11

El beso del tragafuegos

Cuando el carruaje del noble que procedía del sur llegó a la puerta, los últimos rayos de sol caían sobre las imponentes murallas de la ciudad. El heraldo que encabezaba el cortejo a lomos del corcel de Afra comenzó a blasfemar y, cogiendo puñados de pequeños guijarros de un saquete que llevaba consigo, los arrojó a la multitud para que las gentes dejaran paso al coche de su señor.

Desde que Afra había abandonado el monasterio de Montecassino, habían transcurrido dieciséis días. Jamás habría podido imaginarse que el viaje de regreso a casa sería tan plácido. En realidad, el camino de vuelta —al menos durante los primeros siete días— había resultado todo menos agradable. Las breves tormentas primaverales la habían impedido avanzar a buen ritmo, a las que se sumaron días enteros de lluvias que dejaron los caminos prácticamente intransitables.

Y entonces un día, en las inmediaciones de Lucca, sucedió: la rueda derecha del carro se rompió, los radios de madera saltaron en pedazos y las astillas dañaron también el eje. Era del todo imposible continuar el viaje. Al cabo de una hora, pues no debía de haber transcurrido mucho más desde el accidente, se aproximó desde el sur un carruaje con un heraldo al frente.

Afra no se atrevió a detener a los ilustres viajeros. Y el carruaje pasó de largo. Unos metros más allá, sin embargo, el cochero detuvo la carroza. Un hombre ataviado con suntuosas ropas se apeó del carruaje y le preguntó a Afra si podía ayudarla en algo. Tras examinar los daños sufridos por el carro de Afra, el noble dijo que si Afra ponía su rocín a disposición del heraldo —al parecer el suyo cojeaba desde el día anterior—, él no tenía inconveniente en llevarla en su coche. Pero le pagaría un precio justo por el animal: veinte ducados de oro. Era una suma desmedida.

El ofrecimiento le vino a Afra muy a propósito, especialmente porque no veía otra salida. Por suerte —¿o fue acaso un capricho del destino?—, el día anterior se había despojado de las ropas de hombre y se había vestido como correspondía a una mujer. De modo que podía emplear de nuevo el permiso de viaje emitido en Venecia.

El noble se mostró entusiasmado al verlo, se presentó como amigo de Carriera y afirmó hallarse él mismo también al servicio del rey de Nápoles y viajar al concilio, en calidad de legado especial. Su nombre era Pietro de Tortosa.

El ilustre gentilhombre, que aparte del heraldo y del cochero viajaba acompañado de un secretario y un sirviente, dio sobradas muestras de su hidalguía durante las jornadas que siguieron y restó importancia al gesto, que calificó incluso de honor, de llevar a Afra en su coche.

Tras dejar atrás Génova, Milán y los grandes puertos alpinos, llegaron sin mayores dificultades, con un tiempo soleado aunque no por ello menos frío, a tierras helvéticas, donde las condiciones de los caminos iban mejorando con el paso de los días.

Afra se sentía en deuda con el legado especial. Sin su ayuda —Afra se dio cuenta al cabo de pocos días— jamás habría podido recorrer una distancia tan larga. Sin embargo, Afra abrigaba cierto recelo hacia Pietro de Tortosa.

Los permisos de viaje, sellados y firmados personalmente por el rey de Nápoles, redujeron los trámites de entrada por la puerta de Kreuzlingen a los mínimos imprescindibles y obligaron a los dos alabarderos apostados a ambos lados del torreón a adoptar una reverente postura.

Sólo se permitía a los altos dignatarios eclesiásticos, prepósitos, obispos y cardenales, así como a los legados especiales de los países de Europa, cruzar con sus carruajes las puertas de la ciudad. Y es que en Constanza, una ciudad con poco más de cuatro mil almas, ya no cabía ni un alfiler. Entre cuarenta y cincuenta mil personas se habían desplazado hasta la que, en circunstancias normales, era una pequeña y romántica ciudad desde que el papa de Roma había convocado allí, para asombro de todos, el decimosexto concilio.

La mayoría de los habitantes de la ciudad libre imperial, situada a orillas del lago de Constanza, a quienes desde tiempos inmemoriales adornaba la fama de tener mayor espíritu comercial que los pobladores de otras ciudades del Imperio, arrendaron sus casas a los participantes del concilio a cambio de buenas cantidades de dinero contante y sonante, y vivieron durante esos años bien en tiendas de campaña, o incluso en barriles en la calle, o hacinados en angostos cuartos donde una cama era compartida por dos o tres personas. En aras del vil metal, algunos no paraban en barras y se instalaban directamente en cuadras y cabrerizas y en las iglesias de la ciudad.

Para el legado especial del rey de Nápoles, el aposentador había arrendado toda una planta de la llamada Casa Alta, situada en la Fischmarktgasse. Dicha casa, a tan sólo unos pasos de la catedral, se conocía con ese nombre porque sobresalía en altura por encima del resto de los edificios de la ciudad.

Su dueño, un rico comerciante llamado Pfefferhart, llevaba en sus armas tres pimenteros. Los envidiosos, que en ciudades pequeñas como Constanza los había por doquier, sostenían, sin embargo, que los supuestos tarros de pimienta eran en realidad latas de dinero donde el avariento mercader iba acumulando cada céntimo que ahorraba. Fuera como fuese, lo cierto era que Pfefferhart tenía fama de no dejar pasar una sola oportunidad de ganar dinero. Y como su único hijo se había marchado de casa y sus hijas solteras llevaban una vida devota, aunque de todo punto improductiva, en el monasterio cisterciense de Felbach, el comerciante ricachón había arrendado la mitad de su casa durante el concilio.

Pietro de Tortosa, el legado especial, le cedió a Afra una de las habitaciones de la casa de Pfefferhart hasta que tomara alguna decisión. La experiencia había enseñado a Afra que en la vida nadie da nada, absolutamente nada, a cambio de nada, y por eso las atenciones de su noble bienhechor le inspiraron más desconfianza que gratitud. De todas formas, por lo pronto tenía un techo bajo el que dormir, y un techo bien cómodo.

En Constanza, entre tanto, la tensión iba creciendo. La mayoría de los participantes en el concilio —cardenales, obispos, abades, prelados, archidiáconos, archimandritas, metropolitanos y patriarcas, teólogos y doctores de la ley, y legados de varias dinastías europeas— ya estaban congregados. Incluso el rey Segismundo había querido asistir al concilio. En esos momentos se hallaban todos a la espera del papa Juan XXIII, nombre éste escogido por él mismo. La ciudad era un auténtico hervidero.

La avanzadilla de Su Santidad, procedente de Bolonia, había anunciado ya la llegada del papa, pero corría el rumor de que el Vicario de Dios, como gustaba de llamarse a sí mismo, se demoraría. El motivo de su retraso eran trescientas monjitas de un monasterio, a las que Su Santidad, en estricto cumplimiento del mandamiento de amor al prójimo, agasajó con su santísimo esperma y una indulgencia plenaria. Y eso requería su tiempo.

No, la fama que precedía al pontífice romano no era, en efecto, la mejor de las posibles. Nadie estaba en condiciones de afirmar que sus contrincantes, los antipapas Benedicto XIII y Gregorio XII, que se habían limitado a enviar observadores a Constanza, fueran unos santos; pero si se los comparaba con la vida que llevaba el romano, eran unos dechados de santidad.

El papa vivía con la hermana del cardenal de Nápoles. Como segunda mujer, al pontífice le servía su propia cuñada. Ello, sin embargo, no impedía al Vicario de Dios compartir su lecho con novicias y jóvenes clérigos que, de esa guisa, prosperaban de la forma más insospechada. Y es que el papa Juan demostraba una gran generosidad en los asuntos amorosos y los recompensaba con patrimonio de la Iglesia, o con un lucrativo cargo de abad o de obispo.

Tras una noche tranquila, una gran algarabía despertó a Afra la mañana siguiente. Saltó de su lecho y se dirigió rápidamente a la ventana. Pero lo que, a juzgar por el estrépito, parecía el estallido de una guerra civil, no era en realidad más que el bullicio callejero de un día normal. Con las primeras luces del día, las gentes habían tomado la calle y gritaban y maldecían en un galimatías de diferentes lenguas. En algunos puntos, ya no había por donde pasar. Un auténtico paraíso para picaros, granujas y descuideros.

Pietro de Tortosa, con el que Afra se topó unos minutos más tarde en la escalera, probablemente pensó lo mismo cuando dijo:

—Os aconsejaría que pusierais todos vuestros objetos de valor a buen recaudo. El olor de los rateros que plagan la ciudad llega hasta aquí. Los grandes acontecimientos atraen a los granujas como la luz a las polillas. Si deseáis acompañarnos a mi secretario y a mí, será un placer. Nos disponíamos a salir para depositar el dinero y los documentos en una casa de cambio.

La recomendación era a todas luces oportuna; sin embargo, el recelo que despertó en Afra la solícita actitud del legado especial la hizo desconfiar. Por eso, respondió sonriente:

—Mis pertenencias, messer Pietro, no son tan valiosas como para dejarlas en un cofre bajo llave al cuidado de un cambista.

Pietro levantó las manos con un gesto defensivo.

—¡Lo decía por su bien, donna Gysela, nada más!

La manera en que pronunció el falso nombre inquietó a Afra.

—Está bien. Os agradezco la advertencia —respondió con cortesía.

A Afra le angustiaba la idea de que el atento legado especial de Nápoles pudiera saber quién era ella en realidad y cuál era el secreto que, desde hacía ya más de cuatro semanas, llevaba encima.

Cuando, poco después, Pietro de Tortosa y su secretario abandonaron la casa, Afra decidió seguirlos. Pese a que la plaza de la catedral, donde se concentraban la mayoría de las casas de cambio, no estaba lejos, tardaron en recorrer el camino más de lo esperado. En las callejuelas de la ciudad se agolpaban monjes ataviados con exóticas vestimentas, vendedores de gansos, pordioseros, comerciantes de bisutería y piedras de chispa, vagabundos y marineros, beguinas con hábitos parduzcos, gitanos, ricos tejedores de lino de la ciudad y supuestos ciegos que fingían su tara a las mil maravillas, labriegos, médicos con birrete y túnica negra, fulanas a remolque de sus alcahuetas, alambicados obispos con mitra y capa pluvial, estañadores de calderos, bufones, curanderos, curas rechonchos con sobrepelliz, pífanos y trovadores, vendedores de reliquias, mancos, hombres sin piernas que se deslizaban por el suelo sobre un tablón implorando compasión, peristas con holgados gabanes, negros de la lejana Etiopía, rusos de cara ancha, criaturas angelicales —tan bellas que mirarlas debía de ser pecado—, penitentes y alguaciles, sudados mozos de cuadra, moros vestidos de mujer bailoteando, escritores de cartas por encargo, enviados de la Gran Turquía junto con sus esposas, de cara cubierta y pantalones bombachos, que Dios se apiadara de ellas, escuderos, concubinas con suntuosos vestidos, acicaladas doncellas casaderas y matronas entradas en años, heraldos, domadores de osos, enmascarados, acróbatas con zancos y ciudadanos curiosos a los lados de la calle.

Afra ya comenzaba a sospechar que, con tantas vueltas, el legado especial quería burlarse de ella, cuando al fin su sirviente y él entraron en la casa del cambista Betminger. O al menos ése era el nombre que figuraba en el cartel de la entrada. Unos instantes después, el enviado salió y, seguido de su sirviente, se perdió entre la muchedumbre.

Manteniéndose a una distancia prudencial, Afra se planteó qué debía hacer. Al final, tomó la decisión de confiar ella también el pergamino y la mayor parte del dinero, que llevaba en un pequeño monedero atado a la cintura, al cuidado de un cambista.

En Constanza había más de treinta cambistas trabajando durante el concilio, un negocio harto lucrativo a la vista de que cada gran ciudad de Europa acuñaba su propia moneda. Y no había precios establecidos. El dinero que cada cual recibiera a cambio dependía de sus habilidades para la negociación, con lo cual el cambista nunca salía perdiendo.

Afra escogió la casa de cambio de Pileo, en la Brückengasse, junto a la casa del cabildo, una elección motivada por el aspecto de seriedad que ofrecía el negocio al hallarse en el pórtico de una casa patricia. En la trastienda, detrás de una cortina dispuesta para tal fin, Afra se despojó de sus pertenencias y se las tendió al joven cambista. Él lo depositó todo en una caja de caudales con cerradura, entregó la llave a Afra y guardó el cofrecillo en un armario cuyas pesadas puertas, de madera oscura, estaban provistas de unos anchos barrotes de hierro. Afra adelantó al cambista la paga de todo un mes por sus servicios. Al pisar de nuevo la calle, se sintió aliviada.

De la plaza de la catedral provenía un ruido de tambores y pífanos, interrumpido sólo de cuando en cuando por estallidos de aplausos y bravos. Movida por la curiosidad, Afra echó a andar hacia la inmensa plaza. Resultaba casi imposible abrirse paso, de tal forma que la gente había quedado atrapada en medio de una apretada multitud e intentaba asomar la cabeza, de puntillas, para ver algo. Un desagradable olor a comida flotaba en el aire. Olía a pescado aceitoso, a grasa de cordero y a pasteles, a ajo, y todo ello mezclado con un tufillo bastante repugnante, capaz de quitar el apetito a cualquiera durante tres días.

A la mayoría de la gente, sin embargo, no parecía molestarle el olor. Todo el mundo se agolpaba alrededor de un grupo de juglares que había levantado una carpa redonda, de rayas rojiblancas, y delante de ésta una tarima. Un inmenso oso marrón, casi dos veces más grande que su enano domador, bailaba a dos patas en el centro del escenario. Las sacudidas de la bestia al son de la música del trío que lo acompañaba encandilaron al público.

La multitud gritaba enardecida cuando el gigantesco y torpe animal intentaba salirse de la chapa redonda sobre la que bailaba. Entonces el enano domador tiraba con fuerza de una cadena engarzada al hocico del oso y éste lanzaba un grito desgarrador. Sólo unos pocos se percataron de que lo que en realidad incitaba al pobre animal a aquel baile de San Vito no era sino el calor de la plancha, que había sido calentada previamente al rojo.

Ese singular espectáculo bastó para que algunos de los espectadores desembolsaran algunas monedas y las arrojaran al escote de dos muchachas ligeras de ropa que, pandero en mano, desfilaban entre el público.

En cuanto el oso hubo acabado su penosa actuación, un joven tragafuegos saltó al escenario. Llevaba su musculoso y moreno torso desnudo. Lucía unas calzas de color verde claro y un turbante blanco sobre el oscuro cabello, como un fakir de las Indias. Su sola presencia arrancó un «¡Oh!», de admiración a algunas féminas del público. El hermoso muchacho sujetaba dos antorchas encendidas con una mano y una botella con un líquido en la otra. Tras dar un trago a la botella, se la tendió a Afra, que entretanto había conseguido colarse hasta la primera fila. Afra se ruborizó.

Los espectadores miraban las dos llameantes antorchas como extasiados. En eso, el fakir dio un paso hacia adelante para tomar impulso y, apretando los labios, expulsó el líquido que acababa de sorber de la botella. El chorro ardió al tocar las antorchas, surcando el aire como la mismísima espada flamígera de san Miguel arcángel. Asustados, los espectadores de la primera fila se echaron hacia atrás.

Afra se quedó petrificada. Pese a haber visto la actuación desde muy cerca y haber comprendido el truco del espectacular experimento, la audacia y el aplomo con los que el muchacho desafiaba el fuego despertaron en ella una profunda admiración.

La cerrada ovación del público obligó al fakir a realizar el número una segunda vez. Con una amable sonrisa, extendió la mano hacia Afra pidiéndole que le alcanzara la botella, pero Afra lo miraba absorta, sin reaccionar. Cuando al fin sus ojos se cruzaron con los del malabarista, dio un gran respingo, como si acabara de despertar de un sueño. Turbada, le alcanzó la botella con el líquido inflamable. No quiso quedarse a ver la repetición del número. Abriéndose paso entre la gente, se perdió entre la muchedumbre. Pero la imagen del escultural cuerpo del muchacho la perseguía.

En los días que siguieron, no logró borrar de su memoria el rostro del hermoso tragafuegos. Todos sus esfuerzos para olvidar la penetrante mirada del intrépido muchacho resultaron inútiles. En esas circunstancias tenía cosas más importantes que hacer que enamorarse, y menos aún de un malabarista. Debía comenzar una nueva vida y aprender a defenderse ella sola. En su situación, otras mujeres habrían tomado el velo y habrían pasado el resto de su vida en un convento de clarisas, dominicas o franciscanas. Afra no.

Lo primero que quería hacer era quitarse el nombre falso que de tanta ayuda le había sido desde su estancia en Venecia. Aunque después de pensarlo mejor, se dio cuenta de que, mientras suplantara a la señora Kuchlerin, se hallaría a salvo de los Apóstatas. «Y si conservas su nombre —pensó—, puedes también ejercer su oficio». ¿Por qué no iba a poder dedicarse al comercio de telas? Sus ahorros bastarían para abrir el negocio.

En esas cavilaciones se hallaba enfrascada cuando un desconocido llamó a la puerta del señor Pfefferhart preguntando por Gysela Kuchlerin.

A Afra le dio un vuelco el corazón cuando el forastero se plantó ante ella y se presentó como Amando de Vilanova.

—¿Tengo el honor de estar hablando con la señora Gysela Kuchlerin, de Estrasburgo? —El desconocido, un hombre alto y de aspecto demacrado ataviado con un negro sobreveste, una suerte de túnica sin mangas, esbozó una afectada sonrisa.

Afra guardó silencio. Aturdida, escudriñó al visitante de arriba abajo. ¿Dónde y en referencia a qué había oído ella aquel nombre?

El desconocido se percató de que Afra rebuscaba en su memoria y, para ayudarla a situarse, dijo:

—Venecia, en la iglesia de la Madonna dell’Orto.

Transcurrieron unos instantes interminables hasta que Afra logró recobrar la compostura. Su memoria finalmente rescató la escena de la conversación que mantuvieron Gysela Kuchlerin y el Apóstata en la iglesia; pero el hombre era otro.

—¿Vos? ¡No os recordaba así!

—Estábamos citados, pero yo no pude asistir y en mi lugar acudió Joaquín de Fiore, el hombre con quien hablasteis.

—Debe de ser por eso —contestó Afra con fingida tranquilidad. Esperaba desesperadamente que Amando no advirtiera su turbación.

—Me ha sorprendido ver vuestro nombre en la lista del registro. ¡Todos pensamos que la peste os había arrebatado la vida en Venecia!

—Un error, como veis.

—¿Y qué me decís de Afra, la mujer del pergamino?

—¿Por qué me hacéis esa pregunta?

Entonces Amando de Vilanova se subió la manga y descubrió ante los ojos de Afra el estigma de la cruz tachada.

—¿Precisáis alguna otra aclaración?

En ese instante, pasó por la cabeza de Afra la única respuesta adecuada que cabía dar en esa situación y, con la voz ligeramente temblorosa, respondió:

—Afra está muerta. ¡Murió de peste!

—¿Y el pergamino?

Afra se encogió de hombros.

—¡Sabe Dios dónde estará! Si lo llevaba encima, lo quemarían junto a su cadáver. —Afra se asustó al oír sus palabras.

Amando de Vilanova se rascó la barbilla con gesto pensativo.

—En ese caso, podemos dar por terminada nuestra misión. Es una lástima. Nos habría procurado grandes riquezas a todos, pero sobre todo influencia y poder. Ahora todo este circo ya no es más que una farsa.

Afra frunció el entrecejo y lanzó una mirada interrogante a Amando de Vilanova.

—Podríais ser un poco más claro, señor.

En el rostro del desconocido apareció una amplia y malévola sonrisa.

—¿De veras creéis que este patético pontífice ha convocado el Concilio de Constanza para unir a todas sus ovejas desperdigadas en un solo rebaño?

—Al menos eso es lo que dice la gente. Y también lo que creen los participantes invitados al concilio.

El Apóstata hizo un gesto desdeñoso con la mano.

—Todo concilio ha menester un motivo religioso. Pero en realidad siempre giran en torno a un único asunto: la amenaza de la pérdida de poder y la conservación del mismo. En esta ocasión no es diferente. El papa de Roma ha visto que el pergamino pone en peligro el poder de su organización. Eso fue lo que le impulsó a buscar ayuda incluso en nosotros, sus mayores enemigos. Juan XXIII es un hombre mezquino. Está dispuesto a renunciar a todos sus principios con tal de mantener el poder. La unificación de las Iglesias divididas entraña para el pontífice romano el riesgo de perder el cargo. Porque cuando tres papas se proclaman a sí mismos como legítimos pontífices, sólo hay un modo de solucionar la disputa: que un cuarto asuma el poder. ¿Comprendéis ahora?

Afra asintió con gesto ausente. El discurso del Apóstata planteaba multitud de preguntas que a Afra le habría encantado formular. Pero sobre todo se obsesionó con una: ¿Qué sucedería si el maldito pergamino saliera de pronto a la luz en medio de las deliberaciones del concilio? De pronto todo comenzó a darle vueltas. Hizo cuanto pudo por disimular el mareo, pero temía haber despertado las sospechas de Amando de Vilanova. La sola idea de que fuera así la inquietó. El brillo en los ojos del desconocido, clavados en ella, daba pie a pensar que era capaz de leerle la mente.

De ahí que Afra se sobresaltara cuando, tras un prolongado silencio, Amando de Vilanova le preguntó de pronto:

—¿Y estáis segura de que el pergamino fue quemado con el cadáver de esa mujer?

—Yo no diría tanto como segura, pero vi morir a Afra en Lazaretto Vecchio con mis propios ojos. No fue una experiencia agradable. Os lo aseguro. Y dado que todas las víctimas de la peste, e incluso sus pertenencias, eran quemadas en la isla, cabe suponer que el pergamino ardió con ella en la quema.

—¡Caso de que llevara el pergamino consigo!

—En eso lleváis razón.

La conversación en casa de Pfefferhart no estaba yendo por los derroteros que Afra deseaba. Y cuanto más se prolongaba, mayor era su inseguridad. Afra ya no sabía qué hacer para librarse del Apóstata. Sobre todo, no sabía qué hacer para convencerlo de que seguir buscando el pergamino era inútil.

Sin embargo, daba la sensación de que el Apóstata disponía de todo el tiempo del mundo. O al menos no hizo ademán alguno de marcharse.

—Nos hemos preguntado en varias ocasiones —dijo reanudando la conversación— qué fue lo que llevó a la manceba del maestro de obras a partir de modo tan repentino hacia Salzburgo y después continuar hasta Venecia. Como sabéis, tenemos agentes por doquier y ninguno de ellos ha logrado hallar una explicación. Sólo una cosa justificaría ese súbito viaje: que la manceba del maestro quisiera negociar en persona con el papa, que en esa época se encontraba en Bolonia; que quisiera vendérselo directamente a él. Vos conocisteis a Afra. ¿Os parece que eso está dentro de lo posible?

Afra meneó la cabeza.

—Creo que sobrevaloráis a la doncella. Ciertamente, manca no era, y su padre la había enseñado a leer y a escribir, e incluso algo de latín. Pero, con todo, es una muchacha de origen humilde y no está acostumbrada a tratar con los poderosos.

—Habláis de ella en presente, como si todavía se encontrara entre los vivos.

—Disculpad —exclamó Afra asustada—, pero no hace tanto tiempo que hablé con ella de todo esto. No, yo tampoco puedo ayudaros a aclarar el motivo de su viaje. Al parecer, el asunto estaba relacionado con unos libros. Pero ¿quién iba a viajar tan lejos por unos cuantos libros?

—No creáis. Hay personas, incluso dignatarios con mitra, dispuestos a matar por un libro. —Amando de Vilanova esbozó una amplia sonrisa—. No —agregó al cabo de un rato—, caso de que el pergamino todavía exista, a quien deberíamos llamar a capítulo es al maestro Ulrich von Ensingen. Él vivió con esa mujer durante bastante tiempo. Y francamente, me cuesta creer que ella no le confiara su secreto.

Afra se quedó helada, como si un soplo de viento gélido hubiera azotado todo su cuerpo. Notaba que le faltaba el aire. ¡Ojalá el Apóstata no se hubiera percatado de su excitación! Quería permanecer callada, mostrarse totalmente indiferente ante la mención del nombre de Ulrich. Sin embargo, brotó de su boca:

—Entonces, ¿Ulrich von Ensingen no es uno de los vuestros?

—¿De los nuestros? ¡Supongo que no lo decís en serio! Ulrich von Ensingen es un hueso duro de roer, tozudo, ladino, astuto. Ya quisiera yo que fuera de los nuestros. Hemos intentado ponerlo de nuestro lado por todos los medios, pero ha sido inútil. No se ha dejado convencer ni con dinero ni con amenazas. Durante mucho tiempo creímos que Ulrich von Ensingen había escondido el pergamino dentro de los muros de alguna de las catedrales que fueron concebidas por él. Abrimos los muros en los lugares que acostumbran a reservarse para esconder tesoros de nuestro tiempo. Al fracasar la búsqueda, amenazamos al maestro Ulrich con derribar sus catedrales si no confesaba dónde había escondido el pergamino. Como podéis imaginar, una catedral que se derrumba de la noche a la mañana supone el fin del maestro de obras que la ha construido. En Estrasburgo nos faltó poco para lograrlo. Aunque finalmente tuvimos que reconocer que en una sola noche era imposible manipular los sillares fundamentales y claves de bóveda para que el edificio se desplomara.

Afra seguía las explicaciones del Apóstata sin pestañear. La logia de esos hombres era mucho más perversa de lo que ella se había imaginado. Entonces ella había sido injusta con Ulrich. Tal vez esas extremas circunstancias habían sido la causa de su extraño comportamiento. Pero ¿justificaba eso que la hubiera engañado con la buscona del obispo?

—Por lo que he oído, Ulrich von Ensingen debe de encontrarse aquí, en Constanza —apuntó Amando como de pasada.

—¿El maestro de obras? —exclamó Afra.

Amando de Vilanova asintió.

—Y no sólo el maestro Ulrich. Todos los grandes maestros de obras catedralicias han acudido al concilio. Es natural, ya que es la ciudad del mundo donde están congregados la mayoría de los dignatarios que pueden ofrecerles encargos. Pero eso no debe inquietaros. —Tras quedarse callado unos instantes, el Apóstata preguntó de improviso—: ¿Qué clase de relación mantenéis con el legado especial Pietro de Tortosa?

—Pues os lo diré ahora mismo —respondió Afra, furiosa—. ¡Ninguna!

El Apóstata murmuró entre dientes una disculpa y se apresuró a despedirse. Al marcharse, se llevó el dedo índice a los labios y, antes de salir por la puerta, dijo por lo bajo:

—Confío plenamente en que no diréis nada a nadie sobre la conversación que acabamos de mantener.

El encuentro con el Apóstata había causado en Afra un profundo desasosiego. Sentía miedo. No sabía a qué atenerse. ¿Se había creído su historia Amando de Vilanova? ¿O todo eso no era más que una treta para desenmascárala? Tal vez habían descubierto que se estaba haciendo pasar por la señora Kuchlerin.

El hecho de que Ulrich von Ensingen no estuviera confabulado con los Apóstatas aumentaba más todavía su desazón. ¿Acaso había sido todo fruto de su imaginación? ¿Había atado cabos que en realidad no existían? En situaciones de máxima tensión emocional el hombre tiende con frecuencia a establecer asociaciones entre las cosas que, vistas con perspectiva, resultan ser erróneas. Pero, por otro lado, ¿no podía ser que Amando de Vilanova hubiera sido enviado para tranquilizarla? ¿Una trampa para que volviera a confiar en Ulrich? Aunque pensándolo bien, si ése era el caso, Vilanova se había ido de la lengua al revelarle tanta información sobre sí mismo y sobre las artimañas de los Apóstatas.

Tras la conversación, Afra deambuló sin rumbo por Constanza. Esperaba encontrar alguna distracción. Y de hecho la encontró, aunque no en los juglares, ni en los bufones, ni en los montones de artistas ambulantes que presentaban sus números en todas las esquinas, sino un poco más allá, en el Obermarkt, en la plaza del mercado, donde un hombre enjuto y barbudo —vestido con una sotana negra y un birrete del mismo color que lo identificaban como un cura erudito— pronunciaba una encendida arenga. Subido a un tonel que hacía las veces de pulpito, descargaba un grandilocuente discurso que distaba mucho de los habituales sermones.

En un soplo se había corrido la voz de que Jan Hus, el reformador bohemio al que el papa había castigado con la excomunión tres años antes, hablaba en el Obermarkt. En ese momento, tropeles de curiosos brotaban de los callejones que desembocaban en la plaza. Todos querían ver al hombrecillo que hacía frente al papa con sus discursos.

El rey Segismundo le había invitado a defenderse ante el concilio y le había procurado un salvoconducto. Y Hus, arrojado y corajudo, pese a su menuda estatura, había aceptado la invitación.

Entre la multitud de oyentes que escuchaba, arracimada, el fuerte acento bohemio del predicador, se hallaba Afra. Las contundentes palabras del reformador contra el papa, la Iglesia y la secularización de ambos se le clavaban en el alma como saetas. Ella y muchos otros se reconocían en Jan Hus; sin embargo, lo extraordinario era que él se atrevía a expresar lo que tanta gente pensaba pero jamás osaría decir en alto.

—Vosotros, que os llamáis a vosotros mismos cristianos y cumplís con el precepto —exclamó a voz en grito—, sois todos ovejas de un pastor que se considera sacrosanto aun cuando se halla tan alejado de la santidad como las puertas del infierno del firmamento. Un papa que no vive como Jesús, es un Judas y no un santo, por más que haya accedido a su cargo de acuerdo con las normas de la Iglesia.

Tan sólo algún que otro espectador se atrevió a aplaudir, aunque los que lo hicieron agacharon la cabeza para que nadie los reconociera.

—En los tiempos —prosiguió Jan Hus— en que Jesús estaba en la Tierra, sus discípulos vivían con sencillez y amándose los unos a los otros. ¿Y hoy? Hoy los discípulos del Señor, los sacerdotes, los prelados, los prepósitos, los canónigos, los abades, los obispos, todos ellos se entregan al lujo y a todas las frivolidades imaginables, lucen suntuosas y coloridas vestimentas y cacarean como gallos; bailan con calzas ceñidas y ostentan sus partes pudendas en las braguetas, lo que es contrario al sexto mandamiento. Que catervas de cortesanas son mantenidas por ellos, no ha menester mencionarlo. Vosotros habéis visto con vuestros propios ojos que, nada más anunciarse la celebración del concilio en vuestra ciudad, miles de mujeres públicas invadieron las calles como hicieran las langostas durante las plagas de Egipto. Y cuando les falta dinero, estos siervos del Señor se dedican a vender reliquias —el sudario de Cristo, un jirón de su vestidura o incluso una gota de sangre— como objetos milagrosos. Hermanos en Cristo, os digo que Nuestro Señor Jesús fue transfigurado al ascender a los cielos y no dejó nada terrenal tras de sí Pensad en las palabras del Señor: «Dichosos los que no han visto y han creído». Que la vergüenza caiga sobre aquellos que se aprovechan de vuestra ceguera.

—¡Que la vergüenza caiga sobre ellos!

—¡Sí, que caiga sobre los sacerdotes!

De súbito unos doscientos espectadores, y entre ellos Afra, corearon al unísono:

—¡Que la vergüenza caiga sobre los sacerdotes!

En cuanto la multitud se hubo apaciguado, un joven dominico con pálida y reciente tonsura alzó el puño en un gesto amenazante y exclamó:

—¿Y vos, maestre Hus? ¿Acaso no sois un clerizonte que se enriquece a costa de las gentes del común? ¿Acaso vos no cobráis todos y cada uno de los servicios que prestáis, todas y cada una de las bendiciones, no cobráis incluso la extremaunción?

En ese instante se hizo el silencio en la plaza y todas las miradas se volvieron hacia Jan Hus. Entonces éste retrucó:

—Habrías de reflexionar, insolente dominico, antes de tirar la primera piedra. ¿No fue uno de tus hermanos el que hace poco encintó a una honrada mujer en la iglesia, tras lo cual la casa de Dios hubo de ser bendecida de nuevo?

El público estalló en gritos de júbilo, pero Hus interrumpió la algarabía.

—Yo no pretendo ocultar que me ordené sacerdote para asegurarme un sustento, vestir buenas ropas y procurarme el respeto de las gentes del común.

Abucheos aislados en el público.

—Pero antes de señalarme con el dedo, debéis saber que todos los emolumentos que gano como maestro en la universidad y predicador los reparto entre los pobres y los necesitados. Y que jamás una cortesana se ha enriquecido conmigo, y tampoco lo ha hecho un novicio o una novicia. Sin embargo —agregó Hus señalando al dominico con el dedo—, ¿por qué no le preguntáis al papa de Roma? Seguro que él sabrá responderos mejor que yo.

Con un vehemente «Amén» Hus concluyó su réplica. Rodeado de sus acompañantes y seguidores se marchó hacia la Paulsgasse, donde se hallaba la casa de la viuda Fida Pfister y en la que se rumoreaba que Hus ocupaba una habitación amueblada.

«¡El papa! ¡Su Santidad el papa!». Como un reguero de pólvora se extendió la noticia de que Juan XXIII y su séquito habían llegado, procedentes del monasterio de Kreuzlingen, a la puerta sur de la ciudad. Con cientos y cientos de seguidores, cardenales, arzobispos, obispos, abades y prelados, de los cuales cincuenta habían sido nombrados durante el viaje, el sumo pontífice había partido a principios de octubre y había escogido la ruta de Bolonia, Ferrara, Verona y Trento. En Merano había sido recibido por el duque Federico de Austria y acompañado por él en la travesía por el paso del Brennero y el Arlberg, hasta el lago de Constanza.

El papa Juan tenía más enemigos que cualquier soberano de Europa y supo apreciar la escolta de soldados armados. Por los servicios prestados durante el viaje, el papa nombró capitán general de la Iglesia al gallardo austríaco con una singular bula, un título absurdo que, sin embargo, iba asociado a una renta anual vitalicia de seis mil florines.

El papa Juan, un hombre achaparrado y fofo que ocultaba su calva bajo un solideo blanco que no solía quitarse, según los rumores, ni cuando compartía el lecho con una dama, llegó a Constanza con sentimientos encontrados. Había intentado convocar el concilio en otra ciudad, pero Constanza fue el único lugar del Occidente cristiano en el que accedieron a reunirse todas las partes invitadas.

No faltó mucho para que el asustadizo y supersticioso pontífice se diera media vuelta poco antes de llegar a su destino, porque su carruaje volcó por las tortuosas sendas del paso del Arlberg y Su Santidad cayó de cabeza al barro. El papa interpretó el suceso como un presagio fatídico y fueron precisas devotas e insistentes súplicas de cardenales y heraldos para convencerlo de que, una vez liberado del barro, continuara el viaje.

La presencia de soldados armados hasta los dientes y apostados en las murallas de la ciudad, las torres y los tejados de las casas tampoco contribuyó a disipar el profundo recelo que abrigaba el pontífice. Hasta el último instante, Su Santidad había insistido en entrar en Constanza oculto tras el cortinaje de su carroza. Pero al ver el dosel dorado y el señorial caballo blanco que el Concejo de la ciudad envió para su recibimiento, pudo más la vanidad de Su Santidad, que no se resistió a efectuar su entrada bajo un palio dorado y a lomos de ese majestuoso corcel.

Ya sólo la disposición ante la puerta de Kreuzlingen provocó peleas entre los dignatarios eclesiásticos y temporales acerca de cuestiones jerárquicas y de orden, pues los obispos y enviados de la realeza presentes ya en Constanza reclamaban un derecho de paso preferente sobre los cortesanos y obispos del séquito papal.

Sobre todo los obispos, unos doscientos en número, inspiraban desconsideración y hasta desprecio entre los respetables dignatarios. Al fin y al cabo no era ningún secreto que el papa otorgaba los cargos y dignidades a su antojo y que nombraba obispos a proxenetas y rufianes que ni siquiera sabían qué era el Espíritu Santo porque no se les pasaba por la cabeza que pudiera existir semejante figura.

Pietro de Tortosa, el legado especial del rey de Nápoles, se enzarzó con el maestro de ceremonias papal, el arzobispo titular de Santa Eulalia, en una acalorada discusión sobre si los consagrados caballos de Su Santidad debían marchar delante de los emisarios temporales de las dinastías extranjeras en la solemne procesión. La cuestión de quién merecía mayor respeto, si un rocín católico romano o un diplomático extranjero, encendió los ánimos de los creyentes hasta límites inimaginables y tuvo como consecuencia inmediata la formación de tres facciones, ante lo cual los franceses exigieron la inclusión del controvertido asunto en el orden del día del concilio.

En la algarabía y el galimatías de lenguas acabó imponiéndose el latín, aderezado con toda suerte de vocablos extranjeros, dado que el léxico latino monástico carecía de conceptos como «mequetrefe», «estúpido» o «putero». El latín fue durante el Concilio de Constanza la lengua más hablada con diferencia. No porque los señores clérigos tuvieran un gran dominio de ella, en absoluto, pero su latín eclesiástico era a todas luces más comprensible que el áspero inglés, o el español, o la cantinela del italiano de aquellos tiempos, por no mencionar el balbuceo gutural del alemán.

La pelea por el orden de entrada en Constanza acabó finalmente como el Primer libro de los reyes, con un juicio salomónico: todos, caballos y arzobispos, prelados palatinos y enviados, podían colocarse en el desfile como gustaran. Y así sucedió.

De las murallas de las puertas de la ciudad llegaba música de trombones. Los bombos marcaban el paso del desfile. La marcha la encabezaba un coro de castrati cuyas blancas voces entonaban el tedeum. El papa, con el rostro pálido y amedrentado bajo el solideo blanco, se las veía y se las deseaba para dominar al caballo en medio del bullicio. De vez en cuando extendía con un palo una mano tallada en madera para que la besara la multitud. Pero sólo algunos pocos correspondían al gesto.

Los ciudadanos de Constanza mostraron una actitud, ante todo, reservada frente al papa de Roma. Se miraban los unos a los otros boquiabiertos, las gentes se arremolinaban en las ventanas. Todo el mundo quería ver al pontífice al que tan mala fama precedía, pero apenas se dejaron oír aplausos o muestras de admiración. Incluso hubo momentos en que el desfile hacia la plaza de la catedral parecía más bien un vistoso y colorido entierro.

Mucho mayor, sin embargo, fue el interés que despertó, sobre todo en las jovencitas de la ciudad, la comitiva de prelados palatinos, secretarios apostólicos y escuderos, quienes, al igual que su señor, eran más conocidos por su indecencia que por su santidad. De suerte que por la noche Constanza se transformaba, como quien dice, en un paraíso: un paraíso para las mujeres. Porque a diferencia de lo que sucedía en el resto del Imperio, donde la cifra de mujeres superaba con creces a la de hombres, en Constanza había una mujer por cada diez varones en los tiempos del concilio.

Las palabras «Tu es Pontifex, Pontifex Maximus» se extendían por las callejuelas de la ciudad. Y mientras el cielo de Constanza se iba enturbiando con grandes nubarrones negros, un cortejo de diáconos imberbes que acompañaba al desfile balanceaba sus turíbulos cubriendo las calles de una acre humareda, como si quisieran ahuyentar al diablo hasta del más recóndito rincón de la ciudad.

En una ciudad pequeña como Constanza resultaba imposible mantenerse al margen de un acontecimiento de esa magnitud. Afra tampoco pudo sustraerse, a pesar de que, después de la conversación con Amando de Vilanova, tenía la cabeza en otros asuntos. Se había situado en la Pfeffergasse en cuarta fila para contemplar el espectáculo del desfile hacia la catedral del papa y los participantes del concilio, procedentes de todas partes de Occidente.

Las agudas voces de los castrati repetían una y otra vez «Tu es Pontifex, Pontifex Maximus» para que hasta el último vecino supiera quién recorría la ciudad bajo el majestuoso palio. Los escuderos que lo escoltaban lucían calzas blancas hasta la cintura y un corto jubón de mangas abombadas. Con mirada traspuesta, agitaban las palmas que portaban en la mano como aconteciera el día que el Señor llegó a Jerusalén.

Tras la clerical nube de humo podía entreverse el gesto hosco del papa, una pose con la que trataba de disimular el miedo a sufrir un ataque. Su temor no lo provocaba sólo la mala reputación que desde tiempos inmemoriales se había labrado entre los alemanes, sino el saber que muchos de sus numerosos enemigos habían enviado delegaciones a Constanza. Su rostro quedó iluminado fugazmente con una halagadora sonrisa al reparar en un grupo de emperifolladas meretrices que se gloriaban de sus exuberantes escotes. Juan XXIII acogió la pecaminosa visión con gratitud y dio su apostólica bendición a su apetecible voluptuosidad.

A Afra, sin embargo, la imagen del papa aterido de frío sobre el corcel más bien le inspiró lástima. Su apariencia no hacía honor a su fama y sólo cosechó algún que otro aplauso aislado. La casualidad quiso que la sombría mirada del papa y la de Afra se cruzaran, y ambos clavaron sus ojos en el otro durante unos instantes. Uno preguntándose «¿Por qué no me aplaudes?»; la otra respondiendo desafiante «¿Por qué habría de hacerlo?». Pero antes de que Afra tuviera tiempo de reaccionar, el papa había pasado de largo.

Tras el papa desfilaba el resto de los conciliares guardando la debida distancia y dejando de ese modo un espacio vacío que permitía a los espectadores de un lado ver a los del otro. En un primer momento Afra creyó que se trataba de un error provocado por lo mucho que había pensado en él en los últimos días. Desde que Vilanova mencionó que se encontraba en la ciudad y negó que colaborara en modo alguno con los Apóstatas, Afra sentía un gran remordimiento. Y si bien era cierto que los recuerdos de la época en la que compartieron sus vidas se habían ido desvaneciendo en los últimos meses como el color de los robles en otoño, no menos lo era que Afra seguía sintiéndose atraída por él. Afra miró de hito en hito al hombre del que sólo la separaban unos pasos. No había duda, era Ulrich von Ensingen!

Alborotada y sin saber cómo reaccionar, apartó la mirada. Verlo de nuevo le produjo una sensación de felicidad y a la vez de cierta inseguridad, lo que le impedía dar el primer paso.

La remembranza del amor y la pasión la ayudó a vencer finalmente sus miedos. Con timidez, alzó el brazo y lo agitó con un fugaz y temeroso movimiento.

Pero sucedió lo inconcebible: sus gestos no hallaron respuesta alguna. Era como si a ojos del hombre Afra fuera invisible. Tenía que haberla visto por fuerza. Afra quiso llamarlo pero, antes de que se decidiera a hacerlo, le tapó la visión el desfile de conciliares, una colorida multitud ataviada con vestiduras suntuosas, incluso ostentosas, que marchaba encabezada por una banda de bombos y trombones.

En el centro de la primera fila: Pietro de Tortosa, el legado especial del rey de Nápoles, enemigo encarnizado del papa desde que éste había expulsado al rey Juan de Roma. Junto a él, el obispo de Montecassino, Peloso, quien, por más que quisiera, no podía explicar dónde se hallaba su diócesis, así como el enviado del dogo de Venecia, el arzobispo de San Andrés y el emisario del rey de Escocia, que vestía medias calzas y una falda roja que le cubría hasta las rodillas. Tras ellos marchaba el obispo de Cappacio junto al obispo de Astorga, seguido a su vez de los enviados del rey y la reina de España. El conde de Venafro desfilaba en compañía de un secretario apostólico, quien asistía, además, en calidad de obispo de Cotrone. Emparejados avanzaban también un fornido prelado palatino y el obispo de Badajoz, un llamativo personaje de larga cabellera negra. El escudo de armas del arzobispo de Tarragona, el más grande de todos, lo identificaba como gobernador de Roma, y tras él quedaba oculta la menuda figura de su acompañante, el arzobispo de Sagunto. En su calidad de emisario del rey de Francia desfilaba el abad de Saint Antoine de Vienne. Vestido con una larga y ceñida túnica violeta y calzado con zapatos de tacón alto, el clérigo avanzaba a pequeños brincos, como un caballo de circo, y se las veía moradas para mantenerse de pie sobre el duro empedrado. Él y el arzobispo de Acerenza, que marchaba acompañado de un novicio preocupado por la salvación de su alma, provocaron en el duque de Gravina y los condes de Palonga, de Conza y de Palene, que desfilaban detrás dispuestos en línea de tal modo que sus oscuras y nobles vestiduras de terciopelo llamaban más aún la atención, un interminable ataque de risa de todo punto improcedente en un acontecimiento de esa índole. Tras ellos, el enviado del duque de Milán y el emisario florentino discutían a voz en cuello, de forma que todo el público los oía, sobre quién habría tenido un lugar preferente de haber acudido sus señores en persona al concilio, y, siendo que media milla después no habían logrado ponerse de acuerdo, prefirieron ambos irse a buscar otro lugar en la procesión. También por algún motivo, desconocido en esta ocasión, debían de haberse enfrentado en el recorrido hacia la catedral el arzobispo de Acerenza y Latera y un clérigo presbítero, maestro de ceremonias, ataviado con prendas bordadas en oro, pues al llegar a la Pfeffergasse, delante de los ojos de Afra, el encolerizado obispo le arrancó la majestuosa vestidura al presbítero, dejando al desdichado en sobrepelliz (lo que para un maestro de ceremonias equivalía a la desnudez), y comenzó a darle patadas.

En ese instante, el desfile hacia la catedral se detuvo y Afra aprovechó la oportunidad para abrirse paso entre las primeras filas y atravesar al otro lado. Una vez allí, buscó sin éxito a Ulrich von Ensingen. El maestro de obras había desaparecido.

Confundida, Afra echó a andar hacia su aposento en la Fischmarktgasse. De pronto le había dejado de importar el concilio, el papa y todos los emisarios de Occidente. Por unos instantes había creído que todo daría un giro para bien. Ahora se indignaba pensando cuan ingenua había sido. Lo hecho, hecho estaba. Ninguno de los dos se había portado como debía con el otro. Pero al parecer Ulrich se sentía más ofendido que ella. Sin duda ella lo había tratado injustamente, pero y él, ¿cómo la había tratado él en Estrasburgo?

A Afra le bullían los pensamientos en la cabeza. No le cabía la menor duda de que Ulrich la había reconocido. Pero cuantas más vueltas le daba a la actitud del maestro de obras, más se iba concretando en su cabeza un terrible pensamiento: ¡Ulrich tenía otra mujer!

Tampoco podía censurarlo por ello, se dijo Afra. Su separación no dejó apenas lugar para la esperanza de que algún día fueran a reconciliarse. Aunque, de todos modos, ella imaginó que Ulrich se atrevería a decirle la verdad a la cara. Sin embargo, lejos de eso, había huido, se había traicionado a sí mismo, como Judas, que negó haber conocido jamás a Jesús el Salvador.

Las estridentes voces de los castrati persiguieron a Afra hasta la Fischmarktgasse. Delante de la casa de Pfefferhart aguardaba un hombre de elegante porte con una toga negra que, más que para combatir el frío, lucía como distintivo de su dignidad académica.

A Afra no le dio buena espina y estaba a punto de darse media vuelta cuando el desconocido la abordó y, atropelladamente, le dijo:

—Seguro que vos sois la esposa del legado de Nápoles. Yo soy Johann von Reinstein, estudioso, amigo y servidor del señor Jan Hus, de Bohemia.

Antes de que Afra tuviera ocasión de aclarar el malentendido, Reinstein, cuyo ininterrumpido torrente de palabras sólo podía ser frenado por sus propios pensamientos, prosiguió:

—Me envía el maestre Hus con el cometido de concertar un encuentro con messer Pietro de Tortosa. Jan Hus precisa el apoyo del legado contra el papa de Roma. Sois su esposa, ¿no es así?

—Por todos los santos, no, no lo soy, ¡pero no me habéis concedido la menor oportunidad de aclarároslo! —respondió Afra durante una pausa que hizo el desconocido para tomar aliento.

—Pero sí vivís aquí, en la Casa Alta del maestro Pfefferhart, donde se aloja el legado del rey de Nápoles, ¿no es cierto?

—En efecto lo es, pero messer Pietro de Tortosa y yo no compartimos nada, salvo la ruta de un viaje. Me llamo Gysela Kuchlerin y me encuentro de paso en la ciudad.

Esa información hizo enmudecer al erudito por unos instantes durante los cuales examinó a Afra con mirada escrutadora, aunque no de modo que ella se sintiera importunada.

En realidad ya se habían dicho todo cuanto la situación exigía, pero en ese momento una idea cruzó la mente de Afra como una flecha. Una idea que cambiaría el rumbo de los acontecimientos.

—¿Decís que sois amigo del maestre Hus? —preguntó Afra con cautela.

—Así me llama él, en efecto.

Afra se mordió el labio inferior.

—Lo he oído hablar. Sus palabras me han llegado al alma. Es un hombre muy valiente. Hace falta mucho arrojo para criticar al papa y al clero de todo Occidente. Otros han sido condenados por herejía acusados de cosas más nimias.

—¡Pero Hus tiene razón! La Santa Madre Iglesia va de mal en peor, Hus ha declarado en más de una ocasión que él estaría dispuesto a aceptar el castigo que fuere si se demostrara que es un hereje. Hasta ahora nadie lo ha logrado. No tenéis, por tanto, por qué preocuparos, bella dama. Aunque vuestra actitud revele que tenéis un gran corazón.

—Hus es un hombre astuto y versado en las doctrinas de la Iglesia —afirmó Afra en tono ceremonioso. Y acto seguido, agregó—: Yo me hallo en posesión de un pergamino que parece ser de gran trascendencia para el papa y la Iglesia. Desde luego, son muchas las personas que han intentado hacerse con el documento. El problema es que su contenido continúa siendo todavía hoy un misterio para mí. Sí sé, sin embargo, que dos de las palabras contenidas en él inquietan a determinadas personas.

—¿Y esas palabras son…?

Constitutum Constantini.

Johann von Reinstein, que hasta ese momento había escuchado las palabras de Afra con una actitud un tanto distante, de repente se mostró ávidamente interesado:

—¿Habéis dicho Constitutum Constantini?

—Eso he dicho.

—Disculpad que os lo pregunte de modo tan directo —dijo Reinstein volviendo a su atropellada locuacidad—, pero ¿cómo ha ido a parar ese documento a vuestras manos? ¿Lleváis ese pergamino con vos? ¿Estaríais dispuesta a mostrárnoslo?

—Me estáis preguntando tres cosas a la vez —se rió Afra—. Mi padre me dejó en herencia el documento y me advirtió que podía valer una auténtica fortuna. Y precisamente por esa razón, no lo llevo encima, pero se encuentra a buen recaudo en la ciudad. Y en lo que a vuestra tercera pregunta se refiere, sería para mí un honor mostrárselo al maestre Hus. Supongo que puedo confiar en vos.

El erudito bohemio alzó ambas manos y repuso:

—¡Por san Wenceslao que me cortaría la lengua antes de dejar que saliera de mi boca una sola palabra sobre este asunto! Si os parece bien, mañana, después del toque de ángelus, podríais hacerle una visita al maestre Hus. Nos alojamos en casa de la viuda Fida Pfister, en la Paulgasse.

—Sí, lo sé —respondió Afra—, toda la ciudad habla de ello. Según dicen, sus partidarios han rodeado la casa y no se han marchado hasta que el maestre Hus se ha asomado a la ventana.

Reinstein resopló como diciendo «¡Qué le vamos a hacer!», pero finalmente dijo:

—Es asombrosa la rapidez con la que se han divulgado sus doctrinas por Alemania. Sería preferible que no entrarais a casa de la viuda Pfister por la puerta principal. La casa tiene una puerta trasera por la Gewürzgasse. Por allí podréis entrar en la casa sin llamar la atención. Y en cuanto al legado napolitano, preguntadle si estaría dispuesto a recibir al maestre Hus.

Afra prometió hacerlo, aunque ya estaba enfrascada en sus pensamientos. Era cierto que jamás había cruzado una palabra con Jan Hus, pero durante el discurso que había pronunciado en la plaza del mercado le había inspirado confianza.

Cuando el estudioso se hubo alejado de la casa, Afra se dirigió a la casa de cambio de Pileo de la Brückengasse para recoger el pergamino y, como de costumbre, se lo escondió en el corsé. Antes de salir del despacho de Pileo miró en todas direcciones para comprobar que nadie la espiaba. Luego emprendió el camino de regreso a la Fischmarktgasse.

Había recorrido ya más o menos la mitad del camino cuando comenzó a llover. Un viento gélido había arrastrado consigo unos negros nubarrones y Afra buscó cobijo bajo la cornisa de una casa donde se habían guarecido también otras personas. Del bajo tejado caían grandes goterones. Afra estaba helada.

Debía de inspirar una inmensa lástima verla temblar, porque, de súbito, Afra notó que unas manos como caídas del cielo se posaban sobre sus hombros y la protegían del frío y la humedad con un mantón.

—Estáis temblando como un polluelo —oyó que decía una amable voz. Afra se volvió.

—¡Y quién no, con este frío! —Se quedó pensando, y agregó—: ¿No sois el tragafuegos que hace malabares?

—¿Y vos no sois la doncella que ha salido corriendo en el momento más emocionante del número?

—¿Os habéis dado cuenta?

—Los artistas somos personas sensibles, para que lo sepáis. Y nada ofende tanto a un malabarista como que el público se marche antes de acabar la representación.

—¡Disculpadme, no pretendía ofenderos!

El tragafuegos se encogió de hombros.

—No os preocupéis.

—¿Puedo recompensaros de algún modo? —preguntó Afra sonriendo.

—¿Qué me ofrecéis? —El muchacho se acercó a ella y le ajustó la capa al cuello.

«Qué hermoso es —se dijo Afra—, y qué joven». Y volvió a apoderarse de ella el mismo sentimiento de calidez que sintió al verlo por primera vez.

—No lo sé —respondió con la timidez de una chiquilla.

Era curioso, se dijo para sus adentros, desde que era una niña había perdido por completo la vergüenza, el recato y la reserva. Y de pronto ahora, después de todo lo que había vivido, le sobrevenía ese brote de timidez, y además delante de un muchacho.

En ese instante, Afra cobró consciencia de que le temblaba todo el cuerpo, aunque no sabía decir si era por el frío o por la cercanía del joven. En cualquier caso, se sintió agradecida cuando, en un gesto espontáneo, el tragafuegos la estrechó contra sí para darle calor.

—Me llaman Jakob el Ardiente —señaló el muchacho guiñándole un ojo a Afra.

—Afra —respondió ella, que no vio ningún motivo por el que ocultarle su verdadero nombre al bello mancebo—. ¡Ya veo que os gusta jugar con fuego! —añadió Afra con doble sentido.

Dio la sensación de que Jakob quiso hacerse el despistado ante la insinuación de Afra al responder:

—No, el fuego es un elemento como el aire, el agua y la tierra, y como tal, no hay razón para temerlo. Sólo es preciso aprender a manejar cada elemento. Tomad el agua como ejemplo. El agua puede ser muy peligrosa, sin duda, uno puede ahogarse dentro de ella. Pero por otro lado es esencial para la vida. Exactamente lo mismo sucede con el fuego. Muchos ven en el fuego un peligro. Pero el fuego es tan esencial para la vida como el agua. Sobre todo, en un día como hoy. ¡Venid!

La lluvia había amainado y Jakob arrastró a Afra consigo en dirección a la casa del cabildo.

—Allí está mi carromato, y dentro hay un hornillo encendido. El calor os sentará bien.

Afra estaba asombrada, asombrada de la naturalidad con la que se comportaba el muchacho, y de la naturalidad con la que ella lo siguió.

Las Casas de los Canónigos eran un conglomerado de abigarrados edificios. En una esquina de la iglesia de Sankt Johann se habían instalado los malabaristas después de que el día anterior los echaran de donde estaban. Los bufones y titiriteros ambulantes estaban acostumbrados a ese trato. El pueblo los quería porque rompían la triste monotonía de su vida cotidiana, pero las autoridades los trataban con desconfianza y desprecio.

—Aquí vivo yo, libre como un pájaro —señaló Jakob, que extendió el brazo para invitarla a entrar.

Delante del muro exterior de un edificio sin ventanas se hallaban tres carromatos pintados de colores y un carro con una jaula en la que un oso inquieto se arrastraba de un lado a otro. Los carromatos tenían sólo dos ruedas altas y dos lanzas mediante las cuales un hombre podía manejarlos y llevarlos de un sitio a otro.

En uno de los carromatos se podía leer: «Jakob el Ardiente». El vehículo contaba con un ventanuco lateral y una estrecha portezuela en la parte trasera, a la que se accedía por una escalera abatible. En la parte delantera había un tubo vertical del que brotaba humo negro.

—No es demasiado lujoso, pero es acogedor, calentito y está resguardado de la lluvia —señaló Jakob.

Afra se quedó admirada al ver la cantidad de muebles que cabían en un espacio tan diminuto: un horno, un catre, una mesa, una silla, un perchero y un arca junto a la ventana, todo cuanto necesitaba un malabarista. Ella jamás había visto un carromato de feria por dentro. Se quitó la capa que Jakob le había prestado y sintió el agradable calorcillo del estrecho barracón. Allí se sintió tan protegida y segura como nunca antes en mucho tiempo.

—¿En qué estáis pensando? —preguntó Jakob después de haber observado a Afra en silencio durante un rato.

Afra se echó a reír.

—Si os lo digo, me tomaréis por loca.

—¿Por qué? Me estáis intrigando.

—Estaba pensando que sería maravilloso poder recorrer tierras y países en un carromato, detenerse donde a uno le apeteciera y, en definitiva, olvidarse de Dios y del mundo.

El tragafuegos miró a Afra a los ojos con perplejidad. Titubeante, respondió:

—¿Y qué os impide hacerlo? ¿Os espera algún hombre con el que estáis prometida o tenéis alguna otra clase de obligaciones? Afra apretó los labios y meneó la cabeza.

—En ese caso, ¿a qué esperáis? Con mi número se pueden alimentar dos bocas. No me gano mal la vida, aunque mi carromato pueda hacer pensar lo contrario. En tiempos malos como los que corren, la gente necesita más distracciones que en épocas de prosperidad. Pero no podemos quedarnos aquí más de una semana porque, pasado ese tiempo, nos echarán de la ciudad. Así es la vida de los juglares. De forma que todavía disponéis de cinco días para pensarlo.

Afra se sonrió con cara picarona. Más tarde ni ella misma sabría decir qué la llevó a hacer lo que hizo. Ciertamente, sus ropas estaban empapadas, pero ¿justificaba eso que se hubiera desnudado delante del muchacho? ¿No se había dejado llevar en realidad por la excitación, por la fantasía de seducir a un joven mancebo que tal vez no había conocido mujer?

Con total naturalidad Afra se despojó de su vestido y lo puso a secar sobre el respaldo de la silla. Luego se acercó a Jakob, que en ese instante estaba encogido en el borde del catre y miraba boquiabierto el ombligo de Afra. Al fin se atrevió a alzar la vista, y le preguntó a Afra:

—¿Qué es ese anillo que lleváis colgado al cuello?

Afra envolvió la sortija con la mano y la apretó contra su pecho.

—Un amuleto. Fue un regalo. —Afra hundió sus dedos con avidez en la abundante cabellera del muchacho y lo estrechó contra su cuerpo. Jakob no se atrevió a moverse. Alargó los brazos y rodeó los muslos de Afra. Así, aferrados a sus más profundos sentimientos, permanecieron largo rato.

—¿Cuántos años tienes? —preguntó Afra al fin.

—Ya lo sé —respondió Jakob con la voz quebrada, casi llorosa—, soy demasiado joven para una mujer como vos. Es eso lo que queréis decir, ¿no es cierto?

—Nada de eso. Nunca se es demasiado joven ni demasiado viejo para el amor.

—Entonces ¿por qué me preguntáis la edad?

—Por saber. —Afra notó la lengua de Jakob recorriendo su vientre. Una sensación indescriptible, y hasta ese día desconocida para ella—. Sólo por saber —repitió esforzándose por disimular su excitación—. O bien pareces más joven de lo que en realidad eres, o bien el destino te ha deparado una situación que no corresponde a un muchacho de tu edad.

Jakob levantó la cabeza.

—Me da la sensación de que tenéis un sexto sentido. Pero puede que ambas cosas sean ciertas. Mi padre era funambulista, al igual que mi madre. Su fama se extendía más allá de las fronteras de estas tierras. Para ellos no había torres demasiado altas ni ríos demasiado anchos que entre los dos no pudieran superar caminando sobre la cuerda floja. Lo que visto desde fuera parecía tan natural, en el fondo no era más que el dominio del miedo. Ambos tenían miedo a la cuerda floja. Pero era el único oficio que les daba para comer. Hasta que un día sucedió. Un nudo de la cuerda que estaba fijada a media altura de la catedral de Ulm se soltó y mi padre y mi madre se precipitaron al vacío.

—Qué espanto. —Afra vio los ojos lacrimosos del muchacho. Desnuda como estaba, se sentó a horcajadas sobre las rodillas del mancebo y le besó la frente. Jakob se arrimó a su pecho con la ternura de un niño—. Y de la noche a la mañana te viste obligado a salir adelante tú solo…

—Mi padre me había prohibido desde muy pequeño hacer equilibrios sobre la cuerda, pero a cambio me enseñó a hacer acrobacias con fuego. Un error con el fuego, solía decir, se puede remediar, un error en la cuerda floja siempre es el último. Cuánta razón tenía.

Afra acarició con dulzura el cabello del joven. Su tristeza la había conmovido. Sin embargo, no se decidió a entregarse a su ardiente deseo. Y en lugar de susurrar bellas palabras de amor al oído del joven mancebo, en lugar de hacerse dueña de su hombría, poseerlo y someterlo, dijo:

—Debías de querer mucho a tus padres.

Antes de acabar de pronunciar la frase se dio cuenta de la torpeza que acababa de cometer. No había duda de que el muchacho esperaba que ella, la adulta, la experimentada, diera el primer paso, lo acosara, lo iniciara —si acaso era necesario— en el amor. Pero no pudo ser y lo que aconteció fue distinto, muy distinto.

—Sí, los quería mucho —respondió el muchacho—, aunque no eran mis verdaderos padres.

—¿Cómo que no eran tus verdaderos padres? ¿Qué quieres decir?

—Yo soy lo que la gente llama un expósito, fui abandonado en un bosque en medio de unas setas apestosas. Mi padre decía que eran armillarias, del color de la miel. Por eso ellos no me llamaban Jakob, como fui bautizado, sino Miel.

—Setas color miel… —repitió Afra sin voz. Y súbitamente el olor acre de los hongos penetró en su nariz. De pronto, sin saber cómo, lo percibió con total nitidez. Había necesitado años para borrar de su memoria las emanaciones de aquellas setas color miel. Al principio, cada vez que ese olor la asaltaba, despertaba en ella los más terribles recuerdos. Y entonces corría a aspirar el suave aroma de unas flores o metía la nariz en una pestilente boñiga de caballo, olía lo que fuera con tal de ahuyentar de su mente esas torturadoras remembranzas. Y así hasta que un día, al cabo de muchos años, logró desterrarlo de su memoria por completo.

En esos instantes, sin embargo, el olor a las armillarias había despertado de nuevo y, con él, los recuerdos. Sentía el musgo húmedo bajo sus pies descalzos, veía ante sus ojos la rama del abeto rojo que le había servido como potro y la mancha de sangre sobre el suelo del bosque. Un dolor tan intenso como el de entonces recorrió su cuerpo. Deseaba gritar, pero calló, todavía sin la certeza de que realmente el pasado la hubiera atrapado de forma tan cruel.

—No tienes por qué ponerte triste —susurró Miel, al que no se ocultó el abatimiento de Afra—. Las cosas no me han ido mal en la vida. Quién sabe la suerte que habría corrido con mis verdaderos padres.

El muchacho, sonriente, alzó la vista hacia Afra, y le acarició suavemente los pechos.

Unos momentos antes Afra se habría derretido con las tiernas caricias del mancebo. Sin embargo ahora, confundida por la historia de Miel, un escalofrío le recorrió la espalda. Deseaba apartar al muchacho, darle una bofetada por atreverse a tocarla. Pero nada de eso sucedió.

Dominada por el remolino de pensamientos e incapaz de reaccionar, Afra soportó los galanteos del muchacho inmóvil como una estatua de piedra.

Luego, con un brusco movimiento, levantó la mano izquierda del joven y la agarró con fuerza. Contó. Contó cinco dedos en la mano izquierda del muchacho y sus terribles sospechas comenzaron a disiparse.

Iba a echarse a reír, aliviada, cuando Miel dijo:

—Espero que no te incomode mi cicatriz. He de confesarte que vine al mundo con seis dedos en la mano izquierda. Y como la creencia popular lo considera un símbolo de mala suerte y yo estaba harto de que todo el mundo se burlara de mi rareza, recurrí a un curandero que remedió mi mal con un hacha. Cerca estuve de desangrarme; pero como ves, sobreviví a la operación. Desde entonces llevo siempre conmigo mi sexto dedo como talismán. ¿Quieres verlo?

Afra se levantó de un respingo, como si la hubiera alcanzado una flecha. Su rostro estaba tan pálido como la cera de un cirio de Pascua. Apresuradamente cogió su vestido a medio secar y se lo puso.

El muchacho la siguió con la mirada, todavía sentado en el borde del camastro. Finalmente, dijo con tristeza:

—¿Es que ahora te doy asco? ¿A qué vienen tantas prisas?

Afra no oyó sus preguntas. Notaba un nudo en la garganta y tragó saliva. Luego se acercó al joven y le dijo:

—Tenemos que olvidar este encuentro cuanto antes. ¿Me lo prometes? ¡No debemos volver a vernos jamás! ¿Me oyes? ¡Jamás!

Afra posó las manos a ambos lados de la cabeza de Miel. Luego le dio un beso en la frente y salió corriendo del carromato.

Con los ojos llenos de lágrimas atravesó la plaza de las Casas de los Canónigos. Y entonces oyó tras de sí la voz de Miel.

—¡Afra, has olvidado algo!

Ella se asustó al oír su nombre resonando en la plaza. Se volvió.

Miel agitaba algo sobre su cabeza: ¡el pergamino!

Por un instante, Afra vaciló, no quería regresar de nuevo a buscarlo. No quería saber nada más del pergamino ni de su pasado.

Ella todavía seguía pensando cuando Miel la alcanzó y le entregó el pergamino en la mano.

—¿Por qué? —le preguntó desconcertado, y miró fijamente a Afra como si la respuesta se hallara en sus empañados ojos.

Afra meneó la cabeza.

—¿Por qué? —la apremió de nuevo.

—Créeme, es mejor así. —Deslizó el pergamino bajo su corsé y se quitó el anillo. Con un apresurado movimiento colgó el cordel de cuero con el anillo del cuello de Jakob.

—Te traerá suerte —susurró entre lágrimas—. Y así te acordarás siempre de mí. Ten por seguro que yo jamás te olvidaré.

Miró a su hijo una última vez. Luego dio media vuelta y echó a correr hacia la Fischmarktgasse como un cervatillo asustado. El corazón le latía a toda velocidad. Ni siquiera veía a las gentes, que se volvían a mirarla meneando la cabeza y buscaban en vano a su perseguidor. Ofuscada por la perturbación, se iba llevando por delante a completos desconocidos. Afra corría por correr, sin saber por qué; se avergonzaba de sí misma, de sí misma y de su pasado.

¿Tenía que haberle confesado a Miel quién era ella en realidad? Una voz en su interior le decía que no. Miel tenía una vida feliz. ¿Por qué iba a obligarlo a cargar con el peso del pasado? Si ella se guardaba el secreto para sí, el muchacho jamás descubriría quiénes eran sus padres. ¿Acaso no era mejor así?