10

Tras los muros de Montecassino

El primer día, miles y miles de mosquitos acribillaron a Afra y al rocín. El aire era húmedo y pegajoso. Un intenso hedor a moho y a podredumbre lo invadía todo. Al caer la tarde, llegó a Capua, una pequeña ciudad amurallada a orillas de un meandro del Volturno, conocida únicamente por la relajación de sus costumbres y cuya época de esplendor quedaba muy atrás.

En una posada, frecuentada principalmente por comerciantes y gentes ambulantes, Afra encontró un modesto aposento donde pernoctar. Antes, sin embargo, precisó del arte de la retórica y de una considerable propina para quitarle de la cabeza al posadero, un vetusto griego, como muchos de los que regentaban las posadas entre Nápoles y Roma, la idea de que una mujer que viajaba sola sólo podía ser una putana o, como se decía en el norte de los Alpes, una prostituta. Esa experiencia no contribuyó precisamente a darle esperanzas para el resto del viaje.

Durante el largo trayecto hacia el norte, Afra pensó que disfrazarse de hombre le allanaría el camino. Ya en el galeón, rumbo a Nápoles, había acariciado esa idea. Todavía conservaba en su equipaje el atuendo que le había prestado el capitán cuando los piratas sembraron el pánico en el Ambrosia. Naturalmente, no eran pocas las dificultades que entrañaba meterse en la piel de un hombre por unos días, semanas, meses, o Dios diría durante cuánto tiempo. Porque no sólo se trataba de adoptar la apariencia de un hombre, sino también su comportamiento. Sin embargo, se dijo, quizá no le quedaba otro remedio que hacerlo si quería llegar al monasterio de Montecassino.

En una aldea situada al pie del monte Petrella, donde arrancaba el camino que conducía a Montecassino, Afra se hizo cortar el cabello al estilo paje por un barbero del lugar. El barbero hablaba una lengua incomprensible para Afra. De modo que así se evitó tener que dar explicaciones.

El pedregoso camino que ascendía por la montaña era pesado y fatigoso, y le costó a Afra recorrerlo un día más de lo previsto. Con el fin de procurar algo de reposo al caballo y poner a prueba su nueva facha, hizo un último alto en el camino, en San Giorgio, un pueblo a orillas del Liri, para pasar la noche. El Liri, un romántico río cuyo caprichoso cauce viraba y reviraba varias veces antes de confluir con el Garigliano, apenas llevaba agua en esa época del año. Los días eran cada vez más cortos. En las posadas, durante la primavera y el verano, cuando afluían los peregrinos al sepulcro de san Benito, sólo se encontraba cama si acompañaba la suerte, pero ahora se hallaban en su mayoría vacías.

Al posadero de la única fonda y taberna del lugar se le iluminó el semblante al ver entrar al inesperado huésped y trató a Afra, disfrazada de hombre, de «señor». Mientras los mozos se ocupaban del carro, el caballo y el equipaje, Afra ensayó los ademanes masculinos, escupió y tosió hasta desgarrarse los pulmones, tal como podía esperarse que hiciera un curtido carretero tras un fatigoso día de viaje.

Cuando a la mañana siguiente partió hacia Montecassino, lo hizo con la certeza de que probablemente nadie dudaría de su condición de hombre. Hacia el mediodía, llegó a Cassino, la aldea en ruinas que daba nombre al monasterio erigido sobre la montaña adyacente.

Como una fortaleza inexpugnable que hubiera sobrevivido a varias guerras, el monasterio madre del monacato occidental se alzaba sobre la escarpada loma del valle. Cuatro plantas e infinidad de ventanucos en todas las fachadas, que parecían troneras, daban testimonio de las dimensiones del complejo monástico y de la cifra de residentes. Nadie sabía con exactitud cuántos monjes, pero sobre todo cuántos eruditos, teólogos, historiadores, matemáticos y bibliotecarios albergaban los deteriorados muros de Montecassino. Circulaba el rumor de que existían luchas entre los propios monjes. Sesenta y cinco años atrás, un terremoto había dejado parte del monasterio reducido a escombros. Siglos antes, el monasterio había sido atacado por los longobardos, los sarracenos y el emperador Federico II. Este último expulsó a los monjes y estableció allí una guarnición.

Al pie de la montaña, desde donde partía una senda en la que apenas había espacio para que pasara un carro en dirección contraria, un monje se dirigió a Afra.

—¡A la paz de Dios, doncel! ¿Adonde os dirigís?

—Al monasterio de San Benito —respondió ella—. ¿Lleváis vos el mismo camino?

El joven del hábito negro asintió.

—Si permitís que monte con vos, os indicaré el camino con sumo placer.

—¡Subíos, pues!

El monje se arremangó el hábito y trepó al pescante del carro.

—Con el debido respeto, doncel, si deseáis llegar a vuestro destino antes de que caiga la noche, deberíais apresuraros.

Afra se colocó la mano sobre las cejas y levantó la vista hacia la cresta de la montaña.

—No os llevéis a engaño —apuntó el benedictino—, el camino es empinado y sinuoso. Hasta un buen caballo como el vuestro precisa unas tres horas, y eso si se recorre de un tirón.

—¿Y hay allí una posada donde yo pueda pasar la noche con mi caballo?

—No temáis, doncel, delante de nuestro monasterio hay una hospedería para los peregrinos y los estudiosos que pasan aquí cortas temporadas. ¿Qué os trae al monte de San Benito?

—¡Los libros, hermano, los libros!

—Así pues deduzco que sois bibliotecario.

—Algo parecido. —Afra intentó mantenerse distante—. ¿Y vos? ¿Qué oficio desempeñáis tras los muros de Montecassino?

—Soy alquimista.

—¿Alquimista? ¿Un monje benedictino alquimista?

—¿Qué hay de extraordinario en ello, doncel?

Afra sonrió con sorna.

—Según tengo entendido, la alquimia no se cuenta entre los saberes que gozan de la bendición de la Iglesia.

A lo que el monje, levantando el dedo índice con un gesto de discrepancia, respondió:

—Escuchad, doncel, lo que ocurre es que el monasterio de Montecassino goza de exención. Eso significa que nosotros no estamos sometidos a la autoridad de nadie, a excepción de la del papa de Roma. Por lo demás, la alquimia es una ciencia como muchas otras. Lo reprochable nunca es el saber, sino el fin que se persigue con él. Y el origen de la mala reputación que rodea a nuestro gremio no reside en la alquimia, sino en los alquimistas. La mayoría se aprovecha de las recetas y las fórmulas secretas que no son sino el resultado de la aritmética y las ciencias de la naturaleza. Y eso poco o nada tiene que ver con la brujería.

—¡He de deciros que sois uno de los pocos de vuestro gremio que defienden esa opinión!

—Lo sé. Montecassino se ha caracterizado siempre por la heterodoxia de sus monjes. Tendréis ocasión de comprobarlo con vuestros propios ojos. En lo que a mí respecta, yo observo estrictamente la regla de San Benito, al contrario que algunos en este monasterio. Rezo con mis hermanos en el Señor las horas canónicas, y conozco de memoria extensos pasajes del Nuevo Testamento. Pero si me preguntáis, como alquimista, si los milagros que describen los Evangelistas en la Biblia son en efecto tales milagros, la respuesta que saldrá de mis labios os sorprenderá: cuando el Señor bajó a la Tierra, se sirvió de las ciencias naturales y la alquimia.

—¡Por María Santísima! ¿Vos sostenéis que Jesús era alquimista?

—No he dicho semejante desatino. El hecho de que Dios Nuestro Señor hiciera uso de la alquimia no significa que ejerciera el oficio de alquimista. Es sólo una muestra de su sabiduría y su inteligencia. Y que recurriera a ambas virtudes no le resta santidad, sino al contrario.

Afra miró de reojo al monje alquimista. El hombre de la rasurada y bien definida tonsura no era mucho mayor que ella. Tenía, como todos los monjes, la tez rosada, pero su mirada era despierta y astuta. A diferencia de Rubaldo, con quien Afra trató en Ulm, que gustaba de darse un aire críptico envolviendo sus palabras en un halo de misterio, el benedictino mostraba una actitud transparente y comunicativa, alejada en todo momento de la de magos y brujos.

El camino se tornaba cada vez más pedregoso y escarpado, y discurría entre la espesura impenetrable de ambas márgenes. Robles, encinas y cipreses se disputaban los mejores lugares del terreno. Tan apiñados se hallaban algunos de ellos que tapaban la vista del valle. En un recodo del sendero Afra detuvo el carro para darle una pequeña tregua al caballo.

—¿Queda mucho todavía? —le preguntó al monje.

—Os lo advertí. El camino es más largo de lo que parece. Todavía no hemos recorrido ni la mitad.

—¿Por qué diantres vuestro monasterio está justo en la loma más alta de todas cuantas se ven por aquí? ¡Mi caballo acabará con los huesos molidos! —Como un carretero curtido en su oficio, Afra golpeó la grupa del animal con la palma de la mano.

—Yo os diré por qué —respondió el monje alquimista—. San Benito eligió ese tranquilo lugar para escapar del ruido de este mundo.

Afra asintió y paseó su mirada por el valle. El monje llevaba razón. Ningún ruido alteraba la paz. Sólo, de cuando en cuando, se oían los graznidos de algún cuervo que surcaba el cielo en solitario.

—Probablemente sea descendiente de alguno de los tres cuervos a los que san Benito alimentó de su propia mano —observó el monje mientras Afra arreaba al caballo para que reemprendiera la marcha. Y al percatarse de la incrédula mirada de su acompañante, agregó—: Me da la impresión de que no conocéis la historia de san Benito.

—Aun a riesgo de pareceros un pobre ignorante, os seré sincero: no. ¿Qué es eso de los tres cuervos?

—Hacia finales de la quinta centuria después de la Encarnación de Nuestro Señor —comenzó a relatar el monje—, vivía no muy lejos de aquí Benito de Nursia, un hombre que cambió el entorno bullicioso de los hombres por la soledad de una cueva. Allí, un cuervo era toda su compañía. La soledad que él mismo había elegido no era fácil de soportar. Y cuando lo tentaban desenfrenadas fantasías con mujeres licenciosas, se revolcaba entre zarzas y cardos. Finalmente, Benito de Nursia tomó la decisión de fundar algunos monasterios, hasta alcanzar el número de doce. Decidió consagrarse en ellos a una vida no sólo contemplativa, sino también activa. Y así sucedió. Pero en una aldea cercana, vivía un sacerdote que llevaba Florencio por nombre. Existía la creencia de que su cuerpo lo habitaba el diablo. Y lo que aconteció a continuación atestigua que tal suposición era cierta: Florencio entregó a Benito un mendrugo de pan envenenado. Benito, al que le fueron reveladas de forma milagrosa las intenciones del sacerdote, le dijo a su cuervo, que jamás se separaba del ermitaño: «Pruébalo tú y dime si puede comerse». Al ver que el pájaro se negaba a hacerlo, le ordenó entonces Benito: «Llévatelo a una montaña muy alta, donde jamás pueda hallarlo nadie, para que no cause mal alguno». El cuervo obedeció la orden. Cuando el sacerdote poseído por el diablo intentó inducir al pecado a Benito y sus hermanos enviándoles al jardín del monasterio a siete impúdicas muchachas que les mostraron sus encantos, Benito y sus discípulos partieron con la intención de fundar un nuevo monasterio en otra parte. En su camino los acompañó el cuervo, al que después se unieron dos más. Y al ver que los tres se posaban en la cima de Montecassino, Benito decidió fundar en ese lugar su nuevo monasterio.

Durante un rato Afra se quedó callada, meditabunda. Después, le preguntó al monje:

—¿Y vos os creéis esa historia?

El monje ladeó la cabeza, indeciso.

—Si la historia no es cierta, cuando menos, está bien concebida. Además, ¿a quién puede perjudicar?

—A nadie. En eso lleváis razón. Pero san Benito, al que tantas personas acuden a ver en peregrinación, ¿está en verdad sepultado en la basílica de vuestro monasterio?

—Eso sí que no es leyenda —respondió el monje alquimista—. San Benito y su hermana, santa Escolástica, hallaron el descanso eterno en la montaña del monasterio. Se dice que san Benito predijo incluso el día exacto de su muerte. Todavía hay cosas que hacen enmudecer hasta a un monje alquimista como yo. Por cierto, soy el hermano Johannes.

Afra permaneció en silencio mientras ambos soportaban las sacudidas provocadas por el traqueteo del carro. Finalmente, porque ese nombre le resultaba familiar, respondió:

—Elías, yo me llamo Elías.

El monje clavó la mirada en el horizonte con gesto pensativo. Luego, con el semblante serio, observó:

—De hecho podría considerarse que sois la reencarnación del profeta Elías, que subió al cielo en un carro de fuego. Así se narra en el Libro de los Reyes.

—¿Yo? —exclamó Afra estupefacta, que, sin querer, tiró con fuerza de las riendas.

El caballo, que hasta ese momento había avanzado estoicamente al paso, echó a trotar monte arriba. Afra y el hermano Johannes pasaron apuros para no caerse del asiento. Resultaba del todo imposible refrenar al corcel. Resoplando, el animal corrió al trote hasta llegar a un campo abierto situado al pie de las construcciones del monasterio, donde se detuvo por su santa voluntad y se sacudió, como si quisiera despojarse de los arreos.

El hermano Johannes se apeó del carro blanco como una sábana, incapaz de articular palabra. También Afra dio gracias por haber llegado indemne a su destino.

Tirando de las riendas, Afra condujo al caballo a un edificio de una sola planta adosado a la fachada occidental del monasterio.

La hospedería contaba con camas para más de cien peregrinos, un comedor común, cuadras para los caballos y un cobertizo para los carros. En esa época del año, sin embargo, estaba desierto. En los establos, dos bueyes y unas cuantas mulas aguardaban su comida. Un carruaje y algún que otro carro destartalado eran los únicos ocupantes del cobertizo. Por lo demás, allí no había ni un alma.

—¿Cuánto tiempo deseáis quedaros, doncel? —preguntó el hermano Johannes, ofreciéndose a ayudar a Afra a alojarse.

—Ya se verá —respondió Afra—. Dependerá del ritmo al que avance mi trabajo.

—Si lo deseáis —sugirió el monje alquimista con cierta timidez—, puedo llevaros ante el hermano Atanasio, el padre que se ocupa de la hospedería. Él cuidará de vos y se encargará de que a vuestro caballo no le falte de nada.

Afra aceptó agradecida. Y mientras caminaban hacia la hospedería, levantó la vista. De cerca, el monasterio de San Benito parecía más impresionante, más inexpugnable y más hosco todavía de lo que uno imaginaba al divisarlo desde el valle. Y de cerca, además, se apreciaba el deterioro de los muros y los huecos abiertos de los ventanucos, a través de los que silbaba el viento. En algunas partes el monasterio se hallaba en ruinas. Estaba anocheciendo; la luz declinante del sol y aquel silencio como de otro mundo daban al conjunto un aire inquietante.

«¿Y aquí viven monjes según la regla de la Orden de San Benito?», estaba tentada de preguntar Afra. Pero el hermano Johannes, adivinando los pensamientos que cruzaron por la mente de Afra al contemplar la fortaleza en ruinas, se le adelantó:

—No voy a engañaros, sobre el monasterio de Montecassino se ciernen oscuras sombras. Y lo que digo no es una simple metáfora. No sólo los edificios se están desmoronando, también las personas que los habitan están enfermas y decrépitas. Al menos, la mayoría.

Dio la sensación de que el hermano Johannes se asustó al oír sus propias palabras, porque de pronto se tapó la boca con la mano y enmudeció. Afra también se inquietó.

—¿Cómo debo interpretar vuestras palabras? —preguntó al monje.

—Debería haber mantenido la boca cerrada —respondió haciendo un gesto con la mano—. Pero tarde o temprano acabaréis descubriendo lo que acontece tras los muros de Montecassino. No se le oculta a nadie que pase más de dos días aquí.

Como es natural, las palabras del monje alquimista despertaron curiosidad en Afra. Pero estaba cansada y los siguientes días tendría tiempo de sobra para indagar.

A la entrada de la hospedería se toparon con un monje sombrío. Iba vestido de blanco y lucía un delantal que le llegaba hasta los pies. El hermano Johannes le presentó al doncel, quien deseaba disfrutar de su hospitalidad por unos días.

—Si gustáis —señaló el hermano Johannes volviéndose hacia Afra—, mañana, después de la tercia, vendré a buscaros y os llevaré a conocer al hermano bibliotecario.

A Afra le molestó el ofrecimiento del alquimista. A despecho de ir disfrazada, o más bien gracias a ello, confiaba en que podría arreglárselas sola, sin necesidad de que nadie la ayudara. Pero después de reflexionar unos instantes, decidió aceptar la invitación del hermano Johannes. Tal vez la intención del monje era buena; tal vez ella se había vuelto demasiado desconfiada tras los acontecimientos de las últimas semanas.

Atanasio, el hermano hospedero, era el único benedictino que dormía fuera de los muros del monasterio. Para todos los demás, el inmenso portón de hierro se cerraba después de vísperas y se abría por las mañanas con el toque a prima. Atanasio tenía la cara ancha y redonda como un pan, unos rasgos acentuados además por sus cabellos pelirrojos, que llevaba cortados de un modo similar al de Afra.

Lo que, sin embargo, diferenciaba a los benedictinos de la mayoría de los demás monjes era la alegría. Cuando Afra se dirigió al monje, lo primero que éste le dijo fue:

—Aunque no hay ni una sola mención a la risa ni en el Antiguo ni el Nuevo Testamento, en ninguna parte figura escrito que la risa y la alegría estén prohibidas en la Tierra. Además, no me imagino por qué Dios Nuestro Señor iba a crear la risa para luego prohibirla.

Tras una frugal comida que consistió en unas extrañas setas acompañadas de una pasta de harina en forma de churros de un dedo de grosor, el hermano Atanasio ofreció a Afra una copa de vino tinto de las ardientes faldas del Vesubio, tal como el posadero le hizo saber con un guiño.

Y como sólo había un huésped alojado en la hospedería, el hermano Atanasio se sentó de buena gana junto a Afra y comenzó a charlar con ella. De forma inesperada, aunque sin mala intención, le preguntó a Afra:

—¿De dónde sois, doncel?

Afra no vio ningún motivo por el que ocultarle su procedencia. Bastante había enmarañado ya las cosas con sus mentiras. Por eso, respondió:

—Estrasburgo es la ciudad de donde vengo. Se encuentra al norte de los Alpes.

—Ah —repuso el grueso benedictino con suficiencia.

—¿La conocéis?

—Sólo de oídas. Nunca he viajado más allá de Roma. No, pero hace unos días se hospedó aquí otro doncel de Estrasburgo. Era un comerciante y tenía mucha prisa.

A Afra le costó un esfuerzo ímprobo disimular los nervios. De pronto la voz, que ella falseaba con un tono más grave para que nadie dudara de su masculinidad, le salió inesperadamente aguda:

—¿Recordáis su nombre?

Al vino, al que el hermano Atanasio había dado ya unos cuantos tientos, hubo que agradecer que la voz de Afra no despertara sospechas en el monje. En tono despreocupado, éste respondió:

—No, he olvidado su nombre. Sólo sé que traía alguna mercancía para el convento y que se dirigía a la feria de Messina. Los mercaderes siempre andan apresurados.

—¿No se llamaría, por casualidad, Melbrüge, Gereon Melbrüge? —inquirió Afra mirando a Atanasio con expectación.

Entonces el monje dio un golpe sobre la mesa y acto seguido alzó el dedo índice, como si acabara de dar con el mismísimo teorema de Pitágoras.

—¡Por san Benito, que en paz descanse! ¡Melbrüge, así se llamaba!

—¿Cuándo fue eso? —continuó indagando Afra.

El grueso benedictino torció el gesto mientras trataba de hacer memoria.

—Debió de ser hace una semana escasa, unos cinco o seis días. ¿Habíais acordado reuniros con él?

—No, no —repuso Afra intentando quitarle importancia al asunto, y fingió unos exagerados bostezos—. Ya no me tengo en pie. Con vuestro permiso, creo que por hoy me retiraré a descansar.

—¡Dios os bendiga!

Afra se sintió contenta y aliviada al despojarse de sus ropas. Detestaba con toda su alma tener que comportarse como un hombre, pues al fin y al cabo era una mujer y le gustaba serlo. El hermano Atanasio le había asignado una alcoba para ella sola, y como si por una revelación divina supiera que Afra tenía algo que ocultar, la puerta de la alcoba podía cerrarse con un pestillo desde el interior.

Después de la charla con el padre hospedero, sentía que se encontraba muy cerca del pergamino. Ahora era necesario hacerse con el documento secreto sin levantar sospechas.

Hacía mucho tiempo que Afra no había dormido tan cómoda y profundamente. Con un nombre falso y disfrazada de hombre, podía estar tranquila. Cuando las campanas del monasterio tocaron a prima, ya estaba despierta. A esas horas todavía era de noche y además hacía frío, de modo que volvió a acurrucarse bajo la manta, que olía a rancio, y holgazaneó un rato en la cama.

Afra se imaginaba a sí misma en el futuro, en posesión del pergamino y ya de vuelta en casa, al otro lado de los Alpes. Pero ¿cuál era su hogar? A Estrasburgo no podía regresar. Quién sabía siquiera si Ulrich seguía vivo. En Ulm, corría el riesgo de ser condenada como instigadora del asesinato de la esposa del maestro de obras, o quizá hasta por brujería. No, Afra debía comenzar una nueva vida, en alguna ciudad de algún lugar desconocido que ofreciera un entorno más propicio a su destino. No sabía qué lugar podía ser ése. Tan sólo sabía una cosa: el pergamino la ayudaría a encontrarlo.

Un tremendo escalofrío le recorrió todo el cuerpo al pensar en la cantidad de cosas que podrían haberles sucedido a los libros que Gereon Melbrüge había transportado desde Estrasburgo a Montecassino. Era consciente, porque los había sufrido en sus propias carnes, de los peligros a los que uno estaba expuesto durante un viaje tan largo. Ya no pudo aguantar más en la cama. Se puso en pie y se enfundó las ropas de hombre luego de haberse envuelto el busto con una venda para disimular sus pechos.

Poco después, el hermano Johannes entró en la posada a recoger a Afra. Ya llevaba las laudes y la prima a sus espaldas y parecía de buen humor. En el este, los primeros rayos del sol se abrían paso entre la niebla. Olía a hierba húmeda.

—Puede que haya algunas cosas que os resulten un tanto extrañas —comentó el alquimista de camino al monasterio. Para protegerse del frío, llevaba las manos metidas en las mangas de su hábito.

—¡Eso ya lo dijisteis ayer, hermano Johannes!

—No puedo deciros toda la verdad —añadió el monje—. Y aunque pudiera, no lo entenderíais. Sólo os digo una cosa: No tras todos los hábitos que os encontraréis en el monasterio se oculta un monje. Y tampoco todo el que en apariencia se muestra grato a los ojos de Dios, agrada en verdad a nuestro Dios y Señor.

Las crípticas palabras del alquimista terminaron por irritar a Afra:

—¿Entonces vos no sois en realidad un benedictino?

—¡Por san Benito y su virtuosa hermana, santa Escolástica, claro que lo soy! ¡Tan cierto como que hay Dios!

—En ese caso, confieso que no os entiendo, hermano Johannes.

—Tampoco es preciso que lo hagáis, doncel, no todavía.

—¿No podríais explicaros con mayor claridad?

El monje alquimista sacó la mano de la manga y rogó silencio a Afra llevándose el dedo índice a los labios, pues ya estaban llegando a la entrada del monasterio. Afra se extrañó. La entrada tenía dos puertas. Una conducía hacia la derecha y la otra hacia la izquierda. Pero si bien la puerta de la derecha se encontraba abierta, la de la izquierda se hallaba cerrada. El hermano Johannes indicó a Afra el camino de la derecha.

Tras pasar ante un portero con el pelo cortado al rape que, asomando la cabeza por un ventanuco, los fulminó con la mirada, el hermano Johannes recorrió los soportales de un claustro cuya disposición original ya sólo cabía imaginar. Las columnas y las bóvedas se encontraban en su mayor parte destruidas, y los sillares, para futuros usos, apilados en los rincones.

Al final de la galería, donde los soportales trazaban un ángulo recto hacia la derecha, una angosta portezuela se abría a una sinuosa escalera. Tras las constantes vueltas y revueltas, la escalera los condujo al piso superior y finalmente al siguiente, desde donde podía verse el claustro. Al asomarse, un infranqueable muro llamó la atención de Afra, un muro cuyo trazado de meandros recordaba al río de Anatolia de ese mismo nombre, y el cual dividía el edificio en dos partes.

Antes de que tuviera ocasión de preguntar cuál era el motivo de aquella separación, el hermano Johannes la agarró por el brazo y tiró de ella como si de súbito fuera menester apresurarse. Afra sintió escalofríos. Pero no era la brisa fresca de esa mañana de otoño la que se los provocaba, sino el sobrecogimiento ante las grietas que recorrían por todas partes el ruinoso monasterio, eso era lo que causaba en ella esa extraña inquietud. A diferencia de las grandes catedrales al norte de los Alpes, cuyas agujas alzándose hacia el cielo conquistaban hasta el corazón de los infieles, el desolado monasterio de Montecassino ofrecía un aspecto angustioso y atemorizador.

A paso presuroso y en silencio, llegaron por fin a la puerta de la biblioteca. En el pétreo dintel del oscuro portón, rezaba la inscripción: SAPERE AUDE. Al reparar en la inquisitiva mirada de Afra, el monje aclaró:

—«Atrévete a ser sabio». Una de las frases más sabias del poeta romano Horacio.

Tras golpear tres veces en la puerta, abrió un barbudo y enjuto bibliotecario que escudriñó brevemente a los visitantes antes de sumergirse de nuevo, a toda prisa y sin mediar una sola palabra, en la mohosa atmósfera que envolvía las inmensas librerías.

—El hermano Mauro —le dijo el alquimista a Afra por lo bajo—. Es un tanto peculiar, como todos los que se pasan la vida entre libros.

El monje y Afra se adentraron juntos en busca del hermano bibliotecario que de forma tan apresurada había desaparecido entre los libros.

—¡Hermano Mauro! —exclamó el alquimista en susurros, como temiendo que las librerías pudieran venirse abajo si elevaba la voz—, ¡Hermano Mauro!

Al cabo de unos instantes, unos pasos se acercaron desde el fondo y el bibliotecario emergió del laberinto de libros como una aparición celestial. Al verlo, instintivamente Afra se preguntó por qué todos los bibliotecarios eran viejos y enjutos. Su padre siempre había sostenido lo contrario: los libros mantenían jóvenes a los hombres y les procuraban felicidad, solía decir, y justamente por eso le había enseñado a ella a leer y a escribir.

—Me llamo Elías, y mi padre era bibliotecario del conde de Württemberg —se presentó Afra. Esperaba que el hermano Mauro la tratara con la misma displicencia con que había recibido antes al monje alquimista pero, para su gran asombro, el rostro del hombre se iluminó dejando entrever incluso lo que, con un poco de imaginación, podía considerarse una sonrisa, y dijo con voz ronca:

—¡Recuerdo muy bien al bibliotecario del conde de Württemberg! Un hombre ilustre con una formación de lo más selecta, en el sentido estricto de la palabra.

—En ese momento se interrumpió y lanzó una mirada hostil al hermano Johannes. A primera vista, daba la sensación de que el bibliotecario tenía algo en contra del alquimista. Y, en efecto, así era.

El hermano Johannes se despidió de prisa y corriendo y, al marcharse, le dijo a Afra:

—Si precisarais mi ayuda, podéis encontrarme en mi laboratorio, ¡en el sótano del ala de enfrente!

En cuanto se hubo cerrado el macizo portón de roble tras el alquimista, el bibliotecario exclamó acalorado:

—Sé que mi actitud es contraria al mandamiento de amor al prójimo, pero Johannes no me gusta, no lo soporto. Es retorcido como el rabo del Maligno, y esa ciencia a la que se dedica es la causa de cuanta impiedad habita en la Tierra. ¿Cómo habéis caído en sus manos, doncel… Elías, era ése vuestro nombre?

—En efecto, así me llamo. Y en cuanto al hermano Johannes, me topé por casualidad con él de camino a Montecassino.

A continuación, Afra tuvo la sensación de que el bibliotecario la atravesaba con la mirada. Con los ojos entrecerrados, el monje la escudriñó de los pies a la cabeza de tal modo que, por un momento, Afra creyó que su vestimenta había despertado sospechas en él.

—Elías —repitió el hermano Mauro, pensativo, como si el nombre evocara algo en su memoria—. ¿Y cómo se encuentra vuestro padre? —preguntó de pronto—. Ya no debe de ser un muchacho.

—Mi padre murió hace mucho tiempo. Se mató al caer de un caballo.

—¡Que Dios conceda la paz eterna a su pobre alma! —Y después de reflexionar unos instantes, agregó—: ¿Y ahora vos desempeñáis su labor?

Dado que el hermano Mauro prácticamente había dado por sentada la respuesta a su pregunta, Afra decidió cambiar improvisadamente su estrategia inicial.

—Sí —afirmó—, yo también soy bibliotecario, si bien es cierto que todavía soy joven y carezco de la experiencia que se ha menester para tan trascendente labor. Pero como bien sabéis, vuestro oficio no puede estudiarse como la teología, el arte de la curación o las matemáticas. Sólo la experiencia y los años de convivencia con los libros pueden hacer de un inexperto un experto bibliotecario. Al menos ése era el sentir de mi padre.

—¡Sabias palabras! Y ahora deseáis perfeccionar aquí vuestros conocimientos.

—Así es, hermano bibliotecario. Mi padre hablaba a menudo de vos y alababa vuestro vasto saber. Solía decir que, si había un hombre del que aprender, ése era el hermano Mauro, el bibliotecario de Montecassino.

En ese instante el anciano lanzó una risotada maliciosa. Tan estridente, que el anciano se atragantó en un par de ocasiones. Y cuando al fin se hubo serenado, exclamó con voz ronca:

—¡Fariseo! ¡No sois más que un fariseo, doncel! ¡Queréis regalarme el oído para luego aprovecharos de mí! Nunca jamás dijo vuestro padre tales cosas de mí. Él era un zorro, un zorro bien astuto. Me usurpó por unos miserables ducados una carretada de libros que, según él, poseían escaso valor o se encontraban repetidos dos o tres veces en nuestra biblioteca. Yo le creí y permití que escogiera con arreglo a su criterio. Después del terremoto, en el monasterio cualquier dinerillo era bienvenido. Por aquel entonces no sólo las celdas, sino también la mayor biblioteca de la Cristiandad pasó el verano y el invierno a la intemperie a causa del derrumbamiento del techo. En más de una ocasión tuvimos que quitar la nieve de nuestros centenarios manuscritos. El abad Alexio dio la orden de vender todos los volúmenes que no fueran indispensables para la vida monacal. Alexio, no falto de cierta razón, dijo que a quién iba a servir semejante tesoro del saber universal cuando el moho y la humedad los hubieran corroído y no quedaran más que las tapas. A la sazón, eran tales las circunstancias del destino y tal mi inexperiencia que vuestro padre vio el cielo abierto. No fue hasta años después, estando la biblioteca de nuevo ordenada, cuando al catalogar los libros me di cuenta de que vuestro padre se había llevado los mejores volúmenes de nuestra colección. De ahí que me sorprenda que ese mismo hombre manifestara algún tipo de admiración por mi valía.

—¡Tenéis que creerme, os digo la verdad!

El hermano Mauro levantó ambas manos como diciendo: «Dejadlo. Basta ya de patrañas».

El elevado tono del bibliotecario había atraído la atención de un grupo de monjes que, desperdigados por el intrincado laberinto de libros, atendían sus quehaceres como archiveros, amanuenses, rubricantes y ayudantes. Afra no llegó a entablar con ellos más contacto que el de esas fugaces apariciones en la distancia. Mirara hacia donde mirase, los rostros curiosos se ocultaban a toda prisa tras las estanterías como topos en sus madrigueras.

Finalmente, Afra retomó la conversación:

—Con vuestro permiso, quisiera quedarme unos días para anotar títulos que pudieran interesar a nuestra biblioteca y también para aprender de vuestros métodos de archivo y catalogación. Os ruego, por favor, que no rechacéis esta petición mía. ¡Ni siquiera os percataréis de mi presencia!

Como si hubiera mordido una amarga nuez, el monje compuso una mueca. No resultaba difícil adivinar la respuesta en su rostro.

—¿O acaso sería mejor que dirigiera mi petición a vuestro abad? —agregó Afra.

El hermano Mauro meneó la cabeza con enojo.

—En Montecassino no hay abad. Oficialmente, ya ni siquiera viven monjes benedictinos en este monte santo. Y aunque no sea así, no hay nadie que se haga responsable de nosotros, ni los poderes eclesiásticos ni los temporales. No somos más que unas docenas de monjes que continuamos en la brecha. Una vergüenza para el Occidente cristiano.

Por temor a que el bibliotecario pudiera rechazar su petición, Afra sugirió:

—También podría, para no ocasionaros molestias, quedarme en la biblioteca por las noches…

—¡No, eso ni soñarlo! —la interrumpió el hermano Mauro—. En cuanto dan comienzo las completas, la biblioteca se cierra y ya no se admite el acceso a nadie, y cuando digo nadie, ¡digo nadie!

Afra no supo cómo interpretar la furibunda reacción del bibliotecario, y ya no se atrevió a insistir en su petición.

Mayor fue su asombro aún ante la repentina respuesta del barbudo benedictino, pues éste, con gesto hosco y manifiesta mala gana, anunció:

—Está bien, podéis quedaros, doncel. Por amor a Cristo y a los libros. ¿Os habéis procurado un lugar donde pasar la noche?

—Sí, sí —respondió Afra muy ufana—, el hermano Atanasio ha tenido la bondad de darme un magnífico alojamiento en la hospedería, ¡Os lo agradezco!

Durante el primer día en la biblioteca, Afra se dedicó en apariencia a una tarea poco definida. Para disimular, fue tomando notas de títulos y obras de autores desconocidos para ella, consciente de que estaba siendo observada en todo momento.

Su verdadero interés, sin embargo, se centraba en un único libro gordo y encuadernado en vitela marrón que llevaba por título Compendium theologicae veritatis. Pero cuanto más lo buscaba, más libros encuadernados en vitela marrón aparecían ante sus ojos. A lo cual se sumaba el hecho de que Afra había olvidado el tamaño del libro. Creía recordar que la altura respondía más o menos al largo de su antebrazo. En realidad hasta ese momento ella había pensado que sólo existían libros grandes y pequeños. Y ahora, precisamente ahora, descubría que había una gran variedad de tamaños que recibían nombres tan curiosos como folio, cuarto, octavo y dozavo. Eso no facilitaba en absoluto la búsqueda.

Al final del primer día, Afra estaba desorientada y desanimada. Lo que ella había imaginado como una tarea sencilla de pronto se le aparecía como un imposible. Los anaqueles cubrían las paredes en dos niveles hasta el techo, y para alcanzar el más alto era preciso ayudarse de una escalera. Allí arriba, el viento que se colaba entre las tejas silbaba. El aire era húmedo y frío.

Naturalmente, podría haberle preguntado al hermano Mauro por el Compendium theologicae veritatis, pero le pareció demasiado arriesgado. A Afra le daba la impresión de que el anciano bibliotecario sospechaba que ella buscaba algo concreto, pues sólo así se explicaba el comportamiento receloso de Mauro y el resto de los monjes de la biblioteca.

Como de paso, para no despertar sospechas en el bibliotecario, Afra le preguntó si un comerciante renano llamado Gereon Melbrüge había pasado por allí en los últimos días a descargar una remesa de copias realizadas en el convento dominico de Estrasburgo.

—¿Cómo decís que se llamaba?

—Melbrüge de Estrasburgo.

—Jamás he oído ese nombre. ¿Por qué lo preguntáis, doncel? —Un brillo se encendió en los ojos del monje.

—Ah, por nada —se apresuró a responder Afra—, nuestros caminos se cruzaron en Salzburgo y me dijo que transportaba, entre otros, varios libros destinados al monasterio de Montecassino.

—No —insistió el bibliotecario—, no conozco a ningún Melbrüge, y tampoco mantengo relación alguna con los dominicos de Estrasburgo.

Con esa respuesta, Afra se dio aparentemente por satisfecha y se despidió. En su cabeza, no obstante, se agolpaban cientos de pensamientos.

¿Por qué negaba el hermano Mauro la visita de Gereon Melbrüge? Atanasio, el hermano regordete al que la noche anterior se le fue soltando poco a poco la lengua con el tinto de las faldas del Vesubio, admitió que Melbrüge había hecho un alto allí. Y le constaba, además, que entregó un envío en el monasterio. ¿Qué motivo había entonces para ocultarlo? ¿Acaso ella había cometido algún error tras su partida de Nápoles, un error que había permitido a sus perseguidores dar de nuevo con su pista? ¿Había pecado de ingenua al recibir con los brazos abiertos la repentina amistad con que la agasajaron el legado veneciano y su esposa? ¿Era todo aquello un gran juego amañado? Era difícil de imaginar, a la vista del valioso anillo que donna Lucrezia le había regalado y que ella, desde entonces, llevaba colgado del cuello con un cordel de cuero bajo las ropas.

Casi había anochecido cuando Afra recorrió con sigilo el largo pasillo del piso superior. El hermano Mauro la había dejado marchar sin candil, aunque más que dejarla marchar, en realidad Afra sentía que la había echado a empellones de la biblioteca. No es que el hermano Mauro la hubiera empujado, ni mucho menos, pero hay gestos muy claros con los que una persona puede obligar a otra a abandonar una habitación.

Por la pétrea escalera de caracol que, pese a los precarios arreglos efectuados para devolverla a su estado original, continuaba siendo peligrosa, Afra llegó a los soportales de la planta baja y por fin a la puerta. Pero el portón estaba cerrado y la celda del portero se encontraba vacía.

Había llegado demasiado tarde. Proveniente de la basílica resonaba una letanía de los monjes, que rezaban completas. Cierto es que las letanías se hallan lejos de ser alegres alabanzas a la existencia terrenal, pero allí los monótonos cantos de invocaciones y respuestas resultaban tan sobrecogedores como los lamentos de los condenados en los infiernos.

La sola idea de tener que pasar la noche en el monasterio provocaba terror en Afra. El único que podía ayudarla a salir del apuro era el hermano Johannes. De modo que Afra se dirigió al ala opuesta del edificio y buscó un acceso al sótano. Claro que decirlo era más fácil que hacerlo, pues el complejo monástico que, ya desde el exterior, parecía una fortaleza gigantesca, era mucho más grande desde el interior. La confusión, además, se veía acentuada por las partes demolidas y los trabajos de reconstrucción, que conferían al conjunto el aspecto de un laberinto.

Al menos doce puertas abrió Afra en busca de una escalera a los sótanos, la mayoría daban a lúgubres habitaciones abandonadas de las que emanaban repugnantes olores que abofetearon su rostro. Por lo general eran cuartos trasteros llenos de toneles, tinas y viejos utensilios, aunque también había entre ellas un taller de talla. Un hedor nauseabundo salía de uno de los habitáculos donde los monjes hacían sus necesidades, y que sólo consistía en un madero y nueve agujeros en el suelo que daban directamente al exterior. En la pared colgaba un candil encendido, la única luz que había encontrado hasta ese momento.

Afra se la llevó consigo y llegó hasta una escalera que ascendía primeramente hasta un descansillo desde el cual se podía continuar subiendo, por la derecha, al primer piso, o bajar, por la izquierda, hasta el sótano, donde había una sala de columnas bajas y robustas similares a las de las criptas de las catedrales del norte. Esas achaparradas columnas sostenían una baja bóveda de arista que no había sufrido daño alguno durante el terremoto. Al alumbrar con el candil, las columnas proyectaron grandes sombras sobre el suelo empedrado.

—¿Quién anda ahí? —dijo una voz detrás de Afra.

Ella se volvió. De la penumbra surgió el hermano Johannes.

—¡Ah, sois vos, doncel Elías!

—El portón de la entrada está cerrado y el hermano portero debe de haberse marchado ya al oficio de completas. Me he entretenido demasiado en la biblioteca.

—No es de extrañar. ¿Al menos se os ha dado bien la jornada?

—Bien lo que se dice bien… Estoy buscando libros raros que pudiera interesar copiar para la biblioteca del conde de Württemberg.

—¿Y la búsqueda ha sido fructífera, doncel?

—Desde luego. Pero ahora no sé cómo salir de aquí para regresar a la hospedería. ¿Podríais ayudarme, hermano Johannes?

El monje asintió con un gesto comprensivo.

—¡Primero hemos de esperar a que haya acabado el oficio de completas! Veo que estáis temblando. ¡Venid!

Al fondo de la sala de columnas una pequeña portezuela daba al laboratorio del alquimista.

—¡Agachad la cabeza! —advirtió el hermano Johannes, posando ambas manos sobre los hombros de Afra.

Con el cuerpo totalmente encorvado, ambos se adentraron en la habitación, y cuando Afra se hubo erguido, preguntó con extrañeza:

—¿Se puede saber por qué la entrada a vuestro reino es así de diminuta?

—¿Por qué iba a ser? —se sonrió el monje satisfecho—. Para que todo aquel que atraviese el umbral de esta habitación tenga que inclinarse ante las conquistas de la alquimia.

—¡Reconozco que es ingenioso! —exclamó Afra, y recorrió el laboratorio con la mirada. Todavía conservaba en su cabeza el recuerdo del tugurio del alquimista Rubaldo. Comparado con toda la parafernalia de la que estaba rodeado Rubaldo, el laboratorio del hermano Johannes ofrecía un aspecto más bien sobrio. El mobiliario era austero, pero la infinidad de armarios, puertas y cajones etiquetados, y sobre todo las estanterías rebosantes de libros, daban pie a pensar que en realidad el despliegue de los medios que empleaba el benedictino superaba con creces al de Rubaldo.

Un estrecho espejo casi de la altura de una persona que se hallaba apoyado sobre un pie de madera despertó en Afra un especial interés. Se colocó delante y contempló su reflejo, no sin complacencia. Era la primera vez que veía su cuerpo entero y además disfrazada con ropas de hombre.

Sobre una mesa sexagonal situada en el centro de la habitación sin ventanas había una tinaja de cristal, de un codo de alto por uno de ancho. El agua que la llenaba ocupaba dos tercios de su capacidad, y en el fondo flotaba algo pesado. Al lado había una Biblia abierta.

Al reparar en la curiosa mirada de Afra, el hermano Johannes dijo henchido de orgullo:

—Es un experimento para explicar los milagros bíblicos de Nuestro Señor Jesucristo mediante los conocimientos de la alquimia. ¿Comprendéis lo que digo?

—Ni una palabra —respondió Afra—. ¿Es que Nuestro Señor Jesucristo no obró ningún milagro?

—Claro que sí. Eso es precisamente lo que yo trato de demostrar.

Afra se acercó a la tinaja de cristal y acto seguido se alejó dando un respingo.

—¡Puaj, una rata muerta! —exclamó asqueada, y apartó la vista hacia un lado.

—No me digáis que una rata muerta os da miedo, como a las doncellas…

—Por supuesto que no —dijo Afra recobrando la compostura, a pesar de que las ratas le daban tanto miedo como asco—. Lo que me pregunto es qué relación puede guardar una rata muerta con los milagros de Nuestro Señor Jesús.

—Eso puedo mostrároslo ahora mismo, si os interesa. Seguro que conocéis ese pasaje del Evangelio según san Mateo donde Jesús camina sobre el mar de Galilea.

—Sí, desde luego, un milagro, tal como se narra en el libro.

—Falso. Dios no obró ningún milagro para caminar sobre las aguas, él era capaz de hacerlo. Pero en Mateo 14, 28 se dice que, cuando los discípulos vieron acercarse a Jesús sobre las aguas, sintieron miedo y Pedro gritó: «Señor, si eres tú, mándame ir hacia ti sobre las aguas». Entonces Jesús le dijo a Pedro, de quien era sabido que, como la mayoría de las personas, no sabía nadar: «¡Ven!». Y Pedro se lanzó al agua con fe y fue hacia Jesús sin ahogarse. Eso sí que fue milagro. Porque Pedro debería haberse hundido en el mar de Galilea como esta rata.

—Con todos mis respetos, hermano Johannes, ¿qué tiene que ver esta rata muerta con san Pedro?

—¡Prestad atención! —El alquimista sacó de un armario una cubeta con un granulado incoloro. Luego se inclinó sobre la tinaja de cristal y miró fijamente a la rata que flotaba en el fondo. Acto seguido, dijo con una mirada demoníaca—: La rata se hundió porque yo lo quise así. Pero tuve en mis manos el poder de evitar que se ahogara.

Mientras pronunciaba esas palabras, el hermano Johannes cogió de la cubeta un puñado del granulado y lo arrojó en la tinaja de cristal. Al principio no sucedió nada. Pero unos instantes después, la rata muerta comenzó a desprenderse del fondo y poco a poco, como impulsada por una fuerza invisible, se fue elevando hacia la superficie hasta que la mitad de su cuerpo quedó fuera del agua.

—¡Un milagro, un auténtico milagro! —exclamó Afra excitada—. Sois un mago.

—Nada de eso —repuso el monje tratando de atemperar el entusiasmo de Afra—. Acabáis de presenciar un milagro de la alquimia. Lo que la mayoría de la gente considera un milagro, no es en verdad sino una forma de conocimiento. Y dado que Dios es en sí mismo el conocimiento y la sabiduría, puede, tal como ilustra este sencillo ejemplo, obrar cualquier milagro. Lo que demuestra, por tanto, que es de necios no creer en los milagros.

—¡Entonces seguro que vos también sabéis cómo hacer aflorar los escritos que resultan invisibles a los ojos de una persona común! —dijo Afra distraídamente.

El alquimista levantó la vista.

—¿A qué obedece ese comentario?

—Lo he oído por ahí. Al parecer hay escritos secretos que desaparecen por medios milagrosos y que sólo vuelven a aparecer a través de medios en igual medida milagrosos.

—La criptografía —asintió el hermano Johannes— figura entre las ciencias ocultas más populares. Sin embargo, sólo los ignorantes la consideran una ciencia. En realidad, la criptografía no es más que el uso de elementos alquímicos con fines maliciosos. Sólo los charlatanes se sirven de esas artes oscuras.

—Es decir, la mayoría de los alquimistas, si me permitís el atrevimiento. Porque, siendo francos, la gente del común desconoce por completo las tinturas que se requieren para hacer desaparecer un escrito y lograr que aflore de la nada, por arte de magia, cuando a uno se le antoje.

—Por desgracia, lleváis razón, doncel. En ningún otro gremio abundan los charlatanes tanto como entre los alquimistas. Nuestra ciencia ha degenerado en pura mentecatería y ha quedado reducida a un lucrativo espectáculo de feria.

—Se me hace difícil imaginar que algo así pueda funcionar —dijo Afra con fingido desinterés.

—Pues creedme, de veras funciona. Mañana os mostraré cómo emerge un mensaje de un pergamino en blanco.

—¿Haríais eso por mí, hermano Johannes?

—Dadlo por hecho. Un alquimista siempre tiene a mano el preparado de la tinta invisible. Y la elaboración del aqua prodigii requiere tan sólo una sencilla mixtura.

—¿Aqua prodigii, habéis dicho?

—Así se llama la tintura que devuelve la visibilidad a los textos ocultos. No es ningún hechizo brujeril, sólo una simple receta.

El hermano Johannes sacó un libro de una estantería y buscó entre sus páginas.

A Afra se le cortó la respiración al leer el título del libro: Alchimia Universalis. Era el mismo que le había dado el hermano Dominico en Estrasburgo.

—Mañana —dijo el alquimista—, la tintura estará lista.

Afra, haciendo comedia, exclamó:

—¡Estoy impaciente!

El hermano Johannes se sintió halagado.

—Si de veras os interesa esta ciencia, puedo mostraros muchos otros experimentos, aunque tendrá que ser otro día. Hoy estoy ocupado con un experimento capaz de llevar de cabeza incluso a un alquimista veterano como yo.

—¿Y se puede saber de qué se trata?

El hermano Johannes se debatió en la duda, pero finalmente sucumbió a la vanidad inherente a cualquier ser humano, incluso a un benedictino, y dijo con gravedad:

—Confío en que no hablaréis con nadie acerca de esto. ¡Venid!

El monje condujo a Afra hacia una puerta que parecía de un armario. Sin embargo, era la entrada a un habitáculo cuadrado. Cuando el monje encendió las lámparas de aceite que colgaban de las paredes, Afra vislumbró una maraña de artilugios alquímicos, vasijas de barro con inscripciones latinas, matraces entrelazados en extrañas formas y tubos con líquidos de estridentes colores. Esa cámara ya se asemejaba más a la del alquimista Rubaldo. Inspiraba miedo e inquietud.

Cuando el hermano Johannes se percató de la temerosa mirada de Afra, posó su antebrazo sobre el de la joven y la miró con ojos tiernos.

A Afra la asaltó un sentimiento que no debiera haberla asaltado. Al fin y al cabo ella era un hombre, y el hermano Johannes un monje. Ya durante el camino hacia el monasterio había reparado en las zalameras miradas del monje. Y no es que ella sintiera rechazo hacia él, pero dadas las circunstancias, debía ponerle freno. Con un gesto tan prudente como decidido, Afra se apartó para evitar el roce con el monje.

El hermano Johannes se asustó, probablemente más por su propia actitud, y a continuación dijo con fingida serenidad:

—Bueno, éste es el aspecto que ofrecen las cosas cuando un monje emprende la búsqueda de la piedra filosofal. Y, entre nosotros, ya me falta poco para encontrarla.

—¿La piedra filosofal? —Afra había oído hablar de ella muchas veces. Pero nadie, ni siquiera su padre, había sabido explicarle de qué se trataba exactamente—. ¿Qué debe entender por «la piedra filosofal» un cristiano profano en la alquimia?

El hermano Johannes enarcó las cejas y sonrió.

—Es más que probable que la piedra filosofal no sea una piedra, ni una piedra preciosa, sino un polvo mediante el cual sea posible convertir en oro elementos comunes como el cobre, el hierro o el mercurio. Lo que, en consecuencia, significa que quien halle la piedra filosofal, amasará grandes fortunas.

—¿Y es ése, en verdad, el fin que deseáis alcanzar, hermano Johannes? ¿Es errónea entonces mi creencia de que el voto de pobreza es una de las reglas más importantes de la Orden de San Benito?

—No, lo que decís, doncel, es bien cierto. Pero el fin de mi experimento no es alcanzar la riqueza, sino el experimento en sí mismo, aunque —concedió el monje, avergonzado, con una risita— una modesta fortuna no vendría nada mal a los pobres benedictinos de Montecassino.

—¿Y decís que, en efecto, habéis descubierto la piedra filosofal?

—En honor a la verdad debo confesaros algo: hace unos días encontré en nuestra biblioteca la copia de un libro que un monje franciscano, alquimista como yo, escribió cien años atrás en el convento de Aurillac, en Francia. El título, De confeditione veri lapidis, despertó mi curiosidad, a pesar de que yo jamás había oído el nombre de Juan de Rupescissa, que así se llamaba. El hermano Mauro, el bibliotecario, que figura entre los monjes más inteligentes de Montecassino, lo único que sabía de él era que a causa de sus descubrimientos alquímicos entró en conflicto con el papa. Sus escritos fueron prohibidos y el hermano Rupescissa fue condenado a la hoguera en Aviñón, por herejía.

—¿De modo que vos consultáis escritos heréticos, hermano Johannes?

El alquimista lanzó a Afra una mirada despectiva. Luego sacó de un cajón un librillo manoseado. De tan pequeño que era, cualquiera podía escondérselo en una manga, y tenía las tapas curvadas, como si el peso de su contenido lo atormentara. Al mismo tiempo, se oyó en el laboratorio el ruido de una puerta. El alquimista salió para comprobar si todo estaba en orden, pero como no vio nada extraño, regresó en seguida y abrió el librillo del monje franciscano.

—He leído cada una de las líneas de este libro y, sin embargo, no he hallado en él ningún pensamiento herético. En cambio, en la página 144, junto a toda suerte de razonamientos teóricos sobre la piedra filosofal, descubrí bajo el epígrafe «Quintaesencia del antimonio» la siguiente observación: «Muele el quebradizo mineral de antimonio hasta que no pueda cogerse con los dedos. Esparce este polvo en vinagre destilado y espera hasta que el vinagre adquiera un color rojo. Cuélalo y repite la operación hasta que el vinagre ya no mude de color. Después presenciarás un gran milagro, en el cristalino serpentín del alambique, cuando las gotas de color rojo sanguino del claro mineral de antimonio desciendan formando miles de vénulas. Lo que resulte, guárdalo en un recipiente soberbio, pues se trata del tesoro más valioso que jamás ha existido. Es la quintaesencia roja».

—¿Y ya lo habéis probado?

—No. Pero si Dios quiere, hoy será el gran día.

—En ese caso, os deseo mucha suerte, hermano Johannes. Y ahora, si fuerais tan amable de prestarme vuestra ayuda para salir de aquí.

El benedictino se pasó la mano por la cara y respondió:

—La puerta del monasterio permanecerá cerrada hasta mañana. Pero yo poseo una clavis mirabilis, una llave milagrosa que abre todas las puertas. Sólo debemos cuidarnos muy bien de que nadie nos vea.

—Si confiáis en mí —se aventuró Afra—, podéis entregarme la llave y continuar con vuestro experimento. Os la devolveré mañana.

Al alquimista no le resultó en absoluto descabellada la proposición. De buena gana, entregó a Afra el artilugio, cuya única característica en común con una llave normal era el ojo por el que se asía, pues en lugar del paletón del que estaban provistas las llaves corrientes, salían de la varilla unos rígidos dientes de hierro.

Con el ir y venir Afra se había aprendido el camino. Pero al llegar a la galería que conducía directamente a la puerta, cambió de opinión, volvió a subir la escalera de caracol y se dirigió a la biblioteca. Una vez allí, pegó la oreja a la puerta y, como no oyó ningún ruido sospechoso, introdujo la clavis mirabilis en la cerradura y la giró hacia la izquierda. La llave rechinó como si el ojo de la cerradura estuviera lleno de arena, y con un suave cloc la puerta se abrió.

Aunque le llevara hasta la mañana siguiente, Afra se había propuesto encontrar esa noche el libro con el pergamino. Pero ¿por dónde debía empezar a buscar?

Sus primeras y más bien aleatorias indagaciones habían sido infructuosas porque se sentía observada. Incluso en el caso de que hubiera logrado dar con el Compendium theologicae veritatis, le habría resultado imposible sacar el pergamino sin levantar sospechas.

Continuaba sumida en cavilaciones sobre por qué el bibliotecario negaba la presencia de Melbrüge en el monasterio. Ni el hermano Mauro ni Melbrüge podían saber de la existencia del pergamino. ¿A qué venía entonces tanto secreto?

Lo que hacía tan complicada la búsqueda del libro no era sólo el hecho de que la biblioteca de Montecassino siguiera siendo, pese a las grandes pérdidas, una de las más grandes de Occidente. La mayor traba de todas radicaba en que, mientras que en otros lugares la sección de teología constituía, a lo sumo, un tercio de los fondos, en Montecassino ocupaba nueve décimas partes del total. Y, para colmo de males, Afra desconocía el nombre del autor del libro que buscaba. En suma, que tenía que buscar un libro entre setenta mil.

Mientras alumbraba con el candil las estanterías cubiertas de polvo que se alzaban ante ella como baluartes, justo cuando ya comenzaba a perder la esperanza de que en algún momento fuera a producirse el hallazgo en medio de ese caos de saber, sus ojos repararon en unas pilas de libros que formaban como un medio círculo que le llegaba a la altura de las caderas y que despertó su curiosidad.

Al acercarse, se dio cuenta de que los libros habían sido apilados a toda prisa con el claro objetivo de esconder algo. El muro de libros guardaba un asombroso parecido con las construcciones que el hermano Dominico había levantado también a base de libros en la biblioteca de Estrasburgo.

Tras vacilar unos instantes, Afra comenzó a retirar la hilera superior, y luego una segunda. Ni siquiera era necesario seguir un orden en particular, pues los libros parecían haber sido dispuestos en montones, sin orden ni concierto.

Cuando hubo apartado la tercera capa de libros, apareció ante sus ojos una tapa redonda, la parte superior de un tonel de madera. El rostro le ardía y notaba un sudor frío en la nuca. Nada más ver la insignia grabada a fuego en la tapa, un escudo con una banda ancha desde la parte superior izquierda hasta la inferior derecha, que era el emblema de Estrasburgo, pensó que no cabía la menor duda: había encontrado lo que buscaba.

«¡El pergamino!», eran las palabras que resonaban en su cabeza una y otra vez. «¡El pergamino!» Afra creía tenerlo ya en sus manos. Pero cuando levantó la tapa y alumbró con el candil en el interior del tonel, la desilusión fue mayúscula. El tonel estaba vacío.

Sus ojos se llenaron de lágrimas de rabia e impotencia. Afra hundió la cara en las manos como si deseara abandonar y olvidarlo todo de una vez por todas. La decepción y el desánimo amenazaban con derrotarla.

En ese instante, Afra oyó voces y un ruido como de una puerta. Pero los ruidos procedían del extremo opuesto y no de la puerta que daba acceso a la biblioteca desde el monasterio. De ahí que en un primer momento Afra no les diera ninguna importancia a las voces. Ya había tenido ocasión de ver con sus propios ojos los misteriosos tubos que recorrían los monasterios y que transmitían el sonido de forma igualmente misteriosa. Unos instantes después, sin embargo, oyó pasos. En la dirección de la que procedían los pasos debía de haber una segunda puerta.

A toda prisa, Afra volvió a colocar las pilas de libros alrededor del tonel y apagó el candil. Luego avanzó de puntillas hasta la entrada que ella había usado para acceder a la biblioteca. Sin hacer ruido, cerró la puerta tras de sí con la clavis mirabilis y recorrió a tientas el camino hasta el portón principal. Con ayuda de la llave milagrosa, consiguió salir por fin al exterior.

La noche era fría y húmeda. De regreso a la hospedería, sentía escalofríos por toda la espalda. Pero el frío no era el causante de sus temblores. Afra temblaba de nervios. Aunque no hubiera logrado encontrar el libro con el pergamino, el tonel con el escudo de Estrasburgo era la prueba de que Gereon Melbrüge había entregado la remesa de libros.

Ya en su alcoba, Afra se percató, nada más entrar, del desorden en su equipaje. Su corazón dio un gran vuelco al caer en la cuenta de que toda la ropa que llevaba en el hatillo era de mujer. Y mientras intentaba, sin éxito, conciliar el sueño, pensaba en lo acontecido esa noche en la biblioteca y se preguntaba quién habría revuelto su equipaje y por qué.

A la mañana siguiente, Afra fue a dar de comer a su caballo antes de echarse al cuerpo un opíparo desayuno. Había gachas de avena con tocino y huevos revueltos, pan, queso y requesón. Se sentía débil porque en los últimos tiempos había descuidado bastante su alimentación.

Para su sorpresa, el regordete hospedero, el hermano Atanasio, no le preguntó por qué había regresado tan tarde a la hospedería. Él sabía perfectamente que la puerta del monasterio se cerraba con el repique a completas y que en el monte santo no había otros lugares adonde ir.

Durante el almuerzo, Afra se sintió observada por el hermano Atanasio. Cada dos por tres, el monje asomaba la cabeza por la puerta que daba a la cocina, como para comprobar que todo estuviera en orden. Pero cada vez que sus miradas se encontraban, el benedictino escondía su redondo rostro tras el quicio de la puerta.

De esa guisa, se generó en el comedor de la hospedería una extraña tensión cuyo motivo Afra ignoraba. Y cuando, ya por enésima vez, el monje asomó de nuevo la cabeza, Afra lo llamó a su mesa. Acto seguido, buscó bajo su jubón la bolsa donde guardaba el dinero, sacó dos monedas de plata y las lanzó sobre la mesa de tal modo que tintinearon al caer.

—No temáis, no pienso marcharme sin pagar la habitación —exclamó Afra furibunda—. ¡Tomad esto como paga y señal!

El padre hospedero se llevó una de las monedas a la boca y la mordió para comprobar su autenticidad. Luego respondió con una gran reverencia:

—Señor, esto paga la comida y el alojamiento de diez días. Aquí no es costumbre que los huéspedes paguen por adelantado.

—¡Pues como veis, así y todo, yo si lo hago! ¡Vuestra desconfianza me saca de mis casillas!

—Pero no se trata del dinero —respondió el hospedero mirando con recelo en todas direcciones para cerciorarse de que nadie los espiaba. Y eso que no había ningún otro huésped alojado en la posada.

Finalmente, el hermano Atanasio comenzó a relatar con la voz entrecortada:

—Los monjes de Montecassino habríamos perecido de hambre hace ya mucho tiempo si en el pasado no hubiéramos permitido que los minoritas entraran en nuestro monasterio. Llegaron con los pies descalzos y en sandalias, cubiertos con mantos de lana con capucha. Cualquiera se habría compadecido de ellos de no haber sido por el dinero que rebosaba de sus bolsillos. Su superior, no sé decir si era abad o guardián, como correspondería al prelado de una comunidad, prometió reconstruir Montecassino y ayudarnos además con cien ducados de oro al año. Eso bastaba para asegurar la perduración de nuestra orden, a la que el papa de Roma había abandonado. Poco después de dar nuestro consentimiento, cambió el comportamiento de los otros monjes. Y, en lugar de humildad, salió a la luz su soberbia y su arrogancia. En un primer momento, nos repartimos las plantas y las estancias de tal forma que todos gozáramos de acceso a todo. Pero un día ellos comenzaron a levantar un muro que atravesaba nuestra abadía de punta a punta. Tapiaron puertas y extrajeron el agua del único pozo del monasterio. Por lo único que no mostraron ningún interés fue por la basílica medio derruida. En ese instante comprendimos que los había enviado el diablo.

—¿Y por qué no expulsáis a los otros monjes del monasterio? —preguntó Afra intrigada.

—Decirlo resulta muy fácil —respondió el hermano Atanasio—. Ya no tenemos ni prebendas ni tierras y, para no morir de hambre, deberíamos vivir de las escasas limosnas que nos dan los peregrinos en verano. Los ricos no peregrinan al sepulcro de san Benito, quien, como todo el mundo sabe, predicaba la pobreza. Y las limosnas de los pobres llegan antes al Reino de los Cielos, pues tal es la voluntad de Dios Nuestro Señor. Del papa no podemos esperar ayuda ninguna, pues oficialmente nuestro monasterio fue disuelto. El papa Juan se ha negado a nombrar un abad para el pequeño reducto de benedictinos que quedamos aquí. Ya lo veis, estamos en manos de los parásitos del otro lado del muro, y esas mismas manos son las que nos dan de comer. Además, esos monjes emplean toda suerte de estratagemas para sembrar la discordia entre nuestros hermanos y aislarnos así a todos de nuestra comunidad.

El hermano Atanasio pronunció esas últimas palabras con los ojos empañados de lágrimas. A continuación fue a cerrar la puerta de la cocina, que había quedado abierta, y al regresar, permaneció inmóvil unos instantes, mirando al infinito.

Después prosiguió con el relato:

—Desde entonces reina entre nuestros hermanos la división y la desconfianza. Vos estaréis pensando que todo esto no hace sino contradecir las reglas de la Orden de San Benito. Todos consideramos a los demás aliados de los desleales. Y esa sospecha no es infundada. Algunos hermanos desaparecen por las noches, y estamos seguros de que se van al otro lado. No podemos demostrarlo. Pero hay un punto débil en la repartición del monasterio: la biblioteca.

—¿La biblioteca? —dijo Afra sin pestañear.

—La biblioteca es la única estancia del monasterio que no está dividida. Se precisaría la labor de generaciones y generaciones para copiar todos los libros de la biblioteca. Y como tanto los monjes desleales como nosotros, los benedictinos, concedemos la misma importancia a la sabiduría y la doctrina, se llegó al acuerdo de permitir el acceso desde ambos lados: unos durante el día, y los otros durante la noche.

—Dejadme adivinar —interrumpió Afra al hermano Atanasio—, los benedictinos llevan a cabo las labores de biblioteca durante el día y los desleales durante la noche.

—Acertasteis, doncel. De prima a completas la sabiduría y la doctrina pertenecen a los benedictinos; de completas a laudes a los monjes desleales. En la biblioteca hay una puerta que, dicho sea de paso, es el único lugar que comunica ambas partes. Fue una obra de nuestro alquimista, ya lo habéis conocido.

—¿Del hermano Johannes?

—Del mismo. Él inventó un artilugio portentoso que sólo permitía abrir una de las dos puertas si la otra estaba cerrada. Salvo que…

—¿Salvo qué?

—El hermano Johannes posee una clavis mirabilis, una llave milagrosa. Con ella, según el hermano alquimista, puede abrirse cualquier puerta. Ya nos ha demostrado en varias ocasiones que, en efecto, es así, aunque jamás ha permitido que nadie llegara a ver la llave. Es un tanto singular, como todos los alquimistas, pero lo cierto es que esa singularidad suya no contribuye precisamente a generar una atmósfera de confianza.

—Ya entiendo —dijo Afra pensativa—. Yo tengo la impresión de que el hermano bibliotecario y el hermano alquimista no se caen bien.

El hospedero se encogió de hombros, como sin hacer mucho caso a la afirmación de Afra, y respondió:

—No es de extrañar, el hermano Mauro es teólogo y ha consagrado su vida a la sabiduría y la doctrina. El hermano Johannes es un discípulo de la alquimia, una ciencia que trata de explicar lo sobrenatural con métodos terrenales. No es de extrañar, en consecuencia, que se desprecien como se desprecian el papa de Roma y el de Aviñón. Por lo demás, os ruego que me disculpéis si mi desconfianza os ha ofendido. Tal vez ahora comprendáis mi actitud.

—¡En todo caso, ése no era ni mucho menos motivo para que revolvierais mi equipaje!

—¿De qué habláis ahora, doncel?

—Ayer, a mi regreso, encontré todas mis cosas revueltas.

—¡Por san Benito y su virtuosa hermana, santa Escolástica, yo jamás me dejaría llevar por tan bajos instintos! —El hermano Atanasio se puso muy serio y resultaba difícil no creerle.

Al menos la confesión había servido para que la desconfianza se disipara del rostro del monje. Sí, el hermano Atanasio incluso se atrevió a esbozar una amarga sonrisa cuando se dirigió a Afra para pedirle que no le contara nada a nadie.

Afra prometió no hacerlo. Pero no acababa de tener claro si podía confiar en el monje. ¿Acaso podía confiar en alguna persona, aunque sólo fuera una, de ese inquietante monasterio que, erigido en la cima de una montaña, se hallaba sólo en apariencia más cerca del cielo que de los poderes del mal de los infiernos? En realidad, se dijo para sus adentros, el monte santo era la morada del diablo.

Pese a lo extremadamente desconcertantes que eran todas esas cosas, Afra había sacado en claro una cosa: en el monasterio de Montecassino tenían lugar sucesos misteriosos y permanecer allí no era seguro. Pero ¿debía abandonarlo y olvidarlo todo sin más ahora que estaba tan cerca del pergamino? Tenía que encontrarlo, ¡costara lo que costase!

Después de desayunar se dirigió de nuevo al monasterio, donde el cancerbero la retuvo a la puerta y la escudriñó de los pies a la cabeza antes de dejarla pasar. Afra llevaba consigo todavía la llave milagrosa que el alquimista le había prestado. A pesar de que la llave le había resultado de gran utilidad, o precisamente por eso, Afra quería deshacerse de ella cuanto antes.

Ése fue el motivo de que Afra fuera al laboratorio de Johannes a primera hora de la mañana. Y aunque la temperatura era considerablemente más alta que el día anterior, volvió a entrarle un extraño temblor, como si el invierno la estrechara entre sus gélidos brazos.

La puerta del laboratorio estaba entornada. Sus tímidas voces no obtuvieron respuesta.

—¡Hermano Johannes! —repitió más alto, pero las desnudas paredes sólo le devolvieron un eco sordo. Finalmente, decidió entrar.

Al igual que el día anterior, la tenue luz de los candiles colgados en las paredes envolvía el laboratorio en un ambiente mágico. Y al igual que el día anterior, cuando Afra entró por primera vez, reinaba un orden absoluto. Todo parecía colocado y en el lugar que le correspondía.

Afra se disponía a marcharse ya en el instante en que sus ojos se detuvieron en la estrecha portezuela que conducía al habitáculo donde el hermano Johannes le había explicado el experimento de la piedra filosofal.

—¡Hermano Johannes! —gritó Afra de nuevo. A continuación abrió la puerta.

Allí todo estaba oscuro. Pero el débil resplandor que penetraba desde el laboratorio bastaba para vislumbrar sobre la mesa un pequeño frasco y una hoja de papel.

Guiada por un repentino impulso, Afra retrocedió unos pasos, descolgó una lámpara de aceite de la pared del laboratorio y alumbró con ella el interior del habitáculo. El corazón le dio un vuelco.

—¡Hermano Johannes! —exclamó Afra con un hilo de voz.

La silueta del alquimista fue perfilándose poco a poco en la oscuridad. Se hallaba inclinado sobre la mesa, con la cabeza recostada encima de los brazos cruzados, y dormido.

—Eh, oídme, es por la mañana, el sol brilla en el cielo, y vos os habéis quedado dormido. ¿O acaso os habéis vuelto a dormir? ¡Es hora de levantarse!

Afra sacudió al hermano Johannes por el hombro. Al ver que no reaccionaba, le levantó la cabeza, escondida entre los codos, y se la giró hacia un lado. Le costó Dios y ayuda conseguirlo, pero al ver el rostro del monje, y sus labios oscuros, casi negros, supo que había sucedido algo terrible.

Temerosa, Afra posó sus dedos en la sien del alquimista.

—Hermano Johannes… —susurró con voz queda, como si no quisiera perturbar su sueño.

En verdad, no le cabía la menor duda: el hermano Johannes estaba muerto.

Afra se había topado a menudo con la muerte. Ya no le daba miedo. Pero lo inesperado, lo inexplicable, eso le ponía los pelos de punta. Pese a que hacía tan sólo tres días que conocía al monje y no sabía casi nada sobre él, su muerte la turbó de tal forma que comenzó a temblar.

La posibilidad de que alguien pudiera sorprenderla junto al alquimista muerto hizo que su inquietud fuera en aumento. Tenía que marcharse inmediatamente de allí, se dijo para sus adentros. Como una liebre perseguida, Afra salió corriendo de la cámara de experimentos, dejó atrás el ordenado laboratorio y estaba a punto de cerrar tras de sí la pequeña puerta, cuando un pensamiento la asaltó: ¡el papel!

Sin pensar, Afra regresó a la cámara de experimentos, arrambló con la hoja en blanco y con la probeta, en la que figuraba la inscripción «Aq. Prod.», y justo al volverse hacia la puerta, pisó algo duro, algo que quedó hecho añicos bajo su pie. Afra se agachó y examinó los restos: el cristal, que correspondía a la mitad inferior de una estrecha redoma, guardaba cierta similitud con el de las cápsulas de veneno que los Apóstatas llevaban siempre consigo.

Desconcertada, miró al alquimista muerto. Los ojos abiertos del monje apuntaban, como una señal secreta, hacia el lugar donde hasta hacía un instante se hallaba el papel. La muerta e infinita mirada del monje la turbaba. Sentía la necesidad de gritar, pero el grito se ahogó en su garganta. Afra tragó saliva.

Caminando de espaldas, como si temiera que en cualquier momento el hermano Johannes fuera a levantarse y a exigir que le devolviera el frasco y el papel, se alejó de la cámara de experimentos. Sentía que el aire no le llegaba a los pulmones y respiró hondo. Cabizbaja, subió a la carrera la escalera de caracol. Una vez en el claustro, se detuvo. Su apresuramiento podía levantar sospechas.

Lo peor que podía suceder en ese momento era que tropezara con alguien. Apoyada en una de las columnas de los soportales del claustro, Afra se paró a pensar unos segundos. Deseó con todas sus fuerzas que se la tragara la tierra. ¿Qué iba a hacer?

Todavía tenía en su poder la llave que, tal como había asegurado el hermano Johannes, abría todas las puertas del monasterio. Confundida, Afra subió por las escaleras hasta el último piso, donde se hallaba la biblioteca. Sin embargo, en lugar de girar hacia la izquierda, tomó el pasillo de la derecha. Ignoraba por completo adonde llevaba. «Si te topas con alguien aquí —pensó—, al menos no te relacionará con la muerte del hermano Johannes».

Una hilera de ventanucos, tan pequeños que uno apenas podía introducir la cabeza para asomarse, iluminaba débilmente el pasillo por la izquierda. A mano derecha había multitud de puertas, separadas unas de otras por diez pasos escasos. Sobre los dinteles de las puertas había abreviaturas de las Sagradas Escrituras fijadas a la tosca pared, abreviaturas como «Jeremías 8,1», «4. Sal. 104,1» o «Mt. 6,31» que de nada sirvieron a Afra. Resultaba obvio que eran celdas de monjes. Sin embargo, casi todas parecían abandonadas. Algunas puertas estaban abiertas. El polvo y las telarañas cubrían los austeros cuartos, que en su mayoría contenían un atril destinado al estudio de las Sagradas Escrituras, un reclinatorio y un catre.

Afra entró en una de las asfixiantes celdas y cerró la puerta tras de sí. Sobre el atril, desplegó el papel en blanco que había hallado junto al cadáver del alquimista y a continuación sacó de su jubón la probeta de cristal.

Afra estaba convencida de que «Aq. Prod.» respondía a aqua prodigii, la tintura que permitía leer los textos secretos escritos con tinta invisible.

Colgada en la puerta se hallaba la esclavina de un hábito raído. Afra mojó una punta de la tela negra en el preparado de color claro. Luego extendió el papel sobre el atril con delicadeza y lo frotó con el pedazo de tela impregnado hasta que, por efecto de la humedad, la hoja comenzó a ondearse.

Con los puños cerrados, Afra miró fijamente el papel mojado. No sabía qué le había sucedido al hermano Johannes, pero las circunstancias la habían llevado a deducir que el alquimista había escrito una nota que no debían leer más ojos que los suyos.

Sus ojos brillaban ansiosos, suplicantes incluso, clavados en el papel que, pese a haberse tornado entretanto de color ocre, no había revelado todavía una sola palabra. Le vino a la mente el proceder de Rubaldo, y entonces Afra se acordó de que la operación requería paciencia.

Cuando ya se creía víctima de un engaño de su imaginación, comenzaron a aflorar del papel ocre unos trazos finos e inclinados, al principio desvaídos y a duras penas distinguibles, mas después tan nítidos y claros como el contorno de una nube.

En la primera línea, escrita con letras tan apretadas y minúsculas como las que trazaría quien se propusiera comprimir en poco espació un largo relato, Afra leyó las palabras: «In nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti».

Como por divina providencia, un rayo de sol penetró a través del ventanuco e iluminó el misterioso papel. El tosco peinazo que dividía el ventanuco fraccionó la luz en cuatro haces de brillante polvo. Con la ansiedad de un asceta tras cuarenta días de ayuno, Afra devoró las siguientes líneas:

Yo, el hermano Johannes ex ordine Sancti Benedictini, sé que sólo un hombre de Dios se halla en posición de leer éstas, mis últimas líneas: vos, doncel Elías. ¿O acaso debería llamaros Gysela Kuchlerin? Sí, conozco vuestro secreto. No he vivido tan de espaldas al mundo como para no saber reconocer el contoneo de una mujer. Y la prueba que necesitaba para constatar mi suposición inicial me la procuró el espejo de mi laboratorio. Un hombre que se contempla en un espejo como vos lo hicisteis, sólo puede ser una mujer. A ese respecto, ya no habría sido preciso molestarse en ir a la hospedería y rebuscar en vuestro equipaje, donde amén de ropas de mujer, hallé un documento de viaje a nombre de Gysela Kuchlerin.

Afra se quedó sin respiración. La aclaración del monje alquimista parecía de lo más convincente. Pero, por el amor de Dios, ¿por qué se había suicidado el hermano Johannes?

Recorriendo cada línea del texto con el dedo índice, Afra leyó a media voz, como si citara un pasaje del Antiguo Testamento:

Todas las piezas encajaron en mi mente cuando os enseñé el laboratorio. Extrañamente, mostrasteis un escaso interés en el mayor de los sueños dorados de la humanidad: el hallazgo de la piedra filosofal. En cambio, ansiabais saberlo todo sobre el más turbio de los trucos que emplea la alquimia. Como estáis comprobando en estos instantes, basta una simple tintura para hacer aflorar un texto incoloro. Todo cuanto encajó de súbito guardaba relación con un hecho antes acontecido: un tal Gereon Melbrüge, un comerciante de Estrasburgo, había traído unos días atrás un envío de libros que eran copias de otros libros que ya no se encontraban en la biblioteca de Montecassino. Debéis saber que yo he leído prácticamente todos y cada uno de los libros que han posado sus páginas en el monte santo, pues la alquimia no es sino la suma de todos los saberes. Bajo la recelosa mirada del hermano Mauro, por tanto, tuve ocasión de hojear esos ejemplares antes de que fueran engullidos por el inextricable maremágnum de la biblioteca. Uno de ellos en concreto llamó mi atención. Su título rezaba Compendium theologicae veritatis.

En ese instante Afra creyó desfallecer. Al sentir que las piernas le flaqueaban, se agarró al atril con las dos manos. El hermano Johannes había descubierto el libro que contenía el pergamino. ¿Habría deducido también que se trataba de un mensaje oculto?

Las siguientes líneas revelaban la respuesta. Casi delirante, Afra continuó leyendo:

No fue el contenido del libro, sin embargo, lo que me intrigó, pues su lectura me pareció más bien ardua, y su trascendencia, de segundo orden; lo que despertó mi curiosidad como investigador fue un pergamino plegado y, a primera vista, en blanco. Un hombre como yo, cercano al mundo de la palabra escrita, sabe que el pergamino es un bien tan apreciado como escaso y que, por ende, sería un pecado contra el arte de la escritura conservar tan valiosa pieza de piel en un libro durante tantos años. Entonces me asaltó el pensamiento que de inmediato le habría venido a la cabeza a cualquier alquimista: que el pergamino podía contener un mensaje oculto. No es preciso que entre en detalles sobre el procedimiento que empleé para leerlo. Vos os habéis servido de la misma tintura, pues de lo contrario no estaríais leyendo estas líneas.

Como si un nudo en la garganta le impidiera respirar, Afra se enderezó y cogió aire. Tenía la impresión de que el escrito que acababa de mostrarse en el papel hacía sólo unos instantes comenzaba a desvanecerse ante sus ojos. Sin embargo, la letra del alquimista era tan diminuta que le resultaba imposible leer más rápido.

Con los ojos desorbitados y el alma en vilo, vine en conocimiento de la carta que mi hermano Johannes Andreas Xenophilos, atribulado por el remordimiento, redactara en este monasterio en el año del Señor 870. Confieso con toda franqueza que con su lectura devino para mi el derrumbamiento de un mundo: mi mundo. Una vez conocidos los hechos relatados por Johannes Andreas sobre el Constitutum Constantini, no puedo, ni quiero, seguir viviendo. Ruego a Dios misericordioso que me perdone y se apiade de mi alma. Amén.

Post scriptum: Por lo demás, estoy seguro de que sois consciente de la trascendencia del pergamino. De no ser así, no habríais viajado a tierras tan lejanas para recuperarlo. Cómo llegó a vuestras manos tan peligroso documento es para mí una incógnita que me llevo a la tumba.

Post post scriptum: El pergamino he vuelto a depositarlo en el Compendium theologicae veritatis. El libro no lo hallaréis en la biblioteca, donde le corresponde estar una vez despojado del comprometido y perturbador documento, sino en el anaquel superior de la tercera estantería de mi laboratorio. Descuidad, no he revelado a nadie ni una sola palabra de mi hallazgo. Amén.

A Afra le resultó harto difícil descifrar las últimas palabras. De un lado, porque el trazo del alquimista se volvía cada más vacilante, y de otro, porque la tinta había palidecido hasta tal punto que las letras apenas podían distinguirse.

¿Qué había provocado que el hermano Johannes perdiera toda esperanza en este mundo y acabara suicidándose? Debía de ser la misma razón que impulsaba al papa y a la Logia de los Apóstatas a desplegar todo su poder y su influencia para hacerse con el pergamino.

Rápidamente, Afra dobló el papel y se lo guardó en el bolsillo interior. A continuación, recorrió a toda prisa el pasillo y bajó la escalera hasta los soportales. Al ver a los dos monjes que, abismados en sus reflexiones, paseaban de un lado al otro del claustro con las manos en el interior de las mangas de su hábito, Afra se escondió tras unas columnas pareadas. De puntillas, se deslizó hasta la rampa que bajaba al laboratorio.

¡Tercera estantería, anaquel superior! Las indicaciones del alquimista eran claras. Afra tuvo que estirarse para alcanzar el libro. Cuando al fin lo sostuvo entre sus manos, los dedos le temblaban como hojas. Lo abrió por el final y allí estaba: ¡el pergamino!

Afra lo cogió y se lo escondió en el jubón. Luego volvió a dejar el libro en el mismo lugar.

¡El hermano Johannes! Quería verlo por última vez. Se dirigió con sigilo hacia la puerta que conducía a la cámara de experimentos.

¿Hermano Johannes?

Su cadáver había desaparecido. Todo ofrecía el mismo aspecto de antes. Con la única diferencia de que no había ni rastro del alquimista muerto.

De pronto, un pánico terrible se apoderó de ella. Salió como un torbellino del habitáculo, atravesó el laboratorio y subió las escaleras de caracol a todo correr. Los monjes del claustro se habían retirado. Reinaba el silencio. Tan sólo el viento murmuraba entre las ruinas.

Para no despertar sospechas, ese mismo día Afra fingió seguir ocupada con su labor en la biblioteca. Finalmente respiró tranquila cuando, poco antes del oficio de vísperas, el hermano Mauro tocó la campana de la biblioteca apremiando a los presentes.

A la hospedería habían llegado nuevos huéspedes, un anciano barbudo y su hijo ya mayor, quien, salvo por la exuberante cabellera, que en el caso del viejo había adquirido un tono cano, era el vivo retrato de su padre. Ambos procedían de Florencia y se dirigían a Sicilia.

Durante la cena en el comedor de la hospedería Afra entabló conversación con los florentinos. El anciano, que no tenía pelos en la lengua, contó que habían perdido todo un día de viaje porque habían sido retenidos por las tropas de la guardia del papa.

—Su Santidad —dijo con una reverencia burlona—, acompañado por más de mil cardenales, obispos, prepósitos, clérigos ordinarios y monjas extraordinarias, se encontraba de camino a Constanza, al norte de los Alpes, donde había sido convocado el concilio. Para que el sumo pontífice y todo su séquito pudieran avanzar más aprisa, habían sido cortados todos los caminos. Incluso se había prohibido que la gente permaneciera en sus márgenes mientras desfilaba el rebaño. —Al decir esa frase, el anciano escupió al suelo y restregó el salivazo con el pie.

Por fortuna, el sueño no tardó mucho en interrumpir el discurso del anciano, mientras que al joven se le subió el vino a la cabeza. El caso fue que los dos se levantaron al unísono, como si tuvieran un acuerdo tácito, y se retiraron a sus habitaciones sin despedirse.

Como era costumbre en él, el hermano Atanasio había estado escuchando el soliloquio del anciano. Nada más marcharse los florentinos, el padre hospedero se sentó junto a Afra a la mesa.

—Tenéis cara de cansado, señor. ¿Tanto os ha fatigado el estudio de los libros?

Afra, que no prestó demasiada atención a las palabras del padre hospedero, asintió con gesto ausente. En su cabeza sólo había lugar para el hermano Johannes y la misteriosa carta de despedida que ocultaba, junto al pergamino, en su jubón.

—¿Sabíais que el papa Juan ha convocado un concilio?

—Sí, ya lo he oído, hermano Atanasio. Y además en Alemania. ¿Por qué allí y no en otro lugar?

El monje se encogió de hombros, luego sirvió vino en dos copas con una jarra y le tendió una a Afra.

—El papa —señaló el monje— es muy dueño de convocar un concilio en el lugar del mundo que desee. Pero, como es natural, el lugar donde obispos y cardenales se reúnen con el fin de abordar un asunto determinado guarda relación con dicho asunto.

—¿Y eso en el caso de Constanza significa…?

—Bueno, que por lo visto hay algún asunto espinoso en Alemania que está planteando problemas a la Iglesia. Curioso.

—¿Qué es lo que es curioso, hermano Atanasio?

—Hace pocas semanas, a través de un hermano que regresó de Pisa, conocimos la noticia de que el papa Juan había convocado un concilio. En Italia, según nos dijo, no se habla de otra cosa. Sin embargo, la verdadera razón de fondo está siendo objeto de especulaciones. Porque, oficialmente, en el orden del día hay dos temas a tratar. El primero de ellos es el Cisma, pues como sabéis, en estos tiempos la Santa Madre Iglesia nos ha bendecido con tres vicarios de Dios en la Tierra.

—Sí, de eso sí estoy al corriente. ¿Y el segundo tema?

—Un fenómeno lamentable de estos tiempos nuestros tan libertinos. En Praga hay un infame hereje, teólogo para colmo, y rector de la universidad de la ciudad. Se llama Hus, Jan Hus. Predica contra la riqueza de la Iglesia y de los monasterios, como si no fuéramos ya lo bastante pobres. Hábil como un encantador de serpientes, las gentes lo siguen encandiladas allá donde vaya.

—Sin embargo es bien cierto que la Iglesia posee una enorme riqueza y que no todos los monasterios están tan necesitados como Montecassino. También vuestra abadía ha conocido tiempos mejores.

—En eso lleváis razón —repuso el hermano Atanasio—, lleváis razón. El caso es que hace un par de años el papa decidió excomulgar a Jan Hus con la esperanza de poner fin así a tanta calamidad, pero logró el efecto contrario. A partir de entonces la gente está más pendiente todavía de la boca de Hus, y los checos están a punto de escindirse de la Santa Iglesia romana.

—Pero si la Iglesia otorga tanta importancia a ese tal Hus y a su doctrina, ¿por qué no se ha convocado el concilio en Praga?

—¡Eso es lo curioso! —El hermano Atanasio rellenó las copas—. Nadie se explica por qué el concilio se va a celebrar precisamente en Constanza.

—El monje bebió un gran trago y se quedó mirando al vacío, como si allí fuera a hallar la explicación.

Durante la charla con el hermano Atanasio, Afra no dejó de quebrarse la cabeza sobre qué podría haberle sucedido al cadáver del hermano Johannes, pero no se atrevió a preguntarle al hospedero. En todo caso, la decisión estaba tomada: al día siguiente, con las primeras luces, abandonaría el monasterio de Montecassino y emprendería el viaje de regreso a casa con el pergamino.

Afra se iba a retirar ya, pero, al levantarse de la mesa, el monje la agarró de la manga.

—Tengo algo que deciros —balbució con la lengua espesa.

Afra se volvió y halló un rostro achispado de ojos vidriosos.

—Vos conocéis al hermano Johannes, al alquimista.

—Desde luego. Hoy no lo he visto en todo el día. Me figuro que estará recluido en su laboratorio, ocupado con alguno de sus complicados experimentos —dijo Afra haciéndose la despistada.

—El hermano Johannes está muerto —repuso el monje.

—¿Muerto? —exclamó Afra con fingida sorpresa.

El hermano Atanasio se llevó el dedo a los labios.

—El alquimista ha puesto fin a su vida por voluntad propia. ¡Un pecado mortal según los dogmas de la Santa Madre Iglesia!

—¡Cielo santo! ¿Y por qué lo ha hecho?

El monje meneó la cabeza.

—No lo sabemos. Algunas veces daba la impresión de que el hermano Johannes no era de este mundo. Pero probablemente eso tenía más que ver con sus investigaciones. Se complicaba en asuntos que rozaban los límites de la existencia humana, asuntos en los que es mejor no entrometerse.

—¿Y cómo se ha…?

—¡Veneno! Se debe de haber bebido uno de los muchos elixires que había elaborado en su laboratorio.

—¿Y estáis seguro de que se ha quitado la vida él mismo?

El hermano Atanasio asintió con un vehemente movimiento de cabeza.

—Totalmente. De ahí que su cuerpo no vaya a hallar descanso eterno en el sepulcro de los monjes del monasterio. Quien se arrebata la vida no puede, según las normas de la Santa Madre Iglesia, recibir sepultura en sagrado.

—Una práctica un tanto severa, ¿no os parece?

El viejo monje torció el gesto como queriendo decir «Según se mire». Luego respondió en un tono frío y sin el menor asomo de compasión:

—Han arrojado sus restos mortales por el muro trasero del monasterio y después los han enterrado entre los matorrales.

—¿Y a eso le llamáis vos amor al prójimo? —exclamó Afra indignada. Acto seguido, se levantó y se marchó del comedor sin decir una palabra.

El hermano Atanasio se aguantó la pesada cabeza con las manos y siguió a Afra con una mirada inexpresiva.

Al despuntar el alba al día siguiente, Afra engarzó los aparejos de su corcel al carro y abandonó el monasterio de Montecassino en dirección norte.