Anno Domini 1400: Un frío verano
Al acercarse el momento del alumbramiento, Afra, la criada del gobernador imperial Melchior von Rabenstein, tomó la cesta con la que acostumbraba a recoger setas y, haciendo acopio de sus últimas fuerzas, se internó en el bosque situado detrás de la hacienda. Nadie había instruido a aquella joven de largas trenzas en las prácticas que había menester para el alumbramiento. Hasta aquel día, la preñez de la muchacha había pasado del todo inadvertida, pues ésta se las había ingeniado para ocultar bajo sus holgados y gruesos ropajes a la criatura concebida en su seno.
En la última fiesta de la cosecha había sido fecundada por Melchior, el gobernador, en el henil del silo grande. El mero recuerdo le provocaba náuseas, como si hubiera ingerido agua putrefacta o un pedazo de carne agusanada. En su memoria había quedado grabada de forma indeleble la imagen del viejo lascivo, de dientes ennegrecidos y roídos cual madera carcomida, abalanzándose sobre ella con los ojos desorbitados por la lujuria. El muñón de la pierna izquierda —a la que el viejo llevaba asida, por encima de la rodilla, una pata de palo— se meneaba de excitación como el rabo de un perro. Tras el brutal episodio, el gobernador amenazó con expulsarla de sus dominios si osaba desvelar una sola palabra de lo sucedido.
Abatida y mancillada, Afra guardó silencio. Tan sólo confesó lo ocurrido al sacerdote, con la esperanza de obtener la remisión de su pecado. Ciertamente aquello le supuso cierto alivio, al menos en un primer momento, y cada día, durante tres meses, rezó cinco padrenuestros en penitencia y otros tantos avemarías. Mas al advertir las consecuencias que había acarreado la atrocidad cometida por el gobernador, una ira desesperada se apoderó de ella. Pasó noches y noches llorando su desventura hasta que, durante una de aquellas interminables vigilias, resolvió deshacerse del bastardo en el bosque.
En aquel instante, Afra, guiada por su instinto, se hallaba agarrada a un árbol con los brazos extendidos y las piernas abiertas, a la espera de que el ser indeseado cayera al suelo, como si de un ternero se tratara. Los partos de las vacas sí que los conocía bien.
Del tronco húmedo de aquel abeto rojo brotaban armillarias, unos hongos amarillos que emanaban un fuerte olor. Las fuertes punzadas amenazaban con desgarrarle el vientre y, para contener los gritos, la muchacha se mordió el antebrazo. Inhaló aire por la nariz de forma temblorosa y, por un momento, el olor de los hongos le produjo un efecto anestesiante. Éste se prolongó hasta que aquella cosa engendrada en su seno cayó pesadamente sobre la alfombra de musgo que cubría el suelo del bosque: el niño tenía el cabello oscuro y ensortijado, como el del gobernador, y una voz tan potente que despertó en ella el temor a ser descubierta.
Afra tiritaba de frío, temblaba de miedo y debilidad, y no podía pensar con claridad. La idea de golpear la cabeza del recién nacido contra un árbol, tal como había visto hacer toda la vida con los conejos, se le desvaneció de la mente. ¿Cómo debía actuar? Turbada, se quitó una de las dos faldas que llevaba, la rasgó y limpió la sangre del pequeño. Al recorrer el cuerpo de la criatura descubrió algo extraño, aunque en un primer momento apenas le prestó atención, convencida de que su estado de conmoción la había traicionado al contar. Acto seguido repitió el proceso una y otra vez: de la mano izquierda del niño salían seis deditos diminutos. Afra se asustó. ¡Una señal del cielo! ¿Qué podía significar?
Arrebatada, envolvió al recién nacido en un gran trozo de tela sobrante, lo depositó en la cesta y, para protegerla de los animales salvajes, la colgó en una rama del abeto, la misma rama sobre la que se había sentado durante el alumbramiento.
El resto del día Afra lo pasó en el establo, en compañía de los animales, para evitar las miradas de los demás sirvientes. Quería estar a solas con sus pensamientos y reflexionar sobre el inquietante misterio de la señal divina: seis dedos en una mano. Definitivamente, había descartado el plan de matar al recién nacido.
Por la Biblia, Afra conocía la historia del pequeño Moisés, quien, abandonado por su propia madre, navegó Nilo abajo hasta caer en manos de una princesa que lo recogió y le dio una educación cortesana. El río discurría a dos horas escasas de camino, pero ¿cómo iba a llevarlo hasta allí sin ser vista? Además, todavía no disponía de un recipiente adecuado que pudiera servir al niño de barquichuela.
Sumida en aquel remolino de cavilaciones, al caer la noche la criada se dirigió a la zona de servicio. Todo esfuerzo por dormir fue en vano, pues a pesar de que el secreto alumbramiento la había dejado exhausta, no logró conciliar el sueño. Era incapaz de apartar de su mente al pequeño, colgado de una rama, indefenso. Lo más probable era que estuviera aterido de frío en la cesta y que su llanto acabara atrayendo a hombres y animales. Afra habría deseado levantarse y abrirse camino a través de la oscuridad para custodiarlo. Pero vio que era demasiado arriesgado.
Presa de una gran inquietud decidió que a la mañana siguiente ya encontraría el momento oportuno para alejarse de la casa sin ser vista. Fue hacia mediodía cuando Afra vio la oportunidad de escabullirse, y entonces se internó en el bosque, en dirección al lugar donde había dado a luz. Al detenerse, casi sin aliento, buscó la rama de la que había colgado la cesta con el recién nacido. En un primer momento creyó que los nervios la habían llevado al lugar equivocado, pues no halló ni rastro de la cesta. Afra trató de orientarse. No sería de extrañar que los acontecimientos del día anterior le hubieran distorsionado el recuerdo exacto del lugar. Se disponía ya a emprender el camino en otra dirección cuando le llegó el penetrante olor de las armillarias y, al bajar la vista hacia el suelo, descubrió la oscura mancha de sangre sobre el musgo.
Durante los siguientes días Afra se adentraba casi a diario en el bosque para averiguar el paradero de su hijo. A la doncella le decía que salía a buscar setas. Y cada día recogía un buen puñado de anaranjados rebozuelos, carnosos boletos, estrofarias con brillantes sombreros y armillarias color miel, tantas como era capaz de cargar; sin embargo, el bosque no le deparó ni una pista, ni una sola señal que indicara qué podía haberle sucedido al recién nacido, ni un asomo de paz interior.
Así transcurrió todo el año, llegó el otoño y el sol bajo tiñó las hojas de rojo y la pinaza de marrón. El musgo absorbía como una esponja la fría humedad, el camino a través del bosque era cada vez más fatigoso, y, poco a poco, las esperanzas de Afra de hallar señales de vida del pequeño se fueron desvaneciendo.
Pasaron dos largos años, pero, aunque las heridas que inflige la vida acostumbran a cerrarse con el tiempo, Afra no había superado el terrible suceso. Cada encuentro con Melchior, el gobernador, reavivaba sus recuerdos. Por eso salía despavorida en cuanto oía a lo lejos el odioso y sordo golpeteo de su pata de palo. También Melchior evitaba el trato con ella, o al menos así había sido hasta aquel otoñal día de septiembre en que Afra, subida al gran árbol situado tras el henil, recogía las verdes y escuálidas manzanas a las que el frío y lluvioso verano no había dejado medrar. Enfrascada como estaba en la fatigosa labor, Afra no se percató de que el gobernador se había deslizado con sigilo hasta allí y, al pie de la escalera, escudriñaba bajo su falda con ojos ávidos. Y como para ella la ropa interior era algo desconocido, se llevó un susto de muerte al percatarse de la insidiosa mirada del hombre.
Lejos de avergonzarse, Melchior ordenó a la criada con aspereza:
—¡Baja de ahí ahora mismo, maldita buscona!
Amedrentada, Afra acató la orden, pero cuando el licencioso gobernador trató de atraerla hacia sí y forzarla, ella se defendió encolerizada y le golpeó con el puño en la cara, de tal suerte que su nariz comenzó a sangrar a chorro, como un cerdo recién sacrificado, y su adusto rostro quedó rojo por completo. El iracundo gobernador no pareció amilanarse, pues no sólo no dejó escapar a Afra, sino, bien al contrario, la arrojó al suelo totalmente fuera de sí, le cubrió la cara con la falda y, llevándose la mano a la bragadura, se sacó el miembro de las calzas.
—¡Sigue, sigue! —gimió Afra—. ¡Así lograrás traerme por segunda vez la desdicha, y con ella la tuya!
Por un instante Melchior se quedó inmóvil, como si hubiera vuelto en sí. Afra aprovechó la ocasión para espetarle:
—Tu último desliz no fue sin consecuencias: ¡un niño de cabellos exactamente igual de crespos que los tuyos!
Melchior la miró titubeante.
—¡Mientes! —gritó al fin, y agregó—: ¡Maldita buscona! —Y dicho eso se apartó de ella. Mas no con la intención de averiguar más detalles, sino sólo para reprenderla e injuriarla—. Miserable ramera, ¿acaso crees que no sé a qué estás jugando? ¡Con tu palabrería no pretendes otra cosa que chantajearme! ¡Pero yo te enseñaré a tratar a Melchior el gobernador, bruja traidora!
Afra se estremeció. Todo el mundo se estremecía con sólo oír la palabra «bruja». Las mujeres y los curas se santiguaban. Bastaba la sola acusación de ser una bruja, y no era necesaria prueba alguna, para quedar sometida a la más despiadada de las persecuciones.
—¡Bruja! —repitió el gobernador y escupió al suelo. Luego se acomodó la ropa y se alejó a buen paso, cojeando.
Las lágrimas surcaban las mejillas de Afra, lágrimas de pura impotencia, mientras trataba de incorporarse. Desesperada, apoyó la frente contra la escalera y se deshizo en sollozos. Si el gobernador la acusaba de ser una bruja, la aguardaba un destino fatal al que no podría escapar.
Al cesar el llanto, Afra se miró asqueada. Tenía el jubón desgarrado y la falda y la blusa manchadas de sangre. Para evitar las preguntas, trepó hasta la copa del árbol y aguardó allí hasta el anochecer. Tras el repique de la campana de queda, que oyó desde la lejanía, se atrevió al fin a salir de su escondite y regresó a la casa.
Los pensamientos e imágenes que invadieron su mente no cesaron de atormentarla en toda la noche. Veía verdugos acechándola con hierros al rojo vivo y máquinas de madera con poleas y clavos prestos a torturar su joven cuerpo. Esa noche Afra tomó una decisión que cambiaría su vida.
Nadie se percató cuando, poco antes de la medianoche, Afra abandonó a hurtadillas las estancias del servicio. Sorteó con cautela todos los tablones sueltos que rechinaban y se dirigió, sin causar el más mínimo ruido que pudiera delatarla, a la empinada escalera que descendía en zigzag desde la buhardilla. Con sigilo, hizo un hatillo en el vestidor de las criadas y cogió un par de zapatos que encontró a tientas en la oscuridad. Descalza, salió de la casa por la puerta de atrás.
Una vez fuera, envuelta en la neblina que cubría el patio como un tupido velo, se dirigió hacia el gran henil. Aunque la niebla ocultaba la Luna y las estrellas, Afra avanzaba con paso firme. Sus pies conocían el camino. Al llegar a la pequeña entrada situada junto al portón, descorrió el pasador de madera y abrió la portezuela. Hasta ese día, no había reparado en que los goznes de esa portezuela chirriaban como un gato al que le hubieran pisado la cola. El chirrido le pegó un susto de muerte, y, cuando uno de los seis perros del gobernador comenzó a ladrar, un escalofrío le recorrió el cuerpo. Afra se quedó inmóvil, con el corazón en un puño. Milagrosamente, los ladridos del perro cesaron. Nadie parecía haberlos oído.
Afra fue hasta la parte trasera del pajar, cuyo suelo se hallaba cubierto por tablones de madera para proteger el heno de la humedad. Allí, bajo el último tablón se encontraba escondida su valiosísima y única pertenencia. A pesar de que en el henil la negrura era total, avanzó a tientas hasta el escondite, pisó descalza un ratón o una rata, que huyó con un estridente chillido, levantó el tablón de madera y extrajo un cofre plano envuelto en un pedazo de arpillera. No había para ella nada más valioso en el mundo. Procurando no hacer ruido, Afra abandonó la casa del gobernador, que había sido su hogar desde los doce años.
Debía tener en cuenta que a primera hora de la mañana descubrirían su ausencia, aunque Afra estaba convencida de que nadie la buscaría. Ya había sucedido así hacía tres años, cuando la vieja Gunhilda no regresó al acabar sus labores de labranza, y nadie se preocupó de buscarla, hasta que sólo por casualidad el cazador del gobernador halló su cadáver colgado de un tilo. Gunhilda se había ahorcado.
Tras una hora de camino a través de la oscuridad levantó la niebla, y Afra, que había echado a caminar hacia el oeste por la linde del bosque, trató de orientarse. No sabía hacia dónde quería dirigirse. Sólo deseaba alejarse, alejarse todo cuanto pudiera de Melchior, el gobernador. Aterida de frío se detuvo y aguzó el oído.
En alguna parte resonaba un ruido extraño, no muy distinto de los alegres murmullos y gorgoteos de un niño pequeño. Al avanzar en esa dirección Afra encontró un arroyo. Un frío glacial emanaba del agua, y aunque ella deseaba llenar sus pulmones de aire fresco, la respiración se le entrecortaba. Ya no le quedaban fuerzas. Había caminado descalza y ya no resistía el dolor de pies, pero no se atrevía a calzarse los valiosos zapatos que llevaba en el hatillo.
Afra se tumbó al pie de un vigoroso sauce, a la vera del susurrante caudal del arroyo. Estiró las piernas y se arrebujó en el vestido. Y mientras dormitaba, se preguntó si no se habría precipitado al huir.
Ciertamente Melchior von Rabenstein era un repugnante depravado, y quién sabe cuántas calamidades le habría hecho pasar; pero ¿habría sido peor que morir de hambre o de frío en medio del bosque? No tenía qué comer, ni techo donde guarecerse, y ni siquiera sabía adonde ir. Pero no acabaría sus días en la hoguera, acusada de brujería. Sacó de su hatillo un mantón de grueso paño, se tapó con él y trató de serenarse.
Sabía que de ninguna manera se dormiría. La atormentaban demasiados pensamientos. Cuando al fin, tras esa noche interminable, abrió los ojos, el arroyo murmuraba a sus pies bajo la luz del alba. Del agua emanaban unos vapores blanquecinos. Olía a pescado y a podredumbre.
Afra jamás había visto un mapa, mas había oído hablar de la existencia de esos pergaminos donde los ríos y los valles, las ciudades y las montañas aparecían dibujados a vista de pájaro, a un tamaño minúsculo: ¿milagro o brujería? Afra contemplaba indecisa el torrente de agua.
«El arroyo —se dijo— ha de desembocar por fuerza en alguna parte». Y decidió seguir el curso de la corriente. «Todo arroyo acaba en un río y a la orilla de todo río hay una ciudad». De modo que recogió el hatillo y siguió el serpenteante cauce del arroyo.
A la izquierda del camino brillaba el rojo de los arándanos que crecían en el bosque. Afra recogió un puñado y, con la mano ahuecada, se lo llevó a la boca. Tenían un sabor ácido, pero eso le levantó el ánimo y apresuró el paso, como si alguien la esperara a una hora concreta en algún lugar.
Debía de ser mediodía. Afra habría recorrido unas quince millas cuando avistó el imponente tronco de un árbol caído que, atravesado en mitad del arroyo, hacía las veces de puente. En la otra orilla se abría una vereda que discurría hasta un claro.
Una voz interior aconsejó a Afra no cruzar el arroyo, y, dado que, de todos modos, no se dirigía a ningún lugar en particular, reanudó el camino, sin abandonar el margen del arroyo, hasta que olió a humo, una señal infalible de presencia humana.
Afra reflexionó acerca de cómo debía responder a las cuestiones que le plantearan. La aparición de una joven, vagando sola, suscitaría preguntas al instante. No era muy ingeniosa inventando historias, la vida sólo le había enseñado la cruda realidad, de forma que decidió contar simple y llanamente la verdad: que el gobernador la deshonraba y que ella había huido de sus abusos y que estaba dispuesta a aceptar cualquier trabajo que le procurara pan y techo.
No había concluido todavía ese pensamiento cuando el bosque que la había acompañado la noche y gran parte del día acabó de modo abrupto y dejó paso a unos vastos prados. En medio de los pastizales se levantaba un molino, y el constante golpeteo de las palas de la rueda contra el agua podía oírse a media milla. A lo lejos, Afra divisó un carro tirado por bueyes, cargado de henchidos costales, que se alejaba en dirección sur. Todo allí transmitía tal sensación de paz que, sin pensarlo dos veces, echó a andar decididamente hacia el molino.
—Eh, ¿quién eres y qué andas buscando?
Por el piso de arriba de la vieja casa de madera asomó una cabeza con los cabellos cubiertos de polvo blanco y una amable sonrisa en el rostro.
—¿Sois el molinero de esta magnífica finca? —exclamó Afra levantando la vista y, sin esperar la respuesta, añadió—: ¿Me concedéis unas palabras?
La oronda cabeza desapareció tras el hueco de la ventana, y Afra se dirigió a la puerta. Al cabo de un instante salió una mujer de brazos regordetes y gruesa figura. Con gesto desafiante, cruzó los brazos y, antes de abrir la boca, miró a Afra como a un intruso. Al cabo de unos instantes, el molinero apareció por detrás de la mujer, mas al advertir el adusto gesto de su esposa, mudó inmediatamente su afable expresión por otra más hostil.
—¿Otra vez una de esas gitanas de las Indias? —dijo con una sonrisa maliciosa y un tanto despectiva—. De esas que no hablan nuestro idioma ni están bautizadas, como los judíos. Aquí no damos nada. ¡Y mucho menos a esas gentes!
Los molineros eran conocidos por su tacañería —bien sabe Dios a qué se debía esa actitud—, pero Afra no se dejó amilanar. Sus cabellos oscuros y su piel morena, por el trabajo al aire libre, podían hacer creer que, en efecto, pertenecía al pueblo gitano, proveniente de Oriente, que estaba invadiendo aquellos territorios como una plaga de langostas.
De ahí que Afra respondiera con determinación y casi con cierta indignación:
—Conozco vuestro idioma tan bien como vos, de igual forma que recibí el bautismo, si bien es cierto que no tanto como en vuestro caso. ¿Me escucharéis ahora?
En ese instante la hosquedad de la molinera se trocó por completo, y dijo con tono amable:
—No te tomes a mal sus palabras. Es un hombre bueno y devoto. Pero, a decir verdad, el Señor no nos libra ni un solo día de esas gentes de mal vivir que vienen a mendigar. Si a todos los que han pasado por aquí les hubiéramos dado algo, ya no nos quedaría pan que llevarnos a la boca.
—Yo no vengo a mendigar —respondió Afra—, sino en busca de trabajo. Sirvo desde los doce años y he aprendido a trabajar.
—¡Otra boca más bajo mi techo! —exclamó el molinero, enojado—. Tenemos dos jornaleros y cuatro pequeñas bocas hambrientas que alimentar. ¡No! ¡Márchate y no nos hagas perder más el tiempo! —le espetó señalando con la mano hacia el camino por el que había venido Afra.
Afra comprendió que el molinero no podía procurarle sustento y ya se disponía a despedirse cuando la mujer apartó a un lado a su esposo, reclamándole comprensión:
—Una criada me resultaría de gran ayuda, y si es trabajadora, ¿por qué no íbamos a emplear sus servicios? No me da la impresión de que quiera engañarnos.
—Haz como quieras —replicó el molinero, molesto, y se retiró al interior de la casa para reanudar su labor.
La oronda molinera se encogió de hombros con ademán de disculpa.
—Es un hombre bueno y devoto —repitió, y subrayó su aseveración con un vehemente asentimiento de cabeza—. ¿Y tú?, ¿cómo te llamas?
—Afra —respondió ésta.
—¿Y qué hay de tu devoción?
—¿De mi devoción? —repitió Afra, turbada. Hacía tiempo que no cultivaba su devoción. Debía admitirlo. Se sentía manifiestamente descontenta con el Señor por las tantas y tan terribles calamidades que había tenido que padecer. En toda su vida no había cometido una sola falta, había observado fielmente los preceptos de la Iglesia y había confesado pecados menores y cumplido penitencia por ellos. ¿Por qué, entonces, Dios la había sometido a tanto sufrimiento?
—Se diría que no la cultivas con mucho fervor —comentó la molinera tras advertir la indecisión de Afra.
—¡No digáis tal cosa! —se enojó ésta—. He recibido todos los santos sacramentos que corresponden a mi edad, y hasta puedo recitar el avemaría en latín, algo que ni siquiera muchos curas saben hacer. —Y sin esperar a la reacción de la molinera, comenzó a rezar—: Ave Maria, gratia plena, Dominus tecum, benedicta tu in mulieribus, et benedictus fructus ventri tui…
La molinera la miró de hito en hito y juntó las manos ante sus inmensos pechos en actitud de orar. Cuando Afra hubo acabado, la mujer le pidió vacilante:
—Jura por Dios y por todos los santos que jamás has robado y que no has cometido ninguna otra falta, ¡Júralo!
—¡No veo por qué no! —repuso Afra alzando la mano derecha—. La razón por la que he llamado a vuestra puerta es la impiedad del gobernador, quien me impuso su voluntad por la fuerza y me arrebató la virginidad.
La molinera se santiguó varias veces. Después aseveró:
—Eres fuerte, Afra. Sin duda podrás servirnos.
Afra asintió y siguió a la molinera al interior de la casa, donde cuatro niños —el más pequeño debía de tener dos años escasos— correteaban de acá para allá. Cuando repararon en la desconocida, la mayor, una chiquilla de unos ocho años, exclamó:
—¡Una gitana, una gitana! ¡Fuera de aquí!
—No te tomes a mal los comentarios de los niños —se excusó la oronda molinera—. Los he aleccionado para que se mantengan siempre alejados de los extraños. Como te conté antes, hay mucha gentuza hambrienta merodeando por las cercanías. Tienen la mano muy larga y no se detienen ni ante los niños, con los cuales hacen verdadero negocio.
—¡Fuera la bruja extranjera! —repitió la mayor—. Me da miedo.
Haciendo uso de buenas palabras Afra trató de congraciarse con los niños, mas al intentar acariciar la mejilla de la mayor, la chiquilla le arañó la cara y gritó:
—¡No me toques, bruja!
Finalmente terció la madre, quien tranquilizó los ánimos de los desbocados chiquillos, y a Afra le fue asignado un rincón en la enorme y sombría estancia que ocupaba todo el piso superior del molino. Allí Afra depositó su hatillo ante la recelosa mirada de la molinera.
—¿Cómo llega una joven criada como tú a rezar el avemaría en latín? —inquirió la gruesa mujer, a quien la recitación de Afra no había dejado muy tranquila—. ¿No será que has huido de un convento, que es donde se aprenden esas cosas?
—No os apuréis, molinera —se rió Afra sin responder a la pregunta—, todo cuanto os he contado es la verdad.
El caserón retumbaba con el sordo golpeteo del mecanismo del molino, interrumpido sólo por el murmullo espumoso de las aguas, que caían desde las palas de la rueda en cascada. Durante las primeras noches Afra no logró conciliar el sueño, mas poco a poco se fue acostumbrando a los nuevos ruidos, y el tiempo le permitió también ganarse la confianza de los hijos del molinero. Los mozos la trataban con gentileza, y todo parecía marchar a las mil maravillas.
Sin embargo, por santa Cecilia y santa Filomena, llegaron las desgracias. Unos densos y oscuros nubarrones se extendieron sobre la tierra, impelidos por el gélido viento. Al principio comenzó a llover tímidamente, después con mayor intensidad y finalmente se abrieron las cataratas del Cielo. El arroyo, cuyo caudal impulsaba el molino y cuya anchura normalmente no superaba los diez palmos, se desbordó y quedó convertido en un impetuoso río.
Como medida de emergencia, el molinero abrió el aliviadero y los mozos cavaron a todo correr una zanja para repartir el turbulento torrente de aguas marrones. El molinero contemplaba con pánico cómo la gigantesca rueda del molino giraba cada vez más y más rápido.
Tras cuatro días y cuatro noches los cielos se sosegaron y la lluvia cesó; mas el arroyo continuaba creciendo y hacía girar la rueda del molino a una velocidad vertiginosa. Por las noches el molinero se levantaba varias veces a embadurnar los ejes de madera de sebo de buey, y, cuando éste ya creía que lo peor había pasado, en la madrugada del sexto día se desencadenó la catástrofe.
Fue como si temblara la tierra. Con un estrepitoso chasquido, la rueda quedó partida en tres. Sin nada que opusiera resistencia, el agua ascendió y anegó la planta baja del molino. Por suerte, todos se habían refugiado en el piso superior. Los niños, asustados, se arrimaron a la falda de su madre, que murmuraba una oración, la misma oración una y otra vez. Afra también sintió miedo, y éste la impulsó a agarrarse de Lambert, el más viejo de los mozos.
—¡Tenemos que salir de aquí! —exclamó el molinero, tras bajar a echar un vistazo en el piso inundado—. El agua está desgastando los cimientos. Es sólo cuestión de tiempo que el molino se venga abajo.
En ese instante la molinera elevó las dos manos juntas por encima de su cabeza y exclamó con voz llorosa:
—¡Santa Madre Marta, ayúdanos!
—¡No creo que eso vaya a resultarnos de mucha utilidad! —gruñó el molinero. Luego se volvió hacia Afra y le dijo con tono autoritario: Encárgate tú de los niños, yo iré a ver qué enseres puedo rescatar.
Afra cogió al más pequeño en brazos y agarró de la mano a la mayor. Con extremo cuidado descendió las empinadas escaleras.
La planta de abajo se había convertido en un burbujeante remolino. Dos escabeles, zuecos de madera y una docena de ratas y ratones flotaban en las sucias aguas marrones. El apestoso caldo le llegaba a Afra a las rodillas. Mientras apretaba al pequeño contra su pecho, la hija mayor apretaba la mano de Afra con tanta fuerza que le hacía daño. Sin derramar una sola lágrima, la niña gimoteaba por lo bajo.
—¡Ya casi hemos llegado! —exclamó Afra para animar a la criatura.
A cierta distancia del molino había un carro de los que empleaban los labriegos de los alrededores para acarrear los sacos de grano. Afra subió a los niños al carro y les ordenó que no se movieran de allí. Ella regresó al molino. Tenía que subir a buscar a los otros dos niños. El peso de la falda empapada estuvo a punto de tirarla al suelo cuando se adentró de nuevo en el agua. Ya casi había alcanzado las escaleras cuando se topó con la molinera y los otros dos niños.
—¿Para qué has vuelto a entrar? —le gritó ésta enojada.
Afra no respondió y dejó pasar a la mujer y a los hijos. Luego se dirigió nuevamente al piso de arriba, donde el molinero y los mozos hacían acopio de todos los bienes y enseres.
—¡Vete, la casa puede derrumbarse en cualquier momento! —le ordenó el molinero.
Entonces Afra oyó que crujía la cubierta. De la sillería que había entre las vigas de madera caían piedras. Presos del pánico, los mozos echaron a correr hacia las escaleras y desaparecieron.
—¿Dónde está mi hatillo? —gritó Afra con desesperación.
El molinero meneó la cabeza con enojo y le señaló el rincón donde pocos días antes Afra había depositado sus pertenencias. Como si de un tesoro se tratara, Afra abrazó el hatillo contra su pecho y se detuvo unos instantes.
—¡Que Dios te ampare! —La voz del molinero, que ya se encontraba bajando las escaleras, devolvió de golpe a Afra a la realidad. De pronto tuvo la sensación de que el molino entero se tambaleaba, como un barco sobre un mar embravecido. Agarrada al hatillo, se dirigió a las escaleras, avanzó tres o cuatro pasos y el techo se resquebrajó sobre su cabeza. Las vigas que aguantaban la cubierta se rompieron por la mitad y, como briznas de paja tronchadas, se precipitaron al suelo en medio de una gran polvareda.
A Afra le alcanzó una viga en la cabeza y, por un instante, cuando creía que iba a perder el conocimiento, notó que una mano la agarraba con fuerza del brazo derecho y tiraba de ella. Finalmente al salir a terreno seco, se desplomó.
Como entre sueños, Afra vio que el molino comenzaba a bambolearse ante sus ojos y muy lentamente, como un toro que acabara de ser sacrificado, se derrumbaba hacia el lado donde yacía la rueda del molino destrozada. Un chasquido horrible, que recordaba al de un árbol arrancado de cuajo por una tormenta, estremeció a Afra. Luego se hizo el silencio, un silencio sepulcral. Sólo se oía el gorgoteo del agua.
De forma inesperada el sol asomó tras las nubes bajas e iluminó una imagen espeluznante. Los restos del molino sobresalían como un islote en el agua, que formaba un remolino burbujeante. El molinero contemplaba la estampa impasible, como incapaz de asimilar todavía lo sucedido. Su esposa sollozaba con el rostro entre las manos. Los niños miraban asustados a sus padres. Uno de los mozos continuaba agarrando a Afra por el brazo. De los escombros de la casa emanaba un brutal olor a podredumbre. Entre chillidos, las ratas luchaban por ponerse a salvo.
El arroyo tardó en decrecer todo el día y la noche siguiente, que pasaron en una cabaña de madera junto al molino. Nadie dijo una sola palabra, ni siquiera los niños.
El molinero fue el primero en recuperar el habla:
—Así son las cosas —comenzó a decir con gesto de desesperación y la mirada gacha—. Ni techo, ni pan que llevarse a la boca, ni ganancias. ¿Qué va a ser de nosotros?
La molinera meneó la cabeza.
Dirigiéndose a Afra y a los mozos, el molinero agregó con voz queda:
—Seguid vuestro camino y buscaos un nuevo cobijo, un lugar donde podáis salir adelante. Nosotros, como veis, lo hemos perdido todo. Nuestros hijos son lo único que nos queda y no sé cómo los voy a alimentar. Debéis entender…
—¡Por supuesto que te entendemos, molinero! —intervino Lambert. Sus rubicundos y encrespados cabellos apuntaban en todas direcciones. Su edad exacta ni él mismo la sabía, pero las bolsas bajo sus ojos revelaban que ya no podía contarse entre los más jóvenes.
—Sí —asintió el otro mozo, de nombre Gottfried y quien, al contrario que Lambert, era más bien pueril y parco en palabras. El chico, un palmo largo más alto que su compañero, ancho de hombros y barbudo, de largos cabellos lisos, tenía un aspecto más propio de ciudad que de mozo de un molinero.
Afra asintió. No sabía cómo iba a salir adelante y le resultaba difícil contener las lágrimas. Durante unos días había logrado llevar una vida normal, con un trabajo, un techo y comida. Se habían portado bien con ella. Pero ¿ahora?
A la mañana siguiente, muy temprano, Afra partió con los mozos del molinero. Gottfried conocía a un labriego cuya granja, ya fuera del valle, se alzaba en lo alto de una colina. A pesar de ser glotón, tacaño y altivo como un pavo real —de ahí que lo llamaran Paul el Pavo—, cuando Gottfried había ido a buscar el grano para la molienda, le había ofrecido pan y trabajo si, llegado el momento, decidía cambiar de oficio.
De camino a la granja del altivo labriego apenas entablaron conversación. Sólo después de muchas horas, Lambert se embarcó en un vivido relato de su vida y, sobre todo, de sus sueños; pero ni Gottfried ni Afra le prestaron demasiada atención. Ya tenían suficientes preocupaciones.
En un momento dado Lambert interrumpió su monólogo y preguntó de pronto:
—Dime, Afra, ¿cómo es que deambulabas por ahí completamente sola, como una fugitiva? No es habitual en jovencitas de tu edad, y resulta peligroso.
—No creo que lo sea más que la vida que llevaba hasta entonces —respondió Afra cortante, y Gottfried se volvió hacia ella sorprendido.
—Hasta la fecha no has contado nada de tu vida.
—¿Qué os importa a vosotros? —repuso Afra agitando la mano.
La respuesta dejó pensativo a Lambert, quien quedó definitivamente sumido en el silencio. Durante al menos una milla caminaron uno detrás de otro sin abrir la boca hasta que Gottfried, que encabezaba la marcha, se detuvo y se quedó mirando hacia el valle, por el que un tropel de hombres avanzaba hacia ellos.
Gottfried se agachó y les hizo a los otros dos una señal para que hicieran lo mismo.
—¿Qué significa esto? —preguntó Afra entre susurros para que su voz no pudiera delatarlos.
—No lo sé —respondió Gottfried—, pero si se trata de una banda de mendigos, de esos que recorren la región desvalijando y saqueando cuanto encuentran a su paso, ¡que Dios nos ampare!
Afra se asustó. Las historias que circulaban sobre las hordas de mendigos eran estremecedoras. Al parecer pasaban por los poblados en grupos de cien o doscientos hombres. Llegaban sin pertenencias ni trabajo, pero no vivían, ni mucho menos, de la mendicidad, sino que arramblaban con todo lo que necesitaban. A las gentes que se cruzaban en su camino las desnudaban para robarles las ropas, a los pastores les arrebataban el ganado, y a quien tuviera un mendrugo y se negara a entregárselo, lo apaleaban hasta matarlo.
La horda avanzaba hacia ellos con gran algarabía. En total debía de haber unas doscientas figuras desharrapadas que, armadas con largos palos y mazas, empujaban y tiraban entre todos de un carro con una jaula.
—Debemos separamos —se apresuró a decir Gottfried—, es lo mejor. Que cada uno corra en una dirección. Es el modo más fácil de dar esquinazo a esos maleantes.
En ese intervalo de tiempo los mendigos los habían descubierto, y ya corrían hacia ellos lanzando gritos salvajes.
Afra se levantó y, con el hatillo apretado contra el pecho, echó a correr tan rápido como pudo. Su objetivo era adentrarse en el bosque, situado a mano izquierda de un cerro. Gottfried y Lambert tomaron la dirección opuesta. Afra avanzaba casi sin aliento pues el camino era cada vez más empinado. Las obscenas increpaciones de los mendigos se oían más y más cerca. Afra no se atrevía a volverse, tenía que alcanzar la linde del bosque como fuera, o caería en manos de la temible caterva de mendigos. Lo que le depararía el destino si la atrapaban quedó claro cuando un palo pasó a toda velocidad rozándole la cabeza y cayó sobre el alfombrado suelo de hierba.
Por suerte los mendigos eran viejos y lentos, y mucho menos ágiles que Afra, de modo que ésta consiguió internarse en el bosque. Los vigorosos robles y los abetos le proporcionaron cierto cobijo, mas la joven continuó corriendo hasta que los gritos y las increpaciones de la caterva apenas podían oírse y finalmente se extinguieron. Al límite de sus fuerzas, Afra se desplomó al pie de un árbol, y sólo entonces, cuando la tensión del esfuerzo le cayó encima como una inmensa piedra, los ojos se le llenaron de lágrimas. Ya no sabía qué hacer.
Desorientada y sin importarle ya hacia dónde la llevara el sendero, Afra continuó caminando en la misma dirección que se había visto abocada a tomar en su huida. La idea de buscar a los mozos del molinero no le pareció adecuada. En primer lugar, era demasiado peligroso porque podría toparse de nuevo con la caterva de mendigos y, en segundo lugar, no se sentía del todo tranquila con ellos.
El bosque parecía interminable, pero tras recorrerlo durante medio día exprimiendo las últimas fuerzas que le quedaban, los árboles comenzaron a clarear y de pronto divisó un inmenso valle por cuya vaguada discurría el gran río.
Afra sólo conocía el cárstico y montuoso paisaje que rodeaba la finca del gobernador, y jamás había visto un valle tan inmenso, sobre el cual parecía abrirse un horizonte infinito. Los campos de cultivo y los pastizales se intercalaban, y abajo, en un meandro del río, se apiñaba, protegido por tres costados, un conjunto de edificios, unidos unos a otros como por murallas, como las torres de una fortaleza.
Afra bajó a paso ligero la leve pendiente de la ladera, directa hacia un carro de bueyes. Al acercarse distinguió media docena de mujeres vestidas con hábitos grises que trabajaban un campo. La aparición de la desconocida despertó su curiosidad y dos de ellas fueron a su encuentro. Realizaron un gesto con la cabeza, sin pronunciar una sola palabra.
Afra les devolvió el saludo y entonces preguntó:
—¿Dónde estoy? Vengo huyendo de una horda de mendigos.
—¿Y no te han hecho nada? —preguntó una de ellas. Era una mujer enjuta y entrada en años, de porte noble, a quien uno no habría creído capaz de desempeñar las duras tareas del campo.
—Soy joven y las piernas me responden —repuso Afra restando importancia al aterrador incidente—. Pero esos siniestros maleantes debían de ser unos doscientos.
Entretanto, las demás religiosas se habían acercado y rodeaban a la joven, intrigadas.
—Santa Cecilia es el nombre de nuestra abadía. ¡Seguro que has oído hablar de ella! —exclamó la monja enjuta.
Afra asintió, aunque jamás había oído hablar de un convento con tal nombre. Abochornada, se observó a sí misma. Los burdos ropajes habían quedado destrozados tras su huida a través del bosque y tenía los brazos y los dorsos de las manos con arañazos ensangrentados.
Al mirarla las monjas sintieron compasión, y la más anciana dijo:
—El día está declinando, ¡es hora de volver a casa! —Y dirigiéndose a Afra agregó—: Sube al carro. Debes de estar exhausta si vienes caminando desde tan lejos. Por cierto, ¿de dónde eres?
—Me ganaba el pan trabajando para el gobernador Melchior von Rabenstein —respondió Afra y se quedó mirando al infinito, indecisa sobre si debía dar más detalles. Al final, añadió—: Pero luego él abusó de mí y…
—No es preciso que continúes —apuntó la monja haciendo un gesto con la mano—. El silencio cura todas las heridas. —Cuando todas las monjas hubieron subido al carro y tomado asiento unas frente a otras, sobre los tablones, la carreta se puso en marcha. El trayecto transcurrió en un silencio incómodo. Afra tenía la desagradable sensación de que había hablado de más.
Santa Cecilia se encontraba, como todos los monasterios, en un paraje retirado, aunque fortificado como una ciudadela. El contorno trapezoidal de la gigantesca construcción rodeada por gruesos muros se adaptaba perfectamente al meandro del río. La puerta por el lado del río era más alta que ancha, claveteada y de arco ojival. Se hallaba ligeramente elevada, y la monja que llevaba las riendas de los bueyes azuzó a los animales con un látigo para que tomaran impulso en el repecho.
En el patio interior de la abadía las monjas se bajaron del carro y se marcharon una detrás de otra hacia un edificio de dos pisos situado a mano derecha, muy alargado y con esbeltas ventanas ojivales. La monja mayor permaneció junto a Afra, otra condujo la carreta hacia un cobertizo que había en la fachada principal del gran patio. Allí estaban los establos, con caballos, forraje y provisiones, carros y aperos, todo lo necesario para el abastecimiento del monasterio.
La iglesia, situada a mano izquierda, era el edificio más alto, aunque en el tejado, siguiendo la regla de la orden, se alzaban únicamente dos cumbreras en lugar de una torre. Los muros exteriores estaban andamiados con vigas y largos maderos unidos entre sí que servían como plataforma de trabajo. Las vigas de la cubierta se elevaban desnudas hacia el cielo como el esqueleto de un gigantesco pez. Unas estrechas escalerillas fabricadas con maderos desbastados comunicaban unos pisos con otros hasta el gablete. La iglesia en ruinas, erigida en un estilo antiguo, había de dejar paso a una nueva construcción.
A esas horas, con la caída del sol, ya habían cesado los trabajos. Los obreros se habían recogido en el poblado de cabañas levantado junto al muro occidental del monasterio, pues no estaba permitido que ningún hombre pasara la noche en el interior de la abadía.
Afra se asustó, pues la colosal puerta de hierro se cerró de golpe, como movida por una mano fantasmal, con gran estruendo.
—Debes de estar agotada —señaló la anciana monja, a quien el ruido pareció resultar tan familiar como la campanilla del Sanctus—, pero primero has de dirigirte a la abadesa y solicitar tu admisión, tal como ordena la regla. ¡Acompáñame!
Afra siguió a la monja con actitud solícita hacia el alargado edificio y depositó su hatillo a la entrada. Subieron por una empinada y serpenteante escalerilla, y llegaron a un largo pasillo abovedado con el techo de crucería y el suelo de sillares irregulares. Los ventanucos en forma de barquichuela que, acristalados con vidrieras emplomadas, apenas dejaban traspasar la luz durante el día, servían a esas horas del atardecer únicamente para orientarse. Al final del pasillo una monja vestida de blanco y con escapulario negro surgió de la oscuridad. Le hizo una señal a Afra para que la siguiera. La otra monja dio media vuelta en silencio y se marchó por donde había venido.
Tras subir por una segunda escalera, exactamente igual a la anterior, hasta el piso superior, llegaron a una antesala donde el mobiliario se reducía a tres grupos de tres sillas arrimadas contra las paredes de la estancia. En la cuarta pared había una puerta y sobre ésta una imagen pintada al fresco. Allí no tenían cabida las posesiones personales ni la intimidad de la vida privada. Por eso la monja entró sin llamar a la puerta con un fugaz «Laudetur Jesus Christus» en los labios.
Las dimensiones de la sombría estancia y los pergaminos apilados en las librerías de los muros permitían reconocer a primera vista que se trataba de la habitación de la abadesa. Ésta se levantó de una robusta mesa de madera, sobre la cual ardía una tea que despedía un intenso olor. Daba la impresión de que la abadesa ya estaba informada, pues la monja se retiró sin mediar palabra, dejando de pronto a una sola y azorada Afra frente a la superiora de la abadía. Se sentía desnuda y vulnerable con sus andrajosas ropas, y la mirada de la abadesa le infundía un gran respeto.
El rostro de la monja era de un singular color verdoso; y su cuerpo, seco. En el punto donde su descarnado cuello sobresalía del hábito, los músculos y venas parecían un entramado de cuerdas. Bajo la toca alada asomaban unos cabellos canos. Uno habría creído que se trataba de una muerta recién levantada de la tumba de no ser por el ardiente brillo que provenía de la profundidad de las cuencas de sus ojos. Una mirada, a decir verdad, poco agradable.
—Por lo que ha llegado a mis oídos, la vida te ha maltratado —aseveró la abadesa con un tono de voz que, comparado con su semblante, resultaba agradable. La monja avanzó unos pasos.
Afra asintió con la cabeza gacha mientras pensaba cómo podía arreglárselas para evitar el contacto con la esquelética, casi transparente, abadesa. Mas por fortuna, ésta se detuvo a dos pasos de distancia. Los brazos pendían de su cuerpo como dos cuerdas de cáñamo.
—¿Te hallas, pues, preparada para renunciar durante el resto de tu vida a todo placer carnal, tal como ordena la regla de san Benito?
La pregunta de la abadesa quedó congelada en el aire. Afra no sabía qué hacer ni qué contestar. Bien sabía Dios que por nada del mundo quería ella más contactos carnales con nadie, mas tampoco tenía en mente tomar los hábitos e ingresar en un convento.
—¿Estás lista para guardar silencio, renunciar a la carne y al vino, y amar el sufrimiento más que el alivio? —agregó la abadesa.
«Yo lo que quiero es un techo bajo el que dormir esta noche y tal vez algunas provisiones para el viaje», deseaba responder. Iba a decir que apenas había tenido la oportunidad de probar la carne. Sin embargo, en ese instante la abadesa interrumpió sus pensamientos:
—Comprendo tu indecisión, hija mía, pero no es necesario que respondas hoy. El tiempo te revelará la respuesta correcta.
Luego dio un par de palmadas e inmediatamente aparecieron por la puerta dos hermanas.
—Preparadle un baño, curadle las heridas y proveedla de ropas nuevas —les ordenó. Su tono de voz fue entonces radicalmente opuesto al que había empleado con Afra.
Las monjas asintieron obedientes, con los brazos cruzados sobre el pecho, y condujeron a Afra hasta una bóveda subterránea, donde le prepararon un baño de agua caliente en una cuba de madera. ¿Cuándo había tenido Afra la oportunidad de bañarse en agua caliente? Ella cumplía con la limpieza lavándose una vez al mes con un par de cubos de agua fría que se tiraba por encima de la cabeza. La suciedad más persistente la combatía con una especie de jabón hecho a base de sebo, aceite de pescado y aceite de hierbas que se conservaba en un barril y apestaba como un leproso.
Afra se ruborizó y agachó la vista abochornada cuando las monjas cubrieron la cuba con una toalla antes de tomar agua caliente del fogón y verterla dentro. Luego la ayudaron a desvestirse, y una vez se introdujo en la tina, le curaron con paños las heridas que se había provocado al atravesar el bosque. Finalmente le llevaron un hábito gris, como el que lucían las novicias, de un tejido basto y rasposo, y la condujeron —Afra estaba aturdida— desde la bóveda subterránea hasta el piso superior del edificio alargado.
Ante Afra apareció el refectorio, una estrecha y larga sala donde las monjas acudían a comer. Unas columnas de piedra caliza sostenían una bóveda ojival como la de las iglesias. A lo largo de los extensos muros laterales había dos hileras de mesas estrechas, unidas por el extremo del fondo mediante una mesa transversal. Allí, dominando la sala, se sentaba la abadesa. Las monjas miraban en silencio hacia la pared, donde solemnes frases les recordaban su existencia terrenal, tales como: «La muerte ha de ser el destino de tus pensamientos»; «Lo correcto no es pensar, sino obedecer»; «El hombre no ha nacido para hallar la felicidad en la Tierra»; «No eres sino polvo y cenizas».
A Afra le fue asignado un lugar. Pero nadie hizo caso de su presencia. Al igual que las demás, ella miró al frente y contempló la pared, y al igual que las demás, no se atrevió a desviar la mirada hacia las otras. Y entonces, cuando miraba a la pared, una de las sentencias llamó su atención: «No mires, no juzgues. Entrega tu triste destino a uno más elevado».
Esas palabras despertaron en ella más cólera que sumisión. Tras una oración que Afra desconocía, llegó a su mesa un canto de pan negro y un pedazo de queso. Sorprendida, se volvió para ver a quién pertenecía la mano de la que procedían los alimentos. Dos monjas con un gran cesto repartían la comida. Otras dos iban colocando cántaros y vasos sobre las mesas.
En ese instante irrumpió desde el otro extremo la penetrante voz de la abadesa:
—Afra, también tú has de someterte a las reglas de nuestra orden. De modo que baja la vista y acepta con agradecimiento cuanto te sea dado.
Afra adoptó la postura ordenada con actitud sumisa y comenzó a engullir con avidez el mendrugo de pan y el queso. Tenía hambre, mucha más de la que el canto de pan sería capaz de satisfacer. Tenía la sensación de que tan parca ración no haría sino estimular más su apetito. Miró hacia un lado, mas sólo de reojo y con cuidado de no mover la cabeza, y advirtió que la monja sentada a su izquierda había apartado el pan después de darle un par de mordiscos. Aguardó impaciente el momento oportuno y, con un fugaz movimiento, le arrebató el pedazo de pan.
La monja agitó la mano como queriendo decir «¡Es mío!», aunque tal vez su violento gesto tenía un significado completamente distinto. Fuera como fuere, Afra engulló el pan en cuestión de segundos y con la misma rapidez vació un vaso entero de agua.
Tras la oración de acción de gracias, las monjas se levantaron. Durante unos cuantos minutos, estaba permitido conversar en voz baja.
Con un extraño tono de voz, la monja a la que Afra había robado el pan se dirigió a ella. Hablaba como si algo le provocara náuseas.
—¿Por qué te lo has comido? —preguntó iracunda.
—¡Tenía hambre! ¡Llevaba dos días enteros sin tener qué llevarme a la boca!
La monja miró al techo.
—En cuanto tenga ocasión te devolveré el pedazo de pan —dijo Afra.
—¡No se trata de eso! —repuso la monja.
—¿De qué se trata, entonces? —inquirió Afra, intrigada.
—Había una rana en el pan, ¡una rana de verdad!
Afra sintió arcadas y tuvo la sensación de que el estómago se le volvía del revés. Aunque en seguida se consoló pensando que con Melchior, el gobernador, se había visto forzada a comer cosas mucho peores que una rana asada en un pan. Tragó saliva una vez, luego otra, y acto seguido preguntó:
—¿Y quién ha sido?
Con un asomo de alegría por la desgracia ajena, la monja respondió:
—¿Pues quién va a ser? Nuestra hermana, la cocinera.
—Pero ¿por qué?
—¡Por qué, por qué, por qué! Debes saber que en esta abadía todas y cada una de las monjas son enemigas del resto. Toda monja que veas aquí tiene detrás una historia que la arrastró hasta este lugar. Toda monja que se encuentre ahora mismo en este refectorio cree que su vida es la más miserable. El silencio permanente, el escucharse a una misma todo el tiempo, la contemplación, te hacen experimentar cosas que en realidad no existen. Después de unos meses empiezas a pensar que ésta o aquélla quiere acabar contigo, y de hecho, no pasa un año sin que varias de nosotras perdamos la vida, ya sea por iniciativa propia o por causas ajenas. La iglesia nueva no tiene torres y, como verás, todas las ventanas están enrejadas. ¿No te da qué pensar?
—¿Y qué significa la rana en el pan?
La monja enarcó las cejas y unas tremendas arrugas se le formaron en la frente.
—Al igual que la serpiente, la rana es el símbolo del diablo. Del mismo modo que la concha es símbolo de la Virgen María —pues la madre del Señor engendró en su vientre la más valiosa de todas las perlas—, la rana es el más demoníaco de todos los animales, pues ella esparce una y mil veces los huevos del mal y el mal siempre engendra mal.
—Puede que sea así —concedió Afra, acalorada—, pero ¿por qué iba a meter la cocinera una rana en el pan si no podía saber a manos de quién iría a parar ese trozo?
—No lo sé, pero es probable que dirija su odio y sus maldiciones contra todas nosotras. Como te he dicho, aquí todas somos enemigas de todas, a pesar de que a primera vista pueda parecer lo contrario.
De pronto, como en respuesta a una señal secreta, los intensos murmullos y cuchicheos se extinguieron, las monjas formaron una fila y, una detrás de otra, echaron a andar en silencio.
Desde su puesto al frente de la fila, la abadesa hizo un violento gesto con el brazo para que Afra se colocara en la fila. Ésta obedeció la orden sin vacilar, pero resultó que una monja pequeña y regordeta que respiraba con dificultad le dio un golpe y le señaló con el pulgar que debía colocarse la última.
Entonces Afra reparó en que las monjas estaban colocadas según el color del hábito. La regordeta pertenecía al grupo de las que vestían de riguroso negro, de las cuales habría un par de docenas, mientras que las demás, al igual que ella misma, llevaban un hábito gris. La actitud de las monjas de negro resultaba arrogante, pues no se dignaban ni mirar a las de gris. Éstas, por el contrario, mostraban un comportamiento sumiso y un aire sombrío.
—Por cierto, me llamo Luitgard —susurró por lo bajo la compañera de mesa de Afra, y tiró de ésta hacia la fila—. He oído que tú eres Afra, la nueva.
Afra asintió. En ese mismo instante la gangosa voz de la abadesa rompió a hablar:
—Luitgard, has violado el silencio. Dos azotes después de las completas.
Luitgard aceptó el castigo impasible, y Afra se preguntó si la abadesa realmente llevaría a término su amenaza y, de hacerlo, en qué condiciones sería ejecutado el castigo. Sumida en sus pensamientos, siguió al resto de la fila.
Bajaron las escaleras de caracol de piedra y desde allí cruzaron el patio interior hasta la iglesia. La sillería del coro estaba escasamente iluminada con velas y fue ocupada por las monjas vestidas de negro, mientras que las de gris tomaron asiento en los toscos bancos de la nave principal, invadida en su mayor parte por andamios, herramientas y tejas.
Afra escuchó absorta las antífonas desde la última fila. Jamás había oído un cántico tan celestial. «Sólo los ángeles pueden cantar así», se dijo; mas al instante recordó la conversación con Luitgard y se sintió confundida al pensar que en esa abadía, en lugar del amor cristiano al prójimo, reinaban el odio y la envidia.
La confusión de Afra fue mayor aún al descubrir el enorme retablo que presidía el altar, un tríptico con una tabla central, que exhibía una pintura a todas luces inacabada, y dos alas laterales. Las puertas del retablo mostraban sendas imágenes de gallardos generales romanos. En la escena central aparecían tres hombres reunidos en torno a una figura, de la cual sólo se distinguía la silueta. En ese instante, Afra estuvo tentada de preguntar qué significaba aquella pintura inacabada, pero se sentía observada y prefirió reprimir su curiosidad.
Tras el oficio de completas se recompuso de nuevo la procesión de monjas silentes y desanduvieron el camino a través del claustro. Fuera soplaba un viento gélido. Afra estaba agotada y albergaba la esperanza de que fueran a asignarle al fin un lugar donde dormir. Pero en lugar de subir al dormitorio, situado en el piso superior del edificio alargado, la procesión tomó rumbo hacia el laberíntico sótano abovedado, donde había un poenitarium, una estancia usada para lo que acontecería a continuación.
Las monjas se apiñaron junto a la pared como si quisieran cerrar el paso para evitar la huida de la infractora. Bajo una palmatoria de hierro que pendía del techo en el centro de la sala, había un basto tocón serrado. Luitgard se separó de la muchedumbre, se descubrió el torso y se dirigió al tocón con los hombros caídos y los brazos cruzados sobre el pecho desnudo.
Afra observó con los ojos fuera de las órbitas cómo la abadesa y la monja regordeta se adelantaban látigo en ristre. Luitgard dejó caer los brazos. La abadesa cogió impulso y azotó el cuerpo desnudo de Luitgard con el látigo. La monja regordeta la imitó. A diferencia de las espectadoras, que gimieron como si hubieran recibido los golpes en sus propias carnes, Luitgard resistió los azotes sin inmutarse.
Al resplandor de las titilantes velas Afra distinguió con claridad los alargados estigmas de color cárdeno que el látigo había provocado en sus pechos. Estaba desconcertada. No comprendía por qué se dispensaba un trato tan inhumano a Luitgard mientras que a ella se la bañaba y se le dedicaban tantas atenciones.
Continuaba todavía enfrascada en sus pensamientos cuando la procesión se puso de nuevo en marcha. De camino hacia el dormitorio Afra recogió su hatillo de ropa del portón de la entrada, donde lo había depositado al llegar.
El dormitorio se hallaba situado sobre el refectorio y tenía las mismas dimensiones, con la única diferencia de que, en lugar de mesas, allí las hileras estaban formadas por unas simples y alargadas cajas de madera. Cada una de ellas estaba apoyada contra la pared, y en el espacio intermedio había un escabel para dejar la ropa. A pesar del lecho de paja y de la manta que recubrían el interior, Afra no podía dejar de pensar que parecían ataúdes.
Mientras ella buscaba una caja libre, las monjas se despojaron de sus vestimentas hasta quedarse tan sólo con unas enaguas de lana y se acostaron en silencio. En el extremo del dormitorio, inmediatamente al lado de las puertas ojivales, Afra halló lo que buscaba. Colocó su hatillo sobre el escabel de madera y comenzó a desvestirse.
De súbito notó que todas las miradas se centraban en ella: setenta pares de ojos seguían con interés todos y cada uno de sus movimientos. Al contrario que las demás, Afra no llevaba enaguas. La ropa interior era cosa de gentes adineradas y de monjas. Durante unos instantes se preguntó si tal vez sería conveniente que se acostara completamente vestida. Por primera vez en su vida experimentó un sentimiento hasta entonces desconocido para ella: la vergüenza. La vergüenza era un sentimiento ajeno a las gentes de campo, donde la ropa servía de protección y abrigo más que de velo con que ocultar, por decoro, los atributos sexuales. Durante el verano, en el campo, Afra siempre había expuesto sus exuberantes pechos al sol sin reparo alguno, y nadie se había escandalizado por ello. ¿Por qué había de avergonzarse ahora ante sus iguales? Así pues, se desató el lazo del cuello haciendo caso omiso a las miradas de las demás y dejó que el hábito se deslizara por sus hombros. De esa guisa, desnuda y tiritando, se introdujo en su yacija y se cubrió con la manta hasta el cuello.
Afra se quedó dormida más rápido de lo que esperaba. La huida había consumido sus últimas fuerzas. En un momento dado, hacia la medianoche, Afra se despertó sobresaltada. Creyó que estaba soñando. Tenía la sensación de que las monjas habían formado corro a su alrededor y la contemplaban boquiabiertas. Algunas de ellas manoseaban a Afra, quien, al resplandor de una vela, logró distinguir las maliciosas sonrisas. Ella intentó en vano cubrirse con la manta, pero como suele suceder en los sueños, todos sus esfuerzos resultaron inútiles. Entonces se incorporó desconcertada, pero en ese mismo instante la luz de la vela se extinguió. Todo a su alrededor estaba a oscuras.
«Ha sido una pesadilla», pensó. Sin embargo, en ese momento un humo espeso le penetró por la nariz, un humo como el que desprende el pabilo de una vela recién apagada, y entonces el miedo se apoderó de ella. A pocos palmos de su camastro Afra oyó unas risitas ahogadas. En el dormitorio reinaba la agitación. No, no lo había soñado. A la mañana siguiente, se dijo, abandonaría la abadía. Temerosa, asió la manta con ambas manos. «Me marcharé lejos de aquí», concluyó. Y con ese pensamiento volvió a quedarse dormida.
El estridente repiqueteo, el estrépito de una campana golpeada con un mazo de hierro, despertó a Afra. El día despuntaba y la campana llamaba a laudes, la oración matutina. Afra recorrió el camino hasta la iglesia sin levantar la vista del suelo. También durante el desayuno en el refectorio se mantuvo con la cabeza gacha y se limitó a comerse el canto de pan duro, aunque no sin antes comprobar que no contuviera algún elemento desagradable.
Al salir los primeros rayos de sol comenzó a observarse un animado ajetreo en el patio. Los obreros se apresuraron a ocupar sus puestos de trabajo en la obra y las monjas se dividieron en grupos. Afra quería aprovechar la ocasión para coger su hatillo y marcharse sin causar el menor revuelo cuando la abadesa salió a su paso. La monja alzó una mano frente a la joven. Afra vio el anillo con la gran piedra azul en el dedo corazón de la abadesa, pero no reaccionó.
—¡Debes besar el anillo! —le espetó la abadesa.
—¿Por qué? —inquirió Afra con ingenuidad, a pesar de que la costumbre no le era desconocida.
—Porque así lo dispone la regla.
Afra accedió de mala gana a cumplir la orden de la enjuta abadesa con la esperanza de que después la dejara tranquila. Pero nada más acatar la regla de la orden, la abadesa intervino nuevamente:
—Eres joven, y tu rostro trasluce mayor inteligencia que los estúpidos rostros de la mayor parte de las que habitan este monasterio. He estado reflexionando y he tomado la determinación de que pasarás el noviciado en el scriptorium, en ese edificio de ahí enfrente, anejo a la iglesia —dijo señalando con su esquelética diestra la ventana—. Allí se te enseñará a leer y a escribir, un privilegio del que sólo gozan contadas mujeres.
Un remolino de pensamientos invadió la cabeza de Afra. «Me quiero marchar de aquí», quería decir, y «Yo aquí no aguanto ni dos días», pero para su propio asombro, se oyó responder:
—Ya sé leer y escribir, reverenda madre, y también hablo italiano y un poco de latín. —Y al recordar la reacción que había provocado en la molinera la recitación del avemaría en latín, agregó—: Ave Maria, gratia plena, dominus tecum, benedicat fructus ventris tui…
La abadesa torció el gesto, como si le repugnara tanto conocimiento en una novicia y, en lugar de manifestar admiración, se volvió hacia Afra y bramó:
—¡Confiesa que eres una novicia que ha escapado de su convento! ¿Cuál es la falta que has cometido? ¡El Señor te castigará por ello!
Entonces Afra elevó el tono de voz y, con la cara encendida de ira, replicó:
—¿Que el Señor me castigará? ¡Perdonad que me ría! ¿Acaso porque siendo sólo una niña me arrebató a mi padre y poco después a mi madre, quien a causa del sufrimiento perdió toda esperanza en la vida? Mi padre era el bibliotecario del conde Eberhard de Württemberg. Él no sólo sabía leer y escribir como un hombre de letras, sino que además realizaba cálculos con cifras que en nuestras latitudes ni siquiera se conocen. ¿O acaso habéis oído hablar alguna vez de un millón, que equivale a mil multiplicado por mil? Éramos cinco hermanas, lo cual habría desesperado a cualquier otro padre, pero él nos enseñó a todas y cada una de nosotras a leer y a escribir, y a mí, la mayor de todas, incluso lenguas extranjeras. En un viaje a Ulm su caballo se desbocó al oír un tambor y, al caer, se desnucó. Un año más tarde mi madre se quitó la vida. Un día se arrojó al río porque no sabía cómo sacar adelante a sus cinco hijas. Y por eso cada una de nosotras tuvo que buscarse sustento en un lugar diferente. A día de hoy, no sé dónde viven mis hermanas. ¡Y vos decís que el Señor me va a castigar!
A la abadesa no pareció conmoverle el relato de Afra o, al menos, eso hacía pensar su semblante imperturbable. Con ese mismo rostro inexpresivo, dijo:
—Muy bien, con más motivo entonces serás bienvenida en el scriptorium. Mildred y Philippa ya tienen una edad. Los ojos ya no les responden como deberían, y tantos años de escritura han vuelto sus manos temblorosas. Basta con contemplar tus manos un instante para ver que gozan de juventud y frescura, que fueron creadas por Dios para la escritura. —Al pronunciar esas palabras, la abadesa cogió la mano derecha de Afra con las yemas de los dedos y la elevó a la altura del hombro como si de un pájaro muerto se tratara. A continuación, añadió en tono autoritario—: Acompáñame, quiero enseñarte nuestro scriptorium.
Afra se paró a pensar por un momento si debía poner en conocimiento de la abadesa sus planes de no permanecer en ese monasterio ni un solo día más. Sin embargo, concluyó que tal vez convenía seguirle la corriente y aguardar a que se presentara una buena oportunidad para huir.
El patio interior del monasterio, que la noche anterior ofrecía un aspecto plácido, se había convertido con los albores del día en un hormiguero. Cien o quizá hasta doscientos trabajadores acarreaban sacos, piedras y argamasa. Unos treinta hombres fornidos, cubiertos con andrajosas ropas, transportaban las tejas hasta el tejado mediante una cadena humana en la cual cada uno le iba lanzando al siguiente las piezas de barro al grito de «¡Va!». Un aparejo con dos grandes calandrias, movidas cada una por cuatro hombres, elevaba unos maderos con un largo brazo oscilante que chirriaba bajo su peso. Las órdenes de los obreros subidos al envigado del tejado resonaban en el patio produciendo un eco sordo.
La abadesa, sin embargo, no prestaba la menor atención a esa algarabía, del mismo modo que tampoco se percató de que, mientras cruzaban el patio, un extraño hombre avanzó a grandes pasos hacia Afra. Vestía unos extravagantes ropajes de colores. Sus bien formadas piernas estaban cubiertas por unas ajustadas calzas con una pernera roja y otra verde. Su negro jubón, ceñido a la cintura, apenas le llegaba hasta las rodillas. El cuello amarillo y los puños de las mangas del mismo color le conferían cierto aire de elegancia. En la cabeza lucía un gorro alto y abombado con un ala delante vuelta hacia arriba. Mas lo que realmente dejó a Afra boquiabierta fueron sus zapatos de pico, fabricados de suave cuero negro y con una punta que debía de medir al menos un codo de largo. Afra se preguntó cómo una persona era capaz de caminar con unos zapatos tan puntiagudos.
La joven se sobresaltó cuando aquel estrafalario personaje posó una rodilla en el suelo ante ella con una reverencia, se quitó el gorro dejando a la vista el exuberante tocado de sus cabellos y, con los brazos abiertos y arqueados hacia atrás, exclamó:
—Cecilia, ¡vos sois mi Cecilia y no ninguna otra!
En ese instante la abadesa se percató de lo que sucedía, y dirigiéndose a Afra, señaló:
—No tienes por qué asustarte. Se llama Alto von Brabant. Es un demente, pero posee un don divino para la pintura. Hace ya varias semanas que se niega a acabar la imagen del altar de santa Cecilia porque no encuentra un modelo que lo inspire.
Alto —debía de tener unos treinta años— se irguió. En ese momento, Afra reparó en su joroba.
—Un pintor sólo puede plasmar aquello que ha admirado en alguna ocasión —aseveró él—. Y, con todos mis respetos, Cecilia, la noble y bella romana, lleva muerta más de un milenio. ¿Cómo podría yo entonces admirarla? Mi imaginación no alcanza hasta el punto de poder dotarla de un aspecto fidedigno. Las monjas de esta abadía a las que podría tomar como modelo se asemejan más bien a la santa Liberata, a quien Dios bendijo con barba y piernas zambas para obrar contra los infames designios de su padre. Pero vos no, mi hermosa niña, vos sois la primera que hacéis justicia a la imagen de Cecilia que se ha ido forjando en mi cabeza. Sois preciosa.
La abadesa frunció los labios como si las indecorosas palabras del artista despertaran en ella repugnancia. Después lanzó a Afra una mirada inquisitiva.
Afra titubeó. No sabía cómo era su aspecto, no sabía si era hermosa o fea. No se había mirado nunca en un espejo. En la casa del gobernador no había ninguno. Sólo en una ocasión había contemplado su reflejo en un pozo, aunque únicamente un breve instante, pues un guijarro había caído al agua y su retrato se había disipado en una sucesión de anillos concéntricos, como un ojo de grasa en una sopa. Su cuerpo era en verdad joven e inmaculado, y ni siquiera el alumbramiento secreto del niño había mermado un ápice su tersura, pero hasta entonces ella no le había concedido importancia alguna. La belleza era cosa de gentes de ciudad y personas pudientes. Y de pronto alguien aparecía y le decía «Sois preciosa». Las palabras del pintor la desconcertaron.
—¡Habéis de posar como modelo para mí! —insistió el contrahecho pintor.
Afra se volvió hacia la abadesa con aire interrogante, y ésta escudriñó al artista con los ojos entrecerrados. No parecía segura de que sus palabras pudieran tomarse en serio. Finalmente aseveró:
—Afra todavía no es miembro de nuestra congregación. Ni siquiera es novicia, aunque vista el hábito. Por tanto, yo no soy quién para darle órdenes. La decisión de si desea servirte de modelo debe tomarla ella.
—Tenéis que hacerlo por santa Cecilia —exclamó Alto, agitado—. ¡De lo contrario jamás se acabará la obra del altar! —Tomó la mano derecha de Afra y la estrechó con fuerza—. Os ruego por lo que más queráis que no me neguéis este deseo. Será en provecho vuestro. Se os pagarán dos florines. Os espero a mediodía en el almacén que hay tras el scriptorium. ¡Id con Dios!
Cual distinguido caballero apoyó el pie derecho tras el izquierdo, posó la mano derecha en el corazón e hizo una leve reverencia, una reverencia que sin duda iba dirigida a Afra, y se marchó a buen paso en dirección a la iglesia.
Sin decir palabra, Afra y la abadesa subieron las empinadas escaleras hacia el scriptorium. Afra jamás se había sentido tan halagada. La sola idea de posar como modelo de una santa para un retablo la conmovía. Un sentimiento de coquetería, por completo desconocido para ella, le recorrió todo el cuerpo, un orgullo por su vestidura externa, que la hacía más bella que a otras.
Ante la puerta del scriptorium la abadesa se detuvo un instante, y como si pudiera leer los pensamientos de Afra, afirmó:
—Sabrás, hija mía, que la vanidad constituye un pecado, más grave en una abadía que en ninguna parte. Coquetería, presunción y altanería son conceptos que no tienen lugar entre los muros de un monasterio. La belleza se muestra en todas las obras del Creador, lo que significa que todas las obras de Dios gozan de igual belleza, incluidas aquellas que nosotros consideramos feas. Y si Alto von Brabant cree que tú eres más bella que otras es sólo porque él concede más valor a la belleza terrenal que a las virtudes divinas. Lo cual no es de extrañar teniendo en cuenta que viene de Amberes, una tierra donde proliferan los impíos.
Afra fingió estar de acuerdo y asintió, aunque, a decir verdad, le pareció que las palabras de la abadesa traslucían envidia y celos.
Mildred y Philippa, las dos monjas escribas, apenas levantaron la vista cuando entraron en el sombrío scriptorium. Ambas, acodadas sobre unos atriles, se hallaban atareadas copiando algún libro. Mildred era una anciana arrugada, Philippa la mitad de vieja, pero achaparrada. Un largo rayo del matutino sol otoñal atravesaba la estancia, revelando las motas de polvo que revoloteaban como una nube de moscas. Se respiraba un intenso olor que producía picores en la nariz, un olor a madera carcomida y cuero curtido, a humo y polvo seco. El techo del scriptorium, de tan hundido, parecía que iba a derrumbarse de un momento a otro bajo el peso de las macizas vigas que formaban la techumbre. Los muros estaban ocultos tras modestas librerías aparentemente desordenadas por el abarrotamiento de libros y pergaminos.
La idea de tener que pasar su vida en tan deprimente entorno hizo estremecer a Afra. A lo lejos, oyó cuchichear a las dos monjas viejas. Intercambiaban frases breves en un volumen apenas audible, cual si libros y pergaminos exigieran entrega y plena concentración. No, se dijo Afra, allí no encontraría un hogar. En ese momento, se oyó el repicar de las campanas con las que las monjas eran llamadas al oficio.
A mediodía, Afra se dirigió al almacén, que, situado en el piso superior del establo, entre la capilla y la nave central, servía para guardar provisiones, sal y otros condimentos, así como lienzos y enseres de barro. El pintor había transportado hasta allí la tabla central del tríptico y había colocado una artesa de madera boca abajo que hacía las veces de pedestal de santa Cecilia. Encima yacía una espada de madera.
El jorobado recibió a Afra con los brazos abiertos. Desbordante de alegría, casi fuera de sí, exclamó:
—Vos sois mi Cecilia y nadie más. Ya temía que la abadesa os hubiera persuadido de que rechazarais mi invitación.
—¿De veras pensabais eso? —Una voz penetrante resonó desde el fondo y la abadesa surgió de la oscuridad.
La inesperada aparición asustó a Afra, aunque no menos al pintor.
—¿Acaso creíais que iba a dejaros a solas con la doncella? —dijo la abadesa con cierto tono de burla.
—¡Desde luego que lo creía! —repuso Alto, acalorado—. ¡Y, como no desaparezcáis de inmediato, abandonaré este trabajo y habréis de buscaros a otro que quiera pintaros el retablo de santa Cecilia!
—¡Artista irreverente! ¡Brabanzón tenía que ser! —murmuró la abadesa, y salió furibunda por la puerta, farfullando algo indescifrable que, a juzgar por su tono, se asemejaba más a una blasfemia que a un rezo.
Alto von Brabant atrancó entonces las puertas desde dentro, un gesto que produjo cierta inquietud en Afra. El pintor debió de ver el miedo en sus ojos, pues al instante preguntó:
—¿Preferiríais que volviera a abrir las puertas?
—No, no —mintió Afra, que con el solo ofrecimiento del pintor se tranquilizó.
Alto von Brabant le tendió el brazo y la condujo hasta la tabla.
—¿Conocéis la historia de santa Cecilia? —inquirió Alto von Brabant.
—Por lo pronto conozco tan sólo su nombre —respondió Afra—, nada más.
Alto señaló hacia la gran mancha clara del centro de la tabla.
—Cecilia era una hermosa joven romana. Su padre, que aparece a la izquierda de la imagen, quería unir a su hija en matrimonio con Valeriano, que aparece al fondo, a la derecha. Sin embargo, Cecilia había abrazado el cristianismo, mientras que Valeriano seguía siendo partidario del politeísmo romano. Por lo tanto, Cecilia se negaba a tomarlo como esposo hasta que no recibiera el bautismo. El hombre que aparece al fondo de la imagen es el obispo romano Urbano, quien logró encauzar a Valeriano por el buen camino de la fe. Eso disgustó profundamente al prefecto romano Almaquio, cuyo retrato puede contemplarse en el ala izquierda del tríptico. Almaquio ordenó decapitar a Cecilia. El verdugo que aparece en el ala derecha del retablo, sin embargo, no debió de ser capaz de separar su bella cabeza del cuerpo. Pasados tres días Cecilia murió, y su cuerpo, envuelto en ropajes bordados en oro, fue introducido en un ataúd de ciprés y enterrado en una catacumba. Cuando un siglo más tarde un papa ordenó abrir el ataúd, Cecilia permanecía envuelta en sus transparentes ropas y conservaba la misma belleza que en vida.
—Qué historia tan conmovedora —apuntó Afra—. ¿Os la creéis?
—¡Por supuesto que no! —respondió Alto con una amplia sonrisa—. Pero el único credo de un artista es un hermoso arco iris entre el cielo y la tierra. ¡Y ahora tomad este vestido y ponéoslo!
Afra se quedó boquiabierta. Extendido sobre ambos brazos, Alto le tendió un fino vestido bordado en oro. Jamás en su vida había contemplado Afra de cerca una prenda tan preciosa.
—Y nada de remilgos —la apremió el pintor—. Ya lo veréis, parece hecho para vos.
Cuanto más detenidamente examinaba Afra los bordados, más reparo le daba ponerse el vestido. No era que se sintiera cohibida delante de Alto von Brabant. Se sentía pequeña e insignificante, indigna de lucir una prenda tan exquisita.
—Yo sólo —murmuró tímidamente—…, sólo estoy acostumbrada a tejidos bastos. Temo rasgar este fino hilado al ponérmelo.
—Pamplinas —repuso Alto casi con enojo—. Si os cohíbe mi presencia, puedo darme la vuelta o salir de la habitación.
—¡No, no, no se trata de eso, creedme! —Nerviosa, desabrochó su hábito gris y lo dejó caer al suelo. En un abrir y cerrar de ojos, quedó desnuda e indefensa ante Alto von Brabant, hecho que, por otra parte, no pareció impresionar al pintor. Éste alcanzó a Afra el precioso vestido, y ella, con extrema delicadeza, introdujo la cabeza. Al notar el suave tejido deslizándose sobre su cuerpo sintió una agradable sensación.
Alto le tendió la mano a Afra y la ayudó a subirse a la artesa puesta del revés. Luego le entregó la espada y le indicó que apoyara el peso sobre la pierna derecha.
—Y ahora emplead la espada como sostén para vuestras manos. Muy bien. Y la cabeza ligeramente alzada con una mirada extasiada hacia el cielo. ¡Magnífico! ¡De veras que sois Cecilia! ¡Ahora os ruego que no os mováis de la mancha!
Con una barra de sanguina de un color terroso Alto von Brabant comenzó a hacer un esbozo sobre la mancha vacía de la pintura. El rasgueo de la sanguina, movida con gran destreza sobre la madera por el artista, era lo único que perturbaba el silencio reinante.
Afra se preguntaba qué aspecto tendría con aquel vestido transparente y si Alto la retrataría con fidelidad o sólo utilizaría su imagen como inspiración. El tiempo se le hacía largo y, sobre todo, no sabía cómo interpretar el silencio de Alto. De modo que, sin cambiar de postura, preguntó para entablar conversación:
—Maestro Alto, ¿a qué os referíais cuando dijisteis que el único credo de un artista es un hermoso arco iris entre el cielo y la tierra?
El pintor se detuvo un instante y respondió:
—Tener fe, hermosa Cecilia, sólo significa no saber, o suponer, o soñar. Desde que existen los hombres, éstos sueñan o suponen que hay algo entre el cielo y la tierra, eso que llamamos lo absoluto o lo divino. Y desde que existen los hombres, ha habido quienes se han sentido llamados a alimentar esos sueños y suposiciones. Esos hombres no saben más que los demás, pero se presentan ante nosotros como si fueran una fuente inagotable de sabiduría y conocimiento. Por eso no habría de tomarse con excesiva seriedad a los curas, los prelados, las abadesas y los arzobispos, y ni siquiera a los papas. Ahora permitidme que os pregunte: ¿a qué papa hemos de creer? ¿Al de Roma, al de Aviñón o al de Milán? Pues resulta que tenemos tres papas y cada uno de los tres afirma ser el verdadero.
—¿Tres papas? —exclamó Afra con asombro—. ¡Jamás he oído nada similar!
—Es mejor así. Mas cuando uno recorre mundo, como es mi caso, descubre todo aquello que se le oculta al pueblo. (Os ruego que no mováis la cabeza). En todo caso para mí la fe no es sino un sueño, un hermoso arco iris entre el cielo y la tierra.
Afra jamás había oído hablar a alguien de ese modo. El propio gobernador Melchior von Rabenstein, irreverente como era, se deshacía en alabanzas cuando se trataba de la Madre Iglesia y de los clérigos.
—Y, con todo, ¿adornáis las iglesias con vuestras pinturas? ¿Cómo se entiende eso, maestro Alto?
—La explicación, hermosa mozuela, es sencilla: a buen hambre no hay pan duro, aun cuando venga de mano del diablo. ¿De qué otro modo podría ganarme la vida? —Alto lanzó una larga y escrutadora mirada a su trabajo. Acto seguido dejó a un lado la sanguina y anunció—: Es suficiente por hoy. Ya podéis volveros a cambiar.
Afra se alegró de que aquello hubiera llegado a su fin. Aterida de frío bajo aquel delicado atuendo, descendió de la artesa e, impaciente, lanzó una mirada curiosa a la pintura. No sabía qué esperaba encontrar, mas lo que vio la dejó decepcionada, pues, al menos en un primer momento, sólo fue capaz de distinguir una maraña de trazos y líneas sobre el fondo claro. Sin embargo, tras contemplar la tabla con mayor detenimiento, vislumbró en el rebujo de trazos una silueta, una figura femenina cuya desnudez podía contemplarse ligeramente velada por unos finos ropajes. Afra se llevó la mano a la boca escandalizada:
—Maestro Alto, ¿ésa soy yo?
—No —respondió el pintor—, ésa es santa Cecilia, o mejor dicho: es el bosquejo que después se convertirá en santa Cecilia.
Afra se apresuró a ponerse el áspero hábito y, estando ocupada en ese menester, le preguntó tímidamente al pintor:
—¿Y pensáis representar así a santa Cecilia, tal como la mostráis en el boceto, de forma que todo el mundo distinga sus pechos y sus muslos bajo las ropas?
Alto sonrió con aire pensativo.
—¿Por qué habría de ocultar yo su belleza cuando ni la propia leyenda de la santa la silencia?
—¡Pero el sexto mandamiento reclama castidad!
—Tal vez, mas el cuerpo desnudo de una mujer no es impuro. La impureza deriva más bien de los pensamientos y los actos. En la catedral de Bamberg hay una escultura que luce un vestido transparente a través del cual se contemplan todas las virtudes de un cuerpo femenino. En las grandes catedrales de Francia y España se encuentran representaciones de la Virgen María con los pechos desnudos; mas sólo las malas personas albergan pensamientos impuros al contemplarlas.
—Alto sonrió. —¿Puedo concertar una hora con vos para mañana?
A decir verdad, Afra planeaba abandonar el monasterio ese mismo día, pero posar de modelo había provocado en ella una peculiar excitación, y nadie se había mostrado nunca tan solícito con ella como Alto von Brabant, de modo que decidió aceptar.
—Siempre y cuando la abadesa no tenga nada que objetar.
—¡Ella se alegrará de ver la obra terminada! —aseveró el pintor—. Con tal de acabarlo, ¡es capaz hasta de posar ella misma! —Alto se estremeció y agregó—: ¡Qué terrible visión!
Afra rió y se asomó a mirar por el ventanuco que daba al concurrido patio, donde la abadesa paseaba de un lado a otro con los brazos cruzados, alzando de vez en cuando la vista hacia arriba.
—Maestro Alto —aventuró Afra con cautela—, ¿cuánto tiempo queréis quedaros en el monasterio?
El pintor torció el gesto.
—Yo no hablaría de querer. Llevo holgazaneando por estos lares desde la primavera, rodeado de acongojadas hijas de nobles que de pura fealdad no han conseguido un esposo, y de mujeres de vida alegre por las que los años no han pasado en vano y a las que las palabras «vida alegre» y «mujer» no hacen justicia. Creedme si os digo que en este mundo hay lugares más inspiradores que éste para un artista. De modo que, tan pronto como dé el retablo por acabado y reciba la última mitad de la paga, tomo el portante. ¿Por qué lo preguntáis?
—Bueno —repuso Afra, y se encogió de hombros—, yo ya sospechaba que este entorno no debía de ser de vuestro agrado, y si prometéis no delatarme, os haré una confesión: a mí me ocurre lo mismo. Estoy aguardando el momento oportuno para escapar de aquí. ¿Vos estaríais…?
—Yo andaba preguntándome qué podría haberos traído hasta aquí —la interrumpió Alto—, pero no, no me hagáis caso, no deseo saberlo. No es asunto en el que tenga que entrometerme.
—No tengo motivos para llevarlo en secreto, maestro Alto. Salí huyendo de las tierras del gobernador que hasta entonces me había procurado sustento y trabajo. La casualidad quiso que viniera a parar aquí; pero la vida monacal no es para mí. Yo he aprendido a trabajar, y el trabajo me aporta más provecho que rezar y cantar cinco veces al día para, al final, acabar siendo una mala persona. No me neguéis este favor, permitidme ir con vos. Vos sois un hombre de mundo experimentado en el viajar. Mi mundo se reduce al día de viaje que pasé tras huir del señorío del gobernador, soy inexperta en las relaciones con gentes desconocidas y, al contrario que vos, soy vulnerable al mal.
Alto miró con gesto reflexivo por la ventana y Afra interpretó su silencio como un rechazo.
—No seré carga alguna para vos —gimoteó— y complaceré cuantos deseos alberguéis. Vos halláis placer en mi cuerpo, ¿no es así?
Sus propias palabras la hicieron estremecer aún antes de acabar la frase. El jorobado se quedó mirándola largo rato. Finalmente le preguntó:
—Por cierto, ¿cuántos años tenéis?
Afra agachó la cabeza. Se avergonzaba de sí misma.
—Diecisiete —respondió y agregó con rebeldía—: ¡Pero eso no significa nada!
—Escucha, querida muchacha —repuso el pintor con gravedad—, eres hermosa. Dios ha derrochado contigo encanto, gracia y exquisitez suficientes para dejar sin esas prendas a otras cien de tu misma edad. Cualquier hombre se sentiría feliz de poseerte aunque sólo fuera por una hora. Mas no debes perder de vista una cosa: la belleza entraña orgullo. No te ofrezcas jamás a un hombre, pues al hacerlo corrompes tu belleza. Aun cuando tú misma albergues el deseo, debes dejar claro a los hombres que antes han de cortejarte.
Afra jamás lo había reflexionado. ¿Para qué, además? Alto demostraba poseer gran lucidez y no cabía duda de que, por su profesión, entendía de belleza. A Afra le costaba comprender a qué venían tantos miramientos. ¿Acaso no la tomaba en serio? ¿Se habría estado burlando de ella y ella no se había percatado hasta ese momento? Por un instante deseó que se la tragara la tierra, pese a lo cual, exclamó con tono retador:
—¡Todavía no habéis respondido a mi pregunta, maestro Alto!
Alto asintió distraído.
—Sigamos hablando de ello mañana. Nos reuniremos aquí a la misma hora.
Afra pasó en el scriptorium el resto del día, salvo en los momentos de las oraciones, la tercia, la sexta, la nona y vísperas. Su tarea consistía en copiar una escritura del monasterio de Santa Cecilia y, pese a los años que llevaba sin escribir, reprodujo fielmente en el pergamino las angulosas letras del texto. De vez en cuando, las dos monjas se acercaban para sacarle defectos a su trabajo, aunque el máximo empeño, lo pusieron en mantener determinados libros y escritos alejados de Afra, a la cual no se le había pasado por alto que dichos documentos se hallaban sujetos con cordones, lacrados y marcados con una inscripción que rezaba PRIMA OCCULTATIO o SECRETUM.
Al día siguiente Afra volvió a posar para el pintor. La desconfianza del día anterior parecía haberse evaporado o al menos ésa fue la sensación que dio Afra al plantarse con el vestido transparente frente al pintor con esa sutil mezcla femenina de recato y provocación que despierta deseo en un hombre.
—¡Dijisteis que hoy me daríais una respuesta acerca del favor que os pedí!
Alto esbozó una sonrisa mientras comenzaba a aplicar las pinturas. Había pasado horas desmenuzando, machacando, rallando y mezclando los diferentes ingredientes y ligándolos con cola de huesos y clara de huevos frescos de pato para lograr al fin el color rosa encarnado con el que deseaba imitar la desnuda piel de Afra.
—¿Cómo debo interpretar vuestra sonrisa, maestro Alto? —Afra mantenía la cabeza alzada hacia el cielo, al tiempo que, con los ojos, seguía los movimientos del artista.
—Debéis decidir si queréis servir a Dios o servir a los hombres —respondió Alto con elocuencia.
Afra no se lo pensó dos veces:
—Yo creo que más bien he nacido para servir a los hombres. No pienso quedarme aquí.
—¿Y es cierto que todavía no habéis hecho ningún voto?
—Podéis estar seguro de que no. Acabé aquí por casualidad y puedo marcharme cuando me plazca.
—Muy bien, pues —repuso el pintor sin mirarla—, por mí no ha de quedar. Pero tendréis que aguantar unos cuantos días más.
Afra se habría arrojado a los brazos del pintor, pero dado que no le estaba permitido cambiar de postura, se limitó a proferir un breve y estridente grito de júbilo. Pasado un rato, preguntó:
—Por cierto, maestro Alto, ¿hacia dónde os dirigís?
—Río abajo —contestó éste—. En primer lugar a Ulm y, de no conseguir allí ningún encargo, continuaré hasta Nuremberg. En Nuremberg los artistas siempre encontramos algo que hacer.
—Yo he oído hablar de Ulm y de Nuremberg —apuntó Afra, muy excitada—, deben de ser inmensas ciudades habitadas por unos cuantos miles de almas.
—¿Unos cuantos miles? —Alto soltó una carcajada—. Ulm y Nuremberg se cuentan entre las ciudades más grandes de Alemania, y en cada una de ellas viven veinte mil almas, ¡por lo menos!
—¿Veinte mil? ¡No me imagino a veinte mil personas en el mismo lugar!
—¡Pues ya lo verás! —se rió el corcovado pintor y dejó el pincel a un lado.
Afra bajó de un brinco del pedestal y echó un vistazo a la pintura.
—Dios mío —prorrumpió—, ¿ésa soy yo?
El pintor asintió.
—¿Acaso no os agradáis?
—Sí, sí —afirmó—. Es sólo que…
—¿Sí?
—Que santa Cecilia es demasiado hermosa. No se asemeja en nada a mí.
—Los ojos de Afra brillaban de fascinación mientras recorrían el cuerpo rosado de la santa, apenas velado por los ropajes. Los senos y el ombligo se transparentaban por completo, e incluso sus partes pudendas se adivinaban tras el fino tejido.
—Yo no he agregado ni he quitado nada. Ésta sois vos: Afra o santa Cecilia, como queráis.
Mientras Afra se enfundaba el hábito, se preguntó si, al arrodillarse ante el altar, las monjas la mirarían con recelo, pero en seguida se dijo que, aunque así fuera, no pensaba quedarse allí mucho tiempo más.
—Una última cuestión —señaló Alto von Brabant— y después os dejaré marchar. —Entonces extrajo una bolsa y le entregó a Afra dos monedas—. Vuestra paga por posar para mí: dos florines, tal como acordamos.
Afra se sintió abrumada al recibir el dinero. ¡Dos florines! —Tomadlos. Os pertenecen.
—Os confieso, maestro Alto —repuso Afra, abochornada—, que jamás he poseído tanto dinero. Como sirviente uno recibe sustento y un techo bajo el que dormir y, a lo sumo, alguna palabra amable de vez en cuando. Mi única pertenencia es un hatillo que guardo en el dormitorio. Pero ese hatillo es para mí lo más valioso de este mundo. Podéis reíros de mí, pero es la pura verdad.
—¿Por qué habría de reírme de vos? —se indignó el jorobado—. El dinero es agradable, pero nada más. Raras veces procura felicidad. Ahora tomad lo que os corresponde y ¡hasta mañana!
Afra fue perfeccionando su caligrafía más rápido de lo que ella habría imaginado, para gran enojo de las dos monjas. La maliciosa actitud de las hermanas, sin embargo, alentaba a Afra a aferrarse a su plan de abandonar la abadía lo antes posible.
Días después, Afra le reveló sus planes a la abadesa, quien, en contra de lo previsible, se mostró comprensiva. Mas cuando Afra anunció que partiría junto a Alto von Brabant, a la abadesa —Dios sabe por qué— se le hinchó la vena oscura que le atravesaba de arriba abajo la frente y, envenenada de ira, espetó:
—¡Es un artista, y los artistas son todos unos sinvergüenzas, unos granujas irreverentes! Te prohíbo que te marches con el jorobado. Él te arrastraría a la perdición.
—No es una mala persona sólo porque haya consagrado su vida al arte —replicó Afra—. Vos misma dijisteis que posee talento para la pintura. ¿Quién, si no Dios, le ha concedido tal don?
La abadesa se encendió de rabia al comprobar que aquella jovenzuela osaba replicarle. Sin dignarse mirarla agitó bruscamente la mano, como si quisiera sacudirse algún bicho importuno, y señaló a Afra la puerta de la habitación.
Por la noche, tras la cena en el refectorio —se sirvió una indescriptible pasta a base de col, rábano y remolacha acompañada de tortas—, Philippa, la más joven de las monjas del scriptorium, abordó a Afra para rogarle que subiera a buscar el original en cuya copia estaba trabajando. La abadesa quería examinarlo y, ella, según dijo, no se hallaba en condiciones de subir la escalera de piedra a oscuras. Acto seguido le entregó la llave de hierro del scriptorium y un velón.
A Afra le pareció un encargo un tanto extraño, mas no vio motivo para negarle el favor a Philippa y se puso inmediatamente en marcha. Candil en mano, atravesó el patio desierto bajo la mortecina luz de la Luna. La portezuela de la trasera del coro de la iglesia estaba abierta, y Afra emprendió la fatigosa subida hacia el scriptorium.
Aquella escalera dejaba sin respiración incluso a una muchacha como Afra, a quien además, en esa ocasión, un desagradable olor a cera —quemada se le agarró a la garganta. En un primer momento no le concedió importancia. Pero al alcanzar el último tramo Afra reparó en que una densa humareda brotaba de debajo de la puerta del scriptorium. Incapaz de pensar con claridad, Afra introdujo la llave en la cerradura y abrió la puerta.
Se había imaginado que al abrir lo encontraría todo envuelto por unas inmensas llamas, mas sólo halló una nube de humo que cubría el suelo hasta la altura de la rodilla desde el fondo del scriptorium hasta la puerta. La humareda le impedía respirar. Tosió y escupió, y se abrió paso hasta la ventana más cercana para coger aire. Afra sabía que sólo se abría la hoja intermedia, pues las otras eran fijas.
Nada más tirar Afra de la hoja de la ventana, una columna de fuego se elevó al fondo del scriptorium. Sintió miedo. En cuestión de segundos, pensó, todo el scriptorium ardería en llamas. Rápidamente arrambló con unos cuantos libros y rollos de pergamino marcados con la inscripción secretum para salvarlos de la quema.
Justo cuando se disponía a salir, comenzaron a resonar en la escalera gritos de alarma. Varias monjas cargadas con cubos de agua ascendieron en tropel apartando a Afra a un lado. Ésta, descompuesta, acababa de abrirse paso por la puerta cuando la abadesa apareció ante sus ojos. En la mano portaba una deslumbrante y pestilente antorcha de resina.
—¡Engendro del diablo! —bramó la abadesa al ver a Afra—. No eres más que un engendro del diablo.
Afra se quedó petrificada. No sabía qué ocurría ni a qué se debían las terribles injurias de la abadesa.
—Vine hasta aquí a buscar el pergamino, tal como se me encargó, y fue entonces cuando descubrí que salía humo del scriptorium —se explicó Afra desesperada.
En el patio, las monjas habían formado una cadena hasta la fuente. Los cubos de agua pasaban de mano en mano y, de cuando en cuando, se oían gritos de aliento.
—¿Y se puede saber por qué llevas bajo el brazo los documentos más valiosos de nuestra abadía? —La abadesa avanzó para acercarse a Afra.
—Porque quería salvarlos de las llamas —repuso la joven, temblorosa a causa de los nervios.
La abadesa soltó una risa maliciosa.
—Precisamente los pergaminos secretos. ¿Cómo sabías de su existencia? ¿Quién te ha encomendado tal tarea si no ha sido el diablo?
—¿El diablo? Reverenda madre, os ruego que no empleéis semejantes palabras. Leí la inscripción secretum y pensé que su contenido sería más importante. Por eso intenté salvar éstos y no otros.
En ese mismo instante Philippa se abrió paso junto a ellas para marcharse, pero la abadesa la agarró del brazo y le puso la antorcha en la mano.
—Madre Philippa —exclamó Afra sofocada—, ¡atestiguad que fuisteis vos quien me envió al scriptorium!
La monja miró hacia la ventana del scriptorium, luego se quedó mirando a la joven con un gesto inexpresivo. Finalmente respondió:
—Por todos los santos, ¿por qué iba a enviaros yo al scriptorium en plena noche? Yo no soy tan anciana como Mildred. Mis piernas todavía me llevan allá donde yo quiera. Por cierto, ¿cómo habéis conseguido la llave?
—¡Vos misma me la habéis entregado!
—¿Yo? —Su tono de voz denotaba cierta indignación.
—¡Miente! —bramó Afra furibunda—. ¡El hábito de vuestra orden no le impide traicionarme!
La abadesa había seguido impertérrita la conversación entre ambas. En ese instante le arrebató a Afra los pergaminos de las manos.
—La madre Philippa no miente, ¡no lo olvides! Lleva sirviendo a Dios Nuestro Señor toda la vida, conforme a la regla de san Benito. ¿En quién de las dos crees que puedo confiar?
A Afra le consumía la rabia. Empezaba a comprender que Philippa le había tendido una trampa.
—¿No será más bien —prosiguió la abadesa— que, estando en el refectorio, has sustraído la llave y, tras caer la noche, te has dirigido al scriptorium con el propósito de robarnos los manuscritos de mayor valor? Y para que nadie acusara su falta, después has prendido fuego.
—¡Así fue y sólo así! —gritó Philippa y asintió vehementemente.
—¡No, no fue así! —Afra sintió un impetuoso deseo de abalanzarse al cuello de la abadesa. Lágrimas de furia y desesperación resbalaban por sus mejillas. Fuera de sí, se volvió hacia Philippa y le increpó:
—¡Bajo vuestro hábito mora el mismísimo diablo! Él os devorará y se llevará consigo los restos.
Las dos monjas comenzaron a santiguarse con tanto fervor que Afra temió que fueran a rompérseles sus esmirriados y escuálidos brazos.
—Lleváosla y encerradla en el poenitarium —ordenó la abadesa—. Ha sido ella quien ha incendiado el scriptorium para arrebatarnos los textos secretos. La mantendremos presa y la entregaremos al corregidor. Él le dará su justo castigo.
Luego mandó acercarse a dos rechonchas monjas. Entre codazos y empujones, éstas condujeron a Afra por la escalera de piedra hasta las celdas enrejadas de las bóvedas subterráneas donde eran encarceladas las monjas insubordinadas. Había en el rincón un montón de paja, al lado un cubo de madera para hacer las necesidades y tierra húmeda en el suelo. Pero antes de que Afra pudiera orientarse en la pestilente mazmorra, la reja se cerró y las monjas se alejaron con la luz.
La oscuridad la envolvió, y Afra fue palpando el suelo a cuatro patas hasta llegar al montón de paja. Acurrucada y aterida de frío, rompió a llorar a lágrima viva. Era consciente de lo que significaba que la juzgara el corregidor. El incendio provocado constituía un delito grave, tanto como el asesinato. De cuando en cuando Afra oía órdenes a lo lejos. No sabía si el scriptorium ardía en llamas o si el incendio había quedado extinguido. En medio de aquella noche Afra perdió la noción del tiempo. Su miedo era tal que ni siquiera cerró los ojos para dormir.
Hubo un momento en que recobró cierta serenidad. Debía de haber amanecido hacía rato, mas no ocurrió nada. No había agua ni comida. «Me dejarán morir aquí», se dijo Afra, y entonces comenzó a reflexionar acerca del modo en que podría acabar su vida.
Luego, no supo cuánto tiempo pasó despojada casi por completo de su lucidez, y despotricaba contra el Señor por haberla condenado a ese destino a pesar de su inocencia. Jamás habría sospechado que, tras los muros de una abadía de monjas, pudiera habitar tanta depravación y maldad. Seguramente el corregidor, en el caso de que la sometieran a juicio, creería antes a la monja que a una sirvienta fugada.
Pasados dos o tres días —Afra no sabía calcular cuánto tiempo había transcurrido— le pareció oír que unos pasos se acercaban. Creyó que se trataba de una alucinación cuando vio la titilante luz de una antorcha. Al otro lado de la reja advirtió una cara conocida. Era Luitgard, la monja con la que había entablado conversación la primera noche. Luitgard le hizo una seña a través de la reja para que se acercara y, llevándose un dedo a los labios, le pidió que no elevara el tono de voz. Después, le susurró:
—Debemos hablar muy bajo. En las abadías se dice que las paredes oyen. Y en ningún sitio es tan cierto como en Santa Cecilia.
Luitgard portaba en un cesto una torta de pan y una jarra de agua que, al ser estrecha, cabía entre las rejas. Afra se llevó la jarra a la boca con avidez y se la bebió de un solo trago. Esos sorbos de agua, más que nunca en su vida, le supieron a gloria. Luego cogió la torta y engulló un pedazo tras otro.
—¿Por qué haces esto? —le dijo Afra por lo bajo—. Si te descubren, acabarás como yo.
Luitgard se encogió de hombros.
—No has de preocuparte por mí. Hace ya veinte años que habito tras los muros de esta abadía. Sé perfectamente lo que ocurre aquí dentro. Y la mayoría de cuanto acontece no honra precisamente a Nuestro Señor.
Afra se agarró con ambas manos a las rejas y trató de persuadir a Luitgard:
—Yo he sido encarcelada aquí sin causa, puedes creerme. La abadesa me acusa de haber prendido fuego al scriptorium para encubrir el robo de unos manuscritos secretos. Y Philippa, a quien ha llamado como testigo, miente. Niega haber sido ella misma quien me envió al scriptorium. Fue una trampa, ¿me oyes? ¡Me tendieron una trampa!
Luitgard alzó ambas manos para advertirle que debía bajar la voz. Luego susurró:
—Sé que dices la verdad, Afra. Ante mi no necesitas justificarte.
—¿Cómo? ¿Qué quieres decir? —repuso Afra, sorprendida.
—Ya te he dicho que en esta abadía las paredes oyen.
Afra escudriñó con recelo las paredes de su sombrío calabozo.
Luitgard asintió y señaló hacia el techo con un gesto mudo. En ese instante Afra reparó en los tubos de barro que, de un palmo de diámetro, sobresalían de varios puntos del techo.
—Toda la abadía —susurró Luitgard bisbiseando mientras alzaba una y otra vez la mirada hacia el techo con congoja— está comunicada de punta a punta por un entramado de tuberías que no sólo transmiten de modo asombroso la voz humana entre las estancias y los pisos, sino que además, en algunas ocasiones, causa la impresión de que a su paso por los tubos de barro las voces se amplifican.
—¿Es un milagro de la naturaleza?
—Eso no podría juzgarlo. Pero ¿acaso no es curioso que se haya instalado semejante artilugio en el monasterio de las monjas del silencio, donde la discreción y el sigilo habría de ocupar un lugar primordial? Sea como fuere, ese milagro de la naturaleza, como lo llamas tú, tiene, sin embargo, un inconveniente: no sólo transmite las voces de una estancia a otra, sino también de la otra a la primera. Y si bien la abadesa está bien informada de cuanto se dice en todos los rincones de la abadía, pues todos los tubos acaban en su habitación, con un poco de astucia se pueden escuchar también desde cualquier lugar las conversaciones de la abadesa.
—¿Y para ello uno sólo debe pegar la oreja al techo?
—Exacto, uno sólo ha de acercar la oreja al tubo de barro. La vida monástica no es precisamente fuente de diversión y esparcimiento, y escuchar las conversaciones de la abadesa no constituye más que un pecado venial, aun cuando es, lo reconozco, pecado. El caso es que yo misma pude escuchar una conversación entre Philippa y la abadesa. Philippa se quejaba porque tú, sin gozar siquiera de la condición de novicia, hubieras sido bañada y alimentada como una noble doncella y hubieras disfrutado del privilegio de posar como modelo de santa Cecilia mientras ella y las demás monjas llevaban años desempeñando las más duras tareas. En un principio la abadesa acogió la queja con frialdad y señaló que la caridad ordenaba dar cobijo al prójimo en situación de necesidad. Pero Philippa no cejó en el empeño y continuó lanzando reproches a la abadesa hasta que finalmente ésta accedió y le dijo que si tenía una idea de cómo deshacerse de ti, la pusiera en práctica.
—¡Entonces tú podrías declarar a mi favor como testigo! ¡Tienes que hacerlo!
—¡Nadie me creería! —rehusó Luitgard.
—¡Pero tú lo oíste todo!
—Sería inútil, nadie admitiría las circunstancias en las que fui testigo de esa conversación. ¿Acaso crees que la abadesa reconocería que espía a sus subordinadas?
—Pero es el único modo de probar mi inocencia. —Insistió Afra, y agachó la cabeza resignada.
—Ruega a Dios, él obra milagros —repuso Luitgard con determinación, para alentarla, y, dicho eso, se marchó.
El regreso a la oscuridad dejó a Afra sumida en la más honda desesperación. Quería rezar, pero no se le ocurría ninguna oración. Su cabeza era un remolino donde se agolpaban los pensamientos sobre el callejón sin salida en el que se hallaba atrapada. Finalmente volvió a caer en un estado de semiinconsciencia donde los sueños y la realidad eran a duras penas distinguibles. Afra no sabía —qué importaba, además— si era de noche o de día. El estampido de los truenos la dejó indiferente y ni siquiera se inmutó cuando un rayo hizo temblar los muros.
Creyó estar soñando cuando, ante el recio enrejado, apareció el rostro de Alto von Brabant tras la mortecina luz de un candil. Hasta que éste no hubo introducido la llave en la cerradura y abierto la reja, Afra no volvió en sí.
Incapaz de articular palabra, la joven miró al pintor con aire interrogante.
Mientras fuera se desataba una brutal tormenta, Alto tendió a la joven el hatillo que había guardado en el dormitorio y le dijo:
—Quítate el hábito de novicia. ¡Rápido!
Afra obedeció como entre sueños y se enfundó sus toscas ropas.
—¿Cómo habéis conseguido la llave, maestro Alto? ¿Es de día o de noche? —preguntó atropelladamente.
El corcovado pintor cogió el hábito y lo arrojó al camastro de paja. Y mientras guiaba a la joven fuera del calabozo y cerraba la reja desde el exterior, respondió en susurros:
—Es poco más de medianoche, y en cuanto a la llave, todo el mundo es sobornable, también las monjas. A la postre, todo se reduce a una cuestión de precio. Como sabes, hasta Jesús Nuestro Señor fue traicionado por treinta denarios. Ésta —agregó alzando la llave— ha salido mucho más barata. ¡Ahora, vamos!
Alto von Brabant iba delante alumbrando mientras conducía a Afra por los escalones de piedra al piso de arriba. Poco antes de coronar la escalera y salir al largo pasillo de la planta baja, apagó la vela de un soplido. En ese instante un relámpago iluminó la oscuridad. Por una fracción de segundo un fuerte resplandor penetró por los estrechos ventanucos superiores. El trueno que estalló acto seguido hizo temblar el suelo de piedra. Afra se agarró asustada al brazo de Alto.
Al final del pasillo el pintor abrió una estrecha portezuela en la que hasta entonces Afra nunca había reparado. Era tan baja que hasta una persona pequeña debía agachar la cabeza para pasar. Tras ella, salía un pasillo a la derecha que desembocaba diez pasos después en un portón de madera sobre el que había montada una polea. Alto abrió el portón y se detuvo. Entonces, se volvió hacia Afra:
—Escúchame. Éste es el lugar de huida más seguro para abandonar la abadía sin ser visto. Hay una vieja polea con la que antaño se introducían los sacos de grano y los barriles por encima del muro. Yo te ataré una cuerda alrededor del pecho y la iré soltando con cuidado. No temas, pues la soga corre por dentro de una roldana que reduce tu peso a la mitad. Con una sola mano podría detenerte. Además, no hay más de cien palmos hasta el suelo. Abajo te espera un barquero. Se llama Frowin. Puedes confiar en él. Él te llevará hasta Ulm en su chalana. Allí habrás de buscar el barrio de los pescadores y preguntar por el pescador Bernward. Él te dará cobijo hasta que llegue yo.
La tormenta había amainado, aunque todavía algunas partes del cielo conservaban un tono ceniciento. Afra miró con preocupación al vacío. El corazón le palpitaba a toda velocidad, pero no tenía elección. Alto pasó la soga bajo sus brazos y la anudó sobre su pecho.
—Mucha suerte —dijo empujando a Afra hacia la rampa. Un impulso bastó para que la joven descendiera con un leve balanceo, dando vueltas sobre sí misma.
Un hombre viejo y barbudo la agarró desde abajo.
—Me llamo Frowin —farfulló con voz grave—. Mi barca nos aguarda ahí abajo, en el río. Está cargada de pieles, de pesadas pieles de vaca, toro, buey y venado para los ricos de la ciudad. Zarparemos al amanecer.
Afra asintió agradecida y siguió al barquero por una estrecha vereda hasta la orilla del río.
La chalana era una embarcación plana de pequeño calado. La proa se elevaba como el cuello de un monstruo marino. Unas lonas amarradas con cuerdas protegían las valiosas mercancías de la intemperie. En la popa de la barca, de unos treinta codos de eslora, Frowin había construido una camareta con tablones. Una mesa y un banco de madera, un arcón que hacía también las veces de cama, eran todos los muebles. Allí se cobijaría Afra.
Sobre la mesa titilaba una linternilla de madera. Afra no se atrevía a mirar al barquero desconocido a la cara. Absorta en sus pensamientos, contemplaba la cálida luz de la vela. Frowin, ausente también, miraba al infinito en silencio, con los brazos cruzados. Las gotas de lluvia se colaban por las rendijas del techo. Para poner fin al embarazoso silencio, Afra preguntó, entre titubeos:
—¿De modo que sois amigo del maestro Alto, el pintor de Brabante?
El barbudo barquero permaneció mudo, como si no hubiera oído la pregunta, luego escupió y esparció la saliva con el pie.
—Humm —repuso finalmente por toda respuesta.
Afra se sentía muy incómoda. Casi no se atrevía a mirar al barquero de reojo. Su rostro estaba surcado por hondas arrugas, y las largas horas a la intemperie habían tornado su piel casi tan oscura como la de un africano. Su negra y cerrada barba contrastaba de modo llamativo con la ligera pelusa que, a modo de aureola, rodeaba su coronilla.
—Amigo sería mucho decir —dijo inesperadamente el barquero, como si hubiera estado meditando la respuesta—. Nos encontramos por primera vez hace algunos años. Alto me proporcionó un provechoso encargo para un transporte de Ratisbona a Viena. Esas cosas uno no las olvida en los difíciles tiempos que corren. Al pintor parecéis importarle mucho. Ha insistido con ahínco en encomendarme vuestra suerte. Tuve que empeñar mi palabra de que os llevaría sana y salva hasta Ulm. De modo que no debéis preocuparos, bella muchacha.
Las palabras de Frowin confortaron a Afra.
—¿Y cuánto dura el viaje hasta Ulm? —inquirió Afra.
El viejo barquero meneó la cabeza a un lado y a otro.
—El caudal del río está alto. Eso nos facilitará el viaje río abajo. Pero calculad que menos de dos días no será. ¿Tenéis prisa?
—En modo alguno —respondió Afra—. Mas habéis de saber que es la primera vez que viajo tan lejos y también que subo a una barca. ¿Es Ulm una ciudad hermosa?
—Yo diría que es más bien una ciudad interesante, una ciudad grande y rica. Y —agregó Frowin alzando un dedo índice para enfatizar sus palabras— los artesanos de Ulm construyen los mejores bateles del mundo, los llamados Ulmerschachiel.
—¿Entonces vuestra barca ha sido fabricada en Ulm?
—Por desgracia, no. Un pobre hombre como yo, que tiene mujer y tres hijos que alimentar, no puede permitirse un barco tan caro. Esta chalana la construí con mis propias manos hace treinta años. No es muy elegante, lo admito, pero cumple su función igual de bien que las de Ulm. Además, todo depende más del barquero que del barco. Yo conozco todos los remolinos del río hasta Passau y sé exactamente cómo esquivar cada uno de ellos. De modo que no tenéis que preocuparos.
Pasaron las horas y poco a poco Afra fue ganando confianza en el inicialmente lacónico barquero. Por eso, no dudó en responder cuando, al cabo de un rato, él preguntó:
—¿Qué es ese cofre que abrazáis contra vos como si fuera el mayor de los tesoros?
—Es que para mí es el mayor de los tesoros —respondió ella y apretó el desgastado estuche contra su corsé—. Mi padre me lo dejó en herencia con la condición de que sólo lo abriera en caso de extrema necesidad, cuando me hallara perdida y no viera otra salida. De lo contrario, me dijo, el contenido sólo me traería desgracias.
Los ojos de Frowin despidieron un destello de curiosidad. Se agarró la barba y preguntó:
—¿El contenido es un secreto? ¿O jamás habéis abierto el cofre?
Afra esbozó una elocuente sonrisa y el barquero rectificó:
—No tenéis por qué responderme. Disculpad mi curiosidad.
La joven meneó la cabeza.
—No os preocupéis. Lo único que os puedo contar es que en varias ocasiones he estado tentada de abrir el cofre, pero cuando me detuve a reflexionar si era el final, todas las veces llegué a la conclusión de que la vida continuaba.
—Vuestro padre debía de ser un hombre inteligente, me da la sensación.
—Sí, lo era. —Respondió Afra y agachó la cabeza.
Por el ventanuco de la puerta de la camareta penetraba la luz de la Luna. Sobre el río flotaba un manto de neblina. Desde el agua ascendía un frío penetrante y la lluvia había cesado.
Frowin se echó sobre los hombros un capote negro, se caló su sombrero de ala ancha y se frotó las manos para calentarse.
—Que Dios nos acompañe en el camino —dijo en susurros—, es hora de zarpar.
Frowin saltó a la orilla y desató la cuerda con la que había amarrado la barca a un árbol. Con un palo empujó el bote río adentro y encauzó la proa. Por unos instantes la barca quedó atravesada en el río, luego el barquero la enderezó y emprendieron el descenso río abajo.
El chirriar del timón con el que Frowin dirigía la chalana era lo único que perturbaba el silencio que reinaba en el río. Sólo habían recorrido dos millas cuando el manto de niebla comenzó a tornarse más y más denso. Afra apenas distinguía la orilla. De pronto se alzó ante ellos una nube blanca que se deslizaba hacia la barca y amenazaba con engullirlos, un muro de niebla tan denso que desde la camareta apenas se distinguía la proa.
—¡Debemos atracar! —exclamó el barquero al timón—. ¡Sujetaos bien!
Afra se agarró con ambas manos al banco de madera. Un golpe sacudió la barca y acto seguido se hizo el silencio, un silencio sepulcral.
En la abadía de Santa Cecilia nadie había reparado en la huida de Afra. Al menos, eso parecía. Todo transcurría con plena normalidad. La construcción del tejado de la iglesia estaba próxima a concluir, y en el scriptorium las monjas se afanaban en borrar los rastros del incendio. Sólo parte del suelo había sufrido las consecuencias de las llamas. A excepción de algún que otro libro de los anaqueles inferiores, de escaso valor, los manuscritos y pergaminos habían quedado prácticamente intactos.
Sin embargo, durante los trabajos de limpieza, reinaba en el ambiente cierta tensión y, de cuando en cuando, alguna de las monjas miraba a las demás con hastío, como diciendo «esto no era lo que yo quería»; a pesar de lo cual, todas las monjas guardaban silencio, un silencio total, como disponía la regla de la orden. Cuando se interrumpían los trabajos para los oficios, sus cánticos sonaban más fervientes que nunca, casi suplicantes, como si imploraran clemencia.
¿Fue la mano de Dios o su mala conciencia lo que impulsó a la madre Philippa a bajar a las bóvedas subterráneas a última hora del día, después de completas, a comprobar cómo se encontraba Afra?
Al ver el hábito de novicia de Afra tirado sobre el camastro de paja, profirió un grito y salió corriendo hacia el refectorio, donde se hallaban congregadas las monjas. Abrió la puerta y exclamó:
—Dios Nuestro Señor ha elevado a Afra en cuerpo y alma al cielo.
Los cuchicheos y las murmuraciones cesaron de inmediato en el refectorio, y en medio del súbito silencio replicó la abadesa:
—¡Tus palabras no son sino fruto de la enajenación! Calla y abstente de ofender a nuestro Creador. Nadie salvo la Virgen María, tal como dicen las enseñanzas de la Iglesia, ascendió en cuerpo y alma a la gloria.
—No —insistió la monja, presa de la agitación—. Dios Nuestro Señor ha llamado a Afra a su gloria a través de la reja cerrada del poenitarium y ha dejado tras de sí sus terrenales ropajes. ¡Venid y comprobadlo vos misma!
Entre las monjas, que habían seguido la conversación en silencio, cundió el pánico. Algunas salieron del refectorio como alma que lleva el diablo y corrieron atropelladamente escaleras abajo para contemplar el milagro con sus propios ojos. Las demás las siguieron y, en cuestión de minutos, se hallaban todas agolpadas ante la reja del calabozo tratando de atisbar el hábito de la orden que yacía sobre la paja. Mientras unas contemplaban mudas o apretaban los labios con silencioso recogimiento, otras musitaban una oración. Otras, extasiadas, lanzaban agudos gritos y elevaban la mirada hacia el cielo.
—¿Qué le habéis hecho a Afra para que el Señor se la lleve consigo? —clamó Luitgard.
Y, desde el fondo, una débil voz murmuró:
—Philippa tiene la culpa. Philippa prendió fuego al scriptorium.
—¡Sí, Philippa provocó el incendio! —clamaron cada vez más monjas.
—¡Callaos, por todos los santos, callaos! —La sulfurada voz de Philippa surcó el sótano como el acero de una espada. Apoyándose sobre el hombro de otra monja, trepó a un quebradizo barril de agua—. Escuchadme, hermanas —exclamó por encima de las cabezas de las furiosas mujeres—. ¿Quién nos dice que Dios Nuestro Señor ha sido quien, sacando a Afra a través de la reja de hierro, se la ha llevado consigo? ¿Quién nos dice que no ha sido el diablo quien ha desnudado y raptado a Afra tras absorberla a través de los barrotes con su aliento? Todas sabemos que sólo el demonio recurre a semejantes trucos, y únicamente el diablo codiciaría a una joven tan bella como Afra. De modo que no pequéis de pensamiento sobre las obras de Nuestro Señor.
—¡Tiene razón! —exclamaron unas.
—¡Disparates! —apuntaron otras.
Entonces se oyó una tercera voz:
—¿No fuiste tú quien provocó el incendio del scriptorium? ¿No eras tú quien quería deshacerse de Afra? ¿Tal vez porque era demasiado joven y bella?
En ese instante se hizo el silencio en la bóveda del poenitarium y todas las miradas se volvieron hacia Philippa. Ésta apretó los labios y una honda arruga dividió de arriba abajo su frente. Sin abrir más que las comisuras de la boca, espetó:
—¿Cómo te atreves a acusarme de semejante desafuero? ¡Dios te castigará!
Seguía reinando un temeroso silencio. Todas sabían que las paredes de la abadía podían oír. Y todas sabían que en ese monasterio no había secretos. Pero nadie se había atrevido a mencionar jamás el entramado de tubos de barro. De ahí la profunda conmoción que invadió la estancia cuando alguien —se llamaba Euphemia y acababa de terminar su noviciado— le espetó a la monja con actitud desafiante:
—No tenéis por qué disimular, reverenda madre Philippa, todas las presentes oímos cómo calumniabais a Afra ante la abadesa y cómo ésta os concedió permiso para que os deshicierais de la joven a traición. ¡Dios os tenga de su mano, reverenda madre! El Señor ha desenmascarado vuestra vileza y ha llamado a Afra a su gloria como a una santa.
—¡Es una santa! —gritó una novicia.
—¡Se la ha llevado el demonio! —repuso otra.
Elevando la voz por encima de las demás, Luitgard afirmó:
—¡Afra sabía recitar el avemaría en latín!
—¡También el diablo posee un gran dominio del latín! —replicaron desde el fondo.
—¡Ni hablar! ¡El diablo habla nuestro idioma!
—¿Nuestro idioma? ¡Qué desatino! De ser así, nadie en Francia entendería al diablo.
La discusión sobre los conocimientos lingüísticos del diablo fue subiendo de tono. Primero alguien le arrancó a Euphemia su alada y almidonada toca, luego dos monjas se enzarzaron a puñetazos y, en un santiamén, se armó una tremenda trifulca con arañazos, mordiscos, pisotones y tirones de pelo en medio de un estridente griterío. Fue uno de esos casos que, de tiempo en tiempo, desataban la histeria en la abadía como consecuencia de semanas y semanas de silencio y contemplación obligados.
Una violenta corriente de aire irrumpió de pronto en aquel caos y apagó las velas y las teas que iluminaban el lúgubre subterráneo. La humareda dejó a las monjas sin aliento.
—¡Que Dios nos ampare! —se oyó murmurar en la oscuridad.
Y una débil vocecilla musitó:
—¡El diablo!
Por la escalera de piedra apareció una silueta escuálida, de aspecto casi espectral, con una llameante antorcha en la mano: la abadesa.
—¿Es que habéis perdido todas el juicio? —inquirió en tono cortante. Con la mano izquierda agarró el crucifijo que llevaba colgado al cuello con una cadenilla y lo alzó ante las perplejas monjas—. ¿Es que estáis todas poseídas por el demonio? —susurró.
Contemplando la escena, uno llegaba a pensar que la abadesa estaba en lo cierto. La batalla librada por las religiosas había causado estragos. Prácticamente ninguna de las devotas conservaba la toca en la cabeza. La mayoría de las almidonadas prendas yacían pisoteadas en el suelo. Algunas monjas se arrodillaron contra la pared con las manos juntas en actitud de orar, llenas de arañazos y con los hábitos desgarrados. Otras se abalanzaron entre gemidos a los brazos de sus hermanas. Apestaba a brea quemada, a sudor y a orina.
La abadesa se aproximó y fue alumbrando las caras de todas las monjas, como si de ese modo pretendiera devolverlas una por una a la cordura. Las miradas que recorrió con sus ojos traslucían odio o desesperación, y, las menos de las veces, humildad. Al acercarse a Philippa, la abadesa se detuvo un instante. La bibliotecaria estaba sentada en el suelo, apoyada contra el barril, con la pierna izquierda doblada hacia fuera en una extraña posición y la mirada perdida. Tampoco reaccionó cuando la abadesa le alumbró el rostro. Entonces la agarró del hombro. Pero no había tenido tiempo de decir nada cuando Philippa se desplomó como un saco de trigo.
Las monjas profirieron un breve grito y, acto seguido, se santiguaron. Algunas se arrodillaron, desconcertadas. Fueron unos instantes, pues la abadesa recobró en seguida el aplomo:
—Dios la ha castigado por su diabólico modo de obrar —afirmó con voz queda—. Que el Señor se apiade de su pobre alma.
Como era costumbre en la abadía, al día siguiente la madre Philippa fue envuelta en arpillera y tendida sobre una tabla mortuoria. Dicha tabla tenía una cruz griega y su nombre grabados y pintados en un tono rojizo. A cada una de las monjas de la abadía la aguardaba una tabla como aquélla. Se encontraban apiladas en la cripta, bajo la iglesia, y la abadesa interpretó como una señal divina que la tabla de Philippa ocupara el primer lugar en el montón.
El vicario capitular de la ciudad más próxima que habitualmente confesaba a las monjas y decía la misa era un beodo rollizo y arrogante que se cobraba en especie cualquier servicio eclesiástico; se rumoreaba de él que incluso en los casamientos probaba fortuna con las prometidas. Pues bien, ese buen sacerdote fue quien bendijo el cuerpo de Philippa antes de ser introducido en un nicho que fue cerrado posteriormente con una losa. Luego, el vicario cargó el pago por su labor —dos hogazas de pan y un barril de cerveza— en el carro de bueyes en el que se había desplazado hasta allí, azotó a los animales con un látigo de tiras y se marchó.
Alto von Brabant se vio en una precaria situación al tener que acabar el retablo de la santa sin modelo. En su memoria había quedado grabado el recuerdo de Afra, el tono de su tez y cada una de las sombras que proyectaban las curvas de su cuerpo. Para guardar las apariencias, Alto había indagado acerca del paradero de su modelo, pero preguntara a quien preguntase, obtenía por toda respuesta un encogimiento de hombros de las interrogadas, que acompañaban el gesto con una mirada hacia el cielo.
Si bien en un comienzo casi nadie se había preocupado por el retablo, la culminación de la obra despertó un gran interés. Después de rezar la tercia por la mañana y la prima por la tarde, las monjas acudían en pequeños grupos al almacén donde el pintor daba los últimos retoques con un fino pincel a santa Cecilia. Subyugadas por la deslumbradora viveza de su cuerpo, muchas de ellas caían de rodillas ante la imagen o rompían a llorar de emoción.
A mediados del mes de noviembre, cuando ya las primeras heladas anunciaban la llegada del invierno, se concluyó la reconstrucción de la iglesia. La nueva cubierta inclinada de la iglesia había sido techada y los andamios de los muros exteriores desmontados. El espacio interior, conservado en gris y rosa, y coronado por una bóveda de crucería que se elevaba hacia el cielo, resplandecía con una misteriosa luz cuando el sol penetraba por las altas vidrieras de colores.
Sin embargo, los mayores elogios fueron para Alto von Brabant cuando éste erigió el tríptico. A él mismo le sucedía lo que a las monjas. No podía dejar de ver a Afra en santa Cecilia. Y es que las monjas no admiraban la imagen de la santa, sino de Afra, que estando entre ellas se había disuelto en el aire o había ascendido a los cielos como la Virgen María.
Para el día de la bendición de la iglesia, el veintidós de noviembre, las monjas habían engalanado la abadía. En los antepechos de todas las ventanas ondeaban telas rojas. Abetos rojos recién cortados flanqueaban las puertas. Hacia las diez, una carroza tirada por seis caballos, seguida de caballeros con estandartes rojiblancos y siete carros entoldados, entró en el patio del monasterio. Las monjas habían formado un semicírculo presidido en el centro por la abadesa. Aun antes de que la carroza, adornada con ornamentos rojos y un escudo pintado, se detuviera, un lacayo con una elegante vestimenta saltó en marcha del pescante, abrió la puerta y sacó una escalerilla. En el acto asomó por la puerta una rechoncha figura: el obispo Anselm de Augsburgo.
Las monjas flexionaron las rodillas y se santiguaron cuando Su Eminencia bajó de la carroza envuelto en una capa con bordados dorados sobre un traje de viaje rojo escarlata. De acuerdo con la tradición, la abadesa besó el anillo del obispo y dio la bienvenida al venerable huésped. Dada la monotonía cotidiana de la vida en el monasterio, un acontecimiento de esa índole significaba mucho más que una agradable distracción. El voto de silencio quedaba suspendido durante todo el día. Y la sobriedad en el comer —la verdadera razón por la que las más de las monjas acababan consumidas cual mendigos— se olvidaría por ese mismo tiempo.
Para Su Eminencia y su comitiva las monjas habían preparado, tal como merecía la ocasión y correspondía a la época del año, un banquete con carne de venado de las praderas y bosques circundantes, pescado —siluros y truchas— del río adyacente, verduras de los jardines del monasterio y un surtido de fina repostería cuyo aroma invadía el patio del convento. Había incluso vino del lago de Constanza, lo cual para las monjas casi rozaba la lujuria. Por no mencionar la cerveza.
El coro de monjas cantó con exquisita afinación el aleluya, y los acompañantes del obispo, dignidades, canónigos, prebendados y prepósitos, vestidos con sus pomposas vestimentas, desfilaron en procesión por el pasillo central hacia el altar. El interior de la abadía olía a argamasa húmeda y a pintura, a vela de cirio y a incienso cuando el obispo Anselm hizo su entrada en la nueva construcción. Con gesto placentero, iba paseando la mirada por el nuevo templo divino hasta que, de pronto, se quedó inmóvil. La procesión de capitulares se detuvo. Embelesado, el obispo Anselm miraba fijamente la santa del retablo. Los canónigos también parecían turbados por la visión.
Alto von Brabant, que contemplaba la escena escondido tras una columna, se echó a temblar. Cuando, al cabo de unos instantes, la procesión reanudó la marcha, un canónigo tuvo que darle un empujón en la espalda a un anciano prepósito del cabildo que se había quedado absorto en el retablo.
A lo largo de la bendición conjunta, Alto no apartó la mirada del obispo. A primera vista, parecía que Anselm no prestaba atención al altar; sin embargo, un quebradero de cabeza mantenía en vilo al pintor al no adivinar si el desinterés del obispo era fingido o si, por el contrario, se avecinaba un escándalo. De haber sido éste el caso, Alto habría sido privado de todo encargo por los siglos de los siglos.
Durante el banquete en el refectorio, en el cual las mesas habían sido dispuestas en forma de herradura y cubiertas con manteles blancos, un grupo de músicos ambulantes interpretó Grasliedchen y Kühreigen, dos canciones alpinas de moda en aquella época. Dos adolescentes con una dulzaina y un corno tocaban la melodía mientras una joven con una viola de seis cuerdas y otra con un tamboril marcaban el ritmo.
Entre el pescado y la carne de venado, de los que el rollizo obispo daba buena cuenta con los dedos, Anselm se limpió la boca con la manga de su preciosa vestimenta y volviéndose a la izquierda le preguntó a la abadesa:
—Decidme, reverenda madre, ¿quién ha pintado el tríptico de santa Cecilia?
—Un pintor brabanzón —respondió la abadesa esperando palabras de censura del obispo—. Es bastante desconocido y puede que su obra no complazca el gusto de todos, pero no pide las cantidades que cobran los grandes maestros de Nuremberg o Colonia. ¿No es del todo de vuestro gusto el retablo, Eminencia?
—Os equivocáis, todo lo contrario —exclamó el obispo—, jamás había contemplado una imagen de belleza y pureza semejantes. ¿Cómo se llama el pintor?
—Alto von Brabant. Todavía no ha partido. Si deseáis hablar con él… —La abadesa mandó llamar a Alto, que ocupaba un lugar al final de la larga mesa.
Mientras el obispo Anselm engullía ruidosamente y gruñía en señal de que el venado asado agradaba a su paladar, Alto se presentó e hizo una respetuosa reverencia. Al agachar los hombros, su prominente joroba se hizo aún más evidente.
—De forma que tuya es la mano que ha retratado a santa Cecilia. El realismo de la obra es tal que uno no se extrañaría si el retrato cobrara vida.
—En efecto, Su Eminencia, la obra es mía.
—¡Por todos los querubines y serafines! —El obispo dio un golpe con el vaso de vino sobre la mesa—. ¡Has creado una auténtica obra maestra! Ni el propio san Lucas habría sabido hacerlo mejor. Recuérdame tu nombre otra vez.
—Alto von Brabant, Su Eminencia.
—¿Y qué trae a alguien como tú al sur?
—El arte, Ilustrísima, ¡el arte! En tiempos de peste y cólera no puede decirse que a uno le sobren los encargos.
—Siendo así, yo podría procurarte un encargo si aceptaras, sin más hablar, trabajar a mi servicio. ¿Qué decís, maestro Alto?
—Sería para mí un honor, Vuestra Eminencia, siempre y cuando os convenga mi discreto talento. Mañana mismo había de partir a Ulm y de allí a Nuremberg, en busca de un nuevo encargo.
—¡Paparruchas! Tú te vienes conmigo. Las paredes de mi palacio están desnudas, y hace tiempo que una idea me ronda la cabeza. —Apoyándose en sus antebrazos, el obispo se recostó sobre la mesa—, ¿Quieres oírla?
El pintor se acercó.
—Desde luego, Su Eminencia.
—Querría que pintaras para mí una serie de santas: Bárbara, Catalina, Verónica, María Magdalena, Isabel y, si puede ser, hasta la Virgen María, todas ellas a tamaño natural. Pero querría que las pintaras a todas —agregó instando al pintor a acercarse más aún— como Dios las trajo al mundo, exactamente igual que tu santa Cecilia. Y me gustaría que para ello posaran las hijas más hermosas de los burgueses de la ciudad.
—En el rostro del obispo se vislumbró una sonrisa insidiosa.
Alto se quedó callado. La idea del obispo era de todo punto inusual, aunque verdaderamente tentadora. Además, llevarla a la práctica le procuraría al menos un año de sustento. Por un instante, el pintor se acordó de Afra, a la que a la postre había de agradecer tamaña oportunidad. Ella lo esperaba en Ulm desde hacía semanas. Alto vaciló.
—Oh, claro, ya entiendo —repuso el obispo al reparar en la indecisión de Alto—. No hemos siquiera mencionado tu retribución. Me figuro que no trabajas a cambio de un padrenuestro, maestro Alto. Digamos cien florines. Suponiendo que puedas comenzar de inmediato con el encargo.
—¿Cien florines?
—Por cada obra. Calculando que serían una docena, hacen un total de mil doscientos florines. ¿Conforme?
Alto asintió con un gesto servil. Jamás le habían ofrecido unos honorarios tan generosos. Una suma tan elevada significaba que en el futuro Alto ya no tendría que conformarse con cualquier encargo. Que ya no necesitaría pintar más frescos en techos, una tarea insufrible y dolorosa para alguien a quien el destino había castigado con una joroba.
—Tan sólo hay una cuestión —repuso Alto no sin cierto rubor—. He de arreglar un asunto pendiente en Ulm. Si vos no tenéis inconveniente, monseñor, llegaré dentro de dos semanas.
—¿Dos semanas? ¿Has perdido la razón, pintor? —El obispo elevó el tono de voz—. ¡Te propongo un encargo sin duda jugoso y tu única respuesta es que vendrás al cabo de dos semanas! Escúchame bien, miserable pintamonas, o vienes conmigo ahora o despídete del trabajo. Puedo encontrar a otro que me pinte las imágenes. Mañana al alba, al toque de las siete, partimos. En el último carro hay un sitio libre para ti. Te quedan unas horas para recapacitar.
Alto von Brabant no tenía que recapacitar.