gritar:

—¡Había jurado por Dios Todopoderoso que no ocurriría! Dios Todopoderoso, ¿por qué lo has permitido?

Las personas que habían sido testigos de la conversación con el soldado no hallaron sentido alguno a las extrañas palabras de la joven doncella y se alejaron. Desde que había comenzado el concilio, la ciudad estaba plagada de extravagantes y estrafalarias gentes. No merecía la pena darle mayor importancia.

Cabizbaja, abatida y descorazonada, Afra regresó hacia la casa de la Fischmarktgasse. Ya no sabía qué rumbo había de tomar. Al subir la escalera hacia su habitación, creyó hallarse ante una visión, pues a veces los deseos se manifiestan en imágenes.

Ulrich von Ensingen estaba sentado en un escalón, esperando con la cabeza apoyada en las manos. No dijo nada, tampoco cuando sus rostros se acercaron y, bajo la media luz de la escalera, vio los ojos llorosos de Afra. Con la mano temblorosa, cogió la de Afra.

Pero no ocurrió nada de eso. Al contrario, Afra no sólo le estrechó la mano, sino que se abrazó a Ulrich como quien se agarra a una rama porque se está ahogando. Y así, en silencio, se quedaron largo rato.

—Todo ha terminado —susurró Afra finalmente—, por fin todo ha terminado.

Ulrich no comprendió a qué se refería. No tenía más que una vaga intuición y no se atrevió a preguntar. Al menos en ese momento.

Sin saber muy bien qué hacer ni qué decir, estrechó a Afra entre sus brazos. La ternura con la que ella acogió su abrazo le ayudó a reunir valor.

—El arzobispo de Milán me ha otorgado el encargo de terminar la catedral. Le he dado mi palabra. He de partir mañana mismo. ¿Quieres venir conmigo? ¿Venir conmigo como mi esposa?

Tras una larga mirada, Afra asintió.

Al mismo tiempo, el carruaje tirado por seis caballos que el duque Federico había enviado al papa avanzaba a toda velocidad por la orilla izquierda del Rin en dirección a Schaffhausen. Los cocheros sentados al pescante tenían órdenes de galopar raudos como el viento y llevar por la ruta más rápida a Juan XXIII y a su mayordomo hasta Schaffhausen. Allí, por lo pronto, Su Santidad se hallaría a salvo. Porque el colegio de cardenales había tomado la determinación de destituirlo.

A propósito, el duque había elegido un carruaje sobrio con un toldo oscuro y desgastado. De ese modo, nadie en los pueblos que atravesaran por el camino sospecharía que el papa Juan XXIII viajaba en su interior. El destartalado carro carecía de toda clase de comodidades. Ni siquiera disponía de una ventana en la parte delantera a través de la cual el mayordomo pudiera dirigirse a los cocheros para que aminoraran la marcha. Y es que Su Santidad padecía unas terribles náuseas y estaba aterrorizado.

Con una mano, el papa Juan se sujetaba al tosco banco sin acolchar —no recordaba la última vez que su bendecido trasero había sido maltratado de semejante manera—, mientras, con la otra, enarbolaba el pergamino como un trofeo. Bartolomeo, entretanto, se afanaba en encender un fuego con ayuda de una yesca.

Poco antes de su huida, el monseñor había aplicado la tintura al pergamino y había leído el texto en alto para su señor. La lividez que cubrió el rostro del pontífice le duraba todavía. Y aunque, en algunos momentos, los ojos le brillaban con cierto aire victorioso, en el fondo la congoja le había calado hasta la médula.

—¡Maldito siervo del Señor! ¡Enciéndelo de una vez! —increpó al mayordomo con impaciencia.

Pero el mayordomo, inexperto en asuntos profanos tales como encender una lumbre, no lograba alumbrar ni una triste llama.

Rememorando su pasado de corsario, Juan XXIII lo intentaba a la vez a su manera. Y he aquí que, de pronto, una llama prendió en su yesca. Una llama débil al principio, pero que, avivada por el viento, se tornó en seguida en una refulgente antorcha.

El pontífice apremió a su mayordomo para que mantuviera la llama encendida. Luego él mismo desdobló el pergamino y lo expuso al fuego.

—¡Maldita sea, no arde! —exclamó impaciente.

—Debéis tener un poco de paciencia, Santidad. Incluso las pobres almas del Purgatorio han de requemarse primero durante un rato antes de que sus pecados sean devorados por el fuego.

—¡Nonsens! —espetó el papa.

Entonces, de pronto, aconteció algo inexplicable: el pergamino lanzó una furiosa llamarada que, como un haz de fuego, chocó contra el toldo del carruaje. Sólo unos instantes después, el carro ardía en llamas.

Cuando los cocheros se percataron del infierno, ya era demasiado tarde para apagarlo. Todos los esfuerzos por detener el carruaje fueron en vano. Los carreteros saltaron. Y lo mismo hizo el monseñor, seguido de Juan XXIII. Los caballos, como almas que llevara el diablo, continuaron galopando por la pedregosa carretera rumbo a Schaffhausen.

Arrastrándose por el suelo a cuatro patas, el papa trepó por el talud que se extendía junto al camino. Se incorporó tambaleándose y resolló. En el interior de la mano derecha, abrasada, ocultaba un puñado de cenizas negras.

FIN