Esta vez pasan bastantes más años entre las sucesivas visitas de la dinastía Macx.
En algún rincón de la oscuridad salpicada de gas que se extiende más allá del vacío local, se agita la vida basada en el carbono. Un cilindro de diamante de cincuenta kilómetros de largo gira sobre sí mismo en la oscuridad; su superficie está grabada con extraños pozos cuánticos que emulan átomos exóticos que no se encuentran en ninguna tabla periódica que pudiera reconocer Mendeléyev. En su interior, las paredes albergan kilotoneladas de oxígeno y nitrógeno, megatoneladas de tierra infestada de vida. A cien billones de kilómetros de las ruinas de la Tierra, el cilindro relumbra como una gema en la oscuridad.
Bienvenido a Nuevo Japón: uno de los sitios entre las estrellas donde paran los humanos, ahora que el sistema solar ha quedado descartado para los cuerpos de carne.
Me pregunto a quién nos encontraremos aquí.
Hay una plaza abierta en uno de los sectores terraformados del hábitat cilindrico. Un inmenso gong cuelga de un marco de madera maravillosamente pintado en un extremo de la plaza, pavimentada con losas de piedra caliza erosionada hechas con átomos extraídos de un planeta que nunca ha visto el hielo fundido. Está rodeada de casas y tenderetes donde una serie de camareros robot humanoides sirven comida y bebida a la gente real que pasa por allí. Un grupo de niños impúberes juega al escondite con sus mascotas de ojos grandes, blandiendo lanzas y rifles automáticos de pega; aquí no hay dolor, puesto que los cuerpos son fungibles y se reconstruyen en un minuto en las puertas ensambladoras/desensambladoras que hay en cualquier habitación. Por aquí se ven pocos adultos: la Plaza Roja se ha puesto recientemente de moda y los chavales se la han apropiado como patio de recreo particular. Son todos jóvenes de verdad, síntomas de un demiurgo demográfico, no hay ni un solo wendypan entre ellos.
Un chico flaco de piel morena como un cacahuete tostado, pelambrera negra y tres brazos, acecha pacientemente a un inquieto burro de peluche a la vuelta de la esquina de la plaza. Cuando está pasando por delante de un puesto con rollos de sushi fresco apilados, un extraño animal surge de debajo de una carretilla y arquea la espalda estirándose con deleite.
El chico, Manni, se paraliza y aprieta su lanza con las manos al concentrarse en el nuevo blanco. (El peluche mueve la cola y sale pitando por encima de una losa recubierta de liquen.)
—Ciudad, ¿qué es eso? —pregunta sin mover los labios.
—¿Qué estás mirando? —contesta la Ciudad, lo que le sorprende un poco, pero no tanto como debería.
El animal termina de estirar una de sus patas delanteras y extiende la otra. A Manni le parece un gatito, pero hay algo en él que no acaba de encajar. Tiene la cabeza un pelín demasiado pequeña, lo mismo puede decirse de los ojos, y esas patas…
—Eres afilado —le dice al animal, arrugando la frente en un gesto de desaprobación.
—Sí, lo que tú digas.
La criatura bosteza y Manni le apunta con su lanza, agarrando el asta con sus dos manos derechas. También tiene unos dientes afilados, pero le habló a través de su oído interno, no de sus orejas. El habla interna es para la gente, no para los juguetes.
—¿Quién eres? —pregunta.
El animal lo mira con insolencia.
—Conozco a tus padres —dice, todavía usando el habla interna—. Eres Manni Macx, ¿verdad? Eso pensaba. Quiero que me lleves hasta tu padre.
—¡No! —Manni salta y mueve los brazos para asustarlo—. ¡No me gustas! ¡Lárgate! —dice apuntando con la lanza a la nariz del animal.
—Me iré cuando me lleves hasta tu padre —dice el animal. Levanta la cola como un gatito y se le eriza el pelo, pero entonces se para—. Si me llevas hasta tu padre luego te cuento un cuento, ¿qué te parece?
—¡Me da igual!
Manni sólo tiene unos doscientos megasegundos (siete años de la vieja Tierra), pero sabe cuándo lo están manipulando y se pone agresivo.
—Niños. —La cosa-gato mueve briosamente la cola de lado a lado—. Como quieras, Manni. A ver qué te parece esto: o me llevas hasta tu padre o te arranco la cara. Tengo garras, ¿sabes?
Casi ni le da tiempo a pestañear cuando ya lo tiene enroscado sinuosamente en los tobillos, ronroneando para desmentir su poco seria amenaza, pero puede ver que efectivamente tiene unas uñas afiladas. Es una cosa-gatito salvaje, y nada en la burbuja artificial de su ortohumana educación le ha preparado para enfrentarse a una cosa-gatito real que habla.
—¡Márchate! —Manni está inquieto—. ¡Mamá! —grita, activando sin querer el indicador de transmisión de su habla interna—. Tengo esta cosa…
—Mamá me vale. —La cosa-gato suena resignada. Deja de restregarse contra las piernas de Manni y levanta la vista—. No tienes por qué alarmarte. No te voy a hacer daño.
Manni deja de gritar.
—¿Quién eres? —pregunta finalmente, clavando la mirada en el animal. En alguna parte a años luz de distancia, un adulto ha oído sus gritos; su madre viene a toda prisa, dando brincos entre agujas y rebotando de una dimensión plegada a otra en una precipitada carrera hacia su hijo.
—Soy Aineko. —El animal se sienta y se pone a lavarse por detrás de una de sus patas traseras—. Y tú eres Manni, ¿a que sí?
—Aineko —dice Manni con aire vacilante—. ¿Conoces a Lis o a Bill?
Aineko la cosa-gato hace una pausa en su rutina higienizante y mira a Manni ladeando la cabeza. Manni es muy joven, carece de la experiencia para saber que Aineko tiene las proporciones de un gato doméstico, Felis catus, nada que ver con los juguetes y palimpsestos y demás seres de compañía a los que está acostumbrado, más bien un animal evolucionado de forma natural. Puede que la realidad esté de moda entre la generación de sus padres, pero todo tiene un límite. El pelo de Aineko está decorado con franjas y volutas marrones y anaranjadas y por debajo del mentón le crece una suave banda blanca.
—¿Quiénes son Lis y Bill?
—Ellos —dice Manni, y por detrás de Aineko, Bill, grande y de rostro huraño, intenta cogerle sigilosamente del rabo mientras Lis flota detrás de él como un OVNI del tamaño de una pinta, zumbando con excitación. Pero Aineko es demasiado rápido para los niños y se escabulle por los pies de Manni como un misil peludo. Manni pega un chillido y trata de pinchar a la cosa-gatito, pero la lanza se convierte en cristal azul, cruje y se astilla cayendo como brillantes aristas de nieve que le queman las manos.
—Vaya, eso ha sido todo un detalle por tu parte —dice Aineko con una nota amenazante en la voz—. Tu madre no te enseñó a no…
La puerta del lateral del puesto de sushi se abre y llega Rita, enojada y sin resuello.
—¡Manni! ¿Qué te tengo dicho de jugar…? —se interrumpe al ver a Aineko—. Tú. —Retrocede y casi ni se molesta en ocultar su miedo. A diferencia de Manni, ella lo reconoce como el avatar de un demiurgo posthumano, un cuerpo encarnado únicamente para ofrecer un punto de interacción personal que la gente pueda mirar.
El gato le sonríe burlonamente.
—Yo —admite él—. ¿Lista para hablar?
Ella parece acongojada.
—No tenemos nada de qué hablar.
—Oh, claro que tenemos —dice Aineko moviendo la cola. El gato se gira y mira deliberadamente a Manni—. ¿Verdad que sí?
Hace mucho tiempo que Aineko no pasaba por aquí y en el ínterin el espacio en torno a Hyundai +4904/-56 ha cambiado tanto que resulta irreconocible. En los tiempos en que las grandes naves construidas por las langostas partían de la nube de Oort en el sistema de Sol, archivando los datos congelados en bruto de los sistemas deshabitados del halo de la enana marrón y sembrando sus excrementos estructurados con materia programable, aquí no había nada más que átomos muertos y aleatorios (y un router alienígena). Pero eso era hace mucho tiempo y desde entonces, el sistema de la enana marrón ha sucumbido a una infestación antrópica.
Una instancia de H. sapiens sin optimizar sólo puede mantener la coherencia de estado dos o tres gigasegundos antes de sucumbir a la necrosis. Pero en sólo unos diez gigasegundos, la infestación ha revolucionado el inerte sistema de la enana marrón. Han explotado los gélidos planetas para crear entornos que se adaptan a sus diversas formas de vida basadas en el carbono. Han reorganizado las lunas, construyendo enormes estructuras del tamaño de un asteroide. Arrancaron los extremos de los agujeros de gusano de los routers y los dirigieron hacia su rudimentaria red punto a punto, aprendieron a generar nuevos agujeros de gusano y luego ejecutaron en ellos sus propios sistemas de gobierno de paquetes conmutados. Ahora el tráfico en los agujeros permite la existencia de una red comercial interestelar que no para de crecer, pero siempre en la oscuridad que separa las estrellas iluminadas y las extrañas enanas desprovistas de metal con la sospechosa radiación de baja entropía. La supina temeridad del proyecto es inconcebible. A pesar de que los primates enlatados sencillamente no están hechos para la vida en el vacío interestelar, especialmente en órbita alrededor de una enana marrón cuyos planetas hacen que Plutón parezca un paraíso tropical, se han adueñado de todo el maldito sistema.
Nuevo Japón es uno de los gobiernos humanos más recientes del sistema, un conjunto de nodos físicamente ubicados en los espacios humaniformados de los cilindros colonia. Es evidente que sus diseñadores sólo conocían el viejo Japón por las grabaciones hechas antes de que se desmantelara la Tierra, y que trabajaron a partir de una mezcla de vídeos para nostálgicos, películas de Miyazaki y cultura anime. No obstante, son numerosos los seres humanos que lo llaman hogar; aunque se parezcan tanto a sus antecedentes históricos como Nuevo Japón se parece a su homónima desaparecida tiempo ha ¿Humanidad?
Sus abuelos los reconocerían, mayormente. Los que realmente están más allá de la comprensión de los supervivientes del siglo XX se quedaron en casa, en las candentes nubes de nanocomputadoras que han sustituido a los planetas que una vez orbitaron alrededor del Sol en majestuosa armonía copernicana. Para sus ancestros, simples posthumanos, los superinteligentes cerebros matrioska son tan incomprensibles como un misil balístico intercontinental para una ameba, y más o menos igual de habitables. Hace tiempo que el colapso informacional acabó con civilizaciones enteras que se quedaron orbitando cerca de sus estrellas de origen; de ellas sólo quedan los restos de los cerebros matrioska consumidos que salpican el espacio. Aún más lejos, inteligencias tan grandes como galaxias tocan ritmos incomprensibles en la oscuridad del vacío, intentando desentrañar el substrato de Planck para que haga lo que se les antoje. Los posthumanos y las pocas especies semitrascendentes más que han descubierto la red de routers viven furtivamente en la oscuridad que separa estas islas resplandecientes. Podría dar la impresión de que no ser demasiado inteligente tiene sus ventajas.
Humanidad. Inteligencias monádicas, básicamente atrapadas en sus propios cráneos, viviendo en pequeños grupos familiares en el seno de redes tribales más grandes, adaptables a estilos de vida territoriales o migratorios. Ésas eran las opciones disponibles antes de la gran aceleración. Ahora que la materia inepta piensa, que cada kilogramo de papel pintado es capaz de albergar en potencia cientos de ancestros digitalizados, ahora que cualquier puerta puede ser un agujero de gusano que conduce a un hábitat a medio pársec de distancia, los humanos pueden quedarse en el mismo sitio mientras el paisaje emigra y se transforma delante de ellos como una corriente que se adentra en el lujoso vacío de su historia personal. Aquí la vida es rica, infinitamente diversa y a veces confusa. De tal modo que siguen quedando grupos tribales, cuyas asociaciones están mediadas a través de teraklicks y gigasegundos por exóticos intermediarios. Y de vez en cuando los intermediarios desaparecen por unos momentos, para reaparecer más tarde como una broma inesperada al infinito.
El culto a los ancestros adquiere un significado completamente nuevo cuando los vectores de estado de todos los precursores de las entidades filiales se pueden consultar en un índice. Justo en el preciso momento en que los diminutos capilares de la cara de Rita se contraen en respuesta a la subida de adrenalina, haciendo que se ponga pálida y que sus pupilas se dilaten mientras fija su atención en la cosa-gatito, Sirhan está de rodillas ante un pequeño relicario, encendiendo una varilla de incienso y preparándose para dirigirse respetuosamente al fantasma de su abuelo.
Estrictamente hablando el ritual es innecesario. Sirhan puede hablar con el fantasma de su abuelo donde y cuando quiera, sin ninguna formalidad, y el fantasma le responderá largo y tendido, haciendo juegos de palabras en lenguas muertas y preguntándole por personas que murieron antes de que se estableciera el templo de la Historia. Pero Sirhan siente debilidad por los rituales, y en cualquier caso, le ayuda a estructurar lo que de otro modo sería un encuentro estresante.
Si dependiera de Sirhan, probablemente se saltaría lo de tener que charlar con el abuelo cada diez megasegundos. La madre de Sirhan y su pareja no están disponibles, puesto que optaron por unirse a una de las misiones de exploración a larga distancia a través de la red de routers que fueron lanzadas hace tiempo por los aceleracionistas; y los antepasados de Rita están totalmente virtualizados o muertos. Son una familia con un tenue concepto de la historia. Pero los dos han pasado mucho tiempo en el mismo estado de media vida en que Manfred existe en la actualidad, y Sirhan sabe que su mujer le cantaría las cuarenta si no pone al día al venerado ancestro sobre lo que ha estado pasando en el mundo real mientras ha estado muerto. En el caso de Manfred, no es que la muerte sea potencialmente reversible, es que lo es de un modo casi inevitable. Después de todo, están criando a su clon. Tarde o temprano, el niño va a querer visitar al original, o viceversa.
«¿A qué punto hemos llegado, si hasta los muertos se impacientan y se niegan a seguir formando parte de la historia?», se pregunta irónicamente mientras rasga la tira de autoencendido de la varilla de incienso rojo y hace una reverencia al espejo del fondo del relicario.
—Tu respetuoso nieto aguarda y espera tu guía —entona formalmente, porque además de ser conservador por naturaleza, Sirhan es plenamente consciente de la pobreza relativa de su familia y de la necesidad de aumentar el crédito social de la misma, y en esta jurisdicción tradicionalista para auténticos ortohumanos en la que los intermediarios son reencarnados, uno puede conseguir crédito a base de formalidades. Se sienta sobre los talones a esperar la respuesta.
Manfred no tarda mucho en aparecer en las profundidades del espejo. Como viene siendo habitual, adopta la forma de un orangután albino: estaba jugando con el armario ontológico de la tía abuela Annette justo antes de que grabaran esta copia y la colocaran en el templo; puede que se hubieran separado, pero seguían llevándose bien.
—Hola, chaval. ¿Qué año es?
Sirhan contiene un suspiro.
—Ya no hay años —le explica, no por primera vez. Cada vez que habla con su abuelo, tarde o temprano la nueva instancia le hace la misma pregunta—. Los años son un arcaísmo. Han pasado tres megas desde la última vez que hablamos, unos cuatro meses, si nos ponemos pedantes, y ciento ochenta años desde que emigramos. Aunque la corrección de la relatividad general añade otra década, más o menos.
—Oh. ¿Es eso todo? —Manfred consigue parecer decepcionado. Esto es nuevo para Sirhan: normalmente, llegados a este punto, el vector de estado divergente del fantasma del abuelo debería preguntar por Amber o hacer un chiste malo—. ¿No ha habido cambios en la constante de Hubble, o en la tasa de formación estelar? ¿Ya hay noticias de alguno de los eigenyos de la expedición?
—Nada.
Sirhan se relaja un poco. Parece que Manfred va a volver a preguntar sobre la búsqueda del gamusino al borde del límite Bekenstein, ¿o no? Ésa es la conversación catalogada con el número veintinueve. (Está previsto que Amber y los demás exploradores que se embarcaron en la larguísima misión de exploración poco después de que se asentara la primera colonia vuelvan en, esto… unos 1019 segundos. Se tarda mogollón en llegar al límite del universo observable, aunque los primeros cientos de millones de años luz (hasta el supercúmulo de Böotes y más allá) los puedas hacer a través de una red de mundo pequeño de agujeros de gusano. Y esta vez no dejó ninguna copia de sí misma).
Sirhan (ya sea en ésta o en cualquier otra encarnación) ya ha tenido esta conversación con Manfred otras muchas veces, porque la esencia de los muertos es ésa. De una sesión para otra no recuerdan nada, siempre y cuando no pidan que los resuciten porque se han cumplido sus criterios de restauración. Manfred lleva muerto mucho tiempo, tiempo suficiente para que Sirhan y Rita hayan resucitado y hayan vivido una larga vida familiar tres o cuatro veces después de haberse pasado cerca de un siglo en la no existencia.
—No sabemos nada de las langostas, ni tampoco de Aineko. —Respira hondo—. Lo siguiente que siempre me preguntas es dónde estamos, así que tengo una respuesta preparada para ti… —Y uno de sus agentes lanza el paquete, cuya etiqueta es un pergamino sellado con lacre rojo y una cinta de seda, a través de la superficie del espejo. (Después de diez veces repitiendo la misma historia, Rita y Sirhan acordaron escribir un resumen básico que los Manfred-fantasma pudieran usar para orientarse).
Manfred se queda callado un momento (probablemente horas en el espacio-fantasma) mientras asimila los cambios. Luego dice:
—¿Esto es verdad? ¿Me he pasado dormido toda una civilización?
—Dormido no, has estado muerto —dice Sirhan con pedantería. Se da cuenta de que está siendo un poco duro—. Lo cierto es que nosotros también —añade—. Los tres primeros gigasegundos más o menos, nos los pasamos navegando porque queríamos empezar una familia en algún sitio donde nuestros hijos pudieran crecer de manera tradicional. Después de que empezara el exilio, tuvo que pasar un tiempo hasta que se construyeran los primeros hábitats con un entorno de punto triple del agua con oxidación intensiva. Fue entonces cuando se consolidó la moda pasajera del neomorfismo —añade con desagrado.
Durante bastante tiempo los neos se resistieron a la idea de malgastar recursos en construir cilindros colonia que giraran sobre sí mismos para generar fuerzas g aptas para vertebrados y atmósferas respirables ricas en oxígeno, fue una auténtica tangana política. Pero la curva creciente de la producción de riqueza permitió que después de unas cuantas décadas los ortodoxos se reencarnaran, saliendo de su muerte-sueño, una vez superados los principales quebraderos de cabeza de la construcción de asentamientos en órbitas gélidas alrededor de enanas marrones con escaso metal.
—Esto… —Manfred respira hondo y se rasca debajo de una axila, frunciendo unos labios carnosos—. A ver si me aclaro. ¿Nosotros (vosotros, ellos, quienes sean) llegamos al router de Hyundai+4904/-56, lo duplicamos a mansalva y ahora usamos el mecanismo del agujero de gusano en el que se basan los routers como portales punto a punto para el transporte físico? ¿Y nos hemos expandido por los sistemas de un montón de enanas marrones y hemos construido un auténtico gobierno de espacio profundo basado en hábitats cilindricos que se conectan mediante portales de teletransporte derivados de los routers?
—¿Te fiarías tú de uno de los routers originales para establecer una red de comunicaciones de conmutación de paquetes? —pregunta Sirhan retóricamente—. ¿Aunque tuvieras el código fuente? Estaban contaminados por el contacto con todos esos alienígenas, todas esas civilizaciones matrioska muertas, pero son razonablemente seguros si sólo los quieres para canibalizar los agujeros de gusano y abrir túneles en la materia no inteligente para conectar dos puntos. —Trata de encontrar una metáfora—: Como si usaras tu, esto… internet para emular un servicio postal del siglo XIX.
—Vaale. —Parece que Manfred se ha puesto a cavilar, como suele ocurrir llegados a este punto en la conversación, lo que significa que Sirhan va a tener que contarle que sus primeras ideas sobre cómo utilizar los portales ya se han puesto en práctica. Que están totalmente desfasadas. De hecho, el motivo principal de que Manfred siga muerto es que las cosas han cambiado tantísimo que siempre que aparece para charlar, tarde o temprano acaba frustrándose y decide no reencarnarse. No es que Sirhan vaya a decirle que es un antiguo; eso, aparte de ser una grosería, no sería del todo cierto—. Eso plantea algunas posibilidades interesantes. Me pregunto, ¿se le ha ocurrido a alguien…?
—«¡Sirhan, te necesito!»
El frío cristalino de la inquietud y el miedo de Rita penetran en la consciencia de Sirhan como un bisturí, distrayéndole del fantasma de su ancestro. Parpadea e instantáneamente transfiere toda su atención a Rita sin dejarle a Manfred ni tan siquiera un fantasma.
—«¿Qué pasa…?»
Puede verlo a través de los ojos de Rita: un gato con un remolino marrón y anaranjado en el costado que ronronea sentado junto a Manni en la sala de estar de la vivienda. Tiene los ojos entornados mientras la observa con una prudencia poco natural. Manni lo está acariciando con los dedos y no parece estar en peligro, pero aun así Sirhan nota cómo se le cierran los puños.
—¿Qué…?
—Discúlpame —dice poniéndose de pie—. Tengo que irme. Ha aparecido tu puto gato. —Y para tranquilizar a Rita añade—: «Ya estoy yendo para casa» —Y da media vuelta y sale a toda prisa por la explanada del templo. Cuando llega a la entrada principal se para un momento y vuelve a percibir la sensación de urgencia de Rita, entonces se olvida de su mezquindad y se mete en un portal prioritario para llegar a casa lo más rápido posible.
A su espalda, el melancólico fantasma de Manfred resopla, ligeramente ofendido, y considera la disyuntiva existencial ser, o no ser. Y toma una decisión.
Bienvenido al siglo XXIII, o al XXIV. O tal vez sea el XXII; temporalmente desfasados y aturdidos por tanta espuria animación suspendida y tanto viaje relativista, hoy día importa bastante poco. De lo que aún puede llamarse humanidad, lo que queda se ha expandido a través de cien años luz, viviendo en asteroides excavados y hábitats cilindricos rotatorios que orbitan alrededor de enanas marrones frías y planetas sin sol que vagan por el vacío interestelar. Los mecanismos saqueados que subyacen a los routers alienígenas han sido canibalizados, simplificados hasta el punto de que un simple super-humano casi pueda comprenderlos, convertidos en generadores para parejas de terminaciones de agujeros de gusano que permiten el transporte permutado e instantáneo a través de vastas distancias. Otros mecanismos, los descendientes de nanotecnologías avanzadas desarrolladas en el florecimiento de la tecnosis humana del siglo XXI, han hecho de la duplicación de la materia no inteligente algo trivial; ésta no es una sociedad acostumbrada a la escasez.
Pero en algunos aspectos, tanto Nuevo Japón como el Imperio Invisible, como el resto de los territorios del espacio humano, son lugares atrasados sumidos en la pobreza. No participan en las economías de orden superior de lo posthumano. Apenas pueden comprender el cuchicheo de la Vil Descendencia, cuyo presupuesto de masa/energía (derivado de la transformación en computronio de la totalidad de la materia libre del sistema solar original de la humanidad) deja en ridículo al de cincuenta sistemas de enanas marrones ocupados por humanos. Y lo preocupante es que siguen sin saber casi nada acerca de la historia profunda de la inteligencia en este universo, acerca de los orígenes de la red de routers que confunde a tantas civilizaciones extintas en un abrazo de muerte y decadencia, acerca de los distantes estallidos de procesamiento de información a escala galáctica que se encuentran a distancias con un corrimiento hacia el rojo medible, incluso acerca de los posthumanos libres que en ciertos sentidos viven entre ellos, colocados en el mismo cono de luz que estas reliquias fósiles de una humanidad obsoleta.
Sirhan y Rita se instalaron en este encantador remanso apto para humanos con el fin de formar una familia, estudiar xenoarqueología y evitar la agitación y el desconcierto que han caracterizado la historia de esta familia en las dos últimas generaciones. En general han vivido de forma desahogada, y si bien el estipendio de un núcleo familiar académico no es mucho, en este sitio y en esta época da para tener todas las comodidades básicas de la civilización. Y a Sirhan (y a Rita) le vale con eso; las ajetreadas vidas de sus emprendedores antepasados trajeron consigo sufrimiento, angustia y aventuras, y como a Sirhan le gusta señalar, una aventura es algo espantoso que le pasa a otra persona.
Sólo que…
Aineko ha vuelto. Aineko, que después de negociar la fundación de los primeros hábitats de refugiados en órbita alrededor de Hyundai +4904/-56 desapareció en la red de routers con la otra instancia de Manfred y con las copias parciales de Sirhan y Rita que se habían bifurcado prefiriendo las aventuras a la tranquilidad de un hogar. Hace todos esos gigasegundos, Sirhan firmó un pacto fáustico con Aineko, y ahora teme profundamente que haya vuelto para pedirle lo que se le debe.
Manfred avanza por una galería de espejos. Sale por uno de sus extremos a un espacio público que toma como modelo una esponja de Menger: un cubo que se va reduciendo en cubos cada vez más pequeños hasta que el área de su superficie tiende al infinito. Siendo esto el espacio carnoso, o una simulación razonable de éste, no es una esponja de Menger de verdad; pero desde lejos da el pego, descendiendo por lo menos cuatro niveles.
Manfred se detiene detrás de una valla de diamante que le llega a la cintura y dirige la mirada hacia las profundidades del cubo, que prácticamente tienen la forma de un hipercubo, y contempla el verde paisaje ajardinado con sus preciosas pasarelas que cruzan unos arroyuelos dispuestos con pulcritud según las normas del feng shui. Levanta la vista: algunas de las aberturas subtractivas con forma de cubo del interior de la estructura pseudofractal están ocupadas por ventanas que pertenecen a las viviendas o a los edificios compartidos que dan al espacio público. En las alturas, unos seres con forma de mariposa y alas de exóticos colores vuelan en círculos en torno a las corrientes de ventilación. Es difícil decirlo desde tan abajo, pero las aberturas cuboides centrales parece que tienen por lo menos medio kilómetro de lado, y esos seres es muy probable que sean posthumanos con alas de ingravidez: ángeles.
«¿Ángeles o ratas en las paredes?», se pregunta a sí mismo con un suspiro. La mitad de sus extensiones están desconectadas: se han quedado tan anticuadas que los sistemas ensambladores del templo ni se han molestado en duplicarlas, o en crear entornos de emulación para que puedan ejecutarse. En cuanto al resto… Bueno, por lo que puede ver, al menos sigue siendo físicamente ortohumano. Completamente funcional, enteramente masculino. «No todo ha cambiado; sólo lo importante». Es una idea cargada de ironía que hace que te cagues de risa. Aquí está, desnudo como el día que vino al mundo (recién recreado, de hecho, liberado del ciclo despertar-experimentar-resetear del templo de la Historia), a las puertas de una civilización posthumana tan ridiculamente rica y poderosa que puede construir hábitats aptos para mamíferos que parecen obras de arte en las criogénicas profundidades del espacio. Sólo que él es pobre, todo este territorio es pobre y, de hecho, nunca podrá ser otra cosa, porque es un vertedero para meros perdedores posthumanos remanidos, el equivalente post-singularitario de los australopitecos. En el mundo feliz de la Vil Descendencia, tienen tantas opciones de prosperar como las que tenía un protohomínido de trabajar como científico de cohetes en los días de Werner von Braun. Han nacido para ser primitivos, para revolcarse alegremente en el cieno de las limitaciones de su propio ancho de banda cognitivo. Así que se adentraron en la oscuridad y construyeron una civilización tan brillante que puede hacerle sombra a cualquier cosa surgida en la Tierra antes de la singularidad… y aun así no deja de ser un barrio de chabolas habitado por retrasados mentales.
La incongruencia que supone le hace gracia, pero sólo por un instante. Después de todo, él ha decidido reencarnarse por algo: el comentario que Sirhan hizo de pasada acerca del gato le llamó la atención.
—Ciudad, ¿dónde puedo conseguir ropa? —pregunta—. Algo que sea socialmente adecuado, quiero decir. Y también, esto… más sesera. Necesito ser capaz de descargar…
La mente-ciudad se ríe dentro de su cabeza y Manfred se da cuenta de que hay un ensamblador público al otro lado de la pared con motivos ornamentales en la que está apoyado.
—Oh —masculla al descubrirse imaginando algo no muy distinto a su vieja y obtusa interfaz neuronal directa, toda transparencias e iconos de colores llamativos. Es curiosamente mutable y tiene un extraño sentido de la distancia; se da cuenta de que no es su imaginación en absoluto, sino una interfaz infinitamente personalizable para acceder a los omnipresentes espacios de información del territorio, que en este momento se están ejecutando en modo supersencillo para tontos por su propio bien. Es la verdad; necesita patines. Pero no le lleva mucho entender cómo pedirle al ensamblador que le haga un par de pantalones y un chaleco negro sencillo, y descubrir que, mientras sus peticiones sean simples, los resultados son gratis, lo mismo que en casa, en Saturno. Los sistemas nacidos en el espacio son generosos con los indigentes, los requisitos básicos para la vida son baratos y retenerlos equivaldría al homicidio. (Aunque la presencia de transhumanos ha trastocado un montón de cosas que antes se daban por supuestas, sólo ha afectado de manera superficial a la Regla de Oro).
Ya vestido y más o menos consciente (al menos a nivel humano), Manfred evalúa la situación.
—¿Dónde viven Sirhan y Rita? —pregunta. Aparece una línea de puntos que serpentea de forma inverosímil pasando a través de una pared sólida que entiende debe de ser uno de los portales instantáneos de agujero de gusano que conecta puntos a años luz de distancia. Divertido, sacude la cabeza. «Supongo que lo mejor es que vaya a verlos», decide. Tampoco es que tenga mucha más gente a la que ir a ver, la verdad. Los Franklins desaparecieron en el cerebro matrioska solar, Pamela murió hace siglos (y es una lástima, nunca hubiera esperado que la iba a echar de menos) y Annette se lió con Gianni mientras él era una bandada de palomas. (Eso puedes tacharlo y decir que se ha terminado). Su hija desapareció con el programa de exploración a largo plazo. Lleva muerto tanto tiempo que sus amigos y conocidos se reparten por un cono de luz de varios siglos. No se le ocurre con quién más podría encontrarse aquí, sólo tiene al nieto leal, que con fervor y sin que nadie se lo haya pedido mantiene viva la llama de la devoción filial—. Lo mismo necesita ayuda —piensa Manfred en voz alta al entrar en el portal, racionalizando—. Claro que, ¿tal vez sea él quien pueda ayudarme a resolver mis dudas?
Sirhan llega a casa anticipando problemas. Y los encuentra, pero no de la clase que se esperaba. Su casa es una variedad en dos niveles, las habitaciones se conectan mediante portales-T repartidos por una serie de hábitats distintos: cuarto para dormir en ingravidez, cuarto para hacer ejercicio en gravedad alta y todo lo demás entre medias. Está sencillamente amueblado con tatamis y paredes de material programable que pueden extrudir cualquier mueble que se desee en un momento. Las paredes están configuradas para que parezcan y tengan el tacto del papel, pero pueden amortiguar hasta los berrinches de un bebé. Pero en este preciso momento el antisonido no funciona y llega a una casa tomada por primates que chillan como demonios, un borrón de pelo blanco y rojo anaranjado y una consternada Rita que intenta explicarle a la vecina Eloise por qué su ortohija Sam está rebotando por todas partes como una bola loca.
—… es el gato, los tiene como locos. —Está retorciéndose las manos y empieza a darse la vuelta cuando aparece Sirhan—. ¡Por fin!
—He venido lo más rápido que he podido. —Respetuosamente le hace un gesto con la cabeza a Eloise y frunce el entrecejo—. Los niños… —Algo pequeño y veloz se lanza de cabeza contra él, le coge las piernas e intenta darle un cabezazo en la entrepierna—. ¡Uf! —Se agacha y levanta a Manni del suelo—. Eh, hijo, no te he dicho que no tienes…
—No es culpa suya —dice apresuradamente Rita—. Está excitado porque…
—La verdad, no creo… —Eloise empieza a echar humo, mirando insegura por todos lados.
—¿Mrriau? —pregunta algo con un tono de voz familiar, desde abajo, a la altura de los tobillos de Sirhan.
—¡Uey! —Sirhan da un salto hacia atrás y está a punto de caerse bajo el peso de un niño pequeño excitado. En el espacio mental del territorio hay una alteración gigantesca (como un agujero negro de masa estelar) y parece que estuviera sacándole brillo a su pelaje contra su pierna izquierda—. ¿Qué estás haciendo aquí? —pregunta.
—Oh, nada en particular —dice el gato, que le habla internamente estirando las palabras con sorna—. Pensé que ya era hora de volver a haceros una visita. ¿Dónde está el ensamblador de la casa? ¿Te importa que lo use? Tengo que hacerle una cosita a un amigo…
—¿Qué? —pregunta Rita, desconfiando al instante—. ¿No has causado ya bastantes problemas?
Sirhan le dirige una mirada de aprobación; es evidente que las advertencias que Amber les hizo hace siglos sobre el gato calaron hondo, porque está muy lejos de tratarlo como a él le gustaría, es decir, una bola de pelo divertida que juega con los niños.
—¿Problemas? —El gato levanta la cabeza para mirarla sardónicamente, moviendo la cola de lado a lado—. No causaré ningún problema, te lo prometo. Sólo que…
La campanilla de la puerta carraspea para anunciar una visita:
—Ren Fuller desea hacerles una visita, mi señor y señora.
—¿Qué está haciendo aquí? —pregunta Rita azorada. Sirhan puede notar su malestar, el tenue discurrir de sus fantasmas al intentar buscar una razón en un mundo irracional, simulando las consecuencias, viviendo pesadillas y dando marcha atrás para ajustar sus respuestas en consecuencia—. Hazla pasar, no faltaba más.
Ren es una de sus vecinas-cognadas (la mayor parte de su casa está a varios años luz, pero en términos de tiempo de tránsito, está a un salto); ella y su familia extrudida están criando una pequeña manada de niños maleducados que de vez en cuando se juntan con Manni.
Un pequeño asno azul de peluche relincha tristemente y pasa a toda mecha por delante de los adultos, perseguido por un par de niños que van chillando y blandiendo sus lanzas. Eloise intenta agarrar al suyo y se le escapa, justo en ese momento desaparece la puerta del cuarto de ejercicios y Lis, la amiguita de Manni, se cuela como un misil teledirigido de tamaño enano.
—Sam, ven aquí ahora mismo… —grita Eloise, avanzando hacia la puerta.
—A ver, ¿qué quieres? —pregunta Sirhan, abrazando a su hijo y bajando la mirada para ver al gato.
—Oh, poca cosa —dice Aineko girándose para lamerse una mata de pelo despeinada en el flanco—. Sólo quiero jugar con él.
—¿Qué quieres…? —Rita se interrumpe.
—¡Papi! Manni quiere bajar.
Sirhan lo deja en el suelo con cuidado, como si sus huesos fueran de cristal.
—Anda, ve a jugar por ahí —le sugiere. Y volviéndose hacia Rita dice—: Cariño, ¿por qué no vas a ver qué quiere Ren? Lo más seguro es que haya venido a buscar a Lis, pero nunca se sabe.
—Yo ya me iba —añade Eloise—, en cuanto pueda agarrar a Sam. —Mira a Rita por encima del hombro excusándose y se mete en el gimnasio.
Sirhan da un paso hacia el vestíbulo.
—Hablemos —dice secamente—. En mi estudio. —Fulmina al gato con la mirada—. Quiero una explicación. Quiero saber la verdad.
Entre tanto, en un país de las maravillas cognitivo que sus padres conocen pero subestiman profundamente, partes de Manni desarrollan actividades mucho menos inocentes de lo que se imaginan.
En el siglo XXI, Sirhan vivió montones de infancias simuladas; los dedos de sus padres prácticamente no se levantaron del botón de avance rápido hasta que consiguieron a alguien que parecía ajustarse a sus ideas preconcebidas. La experiencia le hizo el mismo daño que la de cualquier internado del siglo XIX, hasta el punto de que se prometió a sí mismo que si tenía hijos no pasarían por lo mismo; pero una cosa es que te obliguen a vivir como una multiplicidad de avatares y otra muy distinta sumergirte voluntariamente en un excitante universo de mitos y magia donde tus fantasías infantiles se hacen carne y hueso y acechan a las de tus amigos y enemigos en los bosques de la noche.
Manni ha crecido conectado al espacio mental de la ciudad mediante interfaces neuronales un orden de magnitud más complejas que las de la juventud de Sirhan, y partes de él (fantasmas derivados a partir de una imagen inicial de su vector de estado neuronal, fertilizada con una dispersión tomada del Manfred original, simulados en una máquina de carne mucho más rápido que el tiempo real) son completamente adultas. Claro está, no caben dentro de su cráneo de siete años, pero aun así pueden velar por él. Y cuando está en peligro, tratan de proteger el que ha sido y será su cuerpo.
El principal fantasma adulto de Manni vive en uno de los espacios mentales virtuales de Nuevo Japón (que son unos cuantos miles de millones de veces más extensos que los espacios físicos disponibles para los tercos entes biológicos, puesto que hace mucho tiempo que la densidad computacional de los hábitats humanos dejó de tener mucho sentido si se mide en MIPS por kilogramo). Toman como modelo la Tierra presingularitaria. El tiempo está siempre suspendido en la víspera del auténtico siglo XXI, a las ocho horas cuarenta minutos del 11 de septiembre: el ancho fuselaje de un avión de pasajeros en movimiento permanece estático en el aire cuarenta metros por debajo del ventanal del ático que Manni tiene en la planta ciento ocho de la Torre Norte. En la realidad histórica, la planta ciento ocho estaba ocupada por oficinas; pero el espacio mental es una ficción consensuada y a Manni le parece bien vivir en este momento trascendental. (No es que tenga mayor importancia para él —cuando nació ya había pasado bastante más de un siglo desde la guerra contra el terrorismo—, pero es parte del folclore de su infancia, la caída de las Dos Torres que hizo añicos el mito del excepcionalismo de Occidente y preparó el terreno para el mundo que lo vio nacer).
El Manni adulto lleva puesto un avatar que toma como modelo a Manfred, su padre-clon, sólo que más flaco, abonado a unos juveniles veintitantos, vestido de negro y gótico. Se está tomando un respiro de una partida de Matrix para escuchar música, Type O Negative suena a todo volumen por el equipo de sonido mientras él se sacude presa de un subidón de coca helada. Está esperando la llegada de un par de prostitutas (que son los avatares en el espacio de juegos de fantasmas adultos cuyo crecimiento ha sido acelerado y cuyos primarios puede que no sean ni adultos, ni femeninos, ni siquiera humanos), que es por lo que está tirado en su sillón abatible Arne Jacobsen, esperando a que pase algo.
La puerta se abre a su espalda. Él no da muestras de haber notado la intrusión, aunque sus pupilas se dilatan ligeramente ante el reflejo apenas perceptible en el cristal del ventanal: una mujer que se dirige con paso firme hacia él.
—Llegáis tarde —dice con voz monótona—. Teníais que estar aquí hace diez minutos… —Empieza a darse la vuelta y entonces los ojos se le salen de las órbitas.
—¿A quién esperabas? —pregunta la rubia glacial vestida de chaqueta y falda larga de color negro. Se la ve tensa. Su expresión tiene algo de amenazante—. No, no me lo cuentes. Así que tú eres Manni, ¿eh? ¿El parcial de Manni? —dice con desdén. Obviamente no lo aprueba—. Pura decadencia. Estoy segura de que Sirhan no lo aprobaría.
—Mi padre puede irse a tomar por culo —dice Manni malhumorado—. ¿Quién cojones eres tú?
La rubia chasquea los dedos: una silla de oficina aparece en la alfombra entre Manni y la ventana, y ella se sienta en el borde, estirándose la falda obsesivamente.
—Soy Pamela —dice secamente—. ¿Te ha hablado tu padre de mí?
Manni parece perplejo. En el fondo de su cabeza, crudos instintos ajenos a cualquiera que haya sido instanciado antes de mediados del siglo XXI se debaten en la estructura de la pseudorrealidad.
—Estás muerta, ¿verdad? —pregunta—. Uno de mis antepasados.
—Estoy tan muerta como tú —le dice dedicándole una sonrisa glacial—. Ahora nadie permanece muerto y mucho menos la gente que conoce a Aineko.
Manni no da crédito. Ahora empieza a notar cómo aflora una ligera irritación.
—Todo eso está muy bien, pero estaba esperando compañía —dice con excesivo énfasis—. No una reunión familiar, o que me aburran con sermones puritanos…
—Revuélcate en tu pocilga todo lo que quieras, no podría importarme menos —gruñe Pamela—. Tengo cosas más importantes de las que preocuparme. ¿Le has echado un vistazo a tu primario últimamente?
—¿Mi primario? —Manni se pone tenso—. Le va bien. —Por un momento sus ojos se clavan en el infinito, la mirada distraída mientras carga y reproduce el último volcado del cerebro de su yo infantil—. ¿Quién es el gato con el que está jugando? ¡Eso no es un animal de compañía!
—Aineko. Te lo he dicho. —Pamela da golpecitos en el brazo de la silla con impaciencia—. La maldición familiar ha venido a por otra generación. Y si no haces algo al respecto…
—¿Al respecto de qué? —dice Manni incorporándose—. ¿De qué estás hablando?
Se pone de pie y la encara. Al otro lado de la ventana el cielo se oscurece con el eco de su propia aprensión. Pamela está de pie delante de él, la silla se ha evaporado con una fugaz anomalía en la continuidad, su expresión es retadora y fría.
—Creo que sabes perfectamente de qué estoy hablando, Manni. Es hora de que dejes este puto juego. ¡Madura, mientras sigas teniendo la oportunidad!
—Soy… —Se interrumpe—. ¿Quién soy? —pregunta, y una ráfaga helada de incertidumbre le seca el sudor que le recorre la columna—. ¿Y tú qué haces aquí?
—¿De verdad quieres saber la respuesta? Estoy muerta, recuerdas. Los muertos lo saben todo. Y eso no es necesariamente bueno para los vivos…
Manni respira hondo.
—¿Yo también estoy muerto? —Parece perplejo—. Un yo adulto está en el Séptimo Cielo Cúbico, ¿qué está haciendo aquí?
—Es la clase de coincidencia que no lo es —dice ella, y alarga una mano para coger la de él, volcando claves cifradas en lo profundo de su sensorio, un reguero de migas de pan que conduce a una parte oscura e inexplorada del espacio mental—. ¿Quieres saber cómo puede ser? Sígueme. —Entonces desaparece.
Manni se inclina hacia delante, confundido y asustado, con la mirada fija en la hierática majestuosidad del avión de pasajeros que se precipita por debajo de su ventana.
—¡Mierda! —susurra. «Atravesó mis defensas sin dejar rastro. ¿Quién es?» ¿El fantasma de su bisabuela muerta, o algo más?
«Si quiero saberlo tendré que seguirla», piensa. Levanta la mano izquierda y se queda mirando la ficha invisible que reluce dentro de su cáscara de carne.
—Resincronízame con mi primario —dice.
Una fracción de segundo más tarde el suelo del ático da una sacudida y tiembla con violencia y las alarmas de incendios saltan mientras el tiempo llega a su fin y el avión de pasajeros suspendido completa su viaje. Pero Manni ya no está ahí. Y si un rascacielos cae en una simulación sin nadie que lo vea, ¿ha llegado a pasar algo?
—He venido por el chaval —dice el gato. Está sentado en una alfombra tejida a mano sobre un suelo de madera, una pata trasera le sobresale en un ángulo imposible, como si se le hubiera olvidado que la tiene. Por un momento Sirhan se tambalea al borde de la histeria, cuando se da cuenta de la abrumadora magnitud de la entidad que tiene delante, la caprichosa creación posthumana de sus antepasados. Al principio era un juguete robótico de compañía, luego Aineko fue actualizado y reajustado sucesivas veces. En los ochenta, cuando Sirhan vio por primera vez al gato en carne y hueso, ya era una inteligencia horriblemente extraña, un ser irónico y sutil. Y ahora…
Sirhan sabe que Aineko manipuló a su eigenmadre, haciendo que redirigiera hacia otro hombre el afecto natural que sentía por su verdadero padre. En momentos de negra introspección, a veces se pregunta si el gato no será también en cierto modo responsable de su propia educación accidentada, de su incapacidad para conectar con sus padres reales. Al fin y al cabo fue un peón en la encarnizada batalla por el divorcio entre Manfred y Pamela (décadas antes de que él naciera) y podría haber instrucciones de larga duración enterradas en sus unidades preconscientes. ¿Y si el peón es en realidad un rey oculto, intrigando en la oscuridad?
—He venido por Manny.
—No te lo vas a llevar. —Sirhan mantiene una apariencia de calma, aunque su primera reacción es gritarle a Aineko—. ¿No has hecho ya bastante daño?
—No me lo vas a poner fácil, ¿verdad? —El gato estira la cabeza hacia delante y se pone a lamerse obsesivamente entre los dedos abiertos de su pata levantada—. No te lo estoy pidiendo, chaval, he dicho que he venido por él, y tú no pintas nada. De hecho, me estoy tomando la molestia de avisarte.
—Y yo digo… —Sirhan se interrumpe—. ¡Mierda! —Sirhan no aprueba las palabrotas. El taco es una clara demostración de su agitación interior—. Olvida lo que iba a decir, estoy seguro de que ya lo sabes. Déjame empezar de nuevo, por favor.
—Claro. Hagámoslo a tu modo. —El gato se dedica a morderse una uña suelta, pero su habla interna es perfectamente clara, una intimidad informal que le pone los nervios de punta a Sirhan—. Está claro que tienes cierta idea de quién soy. Sabes (te atribuyo el don de la intencionalidad) que mi teoría de la mente es intrínsecamente más sólida que la tuya, que mi modelo cognitivo de la consciencia humana es total. Bien podrías imaginar que utilizo un Oráculo de Turing para anticiparme a tus estados de detención. —Ahora el gato no se ocupa de ninguna garra suelta: está sonriendo y sus dientes puntiagudos relucen con la luz que se cuela por la ventana del estudio de Sirhan. La ventana da al espacio interno del hábitat cilindrico, a un cielo empapelado de laderas y lagos y bosques: es como un paisaje de Escher, ejecutado con extrema perfección—. Te has dado cuenta de que sé lo que vas a hacer o decir antes que tú mismo, y siempre voy un paso por delante de ti. ¿Qué más sabes que sé?
Sirhan siente un escalofrío. Aineko lo está mirando fijamente, sin parpadear. Por un instante tiene la sensación visceral de que está en presencia de un dios alienígena: es la pura verdad, ¿no? Pero…
—Vale, eso lo admito —dice Sirhan después de generar un aluvión de frenéticos fantasmas cognitivos, personalidades fraccionarias con la tarea de examinar las distintas facetas del mismo problema—. Eres más listo que yo. Yo sólo soy un ser humano aumentado sin gracia, pero tú tienes una nueva y flamante teoría de la mente que te permite ir por delante de criaturas como yo del mismo modo que yo puedo anticiparme a un gato de verdad. —Cruza los brazos a la defensiva—. Normalmente no te jactas de ello. No te conviene, ¿cierto? Prefieres esconder tus aptitudes manipulativas bajo un exterior afable, para jugar con nosotros. Así que tiene que haber una razón para que me estés contando todo esto. —Ahora se puede apreciar una nota de amargura en su voz. Mirando a su alrededor, Sirhan hace aparecer una silla y después se le ocurre hacer también un cesto de gato—. Toma asiento. ¿Por qué ahora, Aineko? ¿Qué te hace pensar que puedes llevarte a mi eigenhijo?
—No he dicho que fuera a llevármelo, he dicho que he venido por él. —La cola de Aineko se mueve de lado a lado mostrando su agitación—. No me dedico a la política de los primates, Sirhan: no soy el chico de los recados de nadie. Pero sabía que reaccionarías mal porque la forma de socializar de tu especie —una docena de metafantasmas convergen en la mente de Sirhan, apagando la voz de Aineko con una cacofonía interna— entraría en la situación, y me pareció preferible provocarte para que blandieras pronto tus amenazas territoriales/reproductivas, y no arriesgarme a que me explotaran en la cara durante una situación más delicada.
Sirhan le hace un gesto vago con la mano al gato.
—Por favor, espera. —Está tratando de integrar sus falsas memorias (las resoluciones de los fantasmas, que han concluido sus deliberaciones) y sus ojos se entornan con desconfianza—. Tiene que ser algo malo. Normalmente no te enfrentas a nadie: planeas tus interacciones con humanos con antelación, de modo que consigues que hagan lo que tú quieres que hagan pensando en todo momento que la idea era suya. —Se pone tenso y añade—: ¿Qué tiene Manni que has venido hasta aquí? ¿Para qué lo quieres? Es sólo un niño.
—Confundes a Manni con Manfred. —Aineko le envía a Sirhan el glifo de una sonrisa—. Ése es tu primer error, aunque sean clones en estados subjetivos diferentes. Piensa en cómo es él de mayor.
—¡Pero no es mayor! —se queja Sirhan—. Lleva sin ser mayor…
—… años, Sirhan. Ése es el problema. Necesito hablar con tu abuelo, en serio, no con tu hijo, ni tampoco con el maldito fantasma apátrida del templo de la Historia, necesito un Manfred con un sentido de la continuidad. Tiene algo que me hace falta y te prometo que no me voy a ir hasta que lo consiga. ¿Lo entiendes?
—Sí. —Sirhan se pregunta si su voz suena tan hueca como la sensación de vacío de su pecho—. Pero es nuestro niño, Aineko. Somos humanos. ¿Sabes lo que significa para nosotros?
—Una segunda infancia. —Aineko se levanta, se estira y se hace un ovillo en el cesto—. Ése es el problema de manipular a unos simples simios como vosotros para que vivan mucho tiempo, seguís necesitando que os purguen y os reinicien, y acabáis perdiendo continuidad. Ése no es mi problema, Sirhan. He recibido una señal desde el extremo más remoto de la red de routers, un fantasma que dice que es de la familia. Dice que finalmente llegaron a los límites de lo desconocido, más allá del supercúmulo de Böotes, que encontraron algo concreto e importante que merece la pena que vaya a ver. Pero antes de dar una respuesta quiero asegurarme de que no sea algo como los Finanfieros. No voy a dejar que eso entre en mi mente, aunque sea con aislamiento de procesos. ¿Lo entiendes? Necesito instanciar un Manfred adulto auténtico con todos sus recuerdos, uno que no haya sido parte de mí, y conseguir que dé fe del paquete de datos consciente. Para autenticar ese tipo de mensajero hace falta un ser consciente. Por desgracia, el templo de la Historia tiene una irritante resistencia a las extracciones no autorizadas (no puedo entrar y robar una copia de él sin más) y no quiero usar mi propio modelo de Manfred: sabe demasiado. Así que…
—¿Qué es lo que promete ese algo concreto? —pregunta Sirhan tenso.
Aineko lo mira a través de las hendiduras de sus ojos entornados, el zumbido de un ronroneo en la base de su garganta.
—Todo.
—Hay distintos tipos de muerte —le cuenta la mujer llamada Pamela a Manni; su voz seca es un susurro en la oscuridad. Manni intenta moverse, pero parece estar atrapado en un espacio confinado; empieza a ser presa del pánico por momentos, pero luego consigue calmarse—. Lo primero y lo más importante, la muerte es sólo la ausencia de vida, oh, y para los seres humanos, también la ausencia de consciencia, pero no sólo la ausencia de consciencia, la ausencia de la capacidad para la consciencia. —Manni nota la oscuridad íntimamente, le desorienta, no está seguro de dónde está, es como si nada funcionase. Incluso la voz de Pamela suena etérea, como si viniera de todas partes a la vez.
—La muerte simple, la muerte a la antigua, del tipo que existía antes de la singularidad, solía ser el estado de detención inevitable para todas las formas de vida. A pesar de los cuentos de hadas sobre la vida eterna. —Una risita seca—. Solía tratar de creerme uno distinto todos los días antes del desayuno, sabes, no fuera a ser que la apuesta de Pascal fuera cierta; exploraba el espacio de fases de todas las resurrecciones posibles, ¿sabes? Pero creo que a estas alturas podemos admitir que Dawkins tenía razón. La consciencia humana es vulnerable a ciertos tipos de virus meméticos transmisibles, y las religiones que prometen la vida después de la muerte son un ejemplo especialmente pernicioso porque explotan nuestra aversión natural a los estados de detención.
Manni intenta decir «yo no estoy muerto», pero su garganta parece que no funciona. Y ahora que lo piensa, parece que tampoco respira.
—Bueno, la consciencia. Eso sí es divertido, ¿verdad? El producto de una carrera armamentística entre depredadores y presas. Si observas a un gato acercándose sigilosamente a un ratón, podrás decir que la manera más sencilla de explicar las intenciones del gato es estableciendo que el gato tiene una teoría de la mente sobre el ratón: una simulación interna del comportamiento más probable del ratón cuando note la presencia del depredador. Hacia dónde correr, por ejemplo. Y el gato usará su teoría de la mente para optimizar su estrategia de ataque. Por su parte, las especies que cumplen el papel de presa y son suficientemente complejas para tener una teoría de la mente cuentan con una ventaja defensiva si son capaces de anticipar las acciones de un depredador. Con el tiempo, esta misma carrera de armas mamífera nos dio una especie de primate social que usó su teoría de la mente para facilitar el intercambio de signos (de modo que la tribu pudiera trabajar colectivamente), y luego, de forma reflexiva, para simular los estados interiores del propio individuo. Junta las dos cosas, los signos y la simulación introspectiva, y tienes la consciencia de nivel humano, con el añadido extra del lenguaje. Signos que transmiten información sobre estados internos, no simples señales del tipo «depredador allí» o «comida aquí».
«¡Sácame de aquí!» El pánico tiene amarrado a Manni con pringosos dientes de helio líquido.
—S-á-c-a-… —De milagro las palabras salen realmente de su boca, aunque no sabría decir cómo las está articulando, pues su garganta está tan congelada como su habla interna. Todo está desconectado, no funciona ningún sistema.
—De este modo —continua Pamela sin dar tregua—, llegamos al posthumano. No sólo a nuestro propio wetware neuronal, cartografiado a nivel subcelular y ejecutado en un entorno de emulación en un ordenador aparatoso, como lo de aquí: eso no es posthumano, eso es una farsa. Hablo de seres que son esencialmente mejores motores de consciencia que nosotros los meros tipos humanos, aumentados o como sea. No sólo se les da mejor lo de la cooperación (ahí tienes la Economía 2.0 como un ejemplo clásico de lo que te digo), también son mejores simulando. Un posthumano puede construir un modelo interno de una inteligencia de nivel humano que es, como decirlo, de una capacidad cognitiva igual a la del original. Tú o yo podemos pensar que sabemos lo que mueve a los demás, pero normalmente nos equivocamos, mientras que los verdaderos posthumanos pueden simularnos de verdad, incluyendo los estados interiores, y acertar. Y esto es especialmente cierto en el caso de un posthumano que ha tenido acceso a nuestras prótesis de memoria durante un determinado periodo de años, desde mucho antes de que nos diéramos cuenta de que iban a trascendernos. ¿No es así, Manni?
Si tuviera boca, ahora Manni estaría gritándole, pero, en cambio, lo que ocurre es que el pánico va dando paso a una sensación de déjá vu abrumadora. Hay algo de extraño en Pamela, algo siniestro que le resulta familiar: la ha visto antes, de eso está seguro. Y mientras que la mayoría de sus sistemas están desconectados, uno de ellos está muy activo. Hay un fantasma de personalidad señalándole su intención de reintegrarse con él, y el delta de memoria que trae consigo es enorme, años y años de experiencias divergentes que asimilar. Se lo quita de encima con un esfuerzo titánico (es un fantasma muy pesado) y se concentra en imaginarse la sensación de los labios moviéndose sobre los dientes, una lengua ladina que le obstruye la epiglotis, palabras que se forman en su garganta:
—… -m-e…
—No tendríamos que haber seguido actualizando al gato, Manni. Nos conoce demasiado bien. Puede que yo esté físicamente muerta, pero Aineko me recordaba, con la misma precisión espantosa con que la Vil Descendencia recordaba a los resimulados aleatorios. Y puedes intentar escapar (como con esto, esta segunda infancia tuya), pero no te puedes esconder. Tu gato te quiere. Y hay más. —La voz de Pamela le provoca escalofríos que le recorren la columna de arriba abajo; resulta que el fantasma ha empezado a integrar su tremenda carga de memorias en el mapa neuronal de Manni sin que le haya dado permiso, y la voz está cargada de connotaciones erótico-repulsivas, el resultado de la retro alimentación condicionante a la que se sometió a sí mismo hace una eternidad… ¿unas eternidades?—. Ha estado jugando con nosotros, Manni, posiblemente desde antes de que supiéramos que era consciente.
—De aquí… —Manfred se para. Puede ver de nuevo, y moverse, y sentir la boca. Vuelve a ser él mismo, con el físico de cuando tenía veintimuchos años hace montones de décadas y vivía una vida peripatética en la Europa presingularitaria. Está sentado en el borde de una cama en un hotel de Ámsterdam de temática encantadora con un motivo recurrente de filósofos, lleva puestos unos vaqueros, una camiseta sin cuello y un chaleco con los bolsillos llenos con los restos de una red de área personal más que obsoleta, sus absurdos y aparatosos anteojos de proyección descansan en la mesilla. Pamela permanece rígida delante de la puerta, mirándole. No es la parodia atrofiada que recuerda de Saturno, una parca medio ciega apoyándose en el hombro de su nieto. Tampoco es la vengativa furia de París, ni el intrigante diablo fundamentalista del Cinturón. Lleva un traje a medida encima de un corsé de brocado oro y rojo, el pelo rubio echado hacia atrás en un moño apretado, como finísimos cables; es la fuerza de la naturaleza centrada y motivada de la que se enamoró la primera vez: represión, dominación, una máquina estricta para él solo.
—Estamos muertos —dice ella, y medio esboza un sonrisa ya forzada de por sí—. No tenemos que volver a vivir los malos momentos si no queremos.
—¿De qué va esto? —pregunta él con la boca seca.
—Es el imperativo reproductor —dice ella con desdén—. Venga, levanta. Ven aquí.
Él se levanta obediente, pero no se acerca a ella.
—¿El imperativo de quién?
—No el nuestro —dice ella y le tiembla la mejilla—. Cuando estás muerto te enteras de cosas. Ese puto gato tiene que responder un montón de preguntas.
—¿Qué me estás contando…?
Ella se encoge de hombros.
—¿Se te ocurre alguna otra explicación para esto? —Entonces da un paso adelante y le coge la mano—. División y recombinación. División de ensambladores meméticos en distintos grupos y una esmerada fecundación cruzada. Aineko no estaba sólo engendrando un Macx mejor cuando arregló todos esos extraños matrimonios y divorcios y eigenpadres y conciencias digitales bifurcadas; Aineko está intentando engendrar nuestras mentes. —En su mano nota los dedos delgados y fríos de ella. Le inunda una breve sensación de asco, como si estuviera ante una tumba, y se estremece antes de comprender que es culpa del condicionamiento. Reflejos implantados de forma rudimentaria que no deberían seguir activos después de tanto tiempo—. Incluso nuestro divorcio. Si…
—Eso sí que no. —Manny ya se acuerda de eso—. ¡Aineko ni siquiera era consciente en esa época!
Pamela arquea una ceja perfectamente esculpida.
—¿Estás seguro?
—Quieres una respuesta —dice él.
Ella respira hondo y él puede notar su exhalación en la mejilla; hace que se le ericen los pelos de la nuca. Luego asiente con frialdad.
—Quiero saber hasta qué punto nuestra historia ha sido escrita por el gato. Cuando creíamos que le estábamos actualizando el firmware, ¿lo hacíamos realmente? ¿O era él quien nos dejaba pensar que sí? —Resopla con fuerza—. El divorcio. ¿Fuimos nosotros? ¿O nos estaban manipulando?
«Nuestros recuerdos, ¿son reales? ¿Realmente nos pasaron esas cosas? ¿O…?»
Los separan apenas veinte centímetros; Manfred es plenamente consciente de su presencia, del olor de su piel, el movimiento de su pecho cuando respira, la dilatación de sus pupilas. Por un instante interminable la mira fijamente a los ojos y ve cómo su propio reflejo (la teoría de ella de la mente de él) le devuelve la mirada. Comunicación. Máquina estricta. Ella da un paso atrás, haciendo un ruido seco con los tacones de aguja y sonríe irónicamente.
—Hay un cuerpo receptor esperándote, recién fabricado. Parece que Sirhan estuvo hablando con tu fantasma archivado en el templo de la Historia, y éste decidió optar por la reencarnación. Parece que hoy es el día de las grandes coincidencias, ¿no? ¿Por qué no vas a fusionarte con él? Me reuniré con vosotros y luego podemos ir a pedirle cuentas a Aineko.
Manfred respira hondo y asiente.
—Si no hay más remedio…
El pequeño Manni (un clon sacado del árbol genealógico, que es en realidad un gráfico cíclico dirigido) no entiende a qué viene tanto alboroto, pero sabe muy bien cuándo mamá, Rita, está enfadada. Tiene algo que ver con la cosa-gatito, hasta ahí llega, pero mamá no quiere contárselo.
—Ve a jugar con tus amigos, cariño —le dice distraída, y ni siquiera se molesta en generar un fantasma para que lo vigile.
Manni se mete en su cuarto y se pone a revolver su juguetero un rato, pero no encuentra nada tan interesante como el gato. La cosa-gatito huele a aventura, es lo ilícito explicitado. Manni se pregunta dónde se lo habrá llevado papi. Intenta llamar al fantasma Manni-grande, pero su yo grande no contesta: seguro que está durmiendo o algo parecido. Así que después de un enajenado y azorado acceso lúdico (que deja el espacio juguetero completamente patas arriba, monstruos de peluche encogidos de miedo debajo de un enorme bombo), Manni se aburre. Y puesto que básicamente sigue siendo un niño y no controla del todo su propia metaprogramación, en lugar de ajustar su actitud para dejar de estar aburrido, se escabulle por el portal del cuarto (que el fantasma Manni-grande le reprogramó hace tiempo para que diera a un portal público infrautilizado en el que previamente se había infiltrado mediante un ataque Man-in-the-Middle, para que pudiera usarlo como un servidor de teletransporte proxy) y baja hasta la parte oculta de la Plaza Roja, donde hay cosas en carne viva que balbucean y gritan a sus torturadores, se crucifican ángeles destrozados en las columnas que sujetan el cielo y pandillas de niños semisalvajes hacen realidad sus fantasías psicóticas en las réplicas androides carentes de boca de sus padres y autoridades.
Lis está aquí, y Vipul y Kareen y Morgan. Lis ha transformado su cuerpo para la batalla: lo ha convertido en una ominosa coraza robótica de combate de color gris cubierta de pinchos con un cinturón de bolas con pinchos que giran amenazadoramente a su alrededor.
—¡Manni! ¿Juegas a la guerra?
Morgan tiene unas enormes pinzas en lugar de manos y Manni se alegra de haber venido en plan pajeño, su tercer brazo convertido en una guadaña ósea del codo para abajo. Excitado, asiente con la cabeza.
—¿Quién es el enemigo?
—Ellos. —Lis precesiona y señala hacia un grupo de niños al otro lado de una pila de escombros artísticamente dispuestos; se congregan en torno a un patíbulo y se dedican a clavar cosas que brillan en la dolorida carne de lo que sea que está encarcelado en una jaula de hierro fundido. Todo es de mentira, pero en cualquier caso los gritos son convincentes, y por un instante a Manni le transportan a la última vez que murió aquí abajo, a un agujero negro de dolor en torno al colgajo de sus tripas que tuvo que ser editado—. Tienen a Lucy y la están torturando, tenemos que rescatarla.
En estos juegos nadie muere en realidad, no de forma permanente, pero los niños pueden llegar a ser extremadamente violentos, y los adultos de Nuevo Japón han descubierto que es mejor dejarles que se maten entre ellos y que luego la ciudad arregle los desperfectos. Permitirles esta válvula de escape hace que sea más fácil evitar que hagan cosas realmente peligrosas que amenacen la integridad estructural de la biosfera.
—Mola. —Los ojos de Manni se iluminan al ver cómo Vipul abre de golpe las puertas del arsenal y empieza a pasarles porras, punzones, pinchos, shurikens y garrotes—. ¡Vamos!
Después de unos diez minutos de rajar, correr, luchar y dar gritos, Manni está apoyado contra una de las columnas de crucifixión, tratando de recobrar el aliento. De momento ha sido una buena guerra para él, y el brazo le duele y le pica de tanto apuñalar, pero tiene el presentimiento de que la cosa va a cambiar. Lis arremetió muy fuerte y se le enredaron las cadenas en los soportes del patíbulo; ahora la están asando en un fuego, y sus gritos electrónicamente potenciados ahogan los roncos jadeos de Manni. Le chorrea sangre por el brazo (no la suya) que salpica desde la punta de su garra. El ansia desmedida de hacer daño, la necesidad compulsiva de infligir dolor, le hacen temblar. Por encima de su cabeza se oye un ruido (cric, cric) y alza la vista. Es uno de los ángeles crucificados; tiene las alas desgarradas por donde le han clavado los clavos, entre las juntas que sostienen las grandes y delgadas membranas de vuelo en ingravidez. Aún respira, nadie se ha tomado la molestia de destriparlo, y no estaría aquí si no fuera malo, así que…
Manni se pone de pie, pero justo cuando se dispone a tocar la fina y azulada piel del estómago con la uña de su tercer brazo, oye una voz.
—Espera. —Es habla interna y lleva listas de control coercitivas, privilegios de superusuario que le paralizan la articulación del codo. Lloriquea lleno de frustración y se gira, listo para luchar.
Es el gato. Está detrás de él, encorvado sobre una roca (y esto es lo raro) justo donde él estaba mirando hace un momento, observándole con ojos entornados. Manni siente la necesidad de arremeter contra él, pero sus brazos no responden, ni tampoco lo harán sus piernas: puede que éste sea el lado oscuro de la Plaza Roja, donde juegan los niños sanguinarios y todo vale, y aquí Manni puede tener una garra mucho mayor que lo que pueda agenciarse el gato, pero la ciudad sigue teniendo cierto control y las claves de acceso del gato le hacen del todo inmune a la carnicería de ambos bandos.
—Hola, Manni —dice la cosa-gatito—. Tu papi está preocupado: se supone que estás en tu cuarto y te está buscando. Tu yo grande te dio una puerta trasera, ¿no?
Manni asiente con una sacudida, los ojos desorbitados. Quiere gritar y atacar a la cosa-gatito, pero no puede.
—¿Qué eres?
—Soy tu… hado padrino. —El gato lo mira de hito en hito—. Sabes, creo que no te pareces mucho a tu arquetipo (no cuando tenía tu edad), pero sí, creo que puedes servir.
—¿Servir para qué? —dice Manni, y perplejo deja caer su brazo pajeño.
—Ponme en contacto con tu otro yo. Tu yo grande.
—No puedo —Manni empieza a explicar. Pero antes de que pueda continuar la pila de rocas emite un ligero quejido y rota por debajo del gato, que tiene que incorporarse y girarse un poco, la cola erizada en señal de fastidio.
El padre de Manni sale del portal-T y mira en derredor; su rostro es una máscara de desaprobación.
—¡Manni! ¿Qué crees que estás haciendo aquí? Vámonos a casa…
—Está conmigo, chico historiador —le interrumpe el gato, molesto por la llegada de Sirhan—. He venido a recogerlo.
—¡Maldito seas, no necesito tu ayuda para controlar a mi hijo! De hecho…
—Mami dijo que podía —empieza a decir Manni.
—¿Y qué es eso que tienes en la espada? —Sirhan abarca toda la escena con la mirada, el improvisado juego de capturar a la víctima torturada en el patíbulo, las hogueras y los gritos. La máscara de desaprobación se resquebraja y revela un núcleo de ira glacial—. ¡Te vienes a casa conmigo! —dice lanzándole una mirada al gato—. Tú también, si quieres hablar con él: está castigado.
Había una vez un gato doméstico.
Sólo que no era un gato.
Hace tiempo, cuando un joven empresario llamado Manfred Macx recorría de vuelo en vuelo las por entonces aún conexas estructuras de un viejo continente llamado Europa, haciendo ricos a desconocidos y ofreciendo planes de negocio serendipistas a los amigos (un no parar desesperado, siempre de aquí para allá en un vano intento por dejar atrás a su propia sombra), solía viajar con un juguete robótico de forma felina. Programable y actualizable, Aineko era un descendiente de tercera generación de los robots de compañía de lujo japoneses originales. Manfred no tenía sitio para más en su vida, le encantaba ese robot, a pesar de lo preocupante que empezaba a ser que en su puerta no dejaran de aparecer gatitos quirúrgicamente descerebrados. Lo quería casi tanto como Pamela, su novia, lo quería a él, y ella lo sabía. Pamela, que era mucho más inteligente de lo que Manfred creía, se dio cuenta de que la manera más rápida de llegar al corazón de un hombre era a través de lo que amaba. Y Pamela, que era mucho más controladora de lo que Manfred percibía, estaba más que dispuesta a valerse de cualquier oportunidad que se le presentara. La suya fue una relación muy al estilo del siglo XXI, lo que implica que era una relación que habría sido ilegal hace cien años y habría supuesto un escándalo muy de moda un siglo antes de eso. Siempre que Manfred actualizaba su mascota robot (transplantando su red neural educable a un nuevo cuerpo con nuevos y excitantes puertos de expansión), Pamela la manipulaba.
Estuvieron casados un tiempo, y divorciados mucho más, en teoría porque los dos eran personas de carácter fuerte con filosofías de la vida que eran irreconciliables salvo en la muerte o la trascendencia. Manny, que era increíblemente creativo, deferente y con la capacidad de concentración de una comadreja puesta de crack, tuvo otras amantes. Pamela… ¿quién sabe? Si se disfrazaba por las noches y se recorría los reservados de los clubs fetichistas, no se lo contaba a nadie: vivía en la América de la tensión, de la seriedad puritana, y tenía una reputación que mantener. Pero los dos siguieron en contacto con el gato, y aunque Manfred se quedó con la custodia por alguna razón que nunca quedó del todo clara, Aineko siempre le devolvió las llamadas a Pamela, hasta que llegó la hora de irse con Amber y la acompañó en su precipitada huida en forma de exilio relativista, luego se dedicó a vigilar en plan amo y señor al eigenhijo de ésta, Sirhan, y a la mujer y al hijo de éste (un clon extraído del árbol genealógico de la familia, Manfred 2.0)…
Bueno, la cuestión es que Aineko no era un gato. Aineko era una inteligencia encarnada, confinada en una sucesión de cuerpos gatunos que se fueron haciendo cada vez más realistas y estaban equipados con una capacidad de procesamiento que podía albergar una simulación neuronal que crecía rápidamente con cada actualización.
¿En algún momento alguien de la familia Macx se molestó en preguntarle a Aineko qué quería?
Y si hubieran obtenido una respuesta, ¿les habría gustado?
Manfred adulto, todavía algo desorientado por el mero hecho de encontrarse despierto y reinstanciado un par de siglos después de su apresurado exilio del sistema de Saturno, se dirige algo inseguro hacia la casa de Sirhan y Rita cuando el fantasma Manni-grande con memoria de Manfred se deposita en su consciencia como una tonelada de computronio incandescente.
Es el típico momento en el que uno dice «jo-der». Entre un paso y el siguiente Manfred da un buen traspié, está a punto de torcerse un tobillo y emite un grito ahogado. Y recuerda cosas. De tercera mano recuerda haberse reencarnado como Manni, el bebé lleno de vida de Rita y Sirhan (por qué querrán criar a un antepasado en vez de crear su propio hijo nuevo es una de esas anomalías culturales tan extrañas que apenas puede comprenderlo). Luego, por un instante, se acuerda de vivir como el acelerado y amnésico fantasma adulto de Manni, velando por su original desde el ciberespacio de consenso de la ciudad: la llegada de Pamela, la reacción del Manni adulto ante ella, cómo ella descarga otra copia de las memorias de Manfred en Manni, y ahora esto: «¿Cuántas copias mías hay?», se pregunta con nerviosismo. Luego: «¿Pamela? ¿Qué hace ella aquí?».
Manfred sacude la cabeza y mira a su alrededor. Ahora recuerda ser el Manni-grande, sabe dónde está implícitamente, y lo que es más importante, sabe lo que se supone que hacen todas estas interfaces de nueva generación de la ciudad. Las paredes y el techo están alfombrados de glifos resplandecientes que le prometen de todo, desde servicios locales de acceso instantáneo hasta teletransporte a distancias interestelares. «Así que todavía siguen lejos de colapsar la geografía», piensa con gratitud, agarrándose al primer pensamiento comprensible de su cosecha antes de que las memorias del Manni adulto se lo expliquen todo. Es una sensación extraña, ver todo esto por primera vez (todo lo que implica una tecnoesfera que está siglos por delante de la última en la que ha estado despierto), pero con las memorias que se lo explican todo. Puede ver cómo sus pies le siguen haciendo avanzar hacia una plaza cubierta de hierba bordeada de puertas que se abren a estancias privadas. Detrás de una de ellas, va a reunirse con sus descendientes y es muy probable que con Pamela. La idea hace que se le revuelva un poco el estómago. «No estoy preparado para esto…»
La sensación de déjà vu es extrema. Está delante del umbral de una puerta que le resulta familiar aunque nunca antes la ha visto. La puerta se abre y un niño de cara seria con tres brazos (no puede evitar quedarse mirando: el brazo extra es una guadaña de hueso con un número de púas exagerado de codo para abajo) se le queda mirando.
—Hola, yo —dice el niño.
—Hola, tú. —Manfred no puede despegar los ojos del niño—. No eres como te recuerdo. —Pero el aspecto de Manni le resulta familiar por las memorias de Manni-grande, capturadas por la impasible conciencia del Argos del polvo panóptico que flota en el aire—. ¿Están tus padres en casa? ¿Tu —la voz se le quiebra— bisabuela?
La puerta se abre un poco más.
—Puedes pasar —dice el niño muy serio. Luego da un saltito hacia atrás y se escabulle con timidez por una habitación lateral (o como si esperase que le acribillara un francotirador hostil, se percata Manfred). Es duro ser un niño cuando no hay ninguna regla contra el uso de fuerza letal porque te pueden restaurar desde una copia de seguridad una vez terminada la partida.
Dentro de la vivienda (a Manfred no le parece correcto llamarla una casa, no cuando partes de ella están separadas por billones de kilómetros de vacío) la cosa parece que está un poco apretada. Puede oír voces en la sala de estar, así que se dirige hacia ella, rozándose al pasar con el arco de rosas sin espinas que Rita ha colocado alrededor del marco del portal-T. Se siente físicamente más ligero, pero cuando mira a su alrededor siente como una losa en el corazón.
—¿Rita? —pregunta—. Y…
—Hola, Manfred. —Con cautela, Pamela le hace un gesto con la cabeza.
Rita se queda asombrada ante él.
—El gato pidió que le prestáramos el ensamblador de la casa. No esperaba una reunión familiar.
—Ni yo tampoco. —Manfred se frota la frente con arrepentimiento—. Pamela, ésta es Rita. Está casada con Sirhan. Son mis… ¿supongo que eigenpadres es tan buen término como cualquier otro? Quiero decir, están criando a mi reencarnación.
—Por favor, sentaos —ofrece Rita, haciendo un gesto con la mano hacia el suelo vacío entre el patio y la fuente de piedra en forma de sección de una hiperesfera de cristal. De la niebla útil que flota en el aire, reluciendo en la luz natural artificial, brota un futón hecho de diamantoides—. Sirhan se está ocupando de Manni… nuestro hijo. Estará con nosotros en un momento.
Manfred se sienta con cuidado en un lado del futón. Pamela se sienta rígida en la otra punta, sin mirarlo en ningún momento. La última vez que se vieron en carne y hueso (hace un abismo de años) se separaron entre insultos, en lados opuestos, tanto los de un traumático divorcio como los de una barrera ideológica tan alta como una divisoria continental. Pero han pasado muchas décadas subjetivas, y tanto la ideología como el divorcio han perdido importancia; si es que llegaron a existir en algún momento. Ahora que hay una causa común que puede acercarlos, Manfred apenas puede mirarla.
—¿Cómo está Manni? —le pregunta a su anfitriona, desesperado por entablar conversación.
—Está bien —dice Rita con voz quebrada—. Sólo la agitación típica de la preadolescencia, si no fuera por… —Se le va apagando la voz. De la nada aparece una puerta y Sirhan entra por ella seguido de una pequeña deidad vestida con un abrigo de piel.
—Mira lo que ha encontrado el gato —comenta Aineko.
—Mira quién ha ido a hablar —dice Pamela con mucha frialdad—. No crees que deberías…
—He intentado mantenerlo alejado de ti —Sirhan le cuenta a Manfred—, pero él no…
—Está bien —dice Manfred quitándole importancia—. Pamela, ¿te importaría empezar?
—Sí, me importaría —dice mirándole de reojo—. Tú primero.
—De acuerdo. Tú me querías aquí. —Manfred se agacha para mirar fijamente al gato—. ¿Qué quieres?
—Si fuera un diablo centroeuropeo tradicional, diría que he venido a robarte el alma —dice Aineko, mirando a Manfred y sacudiendo la cola—. Por fortuna no soy dualista, sólo quiero que me la prestes un rato. Ni siquiera te la voy a manchar.
—Ajá —dice Manfred arqueando una ceja—. ¿Por qué?
—No soy omnisciente. —Aineko se sienta, una pata le sobresale por un lado, pero sigue sin quitarle los ojos de encima a Manfred—. Recibí un… un telegrama, supongo, que decía que era tuyo. De tu otra copia, se entiende, la que se marchó por la red de routers con otra copia de mí y con Amber, y todos los demás que no están aquí. Dice que encontró la respuesta y quiere darme un atajo que conduce hasta los grandes pensadores en los confines del universo observable. Sabe quién hizo la red de agujeros de gusano y por qué, y… —Aineko se interrumpe. Si fuera humano, se encogería de hombros, pero siendo un gato, se rasca distraídamente detrás de la oreja izquierda con una pata trasera—. El problema es que no estoy seguro de que pueda fiarme. Así que te necesito para que autentiques el mensaje. No me atrevo a usar mi propia memoria de ti porque sabe demasiado sobre mí; si el paquete fuera un troyano, podría averiguar cosas que no quiero que sepa. Ni siquiera puedo censurar sus memorias de mí; eso también le transmitiría información útil al paquete si fuera hostil. Por eso quiero una copia tuya sacada del museo, nueva y sin contaminar.
—¿Es eso todo? —pregunta Sirhan incrédulo.
—A mí me parece bastante —responde Manfred. Pamela abre la boca, lista para hablar, pero Manfred la mira a los ojos y niega infinitesimalmente con la cabeza. Ella le devuelve la mirada y (para su gran sorpresa) asiente y cierra la boca. El momento de complicidad es mareante—. Quiero algo a cambio.
—Claro —dice el gato. Hace una pausa—. Eres consciente de que es un proceso destructivo.
—Es un… ¿qué?
—Necesito hacer una copia de ti y activarla. Luego la introduzco en la, esto… información alienígena, en un entorno de aislamiento de procesos. Después se destruye el entorno; emite un único bit de información, un sí o un no a la pregunta: ¿puedo fiarme de la información alienígena?
—Eh. —Manfred se pone a sudar—. Ah. Creo que no me gusta como suena eso.
—Es una copia. —Otro momento de ésos en los que si el gato fuera humano se encogería de hombros—. Tú eres una copia. Manni es una copia. Te han copiado tantas veces que es ridículo. ¿Te das cuenta de que cada cierto número de años todos los átomos de tu cuerpo cambian? Por supuesto, significa que una copia tuya muere después de una vida o dos de experiencias únicas e irrepetibles, de las que tú nunca te enterarás, pero eso no debería importarte.
—¡Sí me importa! ¡Estas hablando de condenar a muerte a una versión mía! Puede que no me afecte, en este cuerpo, pero seguro que afecta a ese otro yo mío. No puedes…
—No, no puedo. Si aceptara rescatar a la copia en el caso de que llegara a un veredicto positivo, eso le daría un incentivo para mentir si la verdad fuera que el mensaje alienígena no es de fiar, ¿verdad? Además, si tuviera intención de rescatar a la copia, eso le daría al mensaje un canal de retorno por el que codificar un ataque. Un bit, Manfred, nada más.
—Agh. —Manfred deja de hablar. Sabe que debería estar tratando de poner algún tipo de objeción, pero Aineko ya debe haber considerado todas sus posibles respuestas y planeado estrategias para resolverlas—. ¿Cómo encaja ella en todo esto? —pregunta, haciendo un gesto con la cabeza hacia Pamela.
—Oh, ella es tu pago —dice Aineko con estudiada indiferencia—. Tengo muy buena memoria para la gente, especialmente para la gente que he conocido durante décadas. Has superado el rudimentario condicionamiento emocional que usé contigo en la época del divorcio, y en lo que respecta a ella, es una buena reinstanciación de…
—¿Sabes lo que se siente al morir? —pregunta Pamela, que finalmente no ha podido seguir controlándose—. ¿O te gustaría descubrirlo por las malas? Porque si sigues hablando de mí como si fuera una esclava…
—¿Qué te hace pensar que no lo eres? —El gato sonríe haciendo una mueca horrible, mostrando unas agujas como dientes. «¿Por qué no le pega?», se pregunta Manfred confundido; también se pregunta por qué él no siente el impulso de volverse contra el monstruo—. Hibridarte con Manfred fue, hay que reconocerlo, un gran trabajo por mi parte, pero le habrías perjudicado durante sus años más creativos. Un Manfred satisfecho es un Manfred ocioso. Al separaros, conseguí sacarle unos cuantos trabajitos más, y para cuando ya estaba quemado, Amber estaba lista. Pero estoy divagando; si me das lo que quiero, os dejaré en paz. Es así de sencillo. Criar nuevas generaciones de Macx ha sido un buen pasatiempo, como mascotas no estáis mal, pero al final estáis limitados, os empecináis y os negáis a trascender vuestra humanidad. Así que eso es lo que os ofrezco, básicamente. Si me dejas que ejecute y a continuación destruya una copia de ti en una caja negra junto con un supuesto Oráculo de Turing basado en ti mismo, te dejaré tranquilo. Y a ti también, Pamela. Esta vez seréis felices juntos, sin que yo me inmiscuya. Y prometo que tampoco volveré para rondar a vuestros descendientes. —El gato mira por encima del hombro a Sirhan y a Rita, que se aferran el uno al otro visiblemente horrorizados; Manfred comprueba que puede percibir una sombra de la enorme complejidad algorítmica de Aineko flotando en la casa, como una sibilina pesadilla sacada de la teoría de números.
—¿Eso es todo lo que somos para ti? ¿Un programa de cría de mascotas? —pregunta Pamela fríamente. Manfred se da cuenta (con una creciente sensación de horror) de que ella también se ha topado con los límites implantados de Aineko. «¿De verdad nos separamos porque Aineko lo quiso?» Cuesta creerlo: Manfred es demasiado realista como para fiarse de que el gato diga la verdad, a no ser que sea porque le conviene. Pero esto…
—No del todo. —Aineko se muestra displicente—. No al principio, antes de que fuera consciente de mi propia existencia. Además, vosotros humanos también tenéis mascotas. Pero fue divertido jugar con vosotros.
Pamela se levanta, furiosa, dispuesta a largarse de allí en ese mismo momento. Casi de forma inconsciente, Manfred también se levanta y le pone un brazo alrededor de manera protectora.
—Primero dime si nuestros recuerdos son realmente nuestros —dice.
—No te fies de él —dice Pamela bruscamente—. No es humano, y miente. —La tensión se acumula en sus hombros.
—Sí, lo son —dice Aineko. Bosteza—. Dime que estoy mintiendo, zorra —añade burlonamente—. Te he llevado en mi cabeza el tiempo suficiente para saber que no puedes demostrarlo.
—Pero yo… —Su brazo se desliza para rodear la cintura de Manfred—. No le odio. —Una sonrisa compungida—: Recuerdo que le odiaba, pero…
—Humanos: un modelo de autoconsciencia emocional realmente brillante —dice Aineko suspirando teatralmente—. Como no tenéis ninguna presión evolutiva para ser más listos, sois todo lo estúpidos que os permite vuestra condición de especie inteligente; pero seguís sin internalizarlo y actuáis en consecuencia con vuestros superiores. Escucha, chica, todo lo que recuerdas es verdad. Lo que no significa que lo recuerdes porque pasó realmente, sólo que lo recuerdas porque lo experimentaste internamente. Tus recuerdos de las experiencias son exactos, pero tus respuestas emocionales a esas experiencias fueron manipuladas. ¿Lo pillas? La alucinación de un simio es la experiencia religiosa de otro, sólo depende de quién tenga el módulo de Dios hiperactivo en ese momento. Eso vale para todos vosotros. —Aineko pasea la mirada por todos ellos con cierto desprecio—. Pero ya no os necesito, y si hacéis lo que os pido, vais a ser libres. ¿Lo entiendes? Di sí, Manfred; si sigues así con la boca abierta un pájaro va a acabar anidando en tu lengua.
—Di no —le urge Pamela justo cuando Manfred dice:
—Sí.
Aineko sonríe, enseñando unas mandíbulas desdeñosas.
—¡Ah, la lealtad de la familia primate! Tan maravillosa y responsable. Gracias, Manny, entiendo que acabas de darme permiso para copiarte y esclavizarte…
En ese preciso momento es cuando Manni, que lleva un minuto esperando en la puerta, salta sobre el gato dando un grito, con el brazo guadañesco echado hacia atrás listo para descargar el golpe.
El avatar-gato está, faltaría más, esperando a Manni: se revuelve y bufa, sacando unas garras afiladas como diamantes.
—¡No! —grita Sirhan—. ¡Manni! —Y empieza a moverse, pero Manfred adulto se paraliza, dándose cuenta con un escalofrío de que lo que está pasando no es lo que parece. Manni intenta agarrar al gato con sus manos humanas, cogiéndolo por el pescuezo y arrastrándolo hacia el filo de su despiadado brazo-guadaña. Se oye un chillido, un aullido espeluznante, y Manni grita, líneas paralelas de sangre brillante le corren por el brazo (el avatar es un cuerpo de carne real con todo derecho, con un sistema de control autónomo que no va a rendirse sin luchar, poco importa lo que opine su agigantado exocórtex), pero la guadaña de Manni se sacude y se oye un horrible ruido burbujeante y la cosa-gatito sale volando por los aires como un géiser de sangre. Todo se acaba en un segundo y a ningún adulto le ha dado tiempo a reaccionar. Sirhan agarra a Manni y lo aparta de un tirón, pero no hay más sorpresas. El avatar de Aineko no es más que un amasijo destrozado de pelo ensangrentado, visceras y sangre derramada por el suelo. Por un momento, el fantasma de una triunfante sonrisa felina flota en los oídos del habla interna de todos, luego se va apagando.
—¡Niño malo! —grita Rita avanzando hacia él como loca. Manni se encoge asustado y se pone a llorar, un reflejo seguro para un niño pequeño que no acaba de entender la naturaleza de la amenaza a la que se enfrentan sus padres.
—¡No! Está bien. —Manfred intenta buscar una explicación.
Pamela lo agarra más fuerte.
—¿Estás seguro…?
—Sí. —Respira hondo.
—Niño malo, malo…
—¡El gato iba a comérselo! —protesta Manni mientras sus padres lo sacan a empellones de la habitación. Sirhan le lanza una mirada culpable por encima del hombro a la instancia adulta y a su ex mujer—. ¡Tenía que detener a la cosa malvada!
Manfred nota cómo Pamela se estremece. Es como si estuviera a punto de echarse a reír.
—Sigo aquí —murmura él, medio sorprendido—. Escupido, sin digerir, después de tantos años. Al menos esta versión mía cree que está aquí.
—¿Te lo crees? —pregunta ella finalmente con voz incrédula.
—Sí. —Cambia el peso del cuerpo de un pie al otro, mesándose el pelo abstraído—. Creo que dijo todo lo que dijo para hacemos reaccionar como lo hicimos. Hasta el punto de darnos motivos para odiarlo y hacer que Manni se deshiciera de su avatar. Aineko quería salir de nuestras vidas y pensó que un toque catártico sería lo más indicado. Por no hablar del deus ex machina que estaba introduciendo en la narrativa de la vida de esta familia. Típico humorista de mierda. —Le pide un informe sobre la situación a la mente-ciudad y suspira: su número de versión acaba de subir un punto—. Dime, ¿crees que vas a echar de menos a Aineko? Porque no lo vamos a volver a ver…
—No hables de eso ahora —le ordena ella, pegando la barbilla a su cuello—. Me siento tan utilizada.
—Tienes motivos para ello. —Se quedan abrazados un rato, sin decir nada, sin preguntarse por qué, después de haber estado separados tanto tiempo, vuelven a estar juntos—. Codearse con los dioses no es una actividad segura para simples mortales como nosotros. ¿Tú piensas que te han utilizado? A estas alturas lo más probable es que Aineko ya me haya matado. A no ser que también mintiera en lo de deshacerse de la copia sobrante.
Ella se estremece entre sus brazos.
—Ése es el problema de tratar con posthumanos; es muy posible que el modelo mental que tienen de ti mismo sea más detallado que el tuyo.
—¿Cuánto tiempo llevamos despiertos? —pregunta, intentando cambiar de tema con tacto.
—Oh, no estoy segura. —Lo suelta y da un paso atrás, estudiando su cara—. Me acuerdo de Saturno, cuando robé una pieza de museo y me fui, y luego, bueno. Estaba aquí. Contigo.
—Creo —se moja los labios— que nos han dado un toque de atención. O tal vez una segunda oportunidad. ¿Qué vas a hacer con la tuya?
—No lo sé. —Vuelve a mirarlo de ese modo tan peculiar, como si estuviera calculando lo que vale. Él está acostumbrado, pero ahora no le molesta—. Hemos vivido tantas cosas juntos… Esto no va a ser fácil. O bien Aineko mentía o bien… no. ¿Y tú? ¿Qué es lo que quieres?
Él sabe perfectamente lo que le está preguntando.
—¿Quieres ser mi ama? —le pregunta, ofreciéndole la mano.
—Esta vez —le dice ella cogiéndosela— sin supervisión adulta. —Sonríe agradecida y caminan juntos hacia el portal para ver cómo se las arregla su descendencia con su repentina libertad.